Apuntes de Teología de la Historia
Hay en el hombre un hondo anhelo de unidad. El conocimiento analítico no le contenta plenamente. Ansía el todo, la síntesis. Contemplar en paz y en gozo un panorama cósmico ordenado y armónico. Con un centro unificador y radiante. Contemplar en el mundo un Universo.
Nosotros, los cristianos, poseemos para la contemplación y para la poesía la síntesis más grandiosa y bella.
Todo se reduce a Uno en Jesucristo. Jesucristo es el centro de todas las cosas. Es la Unidad, la Síntesis, la Armonía suprema. Es la Obra Bien Hecha de Dios.
Pimpollo es Jesucristo, escribió Fr. Luis de León glosando con exquisita poesía el pensamiento de San Pablo. Flor y Fruto de la Creación. «Cristo es llamado Fruto, porque es el fruto del mundo. Cristo es el fin de las cosas y Aquél para cuyo nacimiento feliz fueron todas criadas y enderezadas». Porque así como en el árbol todo (raíz, tronco, ramas y hojas) se endereza y ordena para el fruto, así «estos cielos extendidos que vemos, y las estrellas que en ellos dan resplandor, y entre todas ellas esta fuente de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda y bellísima; la tierra pintada con flores y las aguas pobladas de peces; los animales y los hombres, y este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo hizo Dios para fin de hacer Hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto común y general de todas las cosas» [1].
La flor y el fruto, además de ser fin de la actividad orgánica del árbol, son resumen y síntesis del mismo árbol: «el fruto el árbol todo contiene». «Así también Cristo... lo contiene todo en Sí y lo abarca y se resume en Él, y como dice San Pablo, en Él se recapitula todo lo no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural» [2].
Jesucristo es el resumen y el fin de todas las cosas. Pero no acaba aquí la armonía. San Pablo ha hablado de un Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. En ese Cristo total, que forman Cristo y los cristianos, la Creación y la Historia encuentran su centro y su fin, su unidad y plena armonía.
El «Cristo total», centro de la creación
Para San Pablo, el alma del Evangelio, la flor de esa Buena Nueva es el Misterio de Cristo. Misterio de gozo, del cual es él heraldo iluminado e incansable.
Este «mysterium», «sacramentum», el Misterio por antonomasia es «el gran secreto de Dios relativo a la incorporación de los hombres a Cristo en la unidad del Cuerpo Místico» [3].
Por la fe y el bautismo, los hombres no son sólo cristianos, son Cristo: «non solum christiani facti sumus, sed Christus» [4]. Un mismo Espíritu es el principio de una misma Vida sobrenatural en Jesucristo y en los cristianos. Ahora bien, todo lo que vive de un mismo y único Espíritu una misma y única Vida es un solo y único Ser vivo.
La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo. Jesucristo es la Cabeza de este Cuerpo. Jesucristo y los cristianos forman el misterioso Cristo total, «Christus totus» [5].
Este Cristo total, que ha de ir creciendo a través del tiempo, hasta alcanzar la madurez del varón perfecto, la plenitud de Cristo [6], es la síntesis del Universo. Es la Flor maravillosa de esa Planta inmensa.
Léanse las palabras ungidas de Jesús a los suyos, la noche en que era entregado. Todo allí es unidad y amor: unidad por amor. Habla Jesús de una Vid y unos sarmientos, una savia y una vida. Formula Jesús la ecuación maravillosa: «Yo en ellos y Tú en Mi» [7]. Dios y los hombres se unen, es decir, se hacen Uno en Jesucristo. «Como Tú, Padre, en Mi y Yo en Ti, que también ellos en nosotros sean uno» [8].
El Cristo místico es «nova creatura» [9], una nueva creación, nacida como la primera de las aguas y del Espíritu Santo.
Platón llamó al hombre «un microcosmos en el macrocosmos», es decir, «un mundo menor o un mundo abreviado... por causa de ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y abraza en si lo uno y lo otro» [10]. El hombre, es una síntesis parcial: síntesis del mundo natural.
El Cristo místico es la síntesis total: síntesis de lo natural y lo sobrenatural, de lo humano y lo divino, del hombre y de Dios.
«Si para San Pablo el objeto predominante y en cierta manera único del mensaje evangélico era Jesucristo, para el mismo Jesús es el Padre: su paternidad divina acerca del Hijo y su paternidad humana acerca de los hombres» [11]. La misión de Jesús es manifestar a los hombres el Nombre del Padre [12]. El Hijo de Dios se hizo Hombre para hacer a los hombres hijos de Dios [13]. «Mirad qué gran amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que nos llamemos y seamos hijos de Dios» [14]. Somos hijos de Dios porque participamos de la filiación del Unigénito, porque somos uno con Él. «El Padre ama al Hijo» [15] y su amor nos abraza también a nosotros [16], porque también nosotros somos sus hijos, somos su HIJO.
He aquí finalmente el panorama cristiano:
Un solo Padre, Dios. Un Hijo único, el Cristo místico. «Porque los hijos de Dios son el Cuerpo del único Hijo de Dios. Y siendo, Él la Cabeza y nosotros los miembros, uno solo es el Hijo de Dios» [17].
El «Cristo total», fin de la historia
Escribió Balmes: «La Religión es la verdadera filosofía de la historia» [18]. Y con ello nos enseñaba que sólo una Teología de ¡a Historia puede desvelar el Misterio de la Historia [19].
¿Tiene la Historia un sentido? ¿Cuál es el sentido de la Historia? He aquí dos preguntas de verdades actuales y apasionantes. El tema de nuestro tiempo.
En esta materia, como en tantas otras, el maestro es San Agustín. San Agustín, al escribir La Ciudad de Dios, fundados nuevas ciencias: la Filosofía de la Historia y la Teología de la Historia.
La Historia es el resultado de dos fuerzas combinadas y jerarquizadas: la libertad humana y la Providencia divina. El hombre no es el dueño de los destinos de la Historia, pero tampoco es el juguete de un «fatum» inexorable e irracional. Bossuet, tras las huellas de San Agustín, dio con la fórmula exacta: «El hombre se mueve y Dios le guía».
La Historia tiene un sentido, pero este sentido no se lo da el hombre Es la Providencia de Dios quien ha señalado a la Historia su fin, su sentido. El hombre con toda su libertad no puede hacer fracasar la Historia. Este barco llegará a puerto. Tocamos aquí un misterio (como tantas veces al llegar al fondo de un problema humano), el misterio de la coordinación de la libertad del hombre con la omnipotencia de Dios. No conocemos el cómo, pero el hecho es innegable: Dios, Creador, es Señor universal y el hombre, dotado de razones, por liberalidad del Creador, señor de sí mismo.
Ahora bien, puesto que la Historia tiene un sentido, toca preguntarnos: ¿cuál es este sentido de la Historia? Responde San Agustín: la Ciudad de Dios.
«Dos amores hicieron dos ciudades. El amor de Dios hasta el desprecio de si mismo hizo la ciudad celeste; el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios hizo la ciudad terrena» [20]. La Ciudad de Dios, sociedad de todos los servidores de Dios de todos los tiempos y en todos los países del mundo, la Ciudad terrena o del demonio, sociedad de todos los enemigos de Dios, esas dos Ciudades morales edificadas por dos amores contrarios he aquí el verdadero objetivo de la Providencia. El triunfo de la Ciudad de Dios es el centro del plan divino [21].
Todo sucede en la Historia para bien de la Ciudad de Dios. Y la Ciudad terrena es, en manos de Dios, un instrumento de ese bien.
Aquí tenemos que hacer alto y exponer brevemente la solución del problema del mal en San Agustín.
San Agustín vivió con angustia el problema del mal moral. Si Dios es el origen de todas las cosas, lo será también del mal, y entonces Dios no es bueno. Y si el mal no viene de Dios, sino de un Principio malo adversario de Dios, entonces Dios ya no es el principio de todas las cosas y el Omnipotente, Dios ya no es Dios.
San Agustín formula la solución en dos principios luminosos. Primero el mal no viene de Dios, viene del hombre, de la libertad del hombre. Con esto sólo no queda resuelto todavía el problema: ¿por qué Creó Dios libre al hombre? ¿por qué Dios no impidió que existiera el mal? Contesta San Agustín con su segundo principio, profundo consolador: «Melius est de malis bene facere, quam mala esse sinere» [22]. Y en otra ocasión: «Siendo Dios sumamente bueno, de ningún modo podía permitir la existencia del mal en sus obras, si no fuese tan omnipotente, que pudiese sacar bienes aun de los males» [23].
Y ¿cómo realiza Dios esta portentosa alquimia: bene facere de malo? Ordenando el mal. Es como el color negro de la paleta de un pintor la comparación es de San Agustín). Es un color «malo», es la ausencia de color. Pero en las manos del artista, puesto en su lugar en el lienzo, ordenado, resalta la luz, sirve a la belleza total. Igual hace Dios con el mal: lo ordena poniéndolo al servicio del bien.
La Ciudad de Dios es el fin de la Historia. Es el fruto que Dios va madurando en el tiempo. Es el centro luminoso del acontecer humano, el por qué y el para qué de los planes de Dios. Para su bien lo ordena todo la Providencia divina. Y el principal instrumento de ese bien es, en manos de Dios, la Ciudad terrena. Los triunfos de los hijos del diablo contra los hijos de Dios son efímeros e incompletos. La Ciudad de Dios resulta al fin vencedora y purificada. La Ciudad terrena (el símil es también agustiniano) es la vara con que el Padre castiga las faltas de su hijo; la vara al fin es arrojada al fuego, y el hijo se sienta a la mesa del Padre (a).
Dios permitió el mal en la Historia, para cosechar más bien y más belleza en la Historia. Escribe San Agustín: «Dios no hubiera creado un solo ángel u hombre, que previese había de ser malo, si al mismo tiempo no conociese a qué servicios de los buenos los había de enderezar; para de esta manera aumentar, con el contraste del bien y el mal; el ornato de ese hermosísimo poema («pulcherrimum carmen»), que el curso de los tiempos» [24].
El Cristianismo nos da la clave del plan divino en la Historia al descubrir en el mundo una Ciudad de Dios que, mezclada con la Ciudad terrena y frecuentemente combatida por ella, marcha segura hacia sus eternos destinos [25].
Y la Ciudad de Dios es la Iglesia.
«Después de Sí mismo, Jesucristo es el fin principal a quien Dios mira en todo cuanto produce». [26].
Jesucristo es el fin de la Historia.
Pero Cristo y los cristianos son uno, el Cristo místico total.
Luego el sentido de la Historia, el fin de la Historia es ese Christus totus.
Y la Ciudad de Dios y Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, es también fin y fruto de la Historia.
Será esta seguramente para muchos una proposición sorprendente y enojosa. La persuasión de que «NPWv lVIOXOC MXVTOC xal npiv OUAEÚElV TÉTOCXTAI» («todo ha sido hecho por nosotros y para nuestro servicio»: Orígenes), ha sido escándalo para todos los no creyentes desde Celso hasta nuestros días» [27]. Los cristianos la creemos sencillamente verdadera, consecuencia lógica de otras verdades ciertas, respaldadas por las palabras de Dios. Y armónica y bella.
Hemos dicho que la glorificación de Jesucristo es el fin ineludible que la Providencia ha señalado a la Historia. Todo el acontecer humano ha de finalizar en la honra de Jesucristo.
Ahora bien, Jesucristo queda honrado y glorificado por el honor y la gloria de la Iglesia, que es su Obra y su Cuerpo, su Complemento [28].
Por esto decíamos que la Iglesia es el fin de la Historia. Todo acontece para ella.
Pero ¿cómo se logra este bien de la Iglesia a través de la Historia?
Hemos de citar aquí unas líneas densas y luminosas del P. Daniélou: «La Historia no está constituida por un progreso continuo, como quiere el evolucionismo, ni por una sucesión de civilizaciones discontinuas y heterogéneas, como quiere Spengler, sino por una sucesión de Kairoi, de crisis decisivas que son cada vez la explosión y el juicio de una civilización que ha pecado por exceso de hybris, y la renovación de la Iglesia a través de esta purificación» [29].
Es sabido que la concepción pagana de la Historia es cíclica «Concebir el tiempo y la Historia como serie unilineal e irrevertible, en la que los hechos vienen realmente unos tras otros, nunca se repiten e influyen una sola vez en el desenvolvimiento, nos parece hoy la cosa más obvia ... pero de hecho es una conquista cristiana. Para la filosofía helenista el rodaje del tiempo era cíclico... En la duración cósmica, que es perpetuo retorno, ningún punto significa principio ni fin, pues desde la eternidad y por toda la eternidad se repiten todos: sólo vale esa repetición, reflejo del absoluto» [30]. La Historia no tiene un fin, no marcha a una meta. Simplemente acontece. Una vez más el pensamiento griego rehúye el concepto de infinitud.
En cambio el neo-paganismo moderno concibe la Historia como avance lineal indefinido. Flecha lanzada a un blanco inexistente. Teoría del progreso continuo y fatal de la humanidad, muy victoriana y decimonónica, arrinconada y fracasada en nuestros tiempos de guerras y ruinas. Es notable señalar que esta concepción en el
fondo es cristiana, pero laicizada. «Hegel, Burckhart y Marx están ciertamente bien lejos de San Agustín, pero también ellos hunden sus raíces profundamente en la tradición del pensamiento cristiano» [31].
* * *
La concepción cristiana de la Historia sigue un camino intermedio. Hay sucesión de civilizaciones y permanencia de la Iglesia. Es ingenuo hoy día hablar de progreso indefinido. El progreso técnico es seguramente indefinido y sobre todo fatal. Pero ya hoy se distingue bien el progreso técnico del progreso total, del progreso moral, del progreso humano. Vivimos una época de progreso técnico y de fracaso del hombre. El hombre fuera de la Iglesia no progresa. Empieza tiene un cenit y cae. Se desmoraliza.
Pero en la tierra hay una institución humana que progresa siempre. Avanza siempre hacia la meta. Porque no es sólo humana, marcha alentada por el Espíritu Santo. Es la Iglesia.
La Iglesia crece en la Historia. El Cristo total crece con nuevos miembros. Nuevas piedras edifican la Ciudad de Dios.
La Iglesia se santifica en la Historia. La Pasión de Cristo se renueva en ella casi constantemente. La Iglesia sale de las persecuciones más santa y más gloriosa con la santidad de la sangre derramada y la gloria de los mártires que triunfaron.
La Iglesia aprende en la Historia. La Iglesia se conoce más la sí misma a través de la Historia. Las circunstancias, la cultura ambiental, por contraste o por simpatía, es ocasión de que ella desarrolle, explicite en sí una doctrina o una norma de acción.
La Iglesia, finalmente, es evangelizada por la Historia. La Historia enseña a los hombres de buena voluntad que sólo salva la Iglesia. Que sólo en ella se da el verdadero humanismo, el progreso humano integral. La solución de los problemas que la humanidad va topando en su marcha por los espacios y por los siglos sólo se halla en ella. En épocas nuevas y ante problemas nuevos ella descubre en sí virtualidades inexplotadas, aplicaciones nuevas y salvadoras de doctrinas antiguas. La Iglesia posee la solución del problema social, el remedio del espíritu técnico.
Nosotros, los hombres del siglo XX, tenemos ante los ojos un paradigma histórico elocuente para quien quiera ver y aprender. Acaba un proceso histórico que echó a andar el 1400 ó 1500. Yo confesaré que siempre me ha parecido este drama del humanismo ateo una gigantesca y escalofriante experiencia que Dios ha permitido a los hombres para que llegaran a una conclusión limpia y definitiva: los hombres necesitan de Dios. Hasta el siglo XIV es un hecho que se vivía bien con Dios. Vino el tentador: ¿no se vivirá mejor sin Él? se ensayó. ¿Resultado? «Cuando no hay Dios, no hay hombre tal es el descubrimiento experimental de nuestro tiempo» [32].
Según P. Wust la cultura occidental pasa hoy su Adviento. Debe renovarse, convertirse, pnatvoEio0cn y recibir a Jesús [33]. Es la consigna salvadora: Vuelta a Dios, vuelta a Jesucristo, vuelta a la Iglesia. El Cristianismo es el verdadero humanismo.
* * *
Antes de terminar, una nota.
Son los nuestros, tiempos de hipertrofia del Estado y atrofia del individuo. Depreciación de la persona.
Al teorizar sobre el fin de la humanidad a través de la Historia, se ha cometido frecuentemente el pecado de olvidar al individuo. Este queda escamoteado en la evolución ascendente del Espíritu en Hegel, en el marxismo dialéctico, en el totalitarismo de cualquier signo.
Bien está elucubrar sobre los fines del Universo. Pero no hay que olvidar al individuo. El individuo es insustituible. El bien del individuo es intransferible. El bien de la humanidad no es más que un nombre vacío, si no es el bien de cada uno de los hombres.
La concepción cristiana del fin de la Historia no cae en esta trampa. La Iglesia es un Cuerpo. La salud de un cuerpo está en función de la salud de cada miembro. La salvación de cada cristiano es la condición de la salvación del Cristo total. Cada cristiano al salvarse salva un poco a la Historia. Todos, las manos en el gobernable, pilotamos la gran Nave.
Conclusión
El «Cristo total», Cristo y los cristianos, es la clave de bóveda del Universo. Centro de la Creación y fin de la Historia.
La concepción cristiana del mundo y de la vida es orden, armonía y unidad.
Y gozo. Porque al hombre, incorporado a Cristo, le ha sido dada una dignidad inefable. «Admiraos, gozaos: hemos sido hechos Cristo» [34].
Juan Pegueroles en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Los nombres de Cristo. En Obras completas castellanas (BAC Madrid 1944), p. 413.
2 Ibíd.,
3 F. PRAT, S, l., La teología de San Pablo, Primera parte (México 1947) pág. 109.
4 San Agustín, In loan. XXI 8 PL 35,1568.
5 San Agustín, in Ps XXX enarr PL 3 231,
6 Eph 4, 13.
7 lo, 17, 23
8 Ibíd. 21.
9 Ga 6, 15.
10 FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 412.
11 J. M. BOVER, S. l., Comentario al .Sermón de la Cena (BAC, Madrid 1951), pág. 165.
12 Io, 6.
13 Io1, 12
14 IIo 3, 1
15 Io 3,35
16 «lpse pater amat vos». Io 16, 27
17 SAN AGUSTIN, In Epist, loan. ad Farthos X 3 PL 35 2055.
18 Obras completas, tomo V (BAC Madrid, 1949) p, 562.
19 J PIEPER, en su obra La fin des temps. a la pregunta «¿cuál será el fin de la evolución histórica». contesta: Es imposible dar una solución satisfactoria prescindiendo de la Teología. Una filosofía de la historia al margen de la Teología no llegará jamás a descubrir su verdadero objeto y señalar su finalidad
20 De civitate Dei XIV 28 PL 41 436.
21 E. PORTALIÉ, Saint Agustín, DTC 1290.
22 De Civitate Dei XXIII PL 41 752
23 Enchiridion II PL 40 236.
24 De Civitate Dei XI 18 PL 41 332.
25 E. PORTALIÉ, Saint Augustin, DTC 2290
26 FR. LUIS DE LEON, O. c., p. 445.
(a) SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. LXXIII 8 PL 36 935,
27 M. FLICK y Z. ALSZEGHY, S. l., Teologia della Storia, en Gregorianum 35 (1954) 293. ÓRÍGENES, Contra Celsum IV, 23 PG 11 1059.
28 Eph 1, 23.
29 J. DANIELOU, El Misterio de la Historia (San Sebastián 1957, p. 51.
30 H. Ch. PUECH, citado por P. LETURIA, S. l., Las coordenadas de la historia universal en la historiología de San Agustín. en Misiones Extranjeras (1954), II p. 31
31 M. FLICK, l. c. p. 256.
32 N. BERDIAEF, Una nueva Edad Media (Barcelona 1938), p. 62
33 Testimonios de la fe. Relatos de conversiones (Patmos Madrid, 1953), páginas 193-198
34 SAN AGUSTIN, In loan. XXI 8 PL 35 1568. Seguramente serán oportunas dos observaciones: Primera: al exponer la doctrina del Cuerpo místico, no nos hemos detenido a explicar cómo esa unión y misteriosa. pero real, identificación de los cristianos con Cristo salva desde luego el escollo del panteísmo. Ese es, según Ch. Moeller, el tropieza de todas las tradiciones religiosas no cristianas: el monismo. Pero la personalidad del cristiano no queda suprimida, anegada en Cristo Dios. Remitimos al curioso lector a las obras de PRAT, MERSCH, etc.
Segunda: la Iglesia es la privilegiada y la elegida de Dios. Es verdad. Pero hay que añadir enseguida que este privilegio no es exclusión. Al contrario, es ofrecimiento y puertas abiertas a todos. Y hay que recordar todavía el pensamiento de San Agustín: «Muchos que parecen estar dentro (de la Iglesia) están fuera, y muchos que parecen estar fuera están dentro»
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