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Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero, ¿tenemos el valor de hacerlo de verdad? ¿O estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle? ¿Estamos dispuestos, en definitiva, a ser o llegar a ser “filósofos”, a entusiasmarnos con la realidad y buscar el sentido último de nuestra vida? El Papa Juan Pablo II afirma algo que parece atrevido a primera vista: «Cada hombre es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas con las cuales orienta su vida»
Índice:
Introducción
I. La filosofía comienza con la humanidad
II. Influencias negativas sobre la capacidad filosófica
III. Actitudes básicas para la filosofía
1. Desprenderse del mundo diario
2. Fomentar la admiración
3. No tener prejuicios
4. Adquirir cierta independencia en los propios juicios y reflexiones
5. Adquirir humildad intelectual
IV. Desafíos y libertad
V. Una meta que abre nuevos horizontes
Introducción
“Los pensamientos son libres”, dice una canción popular alemana. Se puede comprender que fue prohibido cantarla en el tercer Reich. Pero el mandato de “olvidarla”, propio de un régimen totalitario, condujo solamente a cantarla con más entusiasmo, en la clandestinidad o, al menos, por dentro, en el propio corazón, es decir, en aquel lugar íntimo que no alcanzan las órdenes, y donde “los otros” no pueden entrar.
Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero, ¿tenemos el valor de hacerlo de verdad? ¿O estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle? Hoy en día, en muchos países parece que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura. Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad, sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que todos hacen.
¿Somos capaces de resistir a los tiroteos constantes de este “enemigo invisible”? ¿Hemos aprendido a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar es, sin duda, una gran cosa; pero es ante todo una exigencia de la naturaleza humana: no debemos cerrar voluntariamente los ojos a la luz. ¿Estamos dispuestos, en definitiva, a ser o llegar a ser “filósofos”, a entusiasmarnos con la realidad y buscar el sentido último de nuestra vida?
El Papa Juan Pablo II afirma algo que parece atrevido a primera vista: “Cada hombre es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas con las cuales orienta su vida”[1]. ¿Qué quiere decir esto? Un profesor de química, un ama de casa, un taxista, una ministra, un campesino, una artista, un futbolista, ¿todos ellos pueden ser filósofos?
I. La filosofía comienza con la humanidad
Es común reclamar un especialista siempre que se quiere tratar temas de medicina, física, arquitectura o ingeniería. Nadie puede considerarse capaz de contestar competentemente las preguntas que surgen en estos campos, si no tiene una formación elemental en tales materias. Y ni siquiera intenta hablar de estos temas durante una barbacoa o una excursión. Pero ése es precisamente el caso de la filosofía: cualquiera se atreve a hablar de temas filosóficos. Hasta en algunas tascas ─si el ruido lo permite─ se escuchan conversaciones profundas sobre el mundo, el sentido de la vida o lo extraño que es que el tiempo pase tan rápido y no se pueda conservar el momento. Por cierto, ¡cuántos no han estado esperando en una estación delante de un reloj, y se han convertido en filósofos! Es verdaderamente impresionante pues fijándose un rato en la aguja, y observando cómo se mueven el segundero, el minutero… nos preguntamos, casi sin darnos cuenta ¿qué es el instante? ¿qué significa el presente? ¿no me estoy moviendo ya en el futuro? ¿O aún estoy en el pasado? “Hoy será el ayer de mañana”, dice la gente; y también: “Al ahora... pronto me referiré con las palabras hace poco.” Incluso San Agustín afirmó: “Yo sé lo que es el tiempo, siempre que no me lo preguntes.”
Es posible conversar sobre esta y otras muchas cuestiones casi en cualquier situación, preferentemente en la naturaleza, en los montes o a la orilla del mar. En principio, todo hombre está capacitado para reflexionar sobre las dimensiones más profundas de la vida. ¿Significa esto que todos los hombres somos filósofos, en el sentido estricto de la palabra? ¿Que no es necesario disponer de una formación especial para ejercer esta ciencia? Nada de eso. Pero significa que la filosofía es distinta a las demás ciencias, y que, en principio, todo hombre capaz de razonar puede ejercer de filósofo.
Todo ser humano, tarde o temprano, se plantea el por qué y el para qué de su existencia, se pregunta de dónde viene y a dónde va, quién es y lo que podría hacer de su vida. En esto se distingue de los animales. El animal vive de un día para otro: come, bebe, duerme, crece, corretea, se reproduce y muere. Una vida así es buena y normal para un animal, pero no para una persona. Los filósofos de la Antigüedad llegaron a decir ─tal vez de una manera algo ruda─ que si una persona no se plantea las preguntas fundamentales de la vida y solamente vive de un día para otro (de una comida a la otra, de un telediario al otro), habrá “fracasado” en su existencia. En lo más profundo de su ser no habrá llegado a encontrarse a sí mismo; no se habrá “convertido en hombre”. Dicho de manera tradicional: su existencia no habrá sido digna de ser la de un hombre.
¿Cuándo comienza la filosofía? Según algunos expertos, con Tales de Mileto, en el siglo VI antes de Cristo; según otros, nace con Homero en el siglo IX antes de Cristo; hay personas más radicales que señalan que, antes de los griegos, los pueblos orientales de alguna manera ya filosofaban… Sin embargo, si es verdad que cada hombre es filósofo, la filosofía debe comenzar con la humanidad. En las bibliotecas alemanas se puede encontrar una obra anticuada y cubierta de polvo, de varios tomos, escrita en el siglo XVIII, “Historia de la Filosofía – desde los comienzos del mundo hasta nuestra época”. La portada del primer tomo muestra un paisaje salvaje con un gran oso y tiene por título: “La filosofía prediluviana”[2]. Sin embargo, es un rasgo característico de nuestro tiempo, que no pocas personas parecen carecer de inquietudes intelectuales. Hasta se muestran “alegres” en un cierto nihilismo práctico que no se preocupa del porqué de la vida, ni se formula la mera pregunta por el sentido de la existencia. Nos encontramos frente al peligro de no vivir la vida, sino de “dejarse llevar”. A veces, no disponemos de la suficiente calma interior para considerar los acontecimientos con cierta objetividad y tomar conciencia de la propia situación existencial. No reflexionamos sobre el sentido y los objetivos del propio actuar; en definitiva: no ejercemos como filósofos, prescindiendo así de una dimensión esencial de la vida humana.
Durante la segunda guerra mundial, un joven alemán, miembro de la resistencia, que se encontraba en Rusia, escribió en su diario un diálogo ficticio con uno de sus jefes: “El hombre ha nacido para pensar…, ¡para pensar, querido funcionario! Esta palabra se dirige directamente contra ti, contra ti y todo el sistema que habéis montado. Eso te sorprende porque, según dices, eres una persona que exalta el espíritu. Es un espíritu perverso al que estás sirviendo en esta hora de desesperación... Reflexionas sobre el perfeccionamiento de la ametralladora, pero la pregunta más rudimentaria, más fundamental e importante la acallaste ya en tu juventud: es la pregunta: ¿por qué? y ¿a dónde?”[3]. En efecto, el simple plantearse estos interrogantes es ya una primera señal de que una persona se rebela ante la perspectiva de vivir como un animal. Normalmente se puede filosofar, claro está, cuando las necesidades básicas de la vida están al menos mínimamente colmadas. Pero aunque este sea el caso, observamos una cierta “apatía”, una cierta “abstención de pensar”, justamente en las sociedades occidentales consumistas.
II. Influencias negativas sobre la capacidad filosófica
Nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada más. Todo esto puede llevar a una cierta “enajenación espiritual”, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar.
A la vez, podemos observar frecuentemente una decadencia hacia lo instintivo, lo puramente sensual. Muchas películas, revistas, talkshows y hasta no pocas páginas web del internet hablan un lenguaje claro. Pero una persona que se deja absorber por el materialismo y el sensualismo, se embota y se ciega frente a lo espiritual. Uno puede acostumbrarse a casi todo, incluso a no utilizar su entendimiento para realizar las críticas más elementales y necesarias.
Un exceso de información también puede ser un impedimento. Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna tertulia televisiva ni ningún comentario político, o suele ver una película tras otra, puede convertirse en una persona muy superficial. Con frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro de una ciudad... Hace pensar una pequeña anécdota que se cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la situación de la sociedad. Respondió: “No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras”. Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en mi opinión, no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy, varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado. Será difícil para una persona convertirse en un filósofo sin una cierta “actitud distante” con respecto a los medios de información. El escritor ruso Dostoievski afirma: “Estar solo de vez en cuando, es más necesario para una persona normal que comer y beber”[4].
A lo largo de la historia, hubo grandes pensadores que se separaron voluntariamente del ajetreo de la sociedad. No querían distraerse con banalidades. Un ejemplo famoso de la Antigüedad es Diógenes, que vivía feliz en un barril y no se dejaba molestar por nadie, según cuenta la tradición. Un ejemplo de nuestro tiempo es el filósofo austríaco Wittgenstein, hijo de un industrial, que regaló a sus hermanos los millones que había heredado. Prefería la austeridad a las riquezas. Durante largo tiempo no comía otra cosa que pan y queso; cuando le preguntaron por la razón, respondió sencillamente: “Me da igual lo que como; lo que importa es que siempre sea lo mismo”[5]. Cuando murió en 1951, sus últimas palabras fueron: “Dígales que tuve una vida maravillosa”[6].
III. Actitudes básicas para la filosofía
Como se ve, esta capacidad básica que tiene cada hombre de preguntarse por el sentido del mundo y de su propia existencia, puede desarrollarse a lo largo de la vida, o puede corromperse. Vamos a considerar las actitudes básicas que se exigen para que una persona se convierta en un filósofo.
1. Desprenderse del mundo diario
Según el filósofo alemán Josef Pieper, “filosofar es un acto que trasciende el mundo laboral”[7]. El mundo laboral es aquí sinónimo del mundo en el que se ha de funcionar, rendir, competir. De vez en cuando conviene distanciarse de todo eso: no fijarse solamente en lo inmediato (y agobiarse con ello), sino mirar “en otra dirección”.
Apartarse del mundo laboral es muy relajante. Así se puede descansar y sacar nuevas fuerzas para la vida diaria. No se logra sólo cuando se ejerce la filosofía. También el poeta trasciende la cotidianidad; es capaz de olvidarse de todo, y de cometer locuras. Lo mismo hace el amante: su amor le impulsa a dejar atrás todo cálculo y no dejarse comprometer por un mundo utilitario. O sea, el filósofo se parece a un amante y a un poeta. Él también es un amante: ama la verdad, la ansía. Platón habla del “eros filosófico”. Dice que la filosofía se asemeja a la locura, porque saca al hombre de su mundillo y lo conduce hacia las estrellas. Y todo el que sufre alguna conmoción, es invitado a transcender su mundo cotidiano. Es lo que ocurre cuando alguien se encuentra en una “situación límite”, por ejemplo cuando se enfrenta a la muerte, entonces surge frecuentemente un acto filosófico o religioso.
La filosofía, el arte, la religión y también el amor están relacionados en cierta manera. Se oponen al utilitarismo del mundo laboral. No se dejan “comercializar” o utilizar para determinados objetivos. Al hacerlo, la filosofía y la religión se transformarían en ideologías, y el amor, en una industria del sexo.
En cierto sentido es verdad que el filosofar “no sirve para nada”. Es, por decirlo así, inútil. Y ahora el plato fuerte: ¡ni puede ni debe servir para nada! Pues precisamente quiere superar el pensar utilitario. Martin Heidegger dice: “Es completamente correcto y así debe ser: «La filosofía es inútil»"[8].
Con la filosofía ─como en la poesía─ se trasciende lo cotidiano. Esto a veces es necesario para “sobrevivir” en un mundo difícil, es un modo de mantener la serenidad, si el día a día es insoportable. Nietzsche dice que Sócrates huyó hacia la filosofía porque tenía una mujer inaguantable, la famosa Xantipa, que le regañaba sin parar. La tradición cuenta que una vez Xantipa echó un cubo con agua sucia por la ventana, cayéndole a Sócrates que estaba abajo con sus amigos, conversando sobre temas filosóficos. Los amigos se enfadaron, pero Sócrates quedó impasible: “En mi casa llueve cuando hay tormenta”. Y los amigos concluyeron: “Como Sócrates sabe tratar a Xantipa, sabe tratar a cualquier otra persona”[9].
Cuando una persona trasciende el mundo cotidiano, niega la “exigencia totalitaria” del mundo laboral: expresa que la profesión, por importante que sea, no debe absorber completamente las facultades humanas, ni puede satisfacer todos los deseos de su corazón; hay algo más a lo que uno quiere dedicarse. En esto estuvieron de acuerdo todos los filósofos, poetas y amantes de todos los tiempos. El filósofo, pues, tiene mucho más en común con un poeta, por ejemplo, que con un empresario; lo que no quiere decir que también un empresario no pueda ni deba ejercer la filosofía.
2. Fomentar la admiración
El filósofo medieval Tomás de Aquino afirma: “La razón por la que el filósofo se compara con el poeta es ésta: ambos son capaces de admirarse”[10]. Una persona que filosofa, reconoce y admite su propia falta de conocimientos; se abre a una verdad mayor y se deja fascinar por ella. La admiración es, según los antiguos, el comienzo de la filosofía. Se cuenta que algunos grandes filósofos eran capaces de tal admiración que, literalmente, olvidaron lo que pasaba en su alrededor. Tales de Mileto, por ejemplo, aun estando en una batalla, se quedó parado de repente al ocurrírsele una idea, y no vio que el enemigo se acercaba... Y Tomás de Aquino fue el único que estaba callado durante un solemne banquete, al que el rey de Francia le había invitado, mientras todos los demás estaban enfrascados en conversaciones cultas; de pronto pegó un puñetazo a la mesa y gritó: “¡Ya lo tengo!” Había encontrado un argumento para razonar en contra de los maniqueos[11].
La filosofía tiene un carácter esencialmente no burgués. Pues admirarse no es de “burgueses”: no es de aburguesados insensibles que lo dan todo por supuesto. Sólo son capaces de admirarse, cuando sucede algo muy extraordinario, como un escándalo. Por eso la industria recreativa cada vez se vuelve más agresiva. La necesidad de hechos sensacionales para poder conmoverse y admirarse, es una señal segura de que una persona no ejerce de filósofo.
El admirarse no sólo es el principio de la filosofía en el sentido de initium, de paso preliminar o comienzo. Es el principium, origen interior del filosofar. La admiración no se pone entre paréntesis, ni se deja de lado, por más avanzado que se encuentre el filósofo. Siempre que una persona filosofa, se admira; y en la medida en que crecen sus conocimientos, debe crecer su admiración. Tomás de Aquino define la admiración como “desiderium sciendi”, la añoranza y el deseo de saber cada vez más. La persona que se admira es aquella que empieza a caminar, que desea saber más y más e intenta llegar al fondo de todas las cosas. Por eso afirma Goethe, el gran escritor alemán: “Lo máximo que un hombre puede alcanzar es la admiración”[12].
El filósofo se admira. Descubre, en lo cotidiano y común, lo realmente extraordinario e insólito. Sabe entusiasmarse con una brizna o un diente de león, tal y como lo haría un poeta, un amante o un niño. Tomás de Aquino dijo que no podíamos captar ni la esencia de un mosquito. Quiere decir que hasta es posible admirarse infinitamente ante un mosquito. (Un filósofo también es capaz de meditar profundamente ante situaciones familiares y sociales, ante problemas humanos de cualquier tipo...).
3. No tener prejuicios
Filosofar significa abrir horizontes, dirigir la mirada hacia la totalidad del mundo; nuestro espíritu es, de alguna manera, una “fuerza para lograr lo infinito”[13]. Entonces, ¿tendremos que hablar siempre de todo al filosofar? ¡Por supuesto que no! No es posible; ¡y el resultado sólo podría ser un caos! ¡Pero una persona tiene que estar dispuesta a hablar de todo! Nunca debe perder de vista a “Dios y al mundo”. No debe pasar nada por alto arbitrariamente, si quiere llegar al fondo de las cosas.
El filósofo como tal tiene que estar dispuesto a enfrentarse con “todo”, a prestarle atención a “todo”. Esto no significa, claro está, que se ocupe de mil pequeñeces. Como acabamos de ver, un exceso de información puede impedir la postura filosófica. Pero se ha de estar dispuesto a no pasar por alto nada que en principio pueda ser esencial. Tener una postura crítica significa para el filósofo: preocuparse de no pasar por alto conscientemente nada[14].
Por supuesto, la “totalidad” de la realidad no es idéntica a una adición lograda por una suma que ahora contiene todo y cualquier cosa. Aquel que entiende mucho de biología y de literatura y de recetas de cocina y de fútbol y de política internacional y de la vida privada de todos los artistas y príncipes, no es por eso un filósofo. La filosofía trata de el todo, de una comprensión “estructurada” del mundo que posee una jerarquía: lo esencial se reconoce como esencial, lo no esencial como no esencial.
Un filósofo auténtico trata simplemente de no excluir o sobrepasar nada intencionadamente. Tiene amplios horizontes: ¡con él se puede hablar de todo! Para él no existen tabúes. Ni tampoco sistematizaciones precipitadas que ignoran todo aquello que no concuerde con el sistema, y que impidan cualquier nueva conversación sobre ello. La filosofía no acepta limitaciones arbitrarias, pues si lo hiciera, perdería su propia identidad, convirtiéndose en ideología. En este sentido, Goethe juzga muy negativamente a algunos filósofos de su tiempo, que pretenden “dominar a Dios y al espíritu humano” y encierran todo el universo en diferentes sistemas[15].
El “enfrentarse a todo” tiene más que ver con la profundidad que con la extensión. El filósofo no sólo mira el más allá. No sólo aparta la vista de la vida cotidiana, transcendiendo el mundo. También sabe fijarse exactamente en las cosas que le rodean. Pregunta por las últimas razones. No le interesa, por ejemplo, cuál es la forma más rápida de adquirir dinero, sino lo que es en sí el poder de la riqueza y lo que significa para el hombre.
Quien quiera tener una visión de “toda la realidad”, pronto se da cuenta de que eso es apenas posible. El mundo es mucho mayor que nuestra capacidad de comprensión. El acto filosófico no consiste, en primer término, en “pensar mucho”, sino en contemplar la realidad, escuchar con atención, en callar: “escuchar tan plenamente que ese silencio atento no sea perturbado o interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”[16]. (La naturaleza de la pregunta encierra una determinada orientación de la respuesta, y eso significa una limitación). Pieper habla de la “franqueza ilimitada” con la que se debe escuchar al mundo. El filósofo considera el mundo “bajo cualquier aspecto concebible”, y no sólo bajo alguno en concreto, tal y como lo hacen las ciencias particulares[17].
Se sobreentiende que este silencio no guarda ninguna relación con una pasividad neutra, antes bien, supone un máximo compromiso. Pues de lo que se trata es, de no querer pasar nada por alto, de considerar todos los aspectos y no dejarse cegar por prejuicios. (En una disputa, hay que escuchar a todos los grupos, con igual atención). Para un auténtico filósofo no hay ni temas que se hayan de excluir, ni “temas sensacionales”, ni “personas etiquetadas”. Pieper dice que el estar abierto al mundo es algo así como el “distintivo” del filósofo auténtico[18].
4. Adquirir cierta independencia en los propios juicios y reflexiones
Una persona que quiere pensar por su cuenta, ha de estar dispuesta al inconformismo. Filosofar significa: distanciarse, no (siempre) de lo cotidiano, pero sí de las interpretaciones comunes, de la opinión pública o publicada, del “terror” que a veces pueden producir los medios de comunicación. Los auténticos filósofos siempre han ido contra corriente. Son los que ven lo que todos ven, y se atreven a pensar lo que quizá nadie de su entorno piensa. Los que actuaban de este modo, a veces hasta sufrieron la muerte por esta razón (Sócrates), pero no dejaron de oponerse a todo tipo de regímenes totalitarios.
La filosofía reclama para sí la independencia. Tiene que poder desplegarse sin que ninguna normativa oficial lo impida. Pieper exige para cada comunidad humana un espacio libre en el que sea posible el debate sin trabas de cualquier cuestión que ocupe las mentes[19]. Si esto no es posible, es señal de que la sociedad tiene trazas totalitarias.
Sin embargo, más importante aún que la libertad exterior es la libertad interior. Significa querer incondicionalmente la verdad, y no dejarse ni adormilar, ni manipular por nada. Las situaciones pueden estar en favor o en contra de la libertad; pueden ser la razón para que ésta aumente o disminuya. Pero no intervienen esencialmente en el acto libre. Así, una persona está condicionada, en cierto modo, por el país, la sociedad, la familia en la que ha nacido, está condicionada por la educación y la cultura que ha recibido, por el propio cuerpo, por su código genético y su sistema nervioso, sus talentos y sus límites y todas las frustraciones recibidas ─pero a pesar de esto es libre: es libre para opinar sobre todas estas condiciones. Un hombre puede ser libre incluso en una cárcel, como lo han mostrado Boecio, Santo Tomás Moro, Bonhoeffer y otros muchos. “Hay algo dentro de ti que no pueden alcanzar, que no te pueden quitar, es tuyo”; esto dice un preso a otro preso, en un diálogo impresionante, que sale en la película “Sueños de libertad”. Un hombre puede ser libre también en un sistema totalitario, aunque las amenazas y el miedo disminuyan la libertad. Puede mantener una creencia, un deseo o un amor en el interior del alma, aunque externamente se decrete su abolición absoluta. Así, Sajarov no sólo fue grande como físico; sobre todo fue grande como hombre, como apasionado luchador por la libertad de cada persona humana. Pagó por ello el precio del sufrimiento, que le impuso el régimen comunista, cuya mendacidad e inhumanidad destapó ante los ojos del mundo. Otro disidente famoso confesó públicamente: “¡Bendita prisión que me hace reflexionar, que me hace hombre!” (Alexander Solzhenitsin).
5. Adquirir humildad intelectual
Con todo ello, no hay que sobreestimarse. Aunque una persona tenga una experiencia sumamente rica y una comprensión profunda de la vida humana, no debe perder el sentido de la realidad: el filósofo no es “el sabio por antonomasia”, sino el que ama la verdad, el que siente añoranza por comprender los últimos porqués del mundo, el que se esfuerza en ver relaciones. Filosofía significa amor a la sabiduría, a la búsqueda de la sabiduría que nunca se llega a poseer plenamente. La persona que se admira es consciente de no saber nada. Es célebre la frase de Sócrates en que admite: “Sólo sé que no sé.” En cierta manera es aplicable a cualquier científico. Hoy en día estamos muy sensibilizados respecto a que ninguna persona puede “saberlo todo”, ni siquiera en una subdisciplina delimitada. Se comienza a estudiar algo, pero no se llega a un fin; constantemente se descubren más campos de investigación. La especialización ha avanzado mucho: un psiquiatra no sabe casi nada de oftalmología, un historiador que conoce a fondo el siglo XVI apenas tiene idea del siglo XVII. Los biólogos escriben tesis sobre el pico del petirrojo, y no conocen la cola. Todo esto no tiene importancia, pues tenemos una mente limitada. Sólo que hoy volvemos a ser conscientes de ello, o al menos mucho más conscientes que durante las últimas décadas de fe ciega en la ciencia.
¡Y Sócrates es tan actual! No dijo sólo: “Sólo sé que no sé nada”, cosa que podemos comprender muy bien en nuestros tiempos. También afirmó: “Jamás he sido el maestro de nadie”. Quería indicar con ello que no es posible dividir la humanidad en dos “clases”: “los que saben” y “los que no saben”, el sabio y el necio. Todos estamos buscando la verdad, ninguno la posee completamente. Cada uno puede aprender de los demás.
Hoy en día tenemos una sensibilidad especial para estas relaciones. El que intente darse por alguien que lo sabe todo, queda realmente en ridículo. Ya no puede impresionar a nadie. Nos hemos vuelto escépticos ante las construcciones sistemáticas. Hemos visto cómo se derrumbaron, de la noche a la mañana, sistemas ideológicos gigantescos. Al mismo tiempo presenciamos cómo se tambalean un sinnúmero de tradiciones fundamentales de la cultura occidental. No hace falta deprimirse ante esta situación. Sufrir de vez en cuando algunas conmociones fuertes, puede ser, incluso, beneficioso para una persona y para toda una sociedad. Una crisis no es una catástrofe. Puede servir para volver a tomar conciencia de los propios fundamentos. Se trata de una oportunidad para transformarse más conscientemente en alguien que busca, que adopta la actitud filosófica. Es probable que así reconozcamos, cada vez más claramente, lo necesario que es cambiar de forma de pensar en determinados ámbitos.
IV. Desafíos y libertad
Filosofar significa, en cierto modo, apartarse del mundo laboral. Este paso trascendente no sólo es condicionado por el origen, sino ante todo por la meta que consiste en adquirir, en la mayor medida posible, conocimientos acerca del sentido de nuestro mundo. Se basa en la creencia de que la auténtica riqueza del hombre no está en saciar sus necesidades cotidianas, “sino en saber ver aquello que existe”[20].
En este sentido, la filosofía no está reservada a los especialistas. Se podría decir que es un don y una tarea para toda persona. Por consiguiente, tendría que ser lo más normal del mundo comenzar conversaciones filosóficas, no sólo en la Universidad, sino también en las calles y en pleno centro de la ciudad. Pero ahí nos damos cuenta de algo curioso que, por cierto, se puede observar en todas las épocas y en todas las sociedades: ¡los filósofos, muy frecuentemente, son unos marginados! En este mundo del dinero y del éxito puede ocurrir incluso que inspiren en los demás un sentimiento de pena o de incomprensión.
Hemos visto que la filosofía, por su naturaleza, no es algo “comercializable”; se opone al mundo laboral. Por eso, muchas veces, tiene el estigma de lo raro, de ser un mero lujo intelectual, que tal vez se pueda tolerar, pero que también es ridiculizado. Con frecuencia, el filósofo no tiene los pies sobre la tierra. Admira el cielo estrellado, el diente de león y el mosquito. A veces lo hace por necesidad, por no poder soportar el mundo de lo cotidiano. Xantipa hacía que su hogar no fuera acogedor, y entonces Sócrates se subió al tejado de la casa, pues mirar el cielo estrellado era más atractivo… Pero si se mira al cielo, se puede llegar a andar por las nubes. Es, por decirlo de alguna manera, la “enfermedad profesional” del filósofo.
Existe, realmente, una cierta problemática: el filósofo, con suficiente frecuencia, no ve el mundo cotidiano. Mira al cielo ─¡pero nadie puede vivir así constantemente! No somos espíritus puros. Tenemos un cuerpo, y hemos de comer, beber y dormir. Necesitamos un techo y una seguridad social. Con otras palabras, no nos basta sólo el “cielo estrellado”, sino también se requiere un espacio protegido, un hogar. También nos hace falta un entorno familiar, lo concreto, sentirnos acogidos y acompañados. Si todo el mundo se dedica a mirar el cielo estrellado, la vida se vuelve inhóspita. Cuando me duele la cabeza no quiero que nadie se quede mirándome, sin hacer más que admirarse y filosofar sobre “el mal de la enfermedad”; ¡deseo que me dé un analgésico! También es cierto que, sin la base material que hace posible la existencia física, nadie puede filosofar. Es difícil meditar sobre el mundo en su totalidad, cuando se está construyendo una casa, se tiene un pleito o se están preparando unos exámenes importantes; y mucho menos, si se está apremiado por el hambre o bajo los efectos de una enfermedad dolorosa.
La admiración no concede habilidades ni aumenta el sentido práctico, antes bien, admirarse significa “conmoverse”. Pero nadie puede pasarse la vida en la pura contemplación de la verdad. Pues el hombre no puede vivir, a la larga, tan sólo del sentirse conmovido. De hecho, al encontrar la verdad, surge el deseo de transmitirla; así puede nacer la figura del profesor de filosofía o del escritor filósofo.
De los comienzos (conocidos) de la filosofía occidental, nos es transmitida una anécdota bastante significativa: como Tales de Mileto paseaba contemplando el cielo, en una ocasión se cayó en un pozo. Una criada que fue testigo del hecho, se rió a carcajadas. Platón advierte al respecto: “El filósofo suele ser siempre de nuevo motivo de risa, no sólo para las criadas, sino para mucha gente, porque él, ajeno a las cosas del mundo, se cae en un pozo y se topa con muchos más apuros”[21]. Este es el dilema del filósofo: vive en un mundo en el que sus coetáneos se orientan por aspectos pragmáticos como el dinero y el éxito; él, en cambio, se dedica a algo que se opone diametralmente a las ambiciones de estas personas, o al menos se puede decir que se dedica a algo que no es “útil”, no es “práctico”.
Lo que no es “útil”, no suele tomarse en serio. Pero esto sólo es un aspecto (el negativo) de la imposibilidad de ser comercializado. El lado positivo es la libertad que supone. Por un lado, la filosofía es inútil en el sentido de uso y aplicación directos. Por el otro, la filosofía se opone a ser utilizada, no está disponible para objetivos que estén fuera de ella misma. La filosofía no es “sabiduría de funcionario”, sino ─como dijo John Henry Newman─, “sabiduría de caballero”[22]; no es sabiduría útil, sino sabiduría libre.
Muchos se ríen del filósofo, pero él es libre. Por supuesto, es consciente de su situación, pero no le importa, ya que es independiente de lo que otros piensen de él. Platón, además, da la vuelta a la tortilla: los demás (“los hombres del dinero”) también se exponen al ridículo precisamente al perseguir unos objetivos tan poco nobles. Y cuando se trata de cuestiones esenciales, no saben qué decir, y entonces es cuando les toca reírse a los filósofos[23].
El concepto de libertad significa aquí, como hemos visto, la no disponibilidad para objetivos concretos. El acto de filosofar es libre en la misma medida en que no se remite a algo que esté fuera de él. Es “un quehacer lleno de sentido en sí mismo”[24].
Se ve otra vez que el filósofo se parece al amante: tampoco es posible amar a una persona ¡para conseguir algo! Necesitamos médicos para diagnosticar enfermedades, necesitamos albañiles para construir casas, pero ¡no necesitamos filósofos para nuestras necesidades inmediatas, y tampoco para justificar nuestras acciones! Si un estado necesita filósofos para avalar la propia política, entonces la filosofía será destruida. Por el contrario, sí, los necesitamos para que nos ayuden a comprendernos a nosotros mismos, y a los demás.
Un filósofo, por tanto, suele vivir como un inconformista, a veces como un marginado, y puede ser considerado como un loco. Es alguien que no se deja engatusar, ni utilizar para unos objetivos estrechos, por ejemplo, para suministrar la ideología adecuada a un régimen totalitario. A la vez, está lleno de añoranza por la verdad. Su meta es captar los fundamentos de la existencia, y sabe que sólo lo conseguirá de manera muy imperfecta, aunque su esfuerzo sea muy grande. No es tanto una persona que ha conseguido con éxito elaborarse un concepto del mundo bien redondeado; es más bien alguien que está ocupado en conservar viva cierta pregunta, la que se refiere al último porqué de el todo de la realidad[25]. Sin duda se podrán encontrar una serie de respuestas provisorias a esta pregunta, pero nunca se podrá encontrar la respuesta definitiva. Es por esto por lo que debemos estar dispuestos a plantearnos esta pregunta constantemente y durante toda una vida. Darse por vencido, resignarse, porque nunca se va a encontrar la verdad en su totalidad, darse por satisfecho con cualquier solución que sólo puede ser provisional, y desistir de seguir preguntando, es señal de haberse convertido en un aburguesado. Filosofar significa precisamente la experiencia de que nuestra vida cotidiana, condicionada por objetivos existenciales directos, por supuesto es importante y necesaria, pero no basta: se puede y se debe conmocionar de vez en cuando por la pregunta inquietante por el sentido del todo.
V. Una meta que abre nuevos horizontes
La capacidad de admirarse forma parte de las máximas posibilidades de nuestra naturaleza. Nos ayuda a darnos cuenta de que el mundo es más profundo, extenso, misterioso, bello y diverso de lo que le parece al entendimiento cotidiano. De la admiración nace la alegría[26], afirma Aristóteles. Esto expresa también el dicho castizo “tomarse las cosas con filosofía”: no significa tomarse las cosas con resignación, ni con gravedad, sino tomárselas alegremente. Pieper habla de la “intrínseca esperanza de la admiración”[27].
La persona que se admira no se queda encerrada en su pequeño mundo. Boecio escribió en la cárcel, y en aras de la muerte, su célebre libro “Consolación de la filosofía”. El enfoque interior de la admiración mantiene vivo el conocimiento de que la existencia es incomprensible y misteriosa, pero que también está llena de sentido. Y en la medida en la que se descubre el sentido de la propia existencia, puede experimentarse una felicidad profunda.
Cuando uno se dedica a la filosofía, se va acercando a la iluminación de la realidad. Y, aunque se alcance la verdad sobre la existencia, el hombre y el mundo, siempre se podrá profundizar más, ¡porque el saber cerrado y la filosofía se excluyen! (No se dan “recetas” en filosofía). Pues mientras más profunda y extensa se hace la comprensión, más aplasta la visión del campo inmenso de lo que aún queda por comprender. Por eso, el comienzo y el final de la filosofía están caracterizadas por el escuchar a la realidad, el silencio, la “contemplación”. El filósofo griego Anaxágoras respondió a la pregunta de para qué estaba en la tierra con estas palabras: “Estoy en la tierra para la contemplación del cielo y del orden del universo”[28]. Se puede considerar como una respuesta religiosa.
Finalmente, la filosofía prepara y libera al hombre para la experiencia de Dios. Le hace capaz de “trascender” nuevamente. Desemboca en una verdad mayor, en la teología. Aristóteles no dudó en calificar la filosofía como “ciencia divina”[29]. Y Wittgenstein, que tenía una cierta visión mística acerca del sentido de la vida, pudo afirmar: “El filósofo pregunta por el sentido. Sólo si se cree en Dios, se descubre que la vida de hecho tiene sentido”[30]. Se puede descubrir un mundo cada vez más extenso y profundo. Pero tampoco entonces se encuentran “soluciones fáciles” o “soluciones hechas” para las grandes preguntas de la vida y, menos aún, sistematiza-ciones. Cuanto más se conoce el mundo, tanto más se percibe su carácter misterioso.
La filosofía, pues, se encuentra camino de una meta que nunca alcanzará por sus propios medios. “Sentimos que, aunque todas las preguntas científicas estuvieran contestadas, aún no habríamos tocado nuestros problemas existenciales”[31], dice Wittgenstein. Si comparamos la filosofía con la teología, aquélla sólo puede llegar a un conocimiento muy limitado. “Pero este poco que se gana con ella, no obstante pesa más que todo lo demás que se conoce por las ciencias”[32], afirma Tomás de Aquino. Por lo tanto, sólo se puede invitar a toda persona de buena voluntad a ser un filósofo, aún ante el peligro de ser considerado por nuestra sociedad consumista como un extraño, un inconformista o “loco”. Al fin, nos pueden animar las palabras de un autor contemporáneo: “Quien jamás tuvo un ataque filosófico, pasa por la vida como si estuviera encerrado en una cárcel: encerrado por prejuicios, las opiniones de su época y de su nación”[33]. Quien no piensa por su propia cuenta, no es libre.
Jutta Burggraf
Notas
[1] JUAN PABLO II: Encíclica Fides et Ratio, n. 30.
[2] Cf. Jakob BRUCKER: Kritische Geschichte der Philosophie, von der Wiege der Welt an bis zu unserem Zeitalter, cit. en Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, 25ª ed., München 1995, p.11.
[3] Hans SCHOLL: Diario de Rusia, inscripción del 22.8.1942.
[4] Feodor M. DOSTOIEVSKI, cit. en Anselm GRÜN: 50 Engel für das Jahr, Freiburg–Basel–Wien 2000, p.53.
[5] Ludwig WITTGENSTEIN, cit. en Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe,cit., p. 293.
[6] Ludwig WITTGENSTEIN, cit. en Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p.294.
[7] Josef PIEPER: Was heisst philosophieren? 4ª ed., München 1959, p. 12.
[8] Martin HEIDEGGER: Einführung in die Metaphysik, Frankfurt/M. 1983, p. 9. A la vez, la filosofía es sumamente “útil” para ayudarnos a comprender el mundo.
[9] Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p. 29.
[10] TOMÁS DE AQUINO, cit. en Josef PIEPER: Was heisst philosophieren? cit.
[11] Cf. Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p. 13 y 90.
[12] Johann Wolfgang von GOETHE: Gespräche mit Eckermann, 18–II–1829.
[13] TOMÁS DE AQUINO: Summa theologiae I, q. 76 a.5 ad 4.
[14] Cf. Josef PIEPER: Verteidigungsrede für die Philosophie, München 1966, p. 97.
[15] Johann Wolfgang von GOETHE: Brief an Zelter, 27.10.1827.
[16] Josef PIEPER: Verteidigungsrede für die Philosophie, cit., p. 52.
[17] Cf. ibid. p.53.
[18] ibid., p. 54.
[19] Cf. ibid., p.48.
[20] Josef PIEPER: Was heisst philosophieren? cit., p. 33.
[21] PLATÓN: Theaitetos, 174.
[22] John Henry NEWMAN: The Idea of a University. Discourse V, 5.
[23] Cf. Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p. 14.
[24] Josef PIEPER: Verteidigungsrede für die Philosophie, cit., p. 46.
[25] Cf. Josef PIEPER: Philosophie. Kontemplation. Weisheit, Einsiedeln–Freiburg 1991, p. 54.
[26] Cf. ARISTÓTELES: Retórica 1,2.
[27] Josef PIEPER: Was heisst philosophieren? cit., p. 73.
[28] Cf. ARISTÓTELES: Ética eudémica 1,5; 1216a 15.
[29] ARISTÓTELES: Metafísica, 983a.
[30] Ludwig WITTGENSTEIN, cit. en Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p. 296.
[31] Ludwig WITTGENSTEIN, cit. en Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p. 296.
[32] TOMÁS DE AQUINO: Comentario a la Metafísica 1,3.
[33] Bertrand RUSSELL, cit. en Wilhelm WEISCHEDEL: Die philosophische Hintertreppe, cit., p. 287.
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