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Mons. Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, explica cómo la adoración eucarística es esencial. Se tratan algunos de sus principales aspectos: el lenguaje, los gestos (ponerse de rodillas, hacer la genuflexión, inclinar la cabeza), el valor del silencio, etc.
1. La adoración eucarística hoy, un soplo del Espíritu
El Concilio Vaticano II y la ulterior “reforma litúrgica” significaron para muchos el descubrimiento de la “participación activa” en la Misa, la comprensión de la lengua en lecturas y, especialmente en las oraciones, que facilitaba hacer de ellas alimento y guía para la propia vida cristiana.
En tantos lugares se realizó una intensa catequesis litúrgica encaminada a fomentar la participación mediante las posturas y gestos corporales, con los silencios receptivos y mediante la palabra, con respuestas orantes, aclamaciones y cánticos entonados por toda la comunidad. Y especialmente se insistió en la recepción frecuente de la comunión eucarística, como cima de la participación sacramental.
Todo esto fue acompañado por un verdadero intento de renovación de la teología eucarística que ayudase a relanzar pastoralmente, sea la dimensión “subjetiva” de esta participación, es decir, su repercusión en la vida del creyente, sus frutos, sea, particularmente, la proyección misionera, apostólica y social de la misma.
De este modo todos los que hemos vivido estos últimos 50 años de la historia de la Iglesia hemos podido constatar muchos frutos positivos de todo esto, pero no podemos callar tampoco algunas sombras.
En el campo teológico las acentuaciones sobre los frutos y sobre el fruto social, en particular, derivaron en diversos autores y lugares en un auténtico desgajamiento respecto a la dimensión objetiva del Sacramento (la presencia real y permanente por medio de la transustanciación del pan y del vino), como se verificó en las teorías de la transignificación o de la transocialización. Papa Pablo VI con su encíclica “Mysterium fidei” (3 septiembre 1965) y con el “Credo del pueblo de Dios” (30 junio 1968) y el beato papa Juan Pablo II con su carta “Dominicae cenae” (14 febrero 1980) vinieron a poner en claro la perenne verdad católica sobre la Eucaristía. Del mismo modo los aspectos positivos de las nuevas corrientes teológicas, conciliables con la verdad cristiana han sido asumidos en documentos del magisterio del beato Juan Pablo II: carta apostólica “Vicesimus quintus annus” (4 diciembre 1988), Catecismo de la Iglesia Católica (1992-97), encíclica “Ecclesia de Eucaristía” (17 abril 2003), carta apostólica “Spiritus et Sponsa” (4 diciembre 2003), y carta apostólica “Mane nobiscum Domine” (7 octubre 2004), entre otros documentos, y de Benedicto XVI, singularmente su exhortación “Sacramentum caritatis” (22 febrero 2007).
En lo más estrictamente litúrgico y pastoral se verificó una “coagulación” litúrgica en la Misa. Toda la vida de piedad se centró en la celebración eucarística. Desaparecen en tantos lugares las adoraciones eucarísticas, las novenas y sermones autónomos. Todo pasó a celebrarse con la Misa. Y se produjo, en muchas comunidades cristianas, casi un olvido de otras formas de culto eucarístico. Es cierto que en 1973 (21 junio) se publicó el ritual de la Comunión y el Culto eucarístico fuera de la Misa, con interesantes aportaciones sobre la adoración eucarística fuera de la Misa y sobre la organización de los congresos eucarísticos. Pero también es cierto que en estos años de controversia doctrinal en torno al Augusto Sacramento, con tantas clarificaciones doctrinales de los Papas, tanto el nuevo Misal (1970) como este Ritual eliminan diversos gestos y signos de adoración presentes en la liturgia desde las controversias eucarísticas medievales: 1º se reduce mucho en la Misa la posición de los fieles de “estar de rodillas” (y en algunas comunidades llega, arbitrariamente, a suprimirse del todo), 2º se suprime ante la custodia la genuflexión doble y en la Misa se reducen también mucho las genuflexiones del sacerdote y de los ministros del altar (llegando en algunos casos a desaparecer, contra norma, todas las genuflexiones reemplazadas, en el mejor de los casos, por inclinaciones profundas, o no tan profundas); y en el momento de comulgar se comienza por tolerar la comunión “de pié”, (hasta eliminar casi universalmente los comulgatorios), para pasar luego a eliminar la comunión “de rodillas”, sustituida por un signo de veneración poco explicado, genuflexión o inclinación previas, (que terminan por ser prácticamente ignoradas), y, finalmente se pasa a autorizar la comunión “en la mano”, con una forma antigua, respetuosa y cuidada, pero que se va imponiendo hasta obligar a los fieles a comulgar de este modo, en algunos momentos (caso de los decretos ilegítimos de varias Conferencias Episcopales con ocasión de la misteriosa epidemia de “gripe A”, no hace tanto tiempo), y descuidando en muchos casos el modo, que se convierte en rutinario y poco reverente, en no algunos casos, (esto sin tocar el tema de los abusos de una Eucaristía no distribuida, sino “tomada” −autoservicio− que se han dado y aun se dan en ciertas comunidades). Todo esto, lo “normal” y lo “abusivo”, no deja de ser extraño y ajeno al común actuar de la Iglesia, que siempre venía reforzando en la liturgia las oraciones y gestos que podían defender la fe frente a los errores doctrinales que amenazaban al pueblo cristiano, aquí, en este caso, fue todo lo contrario.
Si tratamos de ofrecer una visión de conjunto de estos 50 años, a escala mundial, tendremos que reconocer que en muchos lugares las aguas se ha ido encauzando gracias al Magisterio de los Papas, al que hemos aludido, y a la acción tenaz de algunos Obispos en sus diócesis. Pero tampoco podemos silenciar que en otros muchos lugares se ha producido una real perdida de la fe eucarística del pueblo cristiano, un grave deterioro de los valores religiosos y de la fe en general, debidos a causas muy variadas de orden cultural (estamos viviendo una “revolución cultural” a escala mundial que quiere hacer desaparecer de la vida social la cuestión religiosa), pero que además han sorprendido a los católicos, en muchos casos, con las “defensas” muy bajas. A lo que ha contribuido y sigue contribuyendo, por desgracia, en muchos lugares del orbe católico, una mala formación teológica y litúrgico-sacramental en particular en Facultades, Seminarios y Casas religiosas de formación.
En medio de este panorama, no positivo, el Espíritu Santo ha soplado con su fuerza en el hogar de la Iglesia. Desde hace más de veinte años en los ambientes carismáticos, entre las nuevas realidades eclesiales, sea de Vida Consagrada o seglar, se ha desarrollado un potentísimo movimiento de espiritualidad Eucarística, singularmente de adoración, dentro y fuera de la Misa.
Este movimiento, que en gran medida surge fuera de la programación pastoral oficial, ha de reconocerse como un grito de Dios que revindica su lugar, su tiempo, su presencia en la vida de los hombres y en la misma vida social. Ya en el siglo XIX, ante el imperio del laicismo liberal, la piedad eucarística y los primeros Congresos Eucarísticos se presentaron como un dique que quería proteger los derechos de Dios en la sociedad y el sacrosanto derecho de sus fieles a darle culto público y a manifestar externamente su fe. Pero ahora, en el inicio del tercer milenio, esta “ola eucarística”, que es la acción eclesial que hoy agrupa a más fieles de la Iglesia católica en el mundo entero, “primavera eucarística” la llamó el papa Benedicto XVI en su catequesis del miércoles 17 de noviembre del 2010, dedicada a santa Juliana de Cornillon, toma tintes nuevos: más urgentes, fruto de la sequía espiritual de nuestro mundo contemporáneo, de nuestra cultura dominante.
Algunos Pastores miran con recelo este reclamo de adoración, recuerdan que este no es el fin primario de la Eucaristía (que es instituida “para que la comamos” −centralidad de la Comunión−); temen que el auge de esta devoción reste fuerza a la celebración, que favorezca unas espiritualidades demasiado sensibles, individualistas o descuidadas en lo apostólico. En algunos casos estas espontáneas explosiones populares de piedad eucarística pueden tener manifestaciones que suscitan recelo, parecen tener algo de supersticioso. Pero la práctica católica de la adoración eucarística, ya dentro de la Misa, ya más allá de la celebración entorno al tabernáculo o a la custodia, requieren la vigilancia y el acompañamiento de los Pastores, pero no merecen ser objeto de su recelo.
Hay algo de Dios en este contradictorio movimiento mundial de adoración eucarística. Como ocurrió con la vida de santidad del padre Pío de Pietralcina, un “bofetón” al racionalismo y al escepticismo del siglo XX. Aquí, ahora, cuando se dice que la cuestión de Dios no interesa, cuando se quiere mandar a Dios al “lugar escondido” de las casas particulares, son millones de personas las que sienten la necesidad más radical de la expresión de la fe en Dios: la adoración. Y adoran al Dios verdadero proclamando su presencia real y sustancial en las especies eucarísticas, la realidad más “escandalosa”, pues reclama la fe más radical, del cristianismo.
No se trata de una “locura” de unos aislados grupos de “devotos” o de “nostálgicos”, es una de las expresiones de las contradicciones internas del hombre posmoderno, en esa su “agonía” entre escepticismo y fe, entre positivismo y trascendencia: 1) Cae con el materialismo consumista y la “sociedad del bienestar” la práctica religiosa en nuestras iglesias, pero surgen las modas del orientalismo, la etérea espiritualidad de la “nueva era” y una efervescencia de supersticiones y morbosas aproximaciones al esoterismo. 2) Parece que la fe cristiana tiene que liberarse del ropaje religioso en una sociedad secularizada y se redescubre el valor de los símbolos y del mundo onírico; y los jóvenes creyentes son muchas veces incomprendidos y censurados porque, contra toda lógica de sus mayores, gustan el sentido religioso del cristianismo y abrazan con mucho más gusto que las generaciones inmediatamente pasadas el “sentido del misterio” en la liturgia (se admiran las liturgias orientales −no reformadas−, se acude a las celebraciones en la “forma extraordinaria” del rito romano −aunque se haya nacido mucho después de 1970− y el canto gregoriano ejerce una atracción que llega a hacer de él ocasionalmente moda en la “disco”). 3) Se descuida la vida litúrgico-parroquial pero los santuarios reciben cada vez más visitas y las manifestaciones de piedad popular se consolidan con creciente número de participantes.
Todas estas paradojas nos hablan de que algo está cambiando radicalmente en el mundo con respecto a los años 60/70 del siglo pasado, algo que reclama la atención solícita de la Iglesia y su acompañamiento pastoral. ¡Ojalá seamos capaces de, entre otras cosas, provocar una mayor atención por parte de los Pastores de la Iglesia a este campo de la adoración eucarística y sus asociaciones! Así lo hizo ya la Santa Sede impulsando la Federación Mundial de la Obras Eucarísticas de la Iglesia, regulada como asociación de fieles laicos por el Pontificio Consejo de los Laicos y, en lo que se refiere a su actividad, reconocida por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Las asociaciones eucarísticas y, más aun la acción eclesial de la adoración eucarística, a la que estas sirven, es ya una realidad emergente en la vida de la Iglesia y está llamada a ser un punto fundamental de la vida y acción de la misma en el nuevo milenio, en la base de su tarea esencial de evangelizar, hoy tan apremiante. Entre la Pastoral litúrgica y el asociacionismo seglar tendría que existir, en cada diócesis, un servicio destinado específicamente a cuidar y promover la adoración eucarística y coordinar la acción de las diversas asociaciones eucarísticas.
2. Nos conviene recordar qué quiere decir “adorar”
No quiero entretenerme en demasía en este apartado de mi exposición, que no pretende ser sino un recordatorio que nos ayudará a centrarnos en nuestro argumento. Para este ejercicio de memoria de la fe voy a recurrir al Catecismo de la Iglesia Católica (CEC 1997), que dice:
2096. La adoración es el primer acto (principal, traduce la versión italiana) de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4,8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6,13).
2097. Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo.
2628. La adoración es la primera actitud (fundamental, dice la versión italiana) del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho y la omnipotencia del Salvador que nos libra del mal. Es la acción de humillar (postergar, dice en italiano) el espíritu ante el “Rey de la gloria” y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre… mayor”. La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
(…)
La adoración es parte esencial de la vida cristiana, pregusto de vida eterna. Es la urdimbre de la Liturgia y elemento indispensable dentro de la oración cristiana.
La adoración, singularmente la adoración eucarística, que es el ápice significativo de la adoración cristiana, nace y se genera a partir de la santa Misa. Igual que la Liturgia de las Horas prolonga la Misa bajo la forma de alabanza, a lo largo del tiempo, de eucaristía en eucaristía. El cultoeucarístico (ante el sagrario, el copón o la custodia) prolonga la Misa bajo la forma de adoración. De tal modo, podemos decir que toda “adoración” arranca de una celebración y culmina en otra, hasta llegar a la plena y directa vivencia de la eterna liturgia del Cielo.
Igualmente, la adoración como acción sagrada o como forma de oración sólo es verdadera cuando transforma la persona, la comunidad y sus vidas.
Precisamos introducir de nuevo esta dimensión de adoración en nuestra vida, en nuestra oración, en nuestra liturgia. Esta será una gran tarea para la Iglesia, tarea que concierne de modo muy particular a todas las Obras Eucarísticas de la Iglesia, desde la peculiaridad propia de cada una de ellas.
Sin perder nada de la confianza filial para con nuestro Dios, Trino y Uno, hemos de esforzarnos por recuperar el santo temor de Dios (que no es miedo, sino verdad, sólo Dios es Dios, nosotros obra de sus manos). Temor de Dios que se traduce en sentido de lo sagrado, un adecuado equilibrio de “continuidad-discontinuidad” entre lo “natural” y lo “sobrenatural”. De modo que lo sobrenatural no se torne inaccesible e imposible, ni tampoco se trivialice.
Personalmente creo que es indispensable recuperar el lenguaje religioso de lo sagrado que tiene fundamento bíblico. El Padrenuestro, los salmos y cánticos nos dan el vocabulario de la oración de la fe, los gestos de los orantes bíblicos nos dan los gestos de la oración cristiana. Hay que enfatizar hoy gestos de adoración (gestos de fe): postrarse, ponerse de rodillas, hacer genuflexión, inclinarse profundamente, inclinar la cabeza. Dejar de llamar a Dios “Padre”, sería renegar de Cristo, dejar de doblar ante Él las rodillas también es una traición. Es verdad, somos hijos, no simples siervos, pero somos hijos “en el Hijo”, que es el “Siervo”. Son las aparentes paradojas de nuestra fe que nos educa para la “visión”, que se cumplirá en el Cielo. Un cielo que el libro del Apocalipsis nos anuncia con los claros tintes de una gran liturgia de alabanza y adoración.
Creo que nos resulta indispensable recuperar el valor de la escucha y del silencio. Silencios en la Liturgia (antes de la Misa; en el acto penitencial; antes de la Or. Colecta; tras las Lecturas; durante la presentación de los dones; rodeando el relato de la institución −consagración− dentro de la Plegaria Eucarística; antes del Padrenuestro −que inicia la preparación para la Comunión− ; y, finalmente, tras la Comunión); silencios en la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria (sería negar la adoración eucarística instrumentalizar la “exposición del Santísimo” para simplemente acompañar −solemnizar− una novena o una Hora del Oficio Divino, igualmente, siendo plenamente recomendable a lo largo de una exposición amplia −prolongada− proclamar textos de la Palabra de Dios, realizar “preces” o letanías, o celebrar alguna hora del Oficio, no se puede convertir el tiempo de la adoración del Santísimo en una abigarrada y atropellada sucesión de rezos, lecturas y cánticos, sin respiro, casi sin sentido).
Todo esto obliga a afrontar seriamente hoy en nuestra Iglesia la cuestión de la adoración. Obliga a los Pastores, obliga singularmente a todas las Asociaciones y Hermandades eucarísticas y obliga a todos los fieles cristianos.
Quisiera ahora mirar un poco hacia el futuro y apuntar dos líneas de acción para las Obras eucarísticas de la Iglesia en clave de Evangelización: 1) la necesidad de sólida formación; y 2) la necesidad de una espiritualidad verdaderamente eucarística.
3. Necesidad de una sólida formación para los miembros de las Obras eucarísticas de la Iglesia
Creo que esta formación tendría que abarcar tres campos: el teológico, litúrgico y espiritual, (para lo cual el instrumento privilegiado ha de ser el Catecismo de la Iglesia Católica, singularmente las “partes” dedicadas a la Liturgia y a la Oración, –junto al cual estarán la OGMR y los Praenotanda del Ritual para el Culto Eucarístico fuera de la Misa–); en segundo lugar el bíblico (que puede apoyarse sobre un buen “diccionario de teología bíblica” o sobre las “introducciones y notas” de una Biblia oficial −como es el caso de España−); finalmente no puede faltar la atención al campo pastoral (donde son textos de referencia las exhortaciones Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, y Christifideles laici del beato Juan Pablo II −e incluso el Compendio de la Doctrina social de la Iglesia).
Formación teológica, litúrgica y espiritual
Una sólida formación litúrgica, teórica y práctica, para comprender que celebración (1), comunión (2), adoración-oración (3) y vida (4) son momentos de un mismo proceso sacramental. Momentos que constituyen una única realidad orgánica, reclamándose unos a otros para asegurar su veracidad y eficacia. No podemos descuidar ninguno de ellos, pero, sí podemos insistir en alguno en particular, cuando las circunstancias lo reclaman.
Las Obras eucarísticas de la Iglesia, según su especificidad fundacional, pueden poner acentos particulares en su formación y actividad, hasta llegar a destacar alguno o algunos de estos momentos, pero no pueden descuidar ninguno de ellos. De esta formación teológica surge un ars celebrandi así como una “calidad” de la adoración y unos más fecundos frutos de la comunión, que se traducen en la vida de santidad y de apostolado.
Formación bíblica
La formación bíblica ha de hacer posible una escucha más dócil y fructuosa de la Palabra de Dios, una mayor capacidad para comprender el lenguaje de la fe, que empapa la oración cristiana. Y, lo que es más importante, ayudará a entender que la Palabra de Dios es mucho más que una colección de testimonios de fe del pasado, que es en realidad palabra viva y eficaz que se descubre operante en el Sacramento. Del mismo modo que la Palabra ayuda a descubrir la presencia sacramental, la presencia lleva a acoger la Palabra como donación de Dios y Obra de Dios.
Interesa fundamentalmente en esta dimensión formativa conocer la organicidad de los libros bíblicos, el desenvolvimiento de la Historia de Salvación y el conocimiento de los personajes, acontecimientos y realidades, que adquieren progresivamente un valor tipológico y desarrollan los grandes temas bíblicos (sacrificio, alianza, mesianismo…).
Tal formación bíblica permitirá descubrir el íntimo vínculo entre la escucha receptiva de la palabra y la comunión sacramental, entre la lectio divina y la adoración silenciosa, y entre la narración de los hechos inspirada por Dios y los hechos que transforman la realidad, obedeciendo la Palabra escuchada y acogida.
Formación Pastoral
Esta buscará la eclesialización de la propia vida, la integración de los procesos sacramentales personales en el gran dinamismo sacramental de la vida eclesial. No se trata tanto de ofrecer “recetarios” prácticos para la acción, cuanto ayudar a descubrir el sentido “coral” (o sinfónico) de la existencia cristiana. Si el obrar sigue al ser el ser se vive en el obrar.
La formación pastoral nos hace conscientes, gradualmente, de nuestra pertenencia a la Iglesia y de nuestra dignidad y misión, dentro de ella. Las Obras eucarísticas de la Iglesia, es verdad que no se definen por sus obras de apostolado, caridad, o acción cultural y social, pero, consagrándose a cultivar la adoración en sus múltiples formas y la espiritualidad eucarística, están provocando en la Iglesia un constante flujo de santidad y de compromiso cristiano. Esta “fontalidad” se ha de manifestar en la vida de sus miembros y en las consecuencias comunitarias de su presencia y acción, en las parroquias o diócesis donde están presentes.
4. Una espiritualidad verdaderamente eucarística
Es evidente que tal espiritualidad (eucarístico-litúrgica) no es cosa que atañe sólo a los adoradores asociados, sino de todo católico. Pero los miembros de Obras eucarísticas asumen una doble obligación a este respecto, la del ejemplo y la de la promoción.
Ejemplares en la vida espiritual y promotores, entre todos, de la espiritualidad común de todo católico, la que brota de los Sacramentos y de la Palabra de Dios, que administra la Iglesia con la asistencia del Espíritu y unida a Cristo. Singularmente esta realidad se sostiene por medio de la Eucaristía, cima de la Iniciación y alimento permanente de vida cristiana.
Dios actúa permanentemente en medio de los seres humanos por medio de la Eucaristía (de modo eminente). Por ello, a pesar de su incomprensibilidad fuera de la fe (que ya se manifestó en Cafarnaún, tras el discurso del Pan de vida −Jn 6, 60-61−), y que llevó en los primeros tiempos a envolverla en la disciplina del arcano, la celebración eucarística posee también una dimensiónapologética: es signo elocuente de la Iglesia y expresión de su misterio divino de comunión, comunión en Cristo y sus Dones, (frutos de su Misterio Pascual). Sacramento de nuestra Fe, encuentro salvador con Dios, eclosión de Verdad y de Bien, fuente de conversión y santificación, irradiante Gloria, expresión de Belleza, que genera belleza, fiesta primordial.
Tal presencia activa de Dios en la celebración eucarística reclama la obediencia de la Fe y la decidida voluntad de participación. Participar, para cumplir el mandato “haced –esto– en memoria mía”. Por eso la máxima expresión de participación será, en lo ritual, la comunión sacramental y, en lo existencial, la santidad. Pero estas realidades culminantes vienen precedidas de todo un proceso, litúrgico y de conversión-santificación.
En lo litúrgico la comunión está precedida por ir y entrar en la iglesia, por acudir a la celebración, por reconocerse indigno (siempre) de entrar en la presencia de Dios (acercarse al altar y acto penitencial), por fijar la mirada en Él (kyries, gloria, “oremos”), por escuchar a sus voceros (lecturas del AT o de las Epístolas), por alzarnos gozosos a escuchar al Verbo encarnado en el Evangelio y asimilar todo esto eclesialmente (homilía); para proseguir, renovado el empeño, queriendo actualizar su memorial (presentación de los dones) y acompañándole espiritualmente con nuestra ofrenda sobre el altar del Sacrificio; entonces, Palabra suya y materia nuestra se encuentran sobre la “piedra-escala” (altar) y la Plegaria Eucarística, con las palabras institucionales y la invocación del Espíritu, consagra los dones y misteriosamente nos dispone y acerca al Sacramento en una progresiva aproximación e identificación con el mismo, obra toda de Dios, que espera nuestra acogida religiosa y de fe (“hágase en mi según tu palabra”, María modelo de participación); finalmente Padrenuestro, rito de la paz y fracción del pan buscan abrir y disponer totalmente mentes y corazones para la comunión eucarística que, proyectada hacia la vida (oración, bendición y envío: nótese aquí que aun cuando no se haya podido comulgar, por circunstancias personales, la participación gradual en la eucaristía obtenida hasta la “presentación de dones” o hasta la solemne conclusión de la “Plegaria Eucarística” es ya una gracia de conversión que se proyecta a la vida y prepara una participación más perfecta), reclama una “asimilación” personal y comunitaria en la oración y la adoración.
En lo existencial el proceso, fundado y alimentado por la Eucaristía y guiado por la Reconciliación sacramental, llevará a un crecimiento orgánico y progresivo de la identificación con Cristo que excluye el pecado y abraza cada vez más la voluntad del Padre que se expresa en operosa caridad (Dios es amor −1 Jn 4, 16−).
El “haced esto” evidentemente no puede limitarse a un obrar ritual, implica el Rito, mediante el cual la acción de Dios se actualiza entre nosotros y se hace accesible, pero va más allá del mismo reclamando no un simple mimético acompañamiento del Maestro (como de teatro), sino un real acto esponsal, de libre entrega e identificación con Él. Como diría san Pablo: “vivo yo, más ya no soy yo, que es Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20). Por eso el mismo Rito se llena de trascendencia, excluye toda improvisación o trivialidad y reclama, en su reiterabilidad, una creciente conciencia y compromiso personal. Algo que tiende a actos intensos de amor que sacuden y reestructuran, desde dentro, la propia persona. Actos que se convierten en vivencias que fundan y desarrollan la fe y que transforman, a quien los vive, en testigo de la Persona y obra de Cristo. Tal experiencia del Misterio forma la trama de la mística cristiana y precisa de amplios espacios de asimilación, que prolongan la celebración eucarística en oración y adoración (como hacía la Virgen María cuando “conservaba todo esto en su corazón” Lc 2, 51).
Esta Espiritualidad es la que se refleja en la vida de la primitiva Comunidad de Jerusalén (sumarios de Hch 2 y 4) y que ha sido como un punto permanente de referencia en la historia de la Iglesia siempre que ésta ha querido purificarse, reformarse, para cumplir mejor su misión, para ser más fiel al mandato de Cristo.
Quiero comentar sucintamente el primero de estos sumarios, dice así:
Los que aceptaron sus palabras (las de Pedro) se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas.
Y perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones.
(Hch 2, 41-42)
Tal comunidad vivía del “día del Señor”, perseverando en sus “asambleas” donde los apóstoles enseñaban cuanto Jesús les había enseñado a ellos, todos compartían los dones de Dios, singularmente la “Eucaristía” (fracción del pan) y las “oraciones” (vida litúrgica de la comunidad). Esta era una “Ecclesia de Eucaristía” y era una Iglesia de testimonio, caridad fraterna y evangelización hasta el martirio. Es la Iglesia que vemos, siglos más tarde (sobre el año 304) , reflejada en el testimonio de los mártires de Abitene (Tunez; actas de Saturnino y compañeros mártires; PL 8, 707, 709-710): “no podemos vivir sin domingo” (es decir, sin celebrar con la cena del Señor el día del Señor), es el modelo de Comunidad cristiana que el beato Juan Pablo II nos presentó con fuerza en sus encíclicas “Dies Domini” y “Eccesia de Eucaristía”.
Es la Iglesia de Cristo, que vive de Él, de su Don, porque ya nos amonestó: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Es la Iglesia “discípula” que sigue al Maestro, es la Iglesia “sarmiento”, que se nutre de la vida de la “cepa”, que es siempre Cristo. Y por eso puede ser la Iglesia del “martirio” y de la epopeya evangelizadora. La pobre, que hace ricos; la débil, que vence a los fuertes. Ella sabe que la Liturgia, singularmente la Eucaristía, es “fuente y cumbre” (SC 10 y par) de su ser y misión.
Esta no es una Iglesia ritualista ni de sacristía, lo que no es tampoco es una comunidad pelagiana ni activista. Es la Iglesia que no pierde el ánimo ni en la persecución ni en la adversidad, la que no se acobarda ni por su debilidad ni, tan siquiera, por el pecado de sus hijos, pues sabe tener su fuerza en la omnipotencia divina que se manifiesta especialmente en el perdón y la misericordia y que es mucho más fuerte que los grandes de este mundo. Por eso es una Iglesia a la vez muy humilde, pero que no escatima nada a la gloria de Dios. Humilde, pero libre para ser positiva y propositiva, convencida de tener “algo” que aportar, algo único, insustituible y necesario. Una Iglesia humilde y dispuesta a acoger y tratar con todos, porque tiene clara su identidad y está dominada por la gratitud a Dios.
Conclusión
He de terminar, no puedo robarles más tiempo. Pero estoy convencido totalmente que sólo en la Eucaristía y en las demás acciones litúrgicas podemos hacernos cristianos, podemos ser Iglesia del Señor. Es el reto de toda la Iglesia, donde sus Obras Eucarísticas y muchas almas tocadas por la gracia de Dios, están llamadas a jugar un papel clave y determinante en el presente y futuro de la Iglesia.
Posiblemente caminamos hacia tiempos de un mayor y dramático despojamiento de las raíces cristianas de nuestra civilización. Tiempos en que no podremos esperar ninguna ayuda de las instituciones económicas y políticas, tiempos de aislamiento cultural, tal vez, hasta de abierta persecución. Pero no tenemos que acobardarnos ni desanimarnos, tenemos que convertirnos, a Cristo y a su Evangelio. No podemos ser ni tibios ni mediocres.
La solución no es llegar a un “compromiso” no es “hacernos soportables”, no es adecuarnos a sus Principios, hemos de llegar a parecer, tal vez “escándalo” y “locura”, eso fue para el mundo judío y pagano la Cruz, pero no dejó de ser en verdad, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Estoy seguro que sólo así tendremos futuro y podremos servir a la salvación de los hombres. La adoración es la síntesis de todo esto que estoy diciendo. Adorar es postrarse y decir “serviam”, CREO, AMO, ESPERO. La verdadera adoración, como hemos tratado de presentarla en estos rápidos retazos, nos muestra la verdad del ser humano y de su vocación, es por ello fuente de libertad y justicia y causa de felicidad verdadera. La adoración proclama la presencia de Dios, operante siempre en el mundo y llamada constante a la conversión y la vida. La adoración es pregusto de Cielo y aviva la tensión escatológica y la esperanza de cada ser humano y de la entera Sociedad.
Nunca fue tan urgente adorar, profesión de fe que abarca a toda la persona y toda su vida, el “Año de la Fe”, que hemos comenzado ha de ser ocasión, como este 50 aniversario que celebramos, de seguir profundizando sobre estas cuestiones esenciales de nuestra vida personal y de la vida de la Iglesia. Gracias.
¡Viva Jesús sacramentado!
Mons. Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
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