I. Una intervención de Dios en la historia
La realidad, las ideas y los conceptos
Quizá no sea muy aventurado afirmar que los hombres nos encontramos ante una realidad, de la que, a la vez, formamos parte. A lo largo de los siglos, se ha discutido tanto sobre lo que puede conformar tal realidad, como sobre las posibilidades que el hombre tiene de aprehenderla, conocerla e integrarla en su vida. Con todas las legítimas variantes que se quiera —no todas, por supuesto, de similar valor—, que ante nosotros hay algo, que algo somos nosotros, parecen aseveraciones de posesión pacífica, compartidas por la mayor parte de los hombres. La realidad está integrada por las humildes —o no tan humildes— cosas. No por las ideas. Las ideas son aportación del observador que se quiere atento, para —mediante ellas— captar y dilucidar lo que la realidad es, lo que las cosas son. Ideas que, después, tratarán de echar mano del vehículo del concepto, como medio de comunicar —a sí mismo o a otros— lo que se ha entendido que es la realidad; o, al menos, lo que ésta ha parecido honradamente que sea.
Que al final de este proceso se consiga una equiparación plena entre la realidad, la idea articulada a partir de su aprehensión y el concepto con el que se trata de exponer qué pueda ser la bendita realidad, es cuestión dudosa —y, en consecuencia, harto discutida. Son tantos los filtros que suelen hacerse presentes, que se interponen en este proceso —tan sólo, en apariencia, sencillo—, que no cabe admirarse de que las disputas conceptuales sean tema casi constante de las relaciones humanas: de forma habitual se reclama con todo derecho, casi se exige, que el concepto sea lo más preciso posible —lo más fiel a la realidad estructurada por la idea— para que se facilite, se asegure, la comunicación entre los hombres. Evitar este riesgo es lo que suele inducir a las ciencias a elaborar un lenguaje propio, que corre el riesgo de que en su afán extremado de univocidad degenere en esotérico, anulando la posible comprensión por parte del hombre corriente, del hombre de la calle. Claridad, en lo posible; sencillez y precisión, son objetivos presentes siempre a la hora no fácil de exponer lo meditado sobre una parcela determinada de la realidad.
Es igualmente deseable que, al intentar llevar a cabo una investigación histórica —como la que ahora nos ocupa— se precise con extremo cuidado lo que se busca averiguar: cuál sea el núcleo del asunto o tema que se anhela conocer, para entregarlo después a los demás mediante una formulación inteligible. Nada tiene que ver esto con el deseo de obtener resultados predeterminados: el resultado de la investigación será, sencillamente, lo que resulte. Pero no carece de interés fijar con toda claridad el objeto de la investigación. ¿Y se conseguirá así plenamente, sin error, clarificar el sentido de la parcela estudiada de la realidad, a través de la posterior elaboración en el intelecto del que la analiza, y para lo que —tras mil vueltas— se ha optado por una forma presuntamente sencilla y clara que asegure, sin ambigüedades, que el lector se entere de lo que se le expone? En modo alguno. Y no enteramente por culpa del lector. Al que ha echado sobre sus hombros esta tarea, le puede fallar... lo que sea, por buena que sea la voluntad que despliegue. Y aún hay otro pero que añadir. En cuestiones de humanidades, en asuntos de cultura, los filtros más arriba aludidos se multiplican de manera muy, muy considerable. Puede bastar la afirmación sencilla de «Dios quiere tal cosa» para que haya lectores que interrumpan la lectura en nombre de que piensan —o les parece sentir que así piensan— que ellos no creen en Dios. Con el respeto mayor por todos, parece evidente que no debe interrumpirse un razonamiento analítico riguroso tan sólo porque se perciba una determinada y penosa carencia en alguno de aquéllos a los que potencialmente se dirige. No sólo el que redacta estas líneas procura —en la medida de sus posibilidades, no muchas— asentar su vida al menos en el deseo de desear una viva fe, sino que tampoco faltan las personas contemporáneas —y de tiempos pasados, y sin duda en el porvenir— que mantienen una actitud similar. Pero no se trata, sin embargo, de convencer a los ya convencidos. Un análisis histórico, un estudio de fenómenos de cultura, debe procurar asentarse —al menos, intencionalmente— en la coherencia racional. Y es sobre dicha coherencia sobre la que sería deseable que se cerniera toda crítica —mediante la actividad de la razón, por supuesto, y no desde los borbotones incontrolados del sentimentalismo. El objeto de este estudio es una parcela de la realidad; pero de toda la realidad que encierra esa pequeña parcela, sin escamotear ni un ápice de su densidad inevitable. Todo respeto será poco hacia aquéllos que —por la razón que sea— no estén en condiciones de adentrarse, de forma resuelta y desde estas premisas, en los razonamientos siguientes. Pero, a la vez, no es momento de ejercitar a estas alturas la bondadosidad o una especie de pseudo-misericordia. Las cosas son como son y, por la misma dignidad de su sentido, hay que mirarlas de frente.
«Viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo»
En esta ocasión, la parcela de realidad acotada es algo tan sencillo como una simple fecha: 2 de octubre de 1928. Es claro que se trata de ir algo más allá de precisar que fue martes. Fue aquel día de otoño cuando un joven sacerdote aragonés de veintiséis años, Josemaría Escrivá de Balaguer, «vio» —Dios le hizo «ver»— el Opus Dei, realidad de vida cristiana en medio del mundo, y, con él, lo que significaba la «llamada universal a la santidad»; la convocatoria, dirigida a todos los hombres —por más que preferentemente a los cristianos y católicos—, de «santificarse en medio del mundo, a través del trabajo ordinario». El hecho tuvo lugar en Madrid, en una residencia —parcialmente desaparecida— inmediata a la iglesia de la Milagrosa, en la calle García de Paredes, del barrio de Chamberí, donde san Josemaría se había retirado por unos días, para hacer ejercicios espirituales. No se trató —es conveniente precisarlo— de una reflexión intelectual ante las necesidades de la Iglesia en España o en el mundo; ni del impulso emotivo de un noble corazón sacerdotal. Mientras repasaba unas notas de vida interior, de pronto «vio» lo que Dios le hizo ver. Hasta aquí, el hecho escueto. A partir de ahora, el estudio, el análisis, la reflexión sobre qué pudo significar lo «visto» por san Josemaría; y —en lo posible y sin olvidar el atrevimiento no pequeño que supone intentarlo— por qué Dios se lo hizo «ver» precisamente en 1928.
Empecemos por el principio. Es sabido que la Revelación —lo que Dios ha juzgado oportuno, necesario que el hombre conozca— quedó cerrada con la muerte del último Apóstol, por los años en que iniciaba su caminar el siglo II de nuestra era [2]. Un hecho enérgicamente expresado, tiempo después, por San Juan de la Cruz, en un pasaje bastante conocido de su Subida del Monte Carmelo:
«Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la Ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle [a Dios] de aquella manera [como se le había preguntado en el Antiguo Testamento], ni para que él hable ya ni responda como entonces. Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar» [3].
La formulación radical del santo carmelita se corresponde con la similar radicalidad de la realidad aludida. Ante la posible perplejidad inicial del lector —¿Cómo es que un Dios infinito, sapientísimo no tiene más que hablar? ¿No equivaldría esto a una cierta limitación?—, no resulta difícil captar toda la veracidad de la afirmación —sin duda, largamente meditada— de San Juan de la Cruz: no es que Dios se haya quedado sin palabras que decirnos; es que, al entregarnos a su Hijo, al darnos a su Verbo, a su Palabra eterna, nos ha dicho —con generosidad que desborda la más esforzada comprensión humana— cuanto Él es. Un hecho que tiene una consecuencia inmediata: la Revelación no precisa de ningún complemento. Desde la fecha arriba apuntada, está entera y cerrada. No falta nada en ella. Hay —inevitable— una consecuencia segunda: como realmente, desde los comienzos del siglo II, en diversas ocasiones, Dios ha hablado a algunos hombres de forma privada, lo expresado a esos hombres —nos dice el Magisterio de la Santa Madre Iglesia— será precisamente para ellos solos; y además —se insiste— no hay que temer que entrañe ampliación ni recorte algunos de la Revelación divina inmutable.
San Josemaría así lo entendió, desde el primer momento, al hablar de que el Opus Dei era «viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo»; o al escribir que «La Obra no viene a innovar nada, ni mucho menos a renovar nada de la Iglesia., [...] vieja novedad: A la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria —el trabajo profesional— y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia» [4].
Lo que Dios le había hecho «ver» no era, en sí mismo, novedad: no suponía en ningún caso algo así como ampliación complementaria de la Revelación única e inmutable. Pero —por las razones que fueran, y algunas es posible que salgan al paso líneas abajo— se trataba de un aspecto capital de esta Revelación —la «llamada universal a la santidad»— que, siendo conocido teóricamente, no había sido socialmente vivido; o llevaba tiempo sin vivirse de esta manera, como posibilidad e invitación abiertas a todos los hombres. Quizá, en más de un momento, hubiera sido percibido por alguien al meditar en el contenido del Cristianismo; incluso, más de uno hubiera podido entender la conveniencia de volver a ponerlo en práctica. Pero esto último era, precisamente, lo que no había ocurrido de manera social, es decir, como sugerencia expresa, bien argumentada y dirigida a todos los hombres. Ésta era la tarea que Dios había confiado a san Josemaría el 2 de octubre de 1928 [5].
El sentido de la Historia
Cuando se consideran estos hechos en su desnuda precisión, como si fuera la primera vez que se escucharan, no parece difícil apreciar toda su importancia. La Historia, que es el resultado de la interrelación densísima de millones de vidas humanas, no tiene otro sentido que brindar a cada una de esas vidas la posibilidad de llegar a la mayor felicidad o perfección posible —con independencia, por el momento—, de las dificultades que con frecuencia parecen conspirar para que esto no se consiga. Es claro que no cabe perfección ni felicidad mayor que la santidad —logro que sólo puede alcanzar el hombre con la indispensable ayuda divina—, en cuanto equivale al desarrollo pleno de todas las dimensiones posibles de los diversos elementos que configuran al hombre mismo. Durante siglos, tal perfección máxima, la santidad, pareció reservada tan sólo para personas de muy determinadas capacidades, colocadas —además— en circunstancias bien precisas, no asequibles a todos. El resto de los hombres debería contentarse con un modesto pasar. El 2 de octubre de 1928 se vino a recordar por Dios que la decisión de que el hombre pudiera alcanzar la perfección, la santidad —es decir, la felicidad plena— era algo que se brindaba, en la práctica, a todos: la Redención se había llevado a cabo pensando no ya en la Humanidad; sino en algo mucho más preciso y concreto: en todos y cada uno de los hombres. Era a la persona humana, a cualquier persona humana a la que se ofrecía la posibilidad de alcanzar en su vida terrena el más pleno desarrollo posible de su ser. Como años después enseñaría Juan Pablo II, «[...] el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana [...]» [6].
Pero —no hay que olvidarlo— la perfección de la persona. Mucho más que la pretendida y engañosa perfección particular o individual egoísta [7]. Si el hombre, desde el momento de su aparición en el mundo, es un individuo y nunca deja de serlo, el logro de la dignidad personal es cuestión distinta, en la que ha de empeñarse muy decididamente para alcanzar la plenitud que se le pide. Puede —dicho sea de forma radical— morir el hombre sin haber alcanzado nunca dicha dignidad. La persona es el individuo social; es decir, el hombre que se compromete conscientemente con todo aquello que le rodea, con Dios y con los demás hombres; con todo, sea espiritual o material [8].
De aquí que la acción social sea actividad primaria del hombre y no, por ejemplo, del Estado o de cualquier otro tipo de estructura que se alcance a construir. Y no porque tal acción pueda resultar útil o conveniente al hombre; sino, sencillamente, porque le es rigurosamente imprescindible para desplegar toda la dignidad de persona, cuya plenitud es precisamente la santidad. En este sentido, ciñéndonos al plano de la cultura humana, la sociedad es la consecuencia de la acción o actividad que —al menos, tendencialmente— todos los hombres desplieguen, por lo mismo que supone, por un lado, ser conscientes de lo que Dios les ofrece; y, por otro, escapar de su particular órbita privada para integrar en sus vidas la decisión de ayudar a los otros hombres a que consigan similares bienes.
Si la sociedad es —como se ha dicho— la consecuencia de la acción humana comprometida y consciente, no se ha de olvidar que también la sociedad así constituida contribuye de forma considerable al desarrollo de los mismos hombres que en su seno aparecen, crecen, se desarrollan. La relación es, pues, mutua: el hombre impulsa la marcha de la sociedad; y la sociedad facilita —o debería facilitar— al hombre medios y recursos para alcanzar su pleno desarrollo personal. Tal es —a mi entender— el sentido radical de la Historia, muy lejos de la búsqueda de grandezas o perfecciones discutibles para los Estados, las Naciones, o entidades similares. Todo debe estar subordinado, todo debe potenciar la plenitud de la persona. Sólo así se estará en condiciones de cooperar a la «llamada universal a la santidad», a la perfección, a la felicidad de cada hombre.
No ha de extrañar la insistencia en estos presupuestos. La única novedad auténtica que hay en la Historia —al margen, por supuesto, de las decisivas intervenciones divinas— es la existencia particular de cada hombre. Se han repetido con frecuencia —y es razonable que así se haya hecho— dos afirmaciones sencillas, de no escasa hondura. En primer lugar, que en la Historia pasan muy pocas cosas; y que estas cosas que pasan, pasan con extremada lentitud. La llamada aceleración de la Historia queda casi reservada en exclusiva a los que, día tras día, tienen que titular noticias en las páginas de los periódicos, en las radios o en las televisiones. Pueden, incluso, precisarse las cosas importantes que en la Historia han sucedido o habrán de suceder. Son tres: la Creación, la Redención y —cuando Dios lo disponga— el Juicio Final.
La otra afirmación igualmente sencilla es que, en lo esencial, a todos los hombres, en mayor o menor medida, les pasan las mismas cosas. Por eso la gran novedad, la única gran novedad —desde el punto de vista humano— es que, durante un tiempo determinado, las cosas que ya han pasado a todos mis predecesores —y que continuarán sucediendo, hasta el fin de los tiempos, a todos cuantos me sigan— me pasan a mí. Yo —cada hombre en concreto— no he existido antes y a partir de un momento no dispondré, en la tierra, tampoco de un después. El tiempo —breve o largo, aunque más bien breve que largo— de la vida humana es de lo único de que dispone cada hombre para hacer suyas las consecuencias de las tres grandes intervenciones de Dios en los tiempos y resolver —de manera rigurosamente inédita, en cuanto personal— los problemas derivados de las cosas que a todos los hombres les han pasado y —hasta cuando sea— les seguirán pasando. No percibir, en la vida diaria, las consecuencias prácticas de estas dos afirmaciones sencillas es —dicho sea de forma benevolente— muestra de la distracción con que los hombres solemos conducirnos; de forma más radical, la gran consecuencia de la ignorancia.
Fe y cultura
Todo esto puede verse con mayor detalle aún desde otra perspectiva, no muy alejada de lo expuesto hasta el momento. Dios, mediante la Revelación, muestra al hombre cual ha de ser el contenido de su fe. Esto —como sin duda es sabido— es lo que se denomina habitualmente fe objetiva. A la vez, el mismo Dios brinda a cada hombre la llamada fe subjetiva, es decir, la ayuda precisa para que asuma el contenido que le es mostrado por la fe objetiva. Un proceso rigurosamente particular, intransferible. Si mediante una licencia literaria —una sinécdoque— puede hablarse, por ejemplo, de la fe del pueblo español, es claro que estamos refiriéndonos a la fe —caso de que la tengan— de los hombres que constituyen dicho pueblo. Los pueblos —una abstracción— ni tienen ni pueden dejar de tener fe. La fe es virtud que Dios entrega a cada hombre; no a las colectividades.
La respuesta que ha de elaborar el hombre —consciente de la fe recibida, decidido a responder de manera adecuada— es lo que se denomina, con bastante precisión, vida-de-fe: si es deseable tener fe, resulta obligado esforzarse por vivir personalmente la fe. Se trata, en consecuencia, de una labor particular de cada uno —sin olvidar por ello la dimensión social requerida para que el comportamiento humano se oriente hacia la dignidad personal—, y en la que cada uno es eficazmente ayudado —si se deja...— por la acción constante de un Dios que es Padre.
La vida-de-fe es precisamente la forma más alta de cultura [9]. Por supuesto que las culturas son múltiples —tantas como hombres, podría decirse con bastante exactitud. Pero hay culturas y culturas: es posible distinguir niveles distintos en las respuestas culturales, consideradas de forma objetiva. Y tanto más altas o más acabadas serán estas respuestas, cuanto respondan de forma más rigurosa a cuanto en el hombre hay. Cosa distinta será la dimensión subjetiva cultural: cada uno llega hasta donde llega —si es que llega a algo, que algunos sí que llegan.... Y la razón por la que llega a donde llega, Dios y él la saben —y eso en el caso de que él llegue a enterarse, y sí cabe que se entere... [10]. Pero, posiblemente, no los demás. En el Evangelio se lee aquello de «No juzguéis y no seréis juzgados» [11].
Si pueden considerarse, de forma objetiva, distintas respuestas culturales, algo similar puede decirse de la vida-de-fe: pueden también ser múltiples, de distintas calidades, de radicalidad mayor o menor —es decir—, de conexión más próxima o alejada, más o menos fiel, a la interpelación que Dios formula a cada hombre.
Como la afirmación de «la fe del pueblo español», el concepto «cultura cristiana» no pasa de ser igualmente licencia literaria —otra sinécdoque. Puede hablarse de diversas respuestas culturales cristianas; pero no de una unívoca cultura cristiana. También aquí las respuestas no es que puedan ser plurales; es que lo son [12].
Esta formulación plural de las respuestas culturales, esta pluralidad posible de vidas-de-fe, vividas desde la fe, vividas conscientemente como respuesta a la fe objetiva, no puede hacer olvidar que, en ningún caso, se deberá tratar de respuestas caprichosas. Está en juego toda la calidad del compromiso humano. Hay que procurar —ya se ha apuntado— elegir bien. Y esto aunque sólo sea porque «las ideas tienen consecuencias». El sentido social del hombre ha de ayudarle a reflexionar a la hora de formular su particular respuesta. Sin olvidar, a la vez, que «la verdad no tiene contexto». Si siempre hay que hacerse cargo de, por ejemplo, los condicionamientos culturales de un tiempo determinado, este hecho no puede llevar a algo parecido al «relativismo cultural». El hombre —muy en particular, el hombre cristiano— siempre está en condiciones de llegar o, al menos, aproximarse considerablemente al fondo de la cuestión. Y si no hay nunca que juzgar las actitudes subjetivas, sí resulta inevitable analizar las respuestas desde ellas formuladas para percibir el mayor o menor alejamiento a la consideración plena de lo que es la fe cristiana, tal como Dios ha querido revelarla.
Las peculiaridades de unas nuevas normas culturales
Es posible que las líneas inmediatamente precedentes, al enlazarlas con lo que le ocurrió a san Josemaría el 2 de octubre de 1928, permitan intuir con cierta precisión algo de lo que implicó aquel hecho. La «llamada universal a la santidad» que Dios le hizo «ver» no supuso, en modo alguno, una ampliación del contenido de la Revelación, de la fe objetivamente considerada; pero sí la necesidad de elaborar o volver a elaborar unas normas culturales —o no conocidas, u olvidadas de tiempo atrás— que permitieran precisamente una respuesta —una vida-de-fe—, por un lado, más completa y radical; por otro, referida a la totalidad de los hombres.
En palabras citadas más arriba, ha podido verse cómo subrayó el san Josemaría, escasos años después del 28, que nada de lo que Dios le había propuesto —reclamando su cooperación, como instrumento dócil, para llevarlo a la práctica— suponía ni renovación, ni innovación en la Iglesia. Es claro el sentido de la primera afirmación: lo que Dios le había hecho «ver» no era la mera adaptación de algo ya existente, en el orden de la cultura. Basta recordar cómo se entendía la vida cristiana por aquellos años —cómo, incluso, se había venido poniendo en práctica desde bastantes siglos antes— para percibir que, sin desechar nada, respetando todo, el espíritu de lo que poco después el mismo Josemaría Escrivá comenzaría a denominar Opus Dei, nada tenía que ver con los presupuestos culturales imperantes [13]. En el segundo caso, la claridad es similar: no cabía hablar de innovación, por lo mismo que la «llamada universal a la santidad» no significaba nada distinto a lo que ya se estaba viviendo en la Iglesia, aunque supusiera traer al primer plano requerimientos antiguos, patentes en la misma enseñanza de Jesucristo en los años de su vida en la tierra, que —por diversas razones culturales— habían quedado notablemente marginados.
Hay que aludir a una cuestión más. Y es que, en aquellos años primeros del siglo XX, fueron no pocos los hombres y mujeres que en la Iglesia estuvieron sinceramente preocupados —por así decirlo— por una más plena adaptación a los tiempos, que permitiera una incidencia mayor del Cristianismo en el mundo de la época. Los esfuerzos fueron diversos y —en líneas generales— loables. Entre ellos, por supuesto, la renovación de la Acción Católica a la que ya se ha aludido. Resulta, sin embargo, inevitable recordar que la mayor parte de estos esfuerzos —por no decir todos— tendieron a moverse dentro de los planteamientos culturales del momento, aunque evidentemente se deseara su renovación actualizadora. La aparición del Opus Dei —aunque, por entonces, ni siquiera tuvieran nombre los desvelos de san Josemaría por poner en práctica lo que, con enorme fuerza, sentía que Dios le urgía— habría de suponer algo así como una variación considerabilísima respecto a muchos de los presupuestos culturales por entonces imperantes. Bastaría fijarse en la fuerza con que subrayó, desde el primer momento, que la convocatoria, la llamada a la santidad, era para todos, en las más diversas circunstancias y con respeto absoluto para las características específicas de aquellas situaciones en las que los cristianos pudieran encontrarse: no se trataba de sacar a nadie de su sitio. Era en el sitio en que cada uno estaba, en las coordenadas en que hubiera logrado situarse o la vida le hubiera colocado, donde debería aspirar, con la ayuda de Dios, al máximo desarrollo de su personalidad humana y sobrenatural. No es que se olvidara que el cristiano debería procurar ser más justo socialmente, o tener mayor capacidad profesional, o influir más en la vida social, o tratar de que mejorase la situación económica, por ejemplo, de su familia. A lo que se apuntaba era a que —sin marginar nada de esto, pero en modo alguno convirtiéndolo en objeto único del esfuerzo— allí donde cada cristiano se encontrara debería procurar vivir con la mayor radicalidad posible las consecuencias sociales de su religión, una verdadera vida-de-fe [14].
Un precedente único: los primeros cristianos
En esta perspectiva es, quizá, donde se alcanza a entender con la hondura precisa otro de los temas habituales de la enseñanza de san Josemaría: para los hombres y mujeres que, por vocación divina, se fueran vinculando a la empresa sobrenatural que Dios le había hecho «ver», la única referencia posible, el precedente único no podían ser sino los primeros cristianos [15]. El tema tiene cierta complejidad, por lo que quizá sea oportuno detenerse un tanto en él.
En primer lugar, la precisión cronológica. Se entiende por primeros cristianos aquellos que vivieron en los tres primeros siglos de nuestra era, antes de la decisión que, en torno a 313, Constantino y Licinio tomaron en favor de la tolerancia religiosa; antes, por supuesto, que en 380 Teodosio convirtiera al Cristianismo en religión oficial del Imperio romano. Un segundo rasgo es el carácter predominante de aquellos primeros cristianos: fueron gente rigurosamente corriente, sin olvidar que entre ellos pudieran hacerse presentes algunas personalidades vigorosas, de todos conocidas. Pero, quizá, a la larga lo decisivo no fueran estas personalidades, sino la multitud de hombres y mujeres anónimos que —con su fidelidad y sus flaquezas, que de todo hubo— hicieron posible la expansión y consolidación del Cristianismo. Hay un tercer rasgo: no parece que ninguno de aquellos primeros cristianos tuviera una voluntad decidida de impulsar el cambio social en el Imperio romano. Sin duda, por su misma fe religiosa, procuraron vivir al margen de determinados aspectos de la sociedad de su tiempo. Pero, en líneas generales, podría decirse que se limitaron —y ya hicieron bastante— a procurar poner en práctica sin atenuantes las consecuencias individuales y sociales de su fe: a vivir personalmente el Cristianismo. Y un rasgo último: a pesar de no intentar públicamente ningún cambio —sus intereses discurrían por otros caminos—, impulsaron la variación profunda de la sociedad en que se encontraban. Para ello —y entre otras muchas cosas— tuvieron paciencia; no se alteraron ante las dificultades personales o sociales. Y por supuesto muchos murieron —mártires o de muerte natural— sin ver las grandes consecuencias, también sociales, de su fidelidad.
La quiebra de este planteamiento no se debió —es importante subrayarlo— a la decisión imperial del 313, sino a la tomada por Teodosio algunos años más tarde, en el 380. Es decir, al momento en que la autoridad política imperial —no puede, sin grave anacronismo, hablarse aún de Estado— decidió —quizá sin percibir por entero las enormes consecuencias de este acto— utilizar la fe cristiana —entendida, con toda razón, como fe verdadera— para asegurar una unidad social que se desmoronaba a ojos vistas. Una decisión estrechamente unida a otro rasgo que también conviene subrayar.
Los primeros cristianos llegaron a ser cristianos —con la ayuda evidente, indiscutible de la gracia de Dios— por una vía que cabría denominar de conversión de las minorías. No fue fácil en aquellos siglos ser cristiano, pues pesó casi de forma habitual la amenaza potencial o plenamente real de las persecuciones. Pero
—quizá, más aún— no fue fácil porque el proceso de conversión personal se quiso que fuera deliberadamente lento: había que estar personalmente convencido de lo que suponía ser cristiano; pero la misma comunidad debía estar igualmente segura de que quien deseaba incorporarse a ella era consciente de lo que arriesgaba y se encontraba debidamente preparado. Hablando a lo humano, el procedimiento funcionó de manera aceptable y el Cristianismo conoció una expansión bastante asombrosa.
A lo largo del siglo IV se produjo una variación notable, a consecuencia de la nueva actitud de la autoridad social, de los emperadores. ¿Qué hacer ante la posibilidad de las conversiones en masa, de la incorporación de mayorías? Como se ha indicado, la autoridad tuvo conciencia clara de que la fe cristiana era la religión verdadera; y de que la posibilidad de que fueran muchos los que, en un plazo relativamente breve, aceptaran esta fe produciría, en primer término, la erradicación del paganismo o de las otras diversas religiones, incluidas las tan perturbadoras y numerosas herejías; y a la vez, el Cristianismo podría posiblemente convertirse en un factor que recompusiera una unidad social profundamente deteriorada. Si el paganismo había contribuido tanto a la grandeza de la República romana y del Imperio de los siglos primeros, ¿qué no haría el Cristianismo?
Sin entrar a valorar la exactitud de estos cálculos de las autoridades del Imperio, es claro que el objetivo de la fe cristiana no es facilitar la cohesión social, aunque —de forma colateral, no deliberadamente buscada— pueda en algún caso contribuir a ella. Parece bastante evidente que cuando la autoridad impone una determinada creencia, en los primeros momentos de esta imposición puede llegar a parecer que se ha logrado algo importante. Pero —es quizá innecesario insistir en ello— el compromiso, potenciador de la personalidad, el compromiso que permite el progreso, es siempre —guste o no guste— rigurosamente personal. En este orden de cosas, las estructuras, a no tardar, acaban manifestándose como gravemente perturbadoras.
En cualquier caso, ¿qué hacer entonces con las mayorías que desean convertirse o cuya conversión se presenta como tan conveniente? Por supuesto, en modo alguno rechazarlas. Pero sí, dispensarles el mismo tratamiento dado a las minorías, es decir, la formación cuidadosa, individualizada, que permita que la conversión sea no sólo sincera, sino plenamente consciente de todo lo que entraña. A partir del siglo IV —y es interesante apreciar que hoy nos encontramos en una situación algo similar, cuando se alude a la necesidad de la recristianización de Europa—, esto —en general— no se hizo así. Es posible que no se dispusiera de los efectivos humanos para llevar a cabo el trato personal de tantos y tantos que querían acercarse al Cristianismo. Es posible también que muchos —incluso entre los cristianos, incluso entre la jerarquía eclesiástica— cayeran en la trampa del — digámoslo así— triunfo rápido y casi universal, aunque sólo fuera para compensar las dificultades soportadas durante los tiempos de las persecuciones.
No ha de extrañar que, al tratar de un acontecimiento ocurrido en 1928, se deba, resulte casi obligado, aludir a siglos en apariencia —tan sólo, en apariencia— remotos. La Historia es en lo decisivo muy particularmente lenta. Los problemas de los hombres son pocos y se repiten una y otra vez. En momentos de crisis culturales tienden a presentarse situaciones muy parecidas, a las que hay que dar las respuestas que ya se dieron y evitar con cuidado —y en lo posible— las que hicieron patente su inanidad. La Historia no tiene un desarrollo cíclico, como creyó Platón. Ni avanza con el movimiento en espiral que describiera Vico. Ni, por supuesto, tiene nada que ver con el desarrollo lineal de la ingenuidad positivista o con el progreso igualmente creciente de forma continuada de la dialéctica, espiritualista o materialista. En la Historia hay alzas y bajas, avances y retrocesos; y todo esto, con alguna frecuencia, a la vez. A momentos de aparente plenitud, siguen o pueden seguir tiempos de obscuridad densa. Y a la inversa. Más aún: en un tiempo determinado, es dable percibir avances considerables en determinados aspectos, que coinciden con retrocesos o caídas en otros. En este sentido, es posible que resulte más preciso y exacto afirmar que el sentido o progreso de los tiempos depende esencialmente del sentido del progreso personal. Y no tanto de que se alcance, como de que esforzadamente el hombre, cada hombre, se empeñe en él.
La Historia no es más que el lento y difícil desarrollo de la convicción de que el hombre es libre: de que es preciso, en primer término, que cada hombre descubra lo que supone la libertad personal; se decida, después, a poner en práctica las consecuencias que se derivan de esta libertad; y, en tercer lugar y por lo mismo que haya logrado valorar con acierto la potencia enorme de su libertad, se dedique a crear ámbitos de libertad a los que puedan acogerse los demás hombres. Equiparar, sin embargo, estas afirmaciones a un proceso uniformemente acelerado es tontería. Pero es lo que hay que estar intentando de forma continua, volviendo a empezar siempre que sea preciso, por lo mismo que es eso lo que al hombre corresponde: porque el hombre, todo hombre, ha sido creado libre por Dios; y Dios espera que cada uno ejercite de manera radical su libertad constitutiva.
La ocasión de una crisis cultural
Volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué se produjo la expresa llamada de Dios a Josemaría Escrivá precisamente en 1928? Cuanto a partir de ahora se pueda decir es evidente que no traspasará el ámbito de los simples argumentos de conveniencia. Intentar un análisis racional nada menos que del obrar divino, quizá resulte algo excesivo: Dios es y sabe más. Lo cual no quiere decir que no puedan apuntarse algunas razones o situaciones determinadas, que ayuden no tanto a percibir la razón última y decisiva por la que Dios escogió esta fecha, pero sí algunos factores que permitan hacerse una cierta idea de la causa de esta elección.
Ya que se ha aludido a los primeros cristianos, puede quizá ser útil retroceder aún algo más para plantearse la razón de que el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y los primeros pasos de la Iglesia por Él fundada tuvieran lugar durante aquellos tiempos relativamente serenos, que suelen denominarse la «paz de Augusto»; los años que siguieron a la transformación de una Republica romana, ahogada por las guerras civiles, en el Principado que enmascaró un Imperio autoritario. Es cuestión debatida y analizada hasta la saciedad. No es quizá el momento de reproducir las muy diversas argumentaciones. En cualquier caso es claro que la paz del siglo I ayudó —siempre dentro de los argumentos de conveniencia— a que la Iglesia pudiera hacerse presente en los más lejanos rincones del Imperio con notable rapidez, merced a la unidad del mundo, a las posibilidades de movimiento de los predicadores de la fe, etc. Algo relativamente similar cabría apuntar ante el hecho de que en el misterio de la Encarnación, el Verbo tomó la naturaleza humana de la estirpe judía. Dentro del mundo antiguo, el pueblo de Israel tuvo una importancia tan sólo relativa. Pero, sin olvidar esto, hay al menos dos rasgos que conviene subrayar. Palestina se encontraba geográficamente situada en una verdadera encrucijada, desde donde resultaba fácil acceder al resto de Asia, a Europa y África. El otro rasgo es la diáspora que el pueblo judío había sufrido en diversas ocasiones. Este hecho, unido a la decisión de permanecer fiel a la religión de sus mayores, hizo que existieran comunidades judías —potencialmente capaces de entender la predicación de la fe cristiana— en muy diversos lugares del mundo antiguo.
Todos éstos son, sin la menor duda, simples argumentos de conveniencia, a los que sin mayor dificultad cabría añadir otros similares, aunque el conjunto de todos ellos no suponga en ningún caso una explicación radical de por qué todos aquellos sucesos —la Encarnación del Hijo de Dios, su Pasión, Muerte y Resurrección gloriosa, los primeros pasos de la expansión de la Iglesia de Cristo— tuvieron lugar en aquella fecha y en aquel lugar. A la vez, fueron esta fecha y en este lugar los escogidos por la Providencia divina.
¿No podrá aplicarse al año 1928 un proceso analítico relativamente similar? Porque también en esa fecha —por supuesto, como en tantas otras— tuvieron lugar un conjunto de acontecimientos, cuya confluencia quizá permita entender de alguna manera lo que en aquel momento pasó. De manera general, en torno a 1928, se había comenzado ya a tener clara conciencia de que algo decisivo estaba ocurriendo: sencillamente una notable crisis cultural, sólo equiparable a la que, precisamente a partir del siglo V, comenzó a poner fin al mundo de la Antigüedad clásica, orientándose hacia nuevas formas culturales cuya vigencia, de alguna manera, llegan hasta nuestros días. La crisis cultural —contemporánea nuestra: en ella estamos plenamente inmersos— habría de facilitar, entre otras muchas cosas, que pudiera entenderse de forma más precisa lo que Dios pedía; y, además, que comenzaran a darse las condiciones necesarias para poner en práctica lo reclamado por Dios a san Josemaría. Dicho sea todo esto, no se olvide, en el ámbito exclusivo de los argumentos de conveniencia.
En este sentido, la percepción de lo que ocurrió aquel 2 de octubre de 1928 reclama, a la vez, el conocimiento pormenorizado de la vida de Escrivá de Balaguer —antes de esta fecha, por supuesto; pero, muy particularmente, a partir de ella— y el conocimiento paralelo, con no menor detalle, de los avatares culturales, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil de la época. Es claro —posiblemente ni siquiera fuera necesario volver sobre ello— que lo que Dios hizo «ver» a san Josemaría aquel 2 de octubre no fue algo relativo a la resolución de una crisis cultural —en España, en Europa, en el mundo—, por más intensa que ésta fuera. Pero quizá pueda afirmarse que la crisis cultural fue —por así decir— la ocasión aprovechada por Dios para recordar la verdad de la «llamada universal a la santidad», de forma relativamente similar a como Dios había aprovechado también para sus designios eternos la «paz de Augusto» o el lugar de privilegio que el pueblo judío ocupaba en una verdadera encrucijada de civilizaciones. Parece imponerse, pues, la necesidad de una descripción somera de lo que había sido y era la cultura de la Modernidad, en crisis en torno a 1928.
Los elementos constitutivos de la cultura de la Modernidad
Estamos, como en tantas otras ocasiones, ante una realidad. En este caso, la historia de Europa —más adelante, también de América; y en tiempos más recientes, de casi todo el mundo— a partir del siglo V. Se ha intentado conocer y sintetizar esta realidad a través de multitud de ideaciones —unas más acertadas que otras, merced al mayor grado de los conocimientos acumulados, o las mejores atención o perspicacia volcadas en su análisis. Sin entrar a discutir la periodificación elaborada —aunque quizá tenga más de una grieta—, baste recordar que se suele dividir en dos o tres grandes tramos. Se suele aceptar sin discusión la denominación de Edad Media para el tramo primero, el que va precisamente desde el siglo V hasta el XV. Luego, las opiniones se dividen. Si para unos a la Edad Media sigue la Edad Moderna que, en torno a finales del XVIII —a partir de la Revolución francesa—, es sustituida por la Contemporánea, la historiografía anglosajona se resiste a tal periodificación y tiende a desconocer la existencia de la Edad Contemporánea: el final de la Edad Media abrió los tiempos modernos, en los que nos encontramos. No es lo expuesto una mera disputa de escuelas historiográficas. Va en ello toda una profunda concepción de la Historia de los hombres en la que, en estos momentos, no es posible detenerse.
Sin entrar en demasiadas profundidades, suele ser también admitido por todos —o casi todos— que los siglos medievales presencian una pugna continuada en torno a dos grandes cuestiones: ¿quién manda en el mundo? En el mundo europeo, se entiende. ¿La autoridad o la sociedad? ¿La autoridad civil o la autoridad religiosa? De forma muy sucinta, es posiblemente exacto afirmar que, en el siglo XV, la autoridad de los reyes logra dominar a la pujante —y quizá, por eso mismo, en más de una ocasión, caótica— vida social, en la medida en que alcanza a disponer del instrumento adecuado para asegurar este control: el Estado moderno. Muy poco después —a finales de aquel mismo siglo y comienzos del siguiente—, se da el paso segundo: la autoridad civil, que ha construido la estructura estatal, se impone sobre la autoridad religiosa [16]. Un proceso que culminará cuando —de maneras distintas, pero a partir de un fondo común— la Reforma luterana o el Cisma anglicano [17], rompan la unidad religiosa en que hasta el momento ha vivido Europa, y atribuyan a los distintos príncipes la plenitud de la autoridad sobre la sociedad, merced al control sin trabas sobre la religión de sus pueblos respectivos. En paralelo con estos hechos —y como consecuencia de un complejo de acciones y reacciones— otros Estados europeos, sin romper en principio su unidad con Roma, consolidan de forma similar un Estado fuerte; lo que —para entendernos— cabe denominar Estado tradicional, por lo mismo que aspira a conservar lo que asegura —por más que pueda resultar harto dudoso...— que siempre ha existido. En definitiva —y salvo en el mundo anglosajón, reducido por aquellas fechas a Inglaterra— el siglo XVI presenta, con todos los matices diferenciales que se quieran, la irrupción del Estado moderno, que controla con firmeza una vida social que, en consecuencia, va tornándose más y más átona.
No sería difícil enumerar las muchas razones —comprensibles, por supuesto— que unos y otros esgrimieron en defensa de sus respectivas innovaciones. Dentro del mundo en que se asentó la Reforma luterana, con todas sus variantes posteriores, el reconocimiento de la pluralidad cultural —a partir del libre examen o de lo que, más adelante, sería conocido como libertad de conciencia— entrañó un pluralismo religioso, que buscó su punto de apoyo en la diversidad de los sentimientos. Sería cuestión de interés determinar cuál fue en concreto el sentimiento dominante. Dejando de lado —no es momento adecuado [18]— esta cuestión, parece claro que se intentó, por paradoja, que fuera un sentimiento objetivo, ante el que todos hubieran de rendirse por su misma evidencia. En los Estados católicos, en los Estados tradicionalistas frente a la innovación introducida por la Reforma, la unidad religiosa fervientemente mantenida comportó el rechazo sin paliativos del pluralismo social o cultural. Si se deja de lado al mundo anglosajón —en sus presupuestos esenciales, y no en las concreciones posteriores que acabarían, en muchos casos, por ser considerablemente distintas—, los mundos mentales, de alguna forma paralelos, de la libertad de conciencia y del tradicionalismo [19], acabarían por convertirse en el haz y el envés de la cultura de la Modernidad. Por eso, en los años inmediatamente siguientes al final de la Gran Guerra (1914-1918) la crisis de la cultura de la Modernidad afectó tanto a uno como a otro.
La obligada brevedad de estas páginas impide adentrarse en cómo fue la gestación —larga— de esta crisis. Podría incluso decirse que la crisis se inició en la misma época —siglo XVI— en que el Estado decidió bloquear la acción libre de la sociedad. Si se insiste en la fecha últimamente apuntada —final de la I Guerra Mundial— es tan sólo porque fue en ese momento cuando comenzó a tener una manifestación externa inequívoca, aunque no sería difícil rastrear los preliminares de esta crisis ya años antes —por ejemplo, en el tercio final del XIX. Pero hay que decir algo más sobre una crisis cultural: por ejemplo, que puede ser coetánea con el apuntar de soluciones que permitan —si se mantienen— dar salida a la aporía cultural que la crisis comporta. A la vez, que la agonía de una cultura puede prolongarse no ya durante años, sino —incluso— durante siglos, por más que sea perfectamente perceptible la crisis profunda que se ha abatido sobre la vida social. Frente al dogmatismo cultural —que es, en definitiva, lo que ha entrado en crisis— hay que recordar que la cultura es entitativamente plural. Y no sólo por el hecho de que pueda haber muchos hombres que no se enteren de lo que pasa, a los que, sin embargo, es preciso respetar. Sino también porque —como ya se ha indicado— la respuesta cultural cristiana es plural, por lo mismo que existirán tantas posibles orientaciones como personas entren en juego, con limpio afán de compromiso.
Gonzalo Redondo, en https://multimedia.opusdei.org/dm/
Notas:
1. Lo que aquí se va a intentar exponer, no es sino la interpretación particular de un hecho de cierta envergadura, desde el exclusivo punto de vista —quizá no esté de más insistir en ello— de quien firma estas líneas. En Surco 612, san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, ha dejado escrito que «Cuando trabajes en serio por el Señor, tu mayor delicia consistirá en que muchos te hagan la competencia». Es posible que sea legítima la utilización analógica de estas palabras para el caso que nos ocupa: cuantas más personas se cuiden con seriedad y conocimiento de causa, de manera profunda, de todas estas cuestiones, mejor. Las páginas siguientes tan sólo aspiran a prestar un servicio —pequeño o grande, ¡vaya usted a saber!— a cuantos estimen oportuno acercarse a ellas. Pero sin la más remota pretensión de presentar este análisis ni como el único posible, ni como el mejor.
En el mismo sentido, la conceptuación —el lenguaje utilizado— es mía. Cabe que algunos la consideren en exceso abstrusa; otros —igualmente, en su derecho— endeble, equívoca, poco precisa, deudora de no se sabe qué pretérito pensador. De antemano se acepta toda crítica. Pero, por el momento, esto es lo que hay.
2. La inmutabilidad de la fe nada tiene que ver con lo que, desde Newman, se suele denominar desarrollo homogéneo del dogma. Con el paso del tiempo, mediante el empleo decidido de la capacidad humana de conocer, puede producirse un avance en la comprensión de los contenidos de la fe, sin que esto suponga variación en lo esencial de lo que se nos ha dicho.
3. SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo, libro 2, cap. 22, párr. 3.
4. Cfr. Andrés VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei. Vida de Josemaría Escrivá de Balaguer, I, ¡Señor, que vea!, Madrid 1997, p. 568.
5. No resultaría difícil apuntalar estas reflexiones con diversidad de citas y referencias. Baste, por ahora, con las tres siguientes: JUAN PABLO II, cons. ap. Ut Sit (cfr. Valentín GÓMEZ IGLESIAS, Antonio VIANA, Jorge MIRAS, prólogo de Amadeo DE FUENMAYOR, El Opus Dei, Prelatura personal. La Constitución Apostólica «Ut sit», Pamplona 2000, pp. 127-129); JUAN PABLO II, Homilía en la beatificación del Beato Josemaría, 17-V-1992 («Romana» 14 (I/VI-1992] 18-23); JUAN PABLO II, Alocución al Congreso teológico de estudio sobre las enseñanzas de san Josemaría, 14-X-1993 («Romana» 17 [VII/XII-1993] 261-263).
6. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 97.
7. «[...] el individualismo debe ser considerado como incompatible con un verdadero cristianismo» (JUAN PABLO II, Annunciare Cristo costituisce il culmine della comunicazione, 3-IV-1996).
8. Este compromiso se apoya siempre en la decisión propia, intransferible; en —podría decirse así— conjugar en todo momento la primera persona del singular. Las abundantes observaciones antropológicas que, junto a tantas otras cosas, llenan los escritos de san Josemaría, lo hacen presente; posiblemente, no por casualidad. Puede verse, por ejemplo, el punto siguiente de Camino: «Dios mío, te amo, [...]» (423; la cursiva es mía). Es, por supuesto, habitual este enfoque en los hombres y mujeres que, a través de los tiempos, se han esforzado personalmente por amar a Dios: el amor es siempre personal; en primera persona —repitamos—. Es también posible encontrar en los escritos de Escrivá de Balaguer insinuaciones nada veladas sobre el sentido de la persona, precisamente en cuanto individuo social: «Necesitas imitar a Jesucristo, y darlo a conocer con tu conducta. No me olvides que Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que —uniéndonos a Él— vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo» (Forja, 452; las cursivas también son mías).
9. La cultura ha sido definida de mil formas distintas. Una de estas definiciones —que quizá precisara de explicación amplia, para rescatarla un tanto de lo esotérico— bien puede ser la siguiente: «El conjunto de convicciones que conforma a cada uno de los determinados modos que el hombre tiene de auto-comprenderse prácticamente y a las formas de comportamiento que se derivan de dichos modos de autocomprensión» (Gonzalo REDONDO, Historia Universal, t. XIII. Las libertades y las democracias, Pamplona 1984, p. 27). Ante el imposible —aquí y ahora— desarrollo detallado de cada uno de estos conceptos, me limito a subrayar uno sólo: la cultura es siempre eminentemente práctica. Es el patrimonio que se recibe y a cuyo incremento se debe contribuir; su recepción consciente y su incremento decidido es lo que permite que el hombre pueda desarrollar su innata condición personal. El conjunto de explicaciones —en el sentido etimológico de la palabra: hacer patente lo escondido, lo no inmediatamente evidente—, de convicciones operativas —que permiten enfrentarse con los problemas de la vida— con el que cada hombre se encuentra y sobre el que, también cada hombre, proyecta su capacidad de comprensión y acierto, o de falta de inteligencia y error; su posibilidad de ampliar el ámbito cultural y perfilar sus contenidos con mayor precisión; o, por el contrario, de enturbiarlo de manera considerable. La cultura es la gran consecuencia de la dimensión social que tenemos los hombres. Junto a esto, hay que añadir que sólo es culto el que procura vivir, hacer realidad en su vida la cultura, aceptando lo que se le brinda para asimilarlo y convertirlo en potenciador de sus acciones, o criticándolo para acceder a niveles superiores, más congruentes con la realidad y —por eso mismo— más eficaces. Quizá esté aquí la explicación de la sorpresa que suelen producir personas, quizá ignorantes de determinados conocimientos positivos, pero profundamente cultas. Y, por supuesto, lo inverso, que es igualmente cierto: hombres que aseguran —y no hay que dudar de ello— que saben todo o casi todo de una determinada cuestión, y que, sin embargo, se conducen como bárbaros —en el sentido vulgar de la palabra—, con incultura auténtica.
10. Son varias las parábolas evangélicas que pueden ser interpretadas en esta perspectiva. Una de ellas, la de los talentos (Mt 25, 14-30): cada hombre recibe unas determinadas capacidades o potencialidades, que son las que deberá intentar actualizar culturalmente, superando la incertidumbre y riesgo de la elección, ya que, sencillamente, no tendrá tiempo a lo largo de su vida para actualizar la totalidad de las potencialidades recibidas. Es inevitable elegir. Y, en consecuencia, hay que procurar elegir bien. En la parábola aludida, el hombre que, por miedo a fracasar, ni elige ni se compromete, es el que recibe el castigo. Para tener completa comprensión de las enseñanzas que entraña, la meditación de la parábola de los talentos se ha de completar con la del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). En este caso se nos habla de un hombre que, a diferencia de los dos primeros siervos que recibieron talentos, si se comprometió, eligió mal: malgastó de manera desastrosa todo lo recibido. Hizo así, en apariencia, algo peor que lo del tercer siervo de la parábola primera, pues éste —en definitiva— devolvió cuanto se le había entregado. Pero frente a la soberbia del que nada hace por miedo a incurrir en error, el hijo pródigo supo reconocer el fracaso que había sido su vida. Pidió perdón y su padre le perdonó. Si es importante el compromiso humano, la acción cultural a realizar por cada hombre, más importante aún es mantener —o recuperar, si preciso fuera— la relación filial con Dios. Es posible que sea algo de esto lo que se apunta en Camino, 345: «¡Cultura, cultura! —Bueno: que nadie nos gane a ambicionarla y poseerla.
»—Pero la cultura es medio y no fin».
12. Apenas terminada la Guerra Civil española, san Josemaría predicó unos ejercicios espirituales a un grupo de universitarios en el Colegio Mayor Beato Juan de Ribera, en Burjasot. En uno de los pasillos del edificio —que aún conservaba las huellas de la inmediata contienda— colgaba un cartelón con unas palabras —probablemente, de Antonio Machado—: «Cada caminante siga su camino» (cfr. Alfonso MÉNDIZ, «Cada caminante siga su camino». Historia y significado de un lema poético en la vida del Fundador del Opus Dei, «Anuario de Historia de la Iglesia» IX [2000] 741-769). Aquellas palabras gustaron a Josemaría Escrivá que no dejó de usar de ellas en algunas de sus meditaciones y pláticas y también en sus escritos: «Me gusta ese lema: “cada caminante siga su camino”, el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste» (Surco, 231).
13. Un rasgo, entre otros posibles, que hace patente esto, puede ser el siguiente. Es sabido que Pío XI, Papa desde 1922, se propuso un cambio bastante radical en el sentido de la Acción Católica, tal como se venía viviendo desde que el Beato Pío IX la pusiera en marcha, poco antes de la desaparición de los Estados Pontificios, en torno a 1870. Sin entrar por el momento en mayores precisiones (cfr. Gonzalo REDONDO, La Iglesia en la Edad Contemporánea, t. II, Pamplona 1979, pp. 214-237), Pío XI popularizó la definición de la nueva Acción Católica como «participación de los seglares en el apostolado jerárquico». Algo excelente, que tuvo buenos resultados, pero en el que los seglares, en su actividad social, se encontraban por entero subordinados a la jerarquía. Más aún: la posibilidad de que los cristianos actuaran en la sociedad fue entendida como consecuencia exclusiva de un «mandato canónico» que sólo la jerarquía eclesiástica confería. Esta nueva manera de entender la Acción Católica la expuso Pío XI precisamente en torno a la fecha cuyo estudio nos hemos propuesto: 1928. Pues bien, años más tarde san Josemaría declararía lo siguiente: «En 1932 [es decir, por los años en que comenzaba a difundirse la nueva orientación de la Acción Católica], comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: “Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos”» (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 21). No había discrepancia alguna respecto al deseo del Papa de una más decidida actividad apostólica de los seglares. No se rechazaba ni lejanamente que, en algunos casos, cuando determinados seglares así lo quisieran, pudieran colaborar de forma decidida y subordinada con la jerarquía. Las palabras de san Josemaría apuntaban a otra cosa: la razón de la actividad social de los seglares —de su apostolado— no debía depender únicamente del «mandato canónico», sino de la recepción del sacramento del Bautismo, que había hecho de ellos precisamente fieles católicos: algo estrechamente vinculado con la dignidad de la persona y su llamada a la santidad (cfr. Mt 5, 48).
14. Como es sabido, el núcleo de esta doctrina sería recogido posteriormente por el Concilio Vaticano II (cfr. Álvaro DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo de amor a la Iglesia, en Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, Madrid 1986, pp. 97-123).
15. Cfr. Domingo RAMOS-LISSÓN, El ejemplo de los primeros cristianos en las enseñanzas de san Josemaría, «Romana» 29 (VII/XII-1999) 292-307.
16. En la Historia —o en la vida: en definitiva, lo mismo— para intentar solventar cualquier problema, se han de dar dos pasos obligados: determinar, en primer lugar y con la mayor claridad posible, en qué consiste el problema que se nos plantea, qué es lo que pasa o nos pasa; y, después, elegir los medios idóneos que permitan resolver la dificultad. Dos pasos imprescindibles: de nada vale dar uno de ellos, si —a continuación— no se procura dar el otro. En este sentido, se comprende uno de los esfuerzos realizados en plena crisis de la cultura de la Modernidad, en los años de entreguerras, y que no fue sino el intento de escapar del asfixiante control que el Estado ejercía sobre la sociedad, mediante la reconstrucción de los cuerpos naturales —es decir, de la estructuración de la sociedad en distintas conformaciones—, propia de los tiempos medievales. Esto es lo que, en líneas generales, planteó con clarividencia la encíclica Quadragesimo anno (1931). La dificultad —como sucede con no poca frecuencia— habría de suscitarse a la hora de llevar a la práctica la solución teórica; en el momento de arbitrar los medios necesarios para la restauración de una vigorosa vida social. Si no dejaron de percibirse ecos de la llamada solución corporativista en Italia, Alemania o Checoslovaquia, donde se hizo más patente el deseo de poner en práctica la enseñanza del Magisterio fue en las llamadas democracias orgánicas o corporativismos: el Austria de Dollfuss, el Portugal de Salazar, la España de Franco o la Argentina del general Perón. Las consecuencias derivadas de estos diversos intentos fueron, comprensiblemente, muy variadas. Pero, en definitiva, todos acabaron por incurrir en el mismo error: que no fue sino intentar la reconstrucción de los cuerpos naturales sociales mediante la acción de los distintos Estados, olvidando que dichos Estados se habían levantado, habían logrado entrar en el juego de la Historia, precisamente a partir de la aniquilación de los cuerpos naturales. Algo así como esperar que el lobo, tras haberse comido las ovejas, se transformara, de pronto, como por ensalmo, en pastor bueno y recreara —pacífico— el rebaño destruido. Si en la Historia se repiten, una vez y otra, los problemas de fondo, no tienen por qué repetirse las soluciones. No hay que pensar que la única forma de que pueda auto-estructurarse una sociedad de hombres libres sea a través de los cuerpos naturales, tal como sucedió en el Medievo. En cualquier caso parece evidente que, de ser así, sólo se conseguiría mediante la reconversión de los Estados —pretendidos impulsores de los cuerpos naturales— en simple autoridad social. Desde el momento en que esto se intentó desde fuertes Estados autoritarios, el corporativismo —por ellos construido— se esfumó apenas dichos Estados se eclipsaron. Fue una respuesta, quizá bien intencionada, pero profundamente errónea en la elección de los medios para ponerla en práctica.
17. No hace falta saber mucha Historia para distinguir todo lo que separó, desde un primer momento, a la Reforma luterana del Cisma anglicano. Bastaría tener presente que, en el caso de Inglaterra, la autoridad civil —aunque lo intentó— nunca llegó a constituirse en un Estado similar a las Monarquías absolutas continentales de los Austrias, en España, o los Borbones, en Francia. En Inglaterra, los intentos de los Estuardos por llegar a ser monarcas absolutos terminaron con la ejecución de Carlos I y la expulsión de Jacobo II, mediante sendas revoluciones sociales. La historia inglesa —y, como derivación, la de los Estados Unidos— presenta diferencias radicales con la de los pueblos continentales europeos y la de los otros muchos que, en el ancho mundo, se han derivado de éstos últimos. Cosa distinta es la cierta convergencia —sólo cierta— que hoy pueda presentarse, en la medida en que se han hecho presentes factores no existentes en los siglos primeros de la Edad Moderna: por ejemplo, el sentido democrático.
18. Las posibles respuestas son muy diversas: el Estado o la sociedad cosmopolita; el orden social, el progreso, la raza o la Nación, etc.
19. No hay que olvidar que, por más que nunca haya sido condenado por la Iglesia el tradicionalismo cultural, que niega —y, en consecuencia, impide— la libertad de acción social de los hombres, sus raíces son comunes con otras actitudes —tradicionalismos filosófico o teológico— que sí han sido rechazados de manera plena por el Magisterio de la Iglesia católica.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
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