El domingo 25 de octubre de 2015 fue un punto de inflexión política en Polonia. En mayo de 2015 las elecciones presidenciales ya habían provocado un inesperado disgusto cuando el presidente en el cargo, apoyado por la gobernante Plataforma Cívica, fue derrotado por el candidato derechista Andrzej Duda. Era obvio que se había producido un importante vuelco. Sin embargo pocos, si alguno, apreciaban su magnitud. En las elecciones parlamentarias de octubre de 2015, el partido conservador-nacionalista Prawo i Sprawiedliwosc (Ley y Justicia) obtuvo una mayoría absoluta en el Sejm, un resultado sin precedentes en la historia poscomunista de Polonia; el PIS también obtuvo el 61 de los 100 escaños del Senado [1]. El voto a la Plataforma Cívica, la formación liberal-conservadora que había dominado el panorama político desde 2007, se desplomó en cambio quince puntos hasta el 24 por 100 y perdió la cuarta parte de sus escaños. Por primera vez desde 1990, ningún partido de izquierda o centro-izquierda logró superar el umbral del 5 por 100 para entrar a formar parte del parlamento, si bien nuevas fuerzas políticas afirmaron con fuerza su presencia. En tercer lugar se situó Kukiz’15, una formación novel centrada en torno a Pawel Kukiz, un rockero punk de 53 años, quien se alió con el Movimiento Nacional, de extrema derecha, abogando por un cambio al sistema mayoritario estricto con representación unipersonal en los distritos electorales como la panacea para todos los males de la democracia polaca [2].
Los primeros meses del gobierno del PIS han mostrado claramente la meta política hacia la que es probable que se dirija el país durante los próximos años. Tras obtener el pleno control político –Sejm, Presidencia, Senado–, el partido ha proclamado que, habiendo obtenido un mandato de la nación, está decidido a cumplir sus promesas electorales e implementar un programa radical de «buen cambio». Las declaraciones de sus líderes implican que ello transformará el modelo polaco de democracia para convertirlo en un instrumento de la comunidad nacional. La pregunta clave es, pues, cómo debe entenderse realmente esa «comunidad». De hecho, la relación entre comunidad y democracia es una de las cuestiones más complejas, aunque también la más intensamente debatida, de la teoría política contemporánea.
La dificultad reside en el hecho de que los dos conceptos –democracia liberal y comunidad– se han desarrollado siguiendo líneas separadas, a menudo no sólo ignorándose, sino incluso mostrándose abiertamente hostiles entre sí. El liberalismo toma como punto de partida un individuo aislado y autónomo, cuyas relaciones con los demás se armonizan en la esfera pública mediante procedimientos de naturaleza sustancialmente jurídica. La «comunidad», en cambio, pone de relieve el papel del «pueblo» –de la comunidad nacional– como vehículo de valores, que se materializan en la vida social. Un problema inherente a este enfoque es la relación entre la comunidad y el poder político. Mientras que la comunidad es algo «vivo», «cálido» y «omnipresente», el poder político es «frígido» y «distante», siendo el Estado «el más frío de todos los monstruos fríos», como dijo Nietzsche. Si la noción de democracia liberal está inmersa en el pensamiento de la Ilustración, la noción de comunidad se basa por el contrario en el romanticismo y su desconfianza respecto al poder supremo de la razón y, en particular, a sus proclamaciones universalizadoras. La historia del pensamiento político durante los siglos XIX y XX se puede interpretar como una contienda continua entre esos dos conceptos, aunque la dicotomía, por supuesto, requiere matizaciones. La democracia no puede surgir ni desarrollarse sin el apoyo del pueblo; y sin el respaldo de las masas, la democracia se reduce a un juego entre elites. Sin embargo, una cuestión clave sigue siendo determinar las condiciones en que la protesta popular puede transformarse en instituciones democráticas estables o aumentar el potencial democrático de la sociedad.
La disputa sobre «democracia» versus «comunidad» ha dado lugar a un compromiso realmente débil entre las dos perspectivas en liza. Esto no significa que haya surgido un nuevo marco teórico, sino que las dos partes del debate han acordado hacer algunas concesiones. Algunos liberales han reconocido que, incluso en la esfera pública, las personas no son simplemente individuos autónomos sin ninguna historia previa, sino que, por el contrario, están inmersos en ciertas tradiciones que configuran sus vidas y forman sus creencias políticas, lo que implica que en política no sólo participan los individuos autónomos, sino también grupos e identidades colectivas. Y la mayoría de los comunitaristas ya no niegan la validez de los procedimientos, sino que afirman que hay que llenarlos con el contenido vivo de los valores comunales. La cuestión todavía por resolver es cuánto comunitarismo necesita realmente la democracia, con la pregunta concomitante sobre el punto crítico en que un comunitarismo fuerte llega a ser destructivo para la sociedad democrática.
El problema de la democracia radica, en realidad, en su carácter volátil, elusivo. Claude Lefort lo interpretó muy bien cuando describía la democracia como un sistema organizado en torno a un «lugar vacío» –antes ocupado por el monarca–, que cuenta con su noción central de «pueblo» necesariamente construido y reconstruido una y otra vez, siempre «disponible». No sorprende, pues, que la democracia sea intrínsecamente susceptible a las tentaciones tanto del autoritarismo como del anarquismo. El primero está relacionado con una tendencia recurrente a llenar el «espacio vacío» con símbolos definidos, tales como la nación o el proletariado. Al mismo tiempo, la democracia también está siempre en riesgo de reducirse a la anarquía, cuando su precario equilibrio comienza a desmoronarse. Desde este punto de vista, la democracia aparece como un gran llamamiento a cruzar sus límites, a la transgresión de lo que está realmente allí [3]. Como insistió Cornelius Castoriadis, el descubrimiento trascendental de los atenienses fue la comprensión de que las instituciones son un producto humano y no una obra divina. En su monumental estudio, Castoriadis argumenta convincentemente que las instituciones, incluida la esencial, es decir, «la institución imaginaria de la sociedad», crean a los individuos, siendo creadas por ellos al mismo tiempo. Esta relación recíproca entre individuos e instituciones presupone la autonomía individual como esencia de la democracia [4].
Desde este punto de vista, es evidente que la democracia, como sistema que alberga en su núcleo la mutabilidad de las instituciones y la autonomía individual, puede encontrarse fácilmente al borde de la colisión con la comunidad, basada en la unidad y la tradición y en una visión del individuo como expresión de valores comunales. Pero la colisión no tiene por qué producirse obligatoriamente; y cualquier respuesta a la pregunta de cuánto comunitarismo necesita la democracia será en gran medida empírica, relacional y basada en circunstancias políticas y culturales particulares. Las sociedades democráticas, como sabemos, surgieron dentro de los Estados nacionales asociadas a la aceptación de su carácter pluralista. Sin embargo, a medida que se consolidaba la democracia, estas mismas sociedades se transformaron, dando paso a una creciente aprobación del pluralismo político y ético. En consecuencia, la comunidad nacional se volvió cada vez más autorreflexiva.
¿Cada uno para sí mismo, y sólo la nación para todos?
Decir que las actitudes comunales son omnipresentes en Polonia es una banalidad. A pesar de los logros significativos, y en muchos sentidos pioneros, de la tradición democrática basada en la baja nobleza, fue la pérdida de la condición de Estado independiente la que determinó la trayectoria del pensamiento político y social en Polonia. Los intelectuales polacos del siglo XIX se vieron desafiados a formular un concepto de la nación fuera y más allá del Estado nacional, un concepto que ayudara a la idea nacional a sobrevivir a los tiempos de la partición y el sometimiento. Los esfuerzos titánicos de las elites intelectuales polacas sostuvieron la continuidad de la identidad nacional, pero ese éxito tuvo un precio. La nación surgió como una proyección de esperanzas y ansiedades; o, para usar un término psicoanalítico, como un fantasma que dejó una pesada huella en la vida de muchas generaciones de polacos. En su corazón estaba un sueño de unidad nacional absoluta y la creencia añadida de que era casi tangible, de que estaba a su alcance. Por definición, un fantasma no sólo resiste a la realidad, sino que crea una esfera simbólica que domina las creencias de la gente y motiva eficazmente la acción humana. Como un fantasma está, claramente, saturado de emoción, ir más allá u oponerse a él es un proceso desacostumbradamente doloroso. No es de extrañar que una pérdida de unidad nacional, el consentimiento para la pluralización de la nación y la tolerancia de actitudes divergentes sobre cuestiones fundamentales, puedan parecer una horrible perspectiva.
La lógica social presente tras la persistencia de tal concepto nacional no es difícil de precisar. Su procedencia feudal se destacó en los debates de principios del siglo XX. Aunque ideas alternativas de la nación fueron presentadas por la burguesía polaca (con la Democracia Nacional como su encarnación política) y los incipientes movimientos populares y obreros, la concepción feudal de la nación dominó la escena política. Como sostenía su crítico radical, Julian Brun, abrigaba una contradicción intrínseca [5]. Por un lado, la creencia en la importancia de la unidad nacional recibió una poderosa confirmación de dos milagros: la restauración de la independencia política otorgada por los Aliados en 1918 y la victoria en la guerra de 1920 contra los bolcheviques. Por otra parte, la realidad de la Polonia Renacida estaba atenazada por las tensiones sociales –el levantamiento de los trabajadores, el golpe militar, el endurecimiento del nacionalismo– y las fricciones políticas. Como la contradicción parecía insoluble, lo único que cabía hacer era esperar un «tercer milagro».
Paradójicamente, parece que la contradicción sobrevivió al período comunista y volvió a aparecer casi inmutada después de 1989, cuando Polonia recuperó su independencia del bloque soviético. El catálogo de los milagros polacos se vio incrementado por dos acontecimientos consecutivos: el surgimiento de Solidaridad en 1980 y la caída del comunismo en 1989. Fue fácil interpretarlos como un triunfo de la unidad nacional que evitó la intervención externa. Este concepto de la nación se convirtió en un punto de referencia cultural, mientras que su versión simplificada sirvió de base a la «ideología de los medios de comunicación populares».
¿Cuántas veces hemos oído durante los últimos veinticinco años a los periodistas de diversos medios presentar apasionadamente banalidades inspiradas en la unidad nacional, urgiéndonos a poner fin a nuestras disputas ya que somos, después de todo, una nación y deberíamos mantenernos unidos siempre? Este llamamiento no brotaba de la nada; era generado por una extraña división ideológica del trabajo, omnipresente durante la primera década de la transformación posterior a 1989, que incluía a las dos ideologías dominantes –el liberalismo y el nacionalismo religioso–, dividiendo a Polonia, al menos en cierta medida, en dos esferas de influencia separadas.
En este contexto, quizá vale la pena señalar que los medios de comunicación liberales y de centro-izquierda criticaron duramente cualquier intento de proteger los derechos de los trabajadores, tachándolos con el apodo despectivo de «derechos poscomunistas». Por otro lado, las medidas políticas aprobadas en su favor recibieron un fuerte respaldo de los medios de orientación nacionalista, que permanecían al margen de la opinión predominante y que a menudo estaban estrechamente vinculados a la Iglesia católica. Saturados de ideología nacionalista, su mensaje era, no obstante, que la injusticia social era el producto de una conspiración de liberales e «izquierdistas». La influencia de esa fracción de los medios de comunicación creció rápidamente a comienzos del siglo XXI, junto con la decadencia de la Alianza Democrática de Izquierdas (Sojusz Lewicy Demokratycznej, SLD), partido de centro-izquierda, que contó con el respaldo de entre el 20 y el 40 por 100 del electorado entre 1993 y 2001. La emisora católica Radio Maryja se convirtió en una plataforma popular muy destacada para la difusión de mensajes nacionalistas y ultraconservadores.
El liberalismo polaco, en la medida en que funcionaba como una «ideología vital», es decir, como parte del imaginario social, permanecía primordialmente en la esfera económica. Además, se conoció primero en su variedad más radical, vinculada a la Escuela de Chicago; su popularidad fue impulsada, por otro lado, por la línea dura anticomunista adoptada por Reagan y Thatcher, así como por la creencia de que eran esenciales cambios estructurales en la economía. Se pensaba que las dos cosas que faltaban en el comunismo –el capitalismo y la democracia– estaban tan claramente entrelazadas que pocos tenían dudas sobre su inseparabilidad. En consecuencia, se extendió una profunda convicción de que el ascenso del capitalismo conduciría directamente a la democracia liberal. Es cierto que ese pensamiento se combinaba con el Zeitgeist mundial; era la época en la que prevalecían las ideas contenidas en el famoso artículo de Fukuyama sobre el «fin de la historia» y el triunfo final de la democracia liberal junto con el libre mercado. También fue un momento en el que la crítica social tradicional se consideraba comúnmente una lamentable expresión del «sentido del derecho a», una reminiscencia del pasado que había que archivar de una vez para siempre. Esto impedía el desarrollo de cualquier alternativa social de izquierdas, o por lo menos social-liberal, especialmente porque la izquierda oficial, el SLD, había hecho suyo el vocabulario neoliberal. Los debates se centraban en «aliviar los efectos de la transformación» más que en construir un modelo socialmente responsable de Estado. Las actitudes individualistas, cuando no egoístas, se difundieron de manera consistente, así como la creencia de que sólo se podía contar con uno mismo.
Por supuesto, tal atomización no podía sino inclinar a la gente a buscar un asidero en ideologías capaces de proporcionar identidades colectivas sólidamente asentadas. La única cosmovisión poderosa disponible –y prácticamente incontestada– era el tándem establecido de valores nacional-religiosos. Además, su relevancia recibió un poderoso respaldo de los políticos y legisladores de la década de 1990, que hicieron obligatoria la enseñanza religiosa en la escuela, introdujeron rígidas restricciones en el acceso al aborto y firmaron un concordato con el Vaticano. Es difícil evaluar hasta qué punto estas políticas resultaron del equilibrio de poder del momento o de concesiones deliberadas de los reformistas liberales en un intento de asegurar los cambios que consideraban más importantes en la economía. De un modo u otro, convergieron con una ofensiva lanzada por la derecha, que dominaba ámbitos cada vez cada vez más vastos de la conciencia social, sin encontrar realmente mucha resistencia. En última instancia, esos procesos produjeron un sistema bipolar, en el que el egoísmo económico coexistía con una noción abstracta de la nación, definida estricta y cada vez más restrictivamente en términos de valores y patrones de comportamiento tradicionales. La Iglesia católica desempeñó un papel esencial en el proceso; utilizando el capital social acumulado durante el período comunista, la jerarquía eclesiástica se sintió libre para plantear considerables exigencias a los sucesivos gobiernos, cualquiera que fuese su naturaleza política. Ningún gabinete polaco fue capaz de rechazar esas demandas, lo que ayudó a la Iglesia a obtener una posición excepcionalmente influyente en la vida cultural y social. Esto no hizo más que ahondar la división dicotómica en la sociedad al hacerse cada vez más conservadora la jerarquía religiosa, mientras que los intelectuales católicos de mentalidad más liberal quedaron al margen e incapacitados para influir en la política de la Iglesia frente al gobierno.
El auge del sistema dicotómico arroja alguna luz sobre el enigma de por qué se ha mantenido el paradigma romántico pese a la creencia, generalizada en la década de 1990, de que su final estaba cerca. Las expectativas de la inminente desaparición del romanticismo polaco, magistralmente expresadas en el ensayo de Maria Janion «Crepúsculo del paradigma», no eran en modo alguno infundadas. Sus tropos literarios habían servido para crear conciencia nacional durante la larga era de las particiones, resaltando lo que parecía central para la supervivencia de la nación, que se reducía, por decirlo así, a hacer significativo el sufrimiento [6]. La idea de la unidad nacional basada en la celebración del martirio ayudó a la gente a resistir la opresión, alimentando, al mismo tiempo, una compleja mitología. Si después de 1989 Polonia se estaba convirtiendo en un país «normal», no había razón para que se atuviera a esos mitos. Sin embargo, tales razonamientos no se hicieron realidad, mientras que los tropos románticos, por el contrario, no sólo se consolidaron, sino que encauzaron poderosamente la experiencia de sucesos trascendentales, con la tragedia de Smolensk como principal ejemplo [7].
Si sólo hubieran estado en juego las reacciones frente a grandes acontecimientos traumáticos, esa respuesta sería comprensible; en tales casos es casi imposible sacudirse el lenguaje en el que se han expresado esas emociones durante más de dos siglos. Sin embargo, parece que la noción romántica de la nación, o más bien su variedad marchita y simplificada, ha impregnado áreas más amplias de la vida cotidiana y la política, porque es innegable que hay una continuidad entre la conmemoración de grandes acontecimientos, el culto de los «soldados malditos» y el Levantamiento de Varsovia de 1944, por un lado, y las omnipresentes «afrentas» o eslóganes lanzados a gritos por los aficionados en los estadios de fútbol [8]. Se podría argumentar, por supuesto, que la noción romántica de la nación era diferente; que, a diferencia del nacionalismo actual, era extraordinariamente inclusiva. Hay, ciertamente, mucha verdad en ello, y el contenido de la ideología nacional polaca contemporánea es un asunto que los sociólogos y los antropólogos deben explorar; pero una breve ojeada basta para comprobar que se trata de una amalgama de elementos románticos con el nacionalismo moderno implantado en Polonia durante el período de entreguerras por los demócratas nacionales [9]. Sin embargo, la pregunta clave es qué función cumple esta ideología, o mitología, en la sociedad polaca contemporánea, así como las razones de su popularidad.
Corrosivos
Sin lugar a dudas, muchos de los siete millones de polacos que votaron por el PIS y Kukiz’15 en octubre de 2015 se sintieron atraídos por la orientación pro-nacional de esos partidos. Sin embargo, la popularidad de esa ideología no se puede explicar únicamente recurriendo a factores relacionados con la conciencia; también responde de una forma u otra a problemas sociales. En mi opinión, la fuente de la popularidad actual del nacionalismo en Polonia radica en que proporciona un marco de referencia para la crítica social: ayuda a combinar y generalizar percepciones y expresiones de graves injusticias que, aunque dispersas, proliferan en la vida cotidiana. Sin exagerar mucho, la transición polaca puede considerarse un éxito, en el sentido de que ha producido un sistema operativo de instituciones democráticas y una economía de libre mercado tolerablemente eficaz. Sin embargo, ese éxito tuvo un coste social enorme. Los aspectos socioeconómicos de la transición han suscitado múltiples estudios, centrándose particularmente en amplias esferas de exclusión de muchas formas básicas de participación social [10]. Sin embargo, se ha prestado menos atención a lo que se podría denominar daño sociopolítico. Es cierto que se han evitado protestas masivas, que pudieran socavar los fundamentos del sistema, pero el período de transición ha causado un daño irreparable a las relaciones entre quienes detentan el poder y la sociedad, debilitando así un importante pilar del sistema democrático. Un análisis exhaustivo de ese proceso queda fuera del alcance de este artículo, pero podemos enumerar sus aspectos principales.
En primer lugar, el modelo bipolar de conciencia social expuesto anteriormente ha obstruido el funcionamiento de la democracia. No se puede esperar que la gente obligada a actuar egoístamente en la esfera económica lo vaya a hacer de manera solidaria en la política. Un resultado más probable es lo que ha ocurrido en Polonia: la gente o bien se apartó de la política (la participación electoral es siempre baja) o adoptó valores abstractos, viéndola como una batalla por principios no negociables: la «política como religión», expresión acuñada por Avishai Margalit, en contraposición a «la política como economía», donde se pueden alcanzar acuerdos y cierta comprensión mutua. La política polaca se ha encaminado peligrosamente hacia la política como religión, siendo quizá el actual gobierno del PIS la culminación de esa tendencia. Bajo el modelo bipolar, la misma tendencia ha prevalecido en la política económica, donde una ideología extremista de libre mercado ha sido considerada como justificación de todos los costes de la transición. (El PIS se inclina a rescindir ese acuerdo tácito en nombre de la solidaridad nacional; por ejemplo, planea aumentar los impuestos a las grandes corporaciones, los bancos y las cadenas minoristas. Su programa insignia es una subvención mensual de 500 zlotys [120 dólares] por niño a todas las familias con dos o más hijos. Esto, que sin duda supondrá una ayuda para las familias numerosas, se llevará a cabo a costa de medidas colectivas como el desarrollo de guarderías o la mejora de las escuelas, y como tal es probable que impulse el egoísmo económico).
En segundo lugar, el curso de la joven democracia polaca ha atravesado una serie de escándalos que han dejado su huella en ella [11]. Aunque no es una novedad –véase, por ejemplo, la historia de la política francesa desde finales del siglo XIX hasta la década de 1930–, la «política del escándalo» señala una enfermedad que aflige al sistema democrático, indicando que los procedimientos normales están fallando y dando lugar a acontecimientos caóticos. Esto provoca inevitablemente una desconfianza hacia las elites gobernantes y lo que es peor, cinismo sobre las reglas de la sociedad democrática. Esos factores pueden, por supuesto, ayudar a «limpiar el ambiente»; pero su confluencia puede también anunciar un giro hacia el autoritarismo.
Una tercera fuente de daño sociopolítico surge de la creciente sensación de que la Administración del Estado ha sido ineficaz en cuanto a asegurar una mínima seguridad social para todos. Paradójicamente, esto se ha acentuado en las últimas fases de la transición, tal vez porque el efecto anestésico de la ideología neoliberal se había agotado. Es más, aunque el desmantelamiento del sistema público de salud, el aumento de la edad de jubilación y el amplio reconocimiento de los fracasos administrativos del Estado parecen exigir una discusión urgente sobre su papel en la vida social, el bipolar sistema nacionalista-neoliberal impediría cualquier solución, incluso si tal discusión llegara a tener lugar. Para algunos, el Estado es una entidad hipostasiada por encima y más allá de todas las coyunturas sociales y una encarnación terrenal de la nación idealizada. Para otros, es un «gestor de infraestructuras» –véanse las famosas autopistas, un elemento constante en todas las campañas electorales polacas durante los últimos veinticinco años–, únicamente responsable de su eficacia en la «modernización» de esos activos. Las dos visiones del Estado son tan divergentes, y a su modo tan abstractas, que el compromiso entre ellas parece imposible.
Finalmente, los sentimientos más intensos y amargos probablemente fueron inducidos no tanto por las desigualdades económicas de la transición, sino por las sociales, que han sido –y siguen siendo– mucho más graves. El sentimiento de injusticia como negación de la igualdad de oportunidades y una profunda convicción de la disparidad de acceso a los bienes socialmente disponibles es, como ha señalado Luc Boltanski, un poderoso mecanismo que desencadena la crítica social [12]. Su primera etapa implica reconocer la realidad como inaceptable, con lo que se debilita «la realidad de la realidad», para usar la expresión de Boltanski. Así es como se desarrollaron las cosas durante las últimas etapas del gobierno de la Plataforma Cívica, en el período previo a 2015, lo cual explica por qué el electorado del PIS se multiplicó, en general, y por qué, individualmente, muchos personajes conocidos declararon sorprendentemente que a pesar de no estar de acuerdo con su programa iban a votarle de todos modos. Tales actitudes también parecen haber alimentado el ascenso del movimiento Kukiz’15.
Sin embargo, para que la crítica generada por la decepción cotidiana pueda ser reformulada en un programa de cambio, necesita ser expresada en categorías universales. En términos «negativos», esto fue proporcionado por análisis socio-científicos y político-teóricos de patologías en las operaciones del poder y los negocios, que confirmaban la sensación cotidiana de las desigualdades sociales, pero la enmarcaban en términos políticos («romper el pacto»). Al mismo tiempo, la crítica ofreció el postulado de que Polonia debía renunciar a imitar las instituciones sociales y políticas occidentales y buscar en su lugar soluciones originales, que expresen plenamente la experiencia histórica y culturalmente distinta de la nación. Por supuesto, los diagnósticos negativos de la situación en Polonia no determinaban por sí mismos la dirección que debía tomar la búsqueda de soluciones «positivas». Pero la división bipolar de la conciencia social, basada en la obliteración de cualquier alternativa de izquierda viable, reforzó el impulso en una dirección particular hacia la recreación o más bien creación, como se prefiera, de una comunidad nacional.
Trenzando una comunidad
Muchos han sugerido que los cambios que se están desarrollando en Polonia desde la victoria del PIS reflejan un retorno en toda Europa al refugio del Estado-nación, lo que equivale a abandonar el compromiso con las instituciones supranacionales de la Unión Europea, aunque eso no impida el mantenimiento de organizaciones internacionales como la otan. Del mismo modo, la campaña de Trump se construyó sobre el atractivo del «America First». Sin embargo, tales comparaciones deben ser matizadas, ya que no hay una definición única de lo que constituye una comunidad nacional. Como se ha señalado, el concepto de nación en Polonia evolucionó después de la pérdida de la condición de Estado, convirtiéndolo en una excepción entre los países que produjeron identidades nacionales dentro de fronteras estatales tolerablemente estables. Los procesos de construcción de la nación siguieron diferentes trayectorias bajo esas condiciones variadas, con diferentes puntos focales y nociones de comunidad brotados de ellos. La nación, lejos de ser una comunidad confeccionada de antemano que encarna después en un Estado-nación, es, pues, una construcción llevada a cabo mediante complicados desarrollos históricos.
Tales ideas no parecen molestar a los líderes del PIS. Suponen tácitamente que la comunidad nacional es «transparente» y que sus intereses no necesitan ser negociados mediante el debate, al ser suficientemente evidentes para su implementación inmediata. Sin embargo, para materializar esos intereses hay que redefinir la democracia. Como ha sugerido Chantal Mouffe, la democracia liberal es un proyecto híbrido, que involucra dos componentes independientes: la soberanía del pueblo y los derechos individuales. Las líneas que los separan son fluidas y se definen usualmente mediante negociaciones entre diversas fuerzas políticas; aún así, ambos deben coexistir. Mouffe atribuye este principio a Benjamín Constant, quien en los albores de la democracia liberal exploró la diferencia entre la libertad entendida por los antiguos y por los modernos. Si para los primeros se trataba de la capacidad de influir en las relaciones políticas, para los últimos la separación entre lo privado y lo público era una dimensión esencial de la libertad, lo cual implicaba que áreas cada vez mayores deberían estar exentas de la interferencia del Estado [13].
Los defensores de la democracia republicana, en una de cuyas versiones se inspira el PIS, quieren revertir esa tendencia. Creen que la participación en la política debe basarse en un conjunto de valores morales que, en Polonia, deben derivar de normas nacionales y religiosas. Las instituciones políticas, sociales y educativas deben ser construidas de modo que fomenten y sirvan a la comunidad. Tales declaraciones suelen articularse en un lenguaje de valores, pero inevitablemente deben traducirse en decisiones concretas sobre la forma de esas instituciones, en las que los representantes y los dirigentes ejecutivos tienen precedencia como encarnaciones de «la voluntad del pueblo». De ahí que los objetivos políticos del PIS parezcan diferentes de los de los partidos populistas de derecha presentes en Europa occidental. Mientras que estos últimos tienden a perseguir una meta –centrada ahora, por regla general, en la contención de la inmigración–, el PIS busca una transformación total, no sólo de la escena política, sino también de los principios que la sustentan. En el lenguaje de la filosofía política contemporánea, el cambio apunta al fondo de la política y no sólo a su puesta en práctica.
La democracia republicana puede ser una reacción frente a la desintegración ideológica y la falta de valores –rasgos inherentes a la democracia liberal–, lo que, sin embargo, no le impide caer en contradicciones propias. El problema fundamental que afronta es si la misma mano de cartas se puede jugar con éxito una segunda vez; si en las sociedades contemporáneas, que aprecian la «libertad de los modernos», todavía es posible establecer una democracia basada en las virtudes cívicas y el compromiso directo de los ciudadanos en la política. Esta cuestión general, relativa como tal a la filosofía política, podría ir seguida de más detalles sobre las diferencias culturales, el tamaño del Estado, la viabilidad de la democracia directa y el fundamento material de la participación política común de los ciudadanos.
Si se responde afirmativamente, la pregunta conduce a dos problemas. Primero, la nación debe estar claramente definida, delimitando quién pertenece a ella y quién no. Segundo, hay que forjar instrumentos políticos para poner en práctica esa división ideológica. En la democracia republicana, o al menos en el tipo que parece sostener la estrategia del PIS, la nación se define como el conjunto de los individuos que apoyan un conjunto particular de valores: los que podrían llamarse auténticamente polacos. Como la definición es totalmente tautológica, necesita una especificación adicional. Una posibilidad consiste en delimitar una formación sociocultural histórica que encarne claramente la polaquidad –de ahí el énfasis en la tradición sármata del siglo XVI, la cultura de la nobleza polaco-lituana, algo orientalizada, como la fuente más pura de la identidad nacional en el pensamiento derechista [14]. Se supone que esta tradición proporciona un modelo único que combina el compromiso social y político con las virtudes individuales de los ciudadanos. El ideal presupone, no obstante, que quienes no apoyan sus valores nacionales y religiosos deben ser excluidos de la comunidad democrática de la nación polaca.
Otra posible definición de los auténticos valores polacos está asociada a la celebración de las tragedias nacionales en formas que transmiten ardientemente modelos morales a seguir. Por supuesto, nadie se atreve a afirmar que nuestros tiempos exijan las mismas formas de conducta, pero los ejemplos históricos, o exempla, implican enfáticamente que para asegurar la supervivencia de la nación debe mantenerse su identidad integral. En la actualidad, eso implica la resistencia frente a las influencias externas en todas las esferas de la cultura, la política y la vida social. Además, el concepto de nación debe explicar por qué la comunidad comprende parte de la nación y no a toda ella. Las explicaciones, una vez más, deben basarse en la política histórica, que puede demostrar que la sociedad –la comunidad– sufrió una gran degeneración bajo el régimen comunista y en las primeras etapas de la transición. Este argumento tiene una capacidad considerable de movilización política, ya que proviene directamente de la división bipolar de la conciencia social, en la que el pensamiento comunitario se deriva casi exclusivamente de los valores nacionales. En consecuencia, se insta a una dicotomización aguda entre los que «luchan por Polonia» y los que están «en su contra». Por otra parte, esa retórica agresiva pone a estos últimos a la defensiva, forzándolos a «demostrar» que ellos también están comprometidos con el bien del país.
Practicar la política en términos de unidad nacional puede así tener mucho éxito a corto plazo, especialmente si tal política puede entrelazarse con la crítica social. Sin embargo, esas estrategias pueden ser contraproducentes a largo plazo, ya que las medidas políticas necesarias para hacer y mantener la división entre los verdaderos polacos y los demás pueden socavar los mismos fundamentos del orden democrático, puesto que se basan en una paradoja: a saber, que es el Estado el que debe crear la comunidad, más que ser una emanación de ella. El Estado, no obstante, es una institución política y no comunitaria, lo que demuestra implícitamente que es la política –o en sentido estricto los políticos–, la que impone su versión de la comunidad. Esto exige que el Estado sea reconocido como una institución decisiva para la construcción de la comunidad, lo que pone en duda la autenticidad de esta última.
¿Democracia para nadie, o sólo para nosotros?
Los conceptos de democracia avanzada propuestos por Lefort y Castoriadis, aunque difieren en varios aspectos, comparten la idea de que la democracia no es reducible a un conjunto de instituciones y procedimientos, sino que representa un cierto proyecto antropológico y social. Para John Dewey, la democracia es la propia idea de la vida comunitaria [15]. Aplicar esta perspectiva al primer año del gobierno del PIS sugiere que los movimientos institucionales deben ser analizados en términos del modelo de democracia que promueven. En este sentido, la controversia sobre el Tribunal Constitucional –el más encendido de todos los debates mantenidos en Polonia desde octubre de 2015– podría tener cierto impacto positivo, ya que ha puesto de manifiesto el carácter contingente del derecho y su entrelazamiento con las circunstancias culturales, sociales y en cierto sentido políticas [16]. Además, ha ilustrado la relevancia de las concepciones ideológicas de los jueces, que no pueden sino afectar a los veredictos que pronuncian. Del mismo modo, el clamor en torno a las enmiendas a la Ley de Medios de Comunicación podría ofrecer una oportunidad para un examen detallado de las operaciones de los medios en Polonia [17]. No es ningún secreto que el periodismo imparcial y fiable es prácticamente inexistente en el país, donde los periodistas están más atrincherados en sus posiciones políticas que los propios políticos. Esto no ayuda a fomentar un debate público sólido, elemento indispensable de la democracia como tal. Por el contrario, tales enredos han contribuido en gran medida a la coyuntura actual, en la que dos fracciones opuestas tratan de eliminarse mutuamente, renunciando a cualquier intento de comprensión mutua.
Sin embargo, no se puede decir que ninguna de estas disputas –ni otras, por ejemplo la de la nueva ley sobre la función pública, que podría haber servido para iniciar un debate sobre dónde termina la política y comienza la Administración–, hayan propiciado una mejor comprensión de los mecanismos democráticos, al menos por el momento. Hay dos razones para este fracaso. En primer lugar, no hay indicios de que el PIS esté interesado en tales debates, sino más bien en perpetuar, o al menos legitimar, el statu quo, y en obtener beneficios rápidos y tangibles. El hecho de que ciertos objetivos hayan sido abiertamente enunciados es una ventaja en sí mismo, pero esto debería ser sólo un paso hacia el cambio de la ley o de las costumbres políticas, que no parece estar en marcha por el momento. En segundo lugar, la urgencia del gobierno del PIS y su desatención casi total a las opiniones de la minoría afectan la calidad de un debate que, después de todo, atañe a cuestiones fundamentales para el orden democrático.
Ahí es donde llegamos a la cuestión clave de la democracia, en concreto la actitud hacia las minorías. Las teorías de la democracia no parecen ofrecer una buena solución a este problema. Si asumimos que la soberanía del pueblo se expresa en su voto y va a ser representada por la mayoría, se deduce lógicamente que el gobierno debe ser conformado por esa mayoría, pudiendo ser derrocado en las siguientes elecciones. En tal versión de la democracia no hay cabida en la actividad de gobierno para la minoría, pero las instituciones democráticas deben proporcionarle oportunidades de expresar sus opiniones. Como ha insistido Adam Przeworski, la esencia del sistema democrático en tal modelo radica en la posibilidad de cambiar a los gobernantes por medio de elecciones [18]. Los defectos de tal doctrina son bastante evidentes y se han hecho múltiples intentos para corregirlos, sirviendo como ejemplo eminente el concepto rousseauniano de la voluntad general. Actualmente, por supuesto, el sistema constitucionalmente establecido de controles que se activan cuando se deciden asuntos de importancia fundamental incluye generalmente el principio de los dos tercios de los votos emitidos. En mi opinión, sin embargo, el reconocimiento de la minoría es más una cuestión de cultura política o de hábitos democráticos que una cuestión regulada por la ley. El ideal de la democracia se asemeja al de la deportividad: así como al equipo perdedor no se le niegan sus derechos, la minoría política no debe ser despojada de ellos. La actitud hacia la minoría es uno de los puntos de referencia más importantes por los que se mide el ejercicio del ideal democrático.
En Polonia, el período de transición no fomentó hábitos democráticos como el de un reconocimiento adecuado de las minorías. Probablemente esto fue el resultado de considerar la democracia como un sistema de procedimientos e instituciones, que tendían a velar y servir a intereses creados sectoriales, más que de hábitos. De ahí, diría yo, la decepción expresada, por ejemplo, en la baja participación en las elecciones, que varía entre el 41 y el 54 por 100. La democracia se estaba convirtiendo en una democracia «para nadie», una forma vacía carente de contenido social. Lo que el PIS y Kukiz’15 ofrecían resultó atractivo, porque anunciaba un cambio tectónico. La democracia se convertiría en una expresión de la voluntad de la nación, una vía hacia su protagonismo. Sin embargo, como se señaló anteriormente, el problema es que el concepto mismo de la comunidad nacional es una construcción política particular. En consecuencia, nos perdemos en el círculo vicioso de una democracia que expresa una comunidad que, a su vez, es producida por instituciones políticas. Empleando las categorías de Lefort, el «lugar vacío» está siendo ocupado por una comunidad políticamente constituida. Con otras palabras, la política identitaria invalida radicalmente la comunidad y la democracia. Y la reflexión crítica, núcleo de la democracia, se ve reemplazada por un conjunto de símbolos capaces de movilizar emociones.
¿Qué viene a continuación?
La situación política actual en Polonia puede entenderse como un enorme experimento social con el que se pretende comprobar la hipótesis de si es posible crear una comunidad nacional fuerte en el contexto de una sociedad pos-convencional diversificada. El principio de partida es la creencia de que se puede jugar de nuevo las mismas cartas: que los símbolos y valores que movilizaron a los polacos y organizaron su vida social –y en muchos aspectos, personal– en la era de la opresión pueden resultar funcionales en una coyuntura completamente diferente. En los próximos años tendremos la oportunidad de ver cómo se pone en práctica esa idea y qué compromisos conlleva. También sabremos hasta qué punto una sociedad diversificada es un valor y hasta qué punto es una carga. Averiguaremos cómo afecta la política a la vida social, e incluso a la vida cotidiana, bajo un sistema democrático. El alcance y el ritmo de los cambios durante el primer período del gobierno del PIS implican que el objetivo no es simplemente facilitar la gobernabilidad, sino emprender una transformación social fundamental, llegando a un punto sin retorno aun si las tendencias políticas cambiaran. Es, sin duda, un gran desafío, pero una hazaña similar fue realizada por Thatcher, con cambios económicos y sociales permanentes que largos años de gobierno laborista no lograron revertir. Parece, sin embargo, que los objetivos que se ha marcado el PIS son aún más ambiciosos, ya que pretende no sólo transformar ciertas condiciones externas, sino también lograr una reinvención integral de la mentalidad y reorientar radicalmente la trayectoria del pensamiento social.
La resistencia social parece sorprendentemente débil frente a la dimensión y el carácter del cambio proyectado. Las actividades del Comité para la Defensa de la Democracia (Komitet Obrony Demokracji, KOD) son más bien defensivas, algo que está obviamente determinado por los objetivos y la naturaleza de la propia organización [19]. Lo que es realmente sorprendente a medida que se desarrollan las cosas es la actitud de la oposición, sin que ningún partido haya sido capaz hasta el momento de ofrecer una alternativa significativa. Es necesario y urgente hacerlo, ya que, como hemos visto, la victoria del PIS fue el resultado de la persistente negligencia social y cultural de los gobiernos anteriores. En consecuencia, si queremos impedir el experimento social que se está intentando, no puede haber retorno al statu quo ante las elecciones. La política democrática no puede reducirse a las agendas desarrolladas por los políticos profesionales. En última instancia, las alternativas políticas surgen en y desde movimientos de masas espontáneos, los cuales, hasta cierto punto, reflejan la conciencia de la sociedad. Lo único que podemos esperar es que las energías despertadas cristalizarán en un programa político y social.
Coda
En sus primeros once meses, la maquinaria del cambio puesto en marcha por la victoria del PIS parecía imparable. Las manifestaciones de la oposición, los acalorados debates en el Sejm, las intervenciones de la Comisión Europea y la desaprobación del Parlamento Europeo no lograron convencer al PIS de que modificara su agenda. Sin embargo, esa maquinaria sufrió un bloqueo causado por las protestas organizadas por mujeres. En septiembre de 2016 se presentaron al Parlamento polaco dos proyectos de ley sobre el aborto por iniciativa ciudadana. Una de ellas, elaborada por Ordo Juris, una asociación de abogados ultra católicos, penalizaba todo aborto y estipulaba el encarcelamiento de las mujeres que lo hubieran llevado a cabo. La otra, presentada por la coalición Ratujmy kobiety [Salvemos a las mujeres], pretendía liberalizar la actual Ley del Aborto haciendo que las dificultades socioeconómicas pudieran esgrimirse como razón legítima. Ambos proyectos de ley apuntaban a abolir lo que se conoce como el «compromiso del aborto», un proyecto de ley de principios de la década de 1990, que derogó el derecho al aborto de la era comunista vigente en Polonia desde 1956 y lo prohibió a menos que la vida de la madre estuviera amenazada, que el feto estuviera gravemente dañado o que el embarazo fuera el resultado de un acto criminal. Aunque las disposiciones de la Ley no le resultaban plenamente satisfactorias, la Iglesia católica había logrado esto y continuó esforzándose por una prohibición aún más estricta. La victoria del PIS le ofreció la oportunidad de presionar aún más, ya que, evidentemente, la posición del partido respondía en gran medida a la influencia de la Iglesia. Al mismo tiempo, sin embargo, el PIS había prometido reiteradamente que cualquier proyecto de ley por iniciativa ciudadana sería admitido al debate legislativo en lugar de ser inmediatamente rechazado, como había ocurrido a veces antes.
Aun así, cuando llegó el día del voto en el Sejm sólo el proyecto de ley conservador fue admitido para su posterior estudio, mientras que la propuesta liberal fue descartada al instante. Esa decisión fue impulsada por los votos del PIS, pero algunos de los parlamentarios de otros partidos también la apoyaron, lo que atestigua la enorme influencia de la Iglesia Católica en la política polaca. La decisión del Sejm provocó preocupaciones fundadas de que el derecho al aborto sería radicalmente restringido. Como respuesta, una ola espontánea de protestas barrió todo el país, orquestada por las redes sociales y apoyada por el partido Razem. Alcanzó su culminación el lunes 3 de octubre de 2016, cuando miles de mujeres vestidas de negro salieron a las calles para expresar su indignación por los cambios que se estaban produciendo y exigir la liberalización de la ley existente (la iniciativa fue apropiadamente denominada Lunes Negro). Parece particularmente llamativo que se celebraran manifestaciones de protesta no sólo en las grandes ciudades, que tradicionalmente han sido bastante hostiles al partido gobernante, sino también en varias ciudades más pequeñas, cuyas poblaciones son en buena medida votantes del PIS.
Pocos días después el Sejm rechazó abrumadoramente la prohibición del aborto de Ordo Juris, votando en contra de la propuesta la mayoría de los parlamentarios del PIS a pesar del apoyo prestado por la derecha y la Iglesia. Por supuesto, esta decisión bien pudo ser puramente táctica, y la propuesta puede resurgir aún en una forma ligeramente menos drástica. Sea como fuere, el partido gobernante ha sufrido su primera derrota clara. Estimar las consecuencias a largo plazo de esta situación sería todavía prematuro. El Lunes Negro puede no entrar en la historia como una gran victoria, pero sin duda se recordará como un día de reflexión, cuando el PIS y toda la derecha polaca se vieron obligados a afrontar preguntas difíciles. Las respuestas llegarán tarde o temprano…
leszek koczanowicz, newleftreview.es/
Notas:
1 El Sejm polaco, o cámara baja, es elegido con un sistema de representación proporcional de acuerdo con el sistema d’Hondt con listas abiertas; Prawo i Sprawiedliwosc [PIS] obtuvo 235 de sus 460 escaños, con el 38 por 100 de los votos. El Senado de cien miembros es elegido con un sistema mayoritario estricto. El PIS fue fundado en 2001 por Lech y Jaroslaw Kaczynski, figuras bien conocidas de la derecha cristiana. Lech Kaczynski, antiguo ministro de Justicia y alcalde de Varsovia, ocupó la presidencia del país desde 2005 hasta su muerte en el accidente aéreo de Smolensk en 2010. El PIS formó un gobierno minoritario en 2005 y una mayoría gobernante, en coalición con grupos de extrema derecha, en 2006, antes de ser derrotado por la Plataforma Cívica de Donald Tusk en 2007. El propio Tusk dejó la política polaca en 2014, cuando las previsiones para su partido ya se desplomaban, para convertirse en presidente del Consejo Europeo.
2 En cuarto lugar, con el 8 por 100 de los votos, aparecía otro partido nuevo: Nowoczesna [Moderno], encabezado por el ex economista del Banco Mundial Ryszard Petru, que promovía una agenda social y económica liberal. Su voto provenía en gran medida de antiguos partidarios de la Plataforma Cívica, decepcionados con su incapacidad para sacudirse su conservadurismo social. Fracasaron en el intento de superar el umbral mínimo (del 5 por 100 para los partidos y el 8 por 100 para las coaliciones) la coalición Alianza de la Izquierda Democrática [Sojuszu Lewicy Demokratycznej, SLD], liderada por el centroizquierda poscomunista, la de centroizquierda, castigada por los votantes desde los escándalos durante su gobierno de 2001 a 2005; Razem [Juntos], una nueva formación liberal de izquierda fundada por jóvenes intelectuales y activistas sociales desilusionados de la SLD; y el ultralibertario Korwin [Koalicja Odnowy Rzeczypospolitej Wolnosc i Nadzieja, Coalición para la Renovación de la República: Libertad y Esperanza].
3 Bernard Flynn, The Philosophy of Claude Lefort, Evanston (il), 2005.
4 Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, Oxford, 1989; ed. orig.: L’institution imaginaire de la société, París, 1975; ed. cast.: La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, 1975.
5 Julian Brun (1886-1942) fue un crítico literario y activista radical. En su Stefana Zeromskiego tragedia pomylek [La tragedia de los errores de Stefan Zeromski, 1925], Brun presentó una concepción marxista de la nación muy interesante.
6 Maria Janion, «Zmierzch paradygmatu», en Maria Janion, Czy bedziesz wiedzial, co przezyles? [¿Atraparás lo que has dejado atrás?], Varsovia, 1996.
7 El 10 de abril de 2010, el avión que llevaba al presidente Kaczynski a una conmemoración en Katyn, donde aproximadamente 20.000 soldados y oficiales polacos habían sido asesinados por orden de Stalin al principio de la segunda Guerra Mundial, se estrelló cerca del aeropuerto de Smolensk. El presidente y todos los demás viajeros y tripulantes a bordo del avión murieron en la catástrofe. Aquel desastre sigue siendo uno de los puntos de disputa más agudos en Polonia. El PIS, dirigido por el hermano gemelo del fallecido presidente, sostiene que el accidente se debió a la negligencia, cuando no asesinato premeditado, de la gobernante Plataforma Cívica, posiblemente con la complicidad rusa. Una vez llegado al poder, el PIS inició una amplia investigación, cuya pretensión era impugnar las conclusiones que realizó el gobierno de la Plataforma Cívica, que concluyó que las causas del accidente habían sido errores de los pilotos y negligencias de los controladores aéreos rusos.
8 «Soldados malditos» es el nombre que da la derecha polaca a quienes tomaron las armas contra el comunismo en las décadas de 1940 y 1950. Son presentados como los justos, a diferencia de los que aceptaron o llegaron a un acuerdo con el régimen comunista.
9 Democracia Nacional [Narodowa Demokracja o Endecja, por el acrónimo ND]: Partido Nacionalista Polaco que surgió después de la derrota del levantamiento de 1863 y se situó a la derecha durante la Segunda República Polaca (1918-1939), adoptando una actitud violentamente antisemita.
10 David Ost, The Defeat of Solidarity: Anger and Politics in Postcommunist Europe, Ithaca (NY), 2005.
11 Entre los escándalos más notorios de los últimos quince años se encuentran el asunto Rywin de 2002-2003, en el que estaban implicadas figuras destacadas del gobierno de Miller y de los medios de comunicación, incluidos el productor Lew Rywin y más ambiguamente Adam Michnik, director de Gazeta Wyborcza, el mayor diario de Polonia; el caso Orlen de 2004, que afectó a figuras del gobierno del SLD y ejecutivos de empresas energéticas; las cintas de Oleksy de 2006, en las que el ex primer ministro del SLD exponía los negocios oscuros de sus colegas; y las cintas de 2014 de los ministros de la Plataforma Cívica que denigraban las medidas políticas de su gobierno.
12 Luc Boltanski, On Critique: A Sociology of Emancipation, Cambridge (uk), Polity Press, 2011; ed. orig.: De la critique. Précis de sociologie de l’émancipation, París, 2009; ed cast.: De la crítica. Compendio de sociología de la emancipación, Madrid, 2014.
13 Chantal Mouffe, The Democratic Paradox, Londres & Nueva York, 2000; ed. cast.: La paradoja democrática, Barcelona, 2003.
14 «El sarmatismo polaco, el estilo característico de la época sajona, se regodeaba sentimentalmente en las supuestas glorias y logros de la República, y se cree en general que tenían poco mérito literario o artístico. Junto con la moda oriental de vestido y decoración, reforzó las tendencias conservadoras de la szlachta [nobleza alta y baja] y la creencia en la superioridad de su “libertad dorada” y su noble cultura», Norman Davies, Heart of Europe: The Past in Poland’s Present, Oxford, 2001, p. 263.
15 John Dewey, The Public and its Problems, Nueva York, 1927; ed. cast.: Opinión pública y sus problemas, Madrid, 2004.
16 En octubre de 2015, sobre la base de la legislación aprobada tres meses antes, el gobierno saliente de la Plataforma Cívica nombró a cinco nuevos jueces de los quince que forman el Tribunal Constitucional, incluyendo reemplazos de dos jueces cuyos mandatos no expirarían hasta después de las elecciones de octubre de 2015; en total, catorce de los jueces del Tribunal habrían sido nombrados por la Plataforma Cívica. A finales de 2015 el nuevo Sejm, dominado por el PIS, nombró a cinco jueces diferentes, aprobando también una nueva ley que modificaba los límites del mandato en el Tribunal Constitucional y su funcionamiento, al tiempo que exigía la participación de trece jueces en las sentencias en lugar de nueve. En medio de protestas y contraprotestas callejeras, el Tribunal declaró inconstitucional la nueva ley. En julio de 2016 la Comisión Europea intervino para denunciar «una amenaza sistémica contra el Estado de derecho en Polonia» y advirtió que sancionaría al país si no se respetaban los tres nombramientos legítimos de la Plataforma Cívica.
17 El gobierno del PIS ha introducido una ley que pone a la Agencia de Prensa Polaca y a las emisoras públicas de televisión y radio bajo la supervisión de un Consejo Nacional de Medios, nombrado por el Sejm, y que somete su financiación a una cuota de licencia vinculada a la factura de electricidad.
18 Adam Przeworski, Democracy and the Limits of Self-Government, Nueva York, 2010; ed. cast.: Qué esperar de la democracia. Límites y posibilidades del autogobierno, Buenos Aires, 2013.
19 El KOD fue fundado por activistas de medios sociales en noviembre de 2015 para oponerse a los cambios que pretendía el PIS en el Tribunal Constitucional. Desde entonces ha organizado una serie de concentraciones y manifestaciones.
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