1. Planteamiento: el problema metódico del saber práctico
Es una gran satisfacción para mí contribuir junto con tan eminentes conocedores de la filosofía de Polo a esta Jornada in memoriam del maestro.
Entiendo por “aporética de la voluntad” la dificultad aparentemente insoluble en que se envuelve el método filosófico en su enfrentamiento con la índole de la volición. La dificultad en cuestión coincide con la suscitada por la duplicidad en las dimensiones del conocimiento –teórica y práctica–, en la medida en que corresponde al método de la filosofía la descripción de su compatibilidad.
Considero aporética de principio la exposición del método filosófico prime- ro que en lugar de propiciar su impulso lo detiene con la intromisión de una doctrina incongruente. A mi modo de ver, cabe distinguir una terna de direcciones metódicas de principio. Entiendo por tales las modalidades ejecutivas del pensar con que a priori se distribuye la diferencia del acto contenida en la forma del pensamiento. La aporética de principio procede de la confusión entre estas modalidades ejecutivas del pensamiento. La des-obturación de la aporética de principio equivale pues, metódicamente, al mantenimiento de la tensión diferencial entre ellas, y temáticamente, a la distribución retrospectiva de las dificultades de principio en su serie o dirección metódica correspondiente [1].
Considero que las tres direcciones principales del método son 1ª) La que da cuenta de la conexión entre el comienzo del saber y su principio, en cuanto eleva aquel comienzo: es decir, lo expone en sus justos términos, como articulación del tiempo entero. 2ª) La que recorre la vía prosecutiva del pensamiento en su regreso reflexivo hasta aquel comienzo en orden a precisarlo o determinarlo modal o negativamente. 3ª) La que desciende desde la instancia antropológica más excelente y expone el comienzo intelectual en su relación de dependencia respecto del ser personal que es el núcleo del saber. En función de su excelencia, la libertad trascendental –que es el ser personal o núcleo del saber– puede ser denominada instancia exponente del método. No obstante, con ser ésta última la dirección excelsa del método, no prescinde de las otras ni se funde con ellas, pues como se ha dicho, des-obturar la aporética de principio requiere su distribución retrospectiva o seriada en la mencionada terna; esto es, el ejercicio del pensamiento en la tensión diferencial de sus principales modalidades ejecutivas.
La problemática del saber es el conflicto que deriva de su adelantamiento con referencia al tiempo. La exposición inconveniente de la índole de semejante adelantamiento vuelve inviable al método, es decir, provoca su colapso en la aporética de principio. Por el contrario, la suscitación retrospectiva de la aporética de principio de acuerdo con su adecuada distribución propicia la apertura del comienzo, que equivale a la dimensión ascendente del método. La aporética de principio se distribuye en la medida de la exposición adecuada de las confusiones que la provocan, que son, como se ha dicho, confusiones en el ejercicio de las principales modalidades ejecutivas del pensamiento.
Ahora bien, resulta que la problemática del saber se agudiza porque su adelantarse al tiempo introduce una modalidad de conocimiento de índole diversa a la teoría. Con relación al dominio práctico, el saber se adelanta al tiempo, pero en un sentido distinto del considerado en la teoría. Eso significa que las posibles confusiones entre las modalidades ejecutivas del pensamiento se complican: hay que dar razón de nuevos respectos del pensar concernientes al tiempo, y con ellos establecer un nuevo significado para los sentidos direccionales del método: el descenso y el ascenso.
Una aproximación sencilla a la nueva problemática, enfocada desde la triple dirección metódica, sería la siguiente:
Desde la perspectiva del pensar que expone la articulación del tiempo: el saber en su comienzo articula lo entendido en presente, concierne a lo que hay; de modo que la detención metódica en el contenido inteligible presente y en el modo de su articulación inteligible parece coincidir en principio con el dominio de la teoría. Ahora bien, aparte de lo que hay y de su haberlo, puede haber más; aparte del acontecer entendido como ser consistente de lo acontecido y por acontecer, cabe que acontezca lo que el ser humano introduce con su acción.
Juega entonces una nueva dimensión de la futuridad, diversa en principio de aquélla que quedaba concernida o incluida en la articulación del tiempo en presente. Simplemente dicho: la teoría parece referirse inicialmente al presente o en todo caso al pasado pero, ¿y el futuro? No el futuro de lo que ha de repetirse porque su razón de ser se contiene ya en la urdimbre de lo entendido en presencia. Me refiero al futuro en sentido propio, la novedad susceptible de aparición a partir de la acción humana. La acción humana involucra en efecto la dimensión de la futuridad comprendida como aquello que cabe esperar al hombre. Sin entrar en consideraciones teológicas, la filosofía puede estudiar la cuestión escatológica, poner en relación el uso de la libertad con el futuro que la acción libre abre, tanto en el orden personal como en colectivo. ¿Qué conexión mantiene, pues, el método del saber filosófico con la dimensión futura de la temporalidad habida cuenta de que el porvenir no es susceptible de anticipación teórica, sino que se mantiene en dependencia de la acción práctica?
a) Desde la perspectiva del pensar que precisa lo entendido expresándolo negativamente a modo de esfera modal: parece inicialmente que la teoría se refiere a lo eterno y necesario –así lo considera expresamente Aristóteles–, a aquello que no puede ser de otro modo. El problema que se plantea es que en tal caso el futuro del que acabamos de hablar cae fuera de este ámbito porque que- da determinado bajo la esfera de lo contingente. De esta suerte lo decisivo, aquello que está por venir y que para el ser humano podría significar la salvación, quedaría fuera de la esfera del pensamiento metafísico. Este problema no es planteado en su radical crudeza hasta los pensadores tardo-medievales, paradigmáticamente hasta Escoto.
Adviértase que la aporética que de ahí emerge es gravísima porque en función de ella la más excelente de las ciencias pasaría también a ser no sólo la más inútil sino crasa pérdida de tiempo. El método de la filosofía precisa en consecuencia elevarse a una cota en que acierte a deshacer la nefasta dicotomía que acopla unilateralmente los términos de los pares nocionales aludidos (saber con necesidad y libertad con contingencia). De otro modo no cabe que la libertad sea la instancia metódica más excelente: es preciso, pues, vincular la libertad con el saber de forma que se evite la escisión que la distinción modal introduce [2].
Del otro lado, parece también claro que la libertad no sería instancia exponente del método si se recluyera en sí misma o de hecho diera la espalda al ámbito de lo contingente. En la antropología trascendental de Polo, la libertad trascendental es instancia exponente del método porque, lejos de recluirse, actúa su salir de sí en el modo de cierta dualización (metódico-temática) con un tema distinto de ella misma. La cuestión es: ¿incluye ese éxodo de la libertad un desbordamiento del saber hacia el orden de lo posible en cuanto realizable?
b) Desde la perspectiva de la instancia antropológica más alta, la libertad exponente del método: emerge en definitiva el problema del horizonte de la libertad, de su temática congruente, donde ha de buscarse también la razón última de que ella sea la instancia antropológica más excelente. El método expone el descenso desde la instancia más excelente hasta el comienzo del saber con vistas a propiciar el ascenso. La cuestión es: ¿cabe este doble movimiento del método sin dar cabida a, sin albergar en él, la modalidad activa que excede de la teoría, no por razón de rango sino en el sentido de extender su dominio a una esfera a la que la pura teoría no alcanza? Si se responde que el enunciado mismo del método filosófico, su doctrina, queda pendiente de la tesitura práctica en que desenvuelve la acción humana, entonces resulta obvio que tal enunciado nunca será posible. Tanto da en suma que el método resbale indefinidamente en un círculo hacia el pasado –así, en la aporía hermenéutica– como que se posponga indefinidamente a la expectativa de lo porvenir; en uno y otro caso el método de la filosofía primera queda subsidiario, preso del tiempo, y no cobra impulso para su incoación.
El lado contrario de la dificultad da la espalda, como se ha dicho, al dominio práctico de la acción. Debe procederse, pues, a mantener la excelencia de la teoría sin exclusión de la importancia de la acción práctica. Al contrario: el método ha de trazar las lindes de la nueva esfera sin inmiscuirse en su contenido específico. Doy a la expresión crítica del método ese significado específico: explanación teórica de la forma cognoscible del tiempo como raíz de la doble dimensión del conocimiento humano –teoría y praxis–, de tal modo que la segunda quede en relación de dependencia respecto de la primera sin anulación de su contenido específico.
La cuestión es, pues, ¿por qué y de qué modo ha de enfrentar el método la problemática de la acción práctica? ¿Cuál es radicalmente esa problemática desde la perspectiva del método?
La crítica del método, en el sentido que aquí se otorga a esta expresión, expone la problemática que deriva del adelantamiento del saber desde la perspectiva que ofrece su aporética tal como históricamente se suscita. Procederemos, pues, en discusión crítica con algunas de las modalidades más sobresalientes de esa aporética.
2. La fórmula aristotélica de la aporía de la voluntad
Aristóteles comienza su tratado de filosofía práctica como suele hacer, con el planteamiento previo de las dificultades. Repárese en que éstas últimas inciden precisamente en las que aquí hemos clasificado sumariamente con arreglo a las direcciones del método.
De entrada, la mayor dificultad teórica relativa al saber práctico concierne al tratado de la acción cuyo principio es la voluntad electiva precedida de deliberación. El contexto específico de la problemática la refiere a la acción moral. Aristóteles hace notar expresamente que “deliberamos sobre lo que está a nuestro alcance y es realizable” [3]. En este sentido es obvio que la acción práctica se adelanta al tiempo, pero no del mismo modo que la teoría, que el Estagirita vincula con lo eterno, porque “sobre lo eterno nadie delibera, por ejemplo sobre el cosmos, o sobre la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado” [4]. El saber práctico, en cambio, tiene que ver con la acción posible, de suerte además que como tal saber depende de la acción misma de que es principio. Aristóteles insiste mucho en este punto, en este contexto de su tratado de la voluntad y las virtudes morales.
¿Podemos llamar al saber práctico saber realizativo? Habríamos de discernir en todo caso un significado doble en esta última expresión, en uno de los cuales se han de tenerse en cuenta ciertas disposiciones que atañen a la voluntad del agente La acción práctica, vinculada con cierto saber, se adelanta al tiempo; pero el problema de la acción moral no radica exclusivamente en tal adelanta- miento sino que añade un ingrediente que afecta a la razón misma de saber. Veamos con más detalle el asunto…
El adelantamiento del saber práctico al tiempo plantea un problema común a los hábitos morales y a los técnicos: “Se podría preguntar cómo decimos que los hombres tienen que hacerse justos practicando la justicia y moderados practicando la templanza, puesto que si practican la justicia y la templanza son ya justos, lo mismo que si practican la gramática y la música son gramáticos y músicos” [5]. Tal es el problema que en general plantea el adelantarse al tiempo del saber práctico. Porque la acción práctica misma no se adelanta sino que se distiende en el tiempo disponible para su ejecución; pero si se considera su principio entonces parece que a la par que se adelanta no se adelanta, sino que sigue al tiempo en que se realiza. En tal sentido ha contrapuesto anteriormente el Filósofo los hábitos a la naturaleza, porque en ésta la capacidad precede a la operación, “en cambio adquirimos las virtudes mediante el ejercicio previo, como en el caso de las demás artes: pues lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo” [6].
Polo se refiere a esta última afirmación de Aristóteles cuando dice: “De un modo drástico, esto se podría expresar del siguiente modo: para saber lo que queremos hacer, hemos de hacer lo que pretendemos saber” [7]. Y añade: “Esta observación aristotélica es afín con lo que pretendo indicar: las acciones prácticas son iluminadas y constituidas por la sindéresis en estrecha vinculación con los otros modos de disponer” [8]. Dejemos pasar por ahora la glosa de esta última frase de Polo y regresemos a Aristóteles.
El problema de los hábitos relativos a la acción práctica es común a las virtudes morales y a las destrezas técnicas, porque en uno y otro caso resulta difícil exponer cómo procede una acción de un principio que depende de ella: ¿cómo hará una acción justa aquél que no es justo y cómo será justo quien no hace acciones justas? Pero también: ¿cómo compondrá o tocará música quien no es músico y cómo será músico quien jamás ha compuesto o tocado música? Puesto que “es posible, en efecto, hacer algo gramatical o por casualidad o por indicación de otro” [9], pero “uno será gramático si hace algo gramatical y gramaticalmente, es decir, de acuerdo con la gramática que él mismo posee” [10].
Cabe identificar este problema con el de la prioridad jerárquica en el sentido orientativo de la exposición metódica referida al saber práctico: ¿ha de considerarse aquí que el método filosófico desciende o que asciende? Bien mirados, tales sentidos orientativos refieren a la posición relativa al tiempo, de una manera análoga a cómo ocurre en el caso del saber teórico. El comienzo del saber no coincide con su principio sino que se interpone a raíz de la consumación de un descenso. El comienzo del saber en el orden natural consuma un descenso de la instancia más alta, el intelecto agente, cuya actuosidad queda prendida en una función digamos inferior a la de su propio rango: hacer los inteligibles en acto; articular el tiempo en presencia; en suma: descender al plano del tiempo. Aquí se suscita la misma dificultad.
Si se dice que la acción desciende del hábito parece desatenderse el correspondiente ascenso que a partir de la acción conforma la posesión del hábito. Si se dice en cambio que el hábito es conformado según el ascenso de la acción que en él se remansa, no se ve cómo la acción misma ha podido descender desde el hábito. Obviamente, la conjunción problemática radica en la interposición del tiempo, pero parece que de una manera más intensa que en la teoría. Pues todavía aquí se prescinde del tiempo en cuanto se lo articula en presente, o al menos en cuanto que el objeto de la teoría es, como dice Aristóteles, lo eterno. Se mantiene desde luego la dificultad concerniente al vínculo entre la intelección y su antecedente sensible y en tal sentido temporal. El propio Filósofo aporta la solución más lúcida a este problema [11]. Pero en el caso de la acción práctica, el tiempo –el tiempo humano– juega un papel más importante, hasta el punto de que la acción distendida en el tiempo toma, por así decir, de él su sustancia.
Notemos que la teoría se adelanta al tiempo en cuanto explana en presencia el contenido de realidad que realmente discurre en el tiempo, o bien, aquel contenido que por eterno queda necesariamente supuesto como fundamento de lo real que discurre en el tiempo. En cambio, la acción práctica se adelanta al tiempo en cuanto sigue a la proyección –al proyecto– de un contenido no dado ya en presencia, sino, en rigor, posible. La acción práctica es en este sentido la acción realizable o posible.
Notemos a continuación que el saber práctico no llega a fraguar como tal saber al margen de su realización, por más que responda a un proyecto que se adelanta al tiempo en la forma recién expuesta: “Lo que hay que hacer después de haber aprendido lo aprendemos haciéndolo” [12], dice Aristóteles; “Para saber lo que queremos hacer, hemos de hacer lo que pretendemos saber” [13], glosa Polo. Eso significa que mientras la teoría prescinde del tiempo, justamente en cuanto que lo articula en presencia, el saber práctico no prescinde del tiempo, sino que es, al contrario, conocimiento expreso del tiempo. Tal es pues la característica distintiva del saber práctico y la razón por la que la prudencia es la virtud –a la par intelectual y moral– rectora del comportamiento práctico. La prudencia es el conocimiento antepuesto al tiempo en la forma de proyectar la medida en que ha de encajarse en el tiempo la acción posible. Eso quiere decir tanto que la acción práctica es conocimiento expreso del tiempo como que es la acción que entra en el interior de la esfera temporal en el modo de implementar su contenido posible. Significa también que la acción práctica no sería posible si el ámbito modal fuera clausurado, ni tampoco si a la intelección humana no le cupiera saltar sobre el tiempo en el modo de iluminarlo justamente como el ámbito de la acción posible. Así se muestra que la explanación metódica del saber práctico exige establecer la tensión diferencial entre las tres direcciones metódicas de principio.
De manera que el estudio metódico de la acción –y eso es la filosofía práctica– no puede prescindir de su realización de hecho en el tiempo. Ahora bien, ¿cómo cabe un protocolo cognoscitivo, un método concerniente a un tema que necesariamente queda establecido a posteriori? Adviértase que el carácter de lo apriórico está en cierto modo incluido en la misma definición de método, puesto que “método” significa el orden o procedimiento regular que disciplina la investigación científica en dirección a su objeto propio. La dificultad es aún mayor si se tiene en cuenta que la filosofía práctica, aunque no sea primera, ha de mantener un vínculo con la filosofía primera, y por lo tanto participar del método de ésta última. En suma: si la filosofía práctica carece de método no es ciencia y si su método se desvincula del que corresponde a la filosofía primera, no es filosofía, con la consiguiente escisión del saber filosófico.
Y, no obstante, la problemática se acusa en el caso de la acción moral, porque los hábitos morales añaden a los técnicos una dificultad adicional. Al igual que los técnicos, los hábitos morales plantean el problema de la duplicidad de su respecto al tiempo: adelantamiento-retraso. Pero las virtudes, además, introducen en el agente una nueva instancia que no se reduce simplemente al saber, de modo que su conexión con el método –que sin duda es saber– se vuelve más problemática. Cabría dudar incluso si es acertada la inclusión de la acción moral como modalidad del saber realizativo: ¿son al cabo las virtudes saber? ¿Y si no lo son tiene que ver algo con ellas el método?
Consciente del problema, justo a continuación del fragmento anteriormente citado, Aristóteles se apresura a deshacer la equivalencia inicial entre hábitos morales y las destrezas técnicas. Parece subrayar de este modo la aporética peculiar del tratado sobre la voluntad. Dice: “Además tampoco son semejantes el caso de las artes y de las virtudes; en efecto, los productos de las artes tienen en sí mismos su bien; basta, pues, que reúnan ciertas condiciones; en cambio, las acciones de acuerdo con las virtudes no están hechas justa o moderadamente sólo si ellas mismas son de cierta manera, sino también si el que las hace reúne ciertas condiciones: en primer lugar, si las hace con conocimiento; después, eligiéndolas y eligiéndolas por ellas mismas; y en tercer lugar, si las hace en una actitud fija e inconmovible” [14].
De modo que el problema metódico de la acción práctica es más agudo cuando trata de la acción cuyo principio incluye la disposición de la voluntad. Entonces la posición del bien, emplazada en el propio sujeto, abre una nueva dificultad. Examinémosla desde la perspectiva de su adelantarse al tiempo:
La acción moral no se adelanta en efecto al tiempo del mismo modo que la acción técnica. Al cabo ésta última proyecta la acción, plasma en ella la idea que luego se transfiere al objeto exterior en que llega a descansar el bien realizado, digamos exento. Por lo tanto, aunque la precedencia de los hábitos técnicos sobre sus respectivas acciones sea difícil de explicar, pueden al menos comprenderse este tipo de acciones bajo la guía del conocimiento. No ocurre lo mismo con la acción moral. Aristóteles carga incluso la mano: “Estas condiciones (relativas a la disposición del sujeto) no cuentan para la posesión de las demás artes, excepto el conocimiento mismo; en cambio, para la de las virtudes el conocimiento tiene poca o ninguna importancia, mientras que las demás no la tienen pequeña sino total, ya que son precisamente las que resultan de realizar muchas veces actos justos o moderados […] y es justo y moderado no el que los hace sino el que las hace como las hace el justo y morigerado” [15]. Y añade: “Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen que por filosofar llegarán a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía” [16].
Naturalmente no recusa aquí Aristóteles a la filosofía sino a aquélla tan pretenciosa que cree poder sustituir la práctica efectiva de la virtud. Resulta curio- so que el famoso prefacio a la Filosofía del Derecho de Hegel reproche una actitud semejante en los teóricos que pretendieron deducir a priori normas para las nodrizas o el formato del carnet de identidad. Habría de examinarse desde luego si el propio Hegel hace caso de sus propias advertencias. Aristóteles parece preferir el peligro de escisión de la filosofía al de su ridícula infatuación.
Cuando tratamos filosóficamente de la acción técnica puede echarse mano, de manera relativamente simple, del esquema de la realización: de la idea a la acción configurada desde ella, y de ésta al objeto externo que plasma la idea. En cambio, con la acción moral entra en escena una instancia que parece resistirse a la simple denominación de saber. El emplazamiento del bien en el propio agente pone en juego una nueva potencia, una facultad peculiar; peculiar, especialmente desde la perspectiva aristotélica: la voluntad, cuyo objeto es el fin; pero no el fin poseído como telos de la praxis cognoscitiva, sino el fin como objeto de tendencia.
En tal caso no basta exponer la acción práctica moral en términos de realización. Se ha introducido en el sujeto una disposición que no equivale simplemente a conocimiento. Sin que, de otra parte, pueda prescindirse de la realización, como en cambio parece ocurrir en Kant, que carga todo el acento en la intención subjetiva. Kant acentúa sobremanera el adelantarse de la acción moral al tiempo, como en compensación al corto adelantamiento que asigna a al conocimiento teórico. Aristóteles no, como hemos visto. Aristóteles tiene en cuenta todas las estrías de la cuestión: de una parte no será justo o moderado aquél que no haya realizado (de hecho) muchas acciones justas o moderadas. De otra parte, no habrá bastado con que realice acciones justas o moderadas como el músico toca el instrumento musical, sino que deberá haberlas realizado con la disposición interior de quien verdaderamente es justo o moderado.
No se despacha fácilmente, pues, el problema metódico de la acción cuyo principio incluye la disposición de la voluntad. Así se echa de ver en especial a continuación, cuando Aristóteles se pregunta si el objeto de la voluntad es el bien o sólo el bien que le parece a cada uno. La aporía de la voluntad parece condensar su dificultad en esta última fórmula, bajo la expresa forma lógica de un dilema: “Que la voluntad tiene por objeto el fin, ya lo hemos dicho; pero unos piensan que aquél es el bien y otros que es el bien aparente. Si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, se sigue que no es objeto de la voluntad lo que quiere el que no elige bien (ya que si es objeto de la voluntad será asimismo un bien; pero en el caso considerado sería también un mal); por otra parte, si se dice que es el bien aparente el que es objeto de la voluntad, se sigue que no hay nada deseable por naturaleza, sino para cada uno lo que así le parece” [17].
Tal como es formulada por el propio Aristóteles, esta eminente aporía de la voluntad replantea en toda su fuerza el problema del método, porque en efecto el segundo disyunto es, por así decir, más peligroso que el primero. El primero arroja en el intelectualismo moral, expresamente rechazado por Aristóteles en los pasajes inmediatamente posteriores de la Ethica Nicomaquea. Pero el segundo disyunto conduce al relativismo, que es el enemigo inveterado del Filósofo. Si el bien es lo que parece a cada uno, entonces tienen razón los sofistas y el saber moral se reduce al silencio. Por lo tanto, debe darse entrada a una peculiar modalidad de conocimiento, en conexión con una modalidad específica de verdad. Dice en efecto Aristóteles: “Si estas consecuencias no nos contentan, acaso deberíamos decir que de un modo absoluto y en verdad es objeto de la voluntad el bien, pero para cada uno lo que le aparece como tal” [18].
Resultaría superficial estimar que el Filósofo ha tomado aquí por la calle de en medio o que ha realizado el juicio de Salomón. De ninguna manera, sino que más bien la solución ha acertado a navegar entre Escila y Caribdis –el intelectualismo moral y el relativismo–, justo en la medida en que la aporía ha queda- do iluminada desde arriba, desde la perspectiva del método. Repárese en lo que añade Aristóteles justo a continuación: “Así para el hombre bueno [el bien será] lo que en verdad lo es; para el malo cualquier cosa […] El bueno, efectivamente, juzga bien en todas las cosas y en todas ellas se le muestra la verdad” [19].
Hay pues una verdad específica de la voluntad con arreglo a la que puede decirse que ésta es la potencia que de manera absoluta tiene por objeto el bien.
Pero entonces con la voluntad tiene que ver también el método sin que por ello se desatienda la disposición interna del sujeto o se reduzca la virtud a mero conocimiento. No obstante, eso significa que en último término, también el sentido prevalente de la acción moral es el descenso. Intentaré explicar esta última tesis, especialmente porque su posición no llega a ser en último término nítida en el propio Aristóteles.
La acción moral vista en sentido ascendente sería aquélla que hace bueno al hombre. En sentido descendente, en cambio, sería la realizada por el hombre bueno. Reparemos en que la duplicidad reproduce la que corresponde al adelantamiento de la acción práctica al tiempo sólo que ahora la dualidad queda emplazada en el interior del sujeto. Pero, emplazada dentro, la propia dualidad se dobla, porque no sólo afecta al doble sentido direccional aludido –descenso y ascenso– sino que junto con él invoca una instancia antropológica nueva: la voluntad. La relación trascendental con la voluntad añade al ser un significado nuevo: el bien. El bien añade al ser una diferencia cuya consideración interna al sujeto exige asimismo una consideración diferencial del acto que a él se refiere. El método exige descender desde esta nueva diferencia de acto hasta su potencia –la voluntad–, y no a la inversa.
También el conocimiento teórico plantea el problema de la prioridad de su sentido orientativo: descenso o ascenso. En el plano del querer, el ascenso del acto de la voluntad es patente si se enfoca como tensión interna del sujeto hacia el bien otro. Si este bien otro es el verdadero –no sólo el aparente–, su elección libre redunda en la virtud moral, que es por lo tanto elevación, ascenso de la potencia volitiva. Así se hace bueno el hombre, realizando buenas acciones.
Si a continuación se dice que es bueno el hombre que realiza la acción como lo hace el hombre bueno, o, de manera equivalente, como hemos leído en Aristóteles, que elige lo bueno aquél que percibe el verdadero bien porque él mismo es bueno, entonces el acto de querer se toma en descenso. Esta segunda perspectiva es más elevada que la anterior, puesto que toma como referencia la prioridad del acto en lugar de fijarse en la anterioridad (temporal) de la potencia. De una manera análoga el método expone el conocimiento en descenso desde el intelecto agente, que es la instancia más excelente. La coherencia aristotélica de Polo va más allá del propio Estagirita al destacar que los hábitos son actos en sentido más eminente que las operaciones. En el orden del querer la prioridad del acto ha de significar también la prioridad de la vía metódica que desciende.
Ahora bien, ocurre también aquí como en la doctrina metódica sobre el conocimiento teórico. Si la raíz última de la acción moral es la voluntad, entonces no cabe la prioridad de la vía metódica que desciende, porque ésta última se trunca. El truncarse en cuestión se manifiesta en que aflora una específica aporía de principio justo en el entorno de la noción sobre la que recae el foco de la atención metódica. La noción es la voluntad y su aporética específica –de acuerdo con la formulación aristotélica– ha quedado expuesta.
Porque, según se ha dicho, la voluntad es potencia, más aún, neta potencia, puramente destinada al ascenso. Esa condición de la voluntad es solidaria con su constitutiva fragilidad, propia de la potencia por antonomasia en el orden espiritual. No sólo la voluntad es constitutivamente frágil sino que su inclusión en la estructura antropológica significa precisamente eso: la debilidad de la criatura espiritual, cuya constitución metafísica no es autosuficiente. A la criatura espiritual no le basta con la diferencia de su propia realidad personal, de manera que no basta con advertir la apertura de aquella diferencia a la que cabe albergar todas las formas. Además de esto, el acto personal insta la apertura transcendental en el modo de ponerse como diferencia relativa a lo otro. Eso quiere decir exigencia de éxodo, de salida de sí, por parte de la instancia exponente del método [20].
Puesto que la voluntad es potencia pura ha de ser constituida en acto, esto es, iluminada según su verdad propia. No es así en el caso del entendimiento, cuyo carácter potencial no es puro sino estrictamente condicionado a la carencia de especie inteligible. Así, el entendimiento no es constituido en su verdad propia, sino por así decir indirectamente iluminado a través de la recepción de la especie inteligible. Esta condición del intelecto explica que su acto resulte acotado, esto es, que se ejerza en estricta correlación con su objeto sin arrastre de su potencia, que en cambio –en el caso de la voluntad– queda prendida – constituida– en su acto.
Polo tematiza la debilidad de la potencia volitiva a través de la curvatura de su acto [21]. La curvatura del acto volitivo es congruente con la condición propia de la nuda potencia pasiva. La prioridad de la dimensión metódica que desciende es expresada por Polo como precedencia de la instancia antropológico-trascendental denominada sindéresis. La sindéresis es el hábito innato dual cuya iluminación en descenso constituye en acto a la nuda potencia pasiva, la voluntad [22]. Como potencia pasiva pura, el respecto de la voluntad al bien no incluye ni su presencia ni su ausencia, de modo que la voluntad misma es descrita en los términos de relación trascendental al bien (ni poseído, ni ausente) [23]. Puesto que la voluntad es potencia pasiva pura ha de ser constituida en acto, esto es, iluminada según su verdad propia.
La curvatura del querer se significa la imposibilidad del ejercicio unívocamente rectilíneo del acto volitivo, de la dirección unilateral a lo otro. Precisa- mente este remitir del querer a lo otro, constitutivamente impuro, por llamarlo así, pone en evidencia la exigencia del éxodo en el orden volitivo, equivalente a su vez a la exigencia de un ascenso peculiar. Parecería lo contrario: parecería que si la voluntad es la instancia antropológica que refiere a la alteridad, su acto hubiera de constituirse en impecable rectitud. Pero en verdad esta perfecta rectitud pertenece a la intencionalidad cognoscitiva y no a la volición; hasta tal punto que la propia diferencia del acto cognoscitivo se oculta, es el límite mental. El querer, en cambio, involucra al sujeto, su instar es a la vez instancia a su sujeto, del que exige compromiso, posición de la diferencia propia, personal.
En función de su curvatura, el querer involucra al sujeto, lo saca de sí, por lo mismo que lanza hacia la realidad de lo querido. Como tal acto, el querer transciende la presencia intencional de lo conocido en el cognoscente, que en cambio consuma la razón de lo verdadero. Análogamente, del lado del sujeto, el querer rebasa la escueta dimensión ejecutiva del acto de modo que su desbordar arrastra al núcleo personal ejecutivo. La curvatura del querer exige de suyo refuerzo a modo de posición de la diferencia personal.
Antes de seguir advirtamos ya que la libertad es en esencia esta posición de la diferencia personal que se comunica al acto volitivo. Adviértase asimismo que el comunicarse en cuestión es el descenso con que la instancia más excelente –la libertad trascendental– acompaña al acto de la voluntad, la potencia menesterosa. Tal es a mi parecer el meollo de la solución poliana a la aporía de la voluntad. No se trata desde luego de una solución simple porque intenta hacer justicia a la multiplicidad de dimensiones significativas del asunto; como a su modo Aristóteles, pero con el añadido de un matiz destinado a elevar la voluntad hasta su vínculo en el orden trascendental.
2. Conclusión: la dimensión heurística del método en el orden de la volición
La aporía de la voluntad colapsa el método porque: o bien escinde el saber o bien amalgama la duplicidad de sus modalidades. El colapso metódico se manifiesta como dificultad para mantener la excelencia del ser personal sin anulación de la exigencia de su respecto a lo otro, al bien otro. El control de la aporética de la voluntad exige su emergencia retrospectiva. Eso quiere decir mostrar las confusiones e interferencias entre las direcciones ejecutivas del pensamiento concurrentes en desorden. Des-obturar la aporética de principio es establecer su seriación retrospectiva en la dirección metódica correspondiente, lo cual exige mantener la tensión diferencial entre las modalidades ejecutivas del pensar. Como se ha dicho, las aporías de principio conforman cúmulos inapropiadamente abigarrados cuya des-obturación metódica es distributiva.
Así, según acabamos de ver, no hay que confundir el problema de la relación del saber práctico con el tiempo, con éste otro, más profundo, planteado por la relación de la libertad con la alteridad. No obstante, aquél ha de encontrar su raíz trascendental en éste, puesto que el método recorre en descenso el camino que asciende desde la acción temporal a su remansarse en los hábitos.
Los hábitos adquiridos pueden describirse como este remansarse de la acción que se distiende en el tiempo humano: en definitiva, los hábitos adquiridos, tanto morales como técnicos, pueden considerarse articulación práctica del tiempo. Articulación, puesto que a través de ellos se tiende una nueva forma unitiva de las diferencias reales recíprocamente excluidas. En este caso las diferencias excluidas son las acciones humanas, que quedarían dispersas sin la reunión que impone la forma del hábito. La descripción heideggeriana del éxtasis temporal puede valer en este contexto: Ser y tiempo ilustra bien la reciprocidad entre el adelantamiento al tiempo del proyecto existencial y el deslizamiento hacia el pasado en que arraiga la condición de la facticidad. No obstante, la descripción heideggeriana parece miope para la esfera específica de los hábitos morales, cuyo principal negocio se juega tangencialmente al tiempo, en el ámbito de la intimidad personal.
Con relación a éste último, la condición de la facticidad ha de considerarse situación de partida, esto es, comienzo en el orden de la acción práctica. La conexión entre libertad y alteridad aporta en cambio el problema de fondo en el interior de aquella esfera con relación a la que la situación del existente se toma como comienzo. Adviértase la analogía con el problema metódico del saber teórico, donde el principio del saber se enmascara en función del interponerse del comienzo.
En el orden práctico el comienzo es la situación: entre el existente libre y el horizonte de su acción se interpone la condición de facticidad. La situación fáctica de partida introduce manifiestamente el tiempo en el inicio de la acción libre, pero no de tal suerte que la interposición temporal se vuelva metódicamente insalvable. Lo sería si no cupiera también aquí una guía heurística que el tiempo no proporciona sino en la medida de su reducción metódica. Pero el tiempo es susceptible de ser considerado ámbito de la acción humana libre. A título tal el tiempo queda iluminado según la nueva formalidad que introduce el enraizamiento temporal del existente. Llamo instante al lugar desde el que se opera la mencionada iluminación del tiempo. El lugar en cuestión es la situación misma de partida, la condición temporal del existente en la misma medida de su apertura metódica.
El existente libre tiene que ver con el tiempo en la medida en que ha de habérselas con lo otro: alcanzar su propia altura en pugna con la mediación que se interpone de parte de la alteridad. En suma: también en el orden práctico el interponerse del comienzo señala la consumación de un descenso. La dinámica de la acción práctica es creciente por lo mismo que se considera en ascenso: el ascenso toma como referencia la situación de partida, el comienzo, cuyo rango es inferior al del principio hacia el que se asciende y que es también aquél cuyo descenso señala la vía metódica de ascenso.
El método desciende –y asiste así el ascenso– en cuanto propicia la apertura del comienzo. La apertura del comienzo es, también en el orden práctico, una iluminación del tiempo como el ámbito al que ha de volcarse el dinamismo de la libertad. Desde esta perspectiva el tiempo humano es el orden susceptible de implementación [24]. El instante es el punto de contacto, el comienzo iluminado y abierto en orden a la implementación práctica del tiempo.
Hegel confunde la mencionada duplicidad de planos en su tratamiento de la voluntad como potencia realizativa pura. Insisto: uno es el plano de la realización temporal de la libertad –propiamente, sólo de su obra mundana– y otro aquél en que la libertad tiene que ver con la alteridad. La confusión hegeliana procede del solapamiento de la terna de direcciones metódicas de principio. Sólo así cabe estimar que la libertad se realiza como articulación modal culminante en el presente [25]. Por su parte, Kant no discierne suficientemente la articulación del tiempo en presente de modo que pierde la tensión que aporta el vínculo del saber moral con el teórico.
El planteamiento de Polo enraíza la voluntad en la esfera trascendental con expresa evitación de los riesgos aludidos. Frente a Hegel mantiene el orden de vigencia de la libertad que excede al de su realización temporal, y frente a Kant no separa esa vigencia del vínculo presente que conforma su situación fáctica. Con relación a la filosofía escolástica, Polo invierte la jerarquía entre las nociones de voluntad y libertad. Si se hace de la libertad una mera propiedad del acto volitivo, la instancia más excelente queda deprimida. Al cabo la conexión natural –en tal sentido, necesaria– de la voluntad con el fin desplaza a la libertad al exclusivo plano de la elección de los medios. Pero esta doctrina no termina de hacer justicia ni a la prioridad del acto, ni en realidad a la noción cristiana de la persona. Ha de invertirse por tanto el orden jerárquico entre el par de nociones y comprender la libertad trascendental como raíz del acto volitivo.
Concluyamos. La introducción de la consideración de la voluntad vuelve especialmente problemática la doctrina del método. Debe ahondarse hasta la raíz de cada una de las instancias cuya relación radical se indaga.
A mi modo de ver, la raíz de la problemática del método –cuya razón es la anticipación del saber– se cifra en la cuestión que podemos llamar heurística. El verdadero problema filosófico del método es explicar cómo pueda compaginar- se un protocolo cognoscitivo (un método) con la novedad de su tema. De hecho, la necesidad de establecer esa conexión nos ha conducido a la distinción entre las dimensiones descendente y ascendente del método de la filosofía primera. Que el método haya de conformar un ejercicio cognoscitivo regular –sometido a regla, protocolario– parece fuera de duda, pues esa condición se contiene simplemente en la idea más corriente que se tenga de lo que es un método.
Resulta en cambio más difícil ver por qué haya de exigirse al método de la filosofía primera la condición heurística, o correlativamente, la condición de la novedad como requisito indispensable de su tema propio. Y, sin embargo, si no se cala ese punto, no se percibe de entrada la característica más neta que cara a su advertencia tienen los principios trascendentales. Los principios trascendentales son nuevos o no son tales, decaen de su prioridad trascendental: al envejecer, valga la metáfora, dejan de ser principios. Como, precisamente, carece de sentido que los principios trascendentales envejezcan o decaigan de su rango, lo que en verdad decae es el método que los persigue como a su tema propio. De manera que el método ha de mantenerse en su dimensión heurística, ha de vertebrar su propio protocolo metódico en sentido negativo –o más propiamente, reductivo– ha de apartar, reducir el carácter de la vetustez que aparentemente introducido en su tema se ha colado en verdad en el propio método.
Tal es a mi modo de ver, la novedad heurística propuesta con el abandono del límite. Ahora puede entenderse por qué la razón del problema del saber –su anticipación– deriva de una raíz más profunda y que concierne a la cuestión heurística: porque en efecto la anticipación del saber sobre el tiempo, la presencia mental –el límite– es la constancia, de acuerdo con la cual la novedad de lo entendido se oculta; y de acuerdo con la cual se oculta también la novedad de la libertad trascendental de la que depende el saber. La libertad trascendental es instancia exponente del método en la medida de su correlación con la novedad de los principios trascendentales. En este sentido el método desciende siempre desde lo nuevo, o, dicho de otro modo, si se limitara a la repetición de lo vetusto habría perdido su índole trascendental.
Vayamos ahora a la raíz del problema de la voluntad, con vistas a ponerlo en relación con la cuestión heurística del método. La raíz de la voluntad es la razón de alteridad. La voluntad es la potencia cuya razón formal es la necesidad por parte del ser personal de contar con lo otro; en tal sentido la voluntad es la potencia espiritual por excelencia. Lo otro, la alteridad en tensión respecto de la cual la voluntad misma es nuda potencia pasiva, se llama bien trascendental. El bien es la diferencia extrínseca que establece el polo sin cuya tensión la estructura de la persona creada no se constituye. Como, de otra parte, lo que la voluntad introduce en semejante estructura es una tensión hacia la diferencia ajena, es obvio que la conformación personal es desde esta perspectiva tensa, no admite, por decirlo así, aislamiento.
Fernando Haya, dadun.unav.edu/
Notas:
1 Obviamente ningún emplazamiento de las dificultades de principio en alguna de las direcciones metódicas, ninguna de las distribuciones temáticas que des-obturan la aporética, pierde la tensión entre las mencionadas modalidades ejecutivas.
2 Repárese en la solución poliana a este problema: la libertad trascendental es el núcleo del saber.
3 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 3, 1112a30-31. Sigo con alguna modificación la traducción castellana de M. Araujo y J. Marías, en la edición de Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1999, p. 36.
4 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 3, 1112a21-23.
5 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a17-21.
6 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, I, 1003a31-33.
7 L. Polo, Antropología trascendental, II: La esencia de la persona humana, Eunsa, Pamplona, 2003, p. 168, n. 137. Remito a toda la segunda parte de este tomo como fuente bibliográfica principal del desarrollo que aquí presento. Cfr. también J. F. Sellés, Los hábitos intelectuales según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona, 2008.
8 L. Polo, Antropología trascendental, II, pp. 168-169.
9 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a22-23.
10 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a23-25.
11 Equivalente a la respuesta afirmativa de Santo Tomás a la cuestión de si son precisos hábitos para cualquier acto intelectual.
12 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, I, 1003a32-33.
13 L. Polo, Antropología trascendental, II, p. 168, n. 137
14 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105a25-1105b1.
15 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105b12-18.
16 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, II, 4, 1105b1-9.
17 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a14-20.
18 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a21-23.
19 Aristóteles, Ethica Nicomaquea, III, 4, 1113a23-29.
20 Dígase de paso que todo el énfasis de la filosofía de Nietzsche se dirige contra esa dimensión, digamos, extática, del querer, con la consiguiente crispación de un planteamiento centrado precisamente en la voluntad: cfr. A. L. González, Persona, Libertad, Don, Lección Inaugural del curso académico 2013-14, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona, 2013, pp. 31-33.
21 Cfr. L. Polo Antropología trascendental, II, pp. 127; 201 y ss.
22 Cfr. L. Polo Antropología trascendental, II, pp. 132; 142 y ss.; 209 y ss.
23 El carácter metafísico de la relación trascendental indica precisamente la condición de una pura relacionalidad que no supone consistencia en el término relativo (esto es, consistencia aparte de su misma relacionalidad). Propiamente hablando el absoluto con relación al que la voluntad es relación trascendental es el ser: el ser significado precisamente como lo otro. El bien designa por lo tanto la pura relación del acto personal creado con respecto al ser –incluido el ser propio– (de otro modo el ser propio no sería bueno ni amable, lo cual es aberrante).
24 Adviértase pues que la tercera dirección metódica se conjuga doblemente con la primera, puesto que la libertad trascendental exime del tiempo en el plano teórico mientras que procede a su implementación en el práctico. De otra parte, la modalidad ejecutiva del pensar que desde la libertad trascendental se toma en descenso mantiene la tensión diferencial respecto de la segunda (el pensamiento negativo) en la medida en que el descenso en cuestión ha de ser expresado. No cabe expresión sin articulación negativa de lo pensado. Pero además, el lenguaje, la expresión, es el medio, el elemento mismo de la comunicación personal humana. Desde esta perspectiva comunicar es más que expresar porque la comunicación es el juego mismo de las diferencias persona- les, es decir, la tensión diferencial establecida entre núcleos personales o libertades trascendentales distintas. La comunicación personal trasciende la disposición del método, en el sentido de que su heurística se vuelca en puro hallazgo. Si no se mantiene tal trascendencia se corre el riesgo de subsumir la alteridad personal en la doctrina del método, como hace Hegel, lo cual es una enormidad. Subsumir la alteridad en la doctrina del método equivale a la eliminación del valor de la persona. Pero el riesgo contrario al que Hegel representa es el que resulta frecuente en la llamada filosofía personalista: a mi modo de ver, buena parte de la filosofía que corre bajo esta denominación salta sobre el método en favor del destacamiento del valor de la intersubjetividad. Ese salto constituye a mi juicio un gravísimo error que va en absoluto perjuicio de la filosofía. Metódica- mente incurre en aporética de principio porque conculca la primera de las direcciones del método, es decir, obvia la articulación presente del tiempo que es el valor primario del acto cognoscitivo.
25 Precisamente el hecho de que la letra de Hegel parezca señalar esa culminación mientras el espíritu que anima especialmente el Prefacio de la Filosofía del Derecho sugiera lo contrario, esta contradicción, digo, manifiesta la aporía de principio que envuelve la filosofía práctica hegeliana: la filosofía tiñe con tonos grises el final de una época ya consumada; ¿vienen pues otras que la filosofía dialéctica del presente no ha concebido? La ambigüedad hegeliana en este punto constituye precisamente el origen teórico de la subsiguiente escisión entre los hegelianos.
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