II. Obrar como hijos de Dios
1. En todo, hijos de Dios
La filiación divina no es un aspecto más entre otros de nuestro ser cristianos. De algún modo abarca todos los demás. Es una determinada formalidad o modo de ser: una relación concreta que, entitativamente, se distingue de las demás formalidades sobrenaturales: gracia santificante, virtudes, dones del Espíritu Santo. Pero si atendemos al designio divino, podemos afirmar que todas esas otras formas nos son dadas para constituirnos en hijos de Dios: la elevación sobrenatural es, tomada en su totalidad, una adopción.
Por tanto, si ser hijos de Dios es como el resumen de la condición de la nueva criatura, la síntesis del obrar cristiano puede enunciarse como el obrar de los hijos de Dios. Y esto, hasta el punto que la Voluntad divina se resume, para cada uno, así: «Lo que os pide el Señor es que, en todo momento, obréis como hijos y servidores suyos» [78].
La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso, no se obra como hijo de Dios con unas acciones determinadas: toda nuestra actividad, el ejercicio de todas las virtudes, puede y debe ser ejercicio de la filiación divina. Por eso, «no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad» [79].
La piedad es la virtud propia de los hijos que, sobrenaturalmente, es perfeccionada por el correspondiente don del Espíritu Santo que nos facilita reconocernos como hijos de Dios y obrar en consecuencia en todo momento. Por eso, «la piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [80]. Y no sólo como una simple referencia intencional a Dios, sino como certeza d nuestro endiosamiento actual, de nuestro vivir en Cristo por el Espíritu Santo, y así de nuestra presencia —unión— al Padre [81].
En consecuencia, «todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria» [82].
Resulta patente que nuestro obrar como hijos de Dios es nuestro obrar en toda su amplitud. Al informar la entera existencia cristiana, la filiación divina caracteriza —como decíamos ya al principio de estas páginas— radicalmente todos los aspectos y el ejercicio de todas las virtudes de nuestro caminar cristiano en este mundo, y también caracterizará —con la gracia de Dios— nuestro ser ciudadanos del Cielo. Repitámoslo: nuestra fe, es la fe de los hijos de Dios; nuestra alegría, es la alegría de los hijos de Dios; nuestra fortaleza, es la fortaleza de los hijos de Dios...
Es, por tanto, imposible en los límites de estas páginas, tratar de ver la influencia radical y concreta de la filiación divina en todos esos aspectos y virtudes de la vida cristiana. A continuación se tratará sólo de algunas de las dimensiones que —igual que la filiación divina— abarcan todo el existir cristiano, y que precisamente son consecuencias directas de nuestro ser y sabernos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres.
2. La libertad de los hijos de Dios
El obrar humano está esencialmente caracterizado por la libertad, que presupone el ejercicio del conocimiento. En los actos humanos —actos libres—, la voluntad del hombre se determina a sí misma —presupuesta naturalmente la causalidad divina sustentadora del ser—, de modo que la persona obra, por encima de cualquier condicionamiento, porque le da la gana.
Este gran don natural de Dios a las criaturas espirituales, nos hace responsables de nuestros propios actos, nos permite elegir y amar el bien. Pero esta libertad nuestra no es, ni podría serlo en ningún caso, una libertad absoluta. Mientras el libre querer de Dios produce el bien, es creador, el nuestro debe orientarse hacia el bien, que es independiente de ese querer nuestro. De ahí la posibilidad del pecado, del torcido ejercicio de la libertad. No es posible una libertad creada absoluta: una criatura libre, mientras por su definitiva unión con Dios no estuviese confirmada en gracia, podía siempre emplear mal su libertad. Sin embargo, la infinita bondad de Dios, como quería destinar a algunas de sus criaturas a participar de su intimidad, a ser hijos suyos, quiso correr el riesgo de nuestra libertad [83].
Saber que «Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad» [84], nos debe llevar a preguntarnos, a preguntarle a Él: «¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?
«Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos (Jn 8, 32); la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mí Señor —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer— que nos decidamos a damos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más intima, y carece en su actuación del dominio y señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» [85].
Esta es la verdad que nos hace libres: ¡somos hijos de Dios! Pero, ¿qué libertad es ésta? Es la libertad propia de la naturaleza humana, pero sanada y elevada por la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Es la libertad expedita, sobrenaturalmente potenciada para el bien, exenta de las cadenas que el pecado pone a la voluntad dificultando el bien natural e imposibilitando el bien sobrenatural. La libertad de los hijos de Dios —la libertad cristiana— es, pues, fruto del Amor de Dios, por el que somos sus hijos y nos conduce a ese Amor. «La libertad, nos enseña el Padre, adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios! (Rm 8, 21)» [86].
La verdad nos libera porque facilita elegir y amar el bien, en lo que consiste la libertad. Por eso, «esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse» [87]. No hay una pura y simple libertad humana, por lo mismo que no hay una naturaleza pura; o hay naturaleza con gracia, o naturaleza con pecado; o hay libertad de los hijos de Dios, o hay esclavitud interior a la propia miseria.
Sin embargo, buscar en todo el cumplimiento de la Voluntad de Dios, elegir en toda circunstancia el bien, es una atadura: la condición del cristiano es también la del siervo de Dios. Pero «esclavitud por esclavitud —si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, ésa es la condición humana—, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento —nos explica san Josemaría Escrivá de Balaguer— perdemos la situación de esclavos, para convertimos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, no somos hijos de la esclava, sino de la libre (Ga 4, 31).
«¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que El nos ha redimido (cfr. Ga 4, 31). Por eso enseña: si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que sal va al hombre es cristiana.
Me gusta hablar de la aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente —como hijos, insisto, no como esclavos—, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos, como un regalo de Dios» [88].
Cumplir la Voluntad de Dios; someter la propia inteligencia a la verdad y dirigir la libertad hacia el bien —en el fondo, hacia Dios siempre—, no es esclavitud, es libertad: una libertad superior que se nos manifiesta unida —en aparente paradoja— a la obediencia, al servicio, a la entrega generosa. Paradoja sólo aparente, porque «el Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas» [89].
Como a veces resulta difícil comportarse según esa libertad, acudamos a Santa María, «tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21)» [90].
3. El trabajo de los hijos de Dios
«Sueño —y el sueño se ha hecho realidad, decía el Padre en 1963— , con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» [91].
Todos los hijos de Dios, sea la que sea su situación en el mundo y en la Iglesia, están llamados a santificarse, a ser cada día más ipse Christus, y han de ver en todas las circunstancias de su vida ordinaria, de su trabajo y de su descanso, de sus relaciones familiares y sociales en general, una realidad que debe ser vida de Cristo: non vivo ego, vivit vero in me Christus [92].
Durante mucho tiempo se ha considerado el trabajo como algo que esclaviza, como un castigo, como algo que dificulta la vida espiritual...
En realidad, ni es castigo —puesto que el hombre ha sido creado ut operaretur [93] — , ni tiene por qué dificultar el trato con Dios: es más, el cristiano puede y debe, con la gracia de Dios, «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo» [94], como ha venido predicando san Josemaría Escrivá de Balaguer desde 1928. Y trabajo, en el fondo, es toda la actividad humana. Pero no podemos detenernos aquí en este aspecto capital. Fijémonos, en cambio, en que la realidad de la filiación divina es la que impide la esclavitud en el trabajo, pues «en medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre» [95]. Si contemplamos la vida nuestra con realismo —con ese realismo superior que nos proporciona la fe sobrenatural—, percibimos que nada hay ajeno al designio divino; que, sea la que sea nuestra actividad, trabajamos en cosa propia, porque todo es de Dios y nosotros somos hijos, no asalariados: todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios [96].
Esta libertad de quien trabaja en cosa propia comporta, a la vez, bajo el impulso radical de sabernos hijos de Dios, el esfuerzo generoso, que no se limita nunca a la búsqueda de una contrapartida meramente humana, por lo demás necesaria y justa de ordinario para quien ha de vivir de su trabajo, porque —además— el premio verdadero nos lo asegura el Señor. «Está bien que sirvas a Dios como un hijo, sin paga, generosamente... Pero no te preocupes si alguna vez piensas en el premio» [97].
El hijo de Dios ansía, sí, ese premio que es la unión definitiva con Cristo y, en El, con el Padre y el Espíritu Santo. Sin embargo, precisa mente porque es hijo, «acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos —bien exprimidos— al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriaefiliorum Dei (Rm 8,2 1), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la Cruz» [98].
Esta libertad se funde y compenetra con la obediencia —en el trabajo, como en cualquier aspecto de la vida humana—, precisamente por su común raíz en la filiación divina. Al ocuparse en su quehacer, el hijo de Dios busca libremente cumplir la Voluntad del Padre, y así vive libre, con un señorío interior que le permite amar la obediencia, las necesarias vinculaciones que su vivir en el mundo lleva de un modo u otro consigo. Por encima de ellas, descubrirá siempre el querer de su Padre, Dios mismo que sale a su encuentro.
«Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana (la obediencia). Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural» [99].
Este deseo, esta ilusión del buen hijo de Dios, por cumplir la Voluntad divina, empuja al cristiano no sólo a cumplir lo mejor posible sus propios deberes, sino también a considerar el quehacer de los demás como cosa propia, porque es, debe ser, cosa de Dios. De ahí aquel consejo: «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes.
—¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!» [100].
Para que nuestro trabajo, todo nuestro quehacer, sea verdaderamente, y cada vez más, el trabajo de los hijos de Dios, es necesario que sea cada vez más trabajo de Cristo, por nuestra identificación con El mientras desempeñamos toda esa actividad. Por eso, «estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios» [101]. El trabajo es, así, oración y apostolado [102].
4. La oración de los hijos de Dios
Por la filiación divina, el cristiano ha de vivir constantemente metido en Dios, endiosado. No sólo pasivamente —porque con la gracia Dios nos mete dentro de su Vida divina—, sino activamente, participando también con su inteligencia y su voluntad en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de Dios Uno y Trino. Toda nuestra vida ha de ser oración.
Pero, «recomendar esa unión continua con Dios, ¿no es presentar un ideal, tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos? Verdaderamente es alta la meta, pero no inasequible. El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso» [103].
Para saber cuál es el inicio, el punto de partida, de ese sendero de oración, los Apóstoles preguntaron a Cristo, y nosotros ahora, guiados por la palabra de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre (Lc 11, 1-2).
«Notad lo sorprendente de la respuesta: los discípulos conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con El, como un hijo charla con su padre» [104].
De tal modo la filiación divina caracteriza la oración cristiana, que ésta no es otra cosa que el trato del hijo con su Padre. Un diálogo que comienza de ordinario con oraciones vocales, para continuarse más tarde en una contemplación sin ruido de palabras. Un hablar con Dios que es confiado desde el primer momento, si nos sabemos y sentimos hijos suyos [105]; que nos conduce a la audacia en la petición a Dios, que es nuestro Padre y Omnipotente [106]; que tiene por tema toda nuestra vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial» [107].
Con esta consoladora seguridad —todo lo nuestro interesa a Dios, y El es verdaderamente Padre—, «nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre» [108]. Sin embargo, en ocasiones —y a veces de modo habitual— esa luz apenas se percibe, y el alma se encuentra como a oscuras; parece que Dios esté lejos. En esas circunstancias, será también el sentido de la filiación divina la raíz poderosa que evitará que muera el tallo de nuestra oración, destinada a ser árbol frondoso.
«No me importa contaros —decía el Padre en 1964— que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se puede interpretar una comedia con Dios?, ¿no es acaso una hipocresía? Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarte, aunque a ti te cueste.
¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses que es una comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio, los espectadores de esa comedia nuestra —déjame que te lo repita— son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la Virgen Santísima, San José y todos los Ángeles y Santos del Cielo» [109].
Esta actitud reciamente cristiana —filial— ante los momentos de oscuridad y desgana, se extiende al trabajo y a la oración, al cumplimiento de todo deber. No hay hipocresía, porque somos hijos de Dios, y si nos parece que El está lejos, sabemos que juega con nosotros... ¡al escondite!: ludens in orbe terrarum [110].
La sinceridad de esta oración nuestra, en los momentos de oscuridad, como en cualquier otra circunstancia, está garantizada precisamente si es oración de hijos de Dios, que se esfuerzan en que esa oración no sea simple palabrería, sino que sea siempre operativa, orientada al cumplimiento de la voluntad del Padre. «Me atrevo a asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. Pero yo quisiera para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21). Los que se mueven por la hipocresía, pueden quizá lograr el ruido de la oración —escribía San Agustín—, pero no su voz, porque allí falta la vida (Enarrationes in Psalmos, CXXXIX, 10: PL 37, 1809), y está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma» [111].
Alimentada por la filiación divina, la senda de la oración cristiana va recorriendo —de modo intencional, por conocimiento y amor explícitos— el itinerario de nuestra introducción ontológica —por la adopción en el Hijo— en la vida divina de la Trinidad Beatísima: el trato con la Santísima Humanidad de Cristo, y de Cristo en la Cruz, lleva a reconocer en Él al Hijo de Dios, que nos abre las puertas de la intimidad intratrinitaria. Y, con esta oración, no sólo se conoce esa intimidad en la que, por la gracia, nos encontramos, sino que además esa familiaridad divina crece.
«Habíamos empezado con plegarias vocales, sencillas, encantadoras, que aprendimos en nuestra niñez, y que no nos gustaría abandonar nunca. La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino (Jn 14, 6). Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23).
El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!
Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos beber en ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios a todas horas.
No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! (Mt 7, 14).
¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor —lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé a su tiempo— es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante por su propia vía espiritual —son infinitas—, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta.
Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza el mundo» [112].
5. El apostolado de los hijos de Dios
Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo —único Mediador— somos corredentores y mediadores.
«Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. El es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con El, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6)» [113].
El apostolado de los hijos de Dios no es una actividad particular entre otras, no es algo añadido a su vida ordinaria, ni superpuesto a su vida interior, a su esfuerzo constante por identificarse con Cristo. Mucho menos aún ese apostolado es una tarea sólo de algunos cristianos. Del mismo modo que toda la vida, el trabajo y todas las realidades humanas, pueden y deben ser oración —vida de Cristo en nosotros—, también «el apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual» [114].
Porque somos ipse Christus, participamos del Sacerdocio de Cris to, poseemos el sacerdocio común de los fieles, que es un modo en que se hace presente en el mundo el Sacerdocio eterno de Jesús, su mediación entre Dios y los hombres. «Mons. Escrivá de Balaguer —nos dice el beato Álvaro del Portillo—, al exponer desde los comienzos del Opus Dei esta doctrina sobre el sacerdocio común de los fieles, recordaba a los socios de la Obra —seglares dedicados profesionalmente a las más diversas tareas y ocupaciones seculares— que, en forma perfectamente compatible con su mentalidad laical, la suya era un alma sacerdotal» [115].
Por tanto, el apostolado no es algo propio solamente de quienes participan del Sacerdocio de Cristo por el sacerdocio ministerial —que es esencialmente diverso del común de todos los fieles—, sino que es una realidad cristiana universal. Esta universalidad es exigencia directa de nuestra identificación con Cristo, es decir, de nuestra filiación divina No puede separarse la vocación a participar personalmente en la intimidad divina en Cristo, de la misión apostólica —corredención en y con Cristo—, de modo estrictamente análogo a como «no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvifiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» [116].
Cualquier aspecto de la labor apostólica de los cristianos se ilumina extraordinariamente a la luz de la filiación divina: ésta es, como se ha visto, el fundamento, la raíz... y es además el término, pues puede resumirse la finalidad apostólica de nuestra vida así: «dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios» [117]; es decir, llevar a todos «la nueva alegre de que El es un Padre que ama sin medida» [118].
El apostolado cristiano se manifiesta también —precisamente a la luz de la filiación divina— ajeno a toda simple táctica de humana persuasión —menos aún de coacción—, pues es una tarea informada completamente por el Amor; ese mismo amor sobrenatural, caridad, que el Espíritu Santo difunde en nuestra alma haciéndonos ipse Christus, hijos de Dios. «El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera» [119].
Y el verdadero amor a los demás —único motor del auténtico apostolado cristiano— es un amor en Cristo, porque es en Cristo y sólo en Cristo como ese apostolado puede ser eficaz, pues sólo El es Redentor y Mediador. «Cuando amamos en el Corazón de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza (Minucio Félix, Octavius, 31), nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor» [120]. Sólo este amor es el que permite al hijo de Dios «decidirse en Cristo a buscar el bien de todas las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él» [121]; es decir, que lleguen todos a la gloria de los hijos de Dios.
Para reconducir todas las cosas a Dios, el cristiano —sin ser ni sentirse enemigo de nadie [122]— está, sin embargo, empeñado en una batalla, con dificultades, en ocasiones con aparentes y aun reales retrocesos. En esa dureza, en esa dificultad —sea la que sea su situación en el mundo y en la Iglesia—, el hijo de Dios, el apóstol, encuentra siempre la Cruz, signo y realidad necesaria de su identificación con Cristo.
«¿La Cruz sobre tu pecho?... —Bien. Pero... la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. —Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol» [123].
Esta Cruz no resta alegría ni optimismo al trabajo —a la vida entera— hecho medio, sustancia, de apostolado, porque el cristiano sabe —debe saber— la inefable verdad de estas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, que se dirigen a él: «En la Cruz serás Cristo, y te sentirás hijo de Dios, y exclamarás: Abba, Pater!, ¡qué alegría encontrarte, Señor!».
6. La alegría, el dolor y la muerte de los hijos de Dios
La posesión del bien —también la esperanza de gozarlo— produce ese estado de alma que llamamos alegría. Un gozo que puede estar enraizado en bienes efímeros o en bienes eternos; que puede afectar a la superficie del alma o a toda su profundidad. Hay muchas alegrías circunstanciales, necesariamente pasajeras; hay también risas que esconden tristeza y lágrimas de alegría...
«¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos.
Nada de esto ocurre —nos asegura san Josemaría Escrivá de Balaguer—, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31). Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre» [124].
No puede haber en esta vida una alegría más profunda que la del hijo de Dios, porque ningún bien puede compararse a la infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios; nada de este mundo debería robarle su alegría. Un gozo, una segura esperanza, una serenidad, un buen humor, que no es la alegría del animal sano [125], sino —como explicaba el Padre hace años— la «de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre».
Esta incomparable alegría radicada en la filiación divina, no se apoya pues en nuestras propias virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana.
«No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Por que tú y yo somos hijos de Dios —y éste es endiosamiento bueno—, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia (Ef 1, 4)» [126].
Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, no sólo no nos preocupa, no es motivo para perder o disminuir nuestro gozo, sino que eso mismo debe ser motivo de alegría: «Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría de la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios?» [127].
Tampoco las adversidades externas, obstáculos, dolor, incomprensión, injusticia, traición..., son capaces de disminuir en nada la verdadera alegría de los hijos de Dios. Y esto, no por falta de realismo o por superficialidad, pues «sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria» [128].
El sentido divino de todo lo que sucede o puede suceder en nuestra vida es éste: forma parte de la llamada a la casa del Padre. La filiación divina tiene una dimensión escatológica precisa: nos hace comprender con luz nueva que lo definitivo vendrá después de la muerte; que lo de ahora, siendo ya una realidad, todavía no ha alcanzado su plenitud, la plenitud de la gloria de los hijos de Dios. Todo en esta vida, también el sufrimiento, nos está diciendo que «Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da saberse hijo amado de Dios» [129].
«Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria» [130].
Pero, además, la alegría cristiana no sólo no viene a menos por el dolor y las dificultades, sino que ese dolor puede ser raíz de una creciente alegría, porque para el cristiano encontrar el sufrimiento es hallar la Cruz, y en Ella es ipse Christus, hijo de Dios. Y, así, «si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo el bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean» [131].
Y esto —como todo lo demás—, antes que doctrina ha sido vida en el Fundador del Opus Dei; una vida que Dios quiso marcar profunda mente con el signo de la Cruz. Aun en las situaciones más duras —nos narra el testigo más directo y fiel de la vida santa de san Josemaría Escrivá de Balaguer—, «siempre mantuvo el Padre su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei» [132].
¿Y la muerte? Tampoco este trance decisivo puede atemorizar al cristiano, ni nublar su luminosa alegría, porque «para los hijos de Dios, la muerte es vida» [133]: es el paso a la plenitud.
¿Y el juicio de Dios? Impulsa a la conversión constante, a la rectificación..., pero al hijo de Dios se dirige esa sencilla pero impresionante pregunta: «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» [134].
«Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte». ¿Quién puede afirmar esto, con palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer ante millares de personas?: sólo los hijos de Dios.
«Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas; en las que se saborea el intimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza (cfr. 2R 22, 2)» [135].
7. La conversión de los hijos de Dios
La vida cristiana en esta tierra, que se inicia con la primera infusión de la gracia divina que borra el pecado original, y que termina con la muerte del hijo de Dios, que es tránsito a la verdadera Vida, no es un sendero siempre ascendente. «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables» [136]. Sabemos bien que somos —y seremos siempre en este mundo— pecadores. Por eso, «advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» [137].
Nuestra debilidad es nada menos que el ambiente habitual de nuestro caminar hacia el Padre, de nuestro dirigirnos a la plenitud de la gloria de los hijos de Dios. Y esto sólo puede entenderse a la luz de la misericordia divina, de saber que «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Sal 24, 7): una misericordia suave (Sal 108, 21), hermosa como nube de lluvia (Si 35, 26)» [138]. Ese ambiente de nuestro vivir —ambiente de flaqueza personal, de pecado— resulta ser el clima de la misericordia de nuestro Padre Dios, que nos mueve y atrae constantemente hacia sí: es el ambiente de nuestro ir y volver al Padre; el ámbito de nuestra conversión.
Conversión, penitencia, por tanto, no son realidades que ocupen sólo de vez en cuando la vida cristiana: ésta ha de ser una permanente conversión, pero iluminada, caracterizada en su misma esencia, por la filiación divina, que nos confirma constantemente en la consoladora verdad de que «Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.
Mirad que no estoy inventando nada, nos advierte san Josemaría Escrivá de Balaguer. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos: la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11 ss).
Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos (Lc 15, 20). Estas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?
Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rm 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» [139].
También aquí es la palabra y el ejemplo de san Josemaría Escrivá de Balaguer lo que nos guía, porque «verdaderamente, amor y humildad eran dos constantes en la vida santa de nuestro Padre, que infundían a su oración y a su acción apostólica una audacia filial. La consecuencia práctica —sigue diciéndonos el beato Álvaro del Portillo— era ese continuo comenzar y recomenzar en la vida interior. Una vida, pues, que recorre como itinerario el del hijo pródigo, siempre volviendo y volviendo —con rendida confianza— a la misericordia de Dios Padre» [140].
Hemos de vivir como un constante hijo pródigo, no sólo si nos hemos apartado mucho de Dios, sino con un recomenzar diario, con un habitual espíritu de penitencia, que no resta alegría a nuestras jornadas, porque la nuestra es una conversión gozosa: la de los hijos de Dios.
Con frecuencia nos olvidamos de estas realidades, y se hace necesario que dediquemos algunos tiempos del año —por ejemplo, la Cuaresma— a intensificar y renovar nuestros deseos y obras de conversión.
«La liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina» [141].
Sólo nosotros mismos podemos impedir —con nuestra soberbia— esta maravilla divina y humana de nuestra conversión alegre. Es la soberbia lo que impide la primera condición del arrepentimiento: reconocer el propio pecado; y lo que, si reconocido, puede llevar a que el hombre piense —en contra de toda evidencia sobrenatural— que ya no hay remedio. Por eso, el hijo de Dios, si es buen hijo, es humilde, lucha por serlo, con una humildad que nada tiene que ver con el encogimiento de ánimo. Una humildad que también está informada en su raíz por la filiación divina, y que conduce a una oración confiada.
«Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores —aunque, por la gracia divina, sean de poca monta—, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y —con mi dolor y con tu perdón— seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.
Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1). A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada» [142].
¡Cómo impresionaba oír a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando afirmaba: «no tengo miedo a nada ni a nadie; ni a Dios, que es mi Padre»! Esto mismo debemos exclamar todos, porque sabiéndonos hijos de Dios —por el don de piedad que el Espíritu Santo nos concede— se afianza también en nosotros el don de temor de Dios en su sentido sobrenatural más pleno. «"Timor Domini sanctus". —Santo es el temor de Dios. —Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano» [143]. Y cuando hemos faltado a esa veneración, cuando hemos abusado del amor de Dios, «la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre» [144].
Conclusión: Hijos pequeños del Padre
«... quasimodo geniti inifantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!» [145].
Bastaría considerar —en la pobre medida que nos es posible— quién es Dios, para que el sabernos sus hijos nos condujese por caminos de infancia espiritual. Hijos pequeños de Dios; eso somos, y como tales hemos de procurar vivir, evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que, ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en otro sentido: la plena identificación con Cristo —la plenitud de la edad perfecta de Cristo [146]— , que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles. Estamos destinados a esa grandeza incomparable, y para alcanzarla el mismo Jesucristo nos ha enseñado que es condición indispensable hacernos como niños [147]. Pero, «ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños» [148].
Hay sin duda mil modos diferentes de vivir esta infancia espiritual, pero en todo caso esa vida de hijos pequeños de Dios «no es memez espiritual, ni "blandenguería": es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios» [149].
Para poner toda nuestra confianza en Dios, necesitamos sentirnos hijos pequeños del Omnipotente. Y, de manera muy especial, esta actitud es fundamental para ese aspecto permanente de nuestra existencia que es la conversión. «En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines; que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta —cuando resulta preciso— el consuelo de sus padres» [150].
«Si procuramos portarnos como ellos, los trompicones y fracasos —por lo demás inevitables— en la vida interior no desembocarán nunca en amargura Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre» [151].
«Hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en faje (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios» [152].
La filiación divina es la senda maestra que nos conduce a la plenitud verdadera, a la de la gloria de los hijos de Dios. Viviendo así, como hijos pequeños del Padre, «lograremos acabar en el Amor nuestros días, habiendo santificado nuestro trabajo, y buscando ahí la felicidad escondida en las cosas de Dios. Nos conduciremos con la santa desvergüenza de los niños, y rechazaremos la vergüenza —la hipocresía— de los mayores, que se atemorizan de volver a su Padre, cuando han pasado por el fracaso de una caída.
Termino con el saludo del Señor, que recoge hoy el Santo Evangelio: ¡pax vobis! La paz sea con vosotros... Y llenáronse de gozo los discípulos a la vista del Señor (Jn 20, 19-20), de ese Señor que nos acompaña al Padre» [153]
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Llegado al final de esta aproximación al estudio de la filiación divina en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, me invade la certeza de no haber sabido expresar toda la riqueza teológica —dogmática, moral, ascética, mística— que contienen sus palabras. Sin embargo, esto mismo sirve para resaltar —como por contraste— la altura excepcional de la contemplación del Padre, y su vigorosísima aportación a la ciencia y a la vida teológica.
Por otra parte, la lectura inmediata de los textos con que se han tejido estas páginas, pone por sí sola de relieve la importancia capital de la visión unitaria —y hecha vida en san Josemaría Escrivá de Balaguer— de la existencia cristiana enraizada en la filiación divina. Esta, efectivamente, nos ha sido mostrada por el Padre en toda su inefable hondura: como inmediata conexión del orden sobrenatural con la vida divina de la Santísima Trinidad; como identificación con Cristo; como raíz de la auténtica libertad; como fundamento efectivo de toda la vida cristiana, hasta en sus aspectos más ordinarios.
Esta radicalidad sobrenatural da su sentido más profundo a todos los otros grandes temas —santificación del trabajo profesional y de la vida familiar, social, etc.— , en los que la aportación teológica de san Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido totalmente decisiva.
Son también estas páginas un testimonio de agradecimiento filial, a quien no sólo ha sido maestro para la comprensión teológica de los más altos misterios, sino antes que nada Padre que ha marcado —yendo siempre delante— esa senda maestra que Dios nos ha dado la consideración de nuestra filiación divina.
Fernando Ocariz, en unav.edu
Notas:
78. ibídem, n. 60.
79. Conversaciones, n. 102.
80. El trato con Dios, p. 20.
81. Cfr. Camino, n. 267.
82. Es Cristo que pasa, n. 11.
83. Ibídem, n. 113.
84. Ibídem, n. 129.
85. La libertad, don de Dios (Homilía pronunciada el 10-IV-1956), Madrid 1976, pp. 16-17.
86. Ibídem, pp. 18-19.
87. Ibídem, p. 36.
88. Ibídem, pp. 31-33.
89. ibídem, pp. 36-37.
90. Es Cristo que pasa, n. 173.
91. ibídem, n. 20.
92. Ga 2, 20.
93. Gn 2, 15: cfr. Virtudes humanas, p. 25.
94. Es Cristo que pasa, n. 45.
95. Ibídem, n. 138. 96.
96. 1Co 3, 22-23.
97. Camino, n. 669.
98. Hacia la santidad, p. 14.
99. Es Cristo que pasa, n. 17.
100. Camino, n. 440.
101. Es Cristo que pasa, n. 65.
102. Cfr. Ibídem, n. 49.
103. Hacia la santidad, p. 11.
104. El trato con Dios, pp. 17-18. Cfr. Conversaciones, n. 102.
105. Cfr. Es Cristo que pasa, n. 64.
106. Cfr. Camino, nn. 892, 893, 896.
107. Vida de oración, pp. 22-23.
108. Es Cristo que pasa, n. 142.
109. El trato con Dios, pp. 32-33.
110. Pr 8, 31: cfr. El trato con Dios, p. 31.
111. Vida de oración, pp. 17-18.
112. Hacia la santidad, pp. 31-35.
113. Es Cristo que pasa, n. 120; cfr. n. 183.
114. Ibídem, n. 122. Cfr. Camino, n. 919.
115. A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo de amor a la Iglesia, p. 6.
116. Es Cristo que pasa, n. 106. Cfr. Para que todos se salven, p. 21.
117. Es Cristo que pasa, n. 30.
118. Ibídem, n. 100.
119. Ibídem, n. 106. Cfr. Conversaciones, n. 1.
120. Con la fuerza del amor, p. 19.
121. ibídem, p. 26.
122. Cfr. Es Cristo que pasa, n. 124.
123. Camino, n. 929.
124. Humildad, pp. 17-18.
125. Cfr. Camino, n. 659.
126. Es Cristo que pasa, n. 160.
127. Humildad, p. 17.
128. Es Cristo que pasa, n. 177.
129. Ibídem, n. 126. Cfr. Camino, nn. 692, 864.
130. Ibídem, n. 168.
131. Ibídem, n. 21.
132. A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 39.
133. Virtudes humanas, p. 24. Cfr. Camino, n. 739.
134. Camino; n. 746.
135. Vida de oración, pp. 24-25.
136. Hacia la santidad, p. 25.
137. Es Cristo que pasa, n. 75.
138. Ibídem, n. 7.
139. Ibídem, n. 64. Cfr. Hacia la santidad, pp. 35-36.
140. A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios. p. 22.
141. Es Cristo que pasa, n. 66.
142. Humildad, pp. 6-7.
143. Camino, n. 435.
144. Es Cristo que pasa, n. 64.
145. El trato con Dios, p. 12. Cfr. Camino, n. 860.
146. Ef 4, 13.
147. Cfr. Mt 18, 3.
148. Santo Rosario, p. 14.
149. Camino, n. 855; cfr. n. 853; Es Cristo que pasa, n. 10.
150. El trato con Dios, p. 21. Cfr. Camino, n. 887.
151. El trato con Dios, pp. 21-22.
152. Ibídem, pp. 24-25. Cfr. Camino, n. 93.
153. El trato con Dios, p. 35.
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