La importancia del respeto como actitud general
El respeto puede ser considerado como madre de todas las virtudes (mater omnium virtutum), pues constituye la actitud fundamental que presuponen todas ellas.
El gesto más elemental del respeto consiste en la respuesta a lo existente como tal, a la en sí misma pacífica majestad del ser, en contraposición a toda mera ilusión o ficción; constituye la respuesta a su propia consistencia interior y a la realidad positiva, así como a su independencia respecto de nuestro arbitrio. En el respeto “conformamos” nuestro criterio al valor fundamental de lo existente; lo reconocemos, damos en cierto modo a lo existente la oportunidad de desplegarse, de que nos hable, de que fecunde nuestro espíritu. Por eso, la actitud básica que supone el respeto constituye ya de por sí algo indispensable para un entendimiento adecuado. La profundidad, la abundancia, y sobre todo el arcano misterioso de lo real sólo se descubre al espíritu respetuoso. El respeto es, por otra parte, un elemento constitutivo del asombro (thaumátsein) que, según Platón y Aristóteles, constituye un presupuesto ineludible del filosofar. La falta de respeto es la fuente principal de errores filosóficos. Si es un fundamento necesario para cualquier conocimiento auténtico y adecuado, es aún más indispensable para una captación y comprensión de los valores. Solamente al respetuoso se le abre el mundo sublime de los valores, en tanto se siente inclinado a reconocer la existencia de una realidad superior a la que se abre, estando dispuesto a callar y a dejarla hablar. Se entiende así por qué el respeto es la madre de todas las virtudes, pues cada virtud contiene en sí misma una respuesta actualizada al valor de un determinado sector del ser, y supone entonces la comprensión y el entendimiento de los valores.
La respuesta apropiada a lo existente que en su valor se capta contiene a su vez un elemento de respeto. Esa nueva manifestación del respeto responde no sólo al valor de lo existente como tal, sino también al valor particular de un ente determinado, y a su rango en la jerarquía de los valores. Esta nueva forma de respeto abre nuestros ojos al descubrimiento de nuevos valores.
Así, el respeto es, de un lado, un presupuesto para entender y captar los valores y, de otro, una parte central de la adecuada respuesta de valor. De ahí que represente una condición necesaria y, al mismo tiempo, un elemento esencial de todas las virtudes. Es como si en el hombre individual el respeto fuese algo inherente a su esencial carácter de persona creada. Constituye la suprema grandeza del individuo el ser capaz de Dios (capax Dei). Podemos entenderlo en otro sentido: el hombre tiene la capacidad de concebir algo que es más grande que él, de ser atraído y fecundado por ello, y él mismo puede entregarse a ese bien mediante una pura respuesta de valor nacida de su propio querer. Esa esencial trascendencia del hombre lo distingue de una planta o de un animal, ambos exclusivamente inclinados a desplegar su propia esencia. Sólo el hombre respetuoso ratifica conscientemente su verdadera condición humana y su situación metafísica. Asume una actitud ante lo existente que actualiza sólo por su facultad receptiva y su capacidad cognoscitiva, a través de la cual puede ser fecundado por una realidad superior.
El individuo que se acerca a lo existente sin respeto, bien con una actitud de superioridad insolente, presuntuosa, o bien tratándola de una manera superficial y sin tacto, se convierte en una persona ciega para la comprensión y entendimiento adecuados de la profundidad y de los secretos de lo existente y, sobre todo, para una percepción real de los valores. Se comporta como quien se aproxima tanto a un árbol o a un edificio que ya no consigue verlos. En lugar del espacio espiritual que nos distancia del objeto merecedor de respeto, y en lugar del respetuoso silencio de la propia persona que hace posible que lo existente se exprese, el individuo irrespetuoso irrumpe de manera indiscreta e impertinente, con una conversación incesante, sonora y pretenciosa.
El respeto juega un papel especial en el reino de la pureza. La castidad supone esencialmente una actitud respetuosa en relación al secreto del amor entre el hombre y la mujer, una conciencia que impregna la esfera de lo sexual con santo recato, y a la que debiera uno aproximarse sólo con la expresa sanción de Dios. La castidad es incompatible con una actitud general presuntuosa frente a lo existente, ya asuma un carácter frívolo y cínico, ya pueda convertirse en una aproximación íntima, obtusa, ingenua y pagada de sí misma respecto a los secretos del cosmos. La castidad exige estima a la persona amada, a su cuerpo, y profundo respeto a la honda y misteriosa unidad de dos almas en una sola carne, así como al misterio del alumbramiento de una nueva persona.
Puede que no se valore suficientemente la importancia del respeto como actitud fundamental en materia de la educación de la castidad. No podemos esperar que un hombre joven asuma la actitud correcta en la esfera de lo sexual si desatendemos su educación en materia de respeto.
Los impedimentos específicos para el desarrollo del respeto
Antes de analizar con detalle los medios para el desarrollo del respeto, hemos de examinar brevemente las concretas dificultades para una educación orientada en este sentido, dificultades que en parte surgen durante la pubertad, y en parte provienen de la mentalidad de nuestra época. Los jóvenes, principalmente entre los quince y dieciocho años, tienen el peligro de incurrir en una actitud que pudiéramos denominar histeria de la independencia y del aparentar más de lo que son. El hombre joven demanda independencia y, ante todo, desea imponerse al otro con su superioridad y con su independencia. No quisiera tener que confesar que algo le puede conmover, producir una consideración extrema o sorprender. Se preocupa convulsivamente de jugar el papel del “hombre independiente”, del que todo lo adivina, de quien está por encima de todo haciendo ostentación de una seguridad imperturbable. Pero cuanto mayor es su pretensión de exhibir esa seguridad, más inseguro resulta ser en realidad. Realmente depende por completo del otro, incluso de una manera ilegítima. Imita indiscriminadamente a otros hombres que le suelen imponer por su virilidad, independencia y seguridad, y que le hacen sentir precisamente su dependencia. Confía en conseguir su independencia y superioridad imitándolas en todos sus aspectos. Es el tipo mismo de lo que Dostoievsky ha descrito tan magistralmente en El idiota y en Los hermanos Karamazov. Esa mezcla de complejo de inferioridad, de sufrimiento por sentir que no se ha crecido todavía del todo, de deseo de impresionar exteriormente, como si esa combinación de orgullo e inseguridad y esa inmadurez específica pudiera imponerse con fanfarronería… Todo ello constituye claramente la antítesis del respeto. Esa clase de disposición moral ve en toda respetuosa abnegación un menoscabo, una minimización de la virilidad y de la superioridad verdaderamente independientes. El hombre joven dominado por esa disposición moral se empeña en mostrar una actitud irrespetuosa frente a todo lo que normalmente demanda respeto, sumisión y estima. Propende, además, a hablar de modo irreverente sobre la Santa Iglesia, las obligaciones morales, el matrimonio, etc. Este peligro general del joven, incluso después de la pubertad, constituye uno de los grandes obstáculos a los que se enfrenta la educación para el respeto.
El otro principal inconveniente es la tendencia hacia la falta de respeto propia de la mentalidad de nuestra época. El hombre ya no quiere reconocer su condición de criatura ni quiere confesar su esencial vínculo con algo que está por encima de él. Rechaza la sumisión a obligaciones que no se deriven de su libre consentimiento. Se resiste a considerar de forma respetuosa los grandes bienes como el matrimonio, los hijos y su propia vida. Frente a ellos, no quiere asumir el papel de un mero administrador, sino que por el contrario se arroga un poder soberano y arbitrario respecto de ellos. Contrae matrimonio y se divorcia después como si se tratara de ponerse un guante tras otro. Ya no ve en los hijos un don de Dios, sino que desea establecer por sí mismo su número, controlando los nacimientos. Considera justo acortar su propia vida y la de otros por medio de la eutanasia, si piensa que no son felices. El hombre moderno ya no quiere reconocer a la Providencia sino decidirlo todo por sí mismo. Se orienta hacia un modo de vida en el que ya no se dan ni regalos ni sorpresas, sino que todo lo que le sucede proviene de un plan establecido por él mismo. Rechaza toda autoridad auténtica en la vida social y rehúsa afirmar cualquier autoridad que no se deriva de su propia voluntad, en cuya creación no haya intervenido él mismo.
En este intento moderno de desechar la índole creatural del hombre, de renegar de su condición metafísica, se manifiesta claramente la antítesis del respeto. Dicha mentalidad, que encuentra su expresión filosófica en el existencialismo de Sartre, penetra la vida moderna hasta sus entretelas más sutiles, y el hombre joven respira a cada momento la atmósfera nociva de la falta de respeto. El utilitarismo progresista y el pragmatismo de nuestra vida diaria, la desvalorización del espacio y el tiempo a causa de la técnica moderna, así como el sobredimensionamiento de todo lo individualista, destruyen la conciencia de una realidad autónoma que se nos impone, y aumentan la insana sensación de una ilimitada soberanía del hombre.
A menudo, la destrucción de la actitud respetuosa se provee de canales cuya peligrosidad pasa por alto el educador católico; quizá acontece más bien que no se le antojan como destructivos del respeto.
El educador se queja ciertamente de determinados males: divorcios, control de natalidad, eutanasia, frecuentes suicidios, creciente desvergüenza en la relación que se da entre ambos sexos… Pero probablemente no reconoce la falta de respeto en la raíz de esos males, o bien sólo lo hace cuando pone de manifiesto una amenaza o desconsideración hacia Dios y hacia los valores morales. No percibe claramente la existencia de muchas presiones en nuestra vida moderna que alimentan una actitud irrespetuosa contra cosas que no están directa y expresamente conectadas con la religión y la moral.
Ahí tenemos, por ejemplo, la actitud del hombre moderno hacia el arte y la belleza en general, o la tendencia continuada a apreciar escasamente las formas exteriores, a tomar las cosas a la ligera, a dejarse llevar y, en fin, nuestra forma cotidiana de hablar, las formas descuidadas de expresarse. El hombre moderno ya no encuentra la belleza en la naturaleza y en el arte con el profundo respeto que debiera, como un reflejo de un mundo más elevado y situado sobre él. No se esfuerza por prepararse para una verdadera comprensión de la obra de arte; elude el sursum corda (¡arriba los corazones!) que nos reclama cada “ser encontrados” y cada “ser regalados” por una gran obra de arte. Desearía le fuera ofrecida la belleza como un alimento, como algo que se puede comer, mientras él mismo se relaja corporal y espiritualmente y se pone cómodo. Se mueve entre grandes obras de arte como si constituyeran una simple fuente de placer; no se espanta de transformarlas caprichosamente, de hacer de un cuarteto una pieza de orquesta, o de una novela un guión cinematográfico. Tal actitud respecto de los valores estéticos aparenta ser algo más bien inofensivo en primera instancia, desde el punto de vista moral o religioso, pero en realidad representa un síntoma espantoso de la creciente falta de respeto. El hombre constituye una unidad, y si la falta de respeto descompone un sector de la vida, toda nuestra personalidad se contagia de esa carencia. La falta de respeto y la desidia que tan estrechamente la acompaña, el rechazo a todo esfuerzo mental para entrar verdaderamente en contacto con una gran obra de arte, la renuncia a percibir la belleza sublime de la naturaleza, la aversión contra el indispensable recogimiento espiritual, o la resistencia a emerger de lo periférico y superficial, todo eso es la venenosa semilla que se hará presente, incluso en nuestra vida moral y religiosa.
Esto vale también para la actitud moderna respecto de las formas exteriores en general. El saludo a nuestros prójimos con un apretón de manos, o con el gesto de quitarse el sombrero, constituye una profunda expresión de la exigencia interior de dirigirnos a los otros como personas por un acto comunicativo anterior a la conversación con ellos sobre cualquier tema. Sustituir esa entrega, ese darse, por un ¡Hola! –precisamente la resonancia de aquella actitud descuidada en –passant– o incluso abandonar totalmente esa ofrenda constituye un síntoma típico de la falta de respeto hacia nuestros semejantes, de la conformidad presuntuosa y del abandono.
La camaradería en la relación entre los dos sexos como sustitutivo de la caballerosidad que supone una respuesta auténtica al secreto de lo femenino; la falta de cortesía, virtud que erróneamente se contempla como comportamiento blando y superficial; todo esto constituye igualmente un signo de la pérdida del sentido del respeto. No queremos pasar por alto la influencia destructiva que posee tal descuido de las formas exteriores, tanto de nuestra postura corporal como del ritmo vital de nuestro comportamiento físico. No en vano la liturgia en la oración exige una actitud corporal decorosa; no en balde atribuye San Benito una gran importancia al hecho de que el comportamiento exterior del monje respire dignidad y aquel habitare secum (morar consigo mismo), lo que supone la antítesis de cualquier modo de negligencia y descuido. El comportamiento exterior no es solamente expresión de una actitud interior, sino que posee al mismo tiempo una influencia directa sobre la misma y, cuando menos, facilita la formación de una actitud interior de respeto.
Dos factores representan las raíces de la disolución de las formas en nuestra vida moderna: el utilitarismo, la actitud pragmática que considera todo en función de la consecución de un determinado objetivo, a veces más superfluo que necesario y, en segundo lugar, el ídolo de la comodidad, la persecución desenfrenada del “camino fácil”, que exige el mínimo esfuerzo físico y mental. No obstante, sería completamente desacertado hacer responsable de la falta de virilidad y dominio de sí mismo al ídolo del confort. Nuestra época se distingue, muy al contrario, por los grandes records deportivos y por conceder un valor especial a la educación física. Más bien es la actitud irrespetuosa y soberbia que teme cualquier fatiga y, antes que nada, cualquier esfuerzo espiritual que no haya sido libre y voluntariamente decidido por nosotros la responsable y contraria a lo que nos exigiría el auténtico valor del objeto en cuestión. La liquidación del habitare secum, la difusión de una actitud reservada y la disminución del recogimiento en nuestro comportamiento exterior ha contribuido a esa decadencia de las formas. Por eso hay que tomar más en serio tales factores como algo más que una simple falta de disciplina. Aplicar exclusivamente un entrenamiento hacia el exterior o una disciplina militar nunca podría evitar ese mal. Por el contrario, resulta necesario despertar el sentido de las formas externas como expresión adecuada de la actitud interior del respeto, del comedimiento y de la discretio, formas que nos ayudan, a la vez, a permanecer en esa disposición interior de ánimo.
Pero ante todo, nuestra propia forma de expresarnos, es decir, la manera en que hablamos de las cosas grandes y sublimes, constituye una puerta falsa, causante de la descomposición de nuestra actitud hacia el respeto. Y en esto es el propio educador religioso muchas veces el culpable. En el desafortunado, aunque bien intencionado intento de hacer a los hombres más cercana la esfera religiosa, se traslada el mundo sublime de lo sobrenatural a una forma trivial de hablar que contribuye a socavar la discretio y el respeto. Se conversa sobre las cosas santas en jerga, en lugar de seguir el ejemplo de la liturgia, que se acerca a lo divino con palabras llenas de veneración respetuosa y elevada, que nos alza sobre nuestra propia estrechez y nos introduce en la luz de Cristo (lumen Christi), convocándonos a un sursum corda.
¡No nos engañemos! Aunque podamos destacar todavía muy frecuentemente la necesidad del respeto a Dios y al conjunto de la esfera sobrenatural y religiosa, en realidad sucede que las expresiones y la falta de respeto, que se extienden y que conducen a una presuntuosa confianza con Dios, hurtan al mismo tiempo su sustancia, la que deseamos edificar en el alma del hombre joven. De esta forma, desbaratamos nuestro propio empeño.
Los medios para el desarrollo del respeto
A la vista de las dificultades mencionadas, sólo podemos esperar que se renueve y conserve el respeto en los jóvenes si los rodeamos de una atmósfera llena de respeto hacia todas las cosas que lo merecen. Tenemos que abstenernos de todo uso del idioma y de toda expresión que suene a irreverente, y desistir de todos los compromisos con las múltiples formas modernas de presentación de la falta de respeto, mostrando a los jóvenes un estilo de vida impregnado de una profunda actitud favorable al respeto debido.
Además, deberíamos guardarnos cuidadosamente de cualquier compromiso con la obsesión por la independencia y el afán de aparentar antes descritos. El educador no debe servirse de una jerga descuidada con objeto de hacerse comprender mejor por la gente joven. Muy al contrario, debería esforzarse en todo momento por hacer desaparecer esa especie de encogimiento, y ese estar cautivo de los respetos humanos que le llevan a hacer el ridículo al querer ser visto como “mamaíta” ante el niño mimado, con toda esa pseudo-masculinidad y apocamiento.
El ideal de imponerse a otros por medio de la independencia y la superioridad debiera hacer patente siempre que en realidad nos encontramos ante la consecuencia obligada de una completa dependencia respecto de la opinión de otros, como fruto del respeto humano y como un encerramiento en la propia persona sin sentido alguno. Debiéramos igualmente presentar a los jóvenes, una y otra vez, la grandeza de la humildad, del arrepentimiento, de la obediencia y de la auténtica libertad, que solamente poseen los humildes y temerosos. Deberíamos ser conscientes del peligro que resulta de fortalecer en los jóvenes el ídolo de su masculinidad, mediante una insistencia exagerada en el auto-dominio y en la apelación a su honor para motivar un comportamiento moral. El temor a mostrar cualquier tipo de emoción honda –aquella actitud que muestra el llanto como algo de lo que uno debería avergonzarse con independencia de su causa y modo– debería no sólo no ser apoyado sino más bien combatido. Indudablemente ese ídolo de masculinidad será utilizado como medio y contribuirá a la obtención de ciertos resultados. Con ello puede conseguirse el objetivo inmediato, pero esa motivación a la que servimos para evitar riesgos mayores se manifestará a la larga como algo funesto.
Aún hemos de desarrollar todos los puntos anteriores en relación a la castidad de manera pormenorizada. El significado fundamental del respeto en esta materia ya ha sido mencionado anteriormente. Quisiera añadir que la mayor parte de los desvaríos cometidos hoy en materia del sexto mandamiento no hay que achacarlos a la desbordante vitalidad y a los indomables instintos, sino a una falta de respeto. Por eso, una de las tareas más importantes de la educación en la castidad es volver a despertar una actitud respetuosa ante el misterio que rodea la esfera sexual. A esto pertenece, en primer lugar, el modo en el que el niño toma conocimiento de esa esfera. Toda explicación “neutral”, que exponga esta materia desde puntos de vista predominantemente biológico-científicos, es incapaz de producir tal actitud de respeto; más bien al contrario, destruye el sentido del misterio propuesto en ese campo. Semejante interpretación no conseguirá acallar la especial fuerza de atracción de esa esfera, ni tampoco situar el punto de vista neutral que se utiliza de forma temática, por ejemplo, en medicina, en lugar de su peligroso encanto. Tal interpretación, por otro lado, tampoco sería deseable desde el punto de vista moral y religioso. Se trata de un intento de superar el riesgo moral de la impureza desde abajo en lugar de desde arriba, lo que en todo caso constituye una actitud equivocada. El enfoque exclusivamente biológico y neutral en este campo no considera, en primer lugar, los riesgos emergentes que amenazan una visión verdadera y auténtica, y exige una actitud no deseable; en segundo lugar, se trata incluso de un medio incapaz para guardar la castidad.
Por el contrario, debería enseñarse al niño esa esfera, según su capacidad moral, cuando haya alcanzado la edad correspondiente y resulte imprescindible explicarle ciertas cosas. Se le debe anunciar como la expresión misteriosa del amor supremo entre hombre y mujer, como la unión más elevada a cuya hondura y belleza está permitido acercarse sólo con una sanción especial de Dios. Deberá presentarse a la luz del matrimonio y su carácter sacramental, bajo la analogía de la unión de Cristo con su Iglesia.
La necesidad de mantener dicha esfera a una distancia respetuosa deberá destacarse y presentarse sobre el fondo de la belleza del sentido que Dios le ha dado, y de la unidad entre el amor, la pasión y el sentimiento. Solamente a través de una estima reverente ante la grandeza y profundidad del misterio que este dominio encierra en el lugar asignado por Dios, en la comprensión de su valor positivo, se podrá descubrir el misterio de maldad (mysterium iniquitatis) que todo abuso en ese campo comporta de suyo.
No debemos comenzar con la mera insistencia sobre el pecado que encierra cada acto ilegítimo en este ámbito. No debemos hablar sobre ello con los jóvenes, utilizando expresiones que convierten toda esta esfera en el reino del diablo. Una actitud de ese tipo no puede constituir jamás el fundamento de la castidad auténtica y verdadera. ¿Cómo podría ensalzarse algo tan negativo y elevarlo a la dignidad propia de un sacramento? Muy al contrario, sólo en la medida en que se ilumine la grandeza misteriosa de esta esfera, en su función de donación propia, suprema y recíproca, y en el aspecto de la unión de dos individuos en una sola carne, podrá aparecer con claridad el carácter terrible de cada apartamiento de ese dominio, así como la pecaminosidad de toda aproximación a él no sancionada expresamente por Dios.
En esta materia, nuestra meta debe ser no hurtar el carácter misterioso ni inmunizar su peligrosidad tentadora mediante reflexiones científicas, sino imprimir un santo temor y respeto hacia ella en el alma de los jóvenes; llevarles a considerar todo esto como un huerto cerrado (hortus conclusus), hasta que Dios les llame para entrar en el misterioso terreno del matrimonio.
Dietrich von Hildebrand, dialnet.unirioja.es/
Traducido por: José María Barrio Maestre
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