Entre los muchos argumentos que utilizan los defensores y detractores de la legalización del aborto algunos constituyen, ya, auténticos tópicos del debate, nunca cerrado, sobre el tratamiento que el derecho debería dar a la interrupción del embarazo. Partiendo de presupuestos morales, de posiciones jurídicas y políticas o de rigurosas reflexiones médicas a menudo nos encontramos ante un conjunto de lugares comunes ya tantas otras veces escuchados.
Quiero revisar aquí algunos de estos tópicos en relación a lo que podría ser la legitimidad o ilegitimidad (en algunos casos o de modo general en todos) de poner fin al embarazo. Especialmente, quiero revisar la relación entre la valoración del aborto, su fundamentación, su carácter moral o inmoral, legítimo o ilegítimo con el tratamiento jurídico que recibe o debería recibir. Muchas veces encontramos estudios sobre el aborto centrados en aspectos morales que no se traducen en propuestas jurídicas. Y sin embargo, respecto al aborto, no se trata solamente de describir la acción y de calificarla si no de concretar que tratamiento legal sería el adecuado. Debemos tener en cuenta, pienso, que la regulación que el derecho deba dar al aborto es un problema jurídico-político pero también aquí podemos encontrarnos ante una cuestión moral.
Examinaré, así, cuatro argumentos sobre la interrupción del embarazo. En primer lugar, (i) consideraré la afirmación de que es imposible prohibir el aborto con eficacia. Es decir, la posición de aquellos que constatan la realidad del aborto en todas las sociedades y como el derecho resulta del todo ineficaz en su prohibición o incluso regulación. Se trata de una cuestión previa, en la medida en que, de ser cierta, cualquier otra consideración podría resultar banal, al menos, jurídicamente. En segundo lugar, (ii) me detendré en el argumento estrella de los llamados antiabortistas: la afirmación de la personalidad del feto (pre-embrión y embrión). Argumento que coherentemente debería llevar a la más radical prohibición del aborto, la persecución policial de las abortistas y su tratamiento penal. Como veremos, quienes afirman que el feto es una persona tienen serías dificultades para traducir esta afirmación en términos jurídicos.
En tercer lugar, (iii) examinaré la consideración del aborto como estado de necesidad, es decir, la posición de quienes consideran que siendo el mundo desigual y difícil la situación de muchas mujeres, hay que admitir el aborto en algunas situaciones límites. Aquí, el feto no es una persona pero si un principio de vida humana que debe ser protegido por el derecho. Así, se defiende una postura jurídica intermedia entre la radical prohibición del aborto y su liberalización. Más concretamente, se demanda una prohibición general del aborto, con algunas excepciones o supuestos allí donde se considere que la dramática situación de las mujeres no debe ser agravada con el tratamiento penal. En último lugar, (iv) analizaré el argumento fundamental de los defensores de la despenalización del aborto: la autonomía de las mujeres, la autodeterminación sobre lo que ha sido denominado su propio poder generativo.
Los cuatro argumentos a examinar no aparecen ordenados en argumentos “a favor” o argumentos “en contra” de la legalización del aborto voluntario puesto que mi pretensión primera es poner en evidencia la debilidad o fortaleza de esos mismos argumentos con independencia del fin que pretenden sustentar.
1. La impotencia del derecho frente al aborto
Algunos juristas y no pocos actores de la vida política afirman que la realidad del aborto difícilmente se puede contener con las normas jurídicas. Apoyándose en datos estadísticos se sostiene que el aborto es una realidad en todos los países y en todas las culturas y que su ilegalización, antes de disuadir a las mujeres de su práctica, sólo consigue convertirlo en hecho clandestino, en un problema de salud pública. Obviamente, un ordenamiento jurídico no puede exigir lo imposible y tampoco parece razonable emitir una prohibición válida pero que se sabe va a resultar ampliamente ineficaz. Si pese a su prohibición el número de abortos se mantiene constante en las sociedades contemporáneas habrá que concluir en la futilidad de la norma prohibitiva.
Ciertamente, el derecho no lo puede todo y en relación a la interrupción del embarazo, o, por ejemplo, al consumo de drogas, el ejercicio de la libertad parece imponerse, a menudo, por encima de prohibiciones. Este tipo de constatación, sirve, en el marco del debate sobre la relación del derecho con el aborto, para exigir que la discusión se traslade de lo moral o jurídicamente justificado a la valoración de lo jurídicamente posible. La realidad se convierte, así, en el mejor argumento a favor de la legalización del aborto.
Como pone de manifiesto Luigi Ferrajoli “las prohibiciones no sólo deben estar “dirigidas” a la tutela de los bienes jurídicos, deben ser “idóneas”. El principio de utilidad y el de separación entre derecho y moral obligan a considerar injustificada toda prohibición de la que previsiblemente no se derive la eficacia intimidante buscada, a causa de los profundos motivos —individuales, económicos o sociales— de su violación; y ello al margen de lo que se piense sobre la moralidad e, incluso, sobre la lesividad de la acción prohibida… La introducción o la conservación de la prohibición penal (si no disuade la conducta indeseada) no responde a una finalidad tutelar de bienes que, más aún, resultan ulteriormente atacados por la clandestinización de su lesión, sino a una mera afirmación simbólica de “valores morales”, opuesta a la función protectora del derecho penal” [1].
Abunda sobre esta línea argumentativa la constatación de que existe una disparidad entre las diversas regulaciones sobre la interrupción del embarazo y la realidad de cómo se aborta en muchos países. Un examen de las normativas sobre el aborto en el mundo nos muestra un abanico bastante amplio de regulaciones, que van desde la prohibición del aborto en todos los supuestos imaginables (normativa que afectaría a un 26% de la población mundial) hasta su legalización sin restricciones causales (afectaría al 41% de la población). Entre ambos polos, un amplio espectro de normativas que (respecto al 33% de la población restante) establecen un sistema de permisos para abortar siempre que concurran determinadas causas relacionadas con la situación socioeconómica de la mujer, la causa del embarazo o/y su salud física y mental. Teniendo en cuenta las dificultades para recabar datos sobre el número de abortos en el mundo, muchos estudios ofrecen cifras cercanas a estas: el número de abortos en todo el mundo al año parece estar en la cifra de 46 millones, de los cuales 20 millones son abortos ilegales [2]. Una de las regiones con normativas más restrictivas en relación al aborto, América Latina, tiene una de las tasas más altas de abortos, 37 por cada 1000 mujeres. Se trata, insisto, de una de las tasas mundiales más altas sobre todo si tenemos en cuenta que se trata prácticamente en su totalidad de abortos ilegales. En el ámbito de la Unión Europea, Irlanda y Portugal [3] poseen la legislación más restrictiva, lo que no impide en este último país un número constante de abortos en torno a los 20.000 anuales. Mientras que en Irlanda, donde es prácticamente imposible obtener servicios de abortos legales, por lo menos 6 de cada 1000 mujeres en edad reproductora aborta cada año. En Inglaterra o en Holanda, para abortar no se pide más que el cumplimiento de unos plazos y se prescinde de cualquier justificación material del aborto. Holanda es uno de los países con la tasa de abortos más baja del mundo. Distintos estudios comparados ponen de relieve que severas restricciones legales no garantizan una baja tasa de abortos.
Pero el desfase entre la reglamentación jurídica del aborto y la realidad del mismo no termina aquí. La tutela de la vida, de la vida del feto, considerado no como una persona sino más bien como un bien jurídico o un principio de vida humana digno de protección, conlleva que en muchos países se encuentren normativas que exigen a la mujer para abortar la justificación fundada de su decisión. Así, en Europa normativas como la española, despenalizan algunos supuestos de aborto voluntario (y por tanto los amparan con una cobertura médica pública) manteniéndose el marco de una prohibición general. Es decir, dentro de unos plazos es posible abortar siempre que concurra causa justificada [4]. En Italia, por ejemplo, en el marco de una ley de plazos se pide que “concurran circunstancias capaces de poner en peligro la salud física o psíquica de la mujer”, circunstancias que debe verificar el médico o el consultor. En Francia, se permite el aborto en las primeras diez semanas de gestación sólo si la mujer embaraza está “angustiada” y acepta “consejo”. En Alemania, el aborto es libre en las 12 primeras semanas de embarazo siempre que la mujer se haya sometido previamente a lo que ha sido denominado un striptease psicológico. Esto es, debe haber pasado por dos centros de asesoría, en su mayoría tutelados por las iglesias católica o protestante, que teóricamente deben ejercer un papel disuasorio [5]. Digamos que en todos estos países la licitud el aborto en ciertos supuestos y/o dentro de ciertos plazos y su prohibición fuera de esos supuestos fijados o superando determinados plazos de tiempo, ilustra una doble preocupación de un lado por la tutela de la vida incluso antes de su concepción y de otro lado, por la autonomía de las mujeres o por lo que ha sido denominado su autodeterminación reproductiva.
Habría que añadir que estas normativas traducen también una idea más general, una visión del aborto como algo no deseable, probablemente inmoral, que debe ser limitado o que debe cubrirse con la proclamación de la angustia de la madre, su desequilibrio, su situación de necesidad.
De este modo, está permitido abortar si concurren, bien circunstancias objetivas, como puede ser que el que embarazo se produjera por medio de una violación, el peligro para la vida de la madre o que el feto sufra malformaciones, bien circunstancias subjetivas, como la angustia o el desequilibrio psíquico en que la mujer misma se encuentra o podría encontrarse si el embarazo siguiera adelante. También son muchos los países en que se obliga a la mujer a aceptar consejo o a ser informada de las alternativas a las que podría recurrir en el caso en que desistiera de su decisión de abortar. Es como si se quisiera expresar a través del derecho que el aborto no es un método anticonceptivo y que su uso debe reducirse sólo a situaciones de especial gravedad.
Pero en la realidad, la exigencia de justificación material se transforma, o en una especie de expiación de culpas, humillación de la mujer o en un mero trámite vacío de contenido real. En el ámbito de la sanidad pública, a menudo el aborto se convierte en un tortuoso camino burocrático en el que se dilatan los plazos (con el consiguiente crecimiento del feto) y se culpabiliza a la mujer. El servicio público tal como está organizado en muchos países puede decirse que anima a las mujeres a acudir a la sanidad privada. Si las mujeres no tienen recursos económicos y/o no se quieren prestar a esos procedimientos burocráticos, solo les quedan opciones que están fuera de la ley con el consiguiente peligro para su salud. Con prohibición general o sin prohibición general la situación vista desde esta perspectiva se puede reconstruir como un problema de medios económicos. Una mujer con dinero (dentro de los supuestos en los que el aborto es legal o fuera de ellos) no acudirá a la sanidad pública, no pasará por entrevistas, o repetición de análisis, ni por la tortura de los plazos que se dilatan sino que resolverá su pretensión en una clínica privada o en el extranjero. Una mujer sin dinero acudirá cuando sea posible a la sanidad pública con lo que ello conlleva, y si no al llamado aborto clandestino.
La prohibición del aborto, circunscrita a unos supuestos, lleva en algunos países a un sistema de protección del derecho a la salud de las mujeres desigualitario y claramente deficiente, que empuja a las mujeres con suficientes ingresos económicos a la sanidad privada tanto en los supuestos de abortos permitidos por la ley como en los no permitidos.
No obstante, esta experiencia común de tantos países donde se prohíbe el aborto (en todos o en algunos supuestos) y donde, sin embargo, las mujeres siguen abortando en un número que se revela bastante constante, o la disparidad entre una regulación que pretende hacer que las mujeres muestren su sufrimiento ante el aborto y a la vez permite que esta demostración se desenvuelva como un mero trámite, no me parece suficiente para sostener la futilidad de las prohibiciones sobre el aborto. En realidad, considero que el problema es otro y tiene que ver con la hipocresía social en torno a este tema y sobre todo con la incapacidad, por radical que se sea en la lucha contra el aborto o en la defensa de la vida de embriones o fetos, de defender con coherencia los propios postulados. Antes que afirmar la incapacidad del Derecho para prohibir determinadas acciones cabría valorar los pocos esfuerzos que desde las administraciones públicas se realizan para hacer valer las normativas sobre el aborto. Tendríamos que preguntarnos el porqué se producen leyes en este campo que no se piensa aplicar. En muchos países se tolera el aborto ampliamente (preferentemente cuando la mujer lo puede financiar) y a la vez se mantienen normas restrictivas del mismo que parecen tener efectos meramente retóricos. La ley prohíbe abortar o impone serias restricciones al aborto y la conciencia pública queda a salvo, mientras que la experiencia del aborto se desenvuelve en un terreno invisible, sobre todo para quien no la quiere ver.
En realidad, si partiéramos de una legislación basada en el derecho a la vida de fetos o embriones, por ejemplo, se podría desarrollar todo un sistema de vigilancia sobre la mujeres que redujera el aborto clandestino. Un terrible ejemplo es sin duda el régimen rumano en los años obscuros de la dictadura de Ceaucescu. Para conseguir que la prohibición del aborto fuese efectiva, durante muchos años en Rumania, se hacían revisiones mensuales en las fábricas en las que se comprobaba si las trabajadoras estaban embarazadas haciendo así dificilísimo el ocultamiento de su estado. Ciertamente no es esta mi propuesta, ni es tampoco una alternativa para los regímenes democráticos que mayoritariamente no parten del reconocimiento del feto como persona, solo intento destacar la diferencia entre afirmar que el derecho no tiene mecanismos para prohibir determinada acción y la falta de voluntad real de prohibirla.
La hipocresía del tratamiento legal que se realiza en tantos países europeos se refleja en que en muchos de ellos está prohibido abortar fuera de los supuestos legales, incluso en las primeras semanas del embarazo, y, sin embargo, existen bancos de embriones o de óvulos fecundados que terminan siendo desechados cuando alcanzan un número demasiado elevado para seguir conservándolos.
Creo entonces que antes que reconocer la imposibilidad de prohibir con eficacia el aborto habría que admitir la escasa voluntad de prohibirlo seriamente. Este desfase entre la ley y lo que se está dispuesto a hacer desde las administraciones públicas para que se cumpla, implica el abandono de la tutela de la salud de la mujeres y también de la protección de vida como principio general del derecho.
Desde una perspectiva estrictamente jurídica, creo que podemos reclamar legítimamente leyes realizadas con una correcta técnica legislativa y a la vez exigir que las normas nazcan con la voluntad de ser aplicadas. Pero, sobre todo y en este último sentido, debemos enfrentarnos al hecho de que en las sociedades contemporáneas, ni las instancias políticas o jurídicas parecen dispuestas a actuar contra la mujeres que abortan, ni la opinión pública a presenciar el espectáculo de mujeres que son tratadas como delincuentes y llevadas ante los tribunales por abortar.
2. El aborto es inmoral por que el feto es una persona
La afirmación de mayor fuerza argumentativa utilizada por los llamados antiabortistas a la hora de exigir la prohibición de la interrupción del embarazo es, sin duda, la consideración de que el feto y también el embrión son seres humanos. Se trata de un argumento que parece lógicamente conducir a la prohibición del aborto y, desde luego, con muchos más medios y medidas de los que se suelen utilizar en las distintas legislaciones modernas al respecto. Sin embargo, bien porque el legislador excluye este argumento para fundamentar sus limitaciones al aborto, bien porque no lo toma en serio, aunque hipócritamente lo sostenga, es difícil encontrar una regulación de la prohibición del aborto consecuente con un presupuesto de tal fuerza [6].
En el plano teórico, la afirmación del estatuto de persona del embrión y del feto hace tambalear muchos argumentos de los “proabortistas” y les obliga a menudo a hacer acopio de conocimientos médicos para intentar contrarrestar esa afirmación utilizada a menudo como dogma incontestable. Una a una las argumentaciones en defensa del aborto se miden con la afirmación de la personalidad del embrión. La libertad de la madre, su estado de necesidad, la preservación de su vida o salud… son afirmaciones que pierden fuerza si nos situamos en un escenario en que nosotros actuamos a modo de tercero entre las partes: una mujer y un niño con intereses contrapuestos.
La afirmación de que tanto el feto como el embrión son personas da lugar a teorías extremadamente radicales, como la del jurista J. Finnis, representativas de toda una línea argumentativa en torno al aborto. Para este conocido profesor de Oxford, la personalidad del feto anula cualquier justificación del aborto. No cabría considerar, por ejemplo, la fragilidad socio-económica de la mujer, ni su equilibrio psíquico, ni siquiera es valorable que el embarazo sea el producto de una violación o que la continuación del embarazo ponga en peligro la vida de la mujer. Si el feto es una persona, ninguna de estas razones es suficiente para justificar un homicidio. Es decir, parece ya gratuito que nos plantemos la legitimidad del aborto puesto que la prohibición del homicidio se extiende sobre él y da igual que la mujer embarazada haya sido violada o esté en una situación límite… El aborto sería claramente inmoral, tan inmoral como el homicidio y por tanto igualmente punible.
En palabras del propio Finnis, el aborto es “una decisión que no tiene más remedio que caracterizarse como decisión contra la vida (matar)” [7]. De manera –dirá– que la “condena del aborto terapéutico no parte de un prejuicio contra las mujeres o en favor de los niños, sino de una recta aplicación de la solución de un caso a otro, sobre la base de que la madre y el niño son igualmente personas en las que debe plasmarse el valor de la vida humana (o el “derecho a la vida” respetado) sin ser atacado” [8].
Si la mujer embarazada y el feto son igualmente personas será difícil para un tercero discernir a quién debe salvar y a quién debe dejar morir o, si se quiere, quién debe morir para que el otro viva. En esta situación, el jurista australiano considera que es relevante remarcar la absoluta inocencia del feto y la prohibición bíblica de no matar al inocente ni al justo. El cuadro del embarazo parece así representado como una relación entre dos seres que provisionalmente se encuentran en relación de mutua dependencia. El feto representa, entonces, la parte débil que debe ser protegida por el Estado frente a las agresiones de la otra parte, considerada no como una víctima sino más bien como un agresor o incluso un posible verdugo.
De la misma manera que no es admisible sacrificar la vida de un inocente para salvar a otro, no es permisible acabar deliberadamente con la vida del feto para salvar la vida de la madre. Aquí Finnis introduce la llamada teoría del doble efecto [9]. Es decir, para ayudar a la mujer gestante cuya vida está en peligro podrían legítimamente realizarse algunas acciones aunque traigan como consecuencia (un mal efecto) la muerte del feto, pero sólo cuando esa muerte, ese efecto previsible, “no se pretenda como medio, ni como fin y por tanto no determine el carácter moral del acto” [10]. Desde la teoría del doble efecto no es aceptable, entonces, que en defensa de una vida humana se realicen acciones dirigidas directamente a producir la muerte del feto. La afirmación de que el feto, el embrión o el mismo óvulo fecundado son personas, exige, por tanto, para el profesor de Oxford, ante una situación de peligro para la vida de la madre gestante y en aplicación de la doctrina del doble efecto, una pormenorizada valoración de supuestos y enfermedades encaminada a separar las prácticas morales de las inmorales [11].
La casuística se impone, y, sin embargo, los criterios guía para discernir entre acciones morales e inmorales están lejos de ser precisos. Si depende de la intención con la que se realiza la acción en el caso del aborto terapéutico, la muerte del feto bien puede presentarse siempre como una consecuencia indeseada. Finnis nos ofrece mayores precisiones, la acción a realizar en ayuda de la mujer gestante en peligro de muerte tiene que cumplir tres requisitos: (i) se habría tomado igualmente si la víctima (es decir, para Finnis, el feto) no hubiera estado presente. “Si es así, hay base para decir que el mal aspecto de la acción, es decir, sus efectos mortales sobre la víctima (el niño) no se pretenden ni deciden como fin ni como medio, sino que son efectos colaterales completamente accidentales que no tienen por qué determinar el carácter de nuestra acción como (no) respetuosa de la vida humana” [12] . Se trata de algo parecido a los famosos efectos colaterales de los conflictos armados, es decir, efectos no queridos pero que se tiene la seguridad de que se van producir en cualquier acción bélica. Como vemos la distinción es verdaderamente sutil puesto que afirmamos que no queremos lo que sin duda va a ser la consecuencia de nuestros actos.
En segundo lugar, (ii) la persona que toma la decisión es la que está amenazada por la “víctima”. De lo que se entiende que si la mujer necesita una medicina para salvar su vida que producirá el efecto de matar al feto ésta sólo se administrará a petición de la mujer que podría decidir morir sin que esto para Finnis se pueda considerar un suicidio [13]. La vida que, está este momento, parecía un bien indisponible, incluso por su propio titular, se convierte ahora, en la argumentación del profesor de Oxford, en algo renunciable. Digamos que en este complejo entramado de consideraciones para discernir entre lo moral y lo inmoral, donde el sujeto que toma las decisiones no es, en vía de principio, la mujer, en un contexto en que el feto es víctima y la mujer verdugo, el único espacio de decisión que Finnis otorga a las mujeres gestantes es la posible elección de morir.
En tercer lugar, (iii) la acción elegida debe implicar sólo una negación de ayuda y socorro a alguien pero nunca una intervención real que se concrete en un ataque al cuerpo de esa persona [14]. Pretensión difícil cuando estamos hablando de una situación en la que la vida de la madre está en peligro y donde una rápida intervención puede favorecer su salvación, frente a una no acción, es decir, una simple espera de la muerte del feto.
La lectura de Finnis nos ofrece una imagen del embarazo como una situación en que la mujer constituiría un simple contenedor [15], un cuerpo que contiene a otro cuerpo, de manera ocasional. Una imagen que, ciertamente, no da cuenta de la especialísima relación que se establece entre la madre y el feto. En Finnis, lo que constituye una relación única, en cierta medida simbiótica, irreducible a una unidad y, sin embargo, imposible de deslindar en dos realidades diversas, nos aparece como una relación de intereses contrapuestos, entre una víctima y un verdugo. La intervención del Estado se considera necesaria para proteger a los niños frente a madres desaprensivas.
El hilo argumental del profesor australiano plantea muchas dudas pero, sin embargo, si partimos de que el feto es una persona, algunas de sus afirmaciones no son más que la estricta consecuencia de esa premisa. Cabe afirmar que Finnis no desarrolla su discurso hasta sus últimas consecuencias. Es decir, al final no realiza una propuesta de tratamiento jurídico del aborto. Obviamente sus palabras nos llevan hacia una legislación prohibitiva, pero ¿cuál debe ser la pena impuesta a las mujeres por abortar? ¿debe imponerse la misma pena en todos los supuestos, por ejemplo sin hacer diferencias entre abortos tempranos o tardíos? Cuando una mujer embarazada se encuentre en una situación de peligro para su salud ¿quién debe vigilar que se observa la doctrina del doble efecto? ¿Si se prohíbe el aborto de modo general, se permitirá a las nacionales abortar en el extranjero? Como digo, Finnis no concreta las respuestas a estas cuestiones, no obstante, siendo que considera el aborto inmoral en cuanto que constituye la muerte de una persona, coherentemente podemos deducir que sostendrá un castigo para el aborto equiparable al del homicidio o incluso al del asesinato.
En este sentido, resulta muy sorprendente la insistencia de Finnis en la inocencia del feto como si la inocencia o culpabilidad justificaran la muerte de los seres humanos. Por otra parte, se trata de un argumento muy utilizado y que suele acompañar a la afirmación de la personalidad del feto. Cabe al respecto dos consideraciones. De un lado, calificar al feto de inocente parece inadecuado a no ser que para el jurista de Oxford la inocencia sea igual a inconsciencia. ¿Puede ser inocente quien no puede ser culpable, quien no puede actuar, quien no puede comprender todavía la diferencia entre el bien y el mal? Ciertamente el feto no es ni inocente ni culpable, tampoco es bueno o malo [16].
De otro lado, al menos en Finnis, la insistencia en la inocencia del feto como argumento que sostiene la ilegitimidad del aborto pone en evidencia que ante un ser humano culpable no estarían vigentes las mismas razones a la hora de respetar su vida. En definitiva, con la afirmación de la inocencia del no nacido, Finnis pretende salvar la contradicción evidente que existe entre manifestarse contra el aborto como acción contra la vida y justificar la pena de muerte [17].
Si se sostiene hasta sus últimas consecuencias que óvulo fecundado, pre-embrión, embrión y feto son personas y, por lo tanto, darles muerte deliberadamente es equiparable a un homicidio o un asesinato, no cabe esperar para las mujeres que abortan más que una condena de cárcel idéntica a la prevista en el código penal para los delitos anteriores. ¿Por qué tendríamos que hacer diferencias? Pero Finnis no solo no se detiene ahí sino que subraya la inocencia más absoluta del feto. Abortar no es solo matar, sino matar inocentes. Su posición no es la de quienes proclaman el respeto a la vida en cualquiera de sus manifestaciones y por tanto se manifiestan contra al aborto pero también sin duda contra la pena de muerte. Aquí, muy al contrario, la posición antiabortista sostiene la personalidad del feto haciendo del mismo sujeto de derechos, intereses y pretensiones, remarcando su inocencia. No es una exaltación de la vida sino una protección de derechos legítimos. El feto es inocente y no podría ser de otra manera, demandar la pena de muerte para alguien que da muerte a un inocente no dejaría de ser más que la consecuencia de una argumentación coherente.
La feminista americana Judith Jarvis Thomson defiende la legitimidad del aborto voluntario intentando no entrar en la discusión sobre el estatuto del feto. Aunque partiéramos de la consideración de que el feto es una persona cabría para Thomson considerar moralmente admisible el aborto en algunos supuestos. El hilo de su argumentación gira en torno a un situación imaginaria, formulada ya hace muchos años pero que sigue teniendo una gran difusión en el debate sobre el aborto: “usted se despierta una mañana y se encuentra en la cama con un violinista inconsciente. Un famoso violinista inconsciente. Se le ha descubierto una enfermedad renal mortal, y la Sociedad de Amantes de la Música ha consultado todos los registros médicos y ha descubierto que sólo usted tiene el grupo sanguíneo adecuado para ayudarle. Por consiguiente le han secuestrado, y por la noche han conectado el sistema circulatorio del violinista al suyo, para que los riñones de usted puedan purificar la sangre del violinista además de la suya propia. Y el director del hospital le dice ahora a usted: ‘Mire, sentimos mucho que la Sociedad de Amantes de la Música le haya hecho esto, nosotros nunca lo hubiéramos permitido de haberlo sabido. Pero, en fin, lo han hecho, y el violinista está ahora conectado a usted. Desconectarlo significaría matarlo. De todos modos, no se preocupe, solo es para nueve meses. Para entonces se habrá recuperado de su enfermedad, y podrá ser desconectado de usted sin ningún peligro’” [18]:
Siguiendo a Thomson, su rocambolesca situación imaginaria nos debería mostrar que, aunque se trate de vidas humanas, en determinadas ocasiones no se puede exigir a las mujeres que lleven adelante un embarazo, de la misma manera en que no resultaría exigible para cualquiera de nosotros que nos prestáramos durante nueve meses a continuar conectados con nuestro violinista. Dicho en otras palabras, para Thomson también el derecho a la vida tiene sus límites, en su nombre no se puede pretender determinados sacrificios de terceros. De modo, que se podría afirmar que el que un hombre tenga derecho a la vida “no garantiza que tenga derecho a que se le conceda el uso de lo que necesita para vivir, ni que tenga derecho al uso continuado de lo que usa actualmente y necesita para vivir” [19].
Si bien es cierto que comparto esta idea de los límites del derecho a la vida creo, sin embargo, que el artificioso ejemplo de Thomson, a su pesar, nos devuelve necesariamente a la discusión en torno a la afirmación de que tanto el feto como el embrión son personas.
Si hablamos de vidas humanas, su protección resulta un principio moral a la vez que una exigencia jurídica. Podría dudarse entonces de la legitimidad de desconectar al violinista de mi cuerpo si eso le produjese su muerte. Y ello a pesar de la ilegalidad e inmoralidad de haberlo conectado sin mi consentimiento. La vida de alguien que tiene sentimientos, capacidad de sufrir y autoconciencia es valiosa en sí misma. Para el propio violinista, tal vez para su familia o también para la humanidad, su vida es preciosa y la pretensión del músico de vivir unos años, meses o incluso unas horas es legítima ética y tal vez jurídicamente.
Si pienso ahora en la relación del feto o del embrión con su madre me parece estar ante un problema totalmente diverso. El valor del feto gira en torno a su viabilidad, a su capacidad para convertirse en un nacido, para sobrevivir fuera de la madre. No parecería razonable mantener a un feto con vida en el seno materno si tuviésemos la seguridad de que nunca iba a crecer, a desarrollarse, a transformarse en el niño que todavía no es. La vida del violinista tiene valor, no porque vaya a transformarse en persona, no porque vaya a superar su enfermedad, sino en sí misma, conectado o no a otro cuerpo que no es el suyo. El deseo de quedar embaraza y/o la responsabilidad frente a ese hecho natural a veces queda truncada de manera espontánea y la tristeza de la madre gira en torno a la pérdida del niño que podría haberse desarrollado en su seno y no tanto a la pérdida de un feto. La madre quiere a un niño no a un feto y su decepción, su frustración no quedaría paliada si le aseguráramos la pervivencia de un feto que nunca dejará de serlo.
Ciertamente este es el nudo de la cuestión. Si el médico anunciase a un mujer encinta que el feto no evolucionará, no nacerá, en definitiva no va a ser viable ¿tendría sentido mantenerlo en vida unas semanas más? Muy diferente sería la repuesta si pensáramos en un niño, en un adulto, en el violinista, en definitiva, en una persona. Si el médico nos dice que tiene una patología mortal de la que no sanará parece más que justificado que pretendamos que viva el mayor tiempo posible aunque éste sólo sea unos días, horas o minutos.
La afirmación de que tanto el feto como el embrión son seres humanos, a menudo, se nos presenta como una cuestión científica y sin embargo ese supuesto carácter científico no parece pacificar los términos de la discusión. Se trata de una difícil cuestión incluso para los médicos que ponen de manifiesto cómo a medida que se producen nuevos adelantos en la medicina se rebaja el límite de los meses de gestación necesarios para salvar la vida a prematuros. Sin embargo, y pese a su complejidad, parece que todos coincidimos en una idea al respecto, o tal vez sea sólo una intuición, un pensamiento no demasiado reflexivo, sobre la diferencia entre los fetos y las personas, entre los embriones y la personas. Idea que hace que tantos gobiernos que prohíben el aborto toleren ampliamente el incumplimiento de tal prohibición. La idea o la intuición de que no es igual una mujer que aborta que una mujer que mata a su hijo, que no es igual abortar espontáneamente que sufrir la muerte de un hijo.
Para defender restricciones jurídicas sobre el aborto o incluso su absoluta prohibición no es necesario afirmar la personalidad del óvulo fecundado, del embrión o del feto, parecería suficiente sostener la protección del valor de la vida en cualquiera de sus estadios o de ese principio de vida humana, que es el óvulo fecundado, único e irrepetible. Este, por otra parte y como sostiene Dworkin, podría ser un punto de encuentro entre los antiabortistas y aquellos que defienden la legalización del aborto en algunos supuestos. Tampoco para defender la legitimidad del aborto parece necesario negar que el embrión o feto constituyen una promesa de vida humana y que sobre ellos se invierten a menudo sentimientos y esperanzas. En la búsqueda de argumentos fuertes que sostengan las posiciones de unos y otros se llega a afirmar la personalidad del feto o, por el contrario, se nos ofrecen estudios que avalan que el feto no es más que un conjunto de células sin capacidad para sentir. Argumentar de esta manera supone una reducción al absurdo. Por un lado, no se entendería por qué un aborto sobrevenido es causa de tristeza, sería lo mismo abortar en las primeras semanas de embarazo que en las últimas, tendríamos que albergar idéntica pena por la frustración de un embarazo en los primeros días que en el noveno mes, mientras que por otro lado tendríamos que considerar a las mujeres que abortan asesinas o poner por ejemplo serios límites a la libre circulación de la mujeres cuando se pensase que tienen en mente abortar en otro país.
Cristina García Pascual, en corteidh.or.cr/
Notas:
1 L. FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, trad. cast de P. Andrés Ibáñez, A. Ruiz Miguel, J.C. Bayón Mohino, J. Terradillos Basoco, Rocío Cantarero Bandrés, Trotta, Madrid, 1995, p. 473.
2 Vid., S. K. HENSHAW, S. SING. S., T. HAAS, “La Incidencia de Aborto inducido a Nivel Mundial”, Perspectiva Internacionales en Planificación Familiar, n. especial 1999.
3 La actual legislación portuguesa permite el aborto en caso de riesgo de vida o salud mental para la mujer hasta las primeras 12 semanas y hasta las 24 en caso de violación o malformación del feto. Pero también persigue y juzga a las mujeres que hayan sufrido un aborto voluntario y a los familiares que tengan conocimiento del mismo y no lo hayan denunciado. Ya se han celebrado varios juicios, el último de los cuáles ha sido aplazado debido a la presión de diversas organizaciones. Portugal ya sometió la legalización del aborto a referéndum en 1999 y ganó el "no", aunque la participación fue inferior al 50%. Ahora a iniciativa del Gobierno socialista, el Parlamento ha aprobado la convocatoria de un nuevo referéndum para despenalizar el aborto en las diez primeras semanas esperando una afluencia de votantes mayor.
4 Los últimos datos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas indican que el número de abortos en España ha aumentado sostenidamente desde 1990 aproximándose a la cifra de 80.000 abortos anuales.
5 Juan Pablo II a través de una carta instaba a los obispos alemanes a no extender más “licencias de muerte” o certificados que atestiguaran que se había pasado por la asesoría. Esta exigencia del anterior Papa muestra como la reclamación de justificación material de las decisiones personales puede convertirse o en algo hipócrita, en un trámite meramente burocrático
6 En Irlanda, donde en el propio texto constitucional se proclama la personalidad del feto y por lo tanto se prohíbe el aborto en cualquier situación, se han aprobado cambios constitucionales que permiten que las mujeres irlandesas puedan abortar en el extranjero. De este modo ahora es posible distribuir en Irlanda información relativa a prácticas abortivas en otros países. Si la afirmación de que el feto es un ser humano fuese asumida como un dato indudable ¿cómo se podría justificar que un Estado dejase salir a sus ciudadanos con intención de cometer un homicidio fuera de sus fronteras?
7 J. FINNIS, “Pros y contras del aborto” en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, Debate, 1983, p. 118
8 Ibid., p. 127
9 Es decir que el mal efecto de una acción no es ni el medio ni el fin que se pretende, y, por tanto, no determina el carácter moral del acto como decisión de no respetar uno de los valores humanos básicos.
10 J. FINNIS, “Pros y contras del aborto”, op. cit., p.130.
11 Así, puntualiza Finnis no se trataría de condenar “la administración de medicinas a una mujer embarazada cuya vida está amenazada, por ejemplo, por la alta fiebre (provocada por el embarazo o no), aunque se sepa que esas medicina tienen el efecto colateral de producir un aborto. No es una condena de la extracción del útero canceroso de una mujer embarazada, aunque se sepa que el feto en su interior no es aún viable, y por tanto morirá. Es dudoso que sea una condena de la operación necesaria para poner en su lugar el útero desplazado de una mujer embarazada cuya vida está amenazada por el desplazamiento, aunque se sepa que la operación necesita el drenaje del líquido amiótico necesario para la supervivencia del feto ”(J. FINNIS, “Pros y contras del aborto”, op. cit., p 127).
12 Ibid., p. 132
13 Toda la argumentación de Finnis gira en torno a la idea de la indisponibilidad del derecho a la vida (incluso cuando se trata del propio titular de ese derecho), sin embargo, la afirmación de que la madre puede negarse a tomar una medicación o a someterse a una intervención que le salvaría la vida pero causaría la muerte del feto significa afirmar justamente lo contrario. Una crítica en este sentido puede encontrarse en D. BEYLEVELD, R. BROWNSWORD, Human dignity in bioethics and biolaw, Oxford, Oxford University Press, 2001, p.156 y ss.
14 Vid. Ibid p. 135
15 Tamar Picht hace especial hincapié en esta idea de las mujeres como meros contenedores o maquinas reproductoras, idea que solo puede construirse sobre la separación entre la madre y el feto. (Cfr., T. PICHT, Un derecho para dos. La construcción jurídica de género, sexo y sexualidad, trad. cast. de Cristina García Pascual, Madrid, Trotta, 2003, p.78 y ss).
16 Dice el teólogo español José I. González Faus que el nasciturus “no puede ser llamado “inocente” porque está todavía más acá de toda posibilidad moral. La vida humana es una realidad dinámica pero la inocencia no lo es. El feto es tan inocente como puede serlo una piedra o una planta. Todo esto permite sospechar que no es una razón moral, sino una razón interesada la que está debajo de este modo de argumentar” J. I. GONZALEZ FAUS, “El Derecho de Nacer, Crítica de la razón abortista”, Cristianisme i Justicia, nota12, p. 20.
17 FINNIS sostiene que la única justificación de la pena es la retribución. Es decir, “el restablecimiento de un equilibrio de justicia que el crimen, esencialmente una voluntaria elección de anteponer la propia libertad de acción a los derechos de los otros ha necesariamente turbado”. (Vid. J. FINNIS, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, The Catholic University of America Press, Washington, 1991 p. 80). Por lo que respecta a la pena de muerte Finnis hace especial hincapié en la intención de la acción, puesto que ningún caso es moralmente admisible la realización de un mal para obtener un bien. En consecuencia afirma: “parece que puede sostenerse que, en la medida en que la acción elegida [la pena capital] actúa inmediatamente y por si misma el bien de la justicia retributiva, la muerte de un condenado no es elegida ni como fin en si mismo ni como medio para un fin ulterior”. (Vid. J. FINNIS, Moral absolutes. Tradition, Revision and Truth, op. cit., p. 80)
18 J. JARVIS THOMSON, “Una defensa del aborto”, trad. cast. de Montserrat Millán en AA. VV., Debate sobre el aborto. Cinco ensayos de filosofía moral, op. cit., p.11.
19 Ibid., p. 144.
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