Durante las últimas décadas, la sociedad se está intentando reconstruir sobre nuevos fundamentos, alejados de las dimensiones universales y antropológicas. En este contexto, tendencias como la ideología de género han permeado social, política y jurídicamente sembrando las instituciones de inmadurez
La neutralidad sexual ha alcanzado en los últimos años su punto álgido con la implantación generalizada de la denominada ideología de género. La palabra sexo ha resultado sustituida con sutilidad por la expresión género, actualmente enclavada en el discurso social y político contemporáneo, integrada en la planificación conceptual, en el lenguaje, en los documentos y también en las normas legales. Sin embargo, tras este aparente desliz gramatical existe una intencionada finalidad política meticulosamente premeditada. En este caso, la intención oculta sería el intento de un cambio cultural gradual, la denominada deconstrucción de la sociedad, por medio de la destrucción de la bipolaridad entre los sexos y la proclamación de la inexistencia de masculinidad y feminidad, en beneficio de una neutralidad absoluta en todos los planos de nuestra vida, privada y pública. Se trata de un proyecto global planificado, científica y sistemáticamente. Para ello se utiliza un lenguaje ambiguo que hace parecer razonables los nuevos presupuestos éticos. Algo que no es nuevo, pues, como señaló C. S. Lewis en La abolición del hombre, la invención de ideologías llega a afectar incluso a nuestro lenguaje, ocultando el verdadero significado de lo que hay en juego[1].
Los ingenieros sociales, a través del lenguaje performativo, que es en realidad un ejercicio de manipulación semántica, han adquirido sobre el mundo, especialmente sobre los jóvenes, un enorme poder. El nuevo lenguaje normativo socava las resistencias morales personales, sin darnos cuenta de ello. La meta consiste en «reconstruir» un mundo nuevo y arbitrario que incluye, junto al masculino y al femenino, también otros géneros en el modo de configurar la vida humana y las relaciones interpersonales.
El sexo sería de orden «natural», genético, biológico, anatómico, fisiológico, cromosómico, hormonal, «material», y por tanto no intercambiable (excepto por intervención quirúrgica). Sería, en la jerga de la nueva ética neomarxista, el producto de «la reproducción biológica». Por otra parte, el género sería elaborado social y culturalmente de manera convencional, y por tanto, cambiable, inestable, fluido, transitorio, variable, no solo según las épocas y culturas, sino también y sobre todo según las elecciones individuales y colectivas[2].
Robert Stoller en su obra Sex and Gender (1968) mantenía que «(…) El vocablo género no tiene un significado biológico, sino psicológico y cultural. Los términos que mejor corresponden al sexo son macho y hembra, mientras que los que mejor califican al género son masculino y femenino, y estos pueden llegar a ser independientes del sexo biológico».
En esta nueva ideología, el género es un campo de exploración aparentemente sin límites y en constante cambio. Se puede hacer y deshacer sin encontrar nunca su lugar, pasarse la vida construyéndolo, eliminándolo, reconstruyéndolo sin comprometerse nunca, para acabar en ninguna parte. Según apuntó Henry Frignet en El transexualismo, «el nuevo concepto que constituye el género es una noción variable determinada por el deseo de cada cual. Ahora, cada individuo es portador de una identidad —llamada de género— a la vez sexuada y sexual, que queda librada, de hecho, a su exclusiva apreciación personal. Por lo demás, corresponderá a la medicina y los tribunales, concederle el sexo que desea, tanto en su apariencia como en su nominación».
En consecuencia, la libertad queda convertida en deseo, en puro deseo. Ya no es algo propio de la voluntad racional. No es algo que tiene que ver con las inclinaciones naturales a la verdad y al bien, con la naturaleza propia del ser humano que es varón o mujer, sino que es «Lo que yo deseo, porque soy libre»; eso es la libertad. Y la felicidad queda reducida al placer sexual. De este modo, el ser humano pierde su libre albedrío, pues queda esclavizado por las pulsiones más básicas de su instinto sexual.
Para ejercer el derecho a elegir, el individuo debe comprometerse, según la lógica del existencialismo ateo, en la negación de lo que existe fuera de sí mismo, lo que es dado, lo que ha sido creado, de todo aquello que Sartre, sin reconocer ni don ni creación, llama el «en sí mismo». El género es una manifestación contemporánea del superhombre de Nietzsche, del hombre que se hace Dios y que, a la manera de Dios, su palabra es creadora; quiere crear por el lenguaje una realidad que lo libera de la nada[3].
La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medioambiente se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, existe solo el hombre en abstracto, que después elige, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente.
Todo es permitido a la libertad individual y todo se hace posible por la técnica, también aplicada al cuerpo humano. Esto que parece el culmen de la libertad no es más que el sometimiento voluntario a un poder que se pretende omnímodo. Es el imperio de la técnica. Ya no se trata solo del relativismo,, es la entronización del nihilismo. Con estos presupuestos, uno puede definir su orientación sexual, prescindiendo del lenguaje del cuerpo. Es más, puede construir y definir su cuerpo con la ayuda de la técnica. El horizonte final es el posthumanismo o transhumanismo.
Los ideólogos de género presuponen que ambos sexos son idénticos —abstracción hecha de sus diferencias corporales externas— y que la feminidad y masculinidad son construcciones sociales, productos de la imposición durante décadas de la cultura y la educación, que es preciso eliminar por completo para garantizar una verdadera igualdad en todos los planos de la vida, incluido el reproductivo y biológico. Con tal fin, se desprecia la maternidad y, en consecuencia, se desestabiliza la familia como institución social.
Consideran los ideólogos que el ser hombre-el ser mujer, en el sentido de la propia configuración personal, es y debe ser exclusivamente fruto de la libertad que, en la proyección de esta configuración, no tiene ninguna referencia «natural». La única instancia competente que responde a las preguntas «¿Quién es el hombre-quién es la mujer?», «¿Qué sentido tiene el ser hombre-el ser mujer?» es la libertad de la persona[4]. Si el ser-varón o el ser-mujer no gozan de un sentido real u objetivo, sino que poseen el significado que cada cual les atribuye, no se ve por qué debe llamarse matrimonio únicamente a la unión entre un varón y una mujer. En su mismo núcleo, la sexualidad tiene el significado que cada uno decide otorgarle[5].
Mantienen que, aunque muchos crean que el hombre y la mujer son expresión natural de un plano genético, el género es producto de la cultura y el pensamiento humano, una construcción social que crea la «verdadera naturaleza» de todo individuo. Por lo tanto, las diferencias entre el varón y la mujer no corresponderían a una naturaleza «dada», sino que serían meras construcciones culturales «hechas» según los roles y estereotipos que en cada sociedad se asignan a los sexos («roles socialmente construidos»).
Se niega a priori la existencia de diferencias naturales, cualquier diferencia se atribuye a pautas culturales, «de género», impuestas por la sociedad y que siempre han constituido un lastre para la emancipación de la mujer, por lo que deben ser superadas.
De este modo, la masculinidad y la feminidad —a nivel físico y psíquico— no aparecen en modo alguno como los únicos derivados naturales de la dicotomía sexual biológica. La diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras que la dimensión estrictamente cultural, llamada género, queda subrayada al máximo y considerada primaria.
Según la ideología de género ya no existiría una naturaleza humana. La naturaleza ha sido culturizada, se ha convertido en cultura, y las adquisiciones culturales son ahora lo natural, de modo que hay una especie de intercambio entre naturaleza y cultura por el cual la naturaleza queda vaciada en la cultura, y la cultura, en este caso lo que uno siente íntimamente, es natural[6].
En esta línea, la feminista Judith Butler, una de las principales impulsoras de esta ideología, invita a comprender el género como una categoría histórica y a concebirlo como una forma cultural de configurar el cuerpo, abierta siempre a su constante reforma. Desde su perspectiva, la «anatomía» y el «sexo» solo existen dentro de un marco cultural. Para Butler el género no constituye una esencia: es un producto, un efecto que se fabrica a través de una serie ininterrumpida de actos. La «performatividad» constituye una repetición y un ritual constantes que terminan naturalizando el género. El interés de Butler en desnaturalizar el género se fundamenta en su preocupación por oponerse a las normas que gobiernan el género y por desterrar los supuestos del carácter natural de la heterosexualidad[7].
La teoría de género quiere emancipar subjetivamente a los individuos de la diferencia sexual[8]. No existen ya parámetros razonables, objetivos, para referirnos a la verdadera identidad de la persona humana. Como si no hubiera ya una naturaleza de la persona y de sus actos. Todo puede inventarse. Todo es posible.
El transexualismo, por esto, constituye un asunto de la subjetividad, de un sujeto que busca remediar la «deficiencia», la «incorrección» de la naturaleza, de su naturaleza: el hecho de no ser quien se siente que es. Las modificaciones anatómicas a las que se someten los transexuales pretenden establecer la armonía entre el cuerpo y el espíritu del sujeto, rectificando las características «naturales», para crear otras y construir, así, su naturaleza.
En este marco de actuación, cualquier actividad sexual resultaría justificable. La heterosexualidad, lejos de ser «obligatoria», no significaría más que uno de los casos posibles de práctica sexual. Ni siquiera tendría por qué ser preferido para la procreación. Y como la identidad genérica (gender) podría adaptarse indefinidamente a nuevos y diferentes propósitos, correspondería a cada individuo elegir libremente el tipo de género al que le gustaría pertenecer, en las diversas situaciones y etapas de su vida.
Si los géneros masculino y femenino son una «construcción de la realidad social», deberían ser abolidos en beneficio de la proclamación y reconocimiento de la existencia de cuatro, cinco o seis géneros, según diferentes consideraciones: heterosexual femenino, heterosexual masculino, homosexual, lesbiana, bisexual e indiferenciado.
La sociedad ha ido perdiendo sus dimensiones universales y sus fundamentos antropológicos y las tendencias descritas han permeado las leyes y han contribuido a organizar la sociedad sobre la confusión y la inmadurez[9].
Durante los últimos siglos, los derechos individuales y la libertad de escoger han sobrepasado socialmente, jurídica y políticamente la paternidad, la familia y el amor. Es así como comenzó un largo proceso por el homicidio de la figura del padre dentro de la cultura occidental que, poco a poco, llevó a la muerte de la madre —mentalidad anticonceptiva, el derecho al aborto, una cierta interpretación de los derechos de la mujer como pura ciudadana—, la muerte del cónyuge —la revolución sexual, el aumento de las parejas homosexuales— y la muerte del hijo, acaecidas tan explícitas en la segunda mitad del siglo XX. Es así como fue posible la reconstrucción del ser humano sobre nuevos fundamentos, puramente laicos: la teoría de género[10].
En España, normativas autonómicas, como la Ley de Identidad y Expresión de Género e Igualdad Social y No Discriminación de la Comunidad de Madrid (17 de marzo de 2016), muy similar a otras anteriores de Valencia, Cataluña, Andalucía o Navarra, son fieles transmisoras de la indiferenciación sexual, del relativismo y del individualismo narcisista propio de la ideología de género. Su principal postulado es que «toda persona tiene derecho a construir para sí una autodefinición con respecto a su cuerpo, sexo, género y su orientación sexual».
Este tipo de leyes confían la biología del cuerpo humano a la libertad individual creadora, condicionada por los sentimientos y las emociones más básicas, junto con la técnica. Este tipo de leyes se nutren de una mezcla de marxismo freudiano y liberalismo individualista que nos conduce, en definitiva, a lo que recientemente se ha venido en llamar tecno-nihilismo. Se trata de la sumisión de las personas por un poder totalitario que, en nombre de la libre voluntad individual, pretende abolir cualquier norma moral que impida el imperio de la libertad absoluta de la técnica sobre el cuerpo. Pero el concepto de libertad previsto en estas leyes aboca a un pensamiento totalitario: la absolutización de la voluntad que pretende ser la única creadora de la propia persona y la absolutización de la técnica —capaz actualmente de transformar exteriormente un hombre en mujer, y viceversa— convertida en un poder prometeico e ideológico.
El derecho se ha convertido en un mero reproductor de las pautas éticas planteadas desde Naciones Unidas, erigida en la nueva autoridad moral de la globalización. La gender perspective ha sido introducida como una prioridad transversal efectiva de la cooperación internacional en las líneas principales de las políticas en todos los dominios. Los proyectos de desarrollo no reciben fondos públicos si no incorporan explícitamente la perspectiva de género, y se han establecido agobiantes mecanismos de seguimiento para verificar su aplicación. La nueva ética es normativa, imperativa, y cada vez más intolerante.
Las leyes que favorecen lo indiferenciado destruyen la base antropológica sobre la que se asienta nuestra sociedad. La consecuencia es la desprotección de la persona, como hombre y como mujer, con sus específicas características, inquietudes, prioridades, necesidades y exigencias vitales; lo que supone un atentado contra la ecología humana. En esta situación, nos vemos obligados a defendernos frente a la propia ley que ha perdido su dimensión universal y que confunde la verdad objetiva con la verdad individual y subjetiva. Ningún ordenamiento jurídico puede reconocer que la feminidad y la masculinidad son construcciones sociales, y que hombres y mujeres nacen idénticos biológicamente, pues es simplemente una imposibilidad fáctica, como los más recientes estudios científicos han venido a reconocer[11].
Estamos presenciando la existencia de una bulimia de legislar a propósito del más mínimo problema social, sin analizarlo, sin confrontarlo con la historia de la sociedad y de las mentalidades, y sobre todo con una concepción antropológica del ser humano. Esto es muestra evidente de que hemos perdido el sentido de la ley y que no sabemos interpretar los comportamientos y acontecimientos.
En este tipo de leyes, al relativismo moral se une un radical positivismo jurídico, pues, a pesar de ser claramente perjudiciales para el desarrollo integral de la persona al atentar contra su propia esencia, se consideran justas por el mero hecho de haber sido aprobadas por el Estado —o los Parlamentos autonómicos en su caso—. En definitiva, lo importante, como dijera Luhmann, es la funcionalidad de la norma, y no la rectitud de sus contenidos.
Cuando desde el poder público se siguen tomando decisiones sin buscar coherencia alguna con los fundamentos antropológicos del sentido del hombre que se han construido a lo largo de los siglos, el Estado pierde su función primigenia y deja de ser el garante del bien común. Cuando el Estado desprecia aquellos valores que se apoyan sobre fundamentos antropológicos, se convierte simplemente en el gestor de reivindicaciones y tendencias dispersas, expresadas por grupos de presión o individuos —vemos actualmente la fuerza inmensa de ciertos lobbieslobbies— perdiendo de este modo su credibilidad.
En estas leyes se cuestiona la familia, debido a su índole natural bi-parental, y el matrimonio, como institución natural configurada por un hombre y una mujer, pierde su sentido. En su lugar, se propugna la validez de todas las orientaciones sexuales posibles, de todas las formas de unión, y finalmente de todas las formas de reproducción. La ideología de género se presenta en nuestro ordenamiento jurídico como la forma de liberar a las mujeres de los roles impuestos en el ámbito biológico que las oprimen y esclavizan.
La familia, de sujeto jurídico de por sí, se convierte ahora necesariamente en objeto, al cual se tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir. En estas circunstancias, el derecho pierde la capacidad progresivamente de definir la familia, cuyo concepto queda en manos del criterio subjetivo de cada uno, incluyendo, por qué no, la poligamia.
El Estado no puede erigirse en poseedor del sentido último. No puede imponer una ideología global, ni una religión —tampoco laica—, ni un pensamiento único. Y el derecho no puede ignorar las verdades antropológicas y científicas elementales sobre la alteridad sexual. Pues construir conceptos normativos de espaldas a la ciencia e incluso al sentido común da pie a enunciados disfuncionales. Cuando las premisas son falsas, la lógica lleva irremediablemente al absurdo. La ley que ha permitido la redefinición de la sexualidad, transformando los deseos y emociones en derechos, dará lugar a que con el tiempo se pueda exigir el presunto derecho a cualquier modificación corporal a la carta, por arbitraria que sea y sin medir honestamente sus consecuencias sobre el individuo y sobre el completo tejido social.
Los datos científicos —procedentes de la biología, la neurología o la psiquiatría— deberían constituir para el jurista un referente o límite, puesto que delimitan un marco dentro del cual es razonable emitir un juicio o tomar una decisión normativa[12]. A pesar de todo, bajo la presión de la imperante ideología de género, nos encontramos con la experiencia de que los argumentos racionales y científicos no son escuchados por aquellos que han escogido la negación. Los filósofos de la deconstrucción niegan el valor de las ciencias empíricas. La revolución del gender es, ante todo, no una simple teoría, sino un proceso de negación de todo lo que es real, verdadero y bueno para el hombre, y un compromiso personal y cultural dentro de esta negación. Estamos en una postmodernidad irracional, que proclama el «fin de la filosofía»[13].
La ley no debería tener en cuenta las particularidades sexuales de cada uno. Sin embargo, al hacerlo, favorece la desestructuración de la sociedad al desconocer sus fundamentos, al haber perdido los puntos de referencia esenciales, afectando a sus raíces antropológicas. Si en nombre de la corrección política intentamos refutar la influencia de la biología en la alteridad sexual, empezaremos a combatir nuestra propia naturaleza.
Lo legal no puede ser el producto de intrigas subjetivas o de deseos y reivindicaciones individuales, que además entran en directa contradicción con el bien de la sociedad. Esta clase de ley corre el riesgo de promover un monstruo jurídico que añadirá incoherencia a la situación actual y traducirá en términos jurídicos problemas singulares afectivo-sexuales. Este tipo de ley participa en la fragmentación de la sociedad y da estatuto legal a las tendencias parciales de la sexualidad humana. Así la ley se convierte en un instrumento narcisista. Estamos ante la negación misma del derecho considerado como organizador del vínculo social y favorecedor de la relación a partir de las realidades objetivas y universales.
En palabras del psiquiatra Anatrella, «el derecho se convierte en la norma de la no-norma puesto que la sociedad sería conminada por el individuo a no reconocer más que sus reivindicaciones singulares extraídas de sus tendencias».
Es urgente devolver al derecho y a la sociedad los fundamentos antropológicos extirpados; necesitamos recobrar los puntos esenciales de referencia, empezando por la alteridad sexual, para rehumanizar el ordenamiento jurídico y devolver a la persona humana —hombre y mujer— al centro de gravedad de la tarea legislativa como le corresponde, acabando con el relativismo jurídico que, paralelo al relativismo moral, impregna la regulación de los últimos años.
La ruptura con la biología no libera ni a la mujer ni al varón, es más bien un camino que conduce a lo patológico. Como afirma Allison Jolly, primatóloga de la Universidad de Princeton, «solo comprendiendo su verdadera esencia, la mujer (y asimismo el hombre) podrá tomar el control de su vida».
En contra de la ideología imperante distorsionadora de la realidad, es necesario recordar cómo la naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y complementan. No se trata de un retroceso conservador, sino de un progreso con visión de futuro, pues reconociendo las diferencias se podrá abrir un debate productivo sobre cómo corregir los desequilibrios, y una cuestión de justicia, porque el ser humano solo alcanzará su plena realización existencial cuando se comporte con autenticidad respecto de su condición, femenina o masculina.
María Calvo Profesora Titular de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III
Fuente: Nuestro Tiempo
[Ensayo recuperado de la hemeroteca. María Calvo, escribía en 2017 sobre qué sucede cuando, por la presión de ideologías, las leyes dejan de escuchar los argumentos racionales y científicos y llegan a combatir la propia naturaleza].
[1] El nuevo lenguaje mundial tiende a excluir palabras pertenecientes específicamente a la tradición judeocristiana, como verdad, moral, conciencia, virginidad, castidad, madre, madre, justicia, mandamiento o caridad.
[2] M. A. Peeters, entrevista publicada en la revista Temes d´avui, número 41, 2012.
[3] M. A. Peeters, entrevista publicada en la revista Temes d´avui, número 41, 2012.
[4] C. Caffarra, Hombre o mujer: ¿realidad o elección?, Brescia, 2008.
[5] C. Caffarra, Apuntes para una metafísica de la educación, Metafísica y persona, Filosofía, 2009.
[6] H. Aguer, Reflexión de «identidad de género», Universidad Católica de la Plata, 2013.
[7] J. Butler, Trouble dans le Gendre, La Découverte, París 2005.
[8] T. Anatrella, La diferencia prohibida, Sexualidad, educación y violencia, Encuentro, Madrid 2008.
[9] T. Anatrella, La diferencia prohibida, Sexualidad, educación y violencia, Encuentro, Madrid 2008.
[10] M. A. Peeters, entrevista publicada en la revista Temes d´avui, número 41, 2012.
[11] P. Mchugh, Transgenderism: A Pathogenic Meme, The Whiterspoon Institute, 2015.
[12] Sobre la alteridad sexual vid. A. Aparisi Miralles, Varón y mujer, complementarios, Palabra, 2007. VV. AA. Cerebro y educación. Diferencias sexuales y aprendizaje, Almuzara, 2008. S. Baron-Cohen. La gran diferencia, Amat, Barcelona 2005. L. Brizendine, El cerebro femenino, RBA, 2007. El cerebro masculino, RBA, 2010. H. Fisher, El primer sexo, Punto de lectura, 2001. J. De Irala, «Epidemología de las diferencias psicopatológicas entre hombres y mujeres», en la obra colectiva Mujer y varón. ¿Misterio o autoconstrucción?, 2008. H. Liaño, Cerebro de hombre, cerebro de mujer, ediciones B 1987. También, D. Kimura, Sexo y capacidades mentales, Ariel, Barcelona 2005. F.J. Rubia, El sexo del cerebro, Temas de Hoy, 2007. S. Levay, El cerebro sexual, Alianza, 1995. N. López Moratalla. Cerebro de mujer, cerebro de varón, Rialp, 2007.
[13] M. A. Peeters, entrevista publicada en la revista Temes d´avui, número 41, 2012.
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