II. El espíritu del Opus Dei
El objetivo del hacer humano
De manera evidentemente sintética, éstas son algunas de las reflexiones —de las ideaciones— sobre la situación cultural de la Iglesia y del mundo en torno a 1928 [20], cuando Josemaría Escrivá de Balaguer «vio» lo que Dios quiso mostrarle, a la vez que reclamaba de él la precisa cooperación para que todo aquello se llevara a la práctica. Es posible que, en esta perspectiva, se perciba algo más la transcendencia que tuvo la aparición de lo que, no mucho después, comenzaría a ser conocido como Opus Dei.
En primer término, la «llamada universal a la santidad». La persona humana, individuo social, actuando en nombre propio y sin perder de vista el entorno en el que ha de hacerse presente, es convocada por Dios a que se comprometa con libertad para lograr la santidad, o la perfección, o la felicidad —conceptos todos ellos, de alguna manera, equivalentes. Una afirmación que, al menos, implica dos cosas. En primer término, que la convocatoria es divina, esto es, no derivada de una autonomía radical de la conciencia, uno de los elementos en crisis profunda en cuanto constitutivo de la cultura de la Modernidad. Las decisiones humanas no pueden tener su único origen en la conciencia autónoma, pues el hombre es criatura de Dios: creada por Él, a Él debe tender para conseguir lo máximo a que pueda aspirar —aquí y después. Y esto no como consecuencia de un vago y etéreo sentimentalismo religioso, sino como consecuencia de un conocimiento racional, radical y cierto [21]. En el mundo, en la vida, hay cosas que el hombre debe conocer, porque puede conocerlas.
Pero hay un segundo aspecto que igualmente se ha de procurar retener. Como acaba de indicarse, y frente al pesimismo profundo de parte considerable del pensamiento actual, al margen —muy al margen— de lo que pueda sentirse o dejarse de sentir —cuestión, habitualmente, de importancia escasa—, el hombre es capaz de aspirar no a cualquier cosa, sino a lo más alto. No significa esto, en modo alguno, desconocer la no pequeña capacidad que el hombre tiene de hacer francamente mal buena parte de las cosas excelentes que se propone. Dicho sea de paso, no hay que olvidar que el pasado siglo XX, que tantas asombrosas aportaciones ha deparado en el conocimiento científico y en sus aplicaciones técnicas, ha sido posiblemente uno de los siglos más crueles y sanguinarios —incluso, desde un punto de vista fríamente cuantitativo— entre los que la memoria humana alcanza a recordar. A ese hombre, precisamente a ese hombre es al que Dios convoca a que sea santo, en la misma medida en que se esfuerce por percibir que su destino no es meramente material o terreno. Si, como más arriba ya se ha dicho, Dios es y sabe más, el mismo Dios hace presente al hombre que él —criatura redimida y elevada a la condición de hijo de Dios— también es considerablemente más de lo que se empeña en asegurar a partir de los dictados de una pretendida conciencia radicalmente autónoma [22].
Una llamada a la santidad que —sin salir del plano de la cultura— no implica sólo la mera perfección individual; se trata de una llamada a la santidad que el hombre recibe, a la vez que se le recuerda la obligación —y, por supuesto, la posibilidad— de llevar a cabo una acción o actividad social. El fin del hombre, el objetivo del hacer o de la vida humanos no es el mismo hombre, sino Dios y los demás hombres por Dios. Ningún hombre puede prescindir de ser él mismo, un individuo irreductible e indestructible. Pero la condición de persona —innata igualmente en cada hombre— precisa de un desarrollo consciente, deliberado. Llevando las cosas a su límite, podría decirse que nadie puede dejar de conducirse como individuo. Pero que la realización de la personalidad puede —en principio— quedar impedida u olvidada; no llevarse a cabo en plenitud: ésta es la tragedia del egoísmo. La vocación o sentido social que permite que el individuo culmine en persona, alcance la dignidad personal, es la misión apostólica a la que se convoca a todo cristiano mediante el Bautismo, que le proporciona la correspondiente ayuda de la Gracia.
Nada de lo apuntado —y algo parecido sucederá con lo que sigue— es fácil de conseguir; ni de logro inmediato. Si la cultura religiosa, la vida-de-fe, fuera tan sólo saber teórico, abstracto, bastaría una cierta atención para tener de ella un conocimiento, al menos, de tipo general. Pero la cultura es praxis, es eminentemente práctica. Y sólo puede decirse que se conocen verdaderamente los principios, en la medida en que se intenta ponerlos denodadamente en práctica. Lo demás es literatura, ensoñación o fantaseo. Pero —resulta evidente— una práctica sólo cabe aspirar a realizarla medio bien después de... mucha práctica. La experiencia, por lo demás, confirma que, con alguna frecuencia, cuando se comienza a tener algún dominio sobre la práctica cultural, el hombre que lo ha medio conseguido suele morirse. Con lo cual hay que estar empezando siempre. Es, a la vez, una buena muestra de la habitual inanidad de las soluciones estructurales; de la ingenuidad de pretender que un problema humano pueda considerarse resuelto en la medida en que se haya podido dictar, por ejemplo, una reglamentación u otra ordenación teórica de tipo similar. La formación del hombre en lo que significa la vida-de-fe no termina nunca. Analógicamente podría igualmente decirse que nunca termina la formación de una sociedad, integrada precisamente por hombres; que es ilusorio pensar que, por haber resuelto —o pensar que se han resuelto— determinadas cuestiones, los problemas de fondo, reales, hayan dejado de existir. Las nuevas generaciones se encargarán rápidamente de hacer patente la ingenuidad que sustenta una actitud de este tipo.
El escenario de la acción humana: un mundo único
Dibujado, de manera evidentemente muy general, el objetivo del hacer humano —la santidad, la perfección, la felicidad—, llega el momento de determinar dónde ha de tener lugar, cuál es el sitio en que se deberá procurar ponerlo en práctica. La respuesta es tan sencilla, que casi da rubor formularla. La realización, por parte del hombre, del objetivo que su Padre Dios le ha asignado para que sea feliz no puede tener lugar más que en el escenario único de que el hombre dispone durante su vida terrena: el mundo, la sociedad civil. ¿Dónde, si no, va a vivir el hombre? Por supuesto, apenas escritas estas palabras vuelve a aparecer la realidad, o, más exactamente, la ocasión grande que ha supuesto la crisis cultural. Pues antes de que se desencadenara con toda su crudeza, la respuesta —no del todo exacta, aunque estuviera formulada desde la mejor buena voluntad— bien hubiera podido ser: el cristiano donde tienen que vivir es en el mundo cristiano, es decir, en el ghetto de alguna manera imprescindible que le permita mantenerse puro y limpio, incontaminado de las maldades que integran el mundo no-cristiano. Mucho habría que decir sobre esas pretendidas maldades. Más aún, quizá, de las igualmente pretendidas pureza y limpieza atribuidas al ghetto. Por fortuna, hoy es innecesario afrontar esa penosa dialéctica. Lo apuntado por el espíritu del Opus Dei es precisamente que el escenario de la acción humana no es sino el mundo único en el que nos encontramos.
Es ese mundo único el que hay que intentar llevar a Dios. Y no por afán de realizar ninguna empresa arriesgada o asombrosa, generadora de fama inmarcesible, sino como servicio deliberado y consciente a todos los hombres que en él viven. No resulta difícil recordar —de manera similar a como arriba ya se ha hecho— la actividad de los primeros cristianos, que hicieron lo que pudieron —y no hicieron poco— precisamente en el ámbito no del todo cómodo del Imperio romano. Pero, quizá, ni sea necesario en este caso evocarlos. Pues el mismo Evangelio está lleno de indicaciones expresas y claras: el cristiano ha de ser sal, luz, levadura [23]. Y mal podría cumplir estos entrañables encargos si se empeñara en mantenerse apartado de la masa —en el recto sentido evangélico, y no en el peyorativo sociológico— que precisamente se le pide que vivifique.
Que esto puede entrañar todo tipo de peligros, queda fuera de duda. Es evidente que surgirán multitud de conflictos, riesgos de desviaciones y confusiones, desfallecimientos, etc. Pero pensar que todo esto quedaría evitado permaneciendo en el ghetto es ingenuidad que sólo puede descansar en el desconocimiento de la naturaleza humana: en todas partes cuecen habas. Por lo demás, para eso está la gracia de Dios: para santificarse en el mundo y santificar el mismo mundo —contribuir a su perfección y recto progreso—, salido bueno de las manos de Dios, aunque luego quede manchado con frecuencia excesiva por las miserias humanas.
Sin embargo, es posible que la dificultad mayor sea otra: hacerse deliberadamente presentes en todas las actividades honestas —que son muchas— que en el mundo pueden darse, ¿no supondrá un peligro, al introducir un desorden profundo en el vivir de los hombres cristianos? Hay que reconocer que así es, aunque de inmediato se deba afirmar que será un bendito desorden. Porque lo que importa no es la estructura, el organigrama, la planificación, sino la acción personal que es la que se convierte en conducto o canal por donde la gracia de Dios llegará a las entrañas del mundo de los hombres. San Josemaría gustaba hablar —con el humor que nunca le faltó— de que el Opus Dei era una «organización desorganizada». Organización, es claro, pues debía asegurar la precisa y debida ayuda espiritual a cada uno de sus fieles, se encontrara donde se encontrase. Y desorganizada por lo mismo que el Opus Dei no buscaba la planificación de la actividad de los hombres y mujeres que, a partir de la llamada divina, habían decidido integrarse en él o formarse cristianamente según su espíritu. Si lo que Dios le hubiera hecho «ver» el 2 de octubre de 1928 hubiera sido —dicho de forma deliberadamente errónea— la necesidad o conveniencia de conquistar humanamente una determinada sociedad o el mundo entero, es claro que hubiera sido precisa una férrea organización de todos los efectivos para lograr los objetivos propuestos. Cosa distinta es que esto hubiera podido conseguirse, dada la fragilidad de la condición humana y las considerables posibilidades de confundir casi todo. Parece, sin embargo, que la finalidad de lo que Dios le hizo «ver» fue algo distinto. Y la «desorganización» no supuso ningún inconveniente; antes bien, fue garantía de que el mensaje había sido interpretado y aplicado de forma correcta.
El significado del trabajo del hombre
Visto lo que hay que hacer y dónde hay que hacerlo, se ha de dar un paso tercero: entender de qué modo podrá ser llevado a la práctica, cuál será el procedimiento del que se deberá echar mano para realizar lo previsto. Ésta es la misión o utilidad del trabajo ordinario que cada uno ha de llevar a cabo. Pero no un activismo, sin más; será preciso un trabajo, una acción o actividad, con sentido y significado bien precisos.
Como en otras ocasiones, también ahora puede ser conveniente fijar con claridad algunas cuestiones básicas sobre las que descanse lo que a continuación se va a exponer. En primer lugar, que en la vida del hombre todo es trabajo. Más aún: que la vida humana es, ella misma, trabajo. Tal fue la misión que Dios le confió al crear al hombre: Dios le hizo ut operaretur [24], para que trabajara. El hombre no ha recibido una vida, parte de la cual se ha de emplear en el trabajo; sino que la vida entera del hombre es trabajo [25]. Lo es la actividad profesional —la que sea—; pero también la vida familiar, el sueño o las distracciones correctas de las que el hombre eche mano para aliviar las tensiones de su existir. En todo ello, realizado en medio del mundo, el hombre ha de procurar la perfección; es haciendo todo esto como el hombre alcanzará la felicidad.
Quizá tenga igualmente interés subrayar un segundo aspecto. Y es la relación —estrecha relación— del trabajo que se pide al hombre y el orden de la propia vida humana y de la entera vida social. Mediante el trabajo, mediante la vida entera entendida como trabajo, cabe la posibilidad de recolocar en su sitio las muchas cosas que ha desordenado el pecado. Un orden que va algo más allá del que se impone a los libros de una biblioteca, o al que se logra en el interior de un frigorífico. Se trata de lo que cabría denominar orden esencial de la acción humana, que permite distinguir la diversa calidad de las cosas realizadas o por realizar, y hacerlas, en consecuencia, en el orden debido. Este aspecto —muy importante, aunque sin olvidar que puede, como tantas otras cosas buenas, degenerar en manía si se le convierte en fin— es virtud esencialmente racional, intelectual: sólo cabe una ordenación adecuada de las cosas que se hacen, sólo es posible un trabajo bien ordenado en la medida en que se entiendan bien, se valoren de forma adecuada las distintas cosas que hay que hacer. San Josemaría recogió esto en una fórmula escueta:
«¿Virtud sin orden? ¡Rara virtud!» [26].
No resulta difícil entender en este contexto que el trabajo no distrae —no puede distraer nunca si se lleva a cabo de manera ordenada— del trato con Dios, de la búsqueda de la perfección. Es igualmente de Escrivá de Balaguer un comentario —también breve— con el que indica la actitud de fondo que deberá tener el verdadero trabajador. Al margen de la vieja polémica entre Marta y María, entre vida de acción y vida de contemplación, solía decir que había que ser «contemplativos en medio del mundo», en la actividad constante que debe llenar las horas de cada día.
Si se permite un cierto juego de palabras —por lo demás, rigurosamente exacto—, podría decirse que «opus Dei» es tanto el trabajo que Dios hace siempre [27], como el trabajo que el hombre hace por Dios: por amor de Dios y gracias a la ayuda que de Él recibe. Si —como ya se ha visto— el hombre ha de mantener con Dios una relación individual, en primera persona, en la que nadie le puede sustituir, la relación social del hombre con los demás hombres —de acuerdo con lo que Dios le pide— es precisamente el trabajo: el hombre coopera así al desarrollo y culminación de la Creación divina, una tarea a la que es llamado por el mismo Dios [28]. Puede por eso decirse que el trabajo humano es la cooperación del hombre a la obra, al trabajo, hecho por Dios, pues —por más que pueda, una vez y otra, resultarnos sorprendente— Dios quiere contar con el hombre: ha puesto en sus manos la construcción de la sociedad humana, mediante el trabajo que el hombre lleva a cabo. Y, dentro de tal labor, es aspecto a destacar el esfuerzo que el hombre debe y puede realizar —con la ayuda, por supuesto, de Dios— para impulsar a los demás hombres a que participen en esa misma tarea. Pues si el hombre ha recibido de Dios la encomienda de llevar a su término todo lo creado, lo más importante que ha salido de las manos de Dios son precisamente los hombres
La santidad se consigue en la medida en que el hombre procura la unión con Dios en todo lo que realiza ordenada y libremente. Un esfuerzo que se convierte en garantía de que tal unión será para siempre en el cielo. No ha de extrañar que así suceda, porque el trabajo, desvinculado de Dios, por intenso, enérgico, etc., que pudiera ser, ningún valor tendría. Tiene valor cuando se une a la acción constante de Dios en los tiempos; de forma muy particular a lo realizado por el Verbo Encarnado, por Jesucristo.
Jesucristo, durante los años de su vida oculta cooperó, en cuanto Hombre verdadero, con la Creación llevada a cabo por la Trinidad —por tanto, también por Él mismo, en cuanto Dios verdadero. Pero Jesucristo, junto a esto —o, para ser más exactos, tomando precisamente como precedente su trabajo en cuanto Hombre— realizó la obra por excelencia, la Redención, liberadora del hombre; es decir, el acto mediante el cual la vida del hombre volvió a tener pleno sentido, al ser rescatado del cautiverio del demonio, consecuencia de la caída primera: una actividad evidentemente social, en cuanto pensada y realizada en bien de todos. Sale una vez más al encuentro la enseñanza de san Josemaría, que habla de que la Santa Misa, el Sacrificio del Calvario, ha de ser para el hombre «centro y raíz de su vida interior». En otros lugares hablará de que el día del hombre, el ámbito de su trabajo, ha de resultar conformado por la Santa Misa; una manera exacta de expresar la vinculación del trabajo del hombre con el trabajo de Dios.
Un texto expresivo sobre este hecho bien puede ser el siguiente:
«Después de tantos años, aquel sacerdote [Josemaría Escrivá de Balaguer vela con delicadeza su protagonismo] hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina.
A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz» [29].
La bondad del trabajo
Como ya se ha indicado, el trabajo no consiste únicamente en que el hombre tenga que trabajar. En este sentido, es claro que tanto mejor será el trabajo humano cuanto, mediante él, más se tome posesión de lo creado —gracias al conocimiento científico— o mejor se realice, más útil se logre que sea —merced a la técnica— [30]. Pero esto es sólo parte —y no la parte más importante— del trabajo. Todo esto, por ejemplo, puede hacerse sin tener en cuenta para nada la libre decisión del hombre de cooperar, mediante el trabajo, con lo que Dios le pide. Puede llevarse a cabo, sin ir más lejos, porque no se tiene más remedio, para vivir, sacar adelante la familia, por simple vanidad, etc.
De aquí que pueda haber gente que no trabaje o que —por el contrario— convierta el trabajo en un fin en sí mismo. Y es que el sentido del trabajo no está en el mero trabajo realizado, sino en el hombre que lo realiza: en que sepa que el trabajo vale y le vale; tiene un valor, a través de la unión del hombre con Dios, y sirve —en primerísimo lugar— al mismo hombre que lo lleva a cabo. La dificultad de entender el sentido del trabajo —mucho más allá de la errada visión ramplona que lo interpreta como castigo— deriva de no percibir que todo lo creado por Dios es bueno; y que, además, todo ha sido recreado por la Redención realizada por Cristo en la Cruz. Si no hay un esfuerzo deliberado por entender las cosas rectamente, será muy difícil captar el verdadero sentido o significado del trabajo. Y, en consecuencia, quedará íntimamente dañada la percepción del valor que el entero mundo tiene.
Si no se sabe —y se vive— que el mundo ha sido redimido —todas las cosas del mundo y, entre ellas, la cosa mayor, el hombre mismo—, ese mundo se verá como malo y, en consecuencia, se intentará mantenerse lo más alejado posible de él. Puede también entenderse —por el mismo hecho del desconocimiento de la Redención— que el mundo es sencillamente así, sin posibilidad de mejora: tanto dará entonces hacer una cosa como otra. Es la bondad inherente del trabajo lo que ayuda a captar que el hombre no es hecho por el trabajo, aunque el hombre se haga al trabajar. Dos formulaciones parecidas, pero que expresan realidades por completo diversas.
Esta enseñanza se desprende del trabajo que llevó a cabo Jesucristo, a partir del hecho evidente de que quiso trabajar; de que, en cuanto Hombre verdadero, llevó a cabo, durante años, un actividad profesional, en el ámbito de una familia: el trabajo sirve; trabajar está bien. Jesucristo no dejó dicho que se debiera trabajar en una cosa determinada: fue un artesano de aldea, algo evidentemente muy general. Tampoco se ocupó de enseñar los principios científicos en que hizo descansar su trabajo; o la técnica que aplicó a él. Una muestra más de la acabada libertad que Dios ha puesto en el hombre y que Dios respeta, que Dios se toma plenamente en serio. A la vez, una invitación clara a seguirle también por este camino.
Sólo desde esta perspectiva puede llegar a entenderse la convocatoria a santificarse en medio del mundo, a través del trabajo, de la vida ordinaria: un trabajo que hay que santificar, hacer bien; un trabajo mediante el cual se ayuda eficazmente a los demás; un trabajo —una vida entera, en definitiva—, que así realizado se convierte en camino de santidad. Con entera independencia de los éxitos o fracasos que mediante el trabajo —es decir, a lo largo de la compleja vida humana— puedan cosecharse, el esfuerzo por hacer bien ese trabajo, por vivir con plena conciencia la vocación cristiana, permite que todo lo que el hombre realiza pueda convertirse en instrumento, canal, conducto de la constante actualización de la obra creadora y redentora de Dios, mediante la gracia.
Como consecuencias evidentes se imponen —entre otras posibles— al menos, dos. El trabajo humano ha de ser libre, el hombre ha de tener posibilidad de trabajar, porque necesita hacerlo. Se entiende en este sentido, por ejemplo, la llamada constante de Juan Pablo II a luchar contra el paro: si el hombre no tiene posibilidad de trabajar —no es libre de hacerlo—, lo de menos es que se pueda resentir el producto interior bruto o la elevación del nivel de vida. Es que se estará impidiendo al hombre cooperar con Dios. Pero la afirmación de que el trabajo ha de ser libre, tiene también otro posible sentido: el de que ha de ser realizado con libertad; o, más precisamente, de manera plural. Tanto en las distintas materias o contenidos del trabajo, como por los diversos enfoques o maneras de trabajar. Una forma de entender las cosas que, posiblemente, se encuentra en relación estrecha con la inabarcabilidad por parte del hombre de la entera creación divina: si es preciso que el hombre trabaje, preciso es igualmente que, en el trabajo, se respete su libertad, la libertad que el mismo Dios le ha entregado.
El progreso personal y el progreso social
Pero hay un aspecto más que depende también muy estrechamente del trabajo: puesto que el trabajo supone compromiso, el hombre progresa cuando lo procura hacer bien. Entre la multitud de opciones que ante el hombre se presentan, la elección adecuada trae consigo —de forma inevitable, cabría decir— el incremento o desarrollo, el despliegue de la personalidad del hombre que la pone en práctica. A sensu contrario podría decirse igualmente que tal progreso no se produce, si lo único que se intenta es un pretendido enriquecimiento individual —en el sentido que sea, no tan sólo económico. No parece que resulte difícil entender esto, pues —incluso si el hombre se equivoca en su elección— será también progreso la decisión posterior de enmendar su conducta y volver a empezar. Hay que añadir que —como ya es sabido— el progreso de la sociedad, tomada en su conjunto, se encuentra en dependencia íntima con el progreso personal de los hombres que la integran.
En este sentido no resulta extraña la prevención que, en los momentos actuales, muchos sienten ante la posibilidad del progreso: donde unos aseguran que sencillamente no parece que pueda volver a ser posible —si es que alguna vez se dio, si se puede hablar realmente de que se ha progresado...—, otros temen precisamente que se produzca, por las disfunciones a las que —así piensan— inevitablemente daría lugar. A unos tiempos —los siglos precedentes— en los que todos los problemas parecían desvanecerse ante la afirmación de que, a pesar de los pesares, el progreso habría de proseguir imparable, han sucedido actitudes de enorme recelo ante lo que el progreso pueda deparar. No es extraño que así haya sucedido. Es una muestra más de que el progreso no puede hacerse descansar en la mera consecución de objetivos materiales, pues el único que realmente puede progresar es el hombre: sólo a la mejora de la calidad humana puede llamarse de verdad progreso. Lo demás, son meras consecuencias de interés relativo. Si es el concepto de hombre —en sus versiones racionalista o tradicionalista— el que ha entrado en crisis, al ser este concepto factor decisivo de la cultura de la Modernidad, esa misma crisis se ha abatido de forma inevitable sobre la ensoñación del progreso imparable.
Como las ideas tardan bastante en llegar a integrarse en la opinión común, no sorprende que, a la vez que este negro pesimismo respecto al progreso, sigan flotando en el ambiente formas viejas de entenderlo. El progreso es concepto equívoco que hay que intentar precisar de forma adecuada, si no se quiere que acabe por destrozar al hombre que tan ingenuamente lo considera todopoderoso. Un primer significado elemental es el simple progreso cronológico: el siglo XIX está más adelante que el XII; hoy estamos más allá de ese mismo siglo XIX, por el hecho sencillo de que acabamos de iniciar el siglo XXI. Una forma segunda de entender el progreso es en su exclusiva dimensión científica o técnica: hemos avanzado porque tenemos conocimientos más amplios y mejor fundados sobre lo que es la materia; o se ha logrado manejarla, utilizarla con resultados de mayor calidad. Dos modos correctos de entender el progreso, que no presentan dificultad alguna. Pero que, sin embargo, pueden generar algún problema no pequeño cuando se mezclan, y de su fusión —y de un cambio de plano— se pretende sacar consecuencias no del todo exactas. Como el progreso científico y técnico —el conocimiento y utilización de la materia— han ido creciendo al compás del avance del tiempo, el hombre —que se asegura que no es más que materia [31]— podrá plantearse un crecimiento igualmente sin límites, gracias al simple paso del tiempo. Y, de forma similar a lo ocurrido con la materia, este progreso supondrá también nuevas normas, sin relación con las hasta el momento vigentes, de la misma manera que hoy a nadie se le ocurre utilizar un carromato, pudiendo viajar en avión. Este modo ingenuo de entender el progreso es precisamente el que ha entrado en crisis estrepitosa: las cosas no han salido como se pensaba. Y si se ha llegado, gracias a los avances de la física, a conocer con detalle considerablemente mayor que antes la energía nuclear, también se han producido y utilizado la bomba atómica o la de hidrógeno. El conocimiento acabado, o relativamente acabado, de la materia no supone garantía alguna de un progreso auténtico. Se comprende, aunque en modo alguno se compartan sus criterios, a los que defienden la vuelta a la sociedad pre-industrial.
Para entender, sin embargo, todo lo que supone esta quiebra de la fe en el progreso hay que saber cómo entró en juego este concepto. Porque, aunque pueda hablarse razonablemente de que el hombre, desde sus orígenes, algo ha logrado avanzar, no siempre en la Historia tuvo el ideal del progreso la fuerza con que ha sido vivido en los siglos últimos. Esta idea o concepto del progreso, lo mismo que la realidad del Estado, es creación de la cultura de la Modernidad. Y puede decirse —por paradoja— que tiene un origen cristiano, aunque posiblemente se trate de una perversión, de una forma errada de entender una de las grandes aportaciones culturales del Cristianismo.
Durante siglos, en los tiempos anteriores a Jesucristo, la cuestión de un posible progreso del hombre no se planteó sino de forma extremadamente colateral y débil: el hombre era como era y así parecía que habría de seguir siendo siempre. Fue una de las consecuencias culturales mayores de la Redención —el hombre era libre y podía vivir y conducirse como ser libre— lo que induciría a que el panorama cambiase de forma notable. Si el hombre, mediante la Redención, había recuperado su libertad, era pensable que, gracias a ella, alcanzara a conocer la verdad y a ponerla en práctica. Tal fue —algo de esto ha quedado dicho más arriba— una de las grandes empresas de los tiempos medievales. Una gran empresa que acabaría por entenderse fallida, a pesar de los esfuerzos de Emperadores y Papas a lo largo de la Edad Media. Aunque es posible que, precisamente, bien pudiera deberse su fracaso a los esfuerzos de Emperadores y Papas por sofocar la vida libre del hombre y, en consecuencia, la vida libre de la sociedad.
La idea de imponer velis nolis el progreso —ya que los hombres libremente no parecían dispuestos a hacerlo— constituyó uno de los impulsos más decididos del Estado moderno [32]. La autoridad social legítima desembocó en actividad social ilegítima cuando el Estado se propuso conseguir lo hasta el momento —y en apariencia— no logrado. Para ello no vaciló en interferir con energía en la libre vida de la sociedad, asumiendo el papel de Providencia. Y las distintas formulaciones que recibió el progreso fueron modos distintos de entender, de manera secularizada, la acción de esa misma Providencia. Posiblemente no se alcanzó a percibir la perversión que —quizá con una buena voluntad que no hay por qué descartar— se introdujo en la vida personal y social. Porque la acción de la Providencia nunca prescinde de la colaboración humana, mientras que el Estado es siempre constitutivamente autoritario: la autoridad clásica, potenciada muy considerablemente por cuantos recursos sean necesarios para imponer sin matices precisamente dicha autoridad; para eliminar todo peligro de resistencia social [33]. La cuestión es, sin duda, larga y merecería un análisis más detallado, para el que, sin embargo, falta tiempo ahora y es más que dudoso que éste sea el lugar conveniente. Baste en este sentido recordar que sólo puede darse un compromiso personal auténtico en la medida en que se rechaza la conciencia enteramente autónoma y el hombre se vuelca decidido en la acción social. Es el compromiso el que permite el progreso personal y se convierte así en motor del progreso de la sociedad entera.
III. La actuación de la fe cristiana
El Opus Dei, una «gran catequesis»
San Josemaría se ha referido a la empresa a la que se sintió urgido por Dios, a partir del 2 de octubre de 1928, como una «gran catequesis»: una definición somera, exacta, repetida con frecuencia. Si habla de ella como de algo «grande», es posible que no se deba interpretar tal adjetivo en su equivalencia de grandiosa, asombrosa o algo similar, y sí como constante, prolongada, mantenida en el tiempo y en el espacio, incansable. De acuerdo con el significado de catequesis, se propuso —de acuerdo con lo que le había sido pedido— la exposición rigurosa de la plenitud de los contenidos de la fe en Dios, y la enseñanza de su vivencia gozosa, desde la libertad radical de las conciencias cristianas [34]. Algo —esto último— que sólo puede confundirse con la libertad de conciencia, a resultas del simple sonido mal identificado de las palabras, pues se trata, como de hecho se trata, de cuestión por entero distinta.
Con esta catequesis se trataría de ofrecer a todos la «razón de su esperanza» [35] —de san Josemaría y de las mujeres y los hombres que, tras él, se fueron integrando en el Opus Dei o participaron de sus apostolados—, y habría de descansar en la ayuda esencial de la gracia divina, la ejemplaridad personal y la doctrina, junto con las consecuencias culturales indispensables, esto es, la determinación de los elementos constitutivos de una vida-de-fe. A partir de aquel 2 de octubre, la tarea que se presentó ante Josemaría Escrivá de Balaguer fue poner en práctica, con la mayor precisión, lo que le había hecho «ver» Dios.
San Josemaría era hombre de su tiempo y en su tiempo: difícilmente hubiera podido ser de otra manera. Las dificultades primeras se habrían de derivar, lógicamente, de las dos siguientes cuestiones: por un lado, las circunstancias precisas del momento histórico que vivía la Iglesia y agitaba al mundo, en España y fuera de España, aunque —es comprensible— la situación española, en todos los posibles órdenes, pesara de manera considerable en los momentos iniciales. Junto a ello, la novedad radical y, por paradoja, la extremada sencillez del encargo divino —una novedad no buscada deliberadamente por Escrivá de Balaguer, en virtud de su inteligencia o sensibilidad, sino querida directamente por Dios—, que —no puede extrañar— complicaron de forma considerable el desarrollo o puesta en práctica de lo que se le había dado a «ver» el 2 de octubre. Hay un tercer factor que, posiblemente, deba ser también tenido en cuenta: la absoluta falta de interés de san Josemaría por convertirse en Fundador de nada. Se explican, en este sentido, que al tiempo en que comenzaba a dar los primeros pasos para la realización de su tarea, buscara en los más diversos lugares la existencia de alguna institución que, quizá, pudiera servir a la puesta en práctica de lo que Dios le acababa de encomendar. Convencido de que nada existía que permitiera de forma íntegra la realización del encargo recibido, tuvo —por así decir— que resignarse a abrir un camino nuevo; a determinar las formas culturales, prácticas —una vida-de-fe—, que ayudaran a que todos los hombres tuvieran la percepción clara de la «llamada universal a la santidad». La concreción de esta llamada en los distintos hombres de todos los tiempos y circunstancias, por su mismo origen divino, sería lógicamente plural. El Opus Dei —en los primeros momentos ni siquiera se planteó que la empresa que Dios le había encomendado tuviera nombre específico— sería sencillamente un instrumento que hiciera presente a todos la divina convocatoria; una de las maneras religiosas —culturales, por tanto— en las que el hombre puede vivir su fe y, desde ella y a causa de ella, contribuir de manera decidida y consciente a la labor de la «gran catequesis».
Casi de inmediato comenzó a hacerse presente en la actividad de Josemaría Escrivá de Balaguer un doble fenómeno contradictorio: no tenía al alcance de su mano otras formulaciones que las tradicionalistas —las soluciones predominantes por aquellos años en la Iglesia, y desde mucho tiempo antes; pero esas formulaciones chocaban en su esencia con lo que el Opus Dei tenía que ser: una empresa de este tipo, dirigida a todos los hombres de todos los tiempos, no cabía en los márgenes estrechos —incluso, comprensiblemente estrechos— de las posturas culturales vigentes, por aquellas fechas, en la Iglesia de España —por supuesto— o de cualquier otra parte del mundo. A la vez, la misma entraña de lo «visto» el 2 de octubre parecía empujarle a hacer todo con la mayor normalidad, evitando en lo posible una conformación externa peculiar.
Es posible que, más que entrar en una descripción detallada de lo que fueron los primeros pasos del Opus Dei —y aunque más adelante pueda resultar obligada una leve alusión a ello—, sea más ilustrativo, para comprender las dificultades no pequeñas de aquellos años y el modo que san Josemaría tuvo de resolverlas, atender a dos premisas esenciales a las que siempre ajustó, de manera invariable, su actividad. Ambas son de fácil exposición, por más que, con seguridad, a nadie pasará inadvertido que su puesta en práctica no debió resultar en ningún momento sencilla. La primera puede formularse así: el Opus Dei era para la Iglesia. De otra forma: el fin del Opus Dei no era el Opus Dei en sí mismo, sino la Iglesia universal. Y una tercera versión de la misma postura básica: no se quería ningún tipo de privilegios. No se deseaba que el Opus Dei fuera visto como algo especial, pues era sencillamente impulso general para el común de los fieles hasta el fin de los tiempos; no —como ya ha quedado dicho más arriba— para renovar o innovar en la Iglesia, sino para brindar a todos los hijos de la Iglesia —tendencialmente, a todos los hombres— la plenitud evangélica. La radicalidad de esta primera vivencia pudo percibirse en las dos ocasiones en que, por unos instantes, Dios permitió que se obscureciera su visión. En ambos casos, la reacción de Escrivá de Balaguer fue la misma: si el Opus Dei no era para servir a la Iglesia, que Dios lo destruyera [36].
Similar sencillez tiene la formulación de la segunda premisa. San Josemaría se mantuvo siempre con enorme firmeza en que la misión o razón de ser del Opus Dei era la que era: no lo que hubiera podido ocurrírsele a él, atento —por ejemplo— a las necesidades de la Iglesia o del mundo, sino lo que Dios le había querido hacer «ver». La renovación en la raíz a la que el Opus Dei venía a servir fue compatible con la dificultad real de diseñar, de una vez, por todas y para siempre, los pasos distintos que hicieran posible el impulso de tal renovación.
La difícil elaboración de las normas culturales y una metáfora
En un libro reciente y ya citado, Andrés Vázquez de Prada ha descrito con bastante detalle —a partir de la documentación personal inédita de san Josemaría— cómo fueron aquellos primeros años de la historia del Opus Dei [37], el juego de luces y sombras al que Dios quiso someter al instrumento por Él elegido. Pues no todo fueron iluminaciones. Junto al trabajo perseverante, concreto, de Escrivá de Balaguer por sacar adelante lo que Dios le había hecho «ver», no dejó en ningún momento de poner cuantos medios humanos —y sobrenaturales, por supuesto, la oración y el sacrificio— alcanzó a discurrir para encauzar de manera adecuada lo que se había convertido en su razón de ser y objetivo único de su vida. Es conocida la identificación profunda que alcanzó a lo largo de su existencia terrena con la empresa sobrenatural —el Opus Dei— que se le había encomendado, hasta el punto de poder repetir verazmente que «no tengo otro fin que el corporativo». Años más tarde, su estrecho colaborador durante años y sucesor al frente del Opus Dei, el beato Álvaro del Portillo, describiría de esta manera el empeño de san Josemaría:
«Nos equivocaríamos si pensásemos que, en la vida de nuestro Fundador, todo fueron luces extraordinarias, y olvidáramos el papel importantísimo que desempeñó —junto con la oración— el esfuerzo por adquirir y mejorar constantemente su formación doctrinal, su piedad ilustrada» [38].
Sin necesidad de entrar en la descripción pormenorizada de aquellos esfuerzos —ya la han llevado a cabo otros con mayor autoridad y conocimientos—, es posible que resulte conveniente subrayar algunos rasgos, tales como los siguientes: en primer lugar, la extremada fidelidad de san Josemaría a lo «visto» el 2 de octubre de 1928. Un segundo rasgo bien puede ser que su labor de Fundador se prolongó hasta el último momento de su vida en la tierra; hasta que Dios, Padre misericordioso, le llamó a su presencia el 26 de junio de 1975. Tercer rasgo: Josemaría Escrivá de Balaguer tuvo —en el legítimo uso de su libertad y consecuente con el espíritu mismo, plural, de la Obra— preferencias culturales determinadas, no relacionadas directamente con el espíritu del Opus Dei y que, por lo mismo, cuidó siempre de mantener al margen, de forma absoluta, de su labor de dirección y gobierno. Todo este juego delicado, cuyo escenario fue su vida entera, es posible que fuera lo que le llevara a referirse a sí mismo, en diversos momentos, con humildad y buen humor, como «Fundador sin fundamento». O a hablar de que, a lo largo de su vida entera, había siempre ido «a contrapelo». O a afirmar, en otras ocasiones y también en relación a su labor en el Opus Dei, que Dios «escribe con la pata de la mesa».
Como resumen de lo últimamente dicho, quizá podamos acogernos a una metáfora. La labor que san Josemaría vio que Dios reclamaba de él —con todas las concreciones precisas que el mismo Dios estimara conveniente hacerle a lo largo de su vida—, puede compararse a lo que se exige a un esquiador que participe en una prueba de slalom gigante. Ha de recorrer una larga pista, a gran velocidad, para llegar a la meta. Es obvio que, en el caso que nos ocupa, la meta era el cumplimiento pleno de lo que Dios le había pedido y le seguía reclamando: la insistencia en pregonar sin descanso la «llamada universal a la santidad». La velocidad resultaba obligada dada la brevedad de la vida humana y la urgencia con que Dios le reclamaba que pusiera en práctica la misión a la que le había convocado, al servicio de la Iglesia y del mundo. Pero, al tratarse de un slalom, no podía cubrir la pista en línea recta, sino que era inevitable pasar por distintas puertas, marcadas por las banderas. Había que hacer lo que Dios quería: no lo que se le pudiera ocurrir —con toda su inteligencia, con toda su innegable buena voluntad y sensibilidad, etc.— a san Josemaría Escrivá de Balaguer. Y la vida de san Josemaría fue un fidelísimo seguir el camino que Dios —mediante las banderas— le fue marcando. La metáfora quedaría incompleta si no se añadiera que la nieve, que suele facilitar el descenso, fue en su caso roca dura; y que —por paradójico que parezca— se le pidió, además, que bajase a toda velocidad cuesta arriba.
Lo inmediatamente expuesto sugiere, posiblemente, centrarse en la fidelidad plena vivida en todo momento por san Josemaría, en relación con lo «visto» el 2 de octubre de 1928. Con palabras breves —pronunciadas años más tarde, en circunstancias tan sólo diferentes en apariencia—, sintetizó esas dos dimensiones esenciales de su trabajo. Al preguntársele cuál era, a su entender, el sentido de la palabra aggiornamento, tan utilizada por los años del Vaticano II, respondió así:
«Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad» [39].
Si san Josemaría Escrivá aludió entonces a la situación de la Iglesia por los años sesenta, es cierto que su respuesta se ajustó —no podía ser menos— a lo que venía siendo su vida desde 1928. Quizá no esté de más un breve comentario a este respecto. Los tiempos históricos, en abstracto, no son ni nuevos ni viejos: son, en sí mismos, tiempos pasados. El tiempo radicalmente nuevo es mi tiempo, mi vida, en la que he de poner en práctica lo que, quizá, ya otros muchos han realizado, pero que es ahora cuando a mí se me reclama. En relación a Dios, vivir el tiempo presente, realizar adecuadamente mi vida supone la decisión firme de ser fiel a un Dios que —al ser eterno, es decir, al no haber en Él ni antes ni después— lo que pide, lo pide siempre de manera actual, absoluta. Estar al día, hacer lo que se debe hacer, es mostrarse dispuesto a vivir de manera radical la fidelidad a los designios divinos [40].
La libertad de las conciencias y las «iniciativas»
Llegados a este punto, quizá sea oportuno volver a lo expuesto en las líneas iniciales de estas páginas. Si esto —los hechos, la realidad— fue lo que pasó en los momentos primeros en que san Josemaría comenzó a intentar poner en práctica lo que Dios le había hecho «ver» el 2 de octubre, ¿cómo se puede interpretar esta actividad? ¿Es posible formular alguna idea que permita valorar, en su conjunto, un tan decidido esfuerzo? No parece difícil —aunque sea de por sí cuestión compleja— dar una respuesta. La decisión de radical fidelidad de Escrivá de Balaguer, lo mismo que los tanteos inevitables de todo orden para encontrar la forma adecuada de llevar a la práctica lo que se le reclamaba —ambas cosas, tanto la una como la otra—, puede ser englobado bajo el concepto de que lo que hizo fue vivir la «libertad de las conciencias». La respuesta es lo suficientemente sencilla como para requerir una exposición relativamente pormenorizada de todo lo que entraña, para —en la medida de lo posible— facilitar su recta intelección y descartar las siempre amenazantes confusiones.
La libertad de las conciencias es cuestión evidentemente antigua, de raíz evangélica. Más aún: sin ningún tipo de duda es lo que, a lo largo de los siglos, procuraron vivir las mujeres y hombres que, con decisión, se propusieron en sus vidas ser fieles a lo que Dios les pedía. Desde este punto de vista general y conceptual, la libertad de las conciencias no supone, en modo alguno, novedad. Dentro del mundo contemporáneo ha sido, sin embargo, donde por vez primera se ha intentado su exposición, detallando de manera precisa sus distintos componentes. Posiblemente, el primero en emplear este concepto fue Pío XI, en las dos encíclicas —Non abbiamo bisogno y Dobbiamo intrattenerla—, ambas de 1931, con las que se enfrentó a las pretensiones abusivas del régimen fascista italiano, en relación con la formación de la juventud. De forma sucinta, es posible afirmar que el Papa se decidió por este concepto en función —al menos— de tres factores: su rechazo radical de la libertad de conciencia; la percepción de la insuficiencia de los planteamientos tradicionalistas al uso; y la obligada redefinición del concepto de libertad de las conciencias, en función de los problemas culturales de la época —en su caso, del totalitarismo fascista. Por todo ello, si el concepto es, en sí mismo, antiguo —pues se halla presente en los orígenes mismos del Cristianismo—, hay que procurar analizar lo que supone la libertad de las conciencias hoy, en plena crisis de la cultura de la Modernidad, ante la quiebra manifiesta de la libertad de conciencia o la quiebra similar de la oposición tradicionalista a que el hombre actúe con libertad personal responsable, comprometida en el ámbito social.
La conciencia es inevitable o gozosamente libre —como se prefiera, aunque no fuera malo optar por lo segundo—, porque es la conciencia de un ser —el hombre— cuya naturaleza posiblemente pueda decirse que no es otra cosa que libertad. Si nos fijamos —es preciso hacerlo— en lo que es la libertad, hay que decir —negativamente— que no es predeterminación forzada, como en el caso del instinto; sino que —en sentido positivo— es la posibilidad de autodeterminación: en su virtud, puedo llamar mío lo que hago con su ayuda, gracias a ella. Pero se ha de añadir de inmediato que la libertad no tiene calidad moral; es decir, la libertad es una potencialidad neutra de la que dispone el hombre, junto con el ángel: es decir, las criaturas en las que se hace presente lo espiritual. Si con la libertad se puede hacer lo peor o lo mejor —robar o dar limosna—, claro es que la actualización de dicha potencia no determina, por sí misma, en sentido bueno o malo. En consecuencia, la afirmación de que la conciencia del hombre es libre obliga a plantearse —aunque sea con brevedad— dos cuestiones previas: ¿qué es la conciencia? Y ¿qué es el ser —el hombre— cuya conciencia se dice que es libre?
La conciencia es una función de la razón humana. En este sentido —y sin llegar, por el momento, a todo lo que entraña—, es posible que el concepto de «libertad de las conciencias» pudiera ser sustituido por el de «correcta utilización de la razón humana». Yo uso adecuadamente la razón cuando me esfuerzo, entre otras cosas, por conocer lo que soy en verdad. Y el hombre es criatura, ser creado, y —por eso mismo— dotado de una determinada estructura —lo que le hace ser hombre— con la que se encuentra en el momento de comenzar a ser. Soy de una manera determinada: comienzo a ser cuando tal estructura entra en acción; se pone, por así decir, en funcionamiento. El hombre es hombre —y no perro, árbol o mineral— porque dispone de una constitución determinada, ha sido hecho de una precisa manera.
La razón humana —el hombre es animal racional, y no animal irracional o sentimental, o cualquier otra especificación arbitraria— permite conocer la constitución esencial o determinada del hombre. Una constitución que puedo aceptar. Una constitución ante la que puedo rebelarme e incluso rechazarla —por lo mismo que mi naturaleza es libre o, más aún, es libertad—. Pero —al margen de la decisión que el hombre tome, en función de mil condicionantes que no son del caso— el hombre es como es, pues dispone de —o ha sido creado con— una naturaleza esencialmente invariable. Esto permite entender el fracaso reiterado a lo largo de la Historia de la pretensión de articular un hombre distinto al original. Las cuestiones a las que el hombre ha de hacer frente son siempre las mismas. Y también —en líneas generales— son las mismas las potencialidades de que puede echar mano para solventarlas.
La libertad me permite volcarme en la multiplicidad de opciones que ante mí se presentan, para elegir entre ellas la potencialidad cuya actualización juzgo adecuada, en la medida —por supuesto— que me facilite responder en nombre propio al requerimiento mayor que se me formula, que es volver libremente a una unión para siempre con Dios. No hay a este respecto una respuesta única; las respuestas culturales —de comportamiento, de conducta— son plurales. Acertaré en la medida en que sean acordes con lo que soy. Serán mis respuestas culturales mejores, de más calidad, si con ellas logro contestar con mayor precisión a lo que Dios me propone. Es precisamente en este ámbito —en el de la libertad de ejercicio o especificación de las soluciones culturales que me permitirán acertar— donde actúa la libertad de las conciencias cristianas.
La cuestión tiene —parece innecesario subrayarlo— una complejidad objetiva. Dios —que se toma completamente en serio lo creado por Él— parece empeñado en que, dado que el hombre es animal racional, utilice su razón. El hombre, por su parte, parece con alguna frecuencia empeñado igualmente en evitar la fatigosa y comprometida tarea de pensar. De ahí, algunas de las actitudes habituales —felizmente condenadas todas ellas por la Iglesia, en cuanto erróneas y, por tanto, contrarias a la dignidad del hombre—, como son el fideísmo y el tradicionalismo. Una y otra son respuestas culturales. Ambas, compatibles —de manera general— con la aceptación de que el hombre posee una constitución determinada, en función de la creación divina. La primera insiste en la inutilidad de la razón humana: la razón no sirve, es insuficiente; lo mejor es reducirse a creer [41]. El tradicionalismo elude el ejercicio de la razón humana y busca acogerse a lo que se ha hecho siempre. Al marginar la razón se muestra incapaz —entre otras muchas cosas— de precisar desde cuándo las cosas exigen esa abandonada adhesión y por qué la exigen [42]. Hay que añadir que si habitualmente se alude al fideísmo o al tradicionalismo de raíz religiosa, pueden — por analogía— darse fideístas o tradicionalistas plenamente secularizados. Y es que ambas posturas son, por a-racionales, profundamente sentimentales. Y el sentimiento, cuando no se encuentra bajo el dominio de la razón, es extremadamente lábil.
La libertad de conciencia tiene un origen distinto. Se levanta, en definitiva, sobre la no plena comprensión del acto creador, o de su rechazo deliberado; en cualquier caso, sobre la negación de la acción providente divina. Para este modo de comportarse, un acto es válido si es libre. No hay más. Al rechazar la capacidad humana de conocer, y habida cuenta de que la libertad es capacidad a-moral, neutra, se pasa a actuar —libremente, por supuesto: el hombre no puede prescindir de la libertad— desde el sentimiento, la emotividad o el instinto. Sin olvidar que cabe un esfuerzo de racionalización del sentimiento, esto es, de aplicar a lo que son entitativamente decisiones sentimentales la capacidad ordenadora de la razón humana. A pesar de los pesares, los actos así producidos siguen siendo radicalmente sentimentales [43]. Todo lo cual podrá seguir siendo compatible con el mejor buen deseo de acertar; con el logro, incluso, de resultados parciales válidos; etc. A la vez, el hombre se torna —para sí mismo— en misterio; en algo por entero incomprensible.
Esta situación ha llevado —y, posiblemente, seguirá llevando— a intercambios notablemente penosos. Por ejemplo: cuando la insoportable tosquedad del fideísmo o del tradicionalismo impulsa a alguien a abandonarlos, no es obligado caer en la libertad de conciencia, como si ésta fuera la única solución posible. O bien, cuando hay hombres que, ante la imposibilidad de llegar a conocer nada con certeza, se convierten a la fe desde la libertad de conciencia, no parece necesario que se hundan en un fundamentalismo a-racional, como el fideísmo o el tradicionalismo.
Es, posiblemente, exacto decir que tanto el fideísmo y el tradicionalismo como la libertad de conciencia, no son sino meras soluciones humanas, tremendamente tergiversadoras, por lo mismo que intentan simplificar al máximo la cuestión, siempre difícil, del obrar del hombre. Muy al contrario de todas estas posturas —por desgracia, tan habituales— la libertad de las conciencias guarda relación íntima con lo que el hombre de verdad es. El ejercicio de la libertad de las conciencias permite la búsqueda de la respuesta más adecuada a lo que le reclama la fe objetiva; a lo que Dios espera y quiere que haga el hombre. Dentro de una realidad —en ningún caso hay que olvidarlo— que es, en sí misma, plural e inabarcable [44]. No ha de extrañar que sea preciso dar vueltas y más vueltas hasta alcanzar a formular la respuesta conveniente. Que resulte preciso conocer muchas cosas y pensar con algún detenimiento sobre ellas. Y, siempre, correr el riesgo de tener que volver a empezar.
Si para fideístas y tradicionalistas, la práctica de la libertad de las conciencias aparece inicialmente aceptable pues admiten con ella una determinada constitución del hombre, el desconcierto se presenta de forma inevitable: ¿por qué dan tantas vueltas a las cosas y no se limitan a hacer, junto con nosotros, estrechamente fundidos con nosotros, lo que nosotros ya hacemos? Juntos y unificados seríamos más eficaces... En el caso de la libertad de conciencia sucede, comprensiblemente, lo contrario: no se niega —incluso, inicialmente, puede hasta producir admiración y elogio— la novedad que es posible elaborar a partir de la libertad de las conciencias. La sorpresa, cuando no el asombro y hasta el escándalo, se produce al advertir que los que viven la libertad de las conciencias siguen siendo profundamente creyentes.
La libertad de las conciencias implica, de manera necesaria, el «ejercicio de tanteo y de aproximación» que se hizo patente en la vida de san Josemaría [45], unido a la fidelidad más plena al encargo recibido. Lo cual supone el rechazo inevitable, no de ningún tipo de hombres, pero sí de los planteamientos doctrinales derivados del fideísmo, del tradicionalismo o de la libertad de conciencia, junto al respeto radical por las diversas soluciones que puedan darse a la decisión de vivir sin atenuantes la «llamada universal a la santidad» en medio del mundo [46].
Por esta razón, resultó consustancial para el Opus Dei la búsqueda de las soluciones culturales necesarias y el compromiso personal con dichas determinaciones [47], como medio único de llevarlas adelante, no en el puro orden de la teoría, sino en la praxis diaria. Esto implicaba obviamente riesgo. Pero la decisión de tomar «iniciativas» —que tan audazmente supo desplegar san Josemaría Escrivá—, de buscar una vez y otra las concreciones más precisas posibles de la vida-de-fe, ha quedado como estilo y patrimonio del Opus Dei, como uno de los elementos más preciados de la herencia recibida.
¿Puede hablarse de triunfo en la vida de los hombres?
A la vista de lo expuesto, es posible que pueda afirmarse que la libertad de las conciencias a lo que tiende es al más pleno desarrollo posible de cada persona, de todas las personas, a través del compromiso a que se invita a todos para que lo vuelquen en la acción social, en la vigorización de la sociedad, en servir a cuantos les rodean en todos los ámbitos en que esto sea posible. Si la persona es el individuo que se comporta socialmente, desarrollará su personalidad, podrá decir que aspira a la perfección a la que Dios le llama, en la medida en que asuma de manera individual su relación con Dios —haga más plenamente suya, de forma decididamente libre, la norma que es común a todos los hombres— y proyecte socialmente esa vinculación, esto es, ayude mediante el apostolado a que los demás acepten voluntariamente, hagan suya, esa misma norma, que no es sino la «llamada universal a la santidad». Tal es la labor a realizar a lo largo de la vida, el tiempo histórico de que cada uno dispone. Quizá no extrañe si se añade que, esta actitud supone —de alguna manera— una cierta enmienda a la totalidad a las formas predominantes de conducta, orientadas a conseguir la grandeza, o sencillamente a sacar adelante, una determinada nación, sociedad o empresa.
¿Y qué garantías hay de acertar? O de otra manera y como acaba de indicarse: ¿puede hablarse de triunfo en la vida de los hombres? Por supuesto que sí; aunque —igualmente, por supuesto— de forma quizá algo distinta a lo que habitualmente se suele entender por triunfo. El triunfo en la vida de los hombres no son las Cruzadas, ni la conquista de América, ni la elevación del nivel de vida, ni que los hijos salgan bien, ni el logro de una cátedra universitaria. El triunfo reside en el esforzarse a diario, comenzando y recomenzando cuantas veces sean precisas, en hacer lo que el hombre —cada uno, pues en esto nadie puede sustituirnos— tiene que hacer. Buscando, sin duda, unos resultados. Pero al margen de que dichos resultados se consigan o no. Quizá no resulte errado decir que el triunfo, por antonomasia, son las Bienaventuranzas [48]. De estos objetivos es de lo que hay que procurar estar siempre pendiente en esta vida, mediante el esfuerzo de ser —como dice san Josemaría— «contemplativos en medio del mundo».
Es posiblemente experiencia de todos que en cuanto descuidamos esta contemplación tendemos a quedar atrapados, no por lo inmediato —pues eso es lo que estamos haciendo siempre y no podemos hacer otra cosa [49]—, sino por la visión no transcendente, no sobrenatural, meramente material de lo inmediato. Lo que supone la libertad de las conciencias fue expresado de manera acabada por Jesucristo en el Evangelio:
«Buscad el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» [50].
Es posible que lo dicho en estas páginas tenga algo que ver con el sentido y significado del 2 de octubre de 1928. A partir de esa fecha, Mons. Escrivá de Balaguer se volcó en la empresa, evidentemente no fácil, de poner en práctica cuanto Dios quiso hacerle «ver». Y ese trabajo denodado fue el que le habría de permitir escuchar del mismo Dios lo que san Josemaría entendió siempre como el elogio mayor: «Muy bien, siervo bueno y fiel» [51].
Gonzalo Redondo, en https://multimedia.opusdei.org/dm/
Notas:
20. De estas cuestiones me he ocupado, con alguna extensión, en otros lugares: cfr. Gonzalo REDONDO, Historia Universal, t. XIII..., op. cit., pp. 15-84; e Historia de la Iglesia en España (1931-1939), t. I, La II República (1931-1936), Madrid 1993, pp. 15-127.
21. Por la lentitud ya tan aludida de la Historia y la similitud de las cuestiones que se presentan a todos los hombres y que han de ser resueltas en los momentos críticos de sus vidas, no extrañará que se evoque una enseñanza de San Gregorio Nacianceno, un hombre que tuvo que hacer frente desde su fe cristiana a la crisis del mundo de la Antigüedad, buscando salvar lo salvable de la cultura clásica. En una frase escueta, San Gregorio dice así: «[...] la fe es la plenitud de nuestra razón» (Discurso teológico, 29, 3, 21).
22. «Se repite la escena, como con los convidados de la parábola. Unos, miedo; otros, ocupaciones; bastantes..., cuentos, excusas tontas.
«Se resisten. Así les va: hastiados, hechos un lío, sin ganas de nada, aburridos, amargados. ¡Con lo fácil que es aceptar la divina invitación de cada momento, y vivir alegre y feliz!» (Surco, 67).
23. Cfr. Mt 5, 13-16; Mt 13, 33.
25. En el libro de Job (Jb 7, 1) puede leerse: «Militia est vita hominis super terram». Unas palabras que san Josemaría glosaría así: «Que la vida del hombre sobre la tierra es milicia, lo dijo Job hace muchos siglos.
«—Todavía hay comodones que no se han enterado» (Camino, 306).
27. «Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también» (Jn 5, 17).
28. «[...] los bendijo Dios [a Adán y Eva], diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”» (Gn 1, 28).
30. «Al que pueda ser sabio no le perdonamos que no lo sea» (Camino, 332).
31. El carácter sintético de estas líneas obliga a fastidiosas simplificaciones. No se desconoce en modo alguno que, durante buena parte de los siglos de la Modernidad, pudo entenderse el progreso como consecuencia del desarrollo o despliegue del espíritu humano. En este sentido, el estricto progreso material, en la misma medida en que se fue dando, se comprendió como punto de apoyo, muy conveniente, que garantizaba —y, de algún modo, incluso probaba— tal desarrollo y despliegue. Pero —quizá sea innecesario insistir en ello— se trató de la intelección de un espíritu humano como radicalmente inmanente, cerrado a toda transcendencia, salvo por la vía caliginosa del sentimentalismo. Y no se tardaría en admitir, en la práctica, que el hombre no era más que materia, una vez que la pretendida espiritualidad quedó reducida a simple epifenómeno material. Tal es, en amplios círculos, la situación actual. A pesar de que, de una u otra forma, puedan persistir confusos ramalazos sentimentales.
32. No hay que olvidar que, durante los últimos siglos, ha predominado —al menos en la Europa continental y en los países culturalmente dependientes de ella— una historiografía predominantemente estatista, incluso convencida con sinceridad de que la aparición del Estado moderno había supuesto un avance decisivo, al permitir la superación del tan pregonado caos medieval. Unas afirmaciones tajantes que cada día se expresan de forma más y más matizada.
33. Aunque sea caer una vez más en un cierto juego de palabras, quizá no resulte inexacto afirmar que el Estado moderno es siempre Estado confesional. Y no meramente en sentido religioso, sino porque lo que se propone es imponer una determinada manera —una confesión— de orientar al hombre y a su actividad. No quiere decir esto que entre los incontables y fervorosos servidores del Estado moderno, no puedan darse hombres y mujeres llenos del mejor deseo de contribuir a mejorar todo tipo de situaciones.
34. Consecuente con este modo de entender las cosas, el actual prelado del Opus Dei lo expresa así: «La Prelatura es una institución que pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia. Su misión es, de una parte, la atención pastoral específica de sus miembros; es decir, de todas aquellas personas que —por una particular vocación divina— se han propuesto empeñar su vida en la búsqueda de la santidad en el trabajo ordinario, según el espíritu del Opus Dei, sin cambiar de ocupación ni de estado. De otra parte, es misión de la Prelatura del Opus Dei difundir en todos los ambientes de la sociedad la llamada universal a la santidad y al apostolado, principalmente en el trabajo profesional y en las demás circunstancias ordinarias del cristiano» (Javier ECHEVARRÍA, Qué es la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, «Palabra» 337 [III-1993] 174).
36. Cfr. el testimonio personal de san Josemaría, sobre estos dos momentos, en Álvaro DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei. Realizada por Cesare CAVALLERI, Madrid 1992, pp. 190-191.
37. Cfr. Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador..., op. cit.
38. Beato Álvaro DEL PORTILLO, Carta, 1-VII-1991, p. 3.
40. Esta misma llamada a la fidelidad se presenta en las palabras del beato del Portillo, buen conocedor del pensar y sentir de Josemaría Escrivá: «Respecto al porvenir, le repetiré que lo verdaderamente importante es mantener la fidelidad al espíritu fundacional del Opus Dei, la vibración apostólica, el afán de tratar a Dios y su Madre Santísima, la generosa dedicación personal —con sacrificio— al servicio de los demás; y, ¿por qué no?, la audacia en el planear y ejecutar las obras de apostolado, sin detenerse ante las dificultades, que nunca faltarán, y sin atribuir mucha importancia a las habladurías. Del resto —de enviarnos las personas dispuestas a poner el hombro, para servir a la Iglesia y a las almas— se encargará, como hasta ahora, el Señor» (Álvaro DEL PORTILLO, El Opus Dei, Prelatura Personal, Madrid 1983, pp. 46-47).
41. El fideísmo intenta eludir el uso de la razón porque es arriesgado, difícil, exigente y —en última instancia— no elimina de forma absoluta la posibilidad de error. El fideísta quiere tener seguridad plena de lo que ha de hacer. Por eso, a la vez que rechaza ocuparse de las cuestiones decisivas —las cuestiones que el mismo Dios exige del hombre, pues le sabe capaz de resolverlas y le quiere libre para hacerlo—, se aboca a conseguir evidencias en el mero orden científico práctico. A nadie se le ocurre negar que las cosas son difíciles: ahí está la experiencia propia o, en cualquier caso, siempre se puede escuchar al Qohelet (Qo 1, 8: cunctae res difficiles). Aunque un fideísta admita —crea, a su modo de ver— el fondo de lo que la fe le muestra, en la práctica se conduce como si existieran —tentación viejísima— dos órdenes distintos de verdad: las verdades de fe —que se limita a aceptar, sin utilizar la razón para penetrar en su sentido, para captar las exigencias que comportan, pero que, muy especialmente, sugieren todas las posibilidades que se abren ante el hombre— y las de razón, abordadas con aparente seguridad a través de la experimentación científica positiva.
42. El tradicionalismo implica una curiosa alergia al empleo de la razón humana, cuyo uso personal se busca sustituir por algo así como «a mí lo que me digan». Es grave postura. Por un lado, las cosas —bastantes más de las que se piensa— se pueden entender, aunque sin duda suponga esfuerzo y tiempo. Por otro, el tradicionalismo supone una considerable carga sentimental. En la práctica, resulta inevitable observar que el «a mí lo que me digan...» se prolonga con cierta frecuencia con un «...en la medida en que parezca bien, me agrade o permita mi triunfo particular».
43. Un ejemplo entre mil: por más que se haya logrado evitar, mediante métodos rigurosamente científicos, la brutalidad de los abortos, el aborto sigue siendo el asesinato de un inocente. Otro ejemplo: aunque la guerra se presente como algo también rigurosamente científico o programado, sigue siendo una barbaridad innegable. Un ejemplo más: por sofisticados que sean los métodos utilizados para saquear un banco, seguimos estando ante un robo. Etc.
44. La pintoresca convicción de tantos progresistas decimonónicos —y también de algunos actuales, por supuesto— de que bastarían no más de dos o tres generaciones de estudiosos para que el hombre conociera todo y pudiera tomar tranquila posesión de ello, no merece ni siquiera la molestia de una leve crítica.
45. «En aquella primera hora, a poco de nacer el Opus Dei, el Fundador se hallaba todavía sin experiencia de los pasos concretos que convenía dar. Estaba al frente de una gran empresa divina, que, aunque bien definida en cuanto a su origen, medios y fines sobrenaturales, carecía del soporte material de sus apostolados. Tenía aún por fijar sus modos característicos de actuación y tenía pendiente la labor de formación de sus miembros. Esa tarea de desarrollo inicial consistía, por parte del Fundador, en un ejercicio de tanteo y de aproximación, igual que hace una criatura al dar sus primeros pasos: [...]» (Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador..., op. cit., p. 582; la negrita es mía).
46. Los escritos de san Josemaría son en este punto de claridad deslumbrante. Sin intento de exhaustividad, basta fijarse en palabras como las siguientes: «Grande y hermosa es la misión de servir que nos confió el Divino Maestro. —Por eso, este buen espíritu —¡gran señorío!— se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» (Forja, 144). El profundo aprecio de la libertad personal le llevaba a hacer suya la defensa de la libertad de todos: «Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe» (Forja, 712). Era, en definitiva, en la Sagrada Escritura donde encontraba la raíz última del pluralismo de la acción cultural: «La maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de otros.
»Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta» (Surco, 226).
Al percibir, sin embargo, los equívocos que en la práctica suscita la utilización de la palabra adecuada —libertad—, matizó atento su modo de entender las cosas: «Libertad de conciencia: ¡no! —Cuántos males ha traído a los pueblos y a las personas este lamentable error, que permite actuar en contra de los propios dictados íntimos.
»Libertad “de las conciencias”, sí: que significa el deber de seguir ese imperativo interior..., ¡ah, pero después de haber recibido una seria formación!» (Surco, 389).
47. Unas palabras de san Josemaría expresan de forma muy precisa esta reclamación: «¡Comprometido! ¡Cómo me gusta esta palabra! —Los hijos de Dios nos obligamos —libremente— a vivir dedicados al Señor, con el empeño de que Él domine, de modo soberano y completo, en nuestras vidas» (Forja, 855).
49. «¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos; que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontraremos en las cosas más visibles y materiales. «No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo. «El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (Conversaciones, 114-115).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |