VI. Análisis crítico de las nuevas tendencias
Desde hace algunas décadas, la psicología de Jesús se ha convertido en objeto de un estudio explícito, centrado en la historia concreta y humana de Jesús, tal como la Iglesia apostólica conservó su memoria en la tradición escrita y oral.
Para enfrentarse a estos problemas, la tendencia actual es, muy justamente, de un retorno al Jesús de la historia y de los misterios históricos de la vida de Cristo, de los que da testimonio la tradición evangélica: sólo así podrían evitarse teorías apriorísticas y deducciones abstractas.
Una teología renovada ha de compensar con esa atención a la existencia hístórica de Jesús de Nazaret las deficiencias de que adolece gran parte de la especulación cristológica del pasado, pero sin abandonar sus logros y riquezas, como tantos han hecho sin el debido control de las fuentes teológicas con una hermenéutica adecuada. Ha de recuperar, en especial, la dimensión histórica de la vida humana de Jesús en su estado de kénosis, el aspecto personal de sus relaciones con Dios, su Padre, en obediencia y libre sumisión, y finalmente, el motivo soteriológico que constituye el fundamento de su misión mesiánica. Esta vuelta y esta mirada renovada al Jesús real de la historia someten a la teología de su psicología humana y de su conciencia y conocimiento, objeto de nuestro estudio, a una cierta revisión. Es preciso prestar más atención a los misterios de su vida, felizmente recuperados en el nuevo catecismo oficial, muy rico en la mejor teología bíblica [45].
Existen dos acercamientos al problema; los dos tienen como punto de partida polos opuestos, según las dos clásicas orientaciones -desde abajo o desde arriba- para acercarse al misterio de la encarnación y proceden de las escuelas de Antioquía y de Alejandría. Ambas perspectivas son igualmente válidas pero necesitan completarse mutuamente, no sea que, haciéndose unilaterales, amenacen la unidad o la distinción. Las controversias de las últimas décadas dan fe de la realidad de un peligro semejante [46].
Ambas perspectivas, la ascendente y la descendente, deben combinarse en una teología de la psicología humana de Jesús que quiera hacer justicia al mismo tiempo tanto a la realidad de su condición humana e histórica como a su identidad personal de Hijo de Dios. Pero, como dice Pío XII en la encíclica Sempiternus rex, con tal de no perder de vista que es imprescindible una prioridad de la perspectiva ascendente (alejandrina) sobre la descendente (antioquena).
Aquí es esencial recordar la llave -como observa justamente el Card. Ch. Journet- que abre todas las cerraduras y sin la cual, por hábil y sabio que un cristiano sea, trabajaría siempre en vano: cuando se trata de la aparición del mundo, de la aparición de la vida, de la aparición del alma humana, de la aparición de la gracia santificante y del primer Adán, lo que hay que considerar es, ante todo, el movimiento de descenso por el cual la divinidad, rompiendo con lo que le precedía, inaugura un orden nuevo superior, discontinuo; y después, solamente después, el movimiento de ascenso por el cual un ser preexistente se encamina de un modo continuo hacia sus fines proporcionados, o prepara, bajo la influencia de una moción que lo eleva, un orden que le sobrepasa [47]. Tal es el principio, considerado por Santo Tomás en su aplicación última, que le permitirá ilustrar, bajo sus diversos aspectos, el mismo misterio de la aparición del «segundo Adán». El Cuerpo de Cristo -escribe él- fue asumido por el Verbo inmediatamente, no progresivamente: no hay que imaginarse aquí un movimiento ascensional por el que un ser preexistente sería conducido poco a poco a la unión divina, como lo creyó Fotino, que fue hereje; téngase ante todo cuidado con el movimiento de descenso del Verbo de Dios que, siendo perfecto, asume una naturaleza imperfecta. Cristo poseyó la gracia santificante
inmediatamente, no progresivamente: «En el misterio de la Encarnación, hay que considerar bastante mds el movimiento de descenso de la plenitud divina en la naturaleza humana, que el movimiento de progreso por el que una naturaleza humana preexistente se volviera hacia Dios»[48].
A. Cristologías «de abajo arriba», ascendentes y evolutivas
1. Caracteres comunes a las cristologías no calcedonianas
Sabido es que con ocasión del centenario del Concilio de Calcedonia comenzaron a proponerse cristologías inspiradas en el pensamiento de la modernidad postcartesiana. Para hacer inteligible el dogma deberían reinterpretarse aquellas clásicas fórmulas, según esa nueva forma mentís acorde con la «así llamada» mentalidad moderna.
Se ha acusado, en efecto, a los Concilios (Nicea, Efeso, Calcedonia, etc.) de haber hecho una adaptación de la doctrina bíblica a la filosofía griega, mediante el uso de las «nociones filosóficas griegas de persona y de naturaleza»: habría sido una helenización del cristianismo [49]. En realidad no es así, precisamente porque las palabras naturaleza y persona, en las fórmulas de los Concilios, significan simplemente las nociones comunes a cualquier verdadero conocimiento humano. Es más, en la formulación de la fe sobre el misterio de Cristo, los Concilios tuvieron que dejar aparte la filosofía griega, ya que ésta no podía aceptar una naturaleza humana que no constituyera una correspondiente persona humana. Fue el nestorianismo el que permaneció andado en aquella filosofía, ya que afirmó que la naturaleza humana de Jesucristo constituía también una persona humana. También los monofisitas intentaron helenizar el cristianismo, en cuanto que también estuvieran andados en la falsamente necesaria correspondencia «una naturaleza=una persona». Por el contrario, la «fatigosa elaboración del dogma cristológico realizada por los Padres y los Concilios, nos reconduce siempre al misterio del único Cristo, Verbo encarnado para nuestra salvación, tal como nos es dado a conocer por la Revelación».
Estos teólogos no calcedonianos abandonan completamente la perspectiva descendente de la tradición Alejandrina, que hizo suya Tomás de Aquino según la cual la persona ontológica del Hijo de Dios comunica con la humanidad de Jesús y, en consecuencia, ésta existe -creada en el mismo acto de asumirla- en el «acto de ser» poseído incomunicablemente por el Hijo. La rechazan porque haría impersonal su humanidad e irreal, en último análisis, una existencia humana. ¿Es concebible -se objeta- el «éxtasis de ser» (H.M. Diepen) del hombre Jesús en el Hijo de Dios?
Precisamente por esa razón, según P. Schoonenberg -y no pocos contemporáneos- Jesús no sería una persona divina que asume la naturaleza humana, sino una persona humana en la que Dios está plenamente presente y operante en su Verbo. Nada tendría, pues, su psicología humana que trascendiera la del común de los mortales, salvo su perfección única e insuperable.
W Kasper responde acertadamente a la objeción que precisamente el «acto de ser» del Hijo dota a la humanidad de Jesús de una existencia humana real y auténtica: lo hace hombre de forma personal: lo personaliza [50]. O dicho de otra manera: la humanidad de Cristo está en hipostasiada en el Verbo [51].
En 1972 la Congregación para la Doctrina de Fe salió al paso de las cuestiones planteadas, sobre todo, por los llamados teólogos anticalcedonianos, insistiendo en que son errores contra la Doctrina de Fe aquellas «opiniones según las cuales la humanidad de Jesucristo existiría no como asumida en la persona eterna del Hijo de Dios, sino más bien en sí misma, como persona humana, y por tanto, el misterio de Jesucristo consistiría en que Dios, revelándose en manera suma, estaría presente en la persona humana de Jesús». Para Schillebeeckx, por ejemplo, Jesús sería persona humana, una persona humana tan de Dios que podríamos hablar de que en El se da una identificación hipostática. En la única persona de Jesús tiene lugar la suprema revelación de la divinidad y la máxima apertura de la humano a lo divino. Pero esto es decir sólo que Jesús es especialmente santo, pero no que sea Dios, el Unigénito del Padre, preexistente desde toda la eternidad [52].
2. Ch. Ducquoc y la Cristología liberacionista
La Cristología de Ch. Ducquoc [53] muy difundida e influyente en los medios liberacionistas (G. Gutiérrez, y tantos otros bien conocidos) pretende hacer teología ascendente en contraposición a las teologías clásicas que utilizan un método descendente. La diferencia de ambos métodos radica -según él- en las diferentes circunstancias históricas. Si el método descendente fue legítimo «en una época que ignoraba la exégesis científica y declaraba evidente cierta idea de Dios», «actualmente -añade- la exégesis obliga a respetar el testimonio neotestamentario y descubrir en dicho testimonio los indicios de trascendencia que confesamos a propósito de Jesús» (p. 12).
Con actitud acrítica acepta como norma todas y cada una de las hipótesis de la Formgeschichte y de la Redaktiongeschichte: «la crítica de las representaciones -dice Ducquoc- a partir de nuestro saber científico, coincide con los resultados de una sana exégesis. Los teólogos, sobre todo en el catolicismo, se han detenido en los relatos evangélicos. Se han olvidado de que Lucas y Juan, al escribir para un ambiente griego, tuvieron que subrayar con energía el carácter total de la vida del resucitado y oponerse al dualismo inherente a la mentalidad helenista. La insistencia en la corporeidad del resucitado, por consiguiente, se explicará por el carácter polémico de estos escritos» (pp. 340-341) [54].
Cristo dice de sí mismo que es Hijo de Dios (cfr. pp. 551 y ss., passim). Inspirándose en la reflexiones de Ricoeur, de que la finalidad del cristianismo es revelar la identidad práctica entre el hombre y Dios, por medio de la institución de la fraternidad entre el Hijo de Dios y la Humanidad (p. 551), afirma que «Jesús no es Hijo a pesar de su condición terrena, sino que es auténticamente Hijo por no ha ber rechazado la finitud de nuestra existencia» (p. 564). Esto equivale a afirmar que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo, se ha constituido como tal en virtud de una actitud consciente y libre del hombre Jesús, que llegaría así a ser el Hijo de Dios. Esta posición llevada al límite, conducirá a un adopcionismo cristológico y modalismo trinitario, que no acepta la Trinidad inmane nte [55].
Los intérpretes católicos -siguiendo a los Santos Padres- han tratado de explicar el misterio del abandono de Cristo (Sal 21) partiendo siempre, como veíamos, de la unión hipostática y la visión beatífica inamisible que el alma de Cristo tuvo desde el primer instante de su existencia. Ducquoc, al no partir de esta enseñanza incurre en imprecisiones y ambigüedades. «La agonía de Jesús es la percepción de la injusticia que se comete contra los pobres y los débiles, contra los que esperan el reino» (p. 304). Son constantes las afirmaciones (cfr. pp. 284-295, passim) sobre el cardcter inexorable de la condena de Cristo, sin que se hable nunca de la libertad y voluntariedad con que Jesucristo aceptó los sufrimientos de su Pasión y Muerte que son el alma de la redención. Ducquoc interpreta todos estos pasajes del evangelio recurriendo a causas puramente humanas -psicológicas y sociológicas sobre todo- y nunca habla ni de la Voluntad de Dios que determina redimir al mundo por su Pasión y Muerte del Verbo Encarnado, ni de la voluntad humana del alma de Cristo que libremente acepta esa Voluntad divina.
La noción de redención de Ducquoc se acerca, al no hablar nunca del pecado original, al moralismo de los protestantes liberales («El profeta que muere dando testimonio», p. 421) e incluso a las conclusiones más extremadas de la llamada teología de la liberación: «La Escritura habla de pecado. Nosotros preferimos hablar de liberación, sin precisar cual es el objeto de esa liberación» (p. 431). Consecuentemente con lo dicho presenta un mesianismo despojado de su dimensión trascendente y religiosa y reducido a un ámbito puramente humano, compatible ya con una liberación preponderante y terrena y con la doctrina marxista. El apelativo de «reino de Dios» exige una referencia a ia «justicia» de la tradición profética, y ésta guarda una relación con el deseo que se manifiesta en las luchas históricas por una sociedad menos inhumana (p. 462, nota 210).
(Los AA. más o menos proclives a la teología de la liberación -entre nosotros G. Faus, Sobrino, Ellacuría, Bustos- muy influidos por Ducquoc, defienden tesis parecidas a las de Ducquoc, y en general a las de teólogos no calcedonianos).
3. De la cristología de la liberación al relativismo posmoderno
Según el Card. Ratzinger el hundimiento de los sistemas de gobierno de inspiración marxista en el Este europeo resultó ser, para esa teología de la praxis política redentora una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde la ideología liberadora marxista había sido aplicada, consecuentemente, se había producido la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora a las claras ante los ojos de la opinión pública mundial [56].
La caída de esta esperanza trajo consigo una gran desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por eso, parece probable que en el futuro se hagan presentes nuevas formas de la concepción marxista del mundo, aunque según Ratzinger, de momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema de solución de los problemas humanos científicamente fundado sólo podía justificar el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total; que es, como se sabe, la filosofía dominante de la postmodernidad.
Aunque no se ha de negar cierto derecho al relativismo en el campo socio-político, el problema se plantea a la hora de establecer sus límites. Este método ha querido aplicarse, de un modo totalmente consciente, también al campo de la religión y de la ética.
Siendo el relativismo un típico vástago del mundo occidental filosófico, conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento histórico presente, un particular empuje. En su acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros. Los teólogos «cristianos» de esta «forma mentis» no aceptan a Jesús como el único Cristo (Mesías o ungido), el «único nombre bajo el cielo en el cual podemos salvarnos» (Hch 4, 12). Sería uno entre tantos Cristos o maestros de sabiduría como van apareciendo en la historia de las religiones, especialmente en el lejano Oriente. Sería, en suma, un «mero hombre» especialmente iluminado, que prepara el camino a una nueva Era no dogmática en la que el sincretismo relativista sería la panacea contra todas las violencias y peligrosos fundamentalismos.
Según J. Hick, P. Knitter [57] y R. Panikkar, por ejemplo, el relativismo antirreligioso y pragmático de Europa y América puede conseguir de la India una especie de consagración religiosa, que parece dar a su renuncia al dogma la dignidad de un mayor respeto ante el misterio de Dios y del hombre. A su vez, el hacer referencia del pensamiento europeo y americano a la visión filosófica y teológica de la India refuerza la relativización de todas las figuras religiosas propias de la cultura hindú.
El relativismo de Hick, Knitter y teorías afines se basa, a fin de cuentas -según Ratzinger- en un racionalismo que declara a la razón -en el sentido kantiano- incapaz del conocimiento metafísico, la nueva fundamentación de la religión tiene lugar por un camino pragmático con tonos más éticos y más políticos [58].
4. Cristología conciencia/ de K Rahner
La influencia de este famoso teólogo alemán ha sido especialmente extensa e intensa antes, durante y en el postconcilio, hasta hace algún tiempo. Es evidente que en la actual crisis postmoderna de la modernidad -de la que Rahner es un brillante epígono- ha decaído notablemente su estrella. Si positiva ha sido su capacidad de incitación a superar rutinas y abrir nuevos horizontes, no puede afirmarse, a mi juicio, que su influjo haya sido beneficioso para el avance de la cristología; más por los «a priori» metafísico-antropológicos que vehiculan y reducen el horizonte de su pensamiento teológico, que por sus desarrollos, que son con frecuencia brillantes y acertados.
K. Rahner se pregunta de qué modo el hombre Jesús es subjetivamente consciente de su propia divinidad. Responde que esa autoconciencia no es una nueva realidad añadida a la unión hipostática, sino que representa el aspecto subjetivo de la misma. La unión hipostática no podría existir sin esa conciencia, ya que es la prolongación natural de la unión hipostática misma en la esfera del entendimiento humano. Por eso, el ego de los dichos evangélicos de Jesús se refiere a la persona del Verbo, en cuanto humanamente consciente de sí mismo [59].
El ego humano psicológico de Jesús es, la prolongación, en la conciencia humana, del ego de la persona del Verbo. El uno no se opone al otro, sino que se relaciona esencialmente con él. Sin un centro humano semejante de referencia, el Verbo no podría ser consciente de forma humana de las propias experiencias humanas como suyas [60].
Aunque estas afirmaciones de Rahner tienen un cierto parecido con las de la teología clásica de inspiración tomista (por ejemplo, P. Parente, El Yo de Cristo, cit.), son, sin embargo, de muy diversa significación. Nada tienen que ver con la necesidad, postulada por la teología clásica, de un esclarecimiento del saber beatífico o sobrenatural infuso para la autoconciencia humana del Verbo. La divinidad del Unigénito del Padre trasciende la capacidad del entendimiento creado, no es elevado por la luz de la gloria, (que en Cristo, brota connaturalmente de la unión hipostática). Pero Rahner confunde la apertura o trascendencia intelectiva al ser en general con la inmediata apertura atemática a Dios, el Absoluto Ser Trascendente.
Según Rahner la cristología clásica sólo ha considerado los textos bíblicos que eran fácilmente traducibles en las categorías metafísicas clásicas, perdiendo de vista casi por completo la psicología de Cristo. Aboga Rahner por la construcción de la «cristología conciencial», distinguiendo entre lo que llama afirmaciones ónticas y afirmaciones metafísico-gnoseológicas (que llama también ontológicas o filosófico-existenciales).
Rahner aplica «a priori» a la cristología sus principios met físicognoseológicos (los que desarrolla en Horer des Wortes). Toda afirmación óntica -sostiene- debe traducirse en una afirmación ontológica (o conciencial). Según el principio «ens et verum convertuntur» [61] , la unión substancial de la humanidad con el Logos, siendo como es una determinación de la naturaleza humana misma, no puede ser inconsciente, pues es la máxima actuación óntica que cabe en una criatura. La Encarnación sería algo así como la cumbre de la Creación. En este sentido escribe K. Rahner: cuanto más unida está una persona a Dios, por su ser y por su existir de criatura, tanto más intensa y profundamente alcanza el estado de autorrealización: «La proximidad y la lejanía, el estar a disposición y la autonomía de la criatura, crecen en la misma medida y no en medida inversa. Por eso Cristo es hombre de la manera más radical y su humanidad es la más autónoma, la más libre, no a pesar de, sino porque es la humanidad aceptada y puesta como automanifestación de Dios» [62].
Aquí late la idea de que la humanidad, llevada a su perfección última, se identifica con Dios, en cuanto -afirma Rahner- Dios sale de su propia subjetividad. (Obsérvese el eco de la «mediación» hegeliana, en su dialéctica infinito-finito, que está en las antípodas de Tomás de Aquino. Sólo forzando el sentido de los textos se puede pretender -como hace Rahner- la convergencia de estos principios con los del Santo Doctor).
De que la Humanidad de Cristo sea perfecta (perfectus Homo) y por tanto sea ejemplar supremo para todos los hombres, no puede en absoluto deducirse, sin embargo, que la perfección de la naturaleza humana en cuanto tal consista en ser naturaleza de una Persona divina, es decir, como reclamando de algún modo la unión hipostática.
Se tiene la impresión de que Rahner afirma de Cristo una verdadera personalidad ontológica humana, distinta de la del Verbo. «Con respecto al Padre -escribe Rahner- el hombre Jesús se sitúa en una unidad de voluntad que domina a priori, y en una obediencia de la que deriva toda su realidad humana. Jesús, es, por antonomasia, el que recibe constantemente su ser del Padre y vive entregado al Padre siempre y sin reservas en todas las dimensiones de su existencia». J.A. Sayés dice justamente que «con este planteamiento de los dos sujetos, Rahner sólo puede conseguir la unidad en el plano de la acción. Cuando se pone uno frente a otro a dos sujetos, la unión entre ambos será simplemente la unión de acción, de relación de amor, no pudiéndose decir, entonces, que Jesús es Dios» [63]. Según Rahner la clásica afirmación de una Persona en dos naturalezas de la fórmula de Calcedonia no puede ser falsa. Sin embargo, visto que esa «metafísica humana» no da razón del carácter mediador de Cristo, ni de su real autonomía humana, se empeña en reinterpretarla elaborando una nueva fórmula cristológica, en términos más «existenciales»; es decir, desde los presupuestos propios de su antropología trascendental de raíz kantiana, con connotaciones hegelianas e inspiración heideggeriana [64].
La reinterpretación del dogma de Calcedonia en categorías existenciales «modernas» propuesta por Rahner es, a mi juicio, desafortunada y llena de ambigüedades doctrinales. Pero, es, además, «epigonal». La modernidad ilustrada en la que se inspira, está en trance agónico de extinción -en acelerada fase de derribo- desde el advenimiento del relativismo postmoderno, (que brota -dicho sea de paso- de la misma línea de pensamiento que ha tomado conciencia de sus contradicciones). Sus características son bien conocidas [65]: irracionalismo, fin de la metafísica y de la historia, el «pensiero devale» de tan irritante superficialidad, la disolución de lo humano en el cosmos.
Esta situación está pidiendo a gritos volver los ojos al evento sapiencial de Tomás de Aquino, capaz de asumir cuanto de valioso -que no es poco- ha emergido de la proteica modernidad, como puede comprobarse en el personalismo contemporáneo -dialógico y relacional de inspiración bíblica [66].
A. Cristologías descendentes de inspiración alejandrina en continuidad con Tomás de Aquino
Muchos autores, influidos por la cristología conciencia! de Rahner postulan una imposible conciencia directa humana que Jesús tendría de su divinidad, al margen de la luz intelectual de su triple ciencia humana, que es negada por ellos. Ya hemos expuesto antes las razones que obligan a rechazar esta posición, que parece ignorar la trascendencia de la naturaleza divina del Verbo, que «personaliza» su naturaleza humana, respecto a esta última. Implicaría, en efecto, una cierta confusión entre ambas, al menos en el plano del dinamismo operativo. Pero no faltan, por fortuna, esclarecimientos y desarrollos de aquella teología clásica -que ya había logrado notable madurez y coherencia en la teología francesa de entreguerras, como hemos visto- que avanzan en la buena dirección, intentando superar sus insuficiencias sin abandonar lo perennemente válido de aquella fecunda tradición.
Aquí tratamos de tres interesantes aportaciones de autores recientes que creo dignos de atención, que procuran avanzar en la dirección que señalaron, sin apenas recorrer el camino, los más autorizados representantes de la Cristología clásica, en especial Sto. Tomás de Aqui no y Juan de Santo Tomás. Fue precisamente esa preocupación por salvaguardar la plena humanidad del Salvador la que condujo a Sto. Tomás de Aquino a admitir en su madurez (rectificando en la Suma Teológica su negación anterior) la ciencia experimental adquirida de Cristo. Pero aun entonces rechazó que pudiera aprender algo de cualquier hombre como contrario a su dignidad de «Caput Ecclesiae, quinimmo omnium hominum».
Esta negación era inaceptable. La piedad cristiana siempre ha intuido que Jesús aprendió de María y de José, a quienes estaba su jeto [67].
Sto. Tomás, participaba de la idea, teñida de platonismo, -común entonces-, de que para ser verdaderamente hombre, sería suficiente satisfacer al tipo intemporal de humanidad, dejando en la sombra un aspecto que es esencial al hombre «viator»: la noción de desarrollo o crecimiento en el tiempo, si -como el propio Santo Tomás enseña la noción de «ratio» implica la de movimiento y progreso. De ahí su negación de todo aumento de gracia y sabiduría en la vida del Señor -salvo en sus efectos- que parece contraria al texto de S. Lucas, y contradice la condición -necesariamente progrediente, en cuanto «viator»- de quien es plenamente «verus homo», aunque no «merus homo». Añádase a esta falta de sensibilidad ante la condición histórica del hombre, el del tema de la conciencia humana, que es un tema moderno. En uno y otro frente aportan valiosas sugerencias los tres autores que hemos seleccionado aquí, por su contribución al esclarecimiento del misterio del conocimiento humano de Cristo, superando algunas insuficiencias de la Teología clásica, pero en continuidad con ella y con respeto a la tradición.
1. La visión beatífica de Cristo como conocimiento entregado en H. Urs von Balthasar
Hans Urs van Balthasar -a diferencia de K. Rahner, que se preguntaba en qué modo el hombre Jesús es subjetivamente consciente de la propia divinidad- parte «desde arriba», y se pregunta, consecuentemente, -es la perspectiva adecuada- de qué forma el Verbo encarnado se hace consciente humanamente en la naturaleza humana que es asumida por el Unigénito del Padre.
Según Van Balthasar la asunción de la naturaleza humana por el Verbo extiende también sus efectos hasta la conciencia humana de Jesús. La conciencia humana del Hijo de Dios es, pues, la prolongación en la conciencia humana del misterio de la unión hipostática. Así como la comunicación del «acto de ser» del Verbo a la naturaleza humana hace a ésta idónea para subsistir en él y le da la existencia, de manera semejante hace idónea a la conciencia humana elevándola para poder ser mediación de la autoconciencia humana del Verbo. Así, el ego hipostático del Logos se hace autoconsciente en la naturaleza y en la condición humana. El ego es la persona divina humanamente consciente de sí misma en cuanto encarnada: es el ego humano del Verbo.
La conciencia humana es propia del Verbo, mientras que la divina es común a las tres personas divinas. En la divina intratrinitaria, emerge una conciencia «del Nosotros», que tiene tres centros focales de conciencia. La autoconciencia humana de Jesús -en el Espíritu por el contrario, introduce una relación de diálogo «Yo-Tú» entre el Padre y el Verbo encarnado: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30);
«El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28). Estos datos evangélicos que expresan la conciencia humana del Hijo encarnado pasan a clave humana y extienden a nivel humano -por obra del Espíritu Santo, que esclarece su inteligencia con la luz de la gloria- la relación interpersonal del Hijo con el Padre dentro de la vida divina.
Hans Urs von Balthasar admite, consecuentemente con su interpretación del ser teándrico de Cristo de inspiración alejandrina, una visión intuitiva «beatífica» que brota de la unión hipostática en su espíritu humano, en virtud de la plena divinización de su Humanidad. En ella brilla el esplendor de la gloria de Dios, propia del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Los discípulos «vieron su gloria» desde las primicias de Caná hasta la «hora» suprema de la glorificación en la Cruz, y creyeron en Él (de manera progrediente), en la «diástasis» temporal que culmina en la donación del Espíritu, que todo lo atrae hacia el Hijo del hombre elevado sobre la tierra en el árbol de vida de la Cruz salvadora (nos entrega el don del Espíritu como fruto del don de su vida en su holocausto: «tradidit spiritum»).
También la Humanidad de Jesús es como la nuestra, esencialmente dialógica. «Allí donde Dios dice a un sujeto espiritual quién es éste para él, el Dios fiel y veraz, y donde en el mismo movimiento le dice para qué existe (pues le adjudica una misión acreditada por Dios), allí se puede decir que el sujeto espiritual se individualiza. No es la simple individuación de una forma abstracta en una materia signata quantitate, sino el resultado de la historia de una respuesta a Dios en la diásta sis temporal; no se puede dar a conocer con un discurso conceptual abstracto sino narrando una vida». Como consecuencia de ello, la visión beatífica de Cristo «viator» es un conocimiento «entregado» que la inteligencia humana debe recibir con una actitud que está más próxima a la lo que al conocimiento escudriñador de quien pone en acto una cualidad activa «propia:»[68]. Evidentemente, en el caso de la fe no hay visión, y en el caso de la visión beatífica hay una visión «entregada». Por esto, «el ser llevado» de Cristo, tiene una afinidad intrínseca con la visión beatífica [69]. El Espíritu que guía a Jesús es el Espíritu del Padre, que concede al Hijo precisamente en esa libertad «sin medida» (Jn 3, 34). Y el Hijo no interfiere en ese espíritu paterno mediante ninguna decisión previa fijando la dirección de su soplo, o bosquejando a partir de sí mismo el plan que le desarrolla el Espíritu.
La relación de Jesús con «su hora», que es la hora del Padre, lo confirma: es esencialmente una hora «que viene, que está ahí en cuanto que viene y con ello determina todo lo que ocurre antes de ella y en ella (... )». Si se imaginara el saber de Cristo como si Él dispusiera de sus actos concretos en el tiempo igual que un ajedrecista genial, que desde la tercera jugada ve toda la partida y dispone las piezas para una partida que en el fondo ya está para él resuelta, entonces se suprimiría la entera temporalidad de Jesús, pero también su obediencia, su paciencia, el mérito de su existencia redentora, y ya no sería el prototipo de la existencia cristiana, ni por tanto, de la fe cristiana.
Es muy sugerente en Von Balthasar el planteamiento trinitario de nuestro tema y la antropología analógica subyacente y típica del personalismo contemporáneos de inspiración bíblica, pero le falta un estudio más riguroso (del estilo del que propone J. Maritain) de las diversas dimensiones del conocimiento humano de Cristo: de sus niveles de ciencia y conciencia de la Trinidad y su plan salvífica.
1. Jacques Maritain. El supraconsciente divinizado de la visión beatífica y el doble nivel de conciencia del alma de jesús
J. Maritain, al final de su vida ha propuesto [70] una hipótesis de investigación muy bien recibida en algunos ambientes, que merece, a mi juicio, la máxima atención. Está en la misma línea emprendida por Santo Tomás de «desplatonización» de la Cristología y es plenamente fiel a su espíritu y a sus principios, aunque contradiga en algunos puntos su desarrollo doctrinal, que no toma suficientemente en serio la dimensión histórica de la existencia humana de todo hombre viador. Continúa en la misma dirección el intento que se propuso Santo Tomás de poner más y más de relieve la plena realidad de la humanidad de Cristo, que él mismo no llegó a desarrollar satisfactoriamente. Se lo impidió un cierto lastre de tradición humana que le habría llevado a aceptar como más probables por su «venerable antigüedad», o por considerarlas como «doctrina común entre los doctores», determinadas posiciones mal fundadas. (Así se explicaría su actitud en la cuestión de la Inmaculada Concepción).
Explica Maritain estas deficiencias en la cristología de Santo Tomás, haciendo notar que, además de ese lastre de tradición humana, faltaba entonces un instrumento filosófico que ayuda a abrir una nueva perspectiva más consecuente con la plena realidad de la humanidad de Cristo, perfecto hombre («verus homo», aunque no «purus homo»): la noción de «inconsciente», ya sea «infra» o «supraconsciente». En efecto: aparte del inconsciente de la moderna psicología, que es un «infraconsciente», hay un «supraconsciente» del espíritu que, en el plano natural, corresponde al espíritu en su fuente, la esfera del «intellectus agens» en la que se reciben las inspiraciones; y en el plano sobrenatural, al hontanar de gracia. Este último es el que puede aplicarse al caso de la humanidad de Jesús en un sentido analógico, trascendente y absolutamente único, que sería «el mundo del supraconsciente divinizado de la visión beatífica» propio de la gracia consumada (e infinita en su orden), en cuanto «comprehensor» en el paraíso de su alma, trascendente al «mundo de la conciencia», o del juego de las facultades conscientes que se ejercen libre y deliberadamente, en las que la gracia y la sabiduría infusas estarían sometidas a la ley de la perfección creciente, que parece esencial al estado del viator.
Habría, según esa distinción, una doble autoconciencia en Cristo hombre: la supraconciencia «celeste o solar» por la que se «veía» en su condición de «comprehensor» (de manera inefable y transcendente a su estado psíquico de «viator») como Verbo de Dios encarnado para redimirnos; y la autoconciencia «terrestre o crepuscular» que -a diferencia de la nuestra de viadores- estaba en Él esclarecida por la ciencia infusa, que participaba de la evidencia de la visión. Esta segunda le daba noticia, desde su más tierna infancia, de su divinidad y de su misión redentora, y fue creciendo progresivamente a lo largo de su vida de viador (cf. o.c., pp. 51 ss., 119 ss.).
En la parte superior o paraíso supraconsciente de su alma, es donde la gracia de Cristo en la tierra era ilimitada (gracia de Jesús como «comprehensor»). En la parte inferior de su alma, o mundo de la conciencia, esa gracia era finita (gracia de Jesús como «viator») y no cesó de crecer hasta la muerte en la cruz, como su correlativa sabiduría infusa (no sólo adquirida).
a) Doble nivel de ciencia infusa, que participa de la evidencia de la visión, mediación clave para su autoconciencia humana como viador y para el ejercicio de su misión salvífica
El objeto secundario de la visión beatífica -el conocimiento de las realidades extradivinas «in Verbo»- alcanza el ser propio de ellas en su fuente activa, de una manera divina, sin división en ideas múltiples en enlazamiento discursivo, que trasciende a todo saber creado. Se comprende -dada su inefable trascendencia- que para el cumplimiento de su misión el gran revelador del misterio de Dios y de su plan salvífico, precisara de una «traducción» de aquél saber trascendente e inefable en ideas aptas para su transmisión oral como Rabí de Israe [71].
De ahí la necesidad de la ciencia infusa. Dios se valía de la visión beatífica de la humanidad asumida como de regla e instrumento para producir en su inteligencia humana formas ideativas intuicionales infusas, como emanaciones internas pasivamente recibidas de Dios, «hábitos», (en acto primero), que la inteligencia hace pasar a acto segundo (acto de operación) cuando las pone en ejercicio «ad imperium voluntatis » [72].
Estas ideas infusas estaban -ratione originis-, divinamente iluminadas por su participación en la evidencia de la visión. Puede compararse su función a una agencia de cambio gracias a la cual el oro divino de la visión se cambiaba en monedas aptas para su transmisión: a espíritus puros de un modo directo, y a los hombres mediante el uso instrumental de conceptos formados por abstracción bajo la luz del intelecto agente, los únicos connaturales al hombre que pueden expresarse y ser comunicados al modo humano. (Algo así como los billetes de banco de gran valor que de nada servirían para saciar al hombre -si sólo disponemos de máquinas tragaperras- sin el cambio de monedas metálicas).
J. Maritain piensa acertadamente que también la ciencia infusa de Cristo, como la gracia y la caridad se encontraban en los dos regímenes o estados distintos, mientras duró su peregrinación terrestre, según las dos dimensiones, superior e inferior, de su alma humana: 1/ la del supraconsciente divinizado de la gracia plenamente consumada, cuyo psiquismo era celeste -de «perfectus comprehensor»-, y, 2/ la de su estado de viador en su psiquismo humano común al nuestro en peregrinación terrestre como viador.
1. El primer estado es el que, a modo de cielo cerrado y en buena medida incomunicable (ya veremos en qué sentido y cómo), poseía la ciencia infusa en estado de plenitud suprema, tal y como la describe Sto. Tomás: en Cristo como Mediador único y Cabeza de todos los hombres y los ángeles, reposa el Espíritu Santo con sus dones (cf. Is 11, 1-3) en una plenitud de la que todos recibimos gracia sobre gracia (Jn 1,16) que incluye la ciencia infusa y, que en Cristo excluía cualquier potencialidad que no estuviese actualizada [73] causada en lo más profundo de su alma humana «ex unione ad Verbum» (III, 12,2,3) y formaba un sólo hábito unitario.
2. Pero a la conciencia del estado de viador, escapa aquel supraconsciente celeste, no por oscuridad, como el infraconsciente, sino por su esplendor excesivamente luminoso, desproporcionado para su débil capacidad en esa dimensión inferior del alma humana. Era preciso que en esa zona, se fuera formando progresivamente un saber infuso diversificado en varios hábitos de perfección creciente, de menos luz que la que es connatural a los ángeles para poder usar de ella de modo discursivo mediante el concurso instrumental de conceptos formados bajo la luz del intelecto agente, es decir, traducibles al lenguaje humano según las necesidades crecientes de su misión salvífica de maestro de verdad [74]. Los diversos hábitos que la componen crecían en intensidad de luz y en extensión, no en razón de sus actos, como la caridad, sino en razón de las necesidades crecientes para su misión reveladora.
De esta forma, la verdad que Cristo «veía» en lo más alto o profundo de su alma «la oía» en la esfera consciente -dada la naturaleza «locutiva» del entendimiento- por la mediación de un saber infuso de perfección creciente en extensión y en hondura que el Espíritu Santo iba suscitando en el estrato interior de la misma (valiéndose de la visión beatífica como de regla e instrumento) según las exigencias de su misión salvífica. Este saber enlazaba con el discurso racional de su saber experiencia! adquirido, que precisa de la conversión a imágenes e ilustraciones concretas y sensibles, expresadas en aquellas sugerentes comparaciones y sublimes parábolas que tanto impactaban a sus oyentes abiertos a la verdad.
Aquella maravillosa efusión de pensamiento humano y de palabra sublime transmitía un saber divinamente verdadero, divinamente cierto y divinamente infalible, porque era expresión de un saber infuso que, si bien tenía por objeto no la esencia de los misterios -como la visión beatífica-, sino sólo su inteligencia mediata y analógica creatural, participaba de la evidencia de la visión. Ella le prestaba aquella soberana autoridad que tanto asombraba a cuantos le oían.
La conciencia de su divinidad y de su misión salvífica, poseída con inefable evidencia que excluía cualquier forma de duda, tenía ese fundamento. No basta para explicarla -aunque la mayor parte de los teólogos actuales, negadores de la visión beatifica de Cristo así lo piensan- la luz infusa profética, que sin duda también poseía por eminencia y como hábito estable (a diferencia los beneficiarios del carisma profético, que es en ellos intermitente, nunca habitual, según Sto. Tomás). La luz profética comporta sólo evidencia «in attestante», que es de inferior rango a la evidencia intrínseca de la verdad conocida «en ella misma», como ocurría con la ciencia infusa de Jesús, porque participaba de la evidencia de la visión [75].
Sólo después de su muerte en la cruz, cuando el viador entró en la plena consumación que había poseído en la tierra sólo en el paraíso de su alma, pudo hacer uso práctico de aquella ciencia infusa infinita que precisaba para ejercer su señorío universal, que requiere el conocimiento pleno y gloriosamente manejable del infinito de detalles creados que, bien que conocidos ya de modo más sublime por la visión beatifica, precisaban transponerse en el registro ideativo de las especies infusas para poderse expresar a sí mismo, y comunicar a los ángeles y santos, sus ministros, cuanto precisa el ejercicio de su realeza que juzga y gobierna el universo, con el concurso de aquellos miembros de su cuerpo místico -ángeles y hombres (en los tres estadios, triunfante, purgante y militante, que coexisten en la Iglesia, su Esposa, hasta su plenitud escatológica en la nueva Jerusalén, cuando Dios sea todo en todos y entregue su reino al Padre) a quienes hace partícipes de su realeza-, como coejecutores ministeriales del Señorío universal de su Providencia salvífica.
b) Doble conciencia humana solar y crepuscular, que Cristo tenía de su divinidad y misión salvífica
La noción de conciencia no aparece explícitamente en Santo To más, pues es una noción más moderna. La palabra conciencia connota un conocimiento esencialmente experimental y sentido (por reversión sobre los actos); se trata de un conocimiento oscuro, inexpresable en sí mismo en conceptos, que no alcanza la esencia del alma, que sólo puede «objetivarse» -ser expresada en conceptos- mediante una reflexión sobre ella misma del intelecto conceptualizante [76].
Es así como, sin alcanzar nuestra propia esencia, tenemos el conocimiento oscuro, no sólo de la propia existencia, sino de la subjetividad, conocimiento en el que la connaturalidad desempeña una función esencial. De modo tal que -por ejemplo- mediante la experiencia oscura de mi libertad, y de una vida en mí que trasciende la esclavitud de los sentidos, yo «siento» oscuramente que reacciono como hombre, incluso cuando todavía no haya formado el concepto de hombre, y sea por lo tanto incapaz de decirme a mí mismo que soy un hombre. El concepto de hombre, lo formamos abstrayéndolo de la experiencia sensible por el entendimiento agente, en el ejercicio de la inteligencia «vuelta» naturalmente hacia las cosas. Es entonces cuando al reflejarse este concepto en aquél otro conocimiento intelectual -preconceptual de experiencia oscura de la propia subjetividad- y gracias a este conocimiento por connaturalidad, tenemos conciencia explícita de ser un hombre. (Este planteamiento apunta a la «reflexibilidad originaria», segunda forma de autoconciencia descrita por Millán Puelles, que estudia este tema con más lucidez y hondura que Maritain. Cf. nota 61).
Estas reflexiones permiten alcanzar alguna explicación «analógica» -mutatis mutandi- del misterio de la conciencia que tenía Jesús de sí mismo, en la esfera inferior consciente, como viador que denomina «crepuscular», en contraposición a la autoconciencia «solar» propia del supraconsciente divinizado de la visión a la luz de la gloria que iluminaba la profundidad espiritual de su alma.
También Cristo, como verdadero hombre, tenía una conciencia oscura, experimental, sentida e inexpresable en conceptos, de «existir» y de ser «alguien». Pero también de que había en Él algo divino que trascendía la común condición humana, por la experiencia de su absoluta impecabilidad, de su Sabiduría sin ningún fallo, del inefable recuerdo de lo que había experimentado en la oración [77]. Pero no de que fuera Dios, el Unigénito del Padre.
Aquí es donde debe intervenir la ciencia infusa de su Divinidad, que en modo alguno es un «adorno» que debe enriquecer a Cristo por razones de excelencia, sino una necesidad metafísica de antropología teológica. Es, en efecto, la que hace posible el conocimiento intelectual perfectamente claro, de que es el Hijo Unigénito del Padre encarnado, que fue aumentándolo en intensidad creciente desde su precoz despertar al uso de razón hasta el «todo está consumado» de la séptima palabra en la Cruz. La luz intelectual infusa, que participaba de la evidencia de la visión, al reflejarse sobre aquel contenido noético oscuramente sentido de origen preconceptual, le hacía tener conciencia de Ser una Persona divina, el Verbo encarnado.
Simultáneamente, tenía plena conciencia de su condición humana, de que era «verus homo», consustancial con todos los miembros de la estirpe o naturaleza común de hijos de Adán; que como nuevo Adán había venido a recapitular, en solidaridad con todos y cada uno de ellos, desde el instante de la Encarnación.
También este conocimiento de sí como verdadero hombre, acontecía en virtud de la luz intelectual de la ciencia infusa. Al reflejarse ésta sobre la conciencia experimental oscura de su humanidad, le comunicaba aquel profundo saber acerca de lo que hay en el corazón de cada uno de los hombres, sus hermanos, de quienes es Cabeza y Salvador. A ella se añadía, además, la progresiva fuente de saber humano proveniente del aprendizaje, lectura, meditación y contemplación infusa incomparablemente profundas de la Sagrada Escritura, que eran parte importante de aquél saber que fue adquiriendo progresivamente y creciendo a lo largo de su vida sobre la tierra [78].
La conciencia de su ser teándrico y de su misión salvífica irrumpió en la zona inferior de su alma, como viador, con toda naturalidad -como «en germen»- tan pronto como alcanzó el uso de razón, (que fue sin duda extraordinariamente precoz), a la luz de su emergente ciencia infusa. Esta, aunque fue progresiva, en la zona inferior y consciente de su alma humana, fue muy superior a la de cualquier «purus horno», (pero no infinita -en su orden-, como la ciencia infusa que brotaba connaturalmente de la ciencia de visión en el paraíso «sellado» del supraconsciente de su espíritu humano plenamente divinizado, como necesaria consecuencia de la unión hipostática que le constituía en Mediador, «lleno de gracia y de verdad» de cuya plenitud desbordante todos estamos llamados a participar).
Es, pues, impensable, por absurda, la hipótesis de quienes imaginan una irrupción «sorpresiva» en la conciencia de Jesús adolescente de su condición de Hijo Unigénito del Padre, de quien hasta entonces hubiera pensado equivocadamente que era un mero hombre, «como sacándole de su error precedente». Más bien hay que suponer que aquel conocimiento le fue dado por ciencia infusa desde su primera aurora, -en acto primero- en la primera infancia; desde que abrió los ojos, anterior a todo conocimiento reflexivamente consciente. Sólo más tarde pudo pasar a acto segundo -tan pronto como fue capaz, por desarrollo neuronal y orgánico de experimentar oscuramente su propia subjetividad- a la luz de la ciencia infusa ya presente en forma de hábita [79].
c) El supraconsciente divinizado por la visión beatífica en la Pasión de Cristo
Según Maritain, la misma naturaleza humana de Cristo se encontraba -como acabamos de ver- a la vez en dos estados distintos: como «comprehensor», el supraconsciente divinizado por la visión beatífica propia de la gracia consumada e ilimitada; y como «viator», en el que la gracia, en estado de perfección creciente, se manifestaba en una progresiva caridad, principio de actos meritorios, regulados no por la visión beatífica, sino por la ciencia infusa que participaba de la evidencia de la visión y de ella procedía.
Pues bien: entre ambos estados se daría una especie de «cloison», (una suerte de tabique traslúcido), que cerraba el paraíso supraconsciente de su alma, pero dejaba paso -por la luz de la ciencia infusa (que participaba de la evidencia de la visión)- a una irradiación vivificante sobre todas sus facultades, pero sin la transfiguración gloriosa y divinización terminal del mundo de la conciencia; Cristo era «comprehensor», pero no bienaventurado, ya que había venido para sufrir, y no toda su alma era bienaventurada en los dos estados de su alma humana (sólo en el superior) como tampoco lo era en el cuerpo.
Este tabique divisorio no era, ordinariamente, de separación total. Podía ser abierto cuando Jesús quería «franquear» el paraíso supraconsciente de su alma y penetrar en él con su conciencia, por medio de la oración infusa. Lo experimentaba, entonces, de un modo inefable, más allá de toda idea, refugiándose en él como en un nido, en la intimidad de la Trinidad: confiando al Padre sus dolores, su compasión por los sufrimientos de los hombres, su angustia por las ofensas a Dios y la profunda miseria moral del pecado, y contemplando ahí el profundo alcance de la obra redentora para la que había sido enviado.
Pues bien: en el momento de la agonía y de la Pasión, no pudo penetrar con su conciencia en el paraíso supraconsciente de su alma; toda experiencia, por sus facultades conscientes, de ese paraíso, y de su irradiación, le fue rehusada.
Fue así como se realizó el supremo ejemplar de la noche del espíritu de los místicos, la noche absolutamente completa [80]. Todo el mundo de la visión beatífica y del supraconsciente divinizado estaba ahí, pero no lo experimentaba en absoluto por su contemplación infusa. La irradiación y el influjo de este mundo sobre el alma en su integridad eran más potentes que nunca, comunicándole la heroica fortaleza del combate supremo de la obra redentora, pero no era de modo consciente o experimentado. Jesús estaba más unido que nunca al Padre, pero en el pavor y el sudor de sangre, y en la experiencia del abandono de la cuarta palabra sobre la Cruz, «ut quid dereliquisti me».
Jesús murió -es ésta una sugestiva interpretación de Maritain, que hizo suya el Card. Journet (cf. Nova et vetera, 1968)- de un supremo éxtasis de amor. Su caridad de «viator», actuaba en la parte inferior de su alma, sujeta a la ley de perfección creciente (como la sabiduría infusa que la regulaba), en tanto que «viator», alcanzó la infinitud de caridad que, en tanto que «comprehensor», poseía en el cielo de su alma, medida por la visión beatífica y la ciencia infusa infinitas. No fue la violencia padecida la que causó la separación del alma y del cuerpo de Jesús (Jesús murió antes de lo que esperaban sus verdugos). «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo; nadie me la quita sino que yo la doy libremente este es el mandato que he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17). Fue el amor, en su supremo grado, que consuma y trasciende la obediencia de su voluntad absolutamente unida con la del Padre, el que le hizo morir en un acto de supremo sacrificio por el que se somete voluntariamente al mandato de su Padre en un acto de perfecta obediencia libérrima [81]. Es, verdaderamente, «la hora de la glorificación del Hijo del Hombre» (Jn 12, 23).
El Verbo divino actuando por la instrumentalidad de su libre voluntad humana quiso el sacrifico supremo: que fuesen separados el cuerpo y el alma con la consiguiente privación de la vida humana, por la más total y terrible ruptura que pueda sufrir nuestra naturaleza. Y este holocausto, el mayor que cabe, lo quiso por amor a su Padre y a los hombres. En este momento la caridad de Cristo que era todavía «viator» franqueó el abismo que separaba lo finito de lo infinito, en un grado de perfección suprema e insuperable, que corresponde a la caridad que poseía como «comprehensor», en el paraíso de su alma; más allá de la serie infinita de grados de perfección creciente («crecía en edad, sabiduría y gracia»). Ese amor supremo corresponde a la cumbre de la unión mística en el transporte del alma en Dios, en el que (con palabras de San Juan de la Cruz) el hombre y Dios son un sólo espíritu y amor. Un amor tan total y poderoso, que la naturaleza humana no pudo soportarlo, de modo tal que arrancó al alma del cuerpo. Fue, pues, un éxtasis de amor el que hizo que muriese en la Cruz, entregando su alma en las manos del Padre, en el colmo de la libertad de su querer humano. En aquel breve momento de su muerte «in fieri», entró su conciencia de viador, expirando, en el cielo de su alma; de modo que conoció entonces cada ser humano, y lo amó, como si fuera el único en su realidad singular -según la conocida expresión de la Mystici Corporis-, por su visión beatífica y por su ciencia infusa, infinita (en su orden): pero ya no como antes, de modo supraconsciente, sino con toda su vida psíquica de viador expirante. Cuando, inclinando la cabeza, entregó su espíritu (Jn 19, 30), entró por sus padecimientos, en su gloria (cf. Lc 26, 27) de manera plena: consumado, quedó constituido, como nuevo Adán, Cabeza de la nue va humanidad de «hijos de Dios dispersos por el pecado» (Jn 11, 52), y como causa salutis aeternae (cf. Hb 5, 9), para cuantos la invocan con fe, atraídos (Jn 12, 32) por la gracia del Espíritu que conquista para nosotros desde la Cruz salvadora.
3. Ciencia y conciencia humana de Jesús, según Gonzdlez Gil ciencia de visión interpretada como connaturalidad ontológica. Conciencia humana de su filiación divina
a) Triple ciencia y connaturalidad ontológica con el Unigénito del Padre
He seleccionado a este autor por su agudeza innovadora en torno a nuestro tema, que se une a una positiva voluntad en sus propuestas -que presenta a título de hipótesis razonables- de entroncar con la gran tradición, en lo que, a su juicio, tiene de permanente.
Acepta la tesis clásica de las «tres ciencias» -es una buena muestra de esa actitud de respeto con una venerable tesis tradicional-, pero las interpreta de manera diversa, convencido de las insuficiencias de su explicación convencional. La primera no sería la «scientia beata» de los bienaventurados a la luz de la gloria, sino -mientras «no entra su gloria», hasta la Pascua del Señor- un conocimiento humano intuitivo por connaturalidad, atemático, de su inmediación con Dios, que funda y provoca todo el conocimiento temático humano de Jesús por la mediación de sus saberes infusos y adquiridos; tanto de aquellos recibidos por la luz infusa del Espíritu, como de los que adquiere experimentalmente por el uso abstractivo del intelecto agente en su trato con los hombres. Piensa así conservar lo esencial de lo que apuntan, a su parecer, las declaraciones magisteriales, superando las insuficiencias teológicas clásicas [82].
Inspira su propuesta nuestro autor en la noética tomista del conocimiento por connaturalidad, tal y como lo explica el Santo Doctor en su exposición del don de Sabiduría del Espíritu Santo [83]. El oficio de este don, cuyo objeto es la causa suprema y universal (Dios), es dar rectitud al entendimiento humano en el juzgar de las cosas relacionadas con Dios. Se contrapone al principio de rectitud de juicio fundado en la investigación mediante el uso correcto de la razón objetivante; por que su modo de juzgar es «por cierta connaturalidad o simpatía» con las cosas divinas, procedente de la caridad que une al hombre con Dios (a.2). La sabiduría «toca más de cerca a Dios» por la unión subjetiva del alma con Él que la caridad opera (a.3), y hace posible juzgar de las cosas divinas, no según criterios y argumentos de racionabilidad lógica, sino por una connaturalidad y unión con ellas, que sólo puede existir en un alma poseída por el Espíritu Santo (a.4).
Según nuestro autor la visión intuitiva que Cristo-hombre tenía de su Divinidad que atestiguan las fuentes teológicas, no sería un conocimiento de Dios como objeto, a la luz de la gloria, el propio de los bienaventurados (Dios hace en ellos de especie expresa automunicándose sobrenaturalmente sin mediación alguna), sino por cierta connaturalidad ontológica sobrenatural que permite experimentar la cercanía de Dios Padre también de manera inmediata y directa, como Hijo, sin mediación alguna. Se trata de una percepción por intimidad de sujeto que «toca la esencia»: «toca más de cerca a Dios», un conocimiento proconceptual, «Ver a Dios» (cf. Jn 1, 18) es -según nuestro autor- experimentar su presencia íntima en comunicación interpersonal directa (cf Mt 2, 27).
En la base, de toda la vida intelectiva de Jesús está este conocimiento no objetivo, o mejor quizás, una percepción de Dios por unión con Él, que le «connaturaliza» con la realidad y la actividad, la esencia y la «economía» de Dios. En efecto, -nos dice- precisamente por ser conocimiento por connaturalidad y no conocimiento temático de objetos, requiere, provoca y encamina su desarrollo en conceptos temáticos. A este proceso contribuyen los otros dos tipos de conocimiento de la tradición teológica, en fecunda simbiosis: tanto el que recibe por luz infasa del Espíritu Santo para el ejercicio de su misión salvífica, referido a las verdades relacionadas con el reino de Dios (no era misión suya enseñarnos ciencias naturales, sino el camino de la salvación), como la que tiene su origen en la abstracción del intelecto agente, o ciencia adquirida, a partir de su experiencia cotidiana, su meditación de las Escrituras, su diálogo con el Padre en la oración y el roce con los hombres en la vida.
No parece suficiente tal explicación, como muy bien demuestra Maritain. Negada la visión beatífica no percibe la necesidad de la mediación de aquél saber infuso [84]. Los pasajes evangélicos que testifican el conocimiento que Jesús tenía de cosas lejanas o de los sentimientos internos de los hombres, o aquella autoridad sobrecogedora de su predicación, con aplomo y seguridad: («se os ha dicho..., pero yo os digo...»), son explicados por él apelando a la certeza carismática y la intuición clarividente, característica del don de profecía, sin aceptar un saber de formas ideativas intuicionales infusas, que participa de la evidencia de visión y de ella deriva, necesaria mediación para su función reveladora (como explica muy bien Maritain).
La raíz fundamental de toda la vida intelectiva humana de Jesús sería -según nuestro autor- una doble connaturalidad, que podría darnos a entender, en la medida a nosotros posible, su vida psicológica humana. Connaturalidad natural con los hombres por razón de la misma naturaleza sujeta a la ley de la historia y del desarrollo; connaturalidad personal con Dios por razón de la persona del Hijo-hombre en unión Íntima con el Padre. Esta segunda connaturalidad o simpatía con Dios y con las cosas de Dios puede darse en nosotros por donación gratuita; en Jesucristo era congénita por ser él la persona del Hijo que está en el seno del Padre y posee sin medida el Espíritu del Padre y suyo.
Pero esta connaturalidad divina, congénita en él, se realiza en su connaturalidad humana: no a pesar de ésta, sino en y por ella. Recíprocamente, su connaturalidad humana es para nosotros reveladora y santificadora, porque está embebida en su connaturalidad congénita divina. Jesucristo es el hombre que vive plenamente su vida de hombre, la de todo hombre, pero la vive en connaturalidad con Dios, su Padre: en ese movimiento de continua recepción y continua entrega, en ese conocimiento mutuo que es comunicación mutua [85].
En virtud de su connaturalidad humana puede hacernos partícipes de su connaturalidad divina dándonos su Espíritu.
A mi modo de ver, González Gil no interpreta bien la doctrina del Aquinate acerca del conocimiento por connatu ralidad [86] del que el influjo de la caridad en el don de sabiduría no es sino una de sus más eminentes manifestaciones. Es el gran tema del influjo del amor -raíz de todas las pasiones y afecciones del hombre- en el conocimiento (según sea aquél, tal será el alcance noético de éste).
El fundamento del amor es, sin duda, la connaturalidad ontológica o participación en los valores comunes con el consiguiente parentesco entitativo, conveniencia y complementariedad (identidad consigo, si se trata de amor al propio yo), o connaturalidad ontológica. El amor mismo es la expresión tendencia! de aquella connaturalidad en cuanto conocida. Y su efecto formal es la unión transformante.
El influjo del amor en el conocimiento se funda precisamente en la unidad radical de la persona que conoce y el mutuo influjo o inmanencia consiguiente de inteligencia y voluntad, sentir e inteligir. Podrá darse una explicación «analítica» -tal la clásica de Santo Tomás- o la «estructural» del moderno personalismo. Pero el hecho de tal inmanencia -de orden dinámico- no puede menos de imponerse a la fenomenología del dinamismo del comportamiento humano. El amor, en efecto 1) selecciona y potencia la aplicación de la mente (a más interés, más atención), y 2) proporciona una nueva luz en la captación de lo conocido: la luz de la conveniencia al apetito [87]. (Por eso la verdad práctica no se toma de modo inmediato por la adecuación de la inteligencia con su objeto, sino por conformidad con el apetito recto).
El amado queda intencionalmente interiorizado en el amante en la medida misma que éste vive extáticamente enajenado en el amado. Es un conocimiento:
- Más íntimamente penetrante, porque el amado queda intencionalmente identificado con el amante; penetra en su ámbito vital.
- Más trascendente, pues el trascender volitivo es extático y más «realista» que el cognoscitivo: tiende al «en sí» de lo querido (oréxis) a diferencia del trascender intelectivo que es posesión de lo otro en su «en mí» con las condiciones subjetivas a priori que impone la inteligibilidad en acto (analépsis).
Como consecuencia, cabe decir: a mayor intimidad en la unión transformante del amor, mayor penetración y trascendencia en el conocer. El amor de caridad que derrama el Espíritu Santo en el alma de Cristo es de una plenitud desbordante, y consecuencia inmediata del «éxtasis» del ser de la unión hipostática.
Todo conocimiento humano de Dios -también de Cristo respecto a su Padre- es necesariamente mediato, salvo el de la visión beatífica. Negada ésta a Cristo viador, el conocimiento que funda su connaturalidad ontológica con Dios, no es, como sostiene nuestro autor, intuitivo, y sin mediación alguna. Está necesariamente mediado por una doble mediación en unidad estructural: 1/ La conversio ad phantasma propia de la perceptibilidad corpórea, espacio-temporal del hombre como ser-en-el-mundo, y 2/ La comprensión integral, aunque inadecuada y oscura de su núcleo esencial, de su «totalidad personal» -teándrica en el caso de Cristo-, que aparece como emergiendo de un Alter ego trascendente -el Unigénito del Padre- ignoto en el misterio de su en sí, advertido asintótica y negativamente. Tal mediación es, sin embargo, discreta y silenciosa. Aunque es, de hecho, mediata, se diría que no ha mediado proceso alguno de inferencia. En este sentido puede ser calificado de cuasi-intuición, pero de ninguna manera es intuitivo como la visión beatífica.
El conocimiento por connaturalidad, tiene, sin duda, una gran función que desempeñar en la autoconciencia humana que Jesucristo tenía de su Divinidad y de su misión salvífica. (Así lo hemos comprobado con algún detenimiento, en la exposición de la propuesta de Maritain). Pero no está en el nivel de la visión beatífica (sustituyéndola como saber intuitivo no beatificante). Está más bien en el nivel noético de la ciencia infusa, que ilumina el saber atemático, propio del conocimiento por connaturalidad de la propia subjetividad, otorgándole aquella inefable certeza, que participa de la evidencia de la visión, de que era el Unigénito del Padre hecho hombre y de su misión salvífica.
b) Conciencia humana de Jesús de su condición de Unigénito del Padre
Conciencia directa es, para nuestro autor, la «experiencia» que el sujeto tiene de sí mismo en cuanto sujeto de sus actos; la conciencia refleja es el saber que el sujeto obtiene sobre sí mismo a través de aquella experiencia combinada con los conocimientos que por otras partes ha venido acumulando, tanto por ciencia infusa como adquirida.
La persona -concebida por él como totalidad subsistente y en relación a todo otro sujeto- sólo se percibe en sus actos; y la persona divina sólo se podrá percibir como divina en actos divinos; para que la persona divina fuese percibida como divina en actos humanos, tendría que mezclar sus actos divinos con sus actos humanos; con otras palabras, tendría que hacer que se fundiesen sus actos divinos y humanos en un sólo acto. Pero esto sería puro monofisismo. Por eso la experiencia directa de Jesús como hombre es la experiencia de sus actos
«humanos», que proceden de su individualidad humana como tal y se perciben precisamente como actos que emanan de esa individualidad. Conciencia humana «directa» sólo puede tenerla, pues, de sus actos humanos, de su crecer y trabajar, alegrarse y sufrir, pensar y querer «como hombre»; pero todas esas experiencias humanas iban acompañadas de una experiencia de comunión con Dios en actitud receptiva y de dependencia filial. Experimentaba, por así decirlo, «el vacío de su personalidad humana», en tanto que dependiente de la persona del Hijo.
Para entenderlo mejor, es conveniente -por analogía- la comparación con nuestra propia conciencia. Tenemos conciencia de nuestro yo, de nuestra personalidad humana; por ella somos una unidad y totalidad cada uno de nosotros percibida como tal; pero este dato fundamental es pre-conceptual, pre-científico, y, por tanto, inexpresable en conceptos y palabras, mientras no se realice un proceso de reflexión temática conceptual. Sólo al fin de este proceso llegamos a poder hacer afirmaciones temáticas sobre nuestra personalidad humana.
Algo semejante podemos decir de Jesucristo: del dato fundamental, percibido experimentalmente, de su intimidad única con Dios -una experiencia de comunión con Él, en actitud receptiva y en dependencia filial, que no es todavía de la divinidad de su filiación pasa a la tematización conceptual expresable en afirmaciones categóricas: «yo y el Padre somos uno»; «yo soy Dios: el Unigénito del Padre», gracias a su saber adquirido e infuso. La meditación de la Sagrada Escritura, las ilustraciones recibidas en el diálogo con su Padre en la oración, el trato y contraste con los hombres, etc., iban formando en su inteligencia humana la «ciencia» sobre sí mismo, sobre su misión, su autoridad, su persona.
Esta interpretación está en perfecta continuidad con el pensamiento de Sto. Tomás de Aquino, en la misma línea de profundización -a la luz de la reflexión sobre la conciencia nunca tematizada por él- con la que exponíamos antes de J. Maritain. Le falta, sin embargo, explicar la evidencia del saber infuso participada de la visión beatífica, que este autor sustituye por el conocimiento intuitivo por connaturalidad ontológica de la humanidad con Dios Hijo, que la personaliza. Ya vimos, sin embargo, que éste no es intuitivo. El conocimiento por connaturalidad se funda en los hábitos éticos correspondientes a los otros dos niveles de conocimiento humano de Cristo.
González Gil afirma que la experiencia de su filiación respecto de Dios-Padre por ser humana, era limitada y estaba sometida a la ley del progreso histórico. Es la misma interpretación de J. Maritain, que supera en este punto clave el déficit de historicidad, común en la Teología clásica, de la humanidad de Cristo. El Hijo de Dios hecho hombre hará la experiencia humana de su filiación de un modo progresivo: desde el principio es Hijo y se siente como tal, pero progresivamente tiene que «hacerse» Hijo y sentirse más y más plenamente Hijo. «Siendo Hijo, con el padecimiento, aprendió la obediencia y llegó a la perfección» (Hb 5, 8): obediencia y perfección propia del Hijo. Siente que «ha salido del Padre» y que «está de vuelta al Padre»; ansía volver, porque para él es mejor estar junto al Padre; y sus discípulos, si lo entendiesen, se alegrarían, como él se alegra de volver al Padre (cf. Jn 16, 28; Jn 14, 28).
Fue -nos dice muy acertadamente- una experiencia dolorosa, por ser la experiencia de una tensión, de una distancia que superar mediante la renuncia radical a la existencia humana: experimentó la tensión dolorosa de su filiación «en camino», dentro de la experiencia humana de una distanciación de Dios, «en carne semejante a la carne de pecado»; distanciación que sólo puede superarse por la renuncia real a esa misma existencia humana. Solamente a través de esta renuncia total, a través de su muerte, puede el Hijo de Dios hecho hombre llegar a la experiencia humana consumada e insuperable de su filiación divina.
Pero hay otra dimensión implicada en la conciencia de su ser, la «filiación», que implica «relación a otro». El Hijo de Dios hecho hombre tiene conciencia de una doble relación: con Dios Padre en cuanto Hijo, y con todos los hombres a los que recapitula en la misteriosa solidaridad de la Encarnación. Esta relación misteriosa con todos los hombres está embebida y como impregnada por la conciencia de la otra relación suya radical con Dios-Padre.
Él, que es el Hijo por su relación con el Padre y sólo con el Padre, se ve puesto al nivel y en relación con todos los hombres, a quienes no puede menos de considerar como hermanos (cf. Hb 2, 11). En su conciencia moral, Jesús se considera como Hijo que debe obedecer al Padre, pero también como Hijo que debe abrirse a todos los hombres: en favor de todos. En virtud de su connaturalidad humana del nuevo Adán, solidario de todos los hombres, puede hacernos partícipes de su connaturalidad divina dándonos su Espíritu, de modo que podamos impregnar nuestra naturalidad humana de connaturalidad divina, en nuestro pensar, en nuestro querer y en nuestro actuar.
Aquella experiencia humana del Hijo de Dios es el origen fontal de nuestro ser y sentirnos hijos de Dios. No sabemos cómo declarar aquella experiencia; pero, gracias a ella, gracias a que él como hombre pudo llamar a Dios con el nombre de «¡Abbá, Padre!», también nosotros podemos dirigirnos a Dios Padre como hijos verdaderos, hijos en el Hijo, que hacen la experiencia de su filiación incorporados en la experiencia filial humana del Hijo de Dios. Aunque en nosotros es todavía un saber por la fe, sin la experiencia clara, «somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos», porque aún no se nos ha manifestado él y no le vemos todavía tal como él es (1Jn 3, 2).
Me parece muy sugerente y acertada en parte esta descripción de la conciencia humana de Cristo. Pero creo que debería ser fundada en la doble ciencia intuitiva e infusa tal y como las presenta J. Maritain (con el que, por lo demás, en tantos desarrollos coincide, como puede comprobarse), según hemos señalado. Malinterpreta la visión intuitiva como mera connaturalidad negando la visión beatífica y en sustitución de ella, y no percibe la necesidad «funcional» de las formas ideativas intuicionales infusas, comunicables mediante el uso instrumental del saber adquirido (ambos de progresión creciente).
He tenido en cuenta todos estos interesantes desarrollos en una interpretación personal sobre este espinoso tema en una perspectiva más trinitaria que tiene especialmente en cuenta la inseparabilidad de las dos misiones del Hijo, y del Espíritu, en la que tanto insiste el nuevo Catecismo (CEC), en perfecta continuidad y desarrollo de la tradición teológica, que propongo en otro escrito [88].
III. Observaciones conclusivas
El balance de nuestro recorrido creo que es -pese a tantos datos negativos del teologizar actual- positivo y esperanzador. La quiebra con la tradición teológica multisecular que entronca con la tradición de los Padres que hemos descrito más arriba (II), no puede ser generalizada. Hemos encontrado, además, interesantes sugerencias recientes, en feliz continuidad con los desarrollos de la Cristología inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II (III), que hemos tratado de resumir aquí, que invitan a un progreso en el mejor conocimiento -siempre deficiente, pues su misterio nos desborda- de la Santísima Humanidad del Salvador.
Era evidente -como factor explicativo, no el único, de esa situación- el malestar ante algunos aspectos de los planteamientos clásicos sobre el conocimiento humano de Jesús, que marginaban más de lo debido la condición histórica de quien -siendo Dios- era plenamente hombre, y compañero de nuestro caminar en su existencia histórica antepascual. Y debió estar, consecuentemente, sometido a la ley del progreso, tal y como «correspondía a la realidad de su anonadamiento voluntario en la condición de esclavo» (Flp 2, 7) (CEC 472).
Evidente era también la insuficiencia de los modos clásicos de abordar la cuestión -tan actual- del conocimiento humano que Jesús tenía de su Yo divino en relación con su Padre. El tema de la «conciencia» es un tema moderno y nada tiene de extraño que hubie ra sido deficientemente abandonado tiempo atrás. (Es patente en el mismo Tomás de Aquino, como se ha observado con frecuencia, de modo especialmente convincente por A. Millán Puelles, que trata del tema de la autoconciencia de manera magistral).
Con todo, si son muchos los teólogos de nuestros días que ignoran, de modo llamativo, claros datos evangélicos acerca de la misterio sa psicología de Cristo («verus, sed non purus horno») -cuando no los someten a una exégesis inadecuada, reductiva, y a veces, corrosiva (IV A)- no faltan interesantes planteamientos actuales más sensibles a aquellas exigencias. He seleccionado, por su indudable interés, algunas sugerencias de Von Balthasar y de González Gil, y -muy especialmente- las propuestas de J. Maritain (que tanto agradaron, e hizo suyas, poco antes de morir, el gran teólogo Charles Journet). Estos, y otros autores que no he abordado aquí, ayudan a colmar aquellas lagunas de un modo convincente y respetuoso con la gran tradición, a la cual enriquecen sin abandonarla, en homogéneo y feliz desarrollo (IV B).
A mi juicio, bajo ningún concepto debe ser abandonada la clásica y emblemática expresión «viator simul et comprehensor» (I), que recoge una tradición teológica multisecular entroncada con la patrística recurrente en el Magisterio unitario y homogénea (en cuanto a su sustancia). Su gran valor doctrinal, aun sin ser dogmático, creo que -como me he esforzado en mostrar- no cabe desconocer sin incurrir en frívola superficialidad. (Así lo pienso a veces, quizá exagerando). Esa frase tan expresiva encierra un misterio del que caben progresivos esclarecimientos. Bien interpretada es la clave para lograr algún acceso a la misteriosa psicología humana de Jesús, «verus sed non purus homo», sin traicionar ninguno de los datos bíblicos integrantes de la imagen que de Él nos ofrece la tradición apostólica que los evangelios recogen de manera coherente y armoniosa, y ha llegado hasta nosotros inalterada, en el torrente límpido de la tradición viva de la Iglesia. Esta debe ser criterio hermenéutico permanente y seguro, en orden a una precomprensión de fe eclesial en la auténtica fisonomía evangélica de Jesús, y posibilita el debido discernimiento y uso correcto de los métodos de crítica textual. Se evita así el peligro de que degeneren en una exégesis reductiva, que impida el acceso a la verda dera figura del Dios hombre y de su misteriosa psicología humana, que se refleja en sus más perfectos imitadores, que se han identificado con Él, llegando a la plenitud de la filiación divina en Jesucristo, ganada para nosotros en la Cruz salvadora por obra del Espíritu.
Joaquín Ferrer, en dadun.unav.edu/
Notas:
45. Los misterios de su infancia, vida oculta, tentaciones, bautismo y transfiguración, de la agonía en el huerco y del grito en la cruz, de su conciencia de la mesianidad y filiación, de su conocimiento e ignorancia, de su oración y confianza en Dios, de su entrega a su misión y de su obediencia a la voluntad del Padre, de su libre auto-entrega y del «abandono» en las manos de su Padre. Cf. DUPUI, Cristología, trad., ed. Verbo Divino, 1997.
46. Partiendo de la cristología del «horno assumptus», de la escuela antioquena, los teólogos escotistas Déodat de Basly y L. Seiller, han afirmado que la «unión hipostática» no afecta a la psicología humana de Jesús. El «hombre asumido» actúa como si fuese una persona humana; es el sujeto humano, plenamente autónomo en el que el Verbo de Dios no ejerce la más mínima influencia.
47. S. Th. III, qu. 33, a, ad 3. Cf. Ch. JOURNET, lntroducci6n a la teología, Bilbao 1967, 138.
48. S. Th. III, qu. 34 a. 1, ad 1.
49. OCARIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, ibíd. Además de A VON HARNACK (cfr. Lehrbuch der Dogmengeschichte, 5ª ed., Tubinga 1931, 20), también han defendido las tesis algunos autores modernos que se han separado de la verdadera fe de la Iglesia (vid. una crítica a estos autores en J. GALOT, Cristo contestato, cit., 75 ss. Cf. OCARIZ, MATEO-SECO, RIESTRA, cit., 163).
50. La asunción de la humanidad de Jesús, acto de la más alta unión, sitúa a esta naturaleza en su autonomía de criatura.
51. No puede darse, en efecto, una naturaleza racional existente que no sea persona, es decir, que no esté hipostasiada en algún sujeto.
52. E. SCHILLEBEECKX, Jesús, la historia de un viviente, Madrid 1981, 615.
53. C. DUCQUOC, Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazareth, el Mesías, Salamanca 1974. Le parece «sano» el método exegético bultmaniano, el único objeto de rechazo total en el reciente documento de la PCB de 1993 (ver nota 27).
54. Ducquoc -de acuerdo con la exégesis del protestantismo liberal- presenta a los evangelistas como si hubieran traicionado -con buena voluntad- los hechos en función de unas finalidades polémicas.
55. Ducquoc no admite, por otra parte, la muerte como separación del alma del cuerpo.
56. «Cuando la política quiere ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa a ser no divina, sino demoníaca. Por eso, los acontecimientos políticos de 1989 han cambiado también el escenario teológico. El marxismo creía conocer la estructura de la historia mundial, y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta historia puede ser conducida definitivamente por el camino correcto. El hecho de que esa pretensión se apoyara sobre un método en apariencia estrictamente científico, sustituyendo totalmente la fe por la ciencia, y, haciendo a la vez, de la ciencia praxis, le confería un formidable atractivo. Todas las promesas incumplidas de las religiones parecían alcanzables a través de una praxis política científicamente fundamentada». Card. J. RATZINGER, Situación actual de la fe y de la teología como ciencia, en el Encuentro con el episcopado americano de Guadalajara (México). L'Osservatore Romano, l-XI-1996.
57. El antes sacerdote católico P. KNITTER ha intentado superar el vacío de una teoría de la religión reducida al imperativo categórico, mediante una nueva síntesis entre Asia y Europa, más concreta e internamente enriquecida. Su propuesta tiende a dar a la religión una nueva concreción mediante la unión de la teología de la religión pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo interreligioso debe simplificarse radicalmente y hacerse prácticamente efectivo, fundándolo sobre un único principio: «el primado de la ortopraxis respecto a la ortodoxia». Cf. Civilitá catolica, Editorial Cuaderno 1, 1996, 107-120.
58. Hay también una respuesta al lema «todo es relativo», que se conoce bajo la pluriforme denominación «New Age», y sobre cuya peligrosidad ha alertado con frecuencia Juan Pablo II.
59. K. RAHNER, Ponderaciones dogmáticas sobre el saber de Cristo y su conciencia de sí mismo, en Escritos de Teología, Madrid 1964, 221-246
60. K. RAHNER, La cristología entre la exégesis y la dogmática, en Escritos de Teología 1, Madrid 1963.
61. Rahner reinterpreta la fórmula de la metafísica clásica -la inteligibilidad o verdad trascendental, que mide y «se impone» a mi inteligencia- en el sentido de la modernidad post-cartesiana, que, partiendo de la inmanencia del yo -del yo trascendental, a partir de Kant- , afirma que es el «yo» autoconsciente quien pone inteligibilidad o verdad. La auto-conciencia sería en Rahner, previa a la hetero-conciencia -al conocimiento objetivo- y su condición de posibilidad. A Millán Puelles ha mostrado fenomenológicamente que, en la subjetividad humana, no hay autoconciencia sin hetero-conciencia, sin trascendencia intencional a lo real.
62. K. RAHNER, Teología de la encarnación, en Escritos de Teología, Madrid 1963, 139-158.
63. J.A. SAYÉS, Jesucristo, ser y persona, Burgos 1984, 87.
64. Una clara muestra del influjo hegeliano en el trascendentalismo de Rahner es su afirmación de la «co-implicación» de la finitud en lo Infinito, en una suerte de dialéctica del Absoluto.
65. Una buena descripción del fenómeno postmoderno, -cuyo origen no es otro que la crítica a los «siete pilares básicos de la modernidad»- que concluye invitando a volver los ojos a Tomás de Aquino y al personalismo cristiano integrado en sus principios inspiradores, puede verse en E. FORMENT, Modelos actuales del hombre, curso de El Escorial de julio de 1995. Cf. Verbo 323-4 (1996) 241-277.
66. Para una amplia información sobre él, cf. J. FERRER ARELLANO, Metafísica de la relación y de la alteridad, Pamplona 1997; Juan Luis LORDA, Antropología del Concilio Vaticano II a Juan Pablo JI, Madrid 1996.
67. Baste este conocido testimonio de Mons. Escrivá de Balaguer: «Pero si José ha aprendido de Jesús a vivir de un modo divino, me atrevería a decir que, en lo humano, ha enseñado muchas cosas al hijo de Dios. Hay algo que no me acaba de gustar en el título de padre putativo... Ciertamente nuestra fe nos dice que no era padre según la carne, pero no es esa la única paternidad»; y cita a S. Agustín: «Por eso dice S. Lucas: se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la fe y a la caridad de José, le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios» (Sermón 50,20. PL 38, 351). «José amó a Jesús como un padre ama a su hijo, le trató dándole todo lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió un oficio... Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter... No es posible conocer la sublimidad del misterio... ¿Quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como un niño, luego como un muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad. "Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres" (Lc 2,52). José ha sido en lo humano, maestro de Jesús» (Es Cristo que pasa, n. 55).
68. Cf. SANTO TOMÁS DE AQ\JINO, Summa Teologiae, 1-11", q.5 a.5 ad 1um.
69. Cf. H.U. VON BALTHASAR, especialmente -entre sus numerosos escritos- Teodramática III, B, 2, pp.; Cf. Teología de la Historia, La foi du Christ, cits.
70. De la grace el de l'humanité de Jésus, París 1969.
71. Era Él el «revelador», en cuanto hombre, y el «Revelado», en cuanto Unigénito de la Trinidad cuya intimidad y plan salvífica vino a manifestar y realizar con la fuerza del Espíritu que le ungió como Mesías o Cristo. La misión del Hijo es inseparable de la del Espíritu, como señala con fuerza el CEC.
72. S. Th. III. s, 2. Maritain se inspira en Juan de Santo Tomás, autor que apreció toda su vida. Del gran Doctor de Alcalá del s. XVII recibió con frecuencia sugerencias para su fecunda creación filosófica.
73. S. Th. III, 9,3; 11,1: «Conocía todas las cosas absolutamente», tanto aquello que puede conocerse a la luz del intelecto agente, como a la luz de la Revelación, con las luces proféticas como las de todos los dones del Espíritu Santo., incluyendo «omnia singularia praeterita, praesentia et futura», sin posibilidad de crecer.
74. En este nivel consciente desconocía, por ejemplo, el día del juicio (Mc 13, 32; Mt 24, 36).
75. Por eso le dice Jesús a Nicodemo Jn 3, 32): «el que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto (ciencia de visión) y entendido (ciencia infusa)».
76. Cf. J. MARITAIN, Corto tratado acerca de la existencia y del existente, Buenos Aires, 1956, c. III.
77. No propiamente como afirma el P. DIEPEN, -según Maritain- por experimentar una dependencia ontológica respecto al Verbo, pues no remitía a «otro» sujeto distinto, sino al único Yo divino del Unigénito del Padre, y dependencia supone una alteridad aquí inexistente. La theologie de l'Emmanuel 217.
78. STO. TOMÁS aceptó en S. Th. III, 2, 2 esta ciencia, corrigiendo -forzado por la Escritura- su opinión juvenil de las Sentencias, que era más común.
79. A mi modo de ver, la antropología de Maritain es ajena a una concepción «co-existencial» y dialógica del personalismo que yo estimo acertada.
80. Quizá son por ello los místicos, que participan más intensamente en la plenitud de la mediación y de la vida de Cristo, de la cual todos recibimos, quienes mejor «viven» esos estados y pueden comprenderlos y expresarlos.
81. O.c. 141 ss. «Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa -infinita- como su amor. Pero el tesoro infinito de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿Por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de venderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad, si se dispone hacia el bien, y su equivocada orientación cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del amor de los amores» (Mons. J. ESCRIVA DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 26).
82. Me ha parecido de más interés ocuparme de González Gil, prefiriéndolo a otros contemporáneos más conocidos e influyentes, como P. GALOT, La conscienza di Gesu. Roma 1971, porque, pese a la mayor difusión e influencia de este último, estimo más rigurosamente elaboradas sus propuestas (desde un estudio serio de la Escritura, que conoce bien) -de las que en parte disiento-, que la endeble teoría de Galot, cuya base estaría en la sustitución de la visión beatífica por una singular experiencia mística.
83. S. Th. II-II, 45. Cf. 1-11 68,4; II-II, 8,5.
84. La ciencia infusa sería -según Gil- «algo superfluo, inútil para Él y para nosotros; a no ser que la concibamos como es en realidad, una ciencia de prudencia y caridad que encajaba en la economía de la salvación, en la misión del Hijo-hombre en unión íntima con el Padre y en plenitud del Espíritu para salvarnos».
85. Cf. M.M. GONZÁLEZ GIL, o.c., 425.
86. Véase una exposición muy acertada que tiene en cuenta toda su obra -no sólo el don de Sabiduría- en J.M. PERO SANZ, El conocimiento por connaturalidad, Pamplona 1964. J. FERRER ARELLANO, Amor y apertura a la trascendencia, «Anuario Filosófico» (1969) 125-134.
87. El alcance noético del conocimiento por connaturalidad no logra un plus objetivo: no se excede el área de lo objetivo, categorial, que abarca la apertura en su dinamismo cognoscitivo de su razonamiento conceptual. Pero lo objetivo es conocido (en virtud de la potenciación noética originada por el influjo amoroso) como signo expresivo del más íntimo núcleo esencial del Amado.
88. A punto de ser publicado en las Actas del Congreso Internacional de la Sociedad Int. Tomás de Aquino (SITA) (septiembre de 1997), Ciencia y conciencia humanas de Cristo. Nuevas perspectivas y desarrollos de la vía abierta por Sto. Tomás.
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