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Mentiras prehistóricas: el pecado original. De los animales al hombre
La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Dios había hecho. Y dijo a la mujer: “¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?” Respondió la mujer a la serpiente: “Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte.” Replicó la serpiente a la mujer: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.” Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió.
Gn 3, 1-6
El pecado original del hombre según la Biblia parece ser la soberbia, la estimación excesiva de sí mismo que tiene el homo sapiens. Es la tentación humana de ser como Dios la que le arrastra a morder la manzana del árbol prohibido. El pecado tendrá su castigo divino, del mismo modo que Dios castigará la soberbia del hombre cuando quiere escalar al cielo a través de la Torre de Babel. Sin embargo la soberbia del hombre en el pecado original está instrumentada por una mentira: La mentira de la serpiente.
¿Acaso no será ese el verdadero pecado original de la humanidad? No, dirán los puristas. Quién miente es la serpiente, no el hombre. Pero, ¿mienten los animales?
Sin duda muchos etólogos y primatólogos modernos estarían dispuestos a defender que los animales mienten. Los ejemplos son numerosos: desde reptiles que hinchan sus membranas para parecer más grandes y peligrosos, hasta monos que ocultan intenciones. Ahí está la estrategia zoológica del camuflaje. Sin embargo también se encuentran ejemplos de plantas que dan a entender lo que no es, también las plantas “engañan”, como esas orquídeas que se disfrazan del insecto-hembra para tentar la cópula del insecto-macho y así impregnarle de polen esperando que caiga nuevamente en el engaño de otra flor carnavalesca a la que se busca fecundar. Es así que algunos hablan de la Inteligencia Verde, pero lo cierto es que nadie defiende una psicología de la mentira para las estrategias de supervivencia de los seres clorofílicos.
No cabe duda que en el caso de los animales los engaños son más variados, y van desde el color blanco de un oso polar que se confunde con la nieve (no muy distinto a los casos de engaño vegetal) hasta las complejas estratagemas de los chimpancés. Por medio están las estrategias de caza de algunos depredadores como lobos y leonas. Se diría, por tomar algún ejemplo, que las leonas utilizan la estrategia del disimulo (ocultación de la verdad) cuando eluden los ojos de su víctima ocultándose tras la hierbas, y ésta ya es en apariencia una mentira, pues siguiendo los preceptos agustinianos, el engaño incluye la voluntad de la fiera de engañar a su presa.
Más mentira, por más compleja, parece la de los chimpancés, como una de las que se cita en el libro de Volker Sommer Elogio de la mentira: “Un macho dominante estaba comiendo plátanos recogidos de un lugar que ningún otro miembro del grupo conocía. En ese momento apareció otro chimpancé. El macho dejó el plátano en el suelo, se alejó unos pasos y miró los árboles con cara de no saber nada. El recién llegado siguió caminando un poco, pero cuando el otro ya no podía verlo, se escondió. En el instante en el que el primer macho quiso seguir comiendo, el segundo macho salió de su escondite, hizo huir al otro y devoró los plátanos.” Tal cosa tiene la complejidad de engañar al que engaña y es difícil despojar a tal treta del calificativo de mentira.
Tomando los ejemplos anteriores cabría preguntarse cuál es la verdad de una leona que evita los ojos de su presa, porque ¿cómo podemos reconocer su mentira sin saber cual es su verdad? ¿Cuál es el engaño? Tal cosa sería la práctica de una mentira si al evitar los ojos de la presa la leona ocultara la verdad de su presencia a la vista de su presa, pero tal cosa no parece que suceda, pues la leona no reconoce la visión en los ojos de otro animal por mucho que reconozca su importancia y la importancia de eludirlos para su estrategia predatoria. Es entonces el caso de que la leona no tiene voluntad de engañar sino de ocultarse para cazar que no sería lo mismo.
Y qué decir de esos monos inteligentes. Aunque la treta es mucho más enrevesada la pregunta es la misma, ¿cuáles son las verdades sobre las que se miente? Parece sorprendente que el mono fuerte que se acaba llevando el plátano necesite engañar para descubrir la mentira del oponente y tenga una absoluta incapacidad para obligar a confesar por la fuerza la verdad a su rival. ¿En qué momento busca el mono ganador desmontar la mentira? Parece que en ningún momento se propone tal, y se limita a descubrir la trama a través de los comportamientos del otro, y esto incluye interpretar el “mirar para otra parte” del mono débil como una clave según la cual si evita los ojos del otro finalmente éste le revelará la localización del fruto. Sin duda esto incluye una elaboración muy compleja, pero ni la verdad ni la mentira se revelan. Sencillamente parecería más lógico dominar la mentira con la fuerza si el chimpancé triunfador se sintiera engañado, y ésta es una artimaña que no encontramos en la literatura de los primates. Los chimpancés no tienen un tratamiento político para la mentira y la mentira es un acto que solo podrá darse sobre un fondo socio-político. Será la humanidad al construir la cultura objetiva y su reversible, la subjetiva, las que abrirán la puerta definitivamente al acto de mentir, pues el acto de mentir solo podemos entenderlo sobre un fondo de verdad construido ya desde la cultura antropológica y no desde las culturas animales.
Así pues la mentira considerada función humana se vislumbraría por fin como un arte prehistórico, por ejemplo, en el contexto de las técnicas de caza que intuimos utilizaban los primeros hombres. Las técnicas hoy llamadas de aguardo, trampeo o reclamo y rececho parecen haber sido ya ejecutadas por los primitivos y muestran características sin parangón en otras especies. Muestran la ocultación a la vista de la presa y no meramente la huida de sus ojos cuando el cazador se disfraza y de muchos modos o permanece horas oculto y es capaz de hacerlo en muchos lugares, muestran el conocimiento de la subjetividad al producir trampas o reclamos estandarizados que no se resienten en su estructura formal por un mal resultado, atribuyendo éste a los elementos subjetivos que están en juego: percepción operada por la presa, comportamientos inadecuados de los cazadores, etc. Los cazadores prehistóricos, suponemos, podrían conservar o reproducir la esencia de la mentira adaptándola a las diversas situaciones porque algunas cosas eran verdades incontestables siempre y en todo lugar, y para mentir solo habría que disimular la verdad (esconderse en su sombra) o simularla a los ojos subjetivos siempre ingenuos a ella.
Las actividades de subsistencia de la caza y la recolección y más adelante la economía de trueque de las primeras colonias humanas, sin embargo, nos obligarán a acotar los límites aun prehistóricos de un arte tosco que será ya clásico cuando aparezcan en escena la agricultura, la ganadería y sobre todo las ciudades y el dinero.
La mentira clásica: el canon de un arte
Con la ciudad, el dinero como valor de cambio, con el desarrollo de la escritura y la complejidad religiosa, las ficciones podrán tomar ya masa crítica. Las sociedades humanas serán ya propiamente políticas y bajo la institucionalización y generalización de la verdad como instrumento de relación entre los hombres, la mentira queda institucionalizada y podrá habitar ya todos los rincones y con amplias texturas. En los albores de la historia comienzan a cuajar seguramente todas las formas de mentir y por tanto podemos decir que se construye el canon de este arte clásico, recogido especialmente durante la etapa de la Grecia antigua, en sus mitos. Los parámetros de este arte remiten al otro mundo, al Olimpo de la Verdad.
La mentira es en la mitología griega casi un divertimento divino. Los inmortales dioses se mienten entre ellos, pero sobre todo, esto es lo relevante, a pesar de su divinidad y poder sobrehumano, mienten a los hombres constantemente. Toman formas animales para arrebatar o seducir a mujeres, tientan a los hombres ofreciéndoles capacidades que luego no dan, etc. No, los dioses no tienen poderes para dominar por la fuerza a los mortales, los dioses tienen poderes para poder mentirles. Al respecto es sumamente interesante el diálogo que mantiene Sócrates con Hipias el Menor (afamado sofista) donde se sostiene que miente el que puede, a los efectos, el que sabe la verdad, de muestra un botón donde Sócrates pone el saber astronómico como ejemplo:
Sócrates: —Luego también en astronomía, si alguien es mentiroso, el buen astrónomo lo será más; él es capaz de mentir; no el incapaz, pues es ignorante.
Hipias: —Así parece.
Sócrates: —Por tanto, también en astronomía la misma persona es mentirosa y veraz.
Hipias: —-Parece que sí.
El diálogo socrático en el Hipias el Menor de Platón muestra los fundamentos clásicos del canon de la mentira, del arte de mentir. Los dioses y aún los humanos más avanzados e inteligentes como Ulises pueden mentir porque saben jugar con la verdad. Sin duda son sabios, dejando aparte valoraciones morales: el que miente con arte es el que sabe la verdad, y el que miente sin la verdad, no tiene arte para mentir. Este es el caso de las bestias al que nos referíamos en el punto anterior, sus mentiras no tienen título porque no conocen la verdad.
Sin embargo la mentira como acto social, no puede prescindir de la nesciencia del que creyéndose poseedor de la verdad la ignora. La mentira tiene las patas cortas ante la verdad dominada por el otro, pero camina ligera en los bastos campos de la credulidad del engañado. Los dioses se divierten dándose un paseo por la caverna de Platón: el mundo de los mortales donde las percepciones son primariamente sombras de luz proyectada, sombras solo interpretadas por creencias sobre la verdad, no siendo la verdad misma. El dios Hermes muestra el perfil del problema de la ignorancia y del mito platónico. Hermes es el dios de las palabras, la elocuencia, la comunicación, el mensaje. Es el dios mediador entre inmorales y mortales. Y, ¿qué es la palabra, el mensaje? Es la sombra platónica proyectada sobre la conciencia humana, y si bien el contorno de la verdad es indudable en una proyección y en una palabra, la verdad en sí no se aparece, y es por eso que el dios mensajero (que transmite la verdad) es también el dios de la mentira, del engaño, del galanteo. Es el dios de la concordia, pero también el de los embusteros.
Por otra parte la dualidad clásica no solo se manifiesta en cuanto a la ontología de la inteligencia, también en cuanto a su axiología. Aún Aristóteles, incansable defensor de la verdad en su Ética, no dejará de reconocer en su Poética las virtudes pedagógicas o didácticas de lo inexacto, pues más allá de carácter falso de la mentira, no dejan de estar reconocidos en ella ciertos contenidos universales. El poeta, frente al historiador, usa la farsa por su carácter flexible para hacer entender lo que hay mas allá de los hechos ciertos. La verdad concreta de los hechos no transmite la verdad universal, pues la verdad habría de seguir siendo una con otros sucesos. La verdad universal es hija de la metáfora.
En todo, con la ciudad común, diría Aristóteles en su Política, se manifiesta lo propio, lo particular. La mentira prehistórica, quizás acotada como una estrategia del grupo o el clan, pasa a ser cuestión de gobierno personal o de gestión de uno mismo. Habrá quien tome el camino de la Ética (o la sinceridad) o el de la Poética (o la artimaña). Tal vez en un mundo enredado como el que desde entonces se ha construido, la virtud esté en su justo medio, pues la sinceridad exige artimañas para lograr éxitos y queda dicho que la artimaña no vive sin la verdad.
La verdad oscura: el hábito no hace al monje
Aunque el patrón de la mentira queda fijado ya en periodos anteriores, los contextos históricos perfilarán un estilo característico. El arte medieval podría caracterizarse por el férreo control de la verdad sobre la mentira. Quizá los dioses embriagados y juguetones de la época clásica necesitaban el látigo redentor del Dios cristiano. San Agustín de Hipona o Santo Tomás de Aquino podrían verse como los azotadores. No obstante tanto uno como otro azotador no dejarán de reconocerle a la farsa su vivir inevitable, y el último casi hasta su virtud para ciertos casos; y es que la verdad beata no puede disimular la mentira oculta en los hábitos.
El rigor de la moral cristiana habrá de hacer su cruzada contra el pecado de mentir. La propia consolidación de la institución eclesiástica conlleva la persecución del hereje a través de su desenmascaramiento. La iglesia se previene contra el falso testimonio y la falsificación de la creencia. Se levantan primero las gruesas murallas románicas contra la mentira y después las apologéticas cumbres góticas de la verdad pero cada piedra habrá de tener sus sombras.
El mundo inestable de invasiones, de avances y repliegues, de fragmentación fronteriza... disuelve en gran medida el mundo urbano en Occidente. La vida se simplifica en cuanto a las relaciones de sociedad en un mundo rural y campesino, la mentira pierde matices y colorido a costa de una verdad elemental. Pero la Ciudad de Dios sigue levantada en cada aldea y los clérigos sostienen las verdades heredadas junto con las sospechas de infamia. San Agustín había acertado a desconfiar del hombre, que por su voluntad miente. A la luz ilustrada de la Iglesia flotan las manchas oscuras, porque la figura pecadora del farsante refleja de la del honesto cristiano (cristiano puede traducirse aquí casi por ciudadano, aunque viva en el campo o en una villa).
Con los tiempos viene una secularización de los hábitos, y los hábitos tienen su aprovechamiento tanto para el que se disfraza como para el que repara en la vanidad del que se los pone. La verdad ensalzada como virtud de esta época emociona la vanidad del hombre y la mentira saca tajada. Al efecto nos alecciona la famosa fábula del Cuervo y el Zorro en El Conde Lucanor de Don Juan Manuel (la mentira es una treta que se aprovecha de la vanidad de un hábito tomado por verdad):
Una vez halló el cuervo un gran pedazo de queso, y se subió a un árbol para poder comérselo más a gusto, sin recelo y sin estorbo de nadie. Y cuando así estaba, pasó el zorro por el pie del árbol, y apenas vio el queso que tenía el cuervo se puso a tramar el modo de quitárselo. Y, por ello, empezó a hablar de esta manera:
—«Don Cuervo, hace mucho tiempo que oí hablar de vos y de vuestra nobleza y apostura. Y aunque os he buscado, no ha sido voluntad de Dios ni ventura mía el que os hallara hasta este momento. Y para que veáis que no os lo digo por lisonja, enumeraré tanto las aposturas que en vos veo como aquellas cosas en que, según las gentes, no sois tan apuesto.
Todas las gentes piensan que el color de vuestro plumaje, ojos y pico, patas y uñas es negro. Y dado que las cosas negras no son tan apuestas como las de otro color, y vos sois enteramente negro, opinan las gentes que ello constituye mengua de vuestra apostura. No se dan cuenta de que se equivocan pensando así. Pues si vuestras plumas son negras, es tan negra y brillante su negrura, que se vuelve de azul índigo como las plumas del pavo real, la cual es el ave más hermosa del mundo. Y aunque vuestros ojos son negros, en cuanto ojos son más hermosos que ningunos otros ojos; pues la propiedad del ojo no es sino ver; y puesto que toda cosa negra conforta la vista, los negros son los mejores; y por ello son más alabados los ojos de la gacela, que son más negros que los de cualquier otro animal. De igual manera, vuestro pico y vuestras patas y uñas son más fuertes que las de ninguna otra ave de vuestro tamaño. Y en vuestro vuelo tenéis tanta ligereza, que no os estorba el viento contrario, por recio que sea, cosa que ninguna otra me puede hacer tan ligeramente como vos. Y tengo por seguro, puesto que Dios hace todas las cosas razonablemente, que no consentiría que, siendo vos tan excelente en todo, tuvieseis el defecto de no cantar mejor que otra ave cualquiera. Y pues Dios me ha concedido la merced de veros, y compruebo que hay en vos mejor bien del que nunca oí, si me dejaseis oír vuestro canto, me tendría bienaventurado para siempre».
Y cuando el cuervo vio de qué modo le alababa el raposo, y cómo le decía verdad en algunas cosas, pensó que se las decía en todas, e imaginó que era su amigo, sin sospechar que era para quitarle el queso que llevaba en el pico. Y en vista de las muchas y buenas razones que le había oído, y por los halagos y por los ruegos que le había hecho, abrió el pico para cantar. Por lo cual cayó el queso en tierra, lo tomó el zorro y se fue con él. Y así quedó engañado el cuervo, por creer que su apostura y gallardía eran mayores que las que tenía de verdad.
Y aun la mentira podría colarse revestida de virtud, como a veces se dice de El libro del Buen Amor de Juan Ruiz; algunos interpretan que el propio autor construye un manual del embuste carnavalesco haciéndolo pasar por un catálogo del pecado como si fuese el canto de un juglar que, con licencia para moralizar hablando de blasfemias, habla de moral para blasfemar. Sin capacidad para descubrir la intención del autor, la dialéctica entre la virtud y el deseo, la verdad y la mentira se muestran a cada verso. La ambigüedad del libro podría ser el conflicto del hombre medieval con capacidad de elegir entre caer en los deleites del pecado a través de las sombras de la virtud o la de prevenirse al desenfreno poniendo luz al pecado.
Pero en cualquier caso, durante el medievo la mentira es la verdad oscura de una virtud monumental. Es cuando la mentira empieza a ser virtud, en el renacer del hombre, que hay un cambio de estilo. El Decamerón ofrece una historia límite de las dos tendencias. En la novela primera se narra las trampas últimas de un hombre de mala vida que miente astutamente a un fraile antes de su muerte, siendo finalmente el pecador bendecido y tendido por santo y sirviendo de mediador espiritual para el pueblo. Y concluye el cuento que “(...) grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia.” El crepúsculo medieval, los albores del renacimiento.
Renacimiento de la mentira, ¿había muerto?
La falsedad que da lugar al descubrimiento de América sirve metafóricamente para argumentar el nuevo brillo del embuste. El viaje, que no hubiese tenido lugar sin los cálculos erróneos de Colón sobre la base de los de Tolomeo, parece como presagiar el nuevo elogio a la mentira que renacerá entonces.
La sociedad se decanta definitivamente por el urbanismo y la mentira resulta necesaria en este ambiente y se convierte en un arte nuevamente respetado. Tomando como medida al hombre, ha de reconocerse que es de su inteligencia mentir y, por tanto, digna de consideración.
Ejemplo de obra renacentista es El Príncipe de Maquiavelo. Auténtico tratado de filosofía política, la mentira es en El Príncipe una figura de contornos bien visibles, de claridad absoluta que responde a los patrones artísticos de la época. El elogio a la mentira está justificado sobre la base del realismo. Funciona y es necesaria. Así como ya Platón justificara en su República el engaño al pueblo por su propio bien, lo mismo Maquiavelo, que recomienda a su Príncipe una serie de artimañas para el buen gobierno. No se trata de mentir para engordar al gobernante, se trata de comprender la necesidad imprescindible de dominar este arte ante la realidad cambiante y las veleidades del vulgo.
(...) el príncipe prudente, que no quiere perderse, no puede ni debe estar al cumplimiento de sus promesas, sino mientras no le pare el perjuicio, y en tanto que subsisten la circunstancias del tiempo en que se comprometió.
Ya me guardaría bien de dar tal precepto a los príncipes si todos los hombres fuesen buenos; pero como son malos y están siempre dispuestos a quebrantar su palabra, no debe ser solo el príncipe exacto y celoso en el cumplimiento de la suya.
El realismo renacentista surge del pesimismo sobre la verdad. El realismo pesimista toca todas las capas sociales. En todas se torna como necesaria y habitual la mentira, y acaso los perseguidores de la digna verdad son los seres más perdidos. Al respecto aparece y más después en el barroco el personaje del antihéroe en la novela renacentista española y por supuesto en El Quijote en su protagonista principal. Personajes que, atados por la pretensión de valores verdaderos y eternos, están sumidos en la irrealidad y la locura. En este contexto los que malviven, aunque sea en la miseria, son los pícaros (renacentistas aunque se hable de ellos en tiempos postreros), acostumbrados al ir y venir de las cosas y las circunstancias. La realidad cotidiana plantea un escenario donde mentir es ley de vida, si bien es un arte difícil en el juego de engaños y contra-engaños. Al respecto, la archi-famosa escena de las uvas de El Lazarillo de Tormes plantea con la crudeza del realismo de la naturaleza contingente y provisional de la picaresca mundana. La mentira de Lázaro es tan cotidiana y está tan en la calle que hasta un ciego la ve de curtido que está él mismo en estas tretas (“¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que comía yo dos a dos y callabas.”)
La mentira renacentista se caracteriza por la nitidez y hábito del mentir. La mentira adquiere la función de un plano general, un fondo, sobre el que transcurre la trama de la vida de las personas y personajes, y no cabe más que sumergirse en las turbias aguas para desenvolverse. Aún así una no hará sino introducir al personaje en otro charco, en un circuito indefinido donde unas mentiras se lavan con nuevas más gordas. Con el barroco la mentira habrá de depurarse hasta el punto en que permita nadar al tiempo que guardar la ropa.
La mentira compleja
Sin duda una sociedad cada vez más difícil y avisada sobre las artes diáfanas del engaño necesita formas más complicadas de engañar. Mientras que podríamos decir que la mentira renacentista se arregla para salvar las circunstancias, la mentira barroca consiste en arreglar las circunstancias para poder mentir. Ya no son personas o personajes que mienten episódicamente cada vez según convenga, son personas o personajes que trazan un plano equívoco donde poner los pilares para sostener sus mentiras a lo largo de todo un relato. El ascenso de la burguesía requiere la consolidación de máscaras sólidas y creíbles que garanticen sus ahorros.
La mentira pasa de ser el fondo vital reconocido en el renacimiento a ser el motivo sobresaliente del cuadro. La verdad se subordina para dar funcionalidad a la falsedad, limitada por la desconfianza durante la etapa anterior.
El personaje de Yago en Otelo representa fielmente esta complejidad. Yago, hombre codicioso que quiere ascender en el escalafón militar, halla los peldaños en la verdad, de la que trata de separarse poco para estafar la confianza amorosa que Otelo inicialmente deposita en Desdémona. Poco importa el amor sincero de ésta, porque el amor como cualquier cosa solo puede verse en algunas de sus partes aparentes. Yago procurará escoger las partes que más le interesen sin ser ninguna de ellas inventadas. Así, con la evidencia del sesgo, dirigirá astutamente la vista a Otelo y moldeará su personalidad hasta convertirlo en un celoso asesino. La mentira es un proyecto constante y coherente en Yago, un proyecto sólido, tanto que en su desenlace en la obra de Shakespeare muere de éxito. La mentira barroca no muere por tener las piernas cortas, muere por caminar demasiado, por su desmesura. Una nueva vuelta de tuerca en el modernismo romántico nos arroja a una estrategia de contención.
En esas tesituras Kant levanta su filosofía contra la mentira, contra toda forma de mentir. Es la resistencia de un “cura de la verdad” que en sus pretensiones idealistas acabará por engendrar a un hijo bastardo: Schopehauer, amigo de lo contrario. La mentira aún habrá de radicalizarse.
La mentira romántica: el baile de máscaras
La sociedad burguesa estalla con la revolución francesa. Adquiere especial importancia el concepto de plusvalía, no obstante presente ya desde los viejos tiempos. Las cosas definitivamente valen más de lo que verdaderamente son. La acumulación de determinada suma de dinero en manos de ciertas personas, con un alta capacidad para producir mercancías y la existencia de amplios grupos de población “liberada” del campo y de la propiedad, que les obliga a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir, permite la explotación de la mano de obra con fin de abaratar los costes sin por ello necesariamente abaratar los precios. Este margen de ficción a costa del obrero repercute en un impulso a la mentira social, además de la económica. Descubrir que se puede vender por más de lo que vale, y a partir de entonces de forma generalizada y palpable, no puede ser inocuo para las mentalidades de entonces. El hombre está redescubierto desde del renacimiento y en estas fechas definitivamente sobrevalorado.
Las emociones humanas se tornan exageradas (incluso adulteradas sentimentalmente), y en su exageración muy cercanas a las virtudes puritanas, reveladas como una característica personal, como un elección de personas respetables muy dadas a la vanidad por su correcta manera de comportarse. Si ya desde el barroco se empiezan a construir verdaderas personalidades de ficción, ahora el carnaval es norma para todo el que mercadea, para todo el que posee, para todo el que tiene capital. Allá seguirán, con sus astucias, los pícaros y celestinas en las clases sociales más bajas. La careta personal, en cambio, es un arte refinado, signo de distinción, pero dificultoso y con avatares. Cierto es que si bien la careta se lleva dignamente, a todo momento está el “actor” en riesgo de desnudar la cara y enseñar las vergüenzas de su verdadero rostro. Yago está en riesgo de reconocerse finalmente ante el espejo público de los hipócritas, que no pasarán el descuido por miedo a reflejarse.
El giro del romanticismo es la vergüenza a la verdad, que a toda costa debe ser ocultada. La sociedad está montada sobre mentiras y su revelación destruye la estructura misma del alma enmascarada, destruye a la persona que lo es gracias a su antifaz. Las precauciones obligan al disimulo como técnica básica. Las fuerzas no se ponen en hacer eficaz la mentira con sofisticadas estrategias (signo barroco), sino en hacerla impermeable a la verdad. El personaje no se diseña para engañar, se diseña sobre todo para no ser descubierto.
El arte moderno y romántico se nos desvela en Las amistades peligrosas de Chordelos de Laclos, como genialmente ha sabido ver el psicólogo Marino Pérez en Ciudad, individuo y psicología. En la complicada trama de Laclos se suceden multitud de personajes, de sentimientos y pasiones a la vez distantes y linderas, multitud de argucias, de cotilleos, de intrigas, de secretos y evidencias; pero lo fundamental y original es el juego de espejos en el que consiste la Mentira sostenida en el libro, ideada por el personaje de la marquesa. Lo básico no es tanto mentir, las mentiras parciales son las mismas de siempre, lo original está en la construcción dramática de la historia dirigida por la marquesa, con intención de ir venciendo las resistencias de unas personas que se protegen en sus disfraces. Las tentaciones primarias son como verdades naturales disimuladas entre las ropas, pero que de un modo u otro han de mostrarse en algún momento. La mentira consiste en hacer perder la referencia del “correcto envoltorio” en que deben servirse las pasiones. Tal cosa es posible por la buena maña de la aristócrata, pero sobre la base de que cualquier envoltorio es distinto al contenido de lo envuelto.
La mentira romántica parte del reconocimiento por parte del artista de que el engañado a su vez engaña. En este sentido el mentiroso se dedica a confundir las referencias del engañador engañado tal que su representación resulte torpe e insegura y finalmente se descubra que interpreta haciéndose insoportable su degustación en el escenario social. Destruyéndolo como personaje quedará destruido como persona. El artista no puede mentir sin referencia a la verdad, y en el mundo romántico la manipulación consiste en hacer evidente la verdad manipulada por los otros sin acusar directamente, pues nadie está libre de pecado, ni puede salirse del escenario, ni desea prescindir de la utilidad de una buena interpretación.
El teatro y la obra seguirán ya en el mismísimo presente, pero dado el número de actores, personajes y guiones, la obra toma nuevas dimensiones.
La mentira en la vanguardia. La sofisticación delirante
La sociedad contemporánea nos descubre una nueva realidad económica: el producto- ficción, que cristaliza más que nunca en nuestros días. El producto no está ya sobreestimado, el producto es directamente falso, no tiene valor alguno por sí mismo. Es el trazo que nos dibuja Vicente Verdú en El estilo del mundo. Sin embargo la ficción del producto esconde una verdad casi irrenunciable, la de vivir a través de su consumo: vivir al hilo de una marca de vaqueros y de una lata de agua negra azucarada, pero vivir al fin y al cabo. Del capitalismo clásico donde unos cuantos acumulaban riquezas y la vendían, las comerciaban, pasamos a un capitalismo socializado, o lo que es lo mismo, a una sociedad consumo. El engorde de las carteras de la clase media supone una nueva posibilidad para el mercado que gana con el consumo de masas. La mayoría puede comprar y también, como corresponde, puede (necesita) vender y venderse. Esto tiene implicaciones evidentes en la vida de las gentes y en la condensación psicológica de sus personalidades. El “baile de máscaras” al que asistiría contemplativo y confuso un humilde operario en la etapa romántica, se convierte en un salón global en el que el ciudadano normal se ve forzado a coger el ritmo y a vestirse según corresponde. La vida es un show, el hombre un actor.
La generalización del producto-ficción como artículo de venta consagra definitivamente al envoltorio como decisivo, es más, el envoltorio es el producto y el contenido solamente una excusa. La funcionalidad de tal artimaña mercantil es la de hacer discurrir la trama de cada cual a través de la ficción para encontrarse con otro actor o actores en tramas tangenciales. Las relaciones interpersonales están tocadas completamente por la escena económica. Ya no unen los trabajos (ya de por sí atemporales) ni las desgracias (ahora individuales, psicológicas), une contingentemente la red de tramas en la que todos representan según las modas de estilo que se van imponiendo cada temporada. Porque el producto-ficción exige cantidad, el secreto del beneficio es precisamente ese. La optimización económica, alcanzado un punto en que resulta difícil o menos rentable conquistar nuevos mercados, se logra con una mayor tasa de venta resultado de acelerar (acortar) los tiempos de consumación. El éxito de una marca, vinculado al escaparate social del consumidor y al éxito que esa imagen puede tener para el individuo, renta en un cambio incesante de estilo, de línea, cambiando sin fatiga el aire o la expresión del consumidor, por más que interese que la marca y el individuo permanezcan constantes. El producto consiste en consumir al consumidor.
Con estos ingredientes el hombre contemporáneo está amenazado por la fragmentación personal, por la desrealización; es un actor en busca de un papel para comerse el día, pero que ha renunciado a interpretar el papel de su vida. El actor es preso de una aparente necesidad de sofisticación que le permita seguir una urdimbre complejísima, profunda, intensa... pero la obra (la verdad) es pobre, vulgar y obscena. El metrosexual, desfigurado de tanto perfilarse, es un personaje provisional que apenas puede desempeñar su papel una vez a terminado de acicalarse, pues de inmediato tiene que tomar el tren del día siguiente con nuevas pinturas. Y la verdad sigue siendo la misma para cada salida del sol, encontrarse con los demás, pero no parece posible sin las poses fingidas de unos aceites mutables y una metamorfosis continua. La pregunta “¿quién soy yo?” no está injustificada, pero incluso las respuestas disponibles son erráticas. El reencuentro con la identidad se vende en viajes a islas perdidas, en espectáculos cinematográficos, en el diván... lugares realmente diseñados para perderse y los trastornos psicológicos y psiquiátricos son epidemia, naturalmente.
La mentira de vanguardia es un cuadro abstracto y confuso. La ficción lo domina todo y la mentira, perdida casi la referencia de la verdad, es un arte que adquiere elementos de vulgaridad. La supervivencia social requiere más que nunca de la Mentira, con mayúsculas, porque casi consiste en inventarse una Verdad, porque la verdad clásica sobre la que se sustentaba la imagen o figuración representada en un cuadro ya no está referida en los contenidos pictóricos; la verdad ahora se reduce (como unidad mínima irrenunciable) a la estructura física (el lienzo, los pigmentos, el cuerpo biológico y las necesidades básicas). Si la verdad está en crisis, también lo está la mentira auténtica. La mentira de vanguardia es un subproducto, el autoengaño dramático (la enfermedad mental). El objetivo elemental ya no está tanto en el aprovechamiento de simular o disimular la verdad para robarle algo al otro, sino en poseer una verdad para uno mismo poseer algo.
La aventura contemporánea es la infructuosa de Alicia en el País de las Maravillas (y su complementaria Alicia frente al espejo) o la delirante de Neo en Matrix, ambos diluidos en un mundo cavernario de oscuras percepciones. Alicia, al introducirse en la madriguera y perseguir al conejo blanco descubre un mundo absurdo que pretende interpretar con lógica (Lewis Carroll era matemático). Alicia discute infatigable con los disparatados personajes que se va encontrando intentando comprenderles racionalmente. Por el contrario Neo descubre estar en un mundo irreal y su empeño más bien consiste en una incesante lucha por salirse al otro lado, más allá de las apariencias. Ambos, Alicia y Neo, reflejan la tensión neurótica y psicótica a la que invita el caos mundano. Alicia es una neurótica atrapada en el intento estéril de racionalización de las ficciones que se va encontrando, mientras que Neo es un psicótico que pretende desdoblar el mundo, que pretende superar la realidad-ficticia o la ficción-realidad en la que necesariamente tiene que moverse. Alicia opera como Miró, a brochazos, intentando descubrir una “buena forma”. Neo es un Kandinsky, un personaje iluminado por un plan geométricamente determinado, que habría de terminar loco de remate al descubrir que sin las ficciones generadas por Matrix no podría caminar hacia la verdad y que destruir Matrix es destruir el camino.
El autoengaño es la argucia delirante característica del sobrevivir en nuestros días. Es la búsqueda de una identidad consistente, que trascienda la articulación de cada cual en el mundo. El autoengaño opera, por tanto, un distanciamiento de la realidad y de la identidad personal para así escapar o evadirse de un funcionamiento irregular del entorno, para así evadirse irresponsablemente de la implicación que cada cual tiene al participar en la obra. Un papel adaptado al que no quiere interpretar, que sin embargo, paradójicamente le obliga a interpretar como figurante, y que también consume y es consumido por su papel mundano de enfermo o de espectador, de Don Nadie. Los figurantes también padecen las modas, las modas diagnósticas, las modas del espectáculo al que asisten. Y también pagan sus cheques.
Por tanto, y a modo de conclusión, la estrategia vital realmente inteligente puede que no sea otra que entender, asumir y sufrir/gozar (vivir) la verdad de la ficción. No cabe otra. Si acaso con la mesura o prudencia que sea posible para no vivir en la ficción, para no encasillarnos en un personaje absurdo, pero sin renunciar a cómo son las cosas y sin renunciar a nuestra identidad de pícaros que es la que en realidad nos caracteriza y a la que estamos un poco obligados.
Resumen
Este ensayo recorre la historia de la mentira. Un curioso e interesante itinerario por distintas épocas en las que el engaño, el disimulo y la verdad manipulada describen el devenir y la cotidianeidad de las sociedades humanas. Desde el principio, la mentira se convierte en un acto social, por tanto en una práctica que se transforma con las modas y circunstancias históricas. El ser humano necesita de la verdad y de la ficción para vivir. Lo difícil es saber distinguir una de otra sin perderse por el camino.
Rubén González Fernández, en redalyc.org/
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