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Expone el autor la relación entre Teología y Ciencias y cómo se insertan, unas y otras, en el tejido de la institución universitaria, partiendo de la toma de pulso al hoy de nuestro momento cultural, para, desde ahí, dirigir la mirada a la Universidad y considerar, independientemente de lo que haya sido su vivir pasado, de qué forma y en qué grado debe promover el diálogo entre Teología y Ciencias a fin de hacer frente a las necesidades que nos son contemporáneas
Conferencia pronunciada el día 24-III-1982 con motivo de la solemne inauguración del curso académico en la Universidad Católica de Valparaíso (Chile); y publicada después en la revista ‘Scripta Theologica’ 14 (1982/3), pp. 873-888.
Índice: La encrucijada de la cultura contemporánea − Misión de la Universidad y espíritu cristiano − La Teología en el seno de la Universidad − La Teología en cuanto saber sapiencial: sabiduría y ciencias − Teología y diálogo interdisciplinar
¿Cómo se relacionan entre sí esas dos realidades a las que designamos con los nombres de Teología y de Ciencias? ¿Cómo se insertan, una y otras, en el tejido de la institución universitaria? Para responder a esas dos preguntas, en torno a las cuales se estructura el tema que nos ocupa, podríamos acudir a la historia y seguir los avatares de la Universidad desde sus inicios medievales hasta nuestros días. Pero podemos también adentramos en nuestro propio presente, tomarle el pulso al hoy de nuestro momento cultural, para, desde ahí, dirigir la mirada a la Universidad y considerar, independientemente de lo que haya sido su vivir pasado, de qué forma y en qué grado debe promover el diálogo entre Teología y Ciencias a fin de hacer frente a las necesidades que nos son contemporáneas. Este segundo es el método que vamos a seguir.
La encrucijada de la cultura contemporánea
En algunas encrucijadas de su devenir, la humanidad ha tenido la impresión −verdadera o falsa, fundada o ilusoria− de estar viviendo épocas de plenitud o de estar presenciando el comienzo de edades nuevas de la historia. En otros momentos, en cambio, ha considerado que sufría períodos de decadencia o, al menos, de crisis. Así ocurre, sin duda alguna, en la coyuntura presente. «El mundo en que vivimos −escribía hace treinta años Gabriel Marcel− está sumido en una confusión, comparable únicamente, quizás, a la de los tiempos bárbaros, y que versa no sólo sobre las categorías de bien y de mal, sino, más profundamente, sobre la consideración de a qué debe llamarse vida y a qué debe llamarse muerte»[1]. Dos décadas más tarde, otro filósofo, también francés, Paul Ricoeur, se expresaba en términos no menos decididos: «La ausencia de proyectos colectivos se une, en nuestras sociedades, al olvido de las normas. Nuestro tiempo está realizando una experiencia dramática, que consiste en una convicción difusa, que tiende a ser dominante, de que, por primera vez en la historia, nuestra herencia cultural no es capaz de dar vida a reinterpretaciones creadoras ni de proyectarse hacia el futuro»[2].
Hemos escogido esos dos testimonios, entre otros que podrían alegarse, porque expresan con claridad lo que constituye, a nuestro juicio, el rasgo más característico de la conciencia de crisis propia de nuestro momento histórico: la duda sobre el sentido de la vida y de la historia. En otras palabras: el nihilismo. En décadas pasadas algunos soñaron con que el progreso técnico o los procesos revolucionarios condujeran a una plena realización de la humanidad sobre la tierra. Resquebrajada esa confianza ante la prueba de los hechos, que han demostrado la falsedad de una y otra utopía, amplios sectores de nuestra cultura se sienten tentados por el escepticismo, por la renuncia a los ideales. «La médula de la crisis −escribe Alois Dempf− es la falta de esperanza»[3].
Ni que decir tiene que, como toda generalización, también la presente admite excepciones. En más de un lugar el mito de la tecnología o el de la revolución continúan operantes. En otros, en cambio, la amarga experiencia de acontecimientos pasados ha provocado un renacer del sentido de la trascendencia. Podrían añadirse, además, otras precisiones. Pero todo ello no quita, sin embargo, que, respecto a la llamada civilización occidental considerada en su conjunto, puedan ser plenamente válidos juicios como los recién mencionados.
Con ellos concuerda por lo demás Juan Pablo II: «El futuro del hombre y del mundo −afirmaba en su solemne intervención en la sede de la UNESCO− está amenazado, radicalmente amenazado»[4]. Releyendo los discursos, alocuciones y documentos pronunciados o publicados desde finales de la década de los sesenta por Pablo VI y luego Juan Pablo I y Juan Pablo II, y comparándolos con los que precedieron inmediatamente al Concilio Vaticano II o los que le acompañaron al Concilio a lo largo de su desarrollo y de su conclusión, se advierte enseguida una diferencia de acento. También durante el Vaticano II, y en los propios textos conciliares, se habló de lacras, de problemas, de dolores y tragedias de la humanidad. Pero en muchos momentos esos textos producen la impresión de que se consideraba posible, o al menos, se auspiciaba una primavera que podría venir casi de inmediato. No ocurrió así, y los documentos posteriores dejan constancia de ello.
Pero si Juan Pablo II habla de amenazas que incumben al futuro de la humanidad y reconoce que nuestros contemporáneos −algunos de nuestros contemporáneos− experimentan no sólo miedo sino desencanto y angustia, no reniega en modo alguno de la profunda esperanza que inspiró la entera labor del Vaticano II. Al contrario, la reafirma y hace de ella el motor de su actividad pastoral. La fecha del año 2000 −tantas veces mencionada en los primeros textos de su pontificado− adquiere en sus labios el valor de reto dirigido a la humanidad para que vuelva a encontrar su camino. Juan Pablo II no duda de que el hombre sea capaz de esbozar proyectos colectivos. Más aún, los formula él mismo.
Ciertamente, cuando Juan Pablo II habla, lo hace desde la fe. Pero, en sus palabras y en sus escritos, esa fe se prolonga en una invitación a confiar en el hombre y en su destino: la fe, al revelar que Dios ama al hombre, manifiesta que éste, el hombre, es susceptible de ser amado y fundamenta la convicción de que hay en él una capacidad de bien, que puede estar apagada, pero que cabe despertar[5].
Esta visión de fondo le otorga, además, a Juan Pablo II, una clave para interpretar el acontecer: de hecho, cuando habla de crisis y de temores del hombre, no se limita a tomar nota de situaciones sociales, más o menos difundidas, sino que ofrece siempre una interpretación. Basta, para comprobarlo, con citar por entero el texto del que hace poco reproducíamos las palabras iniciales: «El futuro del hombre y del mundo está amenazado, radicalmente amenazado a pesar de las intenciones ciertamente nobles de los hombres del saber, de los hombres de la ciencia. Y está amenazado porque los maravillosos resultados de sus investigaciones y de sus descubrimientos, sobre todo en el campo de las ciencias de la naturaleza, han sido y continúan siendo explotados −en perjuicio del imperativo ético− para fines que nada tienen que ver con las exigencias de la ciencia, e incluso para fines de destrucción y de muerte».
Juan Pablo II admira y valora la ciencia, el trabajo, la técnica. No es, sin embargo, ésa la razón por la que, al analizar nuestra situación histórica, prescinde de una crítica a esas realidades, consideradas en su ser propio, y orienta en otro sentido su reflexión. La misma fe que le lleva a afirmar la dignidad del hombre, le impulsa a poner de manifiesto que la historia puede estar condicionada por otros factores, pero es, en su dimensión fundamental, un hecho específicamente humano. Las catástrofes tienen a veces su origen en la naturaleza física, pero las crisis más hondas son aquellas que surgen cuando el hombre, olvidando su verdadero ser, quebranta el orden de las cosas y usa de sus propias realizaciones en contra de sí mismo. Ciencia, técnica, arte, trabajo, realidades surgidas del quehacer humano, no adquieren una vida independiente del hombre, sino que deben continuar ordenadas a él, ya que «el hombre, que en el mundo visible es el sujeto único de la cultura, es también su único objeto y su término»[6]. La presente crisis de la civilización nace del olvido de ese principio y, más radicalmente, de la pérdida del sentido de la dignidad del hombre de la que ese principio no es sino la expresión a nivel ético.
Una conclusión, un proyecto apostólico, cultural y humano, se imponen en consecuencia. Aquel que Juan Pablo II formuló en términos netos en la encíclica Redemptor hominis: situar al hombre frente a Cristo para que, al advertir la excelsa llamada que Dios le dirige, tome conciencia de su valor, recupere la confianza en sí mismo y advierta que su ser como persona se realiza no en el tener sino en el ser, no en el poseer o en el dominar sino en el amor y en la entrega. Reproduzcamos por entero uno de los párrafos más densos de la encíclica: «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo −no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediato, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes− debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha merecido tener tan grande Redentor, si Dios ha dado a su Hijo, a fin de que él, el hombre, no muera, sino que tenga la vida eterna! En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo». Y añade: «Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso, y quizás aún más, en el mundo contemporáneo»[7].
Misión de la Universidad y espíritu cristiano
Pero es ya hora de que dirijamos nuestra mirada a la Universidad, en el contexto de las cuestiones y perspectivas que acabamos de evocar. Quisiera comenzar citando unas palabras del fundador y primer Gran Canciller de la Universidad de la que provengo: Monseñor Escrivá de Balaguer. «La Universidad −afirmaba en 1972, con ocasión de un solemne acto académico− no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa»[8].
Toda Universidad es recinto en el que resuenan los anhelos y preocupaciones humanas. De modo particular debe serlo una Universidad que aspire a estar informada por el espíritu cristiano. No sólo porque este espíritu es, por naturaleza, universal, católico; sino porque una Universidad que tenga esa aspiración ha de tener presente que está dotada de una misión que dice relación a la misión de la Iglesia. El gran paso realizado por el Concilio Vaticano II en torno a la comprensión de la vocación laical y a la afirmación de la dimensión cristiana de las realidades terrenas, así como su visión dinámica del ser de la Iglesia y de su papel en la presente coyuntura histórica, tienen aquí resonancias decisivas. Ningún cristiano, ninguna institución informada por el espíritu de Cristo, es simple receptor de un don, ni mucho menos realidad cerrada sobre sí misma, sino sujeto dotado de misión, invitado a ser protagonista de una tarea.
Pocas cosas pueden poner de manifiesto más claramente este desarrollo, por lo que a la Universidad se refiere, que la comparación entre los proemios de dos de los documentos más importantes dedicados por la Santa Sede a las instituciones universitarias: laConstitución Apostólica Deus scientiarum Dominus, de 1931, y la Constitución Apostólica Sapientia Christiana de 1979[9].
La Deus sciencitarum Dominus comienza recordando que la Iglesia recibió de Cristo el depósito de la fe divina junto con el mandato de enseñar a todas las gentes, lo que la constituye −afirma− en «la principal protectora y nodriza de toda la humana doctrina», como, de hecho, lo documenta la historia de la educación en Occidente, y más allá de él. Nada, pues, más falso −concluye− que la acusación de oscurantismo, de oposición al saber, dirigida a la Iglesia. La realidad es la contraria, porque la Religión Católica no teme ni a dificultades ni a persecuciones, sino sólo a una cosa: la ignorancia de la verdad; id unum timet: veritatis ignorantiam.
Pío XI sitúa la ley por él promulgada en la línea de los textos pontificios y conciliares del siglo XIX, es decir, en el contexto de la reacción de la Iglesia frente a los ataques de un racionalismo que pretendía presentarla como enemiga de la ciencia y del progreso. De ahí el acento puesto en la denuncia del error y en la preocupación por preservar a los ambientes cristianos frente a su posible difusión: «Todos los errores, especialmente en nuestros días, procuran presentarse con apariencias de sabiduría, a fin de ser más fácilmente aceptados por todos, ya que el brillo de la doctrina puede atraer los ánimos de muchos. Es, pues, muy necesario que los cristianos aptos para la investigación científica, y especialmente los alumnos de las ciencias sagradas, elevando preces al Padre de las luces y recordando que en el alma perversa no entra la sabiduría, presten con esfuerzo su atención al estudio de las disciplinas sagradas, y de las materias con ellas relacionadas, a fin de adquirir aquellos conocimientos que les permitan, cuando llegue la ocasión, enseñar rectamente la verdad católica y defenderla diligentemente contra los ataques y las falacias de los adversarios».
La Sapientia Christiana comienza también refiriéndose a la misión de enseñar confiada por Cristo a la Iglesia, pero a continuación centra su mirada en los cristianos singulares, y precisamente para indicar que deben esforzarse por «lograr una síntesis vital de los problemas y de las actividades humanas con los valores religiosos, bajo cuya ordenación todas las cosas están unidas entre sí para la gloria de Dios y para el desarrollo integral del hombre en cuanto a los bienes del cuerpo y del espíritu». ¿Por qué se exige a cada cristiano que aspire a esa síntesis?, se pregunta la Constitución. Porque a cada cristiano y a la Iglesia entera −responde− le incumbe la misión de evangelizar y esa misión requiere no sólo que el Evangelio sea predicado, «sino también que sean informados por la fuerza del mismo Evangelio el sistema de pensamiento, los criterios de juicio y las normas de actuación; en una palabra, es necesario que toda la cultura humana sea henchida por el Evangelio».
La Sapientia Christiana parte, en suma, como la Deus scientiarum Dominus, de la afirmación de la armonía entre razón y fe, o, para expresarnos con términos más próximos a su lenguaje, entre fe y cultura, entre dignidad humana y vocación cristiana. Pero, presuponiendo ambos documentos esa misma realidad, el enfoque o acento es diverso. La Constitución de Pío XI piensa ante todo en la defensa de la fe que ha sido confiada a la Iglesia. La de Juan Pablo II, en consonancia con el planteamiento esbozado en el Concilio Vaticano II, está escrita, en cambio, desde la perspectiva de una Iglesia que, al situarse ante el mundo, no desconoce los ataques o las contradicciones de que ella pueda ser objeto, pero piensa ante todo en los afanes y problemas que surcan ese mundo al que debe dirigirse para anunciarle el mensaje de la salvación.
Esta comparación entre dos textos pontificios no tiene un interés meramente erudito: las perspectivas evangelizadoras, subrayadas por Juan Pablo II al hablar de la visión cristiana de la Universidad, son decisivas a la hora de comprender la posición de la Teología en el seno del recinto universitario. Una Universidad que se conciba como ámbito en el que se defiende la fe atacada, puede restringir la Teología a los clérigos y ofrecer al laicado sólo el subsidio de la apologética. Una Universidad que se reconoce dotada de misión en orden a una inspiración cristiana de la cultura no tiene más remedio que afirmar la necesidad universal de la Teología y situarla en diálogo con el resto de los saberes.
La Teología en el seno de la Universidad
Immanuel Kant, en su obra El conflicto de las Facultades, orienta el pensamiento hacia una exclusión de la Teología del mundo de las ciencias[10]. En la raíz de esa conclusión se encuentran su agnosticismo y el racionalismo de las corrientes de la Aufklärung con las que entronca. Hay que reconocer que, admitidos esos presupuestos, la posición kantiana es coherente: el núcleo del debate es, en efecto, el reconocimiento o la negación de su condición de saber a la Teología. Así lo vio con claridad ese gran universitario que fue John Henry Newman: «Si Dios es más que la naturaleza, y está por encima de ella, la Teología exige un puesto entre las ciencias. La doctrina religiosa es conocimiento en un sentido tan amplio como es la doctrina de Newton. Una educación universitaria sin Teología es, sencillamente, antifilosófica». «Teniendo en cuenta que el verdadero sentido de la Universidad consiste en la enseñanza de todas las ciencias no puede excluirse la Teología sin caer en una palmaria contradicción»[11].
Estas afirmaciones netas nos recuerdan que la palabra Universidad significa, precisamente, Universitas Scientiarum, institución abierta a todo saber, a todo intento de profundizar en el conocimiento de la realidad. Pero conviene añadir algo más a fin de expresar todo su alcance.
La importancia histórica de la fe cristiana, el surco abierto por la palabra de Jesús en la Historia humana bastan para cualificar al cristianismo como objeto de un saber de nivel universitario. Una Universidad que desconozca el cristianismo, que no lo haga objeto de estudio y consideración, es una Universidad que deja de prestar atención a uno de los factores determinantes de la tradición cultural de la humanidad y que, por tanto, se incapacita para entender su propio presente.
La consideración que acabamos de esbozar es, sin duda alguna, válida. Y, sin embargo, no llega al fondo de la problemática a la que el texto de Newman apuntaba. Porque ese texto argumenta no a partir de la incidencia histórica del hecho cristiano, sino a partir de algo muy distinto: la realidad de Dios y el conocimiento que de esa realidad otorga la palabra revelada. Los argumentos históricos podrán ser presentados como argumentos decisivos sólo ante un auditorio racionalista o agnóstico en orden a conseguir, en un ambiente reacio, que se mantenga cierta presencia de lo cristiano en los planes de estudio e investigación[12], pero es preciso reconocer que, por sí mismos, quedan en la superficie y no hacen honor a la realidad de la Teología, e incluso, si nos limitáramos a ellos, acabarían por traicionarla. La Teología, en efecto −e importa subrayarlo−, no es una ciencia histórica, sino filosófica o teorética: su objeto no es el estudio de lo que pensaron y piensan los cristianos, abstrayendo la verdad de ese pensar o incluso negándola, sino el estudio de la palabra de Dios: una palabra de la que los cristianos son depositarios, pero que les trasciende ya que participa de la verdad de Dios mismo. En ella, en la palabra divina, se desvela el sentido último y radical de las cosas, la verdad suprema del hombre y del mundo. Es de esa verdad de lo que la Teología habla. Es su carácter de discurso o reflexión en torno a la verdad suprema lo que, yendo al fondo, debe decidir acerca de su presencia en el seno de la institución universitaria; más aún, de la cualidad de esa presencia.
El hilo de nuestras consideraciones nos conduce, en efecto, a una conclusión clara: no basta con reconocer que la Teología debe estar presente en la Universidad, sino que debe afirmarse que le corresponde un lugar central: la Teología no es meramente un saber entre otros, sino una sabiduría, es decir, un saber supremo. No, ciertamente, por lo que al gobierno de la institución universitaria se refiere −ése es un problema muy distinto−, pero sí en cambio por lo que respecta a la estructura del diálogo e intercambio entre las ciencias. En la medida en que una Universidad aspire a formar hombres, ha de procurar que una visión o comprensión unificada del mundo dote de sentido al conjunto; en la medida en que aspire a formar hombres cristianos, ha de abrir la totalidad de su labor a la luz de la fe católica. Como dijera Juan Pablo II, dirigiéndose a universitarios católicos reunidos en la explanada del Santuario de Guadalupe y, a través de ellos, a todos los universitarios latinoamericanos, una Universidad de inspiración cristiana ha de distinguirse por un «nivel de investigación científica elevado, de estudio profundo de los problemas, de un sentido histórico adecuado», pero −añadió enseguida− eso no basta: ha de «encontrar su significado último y profundo en Cristo, en su Mensaje salvífico, que abarca al hombre en su totalidad»[13].
Tal vez alguien pudiera objetar que el discurso pontificio recién mencionado habla de fe y de mensaje cristiano, pero no específicamente de Teología: es, pues, una presencia de la fe en la Universidad y no estrictamente de la Teología, lo que reclama. Esa observación, por lo que se refiere a la literalidad de ese texto, es exacta. Y, sin embargo, ¿cabe una verdadera presencia de la fe en el ámbito de las ciencias sin la mediación de la Teología? ¿Es posible un diálogo entre fe y ciencias sin una fe desarrollada, consciente de lo que implica y de lo que aporta? Y ¿qué es la Teología sino la reflexión sobre la fe, la profundización en su contenido, el resultado del esfuerzo por captar sus implicaciones y sus riquezas? Todo universitario puede y debe vivir de fe, pero, si aspira a que esa fe informe su inteligencia y la ciencia que personalmente cultiva, es necesario que su creer desemboque en Teología. Sin una presencia efectiva de la Teología, y por tanto de instituciones que cultiven el saber teológico, la fe no podrá informar el conjunto de una labor universitaria. Fue sin duda esta convicción lo que movió al Concilio Vaticano II a establecer que en toda Universidad Católica −y la norma vale, en general, para toda Universidad que quiera ser coherente con el cristianismo− debe existir una Facultad, o al menos, un Instituto o una Cátedra de Teología[14].
La Teología en cuanto saber sapiencial: sabiduría y ciencias
La palabra Teología ha aparecido repetidas veces a lo largo de esta relación, presuponiendo siempre su concepto general: ciencia de la fe. Para dar un paso adelante en la comprensión de su relación con los restantes saberes, será oportuno precisar algo más su fisonomía.
Una de las primeras entre las obras que pueden acudir a la memoria cuando se habla de Teología y ciencias en el seno de la Universidad, es el escrito de uno de los maestros medievales: el De reductione artium ad Theologiam, de Buenaventura de Bagnoregio[15]. A lo largo de las páginas breves pero densas de este ensayo, el gran autor franciscano va repasando las diversas ciencias conocidas en su tiempo, procurando poner de manifiesto cómo en todas y cada una de ellas se nos ofrece una verdad que, analizada desde la fe, se revela como una sombra o anticipación de la verdad plena que se contiene en la Sagrada Escritura, compendio de la Revelación divina. «Así queda patente –concluye en la página final del opúsculo– cómo la multiforme sabiduría de Dios, que con gran claridad se nos manifiesta en la Sagrada Escritura, se oculta en todo conocimiento y en toda naturaleza. Aparece, además, cómo todo conocimiento presta vasallaje a la Teología, por lo que ella toma los ejemplos y utiliza la terminología perteneciente a todos los géneros de conocimiento. Muéstrase también cuánta sea la amplitud de la vía iluminativa y de qué manera en lo íntimo de toda cosa sentida o conocida está latente el mismo Dios»[16].
Se mueve San Buenaventura en el interior de un planteamiento de signo claramente agustiniano. Como siglos antes lo hiciera el Obispo de Hipona, el teólogo medieval valora las ciencias en cuanto que éstas, al profundizar en el conocimiento de la realidad, le ofrecen al hombre nuevos reflejos de la belleza y de los designios de Dios. El conocimiento entero es concebido como un proceso en virtud del cual el hombre es llevado constantemente a su principio: Dios mismo, presente en las cosas y en su propia inteligencia. Se trata, sin duda alguna, de una construcción grandiosa. Más aún, profundamente certera ya que Dios es la Verdad con mayúscula, hacia la que todas las verdades encaminan. Y, sin embargo, tal vez sea necesario, en ese proceso o itinerario, subrayar algo más la consistencia de las verdades escritas con minúscula pero no por ello menos verdaderas. En otras palabras, en orden a la comprensión de la posición de la Teología en la Universidad contemporánea es necesario llegar a la meta que propone Buenaventura, pero pasando por Tomás de Aquino.
Si detrás de San Buenaventura es dado distinguir la figura de San Agustín y, más lejos aún, la de Platón, detrás de Santo Tomás de Aquino cabe percibir la sombra de Aristóteles y su afirmación de la sustantividad del ser concreto, de donde deriva −o puede derivar− una gran sensibilidad ante la diversidad de niveles epistemológicos y una particular valoración de la acción histórica. En todo caso, el hecho es que Santo Tomás entiende al sabio, es decir, aquél que no sólo conoce aspectos de la realidad sino que percibe la unidad de la realidad misma, de modo algo distinto a como lo entiende San Buenaventura: en uno y en otro, el presupuesto de toda sabiduría es la comunión con la verdad, pero mientras el maestro franciscano acentúa el aspecto de contemplación amorosa que la comunión con la verdad implica, el teólogo dominico subraya la capacidad de valoración y de decisión que de ahí deriva.
«Es propio del sabio ordenar y juzgar», afirma Tomás de Aquino precisamente en el artículo de la Summa destinado a mostrar que la Teología es sabiduría, y sabiduría suprema[17]. Esa aptitud para juzgar, añade, proviene del conocimiento: bien de ese conocimiento implícito e inexpresado que se adquiere en virtud de la experiencia y de la connaturalidad con las cosas, bien de ese otro conocimiento reflejo y pormenorizado que es fruto del análisis, de la investigación, del estudio. En todo caso, de un conocimiento que connota no sólo la percepción bruta de la realidad, sino la advertencia de las conexiones y de las causas. De ahí que la sabiduría sea tanto más profunda cuanto más alta sea la causa a la que se eleve la mente humana. La Teología, que se ocupa de Dios, «y no sólo en cuanto a aquello que de Él puede conocerse por las criaturas, sino también en cuanto a lo que sólo el mismo Dios conoce y comunica a otros por revelación», es consiguientemente «la sabiduría por excelencia».
Hasta aquí San Buenaventura concordaría con Santo Tomás de Aquino, sólo que su paso siguiente consistiría, como documenta el texto antes citado, en abrirse al canto gozoso de la bondad divina: sabio es aquél que en todas las cosas sabe reconocer la faz de Dios. Tomás de Aquino, sin negar que ésa sea la meta última, pasa en cambio de inmediato a establecer la jerarquía u ordenación de las ciencias. Así, afirma que quien conoce el principio fontal y el fin último de la realidad −y ese conocimiento, desarrollado y poseído de manera refleja, es el fruto de la Teología− está en condiciones de apreciar el verdadero valor de las cosas y de decidir certeramente respecto a las acciones. A la Teología le corresponde, en suma:
a) Juzgar de las demás ciencias, sopesando sus conclusiones y valorándolas según su conformidad o disconformidad con la verdad que ella posee;
b) Poner de manifiesto, desde la percepción del sentido de la existencia humana que le es propio, el lugar que corresponde a cada ciencia o saber; es decir, juzgar de nuevo a las ciencias, aunque ahora no ya atendiendo a sus conclusiones o a su contenido, sino desde la perspectiva de su uso y, por tanto, de su contribución efectiva, en la realidad concreta de las cosas, a la realización del bien humano.
Llegados a este punto, resulta oportuno volver atrás y recordar el diagnóstico que Juan Pablo II daba de nuestro tiempo: el hombre del siglo XX conoce la angustia y el miedo porque una de las más grandes creaciones −la ciencia, con la técnica y la capacidad de dominio de la naturaleza que de ella derivan− no siempre es usada en servicio del hombre, sino en su detrimento. En otras palabras, lo que le falta al hombre de nuestros días es una comprensión adecuada de su propio ser y una acción que responda a ese criterio.
Hace ya algunas décadas Jacques Maritain dedicó parte de su esfuerzo a considerar las implicaciones que el planteamiento filosófico de Descartes tiene respecto a las relaciones entre ciencias y sabiduría[18]. En los siglos XVI y XVII, gracias a la obra de Kepler, de Galileo, de Copérnico, de Bacon o del propio Descartes, se afirma la ciencia moderna, un avance histórico de proporciones incalculables. Pero, a la vez, y por desgracia, se opera una defenestración o deposición de la sabiduría. Una conocida imagen cartesiana lo evidencia: aquella en la que el filósofo francés compara las ciencias con un árbol cuyas raíces están constituidas por la metafísica, su tronco por la matemática y la física, sus ramas por el resto de los saberes científicos.
La imagen puede parecer inocente, pero está cargada de implicaciones. Para los clásicos, el saber comenzaba con la física, y se elevaba paulatinamente hasta la metafísica o sabiduría primera, donde, al conocer a Dios, encontraba su coronación. En cambio, Descartes coloca la metafísica al principio, y le atribuye como función fundamentar y hacer posible la física, la química, la astronomía, la biología, la zoología... Habla, en suma, como si en estas ciencias, y en la capacidad de gobierno de la realidad material que nos otorgan, estuviera colocada la cumbre del saber. El propio Descartes es, por lo demás, explícito. Releamos uno de los párrafos fundamentales del Discurso del método, aquél en el que, refiriendo su itinerario intelectual, cuenta que «después de haber adquirido algunas nociones generales en torno a la física» advirtió enseguida su valor, «pues esas nociones me hicieron ver que es posible llegar a conocimientos muy útiles para la vida, y que, en lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, es posible encontrar una (filosofía) práctica por medio de la cual, conociendo tan distintamente como conocemos los oficios de nuestros artesanos, la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos circundan, podríamos emplearlas igualmente para todos los usos para los que son adecuadas, y, de esa forma, llegar a ser como dueños y poseedores de la naturaleza»[19].
El hombre es concebido como señor de la naturaleza. Nada más legítimo. Pero −y este es el punto decisivo− en la medida en que se desprecia «esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas», por repetir la expresión de Descartes, es decir −con términos que expresan la substancia de lo que amenazaba con acontecer a partir de los textos cartesianos−, en la medida en que se desconoce la capacidad del hombre para llegar más allá de la naturaleza física y abrirse al espíritu y, en última instancia, a Dios, se está desconociendo la verdad del hombre mismo. Aunque se le proclame señor, se está en realidad convirtiéndolo en esclavo. Esa naturaleza de la que el hombre se afirma como poseedor acabará, de hecho, por dominarlo. El hombre podrá tener la impresión de que la gobierna e incluso de que la manipula, pero en realidad está siendo gobernado. Si el hombre no trasciende la naturaleza, es ésta quien, a través del hombre, se modifica a sí misma. El ser humano no sería, en suma, más que un engranaje.
Mejor dicho, sería alguien que, siendo más que un engranaje, porque en verdad es espíritu, se empeñaría no obstante en considerarse como tal. Pero el hombre es la causa de su propio drama, al menos del drama que ahora estamos considerando. Afirmación que puede llevar −y que ha llevado de hecho a algunos autores− a consideraciones amargas y a actitudes de crítica global de la situación contemporánea; pero que, yendo más al fondo, se manifiesta como portadora de un mensaje de optimismo y de esperanza.
El hombre no está sometido a un destino fatal. Su afán creador no es fruto del engaño de un genio maléfico que le impulsa a dar vida a aquello mismo que está destinado a provocar su aniquilación. La ciencia, la técnica y las demás creaciones humanas no son destructoras por naturaleza. Al contrario, son buenas en sí y están ordenadas, según su propia tendencia, a promover el ser del hombre: si lo esclavizan o alienan es porque el propio hombre las deforma y adultera. Los momentos que la humanidad vive ahora, así como otros que vivió en el pasado y que tal vez viva en el futuro, pueden ser dramáticos, pero la existencia humana no es una tragedia con un final escrito de antemano, sino una historia cuyos hilos se trenzan con la propia voluntad del ser humano. De ahí el tono de exaltación tan propio del mensaje cristiano que resuena en los textos antes citados de Juan Pablo II: la fe cristiana no niega al hombre, sino que le revela su grandeza.
La función de la Teología, en cuanto saber que se sitúa entre los otros saberes y juzga de ellos, se manifiesta aquí con toda su importancia, como ya advirtiera Newman: «en el caso de que no se enseñe la Teología, su dominio no será tan sólo descuidado, sino usurpado por otras ciencias, las cuales enseñarán, sin la debida garantía, conclusiones propias sobre materias que necesitan principios peculiares para su debida formación y disposición»[20]. El hombre es necesariamente un ser de fines últimos y de juicios de absoluto: o se afirma en la verdad suprema, o absolutiza planteamientos parciales que cierran su horizonte y cercenan su ser. La Teología, al reclamar para sí la función de juzgar a las ciencias, no trata en modo alguno de desbancarlas o de negar su valor, sino, al contrario, de potenciarlas, ordenándolas al servicio de ese hombre que las hizo nacer: la espiritualidad del ser humano, que es el presupuesto de las ciencias, debe ser también su fin.
De este modo, como ya advertíamos antes aunque un poco entre líneas, pasando a través de la función judicativa o valorativa de la Teología, debemos volver a su dimensión contemplativa. Y esto porque ese fin de la existencia humana, desde el que la Teología juzga nuestras acciones y nuestros saberes, no es un acontecimiento futuro presagiado en el presente pero carente en sí mismo todavía de actualidad, sino el encuentro en plenitud con un ser, Dios mismo, que llena con su presencia la entera realidad. Juzgar teológicamente de las acciones es afirmar que esas acciones deben ajustarse a la dignidad del hombre, pero no a una dignidad definida de manera abstracta o genérica, sino a una dignidad que radica en la capacidad de conocer y amar a Dios, más aún, en la íntima y profunda relación a Dios que concede el don gratuito de la gracia. Es, pues, orientar respecto al uso de las ciencias, pero a la vez abrir al hombre hacia el diálogo personal y vivo con Dios. Porque, como enseñara Mons. Escrivá de Balaguer, el cristiano puede reconocer a Dios «no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro propio esfuerzo»[21], ya que «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes», que nos toca a cada uno descubrir[22].
Teología y diálogo interdisciplinar
En una conferencia pronunciada en 1976, el entonces Rector del Institut Catholique de París, Mons. Paul Poupard, recordaba un juicio del historiador Roger Aubert según el cual la situación de estancamiento en que cayeron las ciencias eclesiásticas en la Francia de la segunda mitad del siglo XIX tenía una causa clara: la ausencia de instituciones teológicas de nivel universitario[23].
Al valorar las consecuencias de los acontecimientos que, a mediados del siglo pasado condujeron, en Francia, en Italia, en España y en numerosos países latinoamericanos, a la desaparición de las Facultades de Teología o, al menos, a su separación de las universidades civiles para circunscribirlas al ámbito de los seminarios, Aubert pone el acento en la pérdida de espíritu científico que produjo en los ambientes eclesiásticos. Sin negar la realidad y la importancia de ese hecho, quisiéramos señalar que es, en todo caso, sólo un aspecto de un fenómeno más amplio. La negatividad de la separación entre Facultades de Teología y centros de estudios civiles está en la separación misma. Desde el mismo momento en que la separación se produce, la Universidad en su conjunto se ve privada de ese sentido de la trascendencia que la Teología puede y debe aportar al mundo científico. Y la Teología, a su vez, se encuentra aislada del movimiento general de la cultura, con lo que se pone en entredicho una parte considerable de su propia razón de ser.
Hemos hablado en apartados anteriores de la aportación esencial que la Teología realiza al mundo de las ciencias al manifestar cómo esos saberes engarzan en el todo de una existencia humana, de cuyo sentido la Teología habla. Debemos ahora desarrollar esta consideración haciendo una afirmación complementaria: esa aportación puede realizarla la Teología sólo en la medida en que mantenga el contacto con el resto de las ciencias. Y al decir esto nos referimos no ya al hecho obvio de que necesita ser escuchada, sino más bien a que ella misma necesita escuchar a los otros saberes.
La misión de la Teología «no es demostrar los principios de las otras ciencias, sino juzgar de ellas»[24]. Con estas palabras, Tomás de Aquino precisa los límites de esa primacía sapiencial que atribuye a la Teología y fundamenta la autonomía epistemológica que corresponde a los diversos saberes humanos. La Teología en cuanto ciencia que versa sobre la verdad de la fe puede pronunciar una palabra que, por referirse al sentido radical de las cosas, afecta a la totalidad de la existencia, pero no subsume la totalidad del saber. El conocer humano no es monista ni exclusivamente deductivo, sino inductivo y deductivo a la vez, y, de otra parte, plural, puesto que implica no sólo mirar a la realidad, sino hacerlo desde diversas perspectivas y según diversas metodologías; en suma, una diversidad de ciencias en mutua confrontación e intercambio.
Ni el fideísmo que aísla a la Teología en la esfera de lo religioso renunciando a toda influencia de la fe en el mundo científico-natural, ni un planteamiento de signo clerical que pretendiera decidir, basándose en la sola fe, respecto de cualquier cuestión y de cualquier tema, responden a la verdad de las cosas. El teólogo necesita ser humilde ante la realidad, como todo científico, y más en cierto modo, no sólo porque su saber lo recibe de la palabra de Dios confiada a la Iglesia, ante la que debe mantenerse en actitud de escucha religiosa, sino también porque debe reconocer que la ciencia teológica no le autoriza a prescindir de otros saberes.
Esa «síntesis vital de los problemas y de las actividades humanas con los valores religiosos», que la Constitución Sapientia Christiana propone como meta al quehacer universitario, requiere algo más que la simple presencia de instituciones teológicas en el seno de las universidades de estudios, aunque esa presencia sea requisito imprescindible: reclama un auténtico diálogo interdisciplinar[25].
Pero desde el momento en que llegamos a este punto, el discurso sobre Teología y Ciencias en el seno de la Universidad deja de ser una consideración que puede ser proseguida en términos abstractos, para transformarse en una reflexión que nos compromete a cuantos formamos parte de una comunidad académica. Ya que ese diálogo presupone en el teólogo no sólo fidelidad a la palabra revelada, de cuya riqueza vive, y unión con la Iglesia, donde esa palabra se conserva y predica, sino sensibilidad ante las cuestiones que va planteando el devenir de las ciencias. Y, en el resto de los científicos, conciencia de que los saberes que cultivan son saberes del hombre −él es en efecto su autor y su sujeto−, y que por tanto han de estar abiertos al saber que versa sobre el destino del hombre mismo. De la hondura de nuestra fe, de nuestro trabajo serio y continuado, de nuestra capacidad de colaboración depende, en suma, que la Universidad de nuestros días esté a la altura de la tarea que, hoy y ahora, le corresponde.
José Luis Illanes. Universidad de Navarra
Notas
[1] MARCEL, G., Les homes contre l’humain, Paris 1951, p. 109.
[2] RICOEUR, P., «Le conflit, signe de contradiction et d’unité», en Chronique sociale de France, Lyon, n. 5-6 (1972), p.78.
[3] DEMPF, A., Sociología de la crisis, Madrid 1956, pp. 25-26.
[4] JUAN PABLO II, «Discurso ante la Conferencia general de la UNESCO», Paris 2-VI-1980 n. 21 (en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, t. III-1, p. 1.652).
[5] Sobre este punto nos permitimos remitir a nuestro estudio: «Fe en Dios, amor al hombre. La antropología de Karol Wojtyla», en Scripta Theologica, 11 (1979), pp. 297-352.
[6] Discurso ante la Conferencia general de la UNESCO, n. 7 (Insegnamenti, t. III-1, p. 1.640). Como es fácil advertir, la Encíclica Laborem excersens recoge y glosa el mismo principio formulado en este discurso, aunque expresado en términos de trabajo: ver, entre otros, los números 6, 12 y 13.
[7] JUAN PABLO II, Encíclica Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 10. Sobre la metodología teológica implicada en estos racionamientos, puede verse nuestro trabajo «Vertiente antropológica de la Teología», en Scripta Theológica, 14 (1982), pp. 105-134.
[8] Discurso en la investidura de Doctores Honoris Causa, Pamplona X-1972.
[9] Hemos realizado ya esa comparación en nuestro trabajo «Concepto de Teología y método teológico en la “Sapientia Christiana”», en Teología del Sacerdocio, vol. 13, Burgos 1981, pp. 33-88. Sobre el punto que ahora nos ocupa, ver. pp. 33-38.
[10] KANT, I., El conflicto de las Facultades, Buenos Aires 1963 (ver, concretamente, la primera parte dedicada al conflicto entre Filosofía y Teología).
[11] NEWMAN, J. H., Naturaleza y fin de la educación universitaria (trad. de The Idea of a University), Madrid 1946, pp. 91 y 159.
[12] Fue así, por citar un ejemplo señero, como los manejó, en la polémica intelectual sobre la orientación escolar y universitaria estadounidense, Christopher DAWSON en la obra La crisis de la educación occidental, Madrid 1962 (ver especialmente la segunda parte, capítulo 10).
[13] JUAN PABLO II, «Alocución a los estudiantes, profesores y auxiliares de las Universidades Católicas de México», 31-I-1979 (en Insegnamenti, t. II, p. 308). Una buena selección del magisterio del actual pontífice sobre nuestro tema puede encontrarse en el libro Juan Pablo II a los universitarios, selección y estudio preliminar de A. Aranda, 4 ed., Pamplona 1981.
[14] CONCILIO VATICANO II, Declaración Gravissimun educationis, n. 10.
[15] En la edición crítica de Quaracchi, este opúsculo se encuentra en el t. V, pp. 319-325. Una versión castellana, junto al texto latino, en Obras de San Buenaventura, BAC, t. I, Madrid 1945, pp. 642-667.
[16] De reductione artium ad Theologiam, n. 26 (trad. cit. p. 667).
[17] Summa Theologiae, I, q. 1, a. 6. Nos basamos en este artículo −cuerpo y respuesta a las objeciones− para nuestra exposición. Entre los lugares paralelos, recordemos, ante todo, el capítulo inicial de la Summa contra gentiles.
[18] Ese trabajo cuajó en el ensayo «Le songe de Descartes», que junto con otros estudios, fue recogido en la obra del mismo título: Le songe de Descartes, Paris 1932 (trad. castellana: El sueño de Descartes, Buenos Aires 1956).
[19] Oeuvres completes, ed. Adam-Tannery, t. VI, pp. 61-62.
[20] J. H. NEWMAN, o.c., p. 159.
[21] Es Cristo que pasa, Madrid 1973, n. 48.
[22] Conversaciones, Madrid 1968, n. 114. Sobre estos aspectos de la espiritualidad de Mons. Escrivá de Balaguer, puede verse lo que hemos escrito en La santificación del trabajo, 6ª ed., Madrid 1980, pp. 84-89 y 108-113.
[23] Esta conferencia ha sido recogida en P. POUPARD, Église et cultures, Paris 1980, pp. 131 ss.
[24] Summa Theologiae, I, q. 1, a. 6, ad. 7.
[25] La propia Constitución es, por lo demás, muy consciente de ello, como lo manifiestan las exhortaciones que jalonan tanto su proemio como su articulado, recomendando a quienes cultivan las ciencias sagradas que «fomenten el intercambio con quienes cultivan otras disciplinas» (Proemio III), e invitando a las Facultades de estudios eclesiásticos a establecer relaciones con Facultades de estudios civiles de forma que, merced a esos contactos interdisciplinares, se facilite que la sabiduría cristiana ilumine toda la cultura (art. 64).
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