2. La cultura o el arte forzado de Kant
Como es sabido, Kant quiere rectificar también algunas tesis ilustradas y el exceso de empirismo en el tratamiento de los principios de la conducta humana. La brillantez del ideal de autonomía moral que defiende, saca a la luz los puntos débiles de la tesis de Herder; por un lado, el hombre depende inexorablemente de la tradición y del destino, es decir, de una cadena en la que las formas de humanidad se encaminan a una perfección desconocida para el agente individual; por otro y como consecuencia de lo anterior, el ideal de formación de la humanidad no ofrece un marco suficiente que impulse y satisfaga plenamente la aspiración a la propia identidad. Aunque Herder aprecia lo individual en el devenir de la historia, en su teoría de la cultura se echa de menos una fenomenología del espíritu, que muestre cómo el ideal de formación se realiza efectivamente en el hombre existente a través de la conciencia personal que acompaña la actividad de autodevenir.
En cierto modo parece que la cultura, y con ella la idea de humanidad, vive en el hombre concreto. Los anhelos personales de felicidad y plenitud vital están supeditados al destino que coloca al ser humano en esta o en aquella situación. Herder ha puesto en juego la tesis de la autorrealización y de la dimensión expresiva de la misma que suaviza la impronta de lo general en la existencia individual. La plena realización, como hemos señalado, convoca necesariamente todas las facultades humanas (el sentimiento, la imaginación, la personalidad, la razón, etc.) en la unidad propia de un ser vivo: cada ser concreto. Se plantea así un difícil equilibrio entre las aspiraciones individuales y la subordinación a su papel de eslabón en la cadena de la formación de la humanidad. La inmersión en la cadena de la cultura desdibuja el aspecto subjetivo de la libertad, es decir, la conciencia de la misma que va inseparablemente ligada a la singular dignidad del hombre.
Aquí es donde se separa radicalmente la postura de Kant que, como es sabido, está dominada por la concepción de la libertad como autonomía. Apenas hay discrepancias en lo que refiere a la definición del hombre desde el punto de vista de su naturaleza: el hombre es racional y, por consiguiente libre; como individuo y como especie se autoproduce mediante la acción. Sin embargo, mientras que Herder identifica la autoproducción histórica del hombre como tal con la cultura, Kant entiende por ésta únicamente el desarrollo y educación de la natural dotación racional. Como concluye Heinz acertadamente, esta diferencia resulta del monismo o dualismo que perfila la imagen del mundo en cada uno [26].
Kant discute la tesis central de Herder, según la cual el hombre es esencialmente culto, o naturalmente cultivado porque, entre otras razones, implica un significado único del concepto de cultura que se realiza siempre en formas diferenciadas y no contiene un juicio de valor sobre ellas. La teoría de la cultura de Herder incluye necesariamente una referencia a las producciones que, como he señalado, inmediatamente son bienes: presentan la unidad de razón y naturaleza, el armonioso señorío del espíritu sobre la conformación natural, primero en el propio cuerpo, y después en el mundo exterior. Lejos de esta concepción del hombre se encuentra la antropología kantiana dominada por la estricta incomunicabilidad de los dos mundos a los que pertenece el ser humano. Precisamente la idea de autonomía, tan característica de la ética crítica, suple la pérdida de eficacia que lleva consigo esa doble actividad. De la misma manera, según Kant, la cultura ha de estar al servicio de la carencia de racionalidad de la dotación natural, una tarea menos relevante que la de ofrecer imágenes de humanidad capaces de generar lo auténticamente humano en todo hombre.
En esta línea debe entenderse la definición de cultura que recoge el parágrafo 83 de la Crítica del Juicio: cultura es la producción de la aptitud de un ser racional para cualquier fin en general [27]. Las disposiciones naturales prometen una vida racional, pero es preciso despertarlas y conducirlas de tal modo que capaciten al hombre para realizar lo específico de un ser que se define como fin final. Kant habla de cultura en otros sentidos, pero todos ellos coinciden en tratar de rectificar la conformación natural del ser humano, hasta que la acción del espíritu racional pueda traspasarla sin resistencia ni obstáculo alguno. La producción de la idoneidad para fines representa la máxima contribución de la naturaleza; con todo, no deja de ser una perfección meramente subjetiva al servicio de la facultad capaz de formular dichos fines. Ciertamente, la razón no conoce límites en su poder de ampliar las reglas y objetivos que persigue el hombre con todas sus fuerzas [28]. Sin embargo, ese poder debe ser ejercitado mediante una práctica necesaria y, al mismo tiempo, libre. La pregunta que surge inevitablemente es cómo puede ejercitarse la aptitud para cualquier fin, sin que la facultad racional se ponga fines. Por otro lado, si la producción de la aptitud es inseparable de los fines que la favorecen, en cierto modo, estos deben permanecer con la aptitud ya producida.
El carácter mediador de la cultura, según la definición de la Crítica del Juicio, permite reconocer que ésta no es inmediatamente un bien; esta apreciación se advierte también en el ensayo, Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita. Allí Kant parte del argumento según el cual el hombre, aunque tiene una inclinación a formar sociedad, sin embargo, igualmente presenta una resistencia a la misma. Este antagonismo se condensa en la expresión, la insociable sociabilidad de los hombres (ungesellige Geselligkeit). La cultura, precisamente, es fruto de esa insociabilidad; pues opera como una forma de constreñimiento de la naturaleza [29]. La sociedad y las formas culturales que la vertebran son inevitables, pero frente a Herder, Kant señala que no son necesariamente humanizadoras; ellas nos civilizan, pero, falta mucho todavía para que podamos considerarnos moralizados. Todo lo bueno que no está empapado de un sentir moralmente bueno es pura hojarasca [30]. Para hablar de moralidad, no basta con afirmar el impulso originario a autoproducirse, sino que la forma que el hombre se da a sí mismo, de algún modo, debe ser también producción propia.
El relato kantiano del paso del estado de naturaleza al de cultura o libertad no tiene una única dirección, como en el caso de Herder, hacia la cultura. Al contrario, a juicio de Kant, se trata de recuperar la posición perdida, una legalidad espontánea, natural, que tras el paso por la cultura es ya eminentemente moral.
Al abandonar la tutela de la naturaleza por una caída, el hombre pasa al estado de libertad, es decir, comienza a regirse por la razón. La historia de la libertad es el intento de suplir una pérdida: el orden que la naturaleza impone sin violencia a las criaturas. Se trata también del tránsito de la pura criatura animal a la humanidad. Desde el punto de vista de la especie, Kant considera que este paso significa un progreso; el individuo, en cambio, sufre porque la razón ordena únicamente mediante mandatos y éstos provocan las transgresiones. Y de este modo la misma bondad que busca la razón es fuente de infelicidad. Dicho de otro modo, con la historia de la libertad, obra del hombre, aparece la cultura, pero ésta genera una contradicción ineludible de la naturaleza con la especie humana [31].
La influencia de Rousseau en este punto es clara. Pese al antagonismo que causa dolor al género humano, Kant entiende que la naturaleza sabe mejor lo que conviene al hombre y, por eso, le fuerza a entrar en ese estado de antagonismo que se produce entre la libertad plena individual y la limitación de la misma. La insociable sociabilidad, debe culminar en el logro de una libertad bajo leyes exteriores que, sin embargo, sean perfectamente justas. La cultura es, por tanto, un arte forzado que sirve al desarrollo del plan secreto de la naturaleza [32]; en modo alguno es la responsable de la realización de la humanidad. Esta tarea corresponde a la naturaleza, en cuanto dotada de razón y libertad. Las tensiones inherentes a la cultura son un reflejo de la doble ciudadanía del hombre; por un lado, pertenece al mundo de lo sensible en virtud de su especie y, por otro, se reconoce más plenamente como ser moral. La cultura se orienta a una forma perfeccionada del ser natural del hombre y, en ese sentido, es medio para la realización moral que sólo se alcanza racionalmente. Ella no desemboca por sí misma en la moralidad (Sittlichkeit).
En otras palabras, la altura de una libertad radical coincide con una libertad plenamente racional, pues sólo ésta es capaz de acompasar la acción voluntaria (el libre arbitrio) al ritmo de la tarea formadora que lleva a cabo la naturaleza. Por ello, la acción auténticamente libre reclama la independencia absoluta de toda inclinación, de todo condicionamiento, incluso de las buenas costumbres que también Herder considera formas deficientes, aunque inevitables, de humanidad.
Una libertad así debe ser entendida como espontaneidad pura que se da la ley a sí misma. De este modo la razón práctica kantiana pretende reconciliar la universalidad del bien moral (la humanidad), es decir, su ejemplaridad que atrae bajo la forma de ley racional, y la libertad que es garantía de la autenticidad y responsabilidad moral de la acción. La libertad es la razón de ser de la ley moral, afirma Kant en un conocido pasaje de la Crítica de la razón práctica [33], mientras que la moralidad da a conocer la libertad radical que prepara la verdadera humanidad.
Se trata lógicamente de una humanidad que se identifica con la forma superior de moralidad y, por tanto, se acomoda plenamente a su ideal de la autonomía. El curso histórico de las formas de vida, es decir, la cultura no cumple una misión decisiva en la manifestación de la humanidad. Pues, para su realización, es más decisiva la autenticidad del origen que su contenido. La razón, que participa de la doble virtud de ser íntima y universal, es superior a la tradición como fuente de conocimiento y, frente a ésta, asegura una libertad ilimitada.
3. De la expresividad de la cultura a la autenticidad como criterio moral de la acción
Las dificultades que plantea la ética kantiana son detectadas también por la generación romántica que está formada, entre otros, por Schleiermacher, los hermanos Schlegel, Schelling, Novalis, Humboldt, Tieck, etc. y domina la vida cultural en torno a 1800. Ellos advierten que la autonomía o acto supremo de la libertad absoluta es posible sólo en su confinamiento en la conciencia; ni puede ni quiere interferir el curso de los fenómenos. De este modo se abre un margen sin límites a la consideración analítica tanto de las conductas y procesos sociales, como del comportamiento. La libertad es una quimera y la descalificación moral de la inclinación y de las tendencias propias de la naturaleza humana conduce únicamente al rigorismo del deber. Pues, ¿cómo podría determinarse la voluntad libre en un sentido racional, si no es por el imperio de la ley?
En la medida en que Kant propone la desvinculación de las formas culturales y la captación puramente racional de la ley como signos de la voluntad buena, se hace más visible la amenaza de la instrumentalización social o de la implantación de prácticas sociales que persiguen objetivos externos a los que ellas mismas realizan. La tesis de Herder, en cambio, afirma una humanidad como naturaleza propia del hombre que, por ello, es anterior a la razón especulativa. La imagen oscura que se encuentra en cada hombre es la responsable última de los criterios para la acción y, como hemos visto, esa imagen debe ser apoyada mediante la educación en la tradición.
Pues bien, las dos herencias de esta primera rectificación a la ilustración, la de Herder y la de Kant, son asumidas en el romanticismo como anhelo de una libertad radical en términos de autonomía y como aspiración a una plenitud expresiva en la naturaleza [34].
No es preciso insistir en que el ideal de autorrealización y la dimensión expresiva de la acción son incompatibles con la noción kantiana de deber; este último indica siempre lo que no es, pero se conoce, mientras que una cultura entendida como culminación de la naturaleza manifiesta realmente aspectos todavía desconocidos. En la misma medida en que la acción libre es expresiva se advierte su provisionalidad; en cambio, la ley moral racional es definitiva. Aparece de nuevo el carácter relativo de toda cultura que no significa necesariamente un relativismo.
En el planteamiento romántico, ausente el concepto de deber y rechazada la prioridad de las leyes morales, el acierto moral de la acción libre expresiva se apoya principalmente en la inclinación natural del hombre a la moralidad y a la libertad. El sentimiento pasa a ser la facultad superior. Así pues, de ambas aportaciones, la libertad absoluta y la autorrealización, resulta una peculiar concepción de la moralidad de los actos humanos que sitúa en un segundo plano la cuestión de la universalidad de las normas o criterios morales o su contenido.
Conviene recordar aquí que Kant ha introducido un elemento perturbador en el discurso ético, al afirmar que la voluntad buena es buena sólo por el querer [35]. En otras formulaciones semejantes identifica la acción buena con la que sigue el deber. Querer y deber son dos verbos que significan la espontaneidad incondicionada, es decir, la voluntad que se mueve a sí misma al darse la ley. La única fuente de moralidad está en la libertad como autonomía, es decir, en una razón pura práctica. Según esto, Kant no podía sentirse molesto ante la acusación de proponer una ética meramente formal, pues esto último refleja plenamente la identificación de la espontaneidad y la moralidad. (El desinterés por el problema del mal o por las condiciones del error práctico se corresponde con una teoría moral que prima la espontaneidad de la acción).
La joven generación romántica advierte el engaño de una libertad absoluta e íntima, pero acepta la superioridad de la autonomía sobre el sometimiento a la cadena de la tradición. Como hemos visto, la unidad expresiva entre hombre y sociedad que propone Herder significa, por un lado, la conciencia de la inevitable contribución de la cultura a la perfección moral del hombre concreto y, por otro, la eficaz humanización que resulta de la inclinación natural a autoproducirse a través de las acciones que crean formas y costumbres con un valor universal.
¿Cómo hacer compatible esa unidad expresiva al servicio del progreso moral del género humano con la libertad y autenticidad que promete la autonomía? La respuesta está en el ideal de autoformación. Los pensadores románticos proclaman como un nuevo lema revolucionario el viejo consejo griego: ¡conócete a ti mismo! Cada uno debe llegar a ser quien ya era. La categoría moral suprema consiste en encarnar de modo propio la idea de humanidad. La libertad que hace posible la autoproducción y la autonomía se da a conocer en la acción vital, manifestativa de una identidad que deviene consciente y que, por tanto, constituye al individuo sólo al naturalizarse, es decir, al exteriorizarse. La acción libre es formadora en un doble aspecto; por un lado, forma al agente individual y, por otro, forma al mundo [36]. El ideal de la Bildung, tan característico de ese periodo de la historia alemana, recoge ambos efectos: la autorrealización y la creación de formas de vida impregnadas de un sentido que procede de la intimidad humana (autonomía).
La actividad libre permite entender la vida como un todo cuyos momentos o partes sirven a la unidad máxima de un ser espiritual que existe temporalmente; el hombre es un quien y no un caso de una categoría general. La unidad que le corresponde es la del autoconocimiento o identidad personal, que deviene consciente en la misma medida en que crea el mundo humano, la cultura con sus formas de vida, instituciones, costumbres, sistemas de conocimiento, etc.; es decir, se hace consciente por el reflejo que de ella ofrecen las creaciones humanas. El espíritu encuentra su imagen en las mil y una formas de la realidad conformada por el hombre.
El movimiento romántico adopta sin reservas la tesis de Herder según la cual la realidad del ser humano se constituye en la existencia. De una manera fundamental el hombre es autor de sí mismo, aunque no del todo, como lo muestra la necesaria interacción, por un lado, con las formas de vida tradicionales que ya no constriñen y, por otro, con otros hombres. La autoexpresión exige la exterioridad o mundanidad de la acción tanto como el sentido y la espontaneidad libre; en el contraste se hace comunicable el saber del hombre sobre sí mismo y, por tanto, ganancia para todo el género humano. Como la obra de arte revela algo único y, al mismo tiempo, universal que cualquier receptor o espectador puede reconocer, las acciones libres, aquéllas que proceden del impulso natural y espontáneo a realizar personalmente la humanidad, expresan peculiarmente algo universal que otros hombres –siguiendo el mismo ideal– reconocen como semejante y apropiable.
El optimismo que respira esta tesis antropológica se advierte rápidamente; pues exige que “la inclinación básica natural del hombre tienda espontáneamente a la moralidad y a la libertad. Además, como el ser humano es un ser dependiente de un orden general de la naturaleza, es necesario que todo este orden que hay dentro y fuera de mí tienda a realizar una forma que pueda unirse con la libertad subjetiva” [37]. Esa inclinación originaria a la libertad como autorrealización, crea la cultura y la acredita como un bien en sí misma; en la medida en que soporta la tarea de perfección o plenitud humana, es anterior a toda verdad que el hombre pueda conocer y de ella como bien en sí depende todo valor.
Ciertamente, esta antropología se sostiene con una fuerte inyección de panteísmo y ciertas dosis de misticismo que confirmen la posesión sentimental de esa unidad de opuestos que es la humanidad en cada individuo (entre ser y no ser del todo). El sentimiento informa subjetivamente de la sintonía entre lo que se es y se desconoce, y lo que se manifiesta al actuar. En consecuencia, se conduce la vida como una obra de arte cuya plenitud expresiva, esto es, la verdad que encarna, exige la contribución de todas las partes o momentos; su sentido está en el todo.
De acuerdo con esto, la visión atomista de la sociedad, su instrumentalización y el utilitarismo moral no sólo son errores teóricos, sino que producen un notable perjuicio moral, puesto que impiden la plenitud vital, a la vez que destruyen los bienes sobre los que se asienta la verdadera comunidad de hombres libres. La rectificación del signo racionalista, operada por el romanticismo, incluye, además, la defensa de un método nuevo, adecuado a la realidad del mundo humano. Como fruto de la comprensión de la cultura como la génesis del hombre a través de la libertad se propone un conocimiento desde dentro: comprender (Verstehen). Las formas de vida son comprendidas plenamente en la medida en que se hacen visibles como configuraciones de una nueva naturaleza espiritual, una naturaleza humanizada. La tarea pendiente es superar la extrañeza mediante el conocimiento de las condiciones de la creación de esa segunda naturaleza o cultura; sólo entonces será posible una armonía del hombre con el mundo histórico no de modo natural o inconsciente como en el mundo antiguo, sino con la plena consciencia que culmina en el conocimiento de sí mismo [38].
Así se entiende que con frecuencia se considere al siglo XIX el siglo del Verstehen, es decir, del comprender como método de métodos; su alcance asegura la recuperación de un ámbito de la realidad cuya consistencia no es en absoluto independiente de la captación de su sentido. El mundo no es un concepto empírico, pero menos todavía es algo “ahí fuera” del sujeto. La creciente conciencia de la capacidad configuradora de la acción humana y, al mismo tiempo, el hecho de que sea la cultura la que hace posible una idea de la naturaleza y, por tanto, hace vivible la vida humana, todo ello sitúa el concepto de mundo en la primera línea de los intereses especulativos de una generación tan moderna como la del romanticismo.
Esta generación anticipa una sociedad cada vez más amplia, formada por aquellos seres humanos que, elevados a la altura de los conocimientos e inquietudes de su época, no buscan su reconocimiento e identidad en el origen social o en los vínculos familiares, políticos, ni tampoco en las formas de vida tradicionales. Antes bien, entienden su capacitación intelectual como la acreditación de su pertenencia al conjunto de ideas, modos de acción y expresión, es decir, a la historia de la humanidad en las formas de la cultura y en el saber vivo y transmitido. La comunidad en un mismo sentir a través de la asimilación de las formas de vida funda un tipo de sociabilidad en la que los vínculos entre los hombres no están marcados por las pautas de la mera naturaleza. Se trata de una sociabilidad que debe ofrecer las condiciones para el ejercicio de la propiedad esencial del ser humano confirmada por la historia y la cultura: la libertad originaria de la existencia humana.
Los pensadores románticos intuyen que la libertad entendida con esta radicalidad no es una propiedad de la voluntad cuya supresión afecta sobre todo a la calificación de los actos morales. La libertad encierra el misterio de la peculiar situación del ser humano: señalado como un ser consciente, personal con quien Dios habla y, en la misma medida, formando parte de un género al que debe no sólo su generación biológica, sino sobre todo la humanidad, es decir, su génesis como ser humano. Precisamente en la intersección de lo estrictamente individual y la subordinación a lo genérico nace una sociabilidad superior que reclama su condición de posibilidad en la pensabilidad del mundo como organon vivificado por la acción individual, al mismo tiempo que como expresión y lugar de encuentro para la subjetividad libre en virtud de su capacidad de realizar algo racional.
Es fácil reconocer la pervivencia de ese ideal en la mentalidad contemporánea; la aspiración a la realización libre y personal es un factor de identificación social fundamental. A este ideal se debe en buena medida la permanente contestación de prácticas e instituciones que dificultan el logro de la auténtica modernidad social. En cierto modo, la tensión deriva de que no se ha destacado suficientemente que la cultura es razonable, además de expresiva. Mientras que para Herder no hay duda de la superioridad de la razón en la configuración orgánica y espiritual del ser humano, para sus sucesores la razón no es la facultad refleja por excelencia, aquélla que aprecia la corrección de los contenidos de la acción, sino que el sentimiento de autoactividad se arroga el criterio último de la corrección de la acción. Por eso, con los matices propios de cada pensador, los románticos alemanes consideran que el arte es la forma más elevada de la razón; con otras palabras, que el acto supremo de ésta es un acto estético. Es preciso notar que contribuyen indirectamente al olvido de la ética como producción de bienes que ellos mismos han recuperado de Aristóteles. Como hemos visto, en el sentir de Herder, el alcance moral de la cultura no procede únicamente de su condición artístico-poética, sino también de su valor educativo y formador del género humano. Pero esto último pone en un plano de igualdad el hallazgo de formas razonables, correctas, de humanidad y la acción autocreadora. La búsqueda de la identidad personal es inseparable de la contribución a la cultura humanizadora.
Desde la perspectiva que ofrecen estos problemas, se advierte que la prosecución natural del romanticismo es precisamente la que se ha dado históricamente: una filosofía de la vida que acoge en su seno el procedimiento hermenéutico. En la misma medida en que las tesis románticas destacan la idea de mundo frente a los conceptos de naturaleza, realidad y, sobre todo, frente al de objetividad claramente de menor alcance que aquél primero, transforman también el concepto de sujeto. Ante el mundo como la esfera de reconocimiento del yo, no puede situarse ya un sujeto trascendental, una mera unidad de unidades cuya eficacia estriba en su necesidad y transparencia. El sujeto, mejor dicho, el yo se interpreta en las formas que acoge, recrea y renueva. El dinamismo hermenéutico parece adaptarse bien a la ineludible tarea del yo, llegar a ser quien era, mediante la instancia superior de conocimiento, llamada conciencia.
La jerarquía de las verdades que encuentra el ser humano en su entorno cultural es trastocada por la posición de privilegio que reclama la verdad sobre el propio ser: autenticidad es el lema del comportamiento moral. Esa verdad, sin embargo, está sometida a una permanente transformación y refutación por el mismo yo que, de este modo, no sólo se afirma como no-sustantivo, sino que también denuncia la escasa consistencia de lo mundano; la provisionalidad se instala tanto en las formas de vida como en la cada vez más frágil identidad personal.
Abandonado el sueño romántico de lograr una autointuición capaz de superar la limitación y provisionalidad de las mediaciones por la pura inmediatez, la vuelta a una idea de finitud ilimitada ofrece al comprender, y con ello a las ciencias históricas (o del espíritu), el papel estrella en la representación antropológica contemporánea. Prueba de ello es que las ciencias histórico-sociales, desde su inicio, abanderan una modernidad madura que resiste al empirismo científico y mantienen frente a éste una disputa sobre los métodos que operan con la virtualidad de las ideas clásicas. Desprendidas de la fe ciega en la congruencia entre las realizaciones del espíritu y la naturaleza y en el papel singular del hombre en el mundo natural, oscilan entre un exposición idealizante y una exposición objetivista de la realidad humana. Según la primera, las formas de la cultura constituyen un reino con reglas y vida propia cuya función principal es la de atraer y orientar la acción individual que las sostiene; lo formal de la cultura reúne una cierta universalidad a la vez que existe sólo en la vida individual, en esa medida es entendido como manifestación de lo humano. De acuerdo con la visión objetivista, los procesos sociales y las constantes que en ellos se reconocen pueden ser medidos y examinados como cualquier proceso físico. No revelan un sentido que el hombre descifra vitalmente, sino que acontecen como fruto de factores determinados cuyo reconocimiento y control aseguran una eficacia en la reforma de los procesos no deseados. Esta tendencia de las ciencias sociales se acerca mucho a la filosofía social atomista de la primera Ilustración; carece, sin embargo, de la fe en el progreso y mejora de la humanidad que inspiraba a les philosophes franceses.
El debate metodológico entre las ciencias comprensivas y las explicativas, en sus distintas variantes, es un ejemplo también de la pervivencia de los conflictos de la modernidad en torno a la libertad absoluta. Presenta en otros términos las dos posturas ya conocidas; por un lado, si la libertad es tal cuando la voluntad sigue fines externos a la acción, adecuados a las formulaciones abstractas de la razón y a las prácticas homogeneizadoras de una sociedad científicamente organizada, en ese caso se prima la identificación de la libertad del individuo con la voluntad general; en cambio, si la libertad absoluta se realiza en la expresión individual, inventiva y creadora que sólo reconoce los fines internos, se precisa una teoría de la cultura capaz de explicar también la pretensión de universalidad de la acción expresiva, originariamente individual y creadora, que instituye las formas de comunidad.
El impulso a la autorrealización apela singularmente a la ética y a la sociología; ambas ciencias han atendido a este rasgo de la identidad moderna que claramente domina en la mentalidad contemporánea. En la misma medida en que ésta entiende autenticidad como criterio máximo de moralidad, parece haberse librado del acoso de una ética abstracta y universal que ignora los anhelos individuales. En su dimensión social, esos anhelos están marcados por la tensión entre socialización e individuación, que resume el dinamismo de la sociedad industrializada.
Afirmaba al comienzo de mi exposición que la antropología romántica es inseparable de cualquier forma de modernidad. La lucidez con la que aquélla percibe las tendencias antagónicas, pero irrenunciables de la visión moderna de la existencia humana, inspira también las inquietudes de este siglo. Demuestra tanta terquedad como la organización científico-técnica que continúa imparable pese al permanente estado de crisis de la sociedad moderna. En sentido estricto ya no somos románticos, pero percibimos como un derecho, como una exigencia inalienable, disponer de las condiciones que permitan nuestra realización personal.
Lourdes Flamarique, en dadun.unav.edu/
Notas:
26 Cfr. HEINZ, M., Kulturtheorien der Aufklärung: Herder und Kant, 151.
27 Cfr. KANT, I., Kritik der Urteilskraft, Akademie Ausgabe, V, 431.
28 Cfr. KANT, I., Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, Akademie Ausgabe, VIII, 18.
29 Cfr. Ibidem, 20-21.
30 Cfr. Ibidem, 26.
31 Cfr. KANT, I., Mutmaßlicher Anfang der Menschengeschichte, Akademie Ausgabe, VIII, 78-79.
32 Cfr. Ibidem, 115-116.
33 Cfr. KANT, I., Kritik der praktischen Vernunft, Akademie Ausgabe, V, Fußnote, 4.
34 Cfr. TAYLOR, Ch., Hegel y la sociedad moderna, F.C.E., México, 1983, 137.
35 Cfr. KANT, I., Grundlegung der Metaphysik der Sitten, Akademie Ausgabe, IV, 394.
36 Cfr. SCHLEIERMACHER, Fr., Monologen, KGA, I/3, 9, 18, 43 y ss.
37 TAYLOR, Ch., Hegel y la sociedad moderna, 28.
38 Cfr. RATH, N., Zweite Natur. Konzepte einer Vermittlung von Natur und Kultur in Anthropologie und Ästhetik um 1800, Waxmann, Münster, 1996, 129.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |