En verdad el corazón desbordante de Ignacio
encontró eco en el de sus amigos;
si no se hiciese mención de estas
amistades desfiguraríamos el retrato de nuestro santo.
(Hugo Rahner)
Introducción: la amistad, ¿un tema menor?
La amistad en el cristianismo tiene buenos fundamentos en la vida y la palabra de Jesús. La imagen de Dios-Amor, la vida de los primeros cristianos tal como aparece en los Hechos de los Apóstoles y en algunas de las cartas del Nuevo Testamento son buena base para desarrollar la amistad en la vida de las comunidades cristianas. La historia del cristianismo nos ha dejado un buen legado de amistades notables que hace honor a la humanidad de Jesús a quien cristianas y cristianos tratan de seguir: Francisco y Clara de Asís, Jordán de Sajonia y Diana de Andalón, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Pedro Fabro, Teresa de Jesús y Jerónimo Gracián, Francisco de Sales y Juana de Chantal, por citar sólo algunos casos destacados. Sobre la amistad no han faltado estudios y publicaciones en el mundo cristiano.
Sin embargo, hace poco, Elisabeth Moltmann-Wendel afirmaba: «la amistad es una categoría olvidada en la fe y en la comunidad cristiana». Cierto, se habla y escribe bastante sobre la amistad. En la Iglesia y en las comunidades cristianas, el amor y la amistad tienen carta de ciudadanía, pero, a la verdad, no tanto la amistad, a pesar de echar raíces en la misma vida y mensaje de Jesús. La amistad no es un asunto con relieve especial en la reflexión sobre la fe o, por lo general, en las mismas relaciones dentro de la comunidad cristiana. En el mejor de los casos, parece que se trata de un tema menor para la teología o simplemente un sueño o una ilusión en la vida, que deben ser mantenidos al margen de lo cotidiano. Ciertamente, no faltan escritos sobre la amistad de diversa cualidad y extensión, incluso actualmente empiezan a abundar. Pero este hecho no quita la impresión de que la amistad sea una materia interesante, pero de supererogación, una especie de lujo humano.
Con todo, no podemos olvidar que la amistad no sólo ha sido objeto de aprecio y de ponderación considerables a lo largo de la historia, sino también de estudios que muestran su carácter sustancial para la existencia humana. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, consideró la amistad como la cosa más necesaria para la vida. En el tratado Sobre la Amistad, Cicerón mostró cómo la amistad es fundamental para la vida política (sí, ¡la política!). Michel de Montaigne, en sus ensayos, se adentra en la amistad desde la vertiente de la experiencia psicológica y subjetiva, a diferencia de pensadores anteriores que partían más bien desde la moral o desde la teología.
La teología actual no hace gran honor a la amistad, aunque al parecer de Eberhrad Jüngel, Dios que es amor es precisamente el objeto de la teología. Con todo, a lo largo de la historia, no faltan aproximaciones al tema desde la perspectiva de fe cristiana: Tomás de Aquino verá en la amistad una dimensión teologal, ya que, según él, la relación de amor con Dios es amistad; la teología espiritual ha ofrecido obras clásicas como La amistad espiritual de Elredo de Rielvaux o el Llibre de l'amic e l'amat de Ramon Llull. Recientemente, aunque no se han prodigado, hemos gozado de algunas obras de valor y de interés sobre el tema: Los cuatro amores, donde C.S. Lewis incluye un estudio sobre la amistad; Las grandes amistades de Raïssa Maritain, testimonio de las notables amistades que dejaron huella especial en su vida y en la de su marido, Jacques; Sobre la amistad, la obra de Pedro Laín Entralgo en la que nos conecta magistralmente con la historia de las muchas significativas aproximaciones del pensamiento al hecho fundamental de la amistad humana.
Pero, aunque la amistad sigue ocupando un espacio en el mundo de las publicaciones, es muy sintomática la confesión de Laín Entralgo a propósito de la primera edición de su obra sobre la amistad: «¿Se me permitirá ser por igual orgulloso y humilde, y decir sinceramente que me ha entristecido un poco la escasa resonancia de este libro?».
Todo lo que precede confirma, por un lado, la importancia reconocida constantemente del tema de la amistad, y, a la vez, el hecho de ser considerado en la práctica como un estudio relativamente secundario, por más que interesen las aproximaciones con un carácter práctico. No es, por tanto, superfluo realizar una nueva aproximación al tema desde el campo de la espiritualidad que no ha sido excesivamente generosa a la hora de abordarlo y, muy a menudo, sólo ha indicado márgenes peligrosos y ha levantado señales de alerta.
El estudio del tema que aquí realizo a partir de la persona de Ignacio de Loyola se justifica porque Ignacio fue gran amigo de muchas personas y ayudó a crear amigos y poner medios para el crecimiento de la amistad. Ciertamente, sobre la amistad no nos dejó ningún tipo de tratado (cosa que no era muy de su estilo) ni iniciación metódica y práctica al estilo de sus Ejercicios Espirituales, pero el modo cómo él captó amigos y cómo cultivó y promovió la amistad nos permite desvelar en Ignacio un estilo personal de amistad, y una manera de promoverla y de desarrollarla que nos legitima a llamarla “arte de la amistad”. Sin grandes elaboraciones antropológicas o psicológicas formales, ajenas al modo ser del santo, pero con una notable percepción profunda y práctica de la naturaleza del corazón y de la sensibilidad humana, Ignacio, aunque no nos ofrece una obra teórica de gran calado, sí que, con su vida y su manera de proceder, nos inicia en el camino de una sólida amistad.
En las páginas que siguen presentamos primero, cómo vivió la amistad Ignacio de Loyola y cómo la promovió, y, luego, sacaremos algunas consecuencias para el cultivo y desarrollo de «la cosa más necesaria para la vida» (Aristóteles). La cosa más necesaria y que merece un tratamiento afinado ya que, como se ha destacado recientemente en distintas publicaciones, la amistad es frágil [1].
1. Una historia de amistad
Estos últimos años se ha hablado y escrito abundantemente sobre la amistad en relación con Ignacio de Loyola. La expresión «amigos en el Señor», que aparece únicamente en una de las cartas más antiguas, ha sido la que más a menudo ha centrado los estudios ignacianos sobre el tema. Sin embargo, no es que sean muchos los escritos que ahonden en cómo vivió Ignacio la amistad y, menos aún, en el modo en que él la fomentaba en sí y en los demás. Por esto, me ha parecido oportuno dedicar una reflexión especial a cómo Ignacio fue el núcleo del grupo de «mis amigos en el Señor» y qué arte, qué mistagogía, empleó para hacer brotar y hacer crecer la amistad.
Desde muy pronto, después de su conversión al apostolado ilustrado, al regresar de su peregrinación a Tierra Santa (antes de este viaje renunció a todo tipo de apoyo humano, incluso al de la amistad), Ignacio se ocupó de buscar compañeros, propiamente cordiales colaboradores del proyecto de «ayudar a las almas». Sabemos muy bien cómo aquel primer grupo (Arteaga, Calixto, Cáceres, Juanico) no alcanzó el último objetivo de constituirse en una agrupación estable de amigos. Fue «un parto primerizo» al decir de Alfonso de Polanco. La primera lección que Ignacio nos transmitió sobre la amistad fue, así pues, que se trata de un proceso delicado, lento y frágil.
En cambio, a partir de 1529, en París, a donde se dirigió, entre otros motivos para buscar compañeros, empieza una etapa sólida de amistad que será la primera piedra de la Compañía de Jesús. Pedro Fabro, al rememorar los dones recibidos en su vida, da gracias a Dios por los bienes espirituales y materiales recibidos al compartir habitación, en el Colegio de Santa Bárbara, con Francisco Javier y particularmente, con Ignacio de Loyola: «Dios quiso que yo enseñase a este santo hombre, y que yo mantuviese conversación con él sobre cosas exteriores, y, más tarde sobre las interiores; al vivir en la misma habitación, compartíamos la misma mesa y la misma bolsa. Me orientó en las cosas espirituales, mostrándome la manera de crecer en el conocimiento de la voluntad divina y de mi propia voluntad. Por fin llegamos a tener los mismos deseos y el mismo querer» [2].
Cuando diez años más tarde, en Roma, el grupo de amigos se reunía para deliberar sobre cómo debía ser su futuro, se plantearán en primer lugar, antes de otras cuestiones, si el grupo debía disolverse o consolidarse en alguna forma de asociación. Decidirán con toda firmeza no disolverlo, ya que se trataba de una obra que Dios había realizado. El grupo de amigos no sólo había madurado, sino que había adquirido una densidad espiritual tal, que en adelante la amistad estará en la base de todas las decisiones de futuro que tomará el grupo reunido para deliberar.
Los amigos, a partir de 1540, empiezan a dispersarse para dar alguna respuesta a las exigencias apostólicas. Con todo, esta dispersión ocasionada por la misión no disminuyó la calidad de la verdadera amistad y, a la vez, dejó una serie de testimonios de cómo lo humano es constitutivo de una auténtica experiencia de amistad cristiana y espiritual. Sigamos, pues, la génesis y la evolución de esta amistad centrándonos en Ignacio de Loyola, núcleo del grupo de «amigos en el Señor».
2. La amistad en la vida de Ignacio
Al emprender este estudio sobre Ignacio y la amistad, deberíamos preguntarnos cómo entendía la amistad Ignacio de Loyola, qué entendía por amistad. Nos lo debemos preguntar porque, por un lado, esta inclinación a la amistad fue produciendo con el tiempo, sobre todo después de su conversión, frutos de madurez humana y cristiana. Y, por otro, porque no resulta fácil dilucidar la calidad de su amistad cuando, a partir de 1541, su amor ha de pasar por el tamiz que impone su condición de Prepósito General, y no siempre se transparenta lo que hay en su corazón ya que, como él mismo confesó, según testimonio de Gonçalves da Câmara, «quien medía su amor con lo que él mostraba, que se engañaba mucho» [3]. Este comportamiento de gobierno amoroso practicado por Ignacio es la plasmación viva de lo que se expresó en la Fórmula o Regla de la Compañía de Jesús, que el Superior ha de acordarse siempre «de la bondad, de la mansedumbre y de la caridad de Cristo» [4].
2.1. Una cuestión previa
De hecho, a partir de los datos que nos ofrece su biografía, podemos distinguir tres aspectos o niveles de la amistad en la vida de Ignacio. En primer lugar, el santo busca compañeros de apostolado. No excluye de ningún modo la relación amistosa, pero se preocupa sobre todo de ayudar a las ánimas, y para esto es importante el grupo de compañeros. Es el tipo de amistad que le movió a buscar los primeros compañeros de Barcelona y de Alcalá, y luego de París, aunque de hecho, la relación que acabó estableciéndose, alcanzó el tercer nivel del que hablaré luego. A esta amistad con, se le añade la amistad de aquellas personas que son destinatarias del apostolado. Así, Ignacio trata de hacerse amigas las personas, de ganárselas, pues el bien que ofrece no es algo que se ha de imponer, sino que se ha de recibir como un don, y por tanto ha de acogerse desde el corazón, desde una cierta amistad. Ésta es una amistad para. Finalmente, en Ignacio se da la amistad en el sentido más estricto del término:
la amistad «en el Señor», un modo de compartir lo más profundo de cada uno y en reciprocidad. Esta amistad se dará sobre todo entre compañeros jesuitas, pero no exclusivamente entre ellos y, además, aparecerá incluso antes de llegar a formalizar compromisos apostólicos. Es decir, la amistad no nace sólo del para y el con del apostolado, sino que en algunos casos sustenta el mismo compromiso apostólico. Y la propia amistad implica una reciprocidad en el conjunto de aspectos de la vida, tanto en los más espirituales como en los más humanos, incluso como en los materiales.
Dada la riqueza y complejidad que encierra el mismo concepto de la amistad, que ha sido objeto de profundos estudios —desde Aristóteles pasando por Cicerón, Tomás de Aquino, Kant, y así hasta nuestros días, por citar figuras muy señeras— aquí me ceñiré al sentido amplio y elemental, pero avalado por un uso acreditado, del término amigo: «Se aplica, en relación con una persona, a otra que tiene con ella trato de afecto y confianza recíprocos» [5].
2.2 Disposición de Ignacio para la amistad: los años anteriores a la conversión
Se puede decir que en Ignacio hay una cierta predisposición a la amistad, ya que los mejores testigos de su vida nos hablan de su cercanía con las personas, de su comprensión, de su gran capacidad de relación humana, de su pericia para concordar voluntades, de su actitud siempre desinteresada y de su benevolencia. Recordemos sólo algunos testimonios: se dice de él que era de «noble ánimo y liberal»; que en las batallas en las que participó y en todas las dificultades que vivió «nunca tuvo odio a persona ninguna»; que además destacaba en «saber tratar los ánimos de los hombres, especialmente en acordar diferencias y discordias» [6].
Todos estos datos nos hacen ya vislumbrar el sustrato humano afectivo de Ignacio, su «exuberante capacidad afectiva» [7] que se manifestará de distintas maneras en su polifacética vida y que se halla en la base del don para captar amigos y para cultivar una verdadera amistad. Sin embargo, por reacción a su excesiva confianza en sí mismo y en lo humano en general, su primera actitud, después de la conversión, es una tendencia a la soledad y a prescindir del apoyo de los demás. Así, en los pensamientos espirituales que le embargan durante su convalecencia en Loyola, «ofrecíasele meterse en la Cartuja de Sevilla, sin decir quién era para que en menos le tuviesen» [8]. Y, cuando está por embarcarse hacia Tierra Santa, no aceptará ningún compañero: «Y aunque se le ofrecían algunas compañías, no quiso ir sino solo; que toda su cosa era tener a solo Dios por refugio» [9].
2.3. «Amigos en el Señor»
Con todo, poco a poco, Ignacio es el núcleo de una verdadera amistad, porque aglutina verdaderos amigos en un sentido pleno, humano y espiritual. Éste es el significado de la amistad «espiritual» o «en el Señor», una amistad con hondas raíces en el corazón y con una irradiación a todas las zonas de la vida personal. Es decir, una amistad plena. En efecto, nadie duda de las hondas raíces de fe que tiene la amistad de Ignacio y de sus compañeros.
El testimonio antes citado de Pedro Fabro es buena prueba de ello. Para ceñirnos al primer grupo de verdaderos amigos, hay que recordar que todos, en París, han practicado los Ejercicios Espirituales, se han confirmado en propósitos de vida evangélica apostólica en Montmartre, han realizado prácticas de devoción juntos (por ejemplo, las visitas periódicas a la Cartuja de Vauvert), y más tarde, ya en Italia, se han entregado a la práctica del apostolado. Sin embargo, su vida no se ha limitado a esto, sino que los amigos se han ayudado en los estudios y también económicamente, han compartido comidas y conversación amable, han vivido momentos de trabajo intenso y también de solaz.
La descripción, tantas veces citada de Diego Laínez, sintetiza adecuadamente este carácter de amistad en el sentido pleno del que estamos hablando:
«De tantos en tantos días, nos íbamos con nuestras porciones a comer a casa de uno, y después a casa de otro. Lo cual, junto con el visitarnos a menudo y escalentarnos, creo que ayudase mucho a mantenernos. En este medio tiempo, el Señor especialmente nos ayudó así en las letras, en las cuales hicimos mediano provecho, enderezándolas siempre a gloria del Señor y a útil del próximo, como en tenernos especial amor los unos a los otros, y ayudarnos etiam temporalmente en lo que pudimos» [10].
2.4. La deliberación en común, experiencia de amistad
Conviene resaltar la plenitud de esta amistad, que alcanza unos niveles de comunicación tan profundamente humanos, que llegan hasta compartir los sentimientos más profundos que son los de la misma experiencia de fe, es decir, los sentimientos más hondamente humanos. Por esto, el itinerario de los amigos está marcado por continuas deliberaciones «espirituales» que implican un grado sorprendente de transparencia de unos con otros. Así, ya antes de los votos de Montmartre (1534), han de deliberar a fondo sobre su proyecto de vida. Luego, en Italia, antes de las ordenaciones sacerdotales de la mayoría de ellos —y supuesta la demora de la peregrinación a Jerusalén (que finalmente se frustra) —, han de deliberar sucesivamente sobre los siguientes aspectos: su vida de pobreza y de oración, la preparación espiritual para las ordenaciones y primeras misas, sus ocupaciones apostólicas, las gestiones para el viaje, la visita al Papa para obtener su aprobación y bendición. Una vez cerrada la puerta para la peregrinación, reflexionan sobre el modo de ponerse a la disposición del Papa.
Todo esto supone una facilidad para la comunicación profunda, una disposición generosa para la escucha y la comprensión, una sinceridad sin reservas.
El relato detallado de la larga deliberación de tres meses en 1539, que concluyó con la decisión de fundar una nueva orden religiosa, nos transmite una buena información de la condición humano-espiritual del grupo de amigos: diversidad de países de origen y de pareceres, y a la vez unidad en el deseo de un objetivo único y compartido, deseo de buscar medios para resolver el problema planteado, supuesta la inminente dispersión de los pocos miembros del grupo, búsqueda libre y sincera de la voluntad de Dios, comunicación de las distintas vivencias y a veces opuestos pareceres personales, creación de medios para afrontar la cuestión más difícil de introducir la obediencia religiosa en su proyecto de vida, algunas discrepancias y tensiones solucionadas de modo práctico, etc. Todo ello nos revela la madurez humana y espiritual del grupo de amigos, «amigos en el Señor» [11].
De este modo, se fue realizando una simbiosis entre la experiencia de fe y la experiencia humana, que hace más comprensible la expresión de «amigos en el Señor». Y, debido a esta integración en la amistad de fe y vida, de vida interior y vida apostólica, «hasta la muerte del padre amado con todo respeto, esta amistad fue el alma de todas las obligaciones canónicas, de obediencia que se impusieron a sí mismos, durante las inolvidables deliberaciones de Vicenza y Roma» [12].
2.5. «Mis amigos en el Señor»: Ignacio en el centro del grupo de amigos
Esta plenitud humana de la amistad es lo que Ignacio mismo, animador del grupo de amigos, vivía en sus relaciones habituales. Por esto, cuando Ignacio ha de ausentarse, se hace sentir lo humano de la amistad que él mismo, promotor del grupo de amigos, había fomentado y todos «sentían como es lógico la ausencia» de Ignacio, es decir del que había sido el alma de aquella amistad. Sin embargo, las raíces espirituales de la amistad junto con este sentimiento humano seguían vivas, ya que no fallaba el entusiasmo y la perseverancia en la realización de sus proyectos de vida evangélica [13]. Es decir, se mantenía entre los amigos una auténtica amistad humana y espiritual.
Los testimonios sobre el carácter humano de la amistad de Ignacio son abundantes y coincidentes. Se nos dice que manifestaba tal afecto a la persona que trataba, que se la metía toda entera en el corazón: «Cuando quería agasajar a alguien, le manifestaba una alegría tan grande que parecía meterlo dentro de su alma. Tenía por naturaleza unos ojos tan alegres...» [14]. Además, todo el mundo se sentía querido por él, porque «siempre es más inclinado al amor, que todo parece amor; y así es tan universalmente amado de todos, que no se conoce ninguno en la Compañía que no le tenga grandísimo amor, y que no juzgue ser muy amado del Padre» [15].
Aunque por lo general en las expresiones era muy comedido, Javier nos dejó un precioso testimonio de la profunda amistad de que Ignacio era capaz, cuando en una de sus cartas recuerda con lágrimas en los ojos, cómo le llegaron al alma las tiernas palabras de su amigo:
«Entre otras muchas santas palabras y consolaciones de su carta, leí las últimas que decían: 'Todo vuestro, sin poderme olvidar en momento alguno, Ignacio'; las cuales, así como con lágrimas leí, con lágrimas las escribo, acordándome del tiempo pasado, del mucho amor que siempre me tuvo y tiene» [16].
Con toda verdad, Ignacio podrá hablar de «mis amigos en el Señor», ya que la amistad que se formó en París tiene una verdadera paternidad ignaciana. Todos los amigos sintieron pena cuando Ignacio tuvo que separarse de ellos para reponer su salud en España; y experimentaron alegría encontrándose de nuevo, en Venecia, al cabo de más de un año [17]. Cuando Polanco habló de «parto primerizo» al referirse al malogrado primer grupo de amigos de Ignacio, indicó indirectamente, pero con claridad, el papel de Ignacio en la gestación del grupo de amigos. Formados en la escuela de la amistad ignaciana, los compañeros, después de la dispersión de 1540, impuesta por la prioridad del servicio apostólico, siguen creciendo en esta relación profundamente humana.
2.6. El testimonio de la amistad de Francisco Javier: Pedro Fabro
Son testimonio fehaciente de lo que precede, las letras de Fabro, que piden con ardor noticias de sus compañeros y donde se queja de la tardanza en recibirlas e incluso añora las notas de humor de Simón Rodríguez, dirigidas a éste y escritas un año antes de su muerte:
«Hermano mío, Mtro. Simón, yo os ruego que me escribáis a menudo, pues sabéis cuánto holgamos en el Señor con vuestras entrañas, con vuestras obras y con vuestros motetes» [18].
Como Ignacio con Pedro Fabro y Francisco Javier formaron el núcleo fuerte de la naciente Compañía de Jesús, es interesante recoger algunos datos que muestran cómo caló en ellos una honda amistad.
En las cartas de Javier nos encontramos con muestras de una amistad de gran hondura humana que desbordan la pura anécdota y son reveladoras de cómo lo divino se revela en lo humano, haciendo crecer a las personas en humanidad. El 27 de enero de 1545 escribía a sus compañeros de Roma:
«Dios nuestro Señor sabe cuánto más mi ánima se consolara en veros, que en escribir estas tan inciertas cartas. Pero esta virtud tiene la mucha memoria de las noticias pasadas, cuando son en Cristo fundadas, que casi suplen los efectos de las noticias intuitivas. Esta presencia de ánimo tan continua, que de todos los de la Compañía tengo» [19].
Parece que Javier tiene muy grabados en su corazón a sus compañeros, con sus rostros concretos, y guarda la memoria viva de todo lo que habían compartido. La experiencia de Cristo, profundamente arraigada en la experiencia humana, no sólo no debilita a la amistad humana, con una especie de espiritualismo muy poco cristiano, sino que la consolida y le permite desbordar los límites espaciales. A fines del mismo año, el 10 de noviembre, escribe así a Europa:
«Después, en Malaca, me dieron muchas cartas de Roma y de Portugal, con las cuales tanta consolación recibí y recibo (todas las veces que las leo) y son tantas las veces que las leo, que me parece que estoy yo allá, o vosotros, carísimos hermanos, acá do yo estoy, y si no corporalmente, saltem in spiritu» [20].
El recuerdo, el reavivar la presencia de los amigos, el complacerse una y otra vez en sus escritos o palabras, nos hablan claramente de una humanidad y de una sensibilidad que destacan el carácter profundamente humano de una amistad «en el Señor», como diría Ignacio. En definitiva, nos hablan de la humanidad de Dios. Lo que cuenta Javier en la carta escrita el 10 de mayo de 1546, refuerza esta impresión y convicción:
«Y para que jamás me olvide de vosotros, pro continua y especial memoria, para mucha consolación mía, os hago saber, carísimos hermanos, que tomé de las cartas que me escribisteis, vuestros nombres, escritos por vuestras manos propias, juntamente con el voto de la profesión que hice, y los llevo continuamente conmigo por las consolaciones que de ellos recibo» [21].
Lo humano es sensible, y la sensibilidad llega hasta la ternura, tanto más significativa cuanto Javier es el hombre de los grandes proyectos y de las grandes osadías. Nada de esto le lleva a deshacerse de una humanidad llena de sensibilidad y de ternura en la amistad mantenida y fomentada.
Pedro Fabro, un espíritu tan fino y sublime, vive también la amistad con registros muy humanos y sensibles:
«El placer, que con ellas [vuestras cartas] nos distes por acá in Xº, yo no lo he escrito ni podría al presente explicar» [22].
Esto lo escribía el 27 de septiembre de 1540. El 17 de noviembre de 1541, en una carta a Ignacio de Loyola, revela nuevamente este placer por saber de sus amigos:
«[…] el deseo que tenemos acá de saber de vosotros, y por vía de vosotros de todos los otros nuestros y nuestras cosas; que hasta ahora ninguna cosa sabemos, ni carta vuestra hemos visto donde Ratisbona» [23].
Pasan los años y la madurez espiritual de este hombre privilegiado no ahoga su sensibilidad humana y un tono incluso lúdico en su vivencia de la amistad.
Así, por un lado, la amistad tiene profundas raíces en una experiencia espiritual compartida y, a la vez, es también integradora de las distintas dimensiones de la persona (sensibilidad, necesidades materiales, convivencia, etc.). La amistad vivida por Ignacio y sus amigos coincide, entonces, con la clásica definición de la amistad de Cicerón: «Un acuerdo en todas las cosas divinas y humanas, acompañado de benevolencia y afecto» [24]. «Mis amigos en el Señor» decía Ignacio y, por los indicios que nos permiten descubrir estos amigos, la experiencia de amistad en el Señor es una síntesis vital, en la que la fe purifica y ahonda lo humano y la dimensión humana es floración de la calidad de la fe cristiana, que tiene al hombre Jesús, Cristo, como centro. Y, dentro del grupo, Ignacio es el inspirador y guía de esta amistad tan plena.
2.7. Ignacio, Prepósito General
Sobre la amistad de los primeros compañeros se ha escrito lo siguiente:
«Se puede constatar que la profundización de su solidaridad común en la fe, va a la par con una disminución de los lazos de amistad en el plano afectivo» [25]. No creo que esto se pueda afirmar de los compañeros en sus relaciones anteriores a la fundación de la Compañía. Sin embargo, es cierto que, a partir de la fundación de la Compañía, un nuevo tipo de relaciones se impone, tanto entre los compañeros (dispersos en distintas partes del mundo, e integrados en un cuerpo que va acrecentándose con la incorporación de nuevos miembros), como entre ellos y el Superior. ¿Querrá esto decir que la antigua amistad desaparece? ¿No será ya posible la amistad en el tipo de vida religiosa apostólica que se inaugura? ¿Cómo vive Ignacio esta nueva situación?
Creo que estas palabras que Karl Rahner puso en boca de san Ignacio orientan bien nuestro análisis sobre cómo fue la amistad de Ignacio, Prepósito General de la Compañía, y, sobre todo, la de los jesuitas: «Una Orden de ámbito mundial tiene un gobierno central y, por tanto, las relaciones entre sus miembros no pueden regularse sobre la exclusiva base de la amistad y el conocimiento mutuos». Y, más adelante, refiriéndose a la comunidad jesuítica, añade: «Una comunidad fraterna que no resulta falsa e ineficaz, por el hecho de ser sobria y objetiva y por exigir de cada uno, en verdad, una cierta renuncia al calor de nido» [26].
A partir de estas aproximaciones realizadas desde nuestro mundo actual, acerquémonos al Ignacio que aparece en sus escritos y testigos. Evidentemente, Ignacio deberá conjugar su rol de Superior General con la amistad que existía con sus antiguos compañeros de París e Italia. Además, Ignacio como jesuita mantendrá contactos con otras personas no jesuitas, con las que entabla una auténtica amistad. Veamos algo sobre cada uno de estos puntos.
El Ignacio Superior General era ciertamente sobrio en sus manifestaciones afectivas; era afable, pero no familiar, al parecer de Gonçalves da Câmara [27]. Sin embargo, su manera de gobernar no era fría y distante y todo el mundo captaba bien claramente su afecto, como lo certifican las palabras del mismo Câmara antes citadas: «No se conoce ninguno en la Compaña que no tenga grandísimo amor, y que no juzgue ser muy amado del Padre [28]. El rostro alegre de Ignacio sería uno de los dones que facilitaban su relación amistosa, Según testimonio de Diego Laínez, este rostro impresionó de tal modo a un endemoniado que definió así al santo: «Un españolito pequeño, algo cojo, que tiene los ojos alegres» [29]. Estos ojos serían los que manifestaban tal alegría al acoger a alguien «que parecía querer metérselo en el corazón».
Pasando al afecto a personas concretas, recordemos la emoción de Javier al leer las palabras tan cariñosas de Ignacio. En el caso del cofundador Simón Rodríguez, que causó serias preocupaciones a la Compañía, Ignacio, «se encuentra atrapado entre su amistad con el antiguo compañero de los primeros días y lo que él cree que es su deber de General» [30]. El mismo Ignacio narra en su relato autobiográfico cómo, durante su estancia en Vicenza y estando enfermo con fiebre, se fue a visitar a su amigo Simón, grave a punto de muerte, que estaba en Bassano. Y Fabro, que le acompañaba, no podía seguir el paso de Ignacio que andaba con toda premura. Y dice el mismo Ignacio: «Al llegar a Basano el enfermo se consoló y en seguida se curó» [31].
Este afecto y delicadeza, los muestra también más tarde, en medio de los conflictos donde Simón sumió a Ignacio. Éste, como Superior, debía mantener el espíritu de la Compañía, sobre todo en la dirección de la formación y apostolado, que el comportamiento del jesuita portugués ponía en peligro. A pesar de mantenerse firme en sus decisiones respecto a Simón Rodríguez en atención al bien común de la Compañía, le manifiesta a su vez una extrema delicadeza, procura complacerle concediéndole que deje Barcelona y regrese a Portugal a sus aires naturales, en otra ocasión le deja escoger el lugar de residencia, y manda reservarle la mejor habitación en la casa de Roma. Todo esto acompañado de las más hondas muestras de cariño: «A ninguna criatura de las que están en la tierra doy ventaja en el amaros y desearos todo bien espiritual y corporal» [32]. Simón, en medio de las vacilaciones y resistencias a la obediencia, reconoce las delicadezas del santo y, ya a distancia de los hechos, recuerda con cariño un afecto tan hondo y tierno y, de modo especial, la visita tan excepcional de Ignacio a Bassano, donde Simón estaba a punto de muerte [33].
De ordinario, Ignacio, como Superior, seguía fielmente lo que él dejó estampado en los Ejercicios Espirituales: «El amor se debe poner más en las obras que en las palabras» [34] y por esto expresaba su afecto con gestos y reacciones muy variadas. Veamos algunos ejemplos de estas muestras de amor: Con gran delicadeza deseaba dar gusto a los hermanos, de modo que al tomar una decisión procuraba que ésta fuese lo más acorde con sus preferencias [35]; evitaba guiarse por sus inclinaciones naturales hacia algunos, por tanto, si trataba algún asunto importante en el que la decisión podía interpretarse como acepción de personas, la sometía a la elección de otros [36]; pedía que le informasen sobre el número de jesuitas en el mundo y hasta de los mínimos detalles de la vida de los hermanos, sus costumbres y modos de comer y de vestir en Portugal y en la India, hasta tal punto que, para hacer entender el mucho interés que tenía por conocer la vida y circunstancias de sus hermanos, deseaba saber «cuántas pulgas les muerden cada noche» a sus hermanos [37]; sabía también apreciar y reír con humor los comentarios o episodios jocosos de la vida comunitaria [38]; tenía especial cuidado en acoger a los que venían de otras partes [39]; el interés por conocer la vida de los jesuitas y por ayudarles se manifestaba especialmente con los más jóvenes a quienes rodeaba de delicadezas y atenciones [40].
Si en su función de Superior religioso, que buscaba la madurez espiritual de todos, a veces tenía un rigor con sus mayores amigos, esto se debía, y así lo entendían ellos, a que quería forjarlos para las duras tareas que comporta un trabajo evangélico por el reino de Dios [41]. Y, en general, se las ingeniaba para no dar ocasión «a ninguno de la Compañía para pensar que le tenía en menos estima» [42].
Finalmente, si queremos disipar toda duda sobre cómo Ignacio valoraba la amistad entre jesuitas, valga esta observación de Câmara: «Hacía grandes elogios del Padre Olave cuando hablaba con el padre Polanco, o del Padre Polanco cuando hablaba con el Padre Olave, porque sabía que eran muy amigos entre sí» [43]. Así podemos comprender lo que Ignacio entendería por las amistades particulares, tan denostadas en siglos posteriores. Se trataría de aquel tipo de amistad que hace diferencias injustas con los demás y que se cierra en un mundo hermético. Por esto, podría decirse que para Ignacio, la amistad particular, «es un problema de justicia y no de afectividad» [44].
2.8. Amigos no jesuitas
Ya desde los días de Manresa, por lo menos una vez pasadas las semanas de soledad, de intensa penitencia y de tensiones espirituales, rodea al santo una devoción con rasgos de amistad [45]. En Barcelona, durante las primeras semanas antes de embarcarse para Tierra Santa y sobre todo a la vuelta, se forman alrededor de Íñigo algunos círculos de amistades, entre las que destacan algunas personas como el arcediano Jaume Cassador, Inés Pascual (conocida ya desde Manresa) e Isabel Roser. La amistad iniciada con el arcediano Cassador se muestra en el deseo que Ignacio manifiesta de verle, antes de empezar cualquier actividad posible en España:
«Acabado mi estudio, que será de esta cuaresma presente en un año, espero de no me detener otro para hablar de la palabra [de Dios] en ningún lugar de toda España, hasta en tanto que allá nos veamos, según por los dos se desea» [46]. Y en la misma carta Íñigo («de bondad pobre», como se define a sí mismo) resume la intensa amistad que le une a personas de Barcelona: «Me parece, y no dudo, que más cargo y deuda tengo a esta población de Barcelona que a ningún otro pueblo de esta vida» [47].
Su estela de amistades va creciendo poco a poco. Por ejemplo, poco después de partir de Barcelona en 1526, Ignacio habla de un doctor «muy amigo suyo» [48]. Sin embargo, las relaciones de Ignacio con personas que no son jesuitas constituyen un campo amplio y casi inexplorado, a no ser por las aportaciones muy valiosas, aunque fragmentarias de Hugo Rahner. Rahner enumera una larga lista de corresponsales de Ignacio, con quienes el santo parece haber tenido verdadera amistad, y llega a afirmar:
«En verdad el corazón desbordante de Ignacio encontró eco en el de sus amigos; si no se hiciese mención de estas amistades desfiguraríamos el retrato de nuestro santo» [49].
Entre estas amistades, Hugo Rahner ha estudiado la notable correspondencia con mujeres, entre las cuales destacan verdaderas amigas. Este conjunto de cartas es, dentro del epistolario ignaciano, de un volumen tan considerable que las hace particularmente significativas. En ellas, aunque se trata de un asunto que está por lo general relacionado con el apostolado, con los acontecimientos personales o familiares, se trasluce un afecto y una cordialidad propios de verdadera amistad.
El estilo con que se expresa la amistad responde al carácter sobrio y a la educación cortesana de Ignacio [50], pero en el fondo de esta amistad reluce aquel amor de Dios que hace más limpia y profunda la relación humana. Como dice también Hugo Rahner: «Se podría pensar que su amor por estas nobles señoras es un último momento de la transfiguración del amor caballeresco que, según confesión propia, el joven gentilhombre de Arévalo, sentía hacia una mujer, no condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos» [51].
Una muestra del tono de profunda y sincera amistad con que se expresaba el santo son estas palabras de una carta a Isabel Vega: «A quien tengo y tendré siempre tan dentro de mi ánima, que en ninguna cosa, que fuese de servicio y consolación alguna en el señor nuestro de V. Señoría, querría ni podría faltar según mis pocas fuerzas» [52].
A una tal María, a quien él llama «mi muy querida hermana en Cristo nuestro Señor» y cuya identificación todavía no se ha conseguido, le escribe en un tono de amistosa queja: «Bien parece que más estáis en mi ánima que yo en la vuestra, pues pienso que la misma razón tenéis de acordaros de mí» [53]. Ignacio le pide su ayuda para sus amigos de París, que han de partir para hacer la peregrinación a Tierra Santa y espera que la amistad se traduzca en obras.
Finalmente, Íñigo, que a lo largo de los años de peregrinación compartió la vida de muchos pobres y, ya en Roma, acogió a varios centenares en la Casa de la Compañía, piensa que cultivar la amistad de los pobres es una de las formas más privilegiadas de amistad, ya que «la amistad de los pobres hace que seamos amigos del rey eterno» [54], como se expresa en la famosa carta, que por comisión suya, escribió su secretario Polanco.
Se puede concluir que, a pesar de que en la amistad de Ignacio pudieran descubrirse distintos grados o niveles y que esta amistad no era siempre recíproca, era una amistad profunda que arraigaba en un amor verdadero y auténtico, afectiva puesto que se manifestaba mediante una viva actitud de acogida humana y era una amistad sobria en sus expresiones, de acuerdo con la educación y las distintas circunstancias de la vida de Ignacio.
Josep Rambla, en cristianismeijusticia.net/es/
Notas:
Notas:
1. El texto de este cuaderno EIDES-AYUDAR es fundamentalmente la intervención en el coloquio «L'amitié spirituelle», tenida en el Centre Sèvres -Facultés Jésuites de Paris, los días 13 y 14 de octubre de 2006 y publicada por Médiasèvres 2006, en Cahiers de Spiritualité, 138.
2. Memorial 7-8, en En el corazón de la Reforma. «Recuerdos espirituales» del Beato Pedro Fabro, S.J., introducción, traducción y comentarios por Antonio Alburquerque, S.J., Bilbao - Santander, Mensajero - Sal Terrae, colección MANRESA, 7-8, pág. 115-116.
3. Memorial, 105, en Recuerdos Ignacianos. Memorial de Luis Gonçalves da Câmara, versión y comentarios de Benigno Hernández Montes, Bilbao-Santander, 1992, Mensajero-Sal Terrae, colección MANRESA, pág. 95.
4. Formula, capítulo 3.
5. María MOLINER, Diccionario del uso del español, I, 164.
6. Juan Alfonso DE POLANCO, Summarium hispanum, 5-6 (FN, I, 155). Véase en: Antonio ALBURQUERQUE, Diego Laínez, S.J. Primer biógrafo de S. Ignacio, Bilbao-Santander, 2005, Mensajero-Sal Terrae, colección MANRESA, pág. 129-130.
7. J. GRANERO, San Ignacio de Loyola. Panoramas de su vida, Madrid, 1967, Editorial Razón y Fe, pág. 20.
8. Autobiografía, n. 12.
9. Ibid., n. 35.
10. Diego LAÍNEZ, «Carta a Polanco de 16 de junio de 1547» (FN, I, 102-104), en: ALBURQUERQUE, Diego Laínez…, pág. 180-181.
11. Todo esto está muy desarrollado en los documentos fundacionales (MHSJ, MI, I, serie 3ª, t. I, pág. 1-7) y en abundantes comentarios modernos.
12. H. RAHNER, Ignatius von Loyola. Briefwechsel mit Frauen, Freiburg, 1956, Verlag Herder, pág. 484. Traducción francesa: Ignace de Loyola. Correspondence avec les femmes de son temps, II, Paris, 1964, Desclée de Brouwer, pág. 224.
13. Así lo recordaba uno de los primeros compañeros: «Los compañeros, aunque sintieron mucho su ausencia [de Ignacio], no por esto aflojaron en sus propósitos, pues toda su esperanza y fortaleza estaban puestas en Dios» (Simón RODRÍGUEZ, Origen y progreso de la Compañía de Jesús, estudio introductorio, traducción a partir de los originales portugués y latino y notas por Eduardo Javier Alonso Romo, Bilbao-Santander, 2005, Mensajero-Sal Terrae, Colección MANRESA, 21, pág. 60).
14. Recuerdos Ignacianos, n. 180.
15. Ibid., n. 86.
16. 29 enero 1552 (Monumenta Xaveriana, I, 668).
17. Cf., por ejemplo, RODRÍGUEZ, Origen y progreso..., n. 21 y 42.
18. 10 de junio de 1545 (Fabri Monumenta, 328).
19. Mon. Xav., I, 366.
20. Mon. Xav., I, 388.
21. Mon. Xav., I, 403-404.
22. Fabri Monumenta, 44.
23. Fabri Monumenta, 135.
24. De Amicitia, 20.
25. G. WILKENS, «Compagnons de Jésus. La Genèse de l'Ordre des Jésuites», Recherches, 14, Rome, 1978, CIS, pág. 190.
26. K. RAHNER, «Palabras de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy», en K. RAHNER - P. IMHOF -H. NILS LOOSE, Ignacio de Loyola, Santander, 1979, Sal Terrae, pág. 29-30.
27. Recuerdos Ignacianos, n. 89.
28. Ibid., n. 86.
29. Ibid., 180.
30. André RAVIER, Ignace de Loyola fonde la Compagnie de Jésus, Paris, 1973, Desclée de Brouwer-Bellarmin, pág. 188.
31. Autobiografía, n. 97.
32. RODRÍGUEZ Origen y Progreso..., pág. 130, 132.
33. Ibid., pág. 137.
34. Ej 230, 2.
35. Recuerdos Ignacianos, n. 103, 112, 114, 116, 263, 357.
36. Ibid., n. 330.
37. Ibid, n. 87.
38. Ibid., n. 192-193, 218, 296, 302, 327.
39. Ibid., n. 89.
40. Ibid., n. 46-47, 67, 212, 215.
41. Ibid., n. 104-107.
42. Ibid., n. 330.
43. Ibid. n. 103.
44. Jean-Marie GUEUILLETTE, «Entre nous, le Christ», Christus, 209 (Javier 2006), pág. 68.
45. Autobiografía, n. 34. Esta amistad puede comprobarse a través de la pervivencia de la relación con la familia de Inés Pascual, después de su salida de Manresa y al regreso de Tierra Santa. Y también por los testimonios presentes en los procesos de canonización, pues, aún a pesar de la tendencia de las personas devotas «a decir grandes cosas…y luego creció la fama a decir más de lo que era» (n. 18), en su conjunto dejan traslucir la profunda relación humana y amistosa que se consolidó entre el peregrino y bastantes personas de Manresa.
46. Carta de 12 de febrero de 1536, en Obras de San Ignacio de Loyola, BAC, 5ª edición, pág. 726.
47. Ibid.
48. Autobiografía, n. 62.
49. RAHNER, Briefwechsel..., pág. 485. (Correspondance..., II, p. 226-227). Véase en esta página 485 (225-226 de la edición francesa) una larga enumeración de personas con quienes Ignacio trabó amistad, con las referencias correspondientes de la correspondencia.
50. Una muestra de ello es la manera como recibía en su mesa a los invitados: «Quédese vuestra merced con nos, si quiere hacer penitencia» (CÂMARA, Recuerdos Ignacianos, n. 185).
51. RAHNER, Briefwechsel..., pág. 486. (Correspondance..., II, pág. 228).
52. Carta de 4 de marzo de 1553 (Epistolae Ignatianae, IV, 265).
53. Carta de 1 de noviembre de 1536, (Epistolae..., I, 724).
54. Obras de San Ignacio..., pág. 819.
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