El título de este artículo recoge una tesis típicamente moderna: aquélla que comprende la cultura como fuente privilegiada del conocimiento moral y, en esa misma medida, la postula como el ámbito específico de la realización humana. Atribuir a la cultura la tarea humanizadora de la libertad, implica inevitablemente separarla de la necesidad, es decir, de la dependencia que impone una determinada naturaleza. De acuerdo con esto, el término ‘cultura’ no designa únicamente el conjunto de normas, prácticas sociales, instituciones, etc. que continúan una naturaleza deficiente en la determinación de los procesos que conducen a su pleno desarrollo. Al contrario, lo que se sugiere es que esa dotación biológica, aparentemente incompleta, apunta a un impulso originario en todo ser humano a realizarse, esto es, a descifrar mediante la acción (en el sentido más amplio que incluye el conocimiento, la expresión artística, el lenguaje, es decir, toda praxis) el enigma de su ser inclinado a una plenitud vital que desconoce. Desde esta perspectiva comparece la cultura en su sentido más propio. Invención y creatividad son signos de la libertad que define esencialmente al hombre, y se ejerce en la tarea de encontrarse, al descubrir su imagen en las formas resultantes de su acción. La cultura recoge, por tanto, los modos de ser hombre que los agentes humanos descubren y realizan existencialmente. Constituye, en cierto modo, una verdadera génesis del hombre, la que le encamina hacia su identidad: llegar a ser quien es.
Cuándo se inicia esta comprensión de la cultura, qué problemas pretende resolver, cómo influye en otros ámbitos del saber y en qué medida se pervive en la mentalidad contemporánea son algunas de las cuestiones que trata de responder este trabajo.
La expresión ‘segunda génesis del hombre’, que se menciona en el título, es acuñada por Herder; recuerda, por tanto, en primera intención una tesis del romanticismo. No obstante, la teoría de la cultura vigente en ese espléndido periodo de una Europa, que aspira a ser plenamente moderna, no es únicamente tema para una historia del pensamiento.
Considero que describe también un aspecto fundamental de la modernidad que, entre otras cosas, ha determinado la definición contemporánea de los saberes y ha sido, en cierto modo, el factor decisivo de su falta de articulación. La crisis de las ciencias, que denunciaba –entre otros– Husserl, no es debida sólo a la racionalidad moderna; esta crisis confirma el antagonismo que anida en la noción de libertad e inspira la antropología moderna. Si los pensadores ilustrados en cierto modo son los últimos que se atreven a dibujar un organigrama de las ciencias, esto es debido a la ruptura con dicho esquema que se produce como consecuencia de la comprensión romántica de la cultura. La crisis de las ciencias o del saber es un fruto maduro de la dialéctica de la libertad. Aunque no sea este el momento adecuado para argumentar esta afirmación, a lo largo de la exposición, espero poder ofrecer de manera indirecta razones a su favor.
En estos dos últimos siglos se ha discutido el carácter natural de las formas de vida en la misma medida en que la historia es presentada como el principio que regula la existencia humana; de acuerdo con esto, la idea de naturaleza humana es descalificada con el reproche de ser cultural, a la vez que se deja la competencia sobre lo natural en manos de la investigación experimental. Todo ello se debe en buena parte a los problemas y soluciones planteados en el periodo que comprende de la segunda mitad del siglo XVIII hasta los años 30 del XIX. Como es sabido, en esos años afloran posiciones filosóficas que vinculan, primero, el saber y después la sociedad y las formas de vida a la inclinación natural del espíritu al autoconocimiento. Paralelamente, los pensadores románticos advierten la potencia manifestativa de la cultura, es decir, su verdad como desciframiento del código de la naturaleza humana. La cultura remite, por tanto, a un núcleo íntimo en el hombre, desde el que se entiende el carácter radicalmente expresivo de toda actividad humana.
Se puede concluir ya que la filosofía romántica no ofrece tan sólo una solución al problema de la relación entre la libertad y la naturaleza. También aspira a dar forma a los anhelos más característicos del hombre moderno, percibidos con claridad también gracias a la ciencia empírica: a saber, una plenitud realizada vitalmente y una libertad ilimitada. Dicho de otro modo, los pensadores románticos plantean en sus justos términos las aporías de la libertad moderna en la medida en que reúnen los dos tipos de pensamiento, claramente presentes en el siglo XVIII, que ella misma genera. Llevan a cabo una renovación del discurso ético de modo que éste descubre y asume el carácter moralizador de las prácticas sociales y, en el análisis de los actos libres, tiene en cuenta la fuerza orientadora de la cultura. Todo ello permite concluir que la exposición romántica de la condición humana es inseparable de cualquier forma de modernidad. También de la que vivimos actualmente.
Acabo de mencionar la renovación romántica de la ética y, sin embargo, en la actualidad son todavía muy frecuentes las exposiciones típicamente racionalistas de la ética, es decir, en términos de una fundamentación racional de la moralidad o de una justificación de los criterios de universalidad de la norma, en las que se deja a un lado la consideración de los bienes y las prácticas que estos generan. Naturalmente cabe preguntarse a qué responde esa preferencia por un estilo que los primeros pensadores contrailustrados creen haber superado para siempre con su concepción armonizadora de hombre y sociedad, naturaleza y cultura. Además, el curso del pensamiento en estos siglos de modernidad parece contradecir con su vacilante paso el esquema de un progreso en el saber y de un crecimiento constante en las formas históricas de humanidad. Así, ideas y modelos teóricos que parecían definitivamente abandonados renacen una y otra vez, agitando de continuo una contradicción, que algunos consideran constitutiva de la libertad y racionalidad modernas. De la naturaleza de este antagonismo depende, claro está, la viabilidad de la nueva imagen del hombre y el logro de un marco social adecuado.
Una mirada atenta sobre la identidad moderna descubre que tan propio del pensamiento emancipado es la capacidad de dar razón de sus contenidos, incluso (o sobre todo) de los prescriptivos, como lo es el empeño por transformar la realidad humana de acuerdo con unas ideas acreditadas racionalmente. La modernidad no constituye únicamente una mentalidad o una cosmovisión, como se suele decir actualmente; la confianza en la efectividad y practicidad del saber es inseparable de la primacía del principio de racionalidad suficiente. Como si se tratase de una premonición de la sociedad postindustrial, la cultura moderna descubre el carácter instrumental del conocimiento; de éste espera, sobre todo, el surgimiento de nuevas formas de humanidad, es decir, de un nuevo orden moral. Todo ello ha sido puesto en práctica primero a través del programa ilustrado y, posteriormente, de su heredera directa, a saber, la universal implantación de la racionalidad científico-técnica en las sociedades occidentalizadas. De la amplitud, límites y contradicciones de esta racionalidad, así como de las rectificaciones a la colonización científico-tecnológica son una muestra buena parte de los acontecimientos decisivos de la historia social de los dos últimos siglos.
La nueva filosofía, que señorea en la Europa del siglo XVIII, ofrece una imagen de la naturaleza como un todo articulado por leyes que la inteligencia humana descubre y que rigen tanto para los seres animados como inanimados; este concepto de naturaleza es perfectamente compatible con la convicción de que los hombres pueden mejorar, alentados por ciertos fines determinables racionalmente. Los pensadores ilustrados, pese a sus desacuerdos en bastantes puntos de la concepción del hombre y sus facultades y en su explicación del origen de la sociedad, sostienen que la libertad, la felicidad, la justicia o el saber son aspiraciones compartidas por todos los seres humanos por naturaleza; la ignorancia de esos fines o de los medios para alcanzarlos debe ser subsanada mediante el conocimiento de las leyes generales del comportamiento humano y su integración en un sistema científico.
Lamentablemente, este artificial modo de pensar, este espíritu filosófico se ha convertido en profesión, denuncia el joven Herder. La nueva filosofía no considera la lógica o la moral como órganos del alma humana, sino que dispone mecánicamente los pensamientos en cada disciplina, juega con las ideas y, después, el filósofo se asombra ante las dificultades y consecuencias que no había previsto. Promete una sociedad definitivamente justa y un hombre feliz cuya existencia se rija por leyes racionales y no por tradiciones y costumbres, como fruto de un proceso racional e inexorable [1].
La filosofía ilustrada aplica la racionalidad científico-analítica al comportamiento humano y a la organización social; y pierde de vista la unidad del hombre, su identificación con la sociedad. Conduce tanto a un utilitarismo ético como a una concepción atomista e instrumental de la sociedad, cuando paradójicamente la ética y la filosofía social están ordenadas al logro de la simbiosis perfecta entre el hombre y su medio social (entre su potencialidad ilimitada y su realización histórica).
Como es sabido, las sucesivas contrailustraciones no han frenado el avance de la racionalidad científico-técnica en la que se ha refugiado la inclinación utilitarista en la moral y atomista en lo social que se presentaba con fuerza ya en el siglo XVIII. No nos es desconocida la ingeniería social que sigue a la racionalidad científica. Pese a las sucesivos movimientos contra el utilitarismo social, de manera tenaz se ha aplicado la racionalidad instrumental a casi todos los ámbitos de la sociedad y del comportamiento humano en nombre de la eficiencia. ‘Estadística en vez de historia’, decían nuestros antepasados al comenzar este siglo. De cualquier modo, nuestras instituciones están al servicio fundamentalmente de unos objetivos externos: el beneficio, la escolarización total, la participación política de todos los ciudadanos, la satisfacción de unos criterios mínimos previamente pactados, etc.
Aunque nuestra experiencia se haya visto sacudida por los avatares de una humanidad organizada racionalmente, todavía hay quien piensa que el problema está en la aplicación insuficiente o defectuosa de la Ilustración o que la salida es el particularismo irracional que deja al ser humano y la sociedad en manos de la fuerza de la opinión o del sentimiento. Volviendo a la pregunta que planteaba sobre la preferencia de la ética contemporánea por el problema del fundamento de lo moral o prescriptivo, esta preferencia parece responder a la urgencia por corregir la aplicación racional de conocimiento científico-técnico mediante el recurso a algo indisponible cuya formulación acredite la competencia de la racionalidad humana.
A la vista de esto cabe preguntarse: ¿es que no han servido de nada las correcciones de la filosofía del periodo romántico al rigorismo ilustrado francés o al empirismo inglés?, ¿cómo son compatibles la preferencia mencionada y la imparable ingeniería social con la afirmación según la cual la concepción romántica de la existencia humana es inseparable de cualquier forma de modernidad?, ¿dónde han quedado los anhelos de plenitud vital y autorrealización?
Pues bien, contesto a estas preguntas anticipando las conclusiones de este trabajo. Las tesis del romanticismo promovieron una transformación social sin la que no se entiende la comprensión que el hombre contemporáneo tiene de sí mismo y de su existencia, como la realización de un proyecto vital. La comprensión de la cultura como una génesis auténtica de lo que significa vivir como humano, a través de la libertad, proporciona la perspectiva y el campo de objetos que definen a las ciencias histórico-sociales. Además, en la medida en que el romanticismo critica el modelo cognoscitivo de la racionalidad científico-analítica, impulsa el debate metodólogico. Estas ciencias, depositarias del conocimiento sobre el ser humano que se revela en la historia y la cultura, han sugerido los temas y problemas a la filosofía contemporánea y la han convertido, en cierto modo en su colaboradora. Todo esto es muestra de la fecundidad de las tesis románticas. Sin embargo, un movimiento dialéctico, interno a la libertad y racionalidad moderna, parece asegurar la pervivencia de ambas al precio de una contradicción que, en ocasiones, resulta desgarradora para el hombre que vive en las sociedades modernas.
Una vez planteado el marco completo, trataré en primer lugar del despertar de la conciencia del alcance moral de la cultura; en segundo lugar, de la contestación kantiana a la heteronomía de la naturaleza objetivada y, por último de la síntesis romántica que aspira al reconocimiento de la libertad individual en el orden cultural o segunda naturaleza. De esto depende el nuevo orden de las ciencias según el cual las ciencias sobre el hombre deben ser entendidas como ciencias morales.
1. Herder: la invención de lo humano
Me he referido ya al periodo que comprende desde 1770 hasta 1800; en esos años se produce una eclosión de ideas y pensadores sin precedentes en Europa. Sus protagonistas coinciden en la disconformidad con la primera Ilustración y en el empeño por ofrecer una comprensión cabal de la naturaleza humana. Dos corrientes abanderan esta modernidad renovada. Una, gira en torno a la idea de autonomía y aspira a superar la comprensión insuficiente de la índole y alcance del conocimiento humano que representa la ciencia moderna (Kant). La otra, proclama el principio de autorrealización, incompatible tanto con la visión mecanicista de la naturaleza física como con la naturalización del cuerpo humano (Herder, Jacobi). Pese a estas diferencias, ambas corrientes coinciden en apoyarse en una concepción de la libertad que, entre todos los aspectos que la definen, privilegia la dimensión reflexiva de la acción humana. Y esto hasta el punto de que en ambas posturas el prefijo auto (selbst) opera como un símbolo de la libertad.
La generación que vive hacia 1800 representa la conciencia de la tensión entre ambas corrientes y asume la tarea de llevarlas a una armonía, continuando la tarea iniciada por Herder de descubrir al hombre en sus producciones. Por todo ello, el movimiento romántico domina también el panorama intelectual de las tres primeras décadas del siglo XIX y pone en marcha un dinamismo de cambio en la concepción de la existencia humana que constituye la auténtica modernización, a saber, la de la subjetividad individual.
Los antecedentes del problema que nos ocupa, la comprensión de la cultura como la segunda génesis del hombre, están en Vico y Rousseau. Ellos perciben con claridad las insuficiencias de la racionalidad científica y los peligros que ella contiene para la realización de la modernidad. Ciertamente se puede ver un signo incontestable de su romanticismo también en el hecho de que ambos contribuyen decisivamente a la prehistoria de las ciencias de la cultura. Ahora bien, sólo a partir de las ideas de Hamann, Lessing, Herder, Goethe, Schiller y Jacobi fragua un movimiento prerromántico en la segunda mitad del siglo XVIII que toma partido frente a lo que estos pensadores consideran una amenaza del racionalismo.
Para la cuestión que he planteado, la comprensión de la cultura como la génesis del hombre a través de la libertad, el más relevante de todos ellos es Herder. Este estudioso del ser humano, exponente del hombre culto, con amplios conocimientos e intereses, tiene asegurado un lugar de honor en el nacimiento de las ciencias históricas con sus estudios sobre el origen del lenguaje, sobre literatura comparada, o sobre la historia de los pueblos. Su obra significa un estímulo en la teoría estética, lingüística o histórica.
Herder estudia con Kant y es discípulo de Hamann; conoce el método empirista –él mismo que aplica con rigor en la observación de las características y propiedades–, pero evita la tentación de reducir el heterogéneo flujo de la experiencia a unidades homogéneas, pues éstas son un modo muy imperfecto para describir la peculiaridad de lo real, lo distintivo sin lo que nada existe [2]. Rechaza el concepto ilustrado de naturaleza, resultante de una rígida división entre tipos de experiencia y facultades. Advierte la diversidad de verdades que resulta de la distinción kantiana entre intuición, conocimiento y sentimiento y defiende que la verdad está en la unidad, en la indisoluble unidad del hombre vivo (la razón no puede separarse de la sensación y viceversa) [3]. Considera, por tanto, que la uniformidad, el monismo racionalista es el principal enemigo de la vida y de la libertad, porque divide y separa lo que realmente es uno. Como su maestro Hamann, Herder atribuye al hombre una fuerza creadora, un poder no mensurable según los cánones racionalistas que el genio personifica de manera eminente. Con su habitual ironía, Nietzsche ofrece una imagen bastante atinada del papel que le ha correspondido a Herder en la cultura alemana: su espíritu estaba entre la claridad y la oscuridad, entre lo viejo y lo nuevo. Fue el primer catador de todo los platos y riquezas espirituales de un siglo pleno, pero nunca estuvo satisfecho. “Donde quiera que se dieron coronas, salió él sin nada: Kant, Goethe, y luego los auténticos primeros historiadores y filólogos alemanes le quitaron lo que él creyó reservar para sí” [4]. Ha sido necesario un siglo más para que el juicio de la historia del pensamiento reconozca la importancia de sus tesis tanto en el cambio que supone el romanticismo como en la situación actual, cuando la mirada de la filosofía parece cautiva de la modernidad y sus contradicciones.
Los intereses científicos de Herder nacen de una comprensión de la realidad natural y humana que preserva la unidad y mutua complementariedad de ambas. En su ensayo de 1774 discute las filosofías de la historia tan frecuentes en su tiempo, con especial atención a la de Voltaire. Entiende que el verdadero espíritu filosófico surge de las actividades y a ellas vuelve inmediatamente para contribuir a la formación de hombres enteros y sanos. Y de la misma manera se ha de estudiar la realidad natural. Es imprescindible un método que no desvirtúe la variedad que se manifiesta en el movimiento vivo de las fuerzas (Kräfte) de la naturaleza, en su interacción diríamos hoy día. Se trata de juzgar desde dentro (Einfühlung).
Como otros notables contemporáneos suyos, Herder advierte en la realidad de su tiempo una pérdida para las aspiraciones más genuinas del ser humano, producida por el racionalismo ilustrado. El método analítico separa y distingue para llegar a reglas universales que explican tipos de hechos; la eficacia de las leyes abstractas depende de su independencia respecto a los sucesos que regulan. Con intención claramente irónica, Herder exclama sobre la nueva filosofía: “¡Qué vista de águila ha aportado a nuestra economía nacional y a nuestra ciencia política en lugar de los conocimientos, que se adquieren trabajosamente, acerca de las necesidades y la verdadera condición del país!” [5]. Se desprecian los detalles de las cosas y se emplea únicamente la razón; en resumen, pedantería, espíritu abstracto o filosofía de dos ideas definen el espíritu moderno. Pero la realidad humana no se reduce a tales métodos. Los procesos culturales, las acciones humanas concretas generan y sustentan formas de validez general. En esa medida, Herder entiende que no cabe separar hecho y valor: entender algo es ver cómo pudo ser visto cuando fue visto, afirmado cuando fue afirmado, valorado como fue valorado en un contexto dado, en su cultura o tradición particular [6].
Como consecuencia de lo ya señalado, Herder no puede aceptar la conocida idea rousseauniana según la cual la cultura corrompe al hombre. Al contrario, considera que las invenciones, el arte o el lenguaje son expresión del poder creativo del ser humano, a través del cual culmina su naturaleza. Sólo una cultura desvitalizada por la incapacidad de reconocer el alma que alienta en sus formas es perniciosa para el hombre; con otras palabras, el desarrollo de su existencia gravita sobre una comprensión certera de su naturaleza libre.
El pensamiento ilustrado no sólo provoca una reflexión en torno a las fuentes de la moralidad y la posibilidad de la libertad (Kant), sino que suscita la problemática cuestión en torno a la primera y segunda naturaleza, es decir, la diferencia entre naturaleza y cultura. Está en juego el objetivo fundamental de la revolución moderna, a saber, una sociedad justa y feliz. La libertad, la vida social, la igualdad y la felicidad son ya aspiraciones compartidas por todos; pero, señala Herder, su concepto ha causado daño con mil abusos y lo seguirá causando [7]. Es preciso corregir en su mismo origen este falso entendimiento de los principios y fines que impulsan la vida humana.
La transformación incoada por el espíritu ilustrado quiere hacer natural la cultura, es decir, convertirla en una segunda naturaleza que imite los comportamientos racionales de la primera naturaleza y, de este modo, formar a la humanidad [8]. Una vez logrado esto, desaparecerían definitivamente la historia y las formas de vida relativas, todavía inadecuadas, que exponen la frágil existencia humana a fuerzas irracionales. Ciertamente, no se trata tanto de armonizar la naturaleza y la cultura (la primera y segunda naturaleza) como de devolver nuevamente la cultura al dominio de la naturaleza regida por leyes inexorables y adecuadas a sus fines propios. Cuando la cultura es una imagen imperfecta de la naturaleza es también origen de desviaciones morales –como denuncia Rousseau–, que impiden el ejercicio racional de la libertad.
¿Cómo se resuelve la tensión entre naturaleza y cultura sin devaluar las intuiciones modernas de una libertad ilimitada y una plenitud vital reflejada en las formas de vida? Esta cuestión se decide mediante una apuesta por la superioridad de la cultura como una naturaleza espiritualizada, tal como la concibe el romanticismo ya maduro, recogiendo casi literalmente las principales tesis de Herder desarrolladas en su obra, Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad.
Han pasado diez años desde su primer ensayo sobre estas cuestiones; ahora conoce muy bien el alcance del método que aplica en sus estudios lingüísticos, geográficos y antropológicos. Los pensadores ilustrados han caído en un dogmatismo peor que el que querían combatir y ello simplemente por una cuestión de método. La contrailustración que representa el pensamiento de Herder debe ser entendida principalmente como una rectificación del método de los nuevos filósofos, capaz de iluminar cada esfera de la realidad. Herder es, por tanto, más moderno que todos ellos; advierte el carácter autónomo de las realidades culturales y, en esa medida, busca explicarlas desde dentro, en su mismo producirse. Aquí reside la auténtica ilustración, a saber, en respetar la naturaleza de las cosas. Sólo entonces se llegan a conocer los dinamismos que impulsan los cambios de estado y la diversidad de formas que sirven al crecimiento y mejora de la vida humana.
De acuerdo con este método, Herder sostiene que el ser humano en estado de naturaleza es creación de Dios, mientras que en el estado de cultura es una creación del hombre. Hablar de cultura es lo mismo que hablar de humanización: el hombre deviene tal gracias a las formas inventadas por la creatividad humana. En ese sentido, está separado del resto de la naturaleza, ya que como hombre depende únicamente de sí mismo. Herder no habla de actualizar potencias o desarrollar una dotación natural según reglas previamente fijadas por Dios. Al contrario, utiliza verbos como inventar y crear, cuyo significado introduce un componente expresivo, una novedad en las formas de la cultura que permite comprenderla como un segundo nacimiento. El autodevenir del hombre no es natural o espontáneo, sino que resulta del hallazgo libre y consciente de su forma propia. Como veremos más adelante se trata de una co-creación a la que el ser humano no puede resistirse.
El hombre ha sido creado para la libertad, afirma Herder, y no tiene otra ley en la tierra que la que él mismo se impone [9]. De ninguna manera esto implica un desprecio de la corporalidad, tampoco las relaciones que de ella resultan pueden ser entendidas como servidumbre. Al contrario, sólo gracias a la plena interdependencia de lo espiritual y lo orgánico se puede sostener la tesis inicial. Tras sus observaciones sobre el edificio orgánico del hombre, Herder concluye que todas sus potencias están conformadas al servicio de una perfectibilidad, la más noble formación (Bildung) de la razón y de la libertad que designa la palabra ‘humanidad’ (Humanität). Compara la constitución humana en todas sus partes con un signo lingüístico que se puede leer: el ser humano es un todo en el que cada letra pertenece a la palabra, aunque sólo la palabra tiene sentido [10]. La imagen del lenguaje presenta claramente las dos dimensiones de la perfectibilidad humana que Herder encuentra también en sus estudios comparativo-lingüísticos y antropológicos: armonía y diversidad. Como consecuencia de esto, la vida entera de un ser humano debe ser comprendida como transformación y, en esa medida, la historia es únicamente el escenario de las transformaciones de los hombres, en el que sólo penetra aquél que es capaz de sentirse y alegrarse en todas ellas [11]. Si las formas de lo humano son ilimitadas, entonces la producción cultural es también infinitamente variada, pero con una unidad que –como la del ser vivo– está en la totalidad.
Nada más lejos de la antropología herderiana que el naturalismo. Las diferencias orgánicas del cuerpo humano respecto a otros animales parecen mínimas, frente a la gran diferencia que separa al ser humano del resto de los seres creados, a saber, la que le capacita para el lenguaje, la escritura, la religión, las artes, en definitiva, para la cultura. Esta característica esencial del género humano no es natural a la manera de la constitución orgánica. Surge, por tanto, de inmediato la cuestión acerca del modo cómo el ser humano llega al estado de cultura y, sobre todo, si éste responde a una capacidad de perfección o de corrupción. La respuesta de Herder no deja lugar a dudas sobre cual es su posición al respecto: “el hombre no tiene una palabra más noble para su determinación” [12].
La necesidad originaria de la sociedad humana se deduce del hecho de que esta tarea supera la capacidad individual; el hombre ha nacido en y para la sociedad [13]. Más aún, afirma Herder, “el estado de naturaleza del hombre es el estado social pues en éste nace y es educado” [14]. La forma más elemental de existencia se da entre hombres, en la familia, como una condición natural ineludible. A partir de ahí, se advierte que también la verdadera humanidad deviene sólo en sociedad. Aquí radica el deber más noble del ser humano; el que convoca todas sus potencias puesto que se trata de llevarlas a su plenitud libremente en su ejercicio, pero sobre todo en su forma. En esa medida toda sociedad consiste en una superior conjunción de fuerzas que actúan entre sí. El ser humano forma junto con otros hombres una cadena de cultura cuya misión es fundamental en la realización de la idea de humanidad (Humanität). Por lo que Herder designa esa humanización en sociedad la segunda génesis del hombre, aquélla que proporciona un sentido más elevado a la existencia individual [15].
En esta tesis se reconoce que la fuente de la moralidad consiste en seguir el impulso de la existencia a la autoproducción (sich selbst hervorbringen). El sentimiento de autoactividad (Selbsttätigkeit) mueve al ser humano a actuar, es decir, a entrar en la cadena de la formación del género humano (Die Kette der Bildung). La posición singular del hombre en la naturaleza guarda relación con esa doble generación; primero se produce la física y, acto seguido, comienza la generación en su humanidad. Herder destaca que, en ambos casos, nadie llega a ser hombre por sí mismo: en el uso de las fuerzas espirituales hay un aprendizaje en el que están implicados todos los logros de la humanidad [16]. La tradición y las fuerzas orgánicas concurren por igual en el autodevenir humanizante del individuo.
Frente a las teorías ilustradas, Herder defiende la igual dignidad de la naturaleza y la cultura, por la que tampoco hay oposición estricta entre ambas. De este modo abre un camino nuevo a la empresa de humanización, en crisis por la racionalización científica de los procesos naturales y por los cambios operados en la sociedad industrial y mercantilista. La naturaleza y la cultura no sólo son realidades inseparables, sino que hay una plenitud superior en la cultura que eleva la misma idea de naturaleza; es decir, ya que la perfectibilidad o fin natural del hombre está en manos de la libertad y la razón, hay que entender la naturaleza más bien desde la realización cultural. Lógicamente afirmar que el cuerpo es expresión del espíritu, no puede significar únicamente que ambos son complementarios y el ser vivo está en la unidad de los dos. De esa afirmación se sigue también la consecuencia más relevante para entender el carácter moral de la cultura, a saber, que la autoproducción del hombre se realiza en el intercambio con la naturaleza externa y en situaciones históricas concretas. La razón del hombre es humana; o lo que es igual, su capacidad, su potencia no es innata, sino que la razón es la obra progresiva de formación de la vida humana [17]. El hombre es un ser que se reconoce a través de sus propios actos; por ello su plenitud es inseparable de su acontecer. Esta concepción de la cultura abre un espacio a la idea de bien, elemento consustancial del actuar libre en la ética clásica; ese espacio que fue transitado, sobre todo, por Schleiermacher.
Herder adscribe a la cultura una potencia equiparable a la de la naturaleza, aunque la generación a través de la libertad implica una temporalidad distinta a la de los procesos naturales. Ciertamente, el tiempo de la cultura no es homogéneo, tampoco es cíclico. La idea de libertad está en relación con el comienzo o nacimiento de cada ser humano. El tiempo de la vida humana, también de cada viviente, es sobre todo futuro, es esencialmente apertura. La atracción de lo que todavía no es funda el tiempo histórico; además, es la razón por la que cabe hacer historia. En cierto modo cabe afirmar que la tradición reúne sólo aquellos actos y prácticas que constituyen una anticipación del futuro, es decir, de todo comienzo y, por ello, son apropiados para los que viven después. La mirada al pasado devuelve al historiador esa visión del hombre como comienzo, pues las formas de vida, las instituciones, los hechos históricos son fruto de la autoactividad (Selbsttätigkeit) y, de modo paralelo, alimentan la cadena de la cultura o tradición sin que haya repetición o reproducción (como en los procesos naturales). El relato es el género propio tanto de la historia como de la ética, afirma Schleiermacher. Como se ha visto, esta idea está en forma seminal en las tesis de Herder, pues se trata de saberes que deben incorporan sustancialmente los elementos que singularizan la acción: sólo de este modo, la acción puede ser libre y, por tanto, forma parte de la historia.
Por todo ello, la segunda génesis del hombre es, sin duda alguna, la más fundamental, a cuyo cumplimiento se orienta la conformación orgánica del hombre; estamos ante una tarea que recorre toda su vida, sin que su alcance termine con ella. No cambia nada llamarla cultura o ilustración, afirma Herder, pues “la cadena de la cultura y la ilustración alcanza hasta el fin de la tierra” [18] Lógicamente, la cultura es algo inevitable para el individuo. El hombre como tal es culto. La tradición forma su cabeza y sus miembros hasta el punto de poder afirmar que tal como es la tradición así llega a ser el hombre: “Donde y quien tú hayas nacido, hombre, allí eres quien debes ser; no abandones nunca la cadena” [19].
Los conceptos de autoproducción y dependencia de la cadena de la cultura son una primera versión de los dos polos característicos de la antropología romántica: lo subjetivo-expresivo y lo objetivo-simbólico. Este doble movimiento, expresión y apropiación (Schleiermacher) relega el ideal ilustrado de una formulación racional y definitiva de los principios que deben regir la conducta humana. La cadena de la form ción del género humano implica un factor creativo e inventivo, a saber, el que procede de las fuerzas naturales que sirven a la autoproducción o expresión de lo humano. Al mismo tiempo, la segunda génesis significa el desarrollo perfectivo de todas las potencias a través de la tradición, es decir, de las formas de vida que otros han producido, al producirse a sí mismos. La cultura recoge el saber humanizador, las formas de humanidad que sirven a otros individuos. Es constantemente rejuvenecida por el florecimiento del genio de la humanidad en algunos individuos, arrastrando hacia adelante a los pueblos y a las generaciones [20]. La idea de humanidad es deudora de la finitud humana; es un todavía no del todo como lo es la existencia individual, que nos permite esperar otras formas de humanidad: las que inventa cada nuevo miembro de la cadena.
Herder ofrece una valoración de las posibilidades creativas de la condición humana puesto que ésta no se identifica plenamente con una determinada cultura, es decir, no se consuma en un estado social. Se trata, más bien, de una universalidad que al realizarse a través de los individuos es necesariamente relativa, inacabada; pero, también es una universalidad concreta que se contrapone a la universalidad abstracta de la ética racionalista. Herder no ignora que la dependencia de la tradición puede ser incluso un obstáculo para la auténtica humanización. En su exposición de la historia del género humano asoman también las malformaciones que producen ciertos sucesos, como las revoluciones; no obstante, el plan divino garantiza que esta realización progresiva no se vea obstaculizada o desfigurada por las acciones fallidas del género humano. No entro aquí a considerar qué tipo de intervención tiene la Providencia en el curso histórico. La fuerza de las tesis de Herder sobre la autoproducción del hombre no deja lugar a la mínima restricción de la autonomía de la cultura.
Como hemos visto, Herder no da marcha atrás pese al signo escandaloso y destructor de algunos fenómenos históricos. Al equiparar la naturaleza con la cultura, en realidad ha puesto la primera al servicio de la segunda; con ello pone en juego tanto una teoría de la cultura como una ética. Lógicamente, la razón busca sin éxito los principios de la conducta en la naturaleza, pues ésta no revela nada del hombre; los contenidos de la humanidad son invención: el hombre inventa existencialmente su perfección, la idea de humanidad, ya que, como afirma Herder, “nosotros no somos propiamente hombres, sino que llegamos a serlo diariamente” [21]. Esta tesis antropológica se convierte inmediatamente en una tesis ética: la idea de humanidad es el máximo valor moral, y producirla en uno mismo es el único deber, el cual, además, se identifica con el impulso a existir. El alcance moral de las acciones individuales, pero sobre todo de las formas de vida, de las costumbres, de los conocimientos y estilos artísticos se corresponde con su contribución a la realización de la humanidad. El impulso a la autoproducción no se opone a la búsqueda de lo bueno, es decir, no excluye la valoración de la acción humana. Al contrario, Herder mantiene que el crecimiento en humanidad exige discriminar, juzgar lo adecuado, lo correcto, lo incorrecto. Ahora bien, lo bueno no puede preceder a la acción, pues sería abstracto. Tampoco se realiza plenamente en ninguna acción.
Si dejamos a un lado el resabio moderno que implica la fe en la progresiva humanización como inclinación constitutiva de la historia, encontramos una interesante aportación al concepto de tradición y cultura: Herder entiende que un aspecto esencial a toda forma cultural es que lleva más allá de sí misma. Las formas de vida acuñadas socialmente no son modos de resolver necesidades o de eliminar la indeterminación de la naturaleza; este tipo de naturalismo bastante frecuente en algunas antropologías contemporáneas ignora una dimensión tan esencial a la cultura como la de ser la verdadera naturaleza para el hombre, en el sentido de que se comporta como la naturaleza para los demás animales. Herder tampoco es un culturalista; aunque sostiene que el hombre es lo que su cultura le permite, ésta no cumple la misión de subsanar deficiencias, sino de elevar al hombre sobre sí mismo, primero como ser natural, luego también como individuo.
El hombre tiene una relación libre con la sensibilidad, es una criatura que mira por encima de sí mismo y lejos de lo que le circunda [22]. Como se ha indicado, Herder entiende la producción del hombre a través de la cultura como una autoproducción. Para ello es preciso la condición de mirar por encima de sí que supone el saberse un sí mismo de algún modo. “Esta relación refleja y libre del hombre consigo y con el mundo es la condición para que el hombre tenga que producirse a sí mismo en una segunda génesis como individuo y como género. El concepto cultura designa el modo de efectividad –propio del hombre como tal– que es siempre también una manera de autoproducción histórica” [23].
Por otro lado, la autoproducción humana no termina en una especie de enquistamiento egoísta del individuo que está a la búsqueda de sí mismo. Precisamente la cultura, al formar parte de una tradición, indica que la identidad procede de fuera, es decir, que para ser uno mismo hay que ser en cierto modo otros. Apoyada en la limitación y finitud del individuo, la revelación cultural se extiende hasta el final de los tiempos, y es sostenida por el impulso natural a autoexpresarse de cada hombre; ella proporciona a lo expresado un alcance supraindividual. Todo ello hace ostensible nuevamente que la cultura es, desde un punto de vista, equiparable a la naturaleza y, desde otro, superior a ella, porque saca a la luz lo que sin ella sería desconocido (el hombre en el paraíso se desconoce; su forma de humanidad es inconsciente).
Si la idea del ser humano en estado acultural es una pura abstracción, consecuentemente es una ficción que el vínculo del hombre con la tradición se establezca mediante un contrato; además, éste presupone siempre la capacidad de disponer desinteresadamente de la cultura. El hombre necesita de las costumbres, ideas, normas, es decir, de los bienes comunes para llegar a ser sí mismo. La educación es entendida fundamentalmente como mímesis [24]. La recuperación de este concepto aristotélico entraña además un crecimiento para la idea moderna de libertad; permite reconocer que ésta no se agota en la racionalidad de la acción según la norma universal, sino que indica también la dignidad de cada ser, revelada en la singularidad e irrepetibilidad de sus actos; se produce entonces la paradoja que tantos pensadores han expresado: la novedad de la acción queda asegurada si su principio es la imitación. La cultura no se enfrenta entonces a la naturaleza, no le impone algo extraño. La lleva a su plenitud sin mermar su esencial búsqueda de la identidad. La humanidad no es un ideal abstracto al que Herder conceda existencia alguna, pues lo universal sólo se da en la acción individual; y esto conlleva necesariamente formas distintas de lo humano. No hay oposición entre la ley universal y la voluntad individual, porque ésta obra incorporando la humanidad lograda y, actuando en consecuencia, el individuo contribuye a la humanización de otros.
Herder apoya la teoría de la cultura y de la historia, por un lado, sobre una confianza optimista en el progreso creciente en la humanización (garantizado, pero no conducido por el Creador) y, por otro, en la figura del genio que personifica de modo ejemplar la perfección a la que el hombre tiende naturalmente. Ambas cosas son conservadas por los pensadores románticos; estos acogen la definición herderiana del hombre como ser expresivo y la idea de autorrealización como categoría moral con la vista puesta en la doctrina kantiana de la libertad. Pues el denominador común a todas ellas es la capacidad humana de responder; es decir, el hombre y no Dios es quien puede dar cuenta del curso histórico [25].
Lourdes Flamarique, en dadun.unav.edu/
Notas:
1 “El espíritu de la nueva filosofía –pienso que la mayor parte de sus hijos muestra que no puede ser más que una especie de mecánica. Con filosofía y erudición, a menudo ¡qué ignorantes y faltos de vigor en los asuntos de la vida y del sano entendimiento!” Cfr. HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, en Herders Werke, Aufbau Verlag, Berlin, 1982, Bd. 3, 91.
2 “Nadie en el mundo siente más que yo la debilidad de las caracterizaciones generales. Si se pinta un pueblo entero, una época, una región ¿a quién se ha pintado?... ¿A quién se refiere la palabra que describe? En definitiva, no los resumimos más que en una palabra general con la que cada uno quizá piensa y siente lo que quiera. ¡Imperfecto modo de descripción!”. HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, 62.
3 “Es la misma alma que piensa y quiere, que entiende y siente, la que ejercita la razón y la que apetece... El alma que siente y se forma imágenes, que piensa y se forma principios, constituye una facultad viviente en distintos actos”. HERDER, J. G., Una metacrítica de la «Crítica de la razón pura», en Obra Selecta (trad. de P. Ribas), Alfaguara, Madrid, 1982, 372.
4 NIETZSCHE, F., Menschliches, allzumenschliches, KGA, IV/3, W. de Gruyter, Berlin, 1967, 241.
5 HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, 92-3.
6 Cfr. BERLIN, I., Vico and Herder, Hogarth Press, London, 1976, 154.
7 Cfr. HERDER, J. G., Auch eine Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit, 128.
8 En el ensayo citado anteriormente, Herder ironiza sobre esa ambición de los nuevos filósofos: “La filosofía entera de nuestro siglo tiene que formar. ¿Qué quiere decir esto sino despertar o fortalecer las inclinaciones mediante las cuales la humanidad adquiere su felicidad? (...) En realidad las ideas no suministran más que ideas”. Ibidem, 95. En el mismo contexto de observaciones se lee: “Entre una generalidad cualquiera, incluso la más hermosa verdad, y la menor de sus aplicaciones hay un abismo”. Ibidem, 97.
9 Cfr. HERDER, J. G., Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, en Herders Werke, Aufbau Verlag, Berlin, 1982, Bd. 4, 81
10 Cfr. Ibidem, 131.
11 Cfr. Ibidem, 108-9.
12 Ibidem, 32.
13 Cfr. Ibidem, 77.
14 Ibidem, 199.
15 Cfr. Ibidem, 359-360.
16 Cfr. Ibidem, 192.
17 Cfr. Ibidem, 63. “La naturaleza es espiritualizada mediante el trabajo del hombre, pero el espíritu humano se naturaliza únicamente mediante las condiciones de su actuar”. HEINZ, M., “Kulturtheorien der Aufklärung: Herder und Kant”. En OTTO, R., (Hrsg.), Nationen und Kulturen. Zum 250 Geburtstag Johann Gottfried Herders, Königshausen & Neumann, 1996, 147.
18 Las diferencias entre pueblos ilustrados y no ilustrados, cultos o incultos no son de especie, sino de grado. HERDER, J. G., Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit, 194.
19 Ibidem, 196.
20 Cfr. Ibidem, 199.
21 Ibidem, 196.
22 Cfr. Ibidem, 31.
23 HEINZ, M., Kulturtheorien der Aufklärung: Herder und Kant, 148.
24 “La revalorización de la tradición y la mímesis combina con el principio de la doctrina aristotélica del bien que se apoya en la garantización del ethos vigente mediante la tradición y la imitación”. RUDOLPH, E., “Kultur als höhere Natur. Herder als Kritiker der Geschichtsphilosophie Kants”. En OTTO, R., (Hrsg.), Nationen und Kulturen. Zum 250 Geburtstag Johann Gottfried Herders, Königshausen & Neumann, 1996, 17.
25 Kant y Herder transforman de modo peculiar cada uno el fatalismo histórico del paradigma de la teodicea en el constructivismo de la historia, fruto de la capacidad humana de responder. Cfr. Ibidem, 19.
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