Joseph Ratzinger es uno de los grandes teólogos del siglo XX y, además, un testigo excepcional de la vida de la Iglesia, con sus cuatro etapas como teólogo y profesor, arzobispo de Múnich, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y Papa
Fuente: omnesmag,com
¿Qué define a un teólogo? Parece obvio fijarse en el efecto exterior. Primero, en sus libros. Después, en las principales ideas o tópicos que se le atribuyen, fijadas, con mejor o peor acierto, por una tradición primero de ensayos y, sobre todo, de voces de diccionario y manuales. En Joseph Ratzinger, no ha pasado el tiempo suficiente para esta operación. E incluso su obra tampoco está fijada del todo, al estar publicándose sus Obras Completas, que agrupan sus escritos por temas y recogen inéditos y escritos menores o poco conocidos, con lo que transforman su aspecto y, a la larga, su lectura.
Lo que sí está fijado son las cuatro etapas de su vida. Después de un periodo de formación, vienen su trabajo como teólogo (1953-1977), que incluye su participación en el Concilio (1962-1965); después, como arzobispo de Múnich (1977-1981), como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe (1982-2005) y como Papa (2005-2013). Se combinan así dos etapas más dedicadas al pensamiento o discernimiento teológico, como profesor y como prefecto; y dos etapas netamente pastorales, como obispo y como papa. Se trata de una feliz combinación. Sería un grave error sobre la naturaleza de la teología, y un tremendo empobrecimiento, reducir su aportación teológica a la dedicación “profesional”: artículos, libros, conferencias…
En las cuatro etapas ha hecho teología, aunque de manera distinta. Y se puede intentar sintetizar tanto lo que aporta cada época como las líneas de fondo que las recorren todas. En sus conversaciones, él mismo ha manifestado que se ve con cierta continuidad, aunque las circunstancias le han puesto en posiciones distintas. Kierkegaard usaba pseudónimos distintos para mostrar las distintas perspectivas con las que podía mirar las cosas. A Joseph Ratzinger le han venido dadas por el curso de su vida. Porque no ven las cosas con la misma perspectiva un teólogo joven, un obispo en una época compleja, un prefecto para la doctrina de la fe al que le toca una atención universal sobre la doctrina, y un Papa que ha de ser buen Pastor y referencia de comunión para toda la Iglesia, con una misión particular en lo que se refiere a la interpretación y aplicación del Concilio Vaticano II.
Joseph Ratzinger se ha retratado muy bien a sí mismo en ese excepcional y encantador libro autobiográfico, Mi vida (1927-1977), que publica en 1997 y que recoge su trayectoria como profesor. Se completa con los cuatro libros de conversaciones con Seewald y con algunos momentos de tertulia y expansión durante su pontificado.
Allí se observa cuánto le ha marcado la experiencia de la fe vivida en su infancia, en el entorno tradicional bávaro, con su familia sencilla y creyente, con la liturgia celebrada gozosa y solemnemente en las parroquias que conoció de niño, con las etapas y fiestas del calendario litúrgico que marcaba el ritmo de la vida de toda aquella gente creyente. Podría haber perdido o cambiado estas raíces, pero en el curso de su vida las ha consolidado, y esa experiencia cristiana es la base de su teología.
En la presentación de sus Obras completas (vol. I, dedicado a la Liturgia), explica: “La liturgia de la Iglesia fue para mí, desde mi infancia, una realidad central en la vida y se convirtió también […] en el centro de mi esfuerzo teológico. Como materia de estudio escogí la teología fundamental, porque quería por encima de todo seguir la pista a la pregunta: ¿Por qué creemos? Pero en esta pregunta estaba la otra pregunta sobre la respuesta correcta a Dios y, por tanto, la pregunta sobre el culto divino […], del anclaje de la liturgia en el acto fundante de nuestra fe y, así también, de su lugar en el conjunto de nuestra existencia humana”. Y un poco antes explicaba: “En la palabra ‘Ortodoxia’ la segunda mitad, ‘doxa’, no significa ‘opinión’, sino ‘gloria’; no se trata de tener una ‘opinión’ correcta sobre Dios, sino de la forma correcta de glorificarle, de responderle. Esta es efectivamente la pregunta fundamental que se formula el hombre que comienza a comprenderse correctamente: ¿Cómo debo encontrarme con Dios?”.
Su itinerario por la teología fundamental, sobre la naturaleza y problemas de la fe, que también va dirigida a la situación del mundo moderno, va a encontrar una respuesta litúrgica. La fe se puede y se debe pensar para entenderla, explicarla y defenderla, pero sobre todo se ha de vivir y celebrar. De ahí deduce también cuál ha de ser el papel del teólogo y el suyo propio.
Joseph Ratzinger se formó en el seminario de su diócesis, en Frisinga, y después, en la facultad de teología de Múnich (1947-1951), todavía en ruinas como consecuencia de la guerra. En Mi vida refleja muy bien el ambiente entusiasta y renovador del momento. Las duras experiencias del nazismo habían suscitado en la Iglesia alemana un ansia de renovación y evangelización, que recibía con entusiasmo los fermentos nuevos de la teología litúrgica (Guardini), de la eclesiología (De Lubac) y de la Escritura, además de las nuevas inspiraciones filosóficas, especialmente de la fenomenología y personalismo (Guardini, Max Scheler, Buber). Todo esto le daba un cierto tono de superación (y superioridad) respecto a la vieja teología escolástica (y romana). El joven Ratzinger quedó impresionado por Catolicismo de De Lubac, y por el Sentido de la Liturgia, de Guardini. Y, desde entonces hasta el final de su vida, se mantendrá muy bien informado de los progresos de la teología bíblica.
Un poco inesperadamente le tocó ser profesor del seminario y especializarse en Teología Fundamental, donde se planteaban las grandes cuestiones de la fe ante el mundo moderno, ante las ciencias, la política, las dificultades de las personas actuales para creer. La tesis doctoral sobre san Agustín (Pueblo y casa de Dios en San Agustín, 1953), le hizo ahondar en la eclesiología. Y la tesis de habilitación sobre La Teología de la historia en San Buenaventura (1959) abordaba un enfoque nuevo de la teología fundamental: la revelación, antes de concretarse en fórmulas de fe (dogmas) es la manifestación de Dios mismo en la historia de la salvación. Esto le enfrentó con Schmaus en el tribunal de tesis, pero era una idea que ya se imponía y acabaría recogida por el Concilio Vaticano II: la revelación es con “hechos y palabras” de Dios, y fundamenta la profunda unidad de las dos fuentes, Escritura y Tradición.
Sigue una época muy intensa como profesor de Teología Fundamental (y después también de Teología Dogmática) en el seminario (1953-1959) y después en cuatro universidades: Bonn (1959-1963), Münster (1963-1966), Tubinga (1966-1969) y Ratisbona (1969-1977).
Ratzinger es un profesor joven e inteligente y se siente unido a una corriente teológica renovadora alemana con figuras representativas, como Rahner y Küng, que lo aprecian. También lo aprecia el cardenal Frings, que se lo lleva como asesor y perito conciliar, después de haberle oído una conferencia sobre cómo tenía que ser el Concilio (1962-1965). Trabajará bastante para el cardenal (casi ciego), y el Concilio le dará una nueva experiencia de la vida de la Iglesia y el trato con grandes y veteranos teólogos que admira, como De Lubac y Congar.
Dentro de aquel entusiasmo teológico empieza a percibir los síntomas de la crisis posconciliar y, poco a poco, se distancia del vedetismo de algunos teólogos, como Küng, y también del que se comprendan como los verdaderos y auténticos maestros de la fe, un concilio de los teólogos constituido como una permanente fuente de cambio en la Iglesia. Ese va a ser el motivo de su adhesión al proyecto de la revista Communio, de Von Balthasar y De Lubac, en contraste con la revista Concilium, de Rahner. Hace falta discernimiento. También hace falta discernir y centrar la Teología bíblica, para que nos acerque y no nos separe de Cristo. Es una preocupación que nace entonces y crece en su vida hasta el final cuando, ya como Papa, escribe Jesús de Nazaret.
A primera vista, la obra como teólogo no es muy grande y en cierto modo queda oculta, porque tiene bastantes artículos de diccionario y comentarios. Como fruto de sus trabajos en Teología Fundamental, se publicará más tarde su Teoría de los principios teológicos (1982). Además, reúne sus artículos sobre eclesiología en El nuevo Pueblo de Dios (1969) y, más tarde, en Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología.
Sin embargo, el libro que le da fama en este momento y que reúne toda su preocupación de explicar la fe cristiana a un mundo moderno más o menos problematizado y crítico, es su Introducción al cristianismo (1968: año complejo), traducido pronto a muchas lenguas. Se trata de un curso para universitarios, pero reúne y sintetiza muchos de sus puntos de vista.
Además, cuando ya ha sido nombrado arzobispo de Múnich, termina y publica una breve Escatología (1977), que tiene más importancia de lo que parece en su pensamiento, ya que da el sentido cósmico de la historia, pone la vida humana ante las grandes cuestiones y le permite acercarse al problema del alma y de la persona desde una óptica teológica renovada por el pensamiento personalista. El ser humano es, ante todo, una palabra de Dios y alguien destinado a él.
Le pilló completamente de sorpresa, como confiesa con toda sencillez en Mi vida. Ni siquiera cuando le llamó el nuncio se imaginó lo que le podía venir encima. Pero Pablo VI había pensado en él como un teólogo-obispo con autoridad personal suficiente para contribuir a sedimentar la difícil situación eclesial posconciliar en Alemania. Joseph Ratzinger la sufrió. Lo más hermoso y gratificante de su ministerio fue la predicación y el trato con la gente sencilla. Lo más áspero, las resistencias y manías de las estructuras eclesiales, tan desarrolladas (y a veces problematizadas) en Alemania. Lo primero es la fe vivida, en la que se aprecia la autenticidad y eficacia del Evangelio. Pero lo segundo, difícil de manejar, también pertenece a la realidad de la Iglesia en este mundo, y no se puede obviar.
Como la segunda parte queda más oculta, se puede decir que este periodo se caracteriza por una gran expansión de su atención a la liturgia y a la predicación sobre la santidad cristiana. Y esto consolida su teología como pastor, recordando la intensa tradición de los antiguos padres de la Iglesia, teólogos y obispos. La misión de un obispo es, sobre todo, celebrar y predicar, además de guiar la vida de la Iglesia. La misma actividad le permite cuajar su pensamiento litúrgico, y desarrollar su referencia a la santidad de la Iglesia, reflejada en los misterios de la vida del Señor y en la vida de los santos.
Es un periodo corto, de cuatro años, pero clave en el desarrollo de su teología litúrgica. Lo que, primero, como sacerdote y profesor, habían sido predicaciones ocasionales, se convierte poco a poco en un cuerpo sobre los misterios de la fe y de la vida de Jesucristo que la Iglesia celebra a lo largo del año. Por ejemplo, las cuatro predicaciones sobre Eucaristía, centro de la Iglesia (1978), El Dios de Jesucristo. Meditaciones sobre el Dios Uno y Trino, y La fiesta de la fe (1981). Su reflexión litúrgica, antes un poco dispersa y ocasional, se consolida ahora en una visión general, y acabará, ya como prefecto, en su El sentido de la Liturgia (2000). En la que incluye también su interés por el arte y, especialmente, por la música sagrada.
Además, en este periodo destaca su predicación sobre la creación ante las cuestiones de la ciencia moderna y la evolución, que da lugar a un libro inteligente y lúcido, Creación y pecado.
Juan Luis Lorda
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