Cuando en el 1975 me pidieron, desde distintos lugares, que hiciera un balance diez años después del Vaticano II, mi pensamiento retornó a los días del comienzo del Concilio. El cardinal Frings me había invitado, el 10 de octubre de 1962, víspera de la sesión inaugural, a presentar, alos obispos de lengua alemana, los problemas teológicos que se iban a plantear a la reflexión en el Concilio. Estaba buscando una introducción adecuada que, de alguna forma, recogierala esencia de lo que el mismo Concilio tenía que hacer visible.
Me encontré, entonces, con un texto de Eusebio de Cesarea, padredel primer Concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, Nicea, celebrado el año 325, que resumía su opinión sobre estas asambleas de la Iglesia de la siguiente manera: «Se reunieron los primeros siervos de Dios de todas las Iglesias de Europa, África y Asia. Yuna sola Iglesia, mundialmente extendida, através de la gracia de Dios, se hizo presente a sirios, sicilios, fenicios, árabes y palestinos. También a egipcios, tebanos, africanos y mesopotámicos. Incluso un Obispo persa estaba en el sínodo. Tampoco faltaba un escita en ese coro. Ponto y Asia, Capadocia y Galacia, Frigia y Panfilia enviaron a los más selectos. También llegaron tracios, aqueos, epirotas y personas que vivían más lejos. [...] Incluso un español, por cierto, famoso, fue uno de los numerosos participantes en al Asamblea» [1]. En el fondo de esta declaración entusiasta, que remite a la formulada por Lucas en los Hechos de los Apóstoles, en Pentecostés, está también la declaración teológica que Eusebio recoge en su informe: Nicea era un nuevo Pentecostés, el verdadero cumplimiento del signo pentecostal, pues la Iglesia ahora realmente habla en todos los idiomas y con ello confiesa una fe y se convierte así en Iglesia del Espíritu Santo.
El Concilio, un nuevo Pentecostés; esta era una idea que se correspondía con nuestros sentimientos de entonces, no sólo porque el papa Juan lo hubiera formulado como un deseo, como una oración, sino porque era la reproducción de nuestra experiencia a la llegada al aula conciliar: encuentro de los obispos de todos los países, de todas lenguas, muchas más de las que Lucas y Eusebio podían imaginar e, igualmente, experimentar la catolicidad real con su esperanza pentecostal; este era el signo lleno de esperanza en este primer día del Vaticano II.
Así era en aquel entonces. A modo de introducción de la presente visión retrospectiva, un texto como este, un tanto triunfalista, ya no serviría hoy. El estado de ánimo ha cambiado básicamente.Ahora tengo ante los ojos otro texto de los Padres, escrito cincuenta años después, y con un cambio muy notable de perspectiva que refleja algo similar a lo que nos ha pasado también a nosotros. El autor es Gregorio Nacianceno, uno de los herederos de Nicea y, él mismo, padre conciliar en el Concilio de Constantinopla, en el año 381, que complementa la formulación de Nicea con la declaración expresa de la divinidad del Espíritu Santo. En el año 381 nodio tiempo a concluir las discusiones y el emperador, a través del funcionario Procopio, cursó en el año 382 una invitación oficial, a Gregorio, el Obispo y teólogo más importante de aquella época, para una especie de segundo nuevo período de sesiones en Constantinopla. La negativa de Gregorio fue lacónica y se basaba en los siguientes motivos. «A decir verdad, pienso que se debería huir de todo Concilio de obispos, pues yo jamás vivi un final feliz de ningún Concilio; tampoco he visto que se hayan eliminado circunstancias negativas; [...] siempre, en cambio, he visto la ambición o lalucha en torno a lo que ha de hacerse» [2].
Martín Lutero, que en sus comienzos había pedido apasionadamente un Concilio libre y general, retomó este texto en 1539, en su obra: De los concilios y de las Iglesias. En esta obra ha reflejado su opinión más tardía sobre los valores y los contravalores de los concilios.
Ahora bien, este distanciamiento de primitivo entusiasmo por el Concilio hasta el escepticismo conciliartiene en Lutero, sus propias razones, que un católico seguramente no compartirá [3]: Lutero había reconocido que un concilio tenía que confirmar la doctrina eclesial y que, consecuentemente, no podían darle la razón a él, porque él no solo se había puesto en contra de los abusos, sino en contra de la doctrina misma de la Iglesia: por eso, lucha por la superioridad del poder secular en el que vio su oportunidad. Pero, aunque uno no pueda quizás recomendar mucho el juicio negativo de Lutero sobre los concilios en su significado, sí que tiene peso el de un gran padre de uno de los concilios del siglo IV, cuando se formuló la ortodoxia eclesial. Ahora bien, se puede argumentar en contra, sin embargo, que aunque Gregorio, como teólogo, fue realmente grande, como ser humano fue un hipocondríaco de una naturaleza hipersensible [4].
Pero, entonces, pesa en todo caso el hecho de que también una de las mayores figuras del siglo de los grandes Concilios, Basilio, amigo de Gregorio, haga un juicio aún más duro. El habla de un «desorden y confusión espantosos», a raíz de la disputa del Concilio, de un «incesante parloteo» que llena toda la Iglesia [5].
A partir de esa especie de mirada macroscópica de la historia de la Iglesia con la que nosotros hoy miramos el entonces, se debería contradecir la opinión de los dos obispos: precisamente estos grandes concilios de los siglos IV y V se han convertido en los faros que han iluminado a la Iglesia, que han indicado el camino al núcleo de las Sagradas Escrituras y, al definir su interpretación, han clarificado igualmente la identidad de la fe en el giro de los tiempos. Pero, aun cuando el juicio de la historia en general es diferente, manifestando, desde la distancia, que sólo lo grande parece haber pervivido y viceversa que lo que fue duradero fue lo grande, los contemporáneos parecen estar expuestos siempre a la misma experiencia que estos testigos del siglo de las grandes decisiones fundamentales han verbalizado. Frente al punto de vista macroscópico se encuentra el microscópico, es decir, el más cercano. Y, desde cerca, no se puede negar que casi todos los concilios han actuado, primeramente, como perturbadores del equilibrio y como factores de crisis. El Concilio de Nicea que formuló, definitivamente, la filiación divina de Jesús, fue seguido de una batalla agotadora que trajo el primer gran cisma de la Iglesia, el arrianismo, que destrozó a la Iglesia durante décadas.
Lo mismo sucedió después del Concilio de Calcedonia, en el que se definió la verdadera divinidad y la humanidad de Jesús. La herida, abierta entonces, no se ha cerrado hasta hoy. Los verdaderos herederos del gran obispo, Cirilo de Alejandría, se sentían traicionados por las fórmulas que se oponían a las de su sagrada tradición; son los monofisitas, cristianos de Oriente, minoría significativa que aún hoy día pervive; su existencia, simplemente, nos muestra la dureza de aquellas batallas. Cuando nos situamos cerca de la época actual, la memoria se retrotrae al Vaticano I; como secuela suya, quedó rota la unidad de la mayoría de las facultades de teología católica en Alemania, cuyas heridas tardaron décadas en cicatrizar.
Así, el desarrollo crítico que siguió al Vaticano II tenía ya una larga historia. Podía sorprender únicamente porque con el entusiasmo de los comienzos se había borrado en gran medida la experiencia histórica, quizá, también porque se pensó que todo se había hecho de forma diferente y mejor: un Concilio que nada dogmatizó ni a nadie excluyó, parecía no herir a nadie, ni dejar fuera a nadie y sólo podía ser capaz de atraer a todos. La verdad es que no era muy diferente a las asambleas eclesiales anteriores. Nadie duda hoy, seriamente, que indujo a la aparición de la crisis. Ciertamente, quedan claros los efectos positivos, de los que nadie puede dudar: el Concilio, por citar sólo los logros teológicos más importantes, ha insertado la doctrina del primado, que había estado desgajada peligrosamente, en la totalidad de la Iglesia; ha integrado, también, un pensamiento jerárquico, también aislado, en el único misterio del cuerpo de Cristo; ha entretejido una mariología hasta entonces aislada, también, en el gran tejido de la fe; ha dado a la Palabra bíblica su rango propio; igualmente, ha hecho que la liturgia sea más accesible; con todo esto ha dado un paso valiente hacia la unidad de los cristianos.
Es posible que, en una posterior mirada macroscópica del período del Vaticano II, sólo entren en la balanza los resultados positivos y haya personas que hablen y juzguen únicamente a partir de ahí.Pero para el contemporáneo, que asume la responsabilidad de su hora, no puede ser determinante únicamente la visión macroscópica por sí sola, él está todos los días expuesto a lo pequeño y allí tiene que decidir las opciones correctas. Para esta visión cercana, posiblemente, los factores negativos, innegables, sean, en gran medida, graves y preocupantes. Aquí indicamos solamente algunos: nuestras Iglesias, nuestros seminarios, nuestros monasterios se han quedado vacíos en estos diez años, se puede mostrar lo que dicen las estadísticas para quien no se da cuenta por sí mismo; que el clima en la Iglesia es, a veces, ya no sólo frío, sino también mordaz-agresivo, tampoco necesitará ser demostrado; el hecho de que en todas partes las facciones dividen la comunidad pertenece a nuestras experiencias diarias que amenazan la alegría del cristiano.
El que diga estas cosas será acusado rápidamente de pesimista y le marginarán de la conversación, pero aquí están los hechos empíricos y negarlos significa, no ciertamente pesimismo, sino una desesperación silenciosa. El ver los hechos no es pesimismo, sino objetividad. Sólo después vienen las preguntas: qué significan estos hechos, de dónde proceden y cómo darles respuesta. Esto significa que debemos seguir adelante respondiendo a dos cuestiones: la primera sobre los motivos del desarrollo; la segunda, sobre la respuesta correcta.
1. ¿Cómo fue el desarrollo posconciliar?
Para dar una explicación de lo que pasó hago, en este contexto, primeramente, algunas advertencias. En primer lugar, hay que ser conscientes de que la crisis posconciliar de la Iglesia católica, al menos en el mundo occidental, ha coincidido con una crisis espiritual global de la humanidad; no todo lo que apareció en la Iglesia, en estos años, es consecuencia del Concilio. La conciencia humana está caracterizada ahora no solo por las decisiones voluntarias de los individuos, sino, en gran parte, conformada por las condiciones externas causadas por factores económicos y políticos. Las palabras de Jesús «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos» son una advertencia inequívoca en este marco. Voy a dar solamente un ejemplo tomado de nuestra propia historia. El colapso de la vieja Europa en la I Guerra Mundial acabó cambiando el panorama intelectual; también el de la teología cambió sustancialmente. El liberalismo, antes floreciente, producto de un mundo seguro en sí, rico, había perdido sentido de repente a pesar de lo que sus grandes representantes vivían y enseñaban. La juventud ya no siguió a Harnack, sino a Karl Barth: una teología de estricta fe revelada, una teología que quería ser, deliberadamente, eclesial, formada en las aflicciones del mundo transformado. La vuelta de la prosperidad en los años sesenta trajo un cambio similar de pensamientos. La nueva riqueza y la mala conciencia se unieron: esa curiosa mezcla de liberalismo y dogmatismo marxista sacaron a la luz lo que todos hemos vivido. Por ello, no hay que exagerar la aportación del Vaticano II en los recientes desarrollos; el cristianismo evangélico habría tenido que enfrentarse, con o sin Concilio, a una crisis similar, y los partidos políticos tienen que hacer frente a fenómenos de origen semejante. Desde el punto de vista opuesto, el Concilio ha sido uno de los factores que ha contribuido al desarrollo histórico mundial [6]. Ciertamente, cuando una estructura tan arraigada en el alma como la Iglesia católica es conmovida en sus fundamentos, el temblor alcanza a toda la humanidad. ¿Cuáles son los factores críticos que provienen del Concilio?
Me parece que dos actitudes, que adquirieron cada vez más importancia, jugaron un gran papel en la conciencia de los padres conciliares, de los asesores, y de los relatores. El Concilio, que se vio como un examen de conciencia de la Iglesia católica, finalmente quiso ser un acto de arrepentimiento, de conversión. Esto se refleja en las confesiones, en la pasión por acusarse a sí misma, que no sólo se refería a los puntos neurálgicos como la Reforma y el proceso a Galileo, sino que se manifestaba fundamentalmente en la idea de la Iglesia pecadora en general, y en que todo lo que parecía alegría por la Iglesia, por lo hecho y por lo permanente, se temía como un triunfalismo. A esta marginación atormentada de lo propio iba conectada una disposición servil y temerosa a tomar en serio todo el arsenal de acusaciones contra la Iglesia, y a no rechazar nada. Esto también significó, al mismo tiempo, el deseo ansioso, frente a los otros, de no culpabilizarles de nuevo, de aprender donde fuera posible de ellos, y sólo buscar y ver, en ellos, el bien.
Esta radicalización de las exigencias bíblicas fundamentales de conversión y caridad fraterna condujo a una inseguridad sobre la propia identidad que fue profundamente cuestionada pero que, sobre todo, condujo a una relación de ruptura, en profundidad, frente a la propia historia, que parecía manchada, por lo que se debía buscar un nuevo comienzo más radical como remedio urgente.
En este momento es cuando se sitúa el segundo motivo que querría examinar. En el Concilio se respiraba algo de la era Kennedy, una especie de optimismo ingenuo del concepto de gran sociedad [7]: podemos crear cualquier cosa; basta con que queramos y tengamos los medios para ello. Precisamente la ruptura en la conciencia histórica, la atormentada despedida del pasado, dio a luz la idea de una hora cero en la que todo comenzaba de nuevo y donde todo lo que anteriormente se había hecho mal, ahora por fin se podía enderezar. El sueño de la liberación, el sueño de algo totalmente diferente, que asumió, poco después, en la revuelta estudiantil, la forma de batalla, estuvo, en cierta medida, también en el Concilio. Ello fue lo que primeramente entusiasmó a la gente y luego la decepcionó.Así como el examen de conciencia público, primero, causó alivio y, posteriormente, repugnancia.
El proceso que acabo de describir del espíritu del Concilio podría servir como prueba magistral para un psicólogo sobre cómo las virtudes, exagerándolas, se convierten en lo contrario. La penitencia es una necesidad para el individuo y para la comunidad. La penitencia cristiana no significa la negación de sí mismo, sino el encuentro consigo mismo. De los testimonios antiguos sobre los mártires se deduce enfáticamente que de su boca nunca salió una palabra contra la creación [8]. Por lo tanto, se diferencian de los gnósticos porque en ellos se pervirtió el arrepentimiento cristiano en odio a la gente, en odio a la propia vida, en odio a la realidad misma. La condición interna del arrepentimiento es precisamente la afirmación de sí mismo, la afirmación de la realidad como tal.Su contraposición moderna la encontramos en unas expresiones del gran pintor Max Beckmann: «Mi religión es arrogancia contra Dios, mi desafío a Dios. Desafío porque él nos ha creado, porque no nos podemos amar. En mis obras reprocho a Dios todo lo que él ha hecho mal» [9]. Aquí, se pone de manifiesto algo esencial: el desprecio radical de sí mismo, que, contra sí mismo, ruge, y rechaza la creación, en uno mismo y en los demás; esto, precisamente, ya no es penitencia, sino arrogancia.
Cuando se anula el «sí» fundamental al ser, a la vida, a sí mismo, entonces la penitencia se disuelve y se convierte en insolencia. Pues la penitencia presupone precisamente esto, que la persona se puede autoafirmar. La penitencia es, en su esencia, una búsqueda, hasta llegar al sí, eliminando todo aquello que oscurece el sí. Consecuentemente, la verdadera penitencia remite al Evangelio, es decir, a la alegría, también a la alegría por uno mismo. La forma de autoacusación a la que se llegó en el Concilio respecto a la propia historia, no se ha percatado suficientemente de esto y así, de esta manera, se llegó a síntomas neuróticos.
Que el Concilio cancelara formas equivocadas de engrandecimiento terrenal de la Iglesia y que, respecto a la historia de la Iglesia, haya disuelto la obsesión por defender todo lo existente y, con ello, una autodefensa errónea, ha sido bueno y necesario. Pero ahora habrá que despertar, de nuevo, la alegría por la realidad intacta de la comunidad de la fe que radica en Jesucristo. Debe volver a descubrirse el sendero luminoso, que se ha expresado en la historia de los santos y en la historia de la belleza, en que la alegría del Evangelio se ha expresado de forma irrefutable a través de los siglos. A quien de toda la Edad Media ve únicamente la inquisición habrá que preguntarle hacia dónde realmente está mirando. ¿Habrían podido surgir esas catedrales, esos cuadros de la eternidad, de plena luz y dignidad tranquila, si la fe de las personas fuera únicamente fuente de amenaza? En una palabra, debe quedar claro, una vez más, que la penitencia no exige el desgarro de la propia identidad, sino el encuentro. Pero donde crece de nuevo una relación positiva con la historia, desaparece por sí mismo el utopismo que cree que todo lo que se ha hecho hasta ahora estaba mal y que todo lo que se hará desde ahora estará bien. Los límites de lo posible se han puesto de manifiesto, a través del final de la era Kennedy, y una parte de la pacificación anímica que creemos percibir, hoy en día, proviene, probablemente, del hecho de que el hacer y el mantener, el cálculo y la reflexión han alcanzado un mayor equilibrio.
2. ¿Qué tenemos que hacer?
Menos aún que a la primera pregunta se podrá, aquí, responder exhaustivamente a esta segunda. Los grandes problemas de la pastoral corriente se deberían aquí debatir. Quiero tocar en este contexto sólo dos aspectos que me parecen importantes. En primer lugar, quisiera decir algo sobre la correcta clasificación de los concilios, y, en segundo lugar, desearía ensayar un comentario sobre la correcta recepción del Vaticano II en torno a dos de sus tendencias básicas.
a) Significado y límites de los concilios
¿Qué importancia tiene realmente un concilio en la Iglesia? Nos situamos, una vez más, en el punto de partida de nuestras reflexiones. Gregorio Nacianceno y Basilio han hablado ambos desde la experiencia; tenían razón en que un concilio como asamblea de muchas personas y con los debates necesarios conlleva siempre circunstancias molestas, la ambición, la lucha y las heridas que permanecen. Para la purificación de males profundamente arraigados es necesario cargar con tales daños colaterales, como los medicamentos que, a pesar de los efectos secundarios, son necesarios para curar un mal mayor. Los concilios son, de vez en cuando, una necesidad; responden siempre a una situación extraordinaria en la Iglesia y no pueden ser vistos como modelos de vida, en absoluto, y tampoco como el contenido ideal de su existencia. Ellos son la medicina, no la comida ordinaria. La medicina debe ser asimilada y tiene un poder inmunizante que se mantiene en el cuerpo, pero, por lo demás, demuestra su eficacia precisamente en el hecho de que se puede prescindir de ella ya que es algo excepcional. Dicho ya sin imágenes, el concilio es un órgano de consulta y decisión. Como tal no es un fin en sí mismo, sino instrumental para la vida [10].
El contenido real del cristianismo no es la discusión sobre los contenidos cristianos y sobre las tácticas de su realización; el contenido del cristianismo es la comunidad de la Palabra, de los sacramentos y de la caridad, a la que pertenecen, fundamentalmente, la justicia y la verdad. El sueño de hacer de toda la vida una mesa redonda, que ha llevado temporalmente a nuestras universidades al borde de su incapacidad funcional, ha calado también a fondo en la Iglesia bajo la etiqueta «conciliar». Si el concilio se convierte en modelo de cristianismo, entonces la constante discusión sobre temas del cristiano aparece como el contenido mismo de lo cristiano; pero, precisamente, entonces, se pierde el sentido del ser cristiano.
b) Sobre la cuestión de la correcta recepción del Vaticano II
Un análisis de la historia posterior a la constitución sobre laIglesia en el mundo actual me había llevado en el año 1975 al diagnóstico de que la recta recepción del Concilio no había comenzado [11]. Pero ¿cómo tenía que aparecer? Me sirvo, como ya he dicho, de dos motivos básicos del Concilio para ejemplificarlo. Con ello se pondrá de manifiesto que el Concilio ciertamente formula sus enseñanzas con su propia autoridad, pero que su significado histórico se determina, sólo, a través de un proceso de clarificación y de selección que se lleva a cabo en la vida de la Iglesia. De este modo, la Iglesia entera participa en el Concilio; no puede llevarlo a caboúnicamente la asamblea de los obispos.
Uno de los lemas del Concilio fue la colegialidad. Con esta fórmula se entiende inmediatamente que el ministerio de Obispo es un ministerio en comunidad con otros, pues los obispos individuales no siguen a apóstoles individuales, sino que el colegio de obispos sucede al colegio de los apóstoles. De esta forma, nunca se es obispo en solitario sino, esencialmente, con los demás. Lo mismo puede aplicarse al sacerdote. Tampoco el presbítero llega a serlo en solitario. Por el contrario, llegar a ser sacerdote significa entrar en una comunidad presbiteral unida al obispo. Por último puede decirse que estamos ante un principio básico del ser cristiano que siempre aparece. También el cristiano está siempre en la asamblea de todos los hermanos y hermanas de Jesucristo, no hay otra realidad.
El Concilio ha buscado traspasar el contenido de este principio básico a la realidad práctica creando órganos a través de los cuales la integración de los individuos en la totalidad se convierte en el principio básico de toda la actuación de la Iglesia. Esto dio origen, en lugar de las reuniones informales de obispos, a las conferencias episcopales, una forma burocrática cuidadosa y legalmente constituida. Se dio origen, igualmente, a la representación de la común pertenencia de todas las conferencias episcopales en la comisión de obispos, una especie de concilio sustitutivo, regular y permanente.
Se introdujeron los sínodos nacionales y se expresó su intención de convertirse en una orientación permanente de la Iglesia de su país. Fueron creados consejos presbiterales, consejos pastorales en las diócesis y consejos locales en las parroquias.
Nadie puede negar que el pensamiento básico es correcto y que la realización comunitaria de la misión de la Iglesia es necesaria. Nunca nadie va a negar que se hizo mucho bien con la puesta en marcha de los diversos gremios. Pero tampoco se podrá negar que la proliferación no coordinada de agrupaciones ha conducido a un exceso de duplicaciones, a una nube de papeles sin sentido y a una carga que ha frenado la marcha, donde las mejores fuerzas se gastan en discusiones interminables, que nadie quiere, pero que parecen haberse convertido en algo inevitable según los nuevos modos. El límite de este cristianismo del papel y de la reforma de la Iglesia a través de documentos salta a la luz. Ha quedado claro que la colegialidad es una cara, pero que otra es la responsabilidad personal y la intuición personal, que no pueden ser reemplazadas ni aplastadas. Colegialidad es un principio del cristianismo, de la Iglesia; personalidad es el otro. Por lo que una de las lecciones básicas a aprender de esta década es que sólo el recto equilibrio entre ambas puede crear libertad y fecundidad.
Pasemos ahora a otro de los principios básicos del Concilio, su conocido principio: «simplicidad». «Simplicidad» es uno de los lemas de la constitución sobre la liturgia, entendida siempre como la transparencia, apertura a la comprensión de forma que la gente entienda. Consecuentemente, podemos decir que una racionalidad bien entendida pertenece a las ideas principales del Concilio. Hoy día hay que advertir, cada vez más, que el Concilio se ha situado así en la línea de la Ilustración europea [12]. Ahora bien, ese deseo tuvo en los Padres conciliares otra motivación. Este deseo arranca de lateología de los Padres de la Iglesia, donde, por ejemplo, Agustín contrapone con gran énfasis la sencillez cristiana a las grandes pompas, vacías, de la liturgia pagana [13]. Pero se puede decir, también aquí, que una apertura al espíritu de la modernidad se llevó a cabo después de que los primeros intentos de tal encuentro con los argumentos del siglo XIX habían llegado a un punto muerto.
También en este campo estamos hoy en mejores condiciones para valorar las pérdidas y las ganancias. En el avance de la historia habrá que podar siempre de nuevo lo que crece y habrá que intentar avanzar hasta el núcleo más sencillo; el esfuerzo por hacerse entender es indispensable para una religión misionera. Pero el hombre no sólo entiende a través de la razón, sino también con los sentidos y el corazón, y esto lo habíamos olvidado un poco; también ahora comenzamos a comprender mejor el hecho de que la poda debe diferenciar entre lo que hay que dejar crecer y lo que hay que cortar, y que no debe tomar al embrión como medida, sino que debe dejarse guiar por la ley de lo que está vivo.
Con ello el proceso de recepción ya se ha abordado: se trata de mantener la palabra en la vida y conferirle, en una ardua lucha, la univocidad que no puede tener en cuanto mera palabra. Este proceso de discernimiento está plenamente en marcha, con todo el sufrimiento y las dificultades del proceso de nacimiento en el que el ser humano mismo está en juego. Por otro lado, quedan siempre fenómenos de resolución que no hay que trivializar. Para unos se trata más de una exclusiva y, consecuentemente, ciega racionalidad, que diluye y relativiza el misterio; para otros, es la pasión política y social, que reduce la fe a un catalizador del cambio revolucionario. Estoy muy lejos de negar los nobles impulsos que también puedan darse aquí. La fe cristiana, que se toma en serio el Sermón de las Bienaventuranzas, no puede aceptar tranquilamente el contraste ricos y pobres como un fruto de la variable económica, no puede considerar la guerra y la opresión, encogiéndose de hombros, como subproductos estadísticamente inevitables del proceso. Pero cuando la fe se convierte en un mesianismo terrestre que justifica la irracionalidad de la destrucción y recorta la esperanza de los hombres solo hacia lo factible, allí se da una traición al cristianismo y una traición a las personas. Por otra parte, hoy vemos un nuevo integrismo, el único que aparentemente garantiza la pertenencia a la Iglesia católica, pero que, en realidad, lo echa a perder todo desde la mismaraíz. Hay una pasión por las sospechas, cuyos rencores están muy lejos del espíritu del Evangelio. Hay una fijación con la literalidad que pretende invalidar la liturgia de la Iglesia y, por tanto, se sitúa fuera de la Iglesia. Aquí se olvida que la validez de la liturgia no depende principalmente de las palabras específicas, sino de la comunidad de la Iglesia; bajo el pretexto de lo católico se niega así su principio más propio y la costumbre se sitúa en el lugar de la verdad.
En un espacio intermedio lleno de incertidumbres pero también lleno de seria lucha y lleno de esperanzas, se sitúan los movimientos, en los que se dibuja la expresión del indestructible deseo de lo verdaderamente religioso, de la cercanía de lo divino: los movimientos de meditación, los movimientos pentecostales, ambos cargados con ambigüedades y peligros, pero ambos también llenos de posibilidades y de bondades. Finalmente hay también toda una serie de movimientos específicamente eclesiales, que prometen nuevas posibilidades: focolares, Cursillos, Comunión y Liberación, movimientos catecumenales, nuevas estructuras comunitarias. Aquí se expresa una búsqueda de lo central, que desmiente el diagnóstico del fin de lo religioso y abre nuevos caminos de vida para la fe, en los que se preserva renovada la fecundidad inagotable de la fe de la Iglesia.
Vamos a intentar ofrecer un balance sumario. Karl Rahner hacía al final del Concilio la siguiente comparación: se necesitan ingentes cantidades de uranita para extraer un poco de radio, que sólo se obtiene a través de este proceso. Así, el gran esfuerzo del Concilio es, en última instancia, valioso aunque sea muy pequeño el plus de fe, de amor y de esperanza que se pone de manifiesto. Entonces, no podíamos, probablemente, valorar la enorme seriedad de estas palabras en todo su alcance. De todos modos, entre el radio y la uranita hay una relación necesaria: donde hay uranita, allí hay radio aunque la relación de las cantidades sea deprimente. Sin embargo, no es esta misma relación necesaria de la uranita, la que tienen las palabras y el papel con la realidad cristiana vivida. Que el Concilio sea una fuerza positiva, en la historia de la Iglesia, depende sólo indirectamente de los textos y documentos que hay en él. Será decisivo, si hay personas santas que usándola obtienen una vida personal nueva. La decisión final sobre el valor histórico del Concilio Vaticano II depende de si las personas salen victoriosas en el drama humano de la separación del trigo y la cizaña, y si, consiguientemente, con ello, confieren al conjunto la positividad que no se puede adquirir desde las simples palabras.
Lo que podemos decir ahora es esto: el Concilio, por una parte, ha abierto caminos que, desde las diversas ramas y las individualidades, apuntan verdaderamente al centro del cristianismo. Pero, por otra parte, también, tenemos que ser lo suficientemente autocríticos y reconocer que el optimismo ingenuo del Concilio y el exceso de confianza que muchos sostuvieron y propagaron, justifican de manera aterradora los diagnósticos oscuros de eclesiásticos anteriores sobre el peligro de los concilios. En la historia de la Iglesia no todos los Concilios válidos fueron concilios fecundos. De algunos sólo queda al final un gran vacío [14]. Todavía no se ha dicho la última palabra sobre el alcance histórico del Concilio Vaticano II, a pesar de todo lo bueno que hay en sus textos. Si se podrá contar finalmente entre los puntos luminosos de la historia de la Iglesia, eso dependerá de las personas que traduzcan la palabra en la vida.
Joseph Ratzinger, en cedejbiblioteca.unav.edu/
(Obras completas VII/2. BAC, Madrid. p. 1004-1018)
Notas:
[1] EUSEBIO, VConst III 7 (ed. Heikel, 80); citamos según DALLMAYR, Die grossen vier Konzilien 33 ss.
2 GREGORIO DE NACIANZO, Ep. 130 ad Procopium (ed. Gallay, GCS 53, 59s). Sobrela clasificación histórica del texto, GALLAY, XXVIII, sobre el más importante de los Concilios de Constantinopla 381y 382 en COD2 21ss.
3 LUTERO, Von den Konzilis Kirchen, en Martin Luthers Werke (Weimarer Ausgabe[WA]), vol. 50, 509-553, 604; sobre el orden en el pensamiento de Lutero, 488-509. Sobre el texto citado de Gregorio y el tratamiento que de el ha hecho Lutero, cf. H. KUNG, Verständnis des ökumenischen Konzil, 65. ol
4 Un hermoso retrato de Gregorio en el que se pone de manifiesto la grandeza de este hombre, lo encontramos en HAMMAN, Die Kirchenväter, 104-113.
5 BASILIO, Spir XXX 76 C y 77 (SCh 17bis, 522,28s y 524, 42s); citado por BLUM, 113 (65b) y 115n (66c). Sobre lo dicho por Basilio, cf. HAMMAN, Die Kirchenväter, 94-103.
6 En otro lugar he tratado este tema, cf. RATZINGER, Diez años después del Concilio, ¿dónde estamos?
7 Sobre este concepto cf. KÜNG, Christ sein, 3ss.
8 Cf, PETERSON, Zeuge der Wahrheit, 203 y 222; cf. También PIEDER, Zustimmung zur Weh, 48.
9 Citado por HÜBNER, Vor ersten Menschen wird erzählt, 156 y 157.
10 He puesto de manifiesto la terminología del Concilio y de la teología de la antiguaIglesia en RATZINGER, Sobre la teología del Concilio. La tesis contraria en KÜNG, Strukturen, que basa, en errores filológicos de las fuentes, como he mostrado, la condena, que vino en la dirección equivocada, de toda interpretación adicional.
11 Cf. RATZINGER, Iglesia y mundo
12 CE. RATZINGER, La eclesiología del Concilio Vaticano II.
13 Cf. la bella exposición de VAN DER MEER, Augustinus, 329-470, fundamentalmente37-381 («el tren puritano»).
14 En este contexto vale la pena citar el Concilio Lateranense V, celebrado entre 1512-1517, que no hizo una contribución efectiva para la superación de la crisis que se desarrollaba.
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