I. Lo bello y sus lugares
Quien se inicia en el estudio de la Belleza en Tomás de Aquino suele constatar, conforme lo señala buena parte de la bibliografía especializada [1], la presencia de una serie de categorías clásicas que parecen definirla. La base textual que sustenta dicha afirmación es la de aquel conocido texto de la Summa Theologiae donde se indica que,
[...] para que [haya] belleza se requieren tres condiciones: primero la integridad o perfección, ya que lo inacabado es por ello feo; segundo, la debida proporción o consonancia. Y por último la claridad, de donde se dice que son bellas las cosas que tienen color nítido [2].
Estas estructuras tradicionales, presentes ya en el pensamiento griego [3], y comunicadas a lo largo del medioevo por diversos autores como el mismo Agustín de Hipona [4], tienen en el siglo XIII una profunda resonancia. Sin embargo, dichas formas no parecen constituir, al menos en el caso del Aquinate, el núcleo central y original de sus afirmaciones sobre el pulchrum, sino que por el contrario, ellas se proponen como instancias de comprensión que manifiestan aspectos o momentos de lo bello sin decirlo propiamente [5]. Al respecto Gilson afirma que dichas dimensiones,
[...] no debieran concebirse como señalando tres elementos distintos que entraran en la estructura de lo bello según lo concibe nuestro entendimiento. Primero viene lo bello, y cuando ya está allí, la posible pluralidad de nuestros puntos de vista relativos a él aparece en conjunto. Que esto es así puede señalarlo el hecho de que todo intento de definir una de estas nociones tomada en sí misma implica de modo inevitable a las demás [6].
La armonía, la proporción y la integridad junto con la claritas sólo aparecen como momentos una vez que lo Bello se ha hecho presente. De esta manera delimitar la esencia del pulchrum sólo por este camino no puede sino resultar, probablemente, en un conocimiento reducido.
Es por ello que algunos estudiosos han optado por recorrer otra vía donde se destaca el carácter trascendental del pulchrum [7] al describirlo como quae visa placent [8], subrayando así la particular relación de lo bello con aquel ente que puede, como dice Aristóteles [9], ser de alguna manera todas las cosas, esto es, con el hombre, quien como ente logicón es capaz de apreciar lo común presente a toda realidad [10]. De este modo, lo bello destacaría un aspecto de todo ente que no está explícitamente señalado en su noción, es decir, su faceta intellectivo-gozosa [11].
Ahora bien, si es cierto que lo bello es un trascendental [12], entonces es posible reconocerlo en todo lo que es. Habitualmente se lo vincula con facilidad a la belleza natural, que es uno de los lugares donde aparece con mayor evidencia. Un atardecer en la montaña, el esplendor de una mañana de primavera, la exuberancia de una cascada, no son sino casos de belleza natural que asaltan y detienen la mirada humana. Con todo, la belleza de las cosas creadas alcanza un grado superior en la belleza corpórea del hombre como síntesis del universo. Ya Platón había advertido sobre este asunto al recordar que más allá de las cosas bellas era preciso ascender de un cuerpo humano bello a los cuerpos humanos bellos [13], y Agustín lo había refrendado al indicar que aquello que alabamos en el cuerpo humano no es “otra cosa que la hermosura. Y ¿qué es la hermosura del cuerpo? Proporción de partes, con cierta suavidad de color” [14]. Con todo, el arte representa aún una instancia de belleza más intensa pues en ella la actividad del logos creado plasma en la materia su propia inteligibilidad [15]. En tal sentido, Plotino había señalado que una “piedra transformada por el arte en belleza de forma aparecerá, sí, bella, mas no por el hecho de ser piedra [...], sino por la forma que el arte infundió en ella” [16].
Pero donde la belleza emerge con más intensidad, aunque no sea tan evidente como en los casos anteriores, es en el plano de las acciones humanas. En efecto, las llamadas práxeis agathaí, que resultan ser el centro neurálgico del obrar ético, y el theoreín, como caso arquetípico del movimiento energético [17], han constituido y constituyen para los filósofos un particular locus pulchri que como tal esplende produciendo gozo al ser intuido [18]. Es justamente en este punto donde el presente trabajo quiere situarse, recorriendo así, bajo la óptica tomasina, la belleza presente en la vida activa y en la contemplativa como uno de sus lugares paradigmáticos.
II. La belleza de las acciones humanas
La belleza de las práxeis, más aún, la belleza de los hábitos que originan esas acciones, es decir de las virtudes, ha sido para los antiguos y medievales un especial locus pulchri. Recuérdese, como mínima muestra, a Platón quien en su Symposium proponía una exquisita escala que al ascender desde la belleza corporal hasta lo Bello en sí, ponía como escalones intermedios tanto a la virtud, cuanto a las ciencias y en especial a la filosofía [19]; o bien considérese al Hiponense quien, en la misma línea argumentativa, había insistido en que la belleza del alma estaba dada por la instauración del orden operado por las artes liberales y la filosofía, pero también por la plenitud ética consiguiente a dicho orden [20].
Es en esta venerable tradición en la que Tomás parece incluirse. En efecto, ocupándose de la diferencia entre la belleza corporal y espiritual –a propósito de lo honesto y el decoro–, precisa: “la belleza espiritual consiste en que la actividad convertiva del hombre, es decir su agere, esté bien proporcionada conforme a la claridad espiritual de la razón” [21]. Quizás sea conveniente, antes de seguir adelante, efectuar al menos tres mínimas consideraciones en el texto que se acaba de proponer.
Nótese en primer lugar, la sutil observación sobre el tipo de acciones a las que se refiere: ellas no son las vinculadas al orden del facere, es decir al de las acciones externas o poiéticas, sino que el Aquinate alude a esa clase de acciones humanas que ponen en juego la vida moral, es decir a las que conforman la llamada vida práctica donde es posible el perfeccionamiento o deterioro de la persona en cuanto tal:
[...] en efecto, facere y agere difieren, pues el agere es conforme a la operación que permanece en el mismo agente, como el elegir, el inteligir y las demás que les son similares; y por ello las ciencias activas son llamadas ciencias morales. El facere por el contrario, refiere la operación que va a lo más exterior de la materia para transformarla, como el cortar, el quemar y las otras acciones de este tipo [22].
En segundo lugar, conviene advertir también que esa actividad convertiva es bella cuando guarda proporción con la claridad espiritual de la razón.
Como se indicó al comienzo de este trabajo, Tomás reconoce que la proportio es una de las dimensiones fundamentales que manifiestan lo bello, haciéndose así eco de una larga tradición tanto griega cuanto romana. En tal sentido, conviene recordar las palabras de Platón quien en acalorada discusión con Hipias le obliga a “admitir que lo que es adecuado a cada cosa, eso la hace bella”, [23] o bien aquellas del Estagirita para quien “la belleza parece ser un cierto equilibrio de los miembros” [24], o incluso las del mismo Cicerón quien hablando también de la belleza del cuerpo y el alma dice: “Porque así como la hermosura y la buena disposición de un cuerpo [apta compositione membrorum] deleita por la gracia y armonía con que están hermanados unos miembros con otros, así este decoro que se percibe en nuestra conducta por el orden, igualdad y arreglo de nuestras acciones y palabras concilia la atención de todos aquellos con quienes vivimos” [25].
Con todo, se debe notar también que la proporción aparece en el texto vinculada a la claritas. Para comprender dicha relación es preciso advertir que este concepto, heredado del neoplatonismo, presenta un doble aspecto. Por una parte, la luz es la realidad misma del ente, aquello que lo constituye específicamente, su principio formal de ser. En tal sentido Tomás, comentando a Dionisio, afirma que “toda forma por la cual la cosa tiene el esse, es cierta participación de la claritas divina” [26]. Así entendida, la Luz Divina “ilumina todas las cosas que pueden recibir su luz, las crea, da vida, mantiene en su ser y perfecciona” [27]. Más aún, esa luz entitativa es la verdad del ente, ya que dice a todo otro ser inteligente que pueda concebirla lo que dicho ente es. Por ello el del Areópago afirma que Dios “con su plenitud inunda de luz toda inteligencia, sea en este mundo, en el universo o en los cielos” [28], y así “arroja toda ignorancia y error que haya en el alma” [29].
Por otra parte, la claritas como luz, implica también la perfección de una realidad: ella remite al estado de un ente que ha alcanzado su deber ser, y así, en el télos esplende su sentido; dicho de otro modo, sólo el ser perfecto es inteligibilidad pura, sólo aquel ente que ha llegado a ser sí mismo es principio de comprensión para todo otro que pertenezca a su misma especie, y en ese sentido es claridad [30]. Por ello, no todo agere es claritas, ya que es posible pensar cómo robar o cómo mentir. De allí que las práxeis bellas sean sólo aquellas que están relacionadas convenientemente –de un modo proporcionado– con una razón ordenada.
Tomás atribuye a la razón la capacidad de ser la raíz de una doble actividad: la de ver y la de establecer la debida proporción de algo. En efecto, es conocida la expresión aristotélica donde se dice que es propio del sabio ordenar [31]. En tal sentido, toda ordenación supone dos cosas: “[...] el conocimiento de la relación y proporción de los ordenados entre sí, y el de la [relación y proporción] que guardan con lo más elevado que es su fin, pues el orden de algunos seres entre sí depende de su orden hacia el fin” [32]. Estas dos características tocan a la perfección y con ello a la claridad: por una parte la razón es la que puede hacer manifiesta la luz de todo ente; el intelecto como tal es capaz de revelar, de sacar de su mutismo a todo lo que es, ya que brinda su luz para que toda otra luz se manifieste. Pero al tener la posibilidad de comprender algo, por ello mismo está en condiciones de percibir su adecuación o inadecuación, es decir la proporción que guarda con su propio fin, con los otros entes y con el fin último, pudiendo así ordenarlo convenientemente; en breve: la razón humana puede percibir lo que una cosa es, su sentido, y en ello sus relaciones adecuadas al todo. Por ello, respecto de esta doble capacidad intelectual es que puede entenderse la belleza de la razón, que conlleva su claridad:
[...] la belleza, como se dijo, consiste en cierta claridad y en la debida proporción. Ahora bien, ambas cosas se hallan de modo radical en la razón a la que corresponde tanto la luz capaz de manifestar [a todo ente] cuanto el ordenar a los otros [entes] según la debida proporción [33].
De este modo, sólo cuando la razón –entendida en su doble dimensión cognitivo-volente–, siendo plenamente ella, informa de un modo adecuado el obrar práctico, entonces digo, ese obrar se revela como un momento manifestativo del hombre mismo en su deber ser, como una epifanía del bien humano que en cuanto tal se ofrece en belleza a los ojos que se han preparado para verla.
Quizás pueda pensarse que dicha belleza práctica se cierra sobre sí misma al pronunciar de un modo luminoso al hombre. Sin embargo, conviene notar que la luz, como tal, no es producida completamente por el obrar humano sino que, en un sentido radical, ella es participada por Dios. A propósito de ello Tomás, comentando a Dionisio destaca que “corresponde a la razón propia de lo bello –o del decoro– tanto la claritas cuanto la debida proporción, en efecto dice [...el Areopagita...] que Dios es llamado bello como causa universal de consonantia y de claritas” [34]. La plenitud energética del obrar humano es un caso de belleza donde la luz recibida esplende. Sin embargo, tal esplendor no se agota en sí sino que precisamente por hallarse en tal estado es capaz de insertarse en una totalidad luminosa mayor donde la plenitud de la parte hace a la belleza del todo. Es por ello que Dionisio habla de Dios no sólo como causa universal de claritas sino con ello de consonantia. Tomás lo sintetiza del siguiente modo:
[...] en efecto, la claritas pertenece a la consideración de la belleza, pues toda forma por medio de la cual una cosa tiene el esse es cierta participación de la Claritas Divina [...]. De un modo similar, también se dijo que la consonantia pertenece a la ratio de la belleza, por lo cual todas las cosas que de alguna manera pertenecen a la consonantia proceden de la Belleza Divina [35].
Esta doble faceta de la Belleza Única explica mejor cómo la belleza práctica concurre con una belleza metafísica. Las bellas acciones humanas presentan este doble aspecto: son consonantes con el fin humano, lo pronuncian en su deber ser, son luz, pero también colaboran y completan la belleza del universo de un modo más intenso que la mayor de las bellezas corpóreas; sus partes esplendentes –como en una orquesta– se integran, con-suenan, en un todo cuya belleza es aún mayor a la de las partes [36].
Por último y en tercer lugar, conviene notar también la cuidadosa relación establecida por Tomás entre la belleza y el bien. Se trata de una cuestión no menor ya que si es cierto que hay belleza en esa ordenación racional del agere no lo es menos que esa misma ordenación es buena. La pregunta que surge entonces es si no se incurre en definitiva en una identificación, al modo clásico, del bien y la belleza, aquello que expresaba la exquisita palabra griega kalokagathía.
Una vez más el Angélico muestra aquí su profunda adhesión a la tradición, aunque en ello aporta, no obstante, esa particular luz otorgada por el ingenio del siglo XIII. El problema había sido formulado como objeción por Alberto Magno quien, a propósito de la relación honestum-pulchrum afirmaba que “[...] la belleza espiritual consiste en la virtud. Pero como según Cicerón la virtud es una especie de lo honesto, luego lo bello es idéntico a lo bueno” [37]. Por otra parte, Dionisio había insistido también en que “lo bueno y lo bello es para todos amable” [38], diluyendo así cualquier posibilidad de distinción.
En la Summa Theologiae, Tomás responde citando otra autoridad, como es la de Agustín, para con ello plantear tanto la unidad cuanto la diferencia. Si es cierto que la belleza espiritual conlleva la ordenación de la razón sobre el agere, entonces ella “pertenece a la ratio de lo honestum, la cual se dijo que era lo mismo que la virtud, que modera todas las cosas humanas según la razón” [39].
Una primera aproximación subraya la unidad: si hay una identidad entre bien y belleza en las acciones humanas, ella se da en el plano del bien honesto, es decir en el de la virtud. Allí, lo bello es bueno, destacándose la unidad trascendental de toda entidad [40]: “puesto que esta belleza es deseable para la facultad cognitiva como un fin, y que la honestidad de la virtud es su aspecto atractivo como fin, se sigue entonces que la honestidad de la virtud es idéntica a su belleza espiritual” [41].
Con todo, es otro el lugar donde el Aquinate terminará de perfilar esta idea:
[...] debe decirse que el objeto que mueve al apetito es el bonum aprehensum. En efecto, en la misma aprehensión que aparece el decoro, se [lo] percibe también como conveniente y bueno, y por ello Dionisio dice en el capítulo IV de Los Nombres Divinos que “lo bueno y lo bello son amables para todos”. De donde lo honesto mismo, en cuanto tiene decoro espiritual, se vuelve apetecible [42].
Tomás advierte que si bien es cierto que el bien mueve al apetito, para ello necesita de una previa percepción de la bondad pues lo que mueve es el bonum aprehensum. Esto significa que dicha aprehensión conlleva dos facetas: por una parte aparece el decoro o belleza (quae visa placent) pero en esa misma aprehensión, por otra parte, se percibe la convenientia que revela la faceta amable de lo bello (quod omnia appetunt). De este modo, la unidad entitativa es conservada pues en la misma aprehensión de lo mismo, es decir del mismo ente, es posible percibir dimensiones diversas; y esto es lo que permite arribar a una distinción de razón entre estos trascendentales: lo bello está vinculado a la dimensión cognitiva y lo bueno a la tensión hacia el fin y a lo que lo promueve.
Dicho de otro modo, lo que opera la unión conservando la diferencia es la convenientia [43]. En el particular caso, esta dimensión de lo bello es la que revela la adecuación no sólo del acto en sí (es decir, del orden luminoso que se ofrece a la luz intelectual manifestado en la conveniente relación de las partes con el todo), sino que en ello mismo se percibe su adecuación para con la misma naturaleza humana puesta delante de Dios; y es en este punto donde lo bello transita hacia lo bueno: la acción convenientemente humana revela su faceta perfeccionante para el hombre, esa que lo bonifica, y es por ello deseable.
La explicación del Aquinate, entonces, no confunde ni separa: preocupada por el complejo tenor de lo real ofrece una inteligente propuesta que conserva ambas dimensiones entitativas en unidad mediante la convenientia [44].
III. Pulchrum y vida activa
Ahora bien, en este camino de belleza posible a la vida humana, el Aquinate sigue un orden preciso que recorre tanto la llamada vida activa cuanto la contemplativa, a las que caracteriza y distingue del siguiente modo:
[...] acerca de la vida humana se da esta división que atiende al intelecto. En efecto, el intelecto se divide en activo y contemplativo porque el fin del conocimiento intelectual o es el mismo conocimiento de la verdad, lo que pertenece al intelecto contemplativo, o es alguna acción exterior, lo que pertenece al intelecto práctico o activo. Y por ello la vida se divide suficientemente en activa y contemplativa [45].
Una vez que Tomás ha explicado el organismo de las virtudes y los dones del Espíritu Santo, procede en su Summa Theologiae a la consideración de aquello que en especial toca a cada hombre [46]. Es en ese punto donde aborda la cuestión de los modos de vida activos y contemplativos tomando como criterio los dos fines del intelecto, es decir o bien la acción, o bien la contemplación misma de la verdad [47]. Pero antes de continuar analizando la belleza de estas vidas, parece conveniente hacer tres observaciones.
En primer lugar, se debe entender que cada una de estas vidas, distinguidas con precisión en el orden conceptual, no se excluyen en el orden real, puesto que llevar vida activa no significa carecer completamente de contemplación: “Aunque la vida de la contemplación es superior a la virtud moral, la actividad de la contemplación, hablando en sentido estricto, no puede constituir una vida en toda su integridad” [48], y por ello conviene tener siempre presente que esta división analítica queda unificada en la misma experiencia vital donde “el ejercicio de la vida activa colabora con la [vida] contemplativa porque aquieta las pasiones interiores de las que vienen los fantasmas por los cuales es impedida la contemplación” [49].
En segundo lugar, se debe advertir también que cada una de estas vidas está asociada a ciertas acciones –prácticas o teoréticas– que responden a determinadas virtudes tratadas por el Aquinate con anterioridad. Para el caso de las virtudes cardinales, Tomás indica explícitamente su pertenencia a la vida activa aunque con matices. En efecto, “es manifiesto que entre las virtudes morales no se busca principalmente la contemplación de la verdad sino que [éstas] se ordenan al obrar [...] de donde es manifiesto que las virtudes morales pertenecen esencialmente a la vida activa” [50]; y en relación a la prudencia observa que como su conocimiento “se ordena a las operaciones de las virtudes morales, pertenece directamente a la vida activa” [51]. Sea como fuere, indicará Tomás, “en sí misma, la virtud es una consonancia que participa en la claridad de la razón y que nos atrae por su esplendor” [52], y por ello, siempre esplenderá en claridad, o como afirma en otro lugar, “la virtud del alma es su belleza” [53].
Por último, conviene subrayar también que el Aquinate vincula la belleza tanto a la vida activa cuanto a la contemplativa, estableciendo en ello, sin embargo, una diferencia gradual que pone el mayor peso en la segunda:
“[...] en la vida contemplativa, que consiste en el acto de la razón, se halla de suyo y esencialmente la belleza. Por el contrario, en las virtudes morales la belleza se halla de un modo participativo en cuanto [éstas] participan el orden de la razón” [54]. Atiéndase por ahora a lo indicado sobre las virtudes morales, dejando para el siguiente apartado la consideración de la belleza de la vida contemplativa.
El fragmento que se acaba de citar remite rápidamente a lo señalado más arriba sobre la proporción de la claridad de la razón. En aquella oportunidad se indicó que tal claridad destacaba el estado de perfección nacido de un obrar proporcionado a la razón entendida como la que determina lo adecuado [55], lo que debe hacerse en cada caso, es decir, como aquella que ordena el agere o, en otras palabras, a la razón en su carácter prudente:
[...] corresponde a la prudencia que sea considerativa de las obras humanas a partir de las cuales el hombre es feliz. Pero parece que por tenerla no necesariamente el hombre tiene también la obra. En efecto, la prudencia es acerca de aquellas cosas que son justas en comparación a otros, y bellas —es decir honestas—, y buenas —es decir útiles por sí mismas—, que pertenecen sin duda al obrar del varón bueno. Pues no parece que alguien sea operativo de las cosas que son según algún hábito por [el sólo hecho de] que las conozca sino porque tiene el hábito hacia aquellas cosas [56].
La característica esencial de la prudencia es la consideración de la obra a realizar hic et nunc, y en eso consiste su carácter justo, bello y bueno. Ella, al estimar la acción adecuada para el caso singular, lo que se llama su término medio, prescribe el orden de la razón y con ello mismo promueve la belleza del obrar práctico. Con todo, ella sola no basta para la bondad completa sino que precisa de las otras virtudes cardinales que moderan bajo su imperio las demás dimensiones humanas. Por lo pronto, lo que conviene notar aquí es que si hay posibilidad de belleza en alguna otra virtud es porque primero hay belleza en la razón prudente que en su perfección comunica claridad a todas las virtudes cardinales.
Esta adecuación prescripta por la prudencia, halla en el desorden apetitivo uno de sus mayores obstáculos. Como acaba de advertir el texto, ella sólo conoce lo que se debe hacer pero su ver, no obstante, no implica de suyo la obra acorde. Este es el motivo de que Tomás destaque, además de la prudencia, la necesidad de las demás virtudes morales y con ello de otros niveles de belleza en la vida activa donde el desorden sea llevado a la unidad de la proporción. Y un caso particular es el de la templanza, aquella virtud cardinal que “reprime los deseos que oscurecen en grado máximo la luz de la razón” [57].
Ocupada en la regulación del apetito concupiscible, la temperantia goza frente a las demás virtudes morales, de una posición singular como locus pulchri. El Angélico lo subraya del siguiente modo:
[...] aunque la belleza convenga a cualquier virtud, se atribuye, no obstante, en un grado de excelencia a la templanza por una doble razón. En primer lugar sin duda, atendiendo a la ratio común de la templanza a la que pertenece cierta proporción moderada y conveniente en la que consiste la ratio de la belleza [...]. En segundo lugar, porque aquellas cosas a las que refrena la templanza son las ínfimas en el hombre, [aquellas] que le convienen según la naturaleza bestial, como se dice más abajo, y así el hombre resulta ser afeado-deshonrado máximamente por ellas. Y por ello la belleza se atribuye en grado máximo a la templanza ya que principalmente quita la fealdad-vileza-deshonra [58].
Puede decirse que, en relación a la belleza, la templanza presenta una doble faceta: una en la que comulga con las demás virtudes morales al poner la medida de la razón en el apetito, y otra más específica que deriva de su particular sujeto, es decir del apetito concupiscible.
Respecto de la primera faceta, el Aquinate vincula nuevamente la belleza a la proporción. La templanza, al igual que las demás virtudes morales, busca ordenar y disponer al bien. En ese sentido Tomás no le da un lugar preponderante en el organismo de las virtudes si se atiende a su importancia per se, ya que ella sólo es dispositiva para el ejercicio de las demás conservando el orden del apetito concupiscible y absteniéndose del mal [59]. Sin embargo, en ello radica también su belleza ya que al realizar su acto propio manifiesta y favorece el ordenamiento de la razón.
Atendiendo a la segunda faceta destacada, se debe advertir que la destemplanza, en su desorden, desnaturaliza al hombre, constriñendo su mundo al que es propio de las bestias; por ello la medida humana desaparece y con ella la claridad. De este modo, para el Angélico, la intemperantia que afea al hombre merece toda descalificación ya que “máximamente repugna a la claridad y belleza de éste, en cuanto en las delectaciones acerca de las que versa la intemperancia, menos aparece la luz de la razón, de la cual [proviene] toda la claridad y belleza de la virtud” [60].
En este punto, puede llamar la atención el particular lugar otorgado a la templanza, en miras de la belleza, sobre todo si se atiende al orden jerárquico de las potencias humanas. Parecería más adecuado exaltar la belleza de la razón ordenada que la del apetito concupiscible. Sin embargo, el Angélico está preocupado aquí en subrayar la importancia del orden sensible como condición y ocasión de órdenes más elevados.
En efecto, si bien Tomás afirma la existencia de un orden jerárquico entre las potencias humanas no obstante también advierte que el influjo entre ellas tiene que ver con la intensidad de sus actos y/o de sus pasiones, al punto que “la vehemencia del acto o de la pasión de una potencia impide que otra realice el suyo” [61]. Pero entre las pasiones más vehementes, es decir aquellas que por su intensidad pueden oscurecer en mayor grado a la razón, se hallan los movimientos propios del apetito sensible quienes abren la posibilidad de que el hombre juzgue como bueno aquello que no lo es [62]:
[...] hay una redundancia desde las potencias inferiores hacia las superiores; de manera que cuando la ratio, por la vehemencia de las pasiones que existen en el apetito sensible se oscurece, entonces juzga como un bien simpliciter aquello acerca de lo cual el hombre es afectado por la pasión [63].
Si la capacidad de oscurecer la razón está principalmente radicada en el desorden del apetito sensible, toda vez que la virtud perfeccione a dicho apetito ordenándolo, se dará allí un momento de luz, es decir se asistirá a la manifestación del orden de ese apetito en sí y de él con relación a todo el hombre gracias al triunfo de la ratio. En otras palabras, habrá allí una epifanía de belleza que invita y augura bellezas mayores.
Esto último permite comprender también que las virtudes no son sólo belleza en sí sino además una disposición para su percepción ya que “el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas como en lo que le es similar” [64]; es decir que sólo lo ordenado es capaz de percibir el orden, o como advierte Pieper, “sólo una sensibilidad que es casta capacita, por ejemplo, para percibir la belleza de un cuerpo humano como pura belleza y para gozarla en sí misma” [65]. Es por ello que para algunos hombres “la excelencia de la belleza del alma no puede ser conocida así de fácil como la belleza del cuerpo”, [66] ya que carecen del orden necesario para apreciarla [67]. Así lo afirmaba también Plotino en un exquisito pasaje de las Enéadas:
Pero así como, en el caso de las bellezas sensibles, no les sería posible hablar sobre ellas a quienes ni las hubieran visto ni las hubieran percibido como bellas —por ejemplo, a los ciegos de nacimiento—, del mismo modo tampoco les es posible hablar sobre la belleza de las ocupaciones, de las ciencias y demás cosas por el estilo a quienes no la hayan acogido, ni sobre el «esplendor» de la virtud a quienes ni siquiera hayan imaginado cuan bello es el «rostro de la justicia» y de la morigeración, tan bello que «ni el lucero vespertino ni el matutino» lo son tanto [68].
Hugo Emilio Costarelli Brandi, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 A modo de mínima muestra, Cf. Pascal Dasseleer, “Esthétique «thomiste» ou esthétique «tomasienne»?”, Revue Philosophique de Louvain, 97 N°2 (1999): 316 y ss; Cf. Wladyslaw Tatarkiewicz, Historia de la Estética. II. La estética medieval, trad. Danuta Kurzyka (Madrid: Akal, 2002), 263-265; puede verse tb. Juan Plazaola, Introducción a la estética. Historia. Teoría. Textos (Madrid: BAC, 1973) 51.
2 Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 39, a. 8, c, en S. Thomae Aquinatis opera omnia, ed. Roberto Busa (SJ), en Corpus thomisticum, Subsidia studii ab Enrique Alarcón collecta et edita, Pompaelone ad Universitatis Studiorum Navarrensis, 2000, web edition by Eduardo Bernot and Enrique Alarcón, accessed enero 2016, www.corpusthomisticum.org: “Nam ad pulchritudinem tria requiruntur. Primo quidem, integritas sive perfectio, quae enim diminuta sunt, hoc ipso turpia sunt. Et debita proportio sive consonantia. Et iterum claritas, unde quae habent colorem nitidum, pulchra esse dicuntur”. Las sucesivas traducciones del texto latino del Aquinate que se hallan en este trabajo son nuestras y están hechas en todos los casos sobre la versión indicada.
3 Tómese por caso a Aristóteles quien afirmaba que “las principales formas de la belleza son el orden, la proporción y la limitación” (Aristóteles, Metafísica 1078a 31, ed. trilingüe, trad. Valentín García Yebra (Madrid: Gredos, 1990)), o el mismo Platón quien recordaba a Hipias que lo bello consiste en lo conveniente: “Examina lo adecuado en sí y la naturaleza de lo adecuado en sí, por si lo bello es precisamente esto” (Platón, Hipias Mayor 293e, trad. J. Calonge Ruiz, E. Lledó Íñigo, G. García Gual (Madrid: Gredos, 2000)).
4 Cf. S. Agustín de Hipona, De Vera Religione, 30, 55, edición bilingüe, trad. Victorino Capánaga (Madrid: BAC, 1975): “como en todas las artes agrada la armonía, por la cual todas las cosas son seguras y bellas; y la misma armonía exige a la igualdad y unidad o [por] la similitud de las partes iguales, o por la proporción de las desiguales”.
5 En este sentido es conocida la discusión de Plotino con las afirmaciones aristotélicas que radican lo bello en la proporción. El autor afirma que ella no es el núcleo central de la belleza sino que la forma, una vez presente, realiza todas las proporciones que manifiestan al tó kalón: “Y, una vez que ha sido ya reducido a unidad, es cuando la belleza se asienta sobre ello dándose tanto a las partes como a los todos. Porque cuando toma posesión de algo uno y homogéneo, da al todo la misma belleza que a las partes” (Plotino, Eneadas I, VI, 2, 23-25, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1982)).
6 Etienne Gilson, Pintura y realidad, trad. Manuel Fuentes Benot (Madrid: Aguilar, 1961), 166. La cursiva es nuestra. En la misma línea, señala Lobato, “Integridad, proporción y claridad no son elementos dispersos e incoherentes, sino más bien estratos escalonados de lo bello, mutuamente implicados. Los exteriores soportan y manifiestan a los interiores, en los cuales a su vez radican” (Abelardo Lobato, Ser y Belleza (Barcelona: Herder, 1965), 101). También puede verse lo afirmado por Umberto Eco: “la investigación sobre los tres criterios formales de lo bello, reconciliada continuamente con este concepto, reconocerá en la forma el natural soporte ontológico y psicológico de la condición constitutiva del valor estético” (Umberto Eco, Il problema estético in San Tommaso (Torino: Edizioni di «Filosofia», 1956), 58).
7 En atención a la trascendentalidad de lo bello, no es posible abordar aquí un tema cuyo estudio presenta aristas tan abundantes y que ha involucrado a intelectuales de enorme talla tanto a favor cuanto en contra. Como mínima muestra no debe olvidarse entre los primeros el espléndido trabajo de Umberto Eco (Il problema estetico in San Tommaso), ni aquél fundacional como es el de Jacques Maritain (Arte y Escolástica, trad. María Mercedes Bergadá (Buenos Aires: Club de Lectores, 1983)). Por otra parte, entre los segundos, conviene recordar el de Jan Aertsen, (Medieval Philosophy and the trascendentals. The case of Thomas Aquinas (Leiden - New York - Köln: E. J. Brill, 1996)), o aquel de principios de siglo pasado perteneciente a Thus M. de Munnynck (“L'Esthétique de Saint Thomas d'Aquin”, en San Tommaso d'Aquino , miscelánea, (Milán, 1923), 217-239). Para un estado de la cuestión abarcativo de buena parte del siglo XX conviene Cf. Luis Rey Altuna, “Fundamentación ontológica de la belleza”, Anuario Filosófico 19 (1986): 113-121.
8 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 5, a. 4, ad 1: “[...] Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam, pulchra enim dicuntur quae visa placent”.
9 Cf. Aristóteles, Tratado del Alma III, 8, 431b, ed. bil., trad. A. Ennis (Buenos Aires-México: Espasa-Calpe, 1944): “Recapitulando lo que hemos dicho sobre el alma, repetiremos que ella es, en cierto modo, todas las cosas”.
10 Cf. Tomás de Aquino, De Veritate q. I, a. 1, c.: “Si autem modus entis accipiatur secundo modo, scilicet secundum ordinem unius ad alterum, hoc potest esse dupliciter. [...] Alio modo secundum convenientiam unius entis ad aliud; et hoc quidem non potest esse nisi accipiatur aliquid quod natum sit convenire cum omni ente: hoc autem est anima, quae quodam modo est omnia, ut dicitur in III de anima”.
11 Cf. Hugo Costarelli Brandi, Pulchrum: Origen y originalidad del quae visa placent en Santo Tomás de Aquino (Navarra: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2010), 147: “[...] sólo a lo bello toca explicitar que todo ente por el sólo hecho de ser de un modo determinado puede vincularse al hombre como un conocimiento statim gozoso, y que esto hunde sus raíces en la entidad misma y no sólo en un mero aparecer estético. Esto es, en última instancia, lo especial que lo bello dice respecto del ente”.
12 Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 32-33: “[...] el Aquinate consideraba a lo Bello un trascendental, una estable propiedad del ente: todo ente es tal que puede ser visto como bello [...]; todo ser tiene en sí la estable condición de belleza”.
13 Platón, Symposium 210 a-b, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985): “Es menester —comenzó—, si se quiere ir por el recto camino hacia esta meta, comenzar desde la juventud a dirigirse hacia los cuerpos bellos y, si conduce bien el iniciador, enamorarse primero de un solo cuerpo y engendrar en él bellos discursos; comprender luego que la belleza que reside en cualquier cuerpo es hermana de la que reside en el otro y que, si lo que se debe perseguir es la belleza de la forma”.
14 Agustín de Hipona, Cartas. T. VIII, Epistola 3, 4, Carta a Nebridio, trad. Lope Cilleruelo OSA (Madrid: BAC, 1986).
15 No es oportuno abordar en este punto el controvertido tema del arte y la belleza, sin embargo, conviene notar al menos que dicha actividad humana, en la línea posible a la naturaleza de la materia artística, le otorga un universal concreto, hace de la obra un particular que dice a su modo un universal que puede ser leído por otro logos. Es por ello que Heidegger afirma que “en la obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existentes, sino al contrario de la reproducción de la esencia general de las cosas” (Martín Heidegger, Arte y poesía (México-Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1958), 51)).
16 Plotino, Eneadas V, VIII, 1, 13-15, trad. Jesús Igal (Madrid: Gredos, 1998).
17 Cf. Aristóteles, Metafísica, IX 1048b 23, trad. Tomás Calvo Martínez (Madrid: Gredos, 1994): en la enérgueia, “se da el fin y la acción. Así, por ejemplo, uno sigue viendo (cuando ya ha visto), y medita (cuando ya ha meditado), y piensa cuando ya ha pensado”.
18 Muchos son los ejemplos que podrían aducirse en este punto. Tómese por caso el de Plotino quien afirma: “Hay que acostumbrar, pues, al alma a mirar por sí misma, primero las ocupaciones bellas; después cuantas obras bellas realizan no las artes, sino los llamados varones buenos; a continuación, pon la vista en el alma de los que realizan las obras bellas”. (Plotino, Enneadas I, VI, 9, 5-10).
19 Cf. Platón, Symposium 210 b-c, trad. Luis Gil y María Araújo (Madrid: Sarpe, 1985).
20 Cf. Agustín de Hipona, De Ordine II, 50-51, trad. Victorino Capanaga (Madrid: BAC, 1969), 686-7: “Pues al que considera la potencia y la fuerza de los números le parecerá grande miseria y cosa lamentable que [...] su vida y su propia alma se deslice por caminos tortuosos y que dé un estrépito discordante por dominarle las pasiones carnales y los vicios. Mas cuando el alma se arreglare y embelleciera a sí misma, haciéndose armónica y bella, osará contemplar a Dios”.
21 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “pulchritudo spiritualis in hoc consistit quod conversatio hominis, sive actio eius, sit bene proportionata secundum spiritualem rationis claritatem”. Es preciso advertir que Tomás usa aquí el término actio en su adecuado significado de acción interior vinculado a las praxeis en oposición a facere vinculado al ámbito de la poíesis.
22 Tomás de Aquino, Sententia Metaphysicae, lib. 6 l. 1 n. 9: “[...] Differunt enim agere et facere: nam agere est secundum operationem manentem in ipso agente, sicut est eligere, intelligere et huiusmodi: unde scientiae activae dicuntur scientiae morales. Facere autem est secundum operationem, quae transit exterius ad materiae transmutationem, sicut secare, urere, et huiusmodi”. Cf. también: Summa Theologiae I-II, q. 57 a. 4 co: “Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys. factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi”.
23 Platón, Hipias Mayor, 290d.
24 Aristóteles, Tópicos, 116b, trad. Miguel Candel Sanmartín (Madrid: Gredos, 1982).
25 Marco Tulio Cicerón, Los oficios, I, XXVIII, 98, trad. D. Manuel de Valbuen (Madrid: Librería de los sucesores de Hernando, 1910). Se ha tenido a la vista el texto latino según The Loeb Classical Library (Londres: William Heinemann Ltd, 1928).
26 Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis”.
27 Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 4, 697d, trad. Pablo Cavallero (Buenos Aires: Losada, 2007).
28 Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 6, 701a.
29 Dionisio Areopagita, Los Nombres Divinos, c. IV, 5, 700d.
30 Eric D. Perl, Theophany. The Neoplatonic Philosophy of Dionysius the Areopagite (Albany: State University of New York Press, 2007), 8: “cualquier cosa, evento, acción o proceso sólo puede ser entendido intelectualmente en términos del bien que es su último por qué. Y todo lo que puede ser así entendido, todo lo que es inteligible, es así sólo debido a que y en cuanto está ordenado sobre la base de la bondad”.
31 Cf. Aristóteles, Metafísica, l. 1, c. 2 982a 15-20.
32 Tomás de Aquino, Contra Gentiles, lib. 2 cap. 24 n. 4; “[...] ordinatio enim aliquorum fieri non potest nisi per cognitionem habitudinis et proportionis ordinatorum ad invicem, et ad aliquid altius eius, quod est finis eorum; ordo enim aliquorum ad invicem est propter ordinem eorum ad finem”.
33 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a. 2 ad 3: “[...] pulchritudo, sicut supra dictum est, consistit in quadam claritate et debita proportione. Utrumque autem horum radicaliter in ratione invenitur, ad quam pertinet et lumen manifestans, et proportionem debitam in aliis ordinare”. Conviene advertir que el Aquinate usa el término ratio en sentido amplio, es decir implicando en ello no sólo a la dimensión cognitiva sino la volente.
34 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co: “[...] sicut accipi potest ex verbis Dionysii, IV cap. de Div. Nom., ad rationem pulchri, sive decori, concurrit et claritas et debita proportio, dicit enim quod Deus dicitur pulcher sicut universorum consonantiae et claritatis causa”.
35 Tomás de Aquino, In De divinis nominibus, cap. 4 l. 5: “[...] claritas enim est de consideratione pulchritudinis, ut dictum est; omnis autem forma, per quam res habet esse, est participatio quaedam divinae claritatis; [...]. Similiter etiam dictum est quod de ratione pulchritudinis est consonantia, unde omnia, quae, qualitercumque ad consonantiam pertinent, ex divina pulchritudine procedunt”.
36 No es posible olvidar en este punto aquel pasaje espléndido de J. R. R. Tolkien donde se condensa de un modo bellísimo todo lo indicado: “Entonces les dijo Ilúvatar: —Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. Y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agrado que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción” (John R.R. Tolkien, El Silmarillion, trad. Rubén Masera y Luis Doménech (Bogotá: Minotauro, 1993), 13).
37 Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 72, 10-14, trad. Hugo Costarelli Brandi, en Alberto Magno, Tomás de Aquino y Ulrico de Estrasburgo. Tres lecturas dominicas en torno a lo bello (Mendoza: CEFIM - SS&CC, 2014). La respuesta de Alberto a esta objeción, no transitará el camino de Tomás. Para el Magno, la solución es posible a partir de las diversas rationes que implican estas dimensiones del ente: si hay identidad, ella es sólo atendiendo al subiectum, pero ello es como la identidad en el género que puede hallarse entre el hombre y el asno. Por el contrario, lo que muestra a cada uno en cuanto tal es la diferencia, es decir, esa particular ratio que los dice en su ser. Así, lo bueno quedará signado por la apetición y lo bello por el conocido splendor formae: “[...] debe saberse que es [propio] de la razón de lo bueno que sea el fin del deseo que lo mueve hacia sí mismo [que lo atrae], y por ello es definido por el Filósofo [así]: «lo bueno es lo que todas las cosas desean». Lo honesto, por el contrario, agrega sobre lo bueno el que por su fuerza y dignidad atrae el deseo; lo bello, por último, agrega sobre esto cierto esplendor y claridad sobre ciertas partes proporcionadas”. (Alberto Magno, In De Divinis Nominibus, 77, 40-50).
38 Dionisio Areopagita, De Divinis Nominibus, IV, 7, [152].
39 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 145 a. 2 co. : “Hoc autem pertinet ad rationem honesti, quod diximus idem esse virtuti, quae secundum rationem moderatur omnes res humanas. Et ideo honestum est idem spirituali decori. Unde Augustinus dicit, in libro octogintatrium quaest., honestatem voco intelligibilem pulchritudinem, quam spiritualem nos proprie dicimus”.
40 Cf. Christopher Scott Sevier, “Thomas Aquinas On the Nature and Experience of Beauty” (PhD diss., University of California, 2012), 343: “What is shown here is that Aquinas does not deviate in any significant way from that tradition, beginning with Plato and Aristotle, and running through Cicero, Augustine, Dionysius and Albert the Great, namely, of linking the beautiful and the good”.
41 Alice Ramos, Dynamic Transcendentals. Truth, Goodness & Beauty from a Thomistic Perspective (Washington DC: The Catholic University of America Press, 2012), 192.
42 Tomás de Aquino, Summa Theologiae IIª-IIae, q. 145 a. 2 ad 1: “Ad primum ergo dicendum quod obiectum movens appetitum est bonum apprehensum. Quod autem in ipsa apprehensione apparet decorum, accipitur ut conveniens et bonum, et ideo dicit Dionysius, IV cap. de Div. Nom., quod omnibus est pulchrum et bonum amabile. Unde et ipsum honestum, secundum quod habet spiritualem decorem, appetibile redditur”.
43 Como tal, la convenientia constituye un aspecto de lo real que remite indistintamente a ambos trascendentales: es conveniente con el fin humano una acción y por ello atrae, y es conveniente la composición de colores de un atardecer. Sin embargo, lo que da la diferencia formal en un sentido o en otro de la convenientia no es ella misma sino la relación al conocimiento (gozo en el conocer) o a la apetencia (gozo en el poseer o deseo de posesión).
44 No es la intención de este trabajo abordar en este punto y con toda la profundidad necesaria la identidad y diferencia de estos trascendentales, ya que ello ameritaría un trabajo aparte. Sin embargo, conviene tener presente el conocido texto de la Summa Theologiae (I, q. 5, a. 4 ad 1) donde se precisa la distinción en función de la diversa relación del ente con las actividades humanas: allí se advierte que lo bueno destaca la dimensión apetecible del ente (“quod omnia appetunt”) y lo bello su carácter visivo placentero (“quae visa placent”). La distinción formal propuesta por Tomás se mantiene también en el plano de la virtud, donde se apela nuevamente a la doble dimensión, cognitiva por una parte (lo aprehensum) y apetitiva por otra (bonum).
45 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 179 a. 2 co. “[...] divisio ista datur de vita humana, quae quidem attenditur secundum intellectum. Intellectus autem dividitur per activum et contemplativum, quia finis intellectivae cognitionis vel est ipsa cognitio veritatis, quod pertinet ad intellectum contemplativum; vel est aliqua exterior actio, quod pertinet ad intellectum practicum sive activum. Et ideo vita etiam sufficienter dividitur per activam et contemplativam”.
46 Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 171 proem. : “Postquam dictum est de singulis virtutibus et vitiis quae pertinent ad omnium hominum conditiones et status, nunc considerandum est de his quae specialiter ad aliquos homines pertinent. [...] Alia vero differentia est secundum diversas vitas, activam scilicet et contemplativam, quae accipitur secundum diversa operationum studia”.
47 El presente trabajo no pretende abordar ni discutir en profundidad el criterio utilizado por Tomás para tal división, ni su particular visión de la llamada vida mixta, siendo la intención principal considerar sólo la belleza de la vida activa y de la contemplativa. Para un panorama más acabado del problema conviene revisar el trabajo de Giuseppe Turbessi (La vita contemplativa, dottrina tomistica e sua relazione alle fonti (Roma: Pia Soc. S. Paolo, 1944)) y más contemporáneamente el de Ignacio Andereggen (Contemplación filosófica y contemplación mística. Desde las grandes autoridades del siglo XIII a Dionisio Cartujano (Buenos Aires: EDUCA, 2002)).
48 A. Thomas S. Hibbs, Virtue’s splendor. Wisdom, prudence and the human good (New York: Fordham University Press, 2001), 17.
49 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 182, a. 3, c: “Ex hoc ergo exercitium vitae activae confert ad contemplativam, quod quietat interiores passiones, ex quibus phantasmata proveniunt, per quae contemplatio impeditur”. No obstante, Tomás advierte en el mismo artículo que si se atiende a la actividad misma, ella sí puede impedir la contemplación ya que “impossibile est quod aliquis simul occupetur circa exteriores actiones, et divinae contemplationi vacet”.
50 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 181 a. 1 co.: “Manifestum est autem quod in virtutibus moralibus non principaliter quaeritur contemplatio veritatis, sed ordinantur ad operandum, [...] unde manifestum est quod virtutes morales pertinent essentialiter ad vitam activam”.
51 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 181, a. 2, c: “[...] cognitio prudentiae, quae de se ordinatur ad operationes virtutum moralium, directe pertinet ad vitam activam”. Conviene notar, sin embargo, que la prudencia, considerada en un sentido general, es decir sin atender a la especificidad de su acto, queda asociada a la vida contemplativa: “[...] Si autem sumatur communius, prout scilicet comprehendit qualemcumque humanam cognitionem, sic prudentia quantum ad aliquam sui partem pertineret ad vitam contemplativam”.
52 Ramos, Dynamic Transcendentals, 192.
53 Tomás de Aquino, In symbolum apostolorum a. 4: “[...] quia sicut virtus animae est pulchritudo eius, ita peccatum est macula eius”.
54 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “[...] in vita contemplativa, quae consistit in actu rationis, per se et essentialiter invenitur pulchritudo. [...] In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis”.
55 Cf. Eco, Il problema estetico in San Tommaso, 63: “[...] existe una proporción moral como continuación de la acción o del pensar ordenado según la ley ética proporcionado a los dictámenes superiores de la razón divina”.
56 Tomás de Aquino, Sententia Libri Ethicorum, lib. 6, lect. 10, n. 3: “[...] prudentia habet (hoc), quod scilicet sit considerativa operationum humanarum ex quibus homo fit felix. Sed non propter hoc videtur quod homo habeat opus ipsa. Est enim prudentia circa ea quae sunt iusta in comparatione ad alios, et pulchra idest honesta, et bona idest utilia homini secundum seipsum, quae quidem operari pertinet ad bonum virum. Non videtur autem aliquis esse operativus eorum quae sunt secundum aliquem habitum ex eo quod scit ipsa, sed ex eo quod habet habitum ad ea”.
57 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, 180, a ad 3: “In virtutibus autem moralibus invenitur pulchritudo participative, inquantum scilicet participant ordinem rationis, et praecipue in temperantia, quae reprimit concupiscentias maxime lumen rationis obscurantes”.
58 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 141 a. 2 ad 3: “[...] quamvis pulchritudo conveniat cuilibet virtuti, excellenter tamen attribuitur temperantiae, duplici ratione. Primo quidem, secundum communem rationem temperantiae, ad quam pertinet quaedam moderata et conveniens proportio, in qua consistit ratio pulchritudinis [...]. Alio modo, quia ea a quibus refrenat temperantia sunt infima in homine, convenientia sibi secundum naturam bestialem, ut infra dicetur, et ideo ex eis maxime natus est homo deturpari. Et per consequens pulchritudo maxime attribuitur temperantiae, quae praecipue turpitudinem hominis tollit”.
59 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 157 a. 4 co.: “[...] Perfectius autem est consequi bonum quam carere malo. Et ideo virtutes quae simpliciter ordinant in bonum, sicut fides, spes, caritas, et etiam prudentia et iustitia, sunt simpliciter maiores virtutes quam clementia et mansuetudo”.
60 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 142 a. 4 co: “[...] quia maxime repugnat eius claritati vel pulchritudini, inquantum scilicet in delectationibus circa quas est intemperantia, minus apparet de lumine rationis, ex qua est tota claritas et pulchritudo virtutis”.
61 Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 123 a. 8 ad 1.: “[...] vehementia actus vel passionis unius potentiae impedit aliam potentiam in suo actu”.
62 Tomás indica que el ímpetu de la pasión puede obnubilar el juico de la razón y hacer que se la siga por diversos motivos. Llama la atención que el Aquinate asocie tales movimientos a los diversos temperamentos: “[...] debe decirse que por el ímpetu de la pasión sucede que alguien la siga inmediatamente antes que al consejo de la razón. En efecto, el ímpetu de la pasión puede provenir o bien de la velocidad, como en los coléricos, o bien de la vehemencia, como en los melancólicos que a causa de su complexión terrestre se inflaman con gran vehemencia” (Tomás de Aquino, Summa Theologiae II- II, q. 156 a. 1 ad 2: “Ad secundum dicendum quod ex impetu passionis contingit quod aliquis statim passionem sequatur, ante consilium rationis. Impetus autem passionis provenire potest vel ex velocitate, sicut in cholericis; vel ex vehementia, sicut in melancholicis, qui propter terrestrem complexionem vehementissime inflammantur”).
63 Tomás de Aquino, De veritate, q. 26 a. 10 co.: “[...] ex viribus inferioribus fit redundantia in superiores; ut cum ex vehementia passionum in sensuali appetitu existentium obtenebratur ratio ut iudicet quasi simpliciter bonum id circa quod homo per passionem afficitur”.
64 Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q. 5, a. 4, ad 1: “sensus delectatur in rebus debite prportionatis, sicut in sibi similibus; nam et sensus ratio quaedam est, et omnis virtus cognoscitiva”.
65 Josef Pieper, Las virtudes fundamentales, trad. Rufino Gimeno Peña (Madrid: Rialp, 1980), 249.
66 Tomás de Aquino, Sententia Politicorum, lib. 1, l. 3, n. 18: “[...] excellentia pulchritudinis animae, non ita de facili potest cognosci, sicut pulchritudo corporis”.
67 Cf. Agustín de Hipona, De Libero Arbitrio, c. 16, 384, 16, trad. Evaristo Seijas OSA (Madrid: BAC, 1951): “[...] Pero las sombras, cuando se aman, causan más debilidad en los ojos del alma y la hacen más incapaz de gozar de tu vista, por lo cual tanto más y más se hunde el hombre en las tinieblas cuanto con más gusto sigue todo aquello que más dulcemente acoge su debilidad”. Cf. tb. Antonio Ruiz Retegui, Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la Antropología cristiana (Madrid: Rialp, 1998), 96: “[...] pero esa hermosura no es de tipo epidérmico o meramente externo. Se refiere a realidades que aun estando en un ámbito sensible no se dejan dominar por los sentidos”.
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