1. Introducción: vocación y especificidad de la mujer a la luz de la gracia
En una de las últimas páginas de su obra La Mujer, Edith Stein dirá: “así pues, tras eso también podemos decir: la especificidad de la mujer consiste esencialmente en la particular receptibilidad para la acción de Dios en el alma, y llega a su pleno desarrollo si nos abandonamos a esta acción confiadamente y sin resistencia” (Stein 324). Esta sencilla frase conclusiva, ya nos introduce en el trabajo de esta filósofa alemana, una religiosa cristiana convertida a la mitad de su vida, de formación y pasado judío, ateo y feminista, activista social por los derechos de la mujer y discípula de la primera fenomenología. Ante todo, es el trabajo de una mujer que se reconoce a sí misma –y, con ella, a todo el género femenino– como el lugar (locus) teológico y filosófico que, al mismo tiempo, da que pensar y qué pensar. Así, la mujer no solo es el tema concreto que la autora aborda desde distintas perspectivas según el artículo que se tome, sino que, más aún, la mujer es, podríamos decir, el paradigma epistemológico y hermenéutico desde el cual Edith Stein formula y plantea la teología contenida en esta obra. Dicho de otra manera, se trata de hacer teología dogmática, se trata de hacer eclesiología, antropología y también mariología a partir de lo que la mujer es y, puede llegar a ser, a partir de su vocación –de su ethos– y de su singular especificidad, y cómo estas se ven afectadas por la acción de la gracia de Dios. En palabras de la misma autora, “todo esto apunta a lo siguiente: lo que la mujer debe ser según su plasmación originaria solo puede llegarlo a ser, si a la configuración natural que actúa desde el interior se añade la configuración mediante la gracia” (Stein 150).
Pues bien, antes de profundizar en la naturaleza del pensamiento teológico de Edith Stein, se hace necesario conocer –aunque sea someramente– cuál es la influencia filosófica que está detrás de sus planteamientos. Como ya hemos dicho, esta mujer alemana es hija del siglo XX y, por eso, le tocó beber directamente del origen de la fenomenología. De hecho, su cercanía a esta corriente filosófica no estuvo dada únicamente por su contexto, ya que Edith Stein estudió y fue discípula directa del padre de la fenomenología: Edmund Husserl. Este dato será fundamental para comprender el modo en que ella se acerca a la reflexión sobre la mujer y su relación con la gracia, partiendo del hecho concreto o, en palabras del mismo Husserl, “yendo a la cosa misma” [1]. Dicho de otra manera, Edith Stein asume fenomenológicamente su estudio sobre la mujer, pues sabe que de ese modo podremos acceder a lo que la mujer es esencialmente, a su naturaleza, vocación y ethos. Por eso, esta perspectiva nos permite pasar de la fenomenología a la ontología, lo cual será determinante a la hora de entender la teología de la santa Stein.
Luego de esta explicación, podemos seguir adelante en la misión de introducir nuestra investigación, la cual, recordemos, buscará dar cuenta de la importancia de la mujer en la Iglesia a partir de las ideas de Edith Stein. No obstante, antes de eso es necesario definir algunos conceptos teológicos que están a la base del desarrollo de este trabajo, los cuales se hallan ciertamente presentes en la obra revisada y pueden actuar para nosotros, a modo de marco conceptual dador de sentido. Por eso, a continuación, esbozaremos algunas de las características propias de la vocación y naturaleza femeninas a partir de Edith Stein.
En primer lugar, podemos leer que “el cuerpo y el alma de la mujer están hechos para una finalidad especial” y que “la mujer está configurada para ser compañera del hombre y madre de seres humanos”. Sumado a esto, se nos dice también que:
La impostación de la mujer se dirige a la persona vital y a la totalidad. Proteger, custodiar y tutelar, nutrir y hacer crecer: he ahí su deseo natural, puramente maternal (…). Lo personal-vital, aquello a lo que atiende su solicitud, es un todo concreto, y como tal todo concreto quiere ser tutelado y desarrollado, no una parte a costa de una o de otras (Stein 26) [2].
Lo anterior, nos muestra que, para Edith Stein, existe una vincul ción en la mujer entre lo que se hace y lo que se es. Dicho de otra manera, se reconoce que la atención e inclinación natural de la mujer está orientada hacia lo particular, hacia lo que no es abstracto, sino concreto y singular (descubriendo en eso el todo). Esto se refleja muy concretamente en el cuidado de los otros, tarea que le es natural a la mujer, ya que “es capaz de penetrar empática y reflexivamente en ámbitos que a ella de suyo le quedan lejos y de los cuales jamás se hubiera preocupado si no hubiese puesto en juego al respecto un interés personal (…). Su participación vital despierta las fuerzas e incrementa las prestaciones de aquel en cuyo favor ella toma parte” (Stein 27).
Por lo tanto, de este acercamiento podemos desprender una primera conclusión: la vocación de la mujer y su especificidad parecieran estar íntimamente vinculados a lo otro, es decir, a la alteridad. Esta categoría de la alteridad, por tanto, no debe ser entendida como accidental, sino más bien como ontológica (similar a lo que hace Agustín en el De Trinitate a la hora de introducir los conceptos de relación o relatividad en la comprensión del dinamismo intratrinitario), como algo que define el ethos femenino y lo hace ser lo que es. Esta actitud básica de apertura y disponibilidad que reconocemos en la mujer será lo que, en definitiva, determinará su relación con la gracia de Dios, asunto que pasamos a desarrollar a continuación.
La receptividad natural de la mujer, nos dice Edith Stein, va “estrechamente unida a la receptividad para lo divino y para la unión personal con el Señor, la disponibilidad y el anhelo para dejarse inundar plenamente y dirigir por su amor” (Stein 72); por lo tanto, en esa apertura que reconocemos en la mujer frente a los demás, se inscribe más profundamente la referencia a lo divino y la posibilidad del encuentro con Dios, al mismo tiempo que ese encuentro, una vez consumado, redefine y completa esta disposición natural. Dicho de manera más sencilla, la especificidad femenina tiende a la apertura al absoluto y ese movimiento, al mismo tiempo, es el que consolida la verdadera y única vocación de la mujer. En palabras de Edith Stein, existe en la mujer “un deseo de dar amor y de recibir amor, y en ello un anhelo de elevarse desde la estrechez de su fáctica existencia actual hasta un ser y actuar superiores” (Stein 91). De ahí la tremenda importancia que tiene la gracia en todo este proceso, ya que la única fuerza capaz de gatillar esto es la fuerza de la gracia [3], “es Dios quien debe hacerlo” (Stein 149) y obrar para que, en la mujer, el deseo natural de darse a sí misma por completo sea verdaderamente pleno.
En síntesis, hemos visto en esta introducción que, a partir de las ideas de Edith Stein, es posible reconocer en la mujer una vocación originariamente marcada por la apertura y la alteridad. Esto es lo que, en un mismo movimiento, termina configurando su especificidad y la naturaleza de su obrar, siempre en-referencia-a-otro. A su vez, hemos reconocido que esta disposición natural es también el punto de encuentro con la acción de la gracia, momento en el que la mujer ve completada su naturaleza, ahora en-referencia-al-Otro. Esto último será muy importante, ya que no solo nos abre a la dimensión relacional de la mujer con Dios, sino que, más aún, nos muestra cómo la mujer, en esa relación, se ve reconfigurada y da un paso cualitativamente sustancial en el camino de la propia divinización, a imagen de Cristo y en la Iglesia.
2. La importancia dogmático-trinitaria de la mujer
Luego de haber introducido someramente qué es lo que Edith Stein entiende cuando se refiere a la mujer y, recordando nuevamente nuestro objetivo de responder a la pregunta por su importancia dentro de la Iglesia, demos ahora un paso hacia una definición de mayor densidad teológica, asociando a la mujer, su vocación y su especificidad, a la verdad más fundamental de la fe. Dicho de otra manera, para contribuir a la consistencia de nuestros planteamientos (y los de Edith Stein) se hace necesario partir de una base que ya deje de ser circunstancial, contextual o indeterminada, y sea, más bien, definitiva, inmutable e inalterable. De ese modo, las afirmaciones que hagamos sobre la mujer y su rol en la Iglesia tendrán un peso distinto, puesto que estarán ancladas en las verdades que sostienen nuestra fe y que han sido definidas por la Tradición a lo largo de la historia. Es por esto que, en este capítulo, buscaremos fundamentar la importancia de la mujer a partir de la realidad misma de Dios y de la insondable y eterna Santísima Trinidad [4].
En la página 147 de su obra, Edith Stein dice: “ella –la mujer– está dispuesta a ser para otras almas protección y morada en que dichas almas puedan desarrollarse. Esta función (…) se extiende a todos los seres humanos que entran en el horizonte de la mujer”. Esta afirmación, que a simple vista refiere únicamente a la mujer, será nuestra puerta de entrada para reconocer que en la especificidad femenina se hallan presente elementos propiamente divinos. En otras palabras, la naturaleza femenina que Edith Stein presenta no puede evocar sino a la naturaleza de la Trinidad, tal como la hemos entendido desde los inicios de la fe, donde cada persona trinitaria es-en-la-otra y donde todo de uno está también en el otro (lo que conocemos como perijóresis). De esta manera, volvemos a reafirmar el vínculo cada vez más íntimo que existe entre la vocación de la mujer y la acción del mismo Dios (a través de la gracia), llegando a reconocer, incluso, que la dinámica propia de la Trinidad es, de hecho, el punto culminante de toda vocación femenina, tal como lo dice nuestra autora “sólo Dios puede regalarse a sí mismo a un ser humano de tal modo que llene todo su ser, sin perder nada de sí a la vez. Por ello es la donación absoluta de sí, el principio de la vida religiosa, y a la vez el único posible cumplimiento adecuado del anhelo femenino” (Stein 38).
Aparece ante nosotros, por tanto, la certeza de que la mujer logra “hacer ser” a otros, del mismo modo en que cada una de las personas trinitarias es gracias a la relación con las otras. Lo importante, sin embargo, es que podamos reconocer que esto no implica –ni para la Trinidad, ni para la mujer– una suerte de anulación de la propia identidad. Cuando afirmamos que la mujer, a imagen de la Trinidad, existe solo en relación con otros, no quiere decir que ella pierda su autenticidad y que quede relegada a un determinismo que le viene de afuera y que nunca será propiamente suyo. No, la paradoja está en que, justamente en la entrega total de sí misma a la alteridad, la mujer alcanza lo más perfecto de su propia singularidad ofrecida al mundo. Es lo que Edith Stein vuelve a reafirmar a la hora de pensar la relación con el varón, de quien la mujer debe ser el “auxilio que le hace posible llegar a ser lo que él debe ser, pues ‘el hombre tampoco es sin la mujer’ y por eso debe ‘dejar padre y madre y unirse a su esposa’” (Stein 240) [5]. Concluimos este párrafo insistiendo en que la vida de la mujer puede ser definida en el acto de “entregarse amando así, llegar a ser propiedad del otro y poseer totalmente a ese otro, todo eso constituye el deseo profundo del corazón femenino” (Stein 37), lo cual nos muestra que, en ese movimiento que hace la mujer, también hay para ella una dimensión de “ganancia”. No es pura entrega abandonada que no espera absolutamente nada, sino que es búsqueda de reciprocidad; en el fondo, tiene algo de autorreferencial (sin ser por eso algo negativo), pues la mujer se está buscando a sí misma y, comprende que su propia plenitud solo aparecerá en la medida en que viva para otros. Yéndonos a un extremo, podríamos entender esto como una instrumentalización que hace la mujer frente a la otra persona, ya que sabe que, para vivir plenamente, necesita de las demás personas. Pero esto no es así, ya que la acción de la mujer está originalmente orientada hacia las necesidades del otro. Por eso, el devenir y la realización de la otra persona es también un elemento que constituye a la mujer, que acoge, anima y resguarda de manera que el otro ser humano pueda hacerse verdaderamente autor de sí mismo. De ese modo, identidad y unidad quedan totalmente resguardadas en la realidad de un vínculo que, como ya hemos dicho, nos evoca fuertemente a la Trinidad. Por eso, esto es exactamente igual a cómo entendemos las relaciones intratrinitarias, donde la identidad de cada una de sus personas queda esencialmente resguardada a pesar de su ontología relacional. Dicho de otra manera, por ser con el otro yo no dejo de ser yo mismo, pero cuando soy con ese otro, soy completamente yo. En una formulación como esta es donde radica la fuerza de nuestro argumento (y el de Edith Stein), que se sostiene en la certeza de que la Trinidad es similar a la naturaleza femenina (o, más bien, que esta última se orienta hacia la primera), por lo cual la mujer, ella entera, está llamada a ser imago Trinitatis [6].
3. La importancia eclesiológica de la mujer
Ya hemos visto el fundamento dogmático que vincula a la mujer y su naturaleza con una de las verdades más fundamentales de la fe cristiana: la realidad de la Santísima Trinidad. La fe en estas definiciones, sin embargo, no solo tiene sentido a la luz de la experiencia singular de cada mujer, sino que, más específicamente, ella también es lo que configura la existencia y naturaleza de la Iglesia. En otras palabras, la Iglesia (en cuanto conformada por seres humanos) vive de la fe de los cristianos y ella está originalmente referida al objeto más propio de esa fe: Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado, consubstancial y coeterno al Padre y al Espíritu en la eterna Trinidad. Así, podemos reconocer que la Iglesia, aun siendo una estructura humana y temporal, también cuenta con elementos fundamentales que nos han sido revelados y que nos vienen del Padre, a través del Hijo en el Espíritu. Es desde esa certeza desde donde entendemos la eclesiología y todas las conclusiones referidas a la Iglesia.
Sin embargo, es necesario reconocer, además, que, a pesar de que la Iglesia claramente tiene una naturaleza humana y divina, ella subsiste, necesariamente, en la vida de los hombres y mujeres creyentes. No basta con que formulemos una definición abstracta que logre dar cuenta de los orígenes de la Iglesia y su naturaleza revelada, puesto que la Iglesia es las personas (de ahí que hoy la entendamos como Pueblo de Dios), comprendidas ellas en toda su realidad social, histórica y contextual, la del pasado, la del presente y también la del futuro. Así, esa primera definición más teórica acerca de la Iglesia y sus fundamentos alcanza verdaderamente la plena encarnación (al modo de Jesús), en la medida en que ella vive y se sostiene en la fe de los creyentes (fe que, como ya dijimos, está referida a las verdades y certezas sobre Cristo).
Pues bien, esta breve explicación que hemos hecho nos ayudará a entrar en la materia más propia de este capítulo, el cual, queriendo responder a la pregunta por la importancia de la mujer en la Iglesia, estará orientado hacia establecer un vínculo entre lo que es la Iglesia y lo que es la mujer. Con esto, intentaremos descubrir que la Iglesia tiene también una naturaleza femenina que va mucho más allá del hecho de que la palabra “iglesia” esté formulada en género femenino o que, refiriéndose a ella, se utilice la palabra “madre”. El punto está en que esta naturaleza femenina, a su vez, le viene, necesariamente, de la mujer misma. De ahí la importancia eclesiológica de esta última, asunto que pasaremos a revisar a continuación.
“Hay que entender a la mujer como símbolo de la Iglesia” (Stein 298), nos dice Edith Stein, puesto que ella –la mujer– “es un órgano esencial para la maternidad sobrenatural de la Iglesia. Ante todo, lo es con su maternidad corporal” (Stein 297). A partir de esto, podemos comenzar a esbozar la necesidad e importancia de la mujer desde una perspectiva eclesiológica. Y es que pareciera ser que en la naturaleza femenina, tocada por la gracia, yace, también, un elemento de posibilidad de la misma Iglesia. Ya lo dice Edith Stein cuando habla de la creación y ve que la mujer ha sido formada desde el costado del hombre, para ser de este, compañera, y representar, así, su papel en la construcción de la Iglesia [7]. Más aún, esta relación tiene, incluso, una dimensión corporal, netamente carnal, puesto que, según nuestra autora, para que la Iglesia sea verdaderamente madre y alcance su perfección, “debe la humanidad seguir procreando”, ya que “la vida de la gracia supone la vida natural”. Frente a esta realidad, la mujer se vuelve un elemento importantísimo (y no solamente porque es la única capaz de traer hijos al mundo), ya que “su organismo corpóreo-espiritual está formado para la natural tarea de la maternidad, y la protección de la prole está santificada por el sacramento del matrimonio e incluida en el proceso vital de la Iglesia” (Stein 297). Por lo tanto, de lo anterior podemos desprender una primera conclusión que tiene que ver con la capacidad concreta de la mujer de engendrar nueva vida (literalmente, de parir). Esta capacidad propiamente femenina adquiere una profundidad distinta si es que miramos a la Iglesia y su misión de ser dadora de vida (igual que la mujer). Es por eso que a la Iglesia la llamamos “madre”, puesto que ella replica –a una mayor escala– los mismos anhelos e inclinaciones del corazón femenino: estar abierta para recibir y dar vida, reconociendo en eso no solo un acto de voluntarismo, sino que, ante todo, la realización de su propia vocación.
A partir de lo que ya hemos dicho, nos podemos preguntar ahora cómo es, entonces, que se constituyen las relaciones desde una perspectiva femenina y cómo eso puede tener que ver con la vida de la Iglesia. Si consideramos lo que se expuso en el capítulo anterior, podemos volver a afirmar que lo que marca estas relaciones es la mutua reciprocidad, es la igualdad fundamental que logra despojarse de cualquier tipo de dominación, jerarquía o subordinación entre las dos partes o personas (esto, como ya dijimos, es también lo que identifica a las relaciones intratrinitarias). Pero la pregunta ahora es cómo relacionamos esta realidad con la vida y estructuración de la Iglesia, siempre desde una perspectiva eclesiológica. Esto es lo que nos podría permitir adentrarnos en el valor más fundamental que tiene la mujer para la Iglesia, puesto que en la naturaleza femenina (tan similar, como ya vimos, a la Trinidad) no solo se hallan contenidas una serie de características, sino que, ante todo, la vocación y especificidad de la mujer logran configurar una propuesta eclesiológica o, en otras palabras, una manera de hacer Iglesia que tiene como única referencia a la Trinidad misma [8]. Es por eso que concluimos este capítulo afirmando que efectivamente existe una importancia eclesiológica en el rol de la mujer en la Iglesia, importancia que se manifiesta de maneras muy diversas. Por un lado, la capacidad engendradora de la mujer es la que posibilita el crecimiento de la Iglesia y, por otro lado, más profundamente, su naturaleza y especificidad son las que marcan la esencia misma de la Iglesia, que desde siempre se ha sabido “esposa” de Cristo y, por tanto, hecha para entrar en-relación-con-otros y, en ellos, entrar en relación-con-el-único-Otro. De ahí que la presencia femenina en la Iglesia no solo no puede quedar reducida a una realidad meramente ocasional, práctica o circunstancial, sino que, más aún, debe ser reconocida como uno de los elementos constitutivos (sino, el más) de la razón de ser de la Iglesia de Cristo.
4. La importancia divina de la mujer
Bien sabemos que uno de los temas teológicos más relevantes de la era patrística y de todo el desarrollo posterior de la teología cristiana, es el de la divinización del hombre a través de Cristo [9]. Esto, a grandes rasgos, tiene que ver con que, en la Encarnación, al asumir el Verbo la condición humana, se establece un vínculo entre la vida divina (hasta entonces exclusiva de Dios) y la vida humana. Dicho de otra manera, con la muerte y, sobre todo, con la resurrección de Cristo (entendido como plenamente humano) la vida divina se hace accesible a todo el género humano, por cuanto Jesús de Nazaret ha inaugurado la definitiva resurrección de la carne y la presencia infinita en el banquete escatológico que él mismo se ha ofrecido a preparar, previo a la llegada de todos los hombres y mujeres. Si debiéramos reducir esto al máximo, podríamos decir, que “el Hijo se ha hecho como nosotros para que nosotros seamos como él”. En eso consiste la divinización de la vida humana a la luz de la fe en Jesucristo.
Pues bien, si llevamos este tema a lo que nos compete en este trabajo, es decir, a la investigación en torno a la importancia de la mujer en la Iglesia, podemos reconocer que, a partir de lo que hemos expuesto en los capítulos 1 y 2, la divinización del ser humano se da de un modo especial en la mujer, por cuanto su naturaleza y especificidad determinan un modo único de acercamiento a Dios. Es lo que nos dice Edith Stein cuando afirma: “grande y amplia ha llegado el alma a ser, porque ha salido de sí y ha ingresado en la vida divina. Como una llama tranquila arde en ella el amor que ha encendido el corazón, y la lleva a manifestar amor y a encenderlo en los otros” (Stein 163). Lo que se nos aparece, entonces, es la afirmación de que, cuando la mujer lleva adelante la realización de su propia vocación, es decir, la salida de sí misma para “hacerse espacio” para el otro – similar a la teoría judía del zim-zum y la contracción de Dios–, ella se está asociando, así, a una característica que es propia de Dios. Por ahí pasa, en una primera instancia, su participación en la vida divina, “a través de la más estrecha unión al corazón divino en una vida eucarística y litúrgica” (Stein 43), de modo que podemos apreciar cómo, finalmente, esa disposición natural de apertura que hemos reconocido en la mujer encuentra su orientación definitiva en la vida divina de Dios. Dicho de otra manera, la capacidad receptiva de la mujer no solo la asocia analógicamente a la Trinidad o a la Iglesia, sino que, más aún, esa vocación volcada hacia la alteridad es lo que, en definitiva, le permite a la mujer identificarse con la vida de Dios y, por tanto, con Dios mismo. La específica receptividad de la mujer es lo que la dispone a recibirlo todo del Todo y, “cuanto más avance en este camino, tanto más será semejante a Cristo” (Stein 81), quien encarna el ideal de la perfección humana, donde todo se halla plenamente integrado. Aquí será importante reconocer que, al igual que el Logos Divino, la mujer también pasa por una suerte de kénosis, un abajamiento o, mejor dicho, un desprendimiento de lo autorreferencial para así vaciarse de sí misma y hacer espacio para que la vida del otro, con sus penas y alegrías, pueda integrarse de manera completo en su propio modo de existir. Por lo tanto, la importancia divina de la mujer pasa, ante todo, por el hecho de que ella es capaz de vivir, a su propio modo, una semejanza cada vez mayor con Cristo [10], asumiendo su manera de ejercer la apertura y disponibilidad. De ahí que podamos decir que la vida femenina está llamada a estar cada vez más atravesada por la eucaristía y así ser cada vez más cristológica, por cuanto que es en Jesús donde la mujer encuentra el modo concreto de asociarse a la vida divina y realizar así su única vocación en el mundo, al mismo tiempo que, en Jesús, ella encuentra también la fuerza y la gracia para sobreponerse al pecado y ser liberada de las heridas y restablecida en la pureza [11].
Por último, para terminar de complementar lo ya expuesto en este capítulo, debemos referir una palabra al Espíritu Santo, persona trinitaria que es, en sí misma, donación, tanto en la realidad intra-trinitaria, aunque, sobre todo, en la relación de Dios con el mundo. Es cosa de ver cómo se nos aparece el Espíritu Santo en el Evangelio: es verdad que al principio lo hace como un actor activo que gatilla y conduce los procesos relativos a la Encarnación y al mismo Jesús, pero después, en lo que conocemos como inversión trinitaria, el Espíritu Santo es dado (o, mejor dicho, insuflado) a los discípulos a través de Jesús. Por lo tanto, esta persona trinitaria expresa, con una tremenda claridad pedagógica, el acto de apertura y participación de Dios en la vida de los hombres y mujeres. En otras palabras, la donación del Espíritu Santo no es solo una acción sin más, sino un acontecimiento que nos dice quién es Dios y, por tanto, cómo estamos llamados a ser cada uno de nosotros. Pues bien, es claro, entonces, que la vocación femenina logra relacionarse analógicamente con el Espíritu Santo, quien, por antonomasia, es el dador de vida y amor, ambos elementos que constituyen, también, la raíz más profunda de lo que es la mujer [12]. De ahí que afirmemos una importancia divina en la vida de la mujer al interior de la Iglesia como un elemento esencial que nos permite volver a Dios y reconocer con mayor claridad cuáles son las dinámicas pneumatológicas que dan vida y sentido a toda la Iglesia-Pueblo de Dios.
5. La importancia paradigmática de María
No deja de ser cierto que, hasta ahora, todo lo que hemos dicho corresponde a una reflexión de corte más bien especulativo y, por eso, naturalmente puede surgir la pregunta acerca de cómo se concreta todo esto en la vida ordinaria de la mujer creyente. ¿Cómo podría la mujer aterrizar a su existencia más inmediata y cotidiana la certeza de saberse símbolo de la Trinidad y llamada a vivir la vida de Dios?
¿Cómo, a su vez, podría la mujer reconocerse como imagen de la Iglesia y, de algún modo, connatural a ella? ¿Cómo, en definitiva, podría la mujer ejercer y hacer aparecer su plena y verdadera importancia dentro de la Iglesia? Pues bien, para encontrar esta respuesta debemos ir a la sencillez de la mujer que se llamó María de Nazaret, madre de Jesús (y Θεοτόκος) y figura teológica central de nuestra reflexión, puesto que ella es el paradigma nacido de una singularidad que logra, al mismo tiempo, hacerse colectiva, es decir, para todos y todas. Dicho de otra manera, es en ella –en su ser madre, creyente y esposa– donde se concreta todo lo que hemos dicho y de ahí su importancia paradigmática en el desarrollo de esta investigación, pues la entendemos –a María– como el punto consolidador de los distintos temas que hemos tratado. A continuación, buscaremos dar cuenta del porqué de la centralidad de María y de esta necesidad de incluirla a la hora de afirmar la importancia de la mujer dentro de la Iglesia, siempre enmarcados, claro, en las ideas que presenta Edith Stein. Y es que, a partir de nuestra autora, podemos mirar a María y reconocer en ella una suerte de síntesis concreta que recoge, vive y muestra al mundo la plenitud de la naturaleza femenina que se presenta en esta obra, ya que, después de todo, según la misma Edith Stein, ella es “el símbolo más perfecto (en cuanto protoimagen y origen) de la Iglesia”, así como también es “el órgano a partir del cual todo el cuerpo místico fue creado, también la cabeza misma” (Stein 299). Finalmente, cabe mencionar que, para entender plenamente esto, será muy importante tener como telón de fondo los cuatro capítulos previos que ya hemos desarrollado y que, en cierto sentido, terminan de amarrarse en este quinto y último apartado.
En más de una ocasión, Edith Stein llama a María la Inmaculada, lo cual, obviamente, nos remite al dogma de la Inmaculada Concepción y todo su significado teológico. En palabras del Magisterio, recordemos, que este dogma refiere al hecho que la “Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano” (Denzinger-Hünerman, n.2803). Dicho de otra manera, toda la humanidad de María queda santificada desde su origen por el hecho de ser la Madre de Dios y su relevante papel en la historia de la salvación. Sin embargo, el dogma es claro en afirmar que esta gracia no le viene de pura casualidad a María, sino que es una consecuencia de su vínculo con Cristo. Lo mismo nos dirá Edith Stein:
En el punto central de su vida está su hijo. Ella atiende su nacimiento con bienaventurada expectación, ella protege su infancia, ella lo sigue en su caminar, cerca o lejos, según lo desea él: ella le tiene en sus brazos una vez muerto; ella cumple el testamento del que se ha ido. Pero todo esto lo hace ella no como su asunto, ella es en todo la esclava del Señor y cumple aquello para lo que ha sido llamada (Stein 29).
De esta manera, la formulación del dogma de la Inmaculada Concepción es una excelente ayuda para comprender en qué medida y con qué fuerza María cumple la vocación natural de la mujer a través de la apertura, la receptividad y disponibilidad. Ella lleva esa especificidad al máximo y la expresa de un modo definitivo, asumiendo libremente la entrada de Dios en su vida, tal como lo expresa el Magnificat, donde la Virgen le dice al ángel: “he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Se hace necesario reconocer la potencia de esta frase, la cual, a primera vista, pareciera ser más bien pasiva y de mera disposición, ya que pone el acento en la acción de Dios que se realiza en María. Sin embargo, esta frase también nos muestra a María como sujeto implícitamente activo, puesto que ella es la que la formula; su acción activa, justamente, es la de disponerse, y es en esa determinación de ella por donde pasó la realización de la voluntad divina. En consecuencia, en María podemos descubrir una mujer que, sin perder su libertad ni lo que ella era, es capaz de abrirse completamente a la gracia y dejar que su vida quede atravesada y se llene de sentido a partir de la voluntad de Dios. El punto central estará en que, a partir de esa elección de Dios, no solo queda definida la santidad de la Virgen, sino que, con ella, también es nuestra propia humanidad la que se abre a la vida divina y santificada [13]. Por eso, Edith Stein será insistente en afirmar que, desde una perspectiva femenina, “la imagen de la madre de Dios nos muestra la actitud anímica básica correspondiente a la vocación natural de la mujer” (Stein 30).
6. Conclusión: perspectivas abiertas del rol de la mujer en la Iglesia hoy
Si bien hemos logrado, gracias al capítulo anterior, aterrizar de un modo más concreto nuestra reflexión y hacerla, creíble y practicable a la luz del ejemplo de María, me parece necesario, también, que podamos esbozar algunas conclusiones o desafíos más o menos definidos que logran desprenderse de todo lo que ya hemos dicho. La idea de esto es, sobre todo, volver a recordar que nuestra reflexión teológica no puede quedársenos únicamente en las nubes, en medio de una confusa nebulosa de teoremas y planteamientos. No, la teología debe tener, necesariamente, una concreción práctica que pueda ser asumida por todas las personas y que contribuya, de algún modo, en el caminar y la vida de la Iglesia. Solo así la teología tendrá verdadero sentido y estará realmente encarnada, y es desde ese espíritu que presentamos esta conclusión, la cual, como ya dijimos, no pretende dejar resueltas todas las preguntas, sino, más bien, presentar las perspectivas que, a partir de nuestra investigación, han quedado abiertas para seguir reflexionando en torno al rol de la mujer en la Iglesia de hoy.
“El sexo femenino es ennoblecido por cuanto que el Salvador ha nacido de una mujer, de modo que ‘una mujer fue la puerta por la que Dios hizo su entrada al género humano’” (Stein 61). En otras palabras, el inicio de la historia de la salvación, tal como fue y lo conocemos, dependió total y exclusivamente, en su sentido más original, de una mujer. ¿Entonces cómo se explica que, con el paso de los siglos, el rol de la mujer en la Iglesia fue siendo cada vez más relegado y secundario frente al del varón, siendo que la Iglesia misma halla su origen en el vientre de una mujer virgen y que, ya en el relato sacerdotal de la creación, se estableciera la igual dignidad del hombre y la mujer? El origen de esto, nos dice Edith Stein, solo se explica a la luz de la caída que significó el pecado original, donde:
De esta relación de compañerismo ha surgido una relación de dominio, que muchas veces es ejercido de modo brutal, de forma que ya no se pregunta por los dones naturales de la mujer y su desarrollo óptimo, sino que se le utiliza como medio para el resultado, o para la satisfacción de la propia concupiscencia (Stein 64).
Esta malformación del designio creador, que estaba marcado originalmente por el reconocimiento de la unidad e igualdad fundamental, es lo que se ha seguido pagando a lo largo de la historia de la Iglesia, teniendo a la mujer (y, con ella, a los débiles y los pequeños) como una de sus principales afectadas.
Sin embargo, seguimos teniendo la oportunidad de reconocer de manera más certera qué es lo que podría pensar Dios acerca de la mujer, y de eso, naturalmente, debería desprenderse cuál es la valoración que la historia y la Iglesia hace actualmente de ella y de su rol. Esa oportunidad está en la vuelta a la naturaleza donadora del mismo Dios, ya que:
¿Ha hecho el Señor alguna vez una diferencia entre hombres y mujeres? (…) en su amor no hizo ni hace ninguna distinción. Los medios de salvación están por igual a disposición de todos los cristianos, y precisamente a las mujeres les envía con especial abundancia sus dones extraordinarios, las manifestaciones místicas. Parece que hoy llama a mujeres en un número particularmente grande a tareas específicas de su Iglesia (Stein 187).
La pregunta que surge luego de esto es, sin duda, cómo esta certeza de la entrega universal de Dios se expresa en la organización y funcionamiento de la Iglesia. Tanto si nos basamos en la historia pasada como en la realidad actual, creo que la respuesta sigue siendo más bien negativa, puesto que la estructura piramidal de la Iglesia pareciera seguir demasiado instalada en el género masculino (y con esto voy a algo que va más allá de la discusión por el sacerdocio femenino, cuestión que también es abordada en esta obra [14]). El punto central de lo que quisiera expresar está en que la estructura actual de la Iglesia –y el rol que tiene la mujer al interior de esta– no está siendo plenamente coherente con la naturaleza del Dios en el que creemos ni de la voluntad que él mismo nos transmitió, primero en la Creación y luego en la Encarnación [15]. Esta constatación teológica, tiene especial sentido en el contexto actual de nuestra Iglesia, en donde las mujeres no solo son una mayoría numérica absoluta en cuanto a la participación, sino que, además, ellas buscan cada vez más asumir papeles protagónicos en la organización, conducción y animación de nuestra Iglesia.
Por lo tanto, para concluir esta investigación, volvemos a reafirmar la idea de que en la mujer, en su vocación y especificidad, no solo se hallan contenidos elementos accidentales o circunstanciales, sino en ella, más aún, están inscritos elementos que son divinos, propios del mismo Dios. Por eso, ella misma, en todo lo que es, se vuelve una propuesta para el mundo que está teñida por la voluntad amorosa y dadora de vida del Dios de Jesús. Es desde esa convicción que este trabajo ha intentado no solamente dar cuenta de la naturaleza femenina a la luz de la gracia, sino que, ante todo, ha sido un intento por reivindicar teológica y humanamente el rol y la importancia fundamental de la mujer en la Iglesia de Cristo, tal como ella es, siempre singular, siempre femenina y siempre imprescindible.
Rafael García, dadun.unav.edu/
Notas:
1 Esta idea queda mejor iluminada a partir de lo que dice Anneliese Meis: “el acercamiento a la especificidad de la mujer requiere de una mirada receptiva activa, a la vez que un ‘ir a las cosas’ –que revela la objetividad de la esencia de todo cuanto existe en la ‘constitución’ subjetiva del yo puro–, una vez puesto entre paréntesis –epoché– lo sabido, hasta los pensamientos del corazón” (Meis, A. “La cuestión de la especificidad de la mujer en Edith Stein (1891-1942)”. Teología y Vida. 2009 v.50, n.4. Página 751.)
2 Las dos citas anteriores también corresponden a la misma página.
3 Cf. Stein, página 145
4 Sobre este tema más propiamente trinitario podemos encontrar grandes luces en las ideas de Elizabeth Johnson, las cuales, al igual que en Edith Stein, tienen su origen en la naturaleza femenina y en lo que la mujer es: “la prioridad ontológica de relación en la idea del Dios trino manifiesta una fuerte afinidad con la forma que tienen las mujeres de disponer de su propia relacionalidad como un modo de ser en el mundo” (Johnson, E. La que es, el misterio de Dios en el discurso teológico feminista. Barcelona. Editorial Herder, 2002. Página 277)
5 Relacionado a lo que Anneliese Meis dirá: “Fundamentalmente no puedo ser yo mismo más que ‘por’ el otro, más que ‘en’ el otro. Esta problemática de relación con el otro atraviesa toda la obra de Edith Stein” (Meis 756).
6 Así lo dirá magistralmente Elizabeth Johnson: “en este lenguaje (el de la Trinidad) quedan reflejados la dignidad exuberante y el poder dador de vida de las mujeres, pues aquí el misterio divino, conocido confusamente a través de la creación, de la salvación y de la permanente dialéctica de presencia y ausencia, aparece en forma femenina, al propio tiempo que la bendición divina se otorga como don femenino. Tal símbolo de Dios significa para las mujeres una llamada a crecer en la abundancia de sus poderes humanos, a ser creadoras, autoexpresivas y al mismo tiempo, amantes en todas las situaciones de ruptura humana, de violencia y de destrucción en la tierra. Tal símbolo apunta al misterio de la Sabiduría trina como ‘imago feminae’” (Johnson 276)
7 Cf. Stein 298.
8 Para profundizar en esta idea podemos volver a las luces que nos ofrece Elizabeth Johnson al decir: “El símbolo trinitario significa comunidad de iguales, algo esencial a la visión feminista de la ‘shalom’ última. Apunta a modelos de diferenciación que no son jerárquicos, y a formas de relación que no implican dominio. Moldea el ideal, reflejado en tantos estudios sobre el modo de ser de las mujeres en el mundo, de un vínculo relacional que permite el crecimiento de las personas como sujetos genuinos de la historia e y a través de la matriz comunitaria, y el florecimiento de la comunidad en y a través de la praxis de sus miembros” (Johnson 280).
9 Cf. por ejemplo, el Adversus Haereses de IRENEO DE LYON y las funciones de le Encarnación que ahí se desarrollan.
10 Sobre este respecto, Anneliese Meis presenta la pregunta que se hace Edith Stein: “Si el Creador es el arquetipo de la creación, ¿no se debe encontrar en la creación una imagen, aunque lejana, de la unidad trinitaria del ser originario? Y, por lo tanto, ¿no sería posible llegar a la comprensión más profunda del ser finito? –y en nuestro caso, ¿de la especificidad de la mujer?” (Meis 771).
11 Cf. Stein 41.
12 Esta idea es desarrollada más profundamente en Meis 775-78.
13 Sobre esto, puede resultar muy iluminadora la siguiente cita: “en ambos (Jesús y María), el lugar de esa vinculación se da en la unión con la divinidad: En Cristo por la unión hipostática; en María, por la entrega de todo su ser al servicio del Señor. ¿Quedan por ello tan separados del resto de la humanidad, como para no poder ya servirle como modelo? De ninguna manera. Ellos han vivido para los seres humanos, y no sólo porque han operado nuestra redención, sino también porque nos han enseñado cómo deberíamos vivir para tomar parte en la redención” (Stein 244).
14 Cf. Stein 79 y 81
15 Sobre este punto nos vuelven a ser muy útiles las ideas de Elizabeth Johnson: “la imagen de Dios es el punto de referencia definitivo de los valores de una comunidad. Por otra parte, la estructura del símbolo trino significa una profunda crítica, por poco que la gente lo advierta, del dominio patriarcal en la Iglesia y en la sociedad. (…) La noción central de Trinidad divina, que simboliza no un monarca que gobierna desde su aislado esplendor, sino el carácter relacional de la Sabiduría Santa, apunta inevitablemente en esa dirección, hacia una comunidad de iguales con relaciones mutuas. El misterio de Sophia-Trinidad debe ser confesado como profecía crítica en medio del dominio patriarcal”. (Johnson 285)
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