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La educación integral requiere incidir en la inteligencia, los afectos y la capacidad de construir una historia de amor; así se evidencia lo pernicioso de las teorías educativas que parten directamente de unas ideas morales reductivas que se fundamentan en una visión unidimensional de la persona
“Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?” (Sal 4,7). Así habla el salmista para expresar la posición angustiosa de un hombre que no sabe cómo llegar hasta a Dios. Impulsado internamente a “Sacrificar un sacrificio de justicia” (Sal 4,6), le parece imposible llegar a conocer la verdad de una verdad divina que le supera, que no sabe distinguir en un mundo en el que muchas personas dicen no conocer esa justicia que tanto desea. Su deseo de Dios que en su profunda sinceridad le acompaña en todo momento, no es suficiente para mostrarle el camino. Reclama de Dios un guía, una ayuda para alcanzar su deseo. Es esta misma expresión la que usa Santo Tomás de Aquino para sintetizar la mayor dificultad para la moral de un hombre que se encuentra en la necesidad de actuar, pero vacila, envuelto en una experiencia problemática del bien en un camino erizado de dilemas.
En medio de esta búsqueda, se insinúa la tentación de caminar sin dirección, de dejar de preguntar por el bien y de considerar buena cualquier cosa que se haga. No es sino la desesperación propia de la postura cínica[1], en la actualidad amparada en un cierto esteticismo que, en la experiencia de creatividad propia de la acción, quiere acallar cualquier forma de referencia al bien. Le basta a este hombre descreído considerar bueno actuar como le plazca y sentirse bien haciéndolo. Con ello, endiosado, piensa orgullosamente que habría respondido de modo suficiente a la pregunta por el bien.
Pero, para dar por válida esta respuesta cínica, hace falta un presupuesto: no querer buscar nada, haberse contentado con dirigir la intencionalidad hacia el propio estado de ánimo y al propio juicio. Posiblemente, haya sido el emotivismo cultural el motivo principal que extiende hoy en día un cinismo ambiental. La pregunta inicial cambiaría radicalmente y ahora la persona se podría decir a sí misma: “Si me siento bien haciéndolo..., ¿quién me hará conocer otro bien distinto de mi «sentirme bien»? Solo mi sentimiento lo muestra.” Es precisamente lo que al salmista le parece inaceptable, su actitud orante significa otra cosa muy distinta de esta autocomplacencia: la aceptación del drama de una búsqueda que no puede ocultarse a sí mismo.
Para resolver esta posición de perplejidad, el Aquinate prosigue en el análisis de la exclamación del salmista cuando dice: “y, respondiendo a esta pregunta, dice: «La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes», como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros”[2].
En la respuesta del salmista no se presenta simplemente una teoría del bien, sino que se refiere a una experiencia y es ésta la que el Angélico quiere explicar. Lo podríamos resumir así: el bien, para mover al hombre con pleno sentido, hace referencia a una luz y refiere ésta a la presencia de un rostro que ilumina nuestra mirada. Se trata sin duda de la alegría que significa para un hombre encontrarse con otra mirada en la que se siente amado y vive como el primer paso de un largo camino.
Existe una luz en el hombre que le permite abrir los ojos para encontrar un camino en donde poder progresar en su vida. Pero esta luz se inserta dentro de una búsqueda que no acaba con la mera existencia de un itinerario, más bien contiene la exigencia, una necesidad profunda, de ser acompañado en este camino. La mención de la luz indica una capacidad no acogida completamente, sino que hay que saber aplicar en todo momento. La misma existencia inicial de la pregunta manifiesta que nos introduce en un sendero no exento de oscuridad. Se refiere a una “lámpara que luce en un lugar oscuro hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana” (2Pe 1,19).
Este primer análisis experiencial nos muestra unas claves iniciales para la educación moral. No basta con la referencia al bien para guiar nuestra vida. Esta experiencia, como todas, es problemática y hoy especialmente, necesita el discernimiento del auténtico bien moral, lo cual requiere una luz más amplia que lo ilumine. No basta con la evidencia inmediata y requiere una educación, una formación interior. Ya lo destacó el Angélico al decir: “como es cada uno, así le aparece el fin”[3]. La moral no parte de un sujeto ya bien dispuesto, requiere una educación moral para llegar a su conocimiento pleno. Si el bien aparece siempre como una cierta excelencia[4] y ésta se muestra a modo de luz, lo realiza en un marco interpersonal donde la comunicabilidad del bien explica su carácter perfectivo y el apoyo en otra persona es esencial para su conocimiento[5]. La luz ilumina la verdad del bien, porque apunta siempre a una cierta totalidad, una vida mejor que no es el mero fruto de nuestros actos[6]. Tanto la referencia al rostro como a la luz tienen un valor de totalidad: el rostro no es una suma de rasgos, sino que indica el “todo” de una identidad; la luz puede estar envuelta en tinieblas, pero en sí misma se percibe como simple e indivisible. Este plus de referencia a una totalidad es lo que precisa la mera atracción del bien para guiar una vida. Pero, al mismo tiempo, ambas se apoyan en una alteridad, el rostro evidentemente es el de otra persona que nos mira; la luz, partiendo de nuestra intimidad, tiene su fuente en otra luz: “en tu luz Señor, vemos la luz” (Sal 36,10)[7]. La ley como referencia moral contiene en sí una relación de alteridad[8], necesaria para la emergencia de una obligatoriedad y vinculada a la existencia de la autoridad como perteneciente a la experiencia moral.
De hecho, Santo Tomás desarrolla esta expresión para ilustrar un progreso en el conocimiento de la ley en el que se muestra una verdadera pedagogía divina que tiene sus grados[9] y por la que Dios conduce paso a paso al hombre de forma que lo va “transfigurando en la misma imagen de gloria en gloria, conforme a como obra el Espíritu del Señor” (2Co 3,18), esto es, hasta la verdadera comunión con Él. Es aquí donde el sentido de la luz alcanza un valor cristológico evidente en cuanto Cristo es la plena manifestación de Dios, tal como lo destaca la encíclica Veritatis splendor: “La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1,15), «resplandor de su gloria» (Heb 1,3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): Él es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6)”[10].
Esta pedagogía, tal como lo muestra el Aquinate, tiene unos rasgos característicos entre los que hay que destacar: en primer lugar, la necesidad de un sentido que se percibe en la acción y que se relaciona con la virtud[11]; en segundo, la relación filial fundada en el amor[12] como aquélla en la que Dios garantiza la libertad y el crecimiento y que tiene como fin a Cristo. En la medida en que la expresión anterior insiste en la luz como conocimiento moral, indica una participación en la ordenación divina en una providencia que nace de un amor[13]. Es bueno profundizar en estos puntos porque nos pueden aclarar la auténtica pedagogía moral que se ha de llevar a cabo desde el Instituto.
La educación moral: un despertar[14]
Todo el preámbulo sobre la luz nos introduce en una dinámica de crecimiento libre por medio de una relación. Esto nos permite entender que, para hablar de educación moral, hay que tener una idea de moral que sea educable. Podría parecer algo del todo evidente, pero no lo es tanto. Una idea preestablecida de la moral fuera de la experiencia humana conduce inevitablemente a una forma de educación consistente exclusivamente en la transmisión de unos contenidos, a los cuales se les podría añadir, todo lo más, una capacitación en la habilidad de aplicarlos. Es lo que ocurre con la aparición del racionalismo, que acontece en el mismo momento de la extensión de la educación escolar, en la que se va a aplicar de modo sistemático[15].
Este influjo es tan grande en la actualidad, que parece usual plantear la moral partiendo de la idea preconcebida de un hombre maduro y capaz de juzgar racional y libremente sus acciones. La educación pierde la perspectiva de la búsqueda interior de la persona, la pregunta por el bien. Por esto mismo, hoy en día cualquier planteamiento de enseñanza moral requiere una auténtica “conversión intelectual” por la cual se libere al hombre de determinada interpretación del fenómeno “moral” que le impide en realidad reconocer todo el horizonte de sentido que contiene[16].
Es imprescindible una renovación moral que se funde en la experiencia y que de ella obtenga sus dimensiones esenciales y el marco de referencia para poder plantear siquiera una auténtica educación moral que intente responder a los desafíos actuales. Así, se deja clara la necesaria superación de una idea de moral como una simple adquisición de principios, o de transmisión de un conocimiento o de un orden entendido solamente como un código de comportamiento.
Se trata sobre todo de aprender a ordenar los actos, en lo que se puede denominar con exactitud el descubrimiento de un sentido[17]. No se trata por ello de la mera habilidad de aplicar una norma a un caso, más bien se trata de discernir la verdad del bien de la acción[18], lo cual requiere la virtud que es la que señala el Aquinate como el fin de la ley[19]. La posibilidad de hablar de la verdad del bien de modo perfectivo se sitúa por tanto en la relación personal y en la perspectiva de la construcción de una comunión de personas. Es el marco que se nos presenta aquí en el que se encuadran dos miradas que intercambian una luz.
El hecho de descubrir un sentido indica que no es éste una producción humana, pero tampoco algo ajeno a su acción. De aquí una cierta ambigüedad en su consideración que no es espontánea, sino que sólo se puede alcanzar en plenitud por medio del proceso educativo. No se puede superar la ambigüedad directamente mediante una consideración dialéctica de las características propias del sentido, más bien es necesario basarse en la experiencia moral en la que se puede enmarcar dicha cuestión[20].
Es a partir de aquí donde emerge la necesidad interna del apoyo en una autoridad[21]. Esta referencia pertenece a la misma experiencia moral en la medida en que la comunicación de bien que le es propia incluye en su nota de trascendencia la existencia de una presencia personal que nos precede y nos anima[22]. De tal modo se articula la autoridad con las características de la experiencia moral que va a ser esencial para todo el proceso de educación.
La cuestión de sentido que es el eje de la educación se enmarca dentro de la acción a modo de una acción comunicativa con toda la estructura significativa que esto representa[23]. La comunicación educativa se ha de traducir pues en el intento de introducir a la persona en la realidad[24]. Es ésta en su valor trascendente la que hace necesario el fundamentarse en un marco de referencia que sea garante de su significado.
Se ha estudiado con precisión cómo la unidad significativa de los contenidos morales configura por sí misma lo que se denomina una tradición moral[25], por lo que ésta es un requisito ineludible para toda comunicación moral. Es un punto crucial para nuestra intención, aunque el significado de tradición excede el ámbito familiar, lo requiere en cuanto es fuente de significado unido a la vida de las personas. Se trata de una tradición vivida asentada en relaciones personales fuertes y significativas.
Enseñar a amar
La educación forma parte integrante de la misión del Instituto en el sentido de haber recibido de Juan Pablo II el encargo de “enseñar a amar”[26]. Esta “educación a amar” es así un eje de la misma enseñanza del Instituto y requeriría una reflexión más detenida de lo que hasta ahora ha supuesto en las distintas sedes durante estos 25 años, pues representa una experiencia acumulada de gran riqueza[27]. Aquí lo vemos en la dimensión “moral” porque en aprender a amar está el quicio mismo de la moral entendida como una moral del amor.
Para enmarcar el acto educativo parece conveniente hacerlo desde la metodología propia del Instituto considerando el objeto de la educación las experiencias originarias de la persona dentro del horizonte de sentido de la vocación al amor[28] y, en especial, el papel de la familia como despertar, como lugar y como fin de toda la educación, es decir, como el auténtico paradigma de la misma. Este marco inicial representa ya una fuente de reflexión sobre el modo de comprender la educación. En cuanto experiencia, se fundamenta en el deseo del educando[29] y de la relación personal con el educador que es la que le permite percibir en su autoridad un principio de excelencia. Desde la perspectiva del amor, esta relación tiene un valor interpersonal positivo, esto es, de promoción de la persona[30], y dentro de una comunicación en un bien particular del que descubrimos su sentido en la madurez humana que así se ha de entender como el fin mismo de la educación.
El despertar de la experiencia moral se ve ahora en la perspectiva del amor como crecimiento personal de madurez[31]. Esta madurez moral no se puede entonces comprender como la simple enseñanza de las normas y la interiorización de las mismas, sino como una disposición verdadera para descubrir el sentido del propio vivir y realizarla en la conformación de una comunión de personas.
— La familia, en el ámbito educativo destaca siempre en su papel de ser origen, pues nadie niega la necesidad de una educación inicial que correspondería a los padres, y se destaca el valor afectivo de esta experiencia. Pero no siempre se ve el valor específico que tiene el amor paternal como manifestación de un amor originario[32]. Se le ha de reconocer todo su valor personal y evitar así cualquier reducción a ser una mera función que se pudiera sustituir. No se trata de una necesidad afectiva, sino de una entrega personal que tiene que ver con el valor de la persona que debe ser amado por sí mismo; pues contiene en sí una vocación al amor. Sólo así se desvela un sentido de la vida que siempre es un bien[33] una apreciación que fundamenta las intenciones humanas y que no puede subordinarse a ningún interés. De aquí se desprenden toda una serie de afectos iniciales: de pertenencia, apego, posesión, que son una guía esencial de la existencia humana y cuyo valor educativo debería ser profundizado.
— Un lugar, porque es en la familia donde el hombre experimenta radicalmente la libertad, en oposición al concepto de esclavitud, expresaba el status de pertenencia plena y jurídica al cuadro social correspondiente a la familia o al Estado. Significa, pues, la plena posesión de los derechos, la plena pertenencia, el estar y sentirse en la propia casa, y de este modo, en este pleno co-existir y en esta plena co-responsabilidad, una co-determinación en la realización del destino común. Libre es el que, dondequiera que esté, se siente como en su casa. La libertad tiene mucho que ver con el sentimiento de la casa y de la patria. Ser libre equivale a tener todo derecho en la plenitud de la propia dignidad”[34]. Es allí donde se le hace posible la adquisición de capacidades fundamentales con una orientación significativa precisa y se abre a un auténtico horizonte de la vida.
— Por último la familia es un auténtico fin de la educación porque la madurez de la persona tiene como referente principal la elección de estado y la construcción de un hogar. Esta finalidad es por consiguiente una aclaración fundamental que permite rechazar por inadecuada cualquier consideración individualista de la educación.
San Ireneo planteaba el relato genesiaco a modo de una educación divina, porque todo hombre necesita de la experiencia para guiar su existencia, para comprender lo que es la vida en plenitud a la que le llama Dios: “el hombre [Adán] era aún pequeño, como niño, y debía crecer para llegar a la madurez… el hombre era todavía niño y no tenía aún pleno uso de razón, de ahí que le fuera fácil al seductor engañarle”[35].
El ser conocedor del “bien y de mal” (Gn 2,17) viene entonces a significar el deseo de alcanzar un conocimiento inmediato de ese discernimiento, fuera del proceso educativo que Dios le preparaba[36]. Las experiencias originarias de las que ya hemos hablado y los afectos correlativos a las mismas se han de comprender, entonces, como la fuente principal de esa educación divina, el lugar donde surge el ethos humano a modo de un camino de crecimiento personal.
La gran novedad del planteamiento de Juan Pablo II sobre estas experiencias es, sobre todo, el haber sabido enmarcarlas bajo la perspectiva del “amor humano”[37]. Es el amor entonces el que sirve de punto de unión de todas las dimensiones del hombre y cualquier educación moral verdaderamente humana debe ser una educación al amor.
Totalidad, trascendencia y racionalidad: la educación integral
Las características de la educación moral se desprenden entonces de la dinámica del amor que las ha de configurar internamente[38]. El amor tiene una fuerza unitiva, no sólo respecto del amante con el amado, sino en su dinamismo que es integrador, por lo que las características de las que hablamos se han de entender en una profunda unidad y la educación consiste precisamente en poder percibir esa unidad intencional que el amor incluye e ilumina.
El amor por sí mismo exige al hombre una respuesta en totalidad que implique a la persona en cuanto tal[39], en esa unidad única e indivisible. Esta relación única entre amor y persona es uno de los aspectos principales para poder discernir que se habla seriamente de un amor capaz de orientar los propios actos. En este sentido, se supera el emotivismo que se reduce la impresión al objeto que lo despierta y fragmenta el apetito del hombre en múltiples deseos. La referencia al amor como principio de los afectos incluye así una capacidad de unificar los afectos en una dirección personal.
La alteridad que ya hemos visto presente en la experiencia del bien, en la medida en que ahora se vincula a un principio de unión, tiene un nuevo sentido de trascendencia de gran importancia. Se trata de un aspecto esencial de la acción que, por su mismo significado, es un principio educativo esencial, pues está vinculado directamente con la libertad. Ha sido Karol Wojtyla[40] uno de los pensadores que más ha contribuido a aclararlo: la experiencia del amor implica salir de sí mismo, hasta alcanzar un significado personal en una unidad superior que incluye la dinámica amorosa de la unidad en la diferencia[41].
La racionalidad de la verdad del bien es un contenido esencial de la acción por la que se vive y se comunica la trascendencia anterior. Cada comunión personal incluye la participación de unos fines en los que se descubre una intencionalidad que permite la cooperación en acciones comunes. Además, no se puede olvidar que el amor incluye una racionalidad propia, precisamente el tema que va a constituir el próximo coloquio del Área de Investigación de Moral Fundamental titulado “El logos del agape”. Esta lógica amorosa es una parte integrante del amor fundamental en el momento de aprender a amar y enseñar a amar. La comunicabilidad del amor incluye un aspecto cognoscitivo radical que es necesario desarrollar y que puede integrar en sí todo lo que se ha estudiado sobre el conocimiento práctico y de cuya adecuada presentación depende en gran medida la defensa de la universalidad del amor que ha sido atacada fuertemente desde Kant y que ha tomado otro cariz con la aparición del emotivismo romántico[42].
Este marco de referencia así trazado tiene como lugar propio y originario la familia porque es allí donde se originan esas experiencias[43] y encuentran el campo propicio de desarrollo por la importancia de las relaciones personales de paternidad/filiación y fraternidad, que exigen la honra y el amor. Es allí donde el mismo don de la vida con su correlato de asombro y agradecimiento y el descubrimiento de la fuente del amor, permite descubrir un sentido profundo para vivir[44]. La hermenéutica del don se traduce en una interpretación del plan de Dios como plenitud del amor del hombre y su revelación en el amor humano[45].
La ruptura unidimensional
Podemos destacar en esta perspectiva de la integridad los elementos que se incluyen en el acto educativo porque nos permitirá discernir la fractura del proceso educativo que se produce por la asunción de posturas reductivas al respecto. La educación integral requiere incidir en la inteligencia, los afectos y la capacidad de construir una historia de amor. Así se evidencia lo pernicioso de las teorías educativas que parten directamente de unas ideas morales reductivas que se fundamentan en una visión unidimensional de la persona. Al apuntar a un único elemento de la educación, se pierde la perspectiva moral y el hecho de que ésta siempre apunta a una integridad de la persona. De aquí se explica el fracaso evidente de algunas de estas propuestas y la necesidad urgente de recomponer un ámbito verdaderamente educativo en nuestra sociedad que ha de empezar con la familia.
El problema se produce porque la persona entonces se ve medida por capacidades distintas de lo que es la vocación al amor con la correspondiente dificultad de encontrar esta llamada y vivirla en plenitud. Eso sí, para valorar el modo como afectan estas ideas a la educación de la persona hay que comprenderlas dentro del ámbito tradicional en el que se asientan. Así, las carencias pedagógicas de la enseñanza moral manualística, estaban compensadas por un entorno social que las hacía especialmente plausibles y se vivían en el contexto de la existencia de comunidades de referencia fuertes como era una familia reconocida como portadora de un valor moral indudable y una sociedad en la que las normas morales eran indiscutidas y apreciadas como un auténtico bien social. Se aseguraba entonces un entorno significativo y real de las normas que se proponían. Con el paso del tiempo, este entorno sufrió un influjo puritano que llegó a configurar una cierta tradición y es ésta la que cayó definitivamente en descrédito tras la primera guerra mundial que ha sido la causante de la crisis moral subsiguiente. Aparece así la exigencia de renovación moral con una clara conciencia de la necesidad de que tal cambio debía alcanzar también a la educación[46].
La manualística, heredera de un racionalismo e incapaz de reconocer el dinamismo de la gracia en la acción del hombre[47], centró la educación moral en la transmisión de las obligaciones acordes a cada estado. En una estricta separación de las potencias espirituales la educación consistiría, por una parte, en el perfecto conocimiento de las obligaciones adquiridas y, por otra, de la fortaleza de la voluntad para aplicar los mandatos en cada momento, esto es, el desarrollo de la obediencia[48]. Por eso, cada vez se recluía más en un voluntarismo a ultranza consistente en conformar la voluntad con la norma. Esto se realizaba dentro de una concepción eclesial de “sociedad perfecta” y una enseñanza moral reservada a los sacerdotes. Todo ello apuntaba a que la familia no se consideraba sujeto de esta enseñanza, sino de un modo derivado y subordinado, como mero sujeto pasivo. El gran éxito que tuvo se debe fundamentalmente a moverse en un ámbito clerical y con un sentido práctico acomodado a una situación social determinada que a grandes rasgos duró al menos tres siglos. Este equilibrio comenzó a cambiar a partir de la revolución francesa y el romanticismo, acontecimientos históricos que influyeron de modo muy decisivo en el modo de concebir la familia, y que estaban vinculadas a nuevos modelos educativos como es el caso paradigmático de Rousseau[49]. En estas propuestas románticas, la familia desparece totalmente de la perspectiva para emerger la figura del pedagogo, entendido a partir de una antropología ilustrada ajena a cualquier tradición, casi como un técnico especialista preparado para resolver lo que unos padres ignorantes eran incapaces de transmitir. La educación tradicional cristiana en su dimensión moral fue así cada vez más problematizada, hasta entrar en una crisis decisiva en el siglo XX[50]. Tras los motivos coyunturales existían razones profundas que no se pueden ignorar: la razón fundamental era la imposibilidad de integrar la dinámica auténtica de la libertad cristiana dentro de su sistema intelectualista, la fragilidad de su fundamento epistemológico desmentido en su raíz por la falacia naturalista de Moore, y, además, la ignorancia de la dinámica afectiva que abría a un mundo que no podía encerrarse en el principio de la conciencia tal como Freud había puesto de manifiesto. El modo casuista al que conducía su argumentación se vio muy afectado por los grandes cambios sociales que daban lugar a problemas nuevos que no se podían responder mediante un simple vademecum o recetario. Por desgracia, muchos todavía identifican la enseñanza católica con este modo de pedagogía moral[51].
En una época de cambios, se necesita un modo de enseñanza que capacite a las personas a responder a situaciones nuevas, más que a aplicar recetas pasadas. De aquí procede la introducción en la educación de las teorías morales que se centraban en la racionalidad de las normas. En especial, se abría paso a las que provenían de la matriz kantiana que podía aplicar desde un formalismo de base una cierta convención en las máximas morales aceptadas socialmente. Es lo que formula Piaget a partir de sus estudios sobre el razonamiento moral del niño[52] y que sistematiza de un modo más completo Kohlberg[53]. Esta corriente que se puede denominar autonomista ha querido reducir la educación a una maduración de una capacidad formal de juicios morales ante dilemas en la aplicación de las normas y que formula una serie de estadios morales por los que la persona pasa gradualmente de una heteronomía infantil a una autonomía racionalista completa. Sin embargo, olvida cualquier disposición afectiva como si no fuera relevante en la vida moral. Sobre todo, considera la autoridad como un obstáculo al desarrollo moral del niño porque no pertenecería a la esencia de la moralidad, sino a su período infantil que debe ser superado en la plena autonomía. Esta perspectiva ha sido acogida cada vez más favorablemente en la educación escolar y hoy en día es la predominante en toda la civilización occidental. Rechaza la familia como el lugar principal de la educación moral ya que a su juicio está teñida toda ella de un paternalismo perjudicial en extremo para la autonomía individual[54]. Las consecuencias individualistas de este tipo de enseñanza, ajeno a cualquier comunidad de referencia, son muy claras[55].
El emotivismo generado por el pensamiento de Moore y alimentado por la explosión afectiva unida a las distintas revoluciones sexuales del s. XX han conducido de forma progresiva a mostrar patentemente las grandes carencias de cualquier sistema de educación que sólo se fije en el desarrollo de la inteligencia, incapaz de capacitar a la persona a dirigir los afectos. Ya lo destacó Maritain respecto de la escolástica al señalar la importancia decisiva de los afectos para el conocimiento moral[56], posteriormente ha sido la aplicación de la empatía centrada en la relación de ayuda[57] al ámbito de la educación, la que ha dado lugar a una consideración casi exclusiva de la educación en términos afectivos, y que ha explotado en el conocimiento general con la propuesta de la Inteligencia emocional[58]. Por ser una práctica que se basa en un trato personal y muy difícil de sistematizar pues termina en el aprendizaje de unas técnicas y la renuncia a la transmisión de cualquier contenido, no puede tener una fácil extensión en el campo de la escuela. En efecto sólo puede alcanzar una práctica parcial en la misma más bien de carácter terapéutico. En todo caso, por ser fundamentalmente no directiva y reducir los afectos a un respeto mutuo, también considera las relaciones familiares más como fuente de problemas que como el ámbito fundamental de educación. No podemos olvidar, además, que todo este planteamiento afectivo está vinculado al despertar de la sexualidad y su posible interpretación desde la vocación al amor, lo cual debe ser un campo de estudio privilegiado en nuestro Instituto desde una visión más integradora.
Estos dos últimos sistemas educativos diseñan un marco que desprecia la familia y la presenta como un momento que, lejos de ser paradigmático, hay que superar en fases cada vez más tempranas, para que no afecte negativamente al desarrollo moral de la persona. Como refutación a este planteamiento, hay que destacar la duración cada vez más amplia de la adolescencia en los países occidentales que alcanza más allá de los estudios superiores. Es un hecho que revela la incapacidad de los sistemas anteriores para mover a una auténtica maduración de las personas. La debilidad interna con la que muchos jóvenes llegan al matrimonio es una causa evidente de su fragilidad moral, por una patente carencia en el uso de la racionalidad práctica, y una falta dramática de la integración afectiva de las personas.
Quien ha puesto de relieve esta debilidad es, entre otros, la teoría narrativa que insiste en que la educación moral no consiste fundamentalmente en la adquisición de habilidades intelectivas o en desbloqueos afectivos para llegar a un equilibrio en los afectos, sino en la inserción en una historia y la formación en la capacidad interior de construirla[59]. Es en ella, dentro de una tradición, donde se transmite el auténtico sentido de la vida que ilumina y guía desde dentro las acciones humanas que consisten en “despertar un sentido en la experiencia”.
Sólo si se acepta el valor único de la tradición para la transmisión de sentido, la familia brilla como un lugar privilegiado de sentidos fundamentales. Unir, tal como lo hemos hecho, esta tradición a la vocación del amor y la verdad del bien permite responder a la acusación de parcialidad que se vierte contra la visión tradicional. La universalización de estos sentidos está en la radicalidad de las experiencias y su fortalecimiento y discernimiento por medio de las virtudes.
La relación entre los tres tipos de amores principales en la vida humana que configura la vocación al amor: la relación entre esposos, la de padres/hijos y la amistad entre hermanos es así la clave hermenéutica básica para la educación moral. La diferencia entre estos amores alcanza un valor moral paradigmático y es el lugar donde la persona percibe el amor como respuesta, puede concebir la existencia de un amor originario, esto es, incondicional y trascendente que une a los hombres en un destino.
En estas primeras relaciones personales se destacan los valores de autoridad y solidaridad que son los referentes que permiten madurar a las personas en relaciones fuertes que hacen surgir acciones excelentes y permiten guiar la trascendencia del amor hacia un don de sí. El inadecuado concepto de autonomía usado en algunos sistemas educativos niega la importancia de ambas, ocultándolas. La eterna adolescencia de la que hablábamos antes es la incapacidad de llevar a cabo elecciones que comprometan toda la persona, indisposición que, por tanto, hace prácticamente inviable el don de sí por amor por lo que la interpretación de la experiencia amorosa se reduce dramáticamente a una forma romántica.
La unidad de todas las dimensiones personales en la construcción de una persona es el descubrimiento de la identidad personal, esto es, la respuesta madura a la pregunta: “¿quién soy yo?”, que reside en: ser hijo, para ser esposo y llegar a ser padre[60]. Entonces las relaciones familiares adquieren todo su relieve y se comprende como algo mucho mayor que un sistema de funciones sociales resueltas efectivamente, en ellas se basa la maduración de la persona y en ellas se han de encontrar los principios educativos.
La familia educativa
A partir de los modelos inadecuados de educación moral que han marginado a la familia en esta tarea educativa, se puede además, ver de qué modo estos modelos incluso han influido en una cierta corrupción interna de la comunión familiar por afectar perniciosamente sus relaciones básicas. Por insistir en relegar la educación a “expertos” han conducido a que los padres se consideren incapaces de educar y se han desentendido de esta tarea. Piensan en ello como una tarea “especial” de carácter técnico y de aquí proviene una de los mayores empobrecimientos que la cultura actual ha arrojado a la familia[61]. “Una familia que no toma la educación como la guía principal de su convivencia es una familia sin alma. La eventual inhibición de los padres en la educación de sus hijos es un signo de falta grave de la vitalidad familiar”[62].
La educación es para los padres ante todo un modo de llevar a cabo su “amor responsable”, su providencia real hacia los hijos en la dinámica de su “don de sí” [63]. No es sino un modo específico de “aprender a amar” paternalmente dentro de un sentido profundo de amor en su pleno significado de comunicación de vida. Volver a este sentido originario de educación no es sólo bueno para la familia, sino para toda la sociedad, en la medida en que aquí descubre el auténtico significado del “bien común” que aparece precisamente de modo originario en esta comunicación familiar básica[64].
Es necesario, entonces, aclarar determinadas concepciones erróneas de familia que la hacen incapaz de realizar su misión educadora, en especial en su dimensión moral:
— La “familia autoritaria”, consiste en considerar la familia como un conjunto de funciones ordenadas a partir de la voluntad de una autoridad. Corresponde al modo de educación moral fundado en la transmisión racional de unas normas que el educando debe saber aceptar por provenir de la autoridad competente. Aquí la única virtud que cabe y hay que formar es la obediencia. Este modelo ha sido criticado hasta la saciedad tras la crisis moral del siglo XX. Su gran defecto educativo es el perder la vista del deseo de aprender del educando que es el que explica el acto educativo y lo ilumina como un acto de libertad. Es decir, pierde todo lo que tiene que ver con la relación intersubjetiva educador-educando que no se puede reducir a su fundamento institucional ni a su dimensión de obligatoriedad. Confunde la educación con el sometimiento, la realización efectiva de unos actos exteriores, olvidando el descubrimiento del sentido de las acciones. Las notorias carencias que de aquí se desprenden han tenido como consecuencia primera el desprestigio total del “paternalismo” que incluiría el intento de corregir afectivamente estas faltas mediante una benevolencia de la autoridad hacia el educando, pero que sigue sin considerar la subjetividad del educando como fuerza primera de la educación. De este rechazo se ha valido la teoría autonomista para concluir el carácter anti-educativo de la paternidad a la que se le da sólo una valencia afectiva válida en los momentos primeros de la infancia pero no como un camino hacia una madurez y la revelación de un origen insuperable. Por eso mismo, se comprende que en la teoría autonomista se rechace también el afecto en dicho proceso de madurez y la familia como ámbito educativo.
— Se ha de calificar también como no-educativa a la “familia afectiva”[65]: es la que pone en primer plano la dimensión afectiva de las relaciones familiares que no pueden definirse adecuadamente si se reducen a un reparto de autoridad. Pero, por otra parte, no se distingue el valor único de la comunión de personas que es la familia que no se puede interpretar como la simple existencia de vínculos afectivos constructivos y positivos. Por consiguiente, reduce toda la comunicación familiar al afecto de “sentirse querido” que sería el que constituiría la familia en cuanto tal. De este modo, evita la consideración de la existencia de la autoridad y no es capaz de inducir una excelencia centrada en la atracción del bien. El peligro de disolver el amor familiar en un emotivismo que pierda al sentido auténtico de la vida es muy fuerte. De aquí la debilidad grande de este modelo en la tarea educativa. Y la fragilidad de la familia que pierde el valor de proponer significados trascendentes y apoyados en la formación de una integración afectiva fuerte.
— Tampoco educa la “familia pasiva”, aquella que se reduce a la resolución de las funciones que satisfacen las necesidades básicas, pero es incapaz de suscitar acciones a sus miembros y los abandona en una soledad en lo fundamental. Es la familia que se ha desvinculado de la dimensión educativa que queda relegada, todo lo más, a una instrucción y a un respeto por normas mínimas de convivencia. Se abandona la educación a otros factores y personas, lo que causa una especial debilidad de los niños ante los medios de comunicación.
— Pero, sobre todo, lo que más manifiesta la necesidad educativa de la familia es su ausencia. Esto es, la “familia rota” ya sea de hecho como de derecho, porque en ella es como se ven los resultados desastrosos para cualquier educación cuando falta el entorno familiar. “Una familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concreta de «anticivilización», destruyendo el amor en los distintos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social”[66].
La comunión educativa
En definitiva, la familia para poder llevar a cabo su tarea de educación moral requiere ser confirmada en su pleno valor de comunión. Es en este punto donde no siempre se la ve reconocida y mucho menos ayudada. Por eso, un referente primordial para ella es la Iglesia como esa “gran familia” donde insertarse en una Tradición viva llena de trascendencia. Ante todo lo que aporta es introducirse en una historia profundamente familiar que llega a justificar la fe en “el Dios de nuestros padres” (Ex 3,6). Así se manifiesta en la misma concepción bíblica de “ley” (torah) que significa la instrucción que un padre da a su hijo para indicarle el camino de la vida[67]. Así, también en la esencia misma del cristianismo se insiste en la necesidad de un depósito, de una herencia recibida y que no está al arbitrio del fiel, sino que en ella se integra. Por el valor fundamental de su recepción hemos de destacar que cuenta con un valor moral interno pues se llega a denominar el cristianismo como “camino”[68].
De facto a lo largo de la historia la Iglesia, consciente de estos valores, ha inventado formas educativas que han tenido un especial éxito y son esenciales en nuestra cultura occidental: la tradición monástica que ha conservado la cultura antigua, la reforma carolingia con su estructura de saberes, la aparición de la universidad como comunidad educativa, la conformación de la escuela con el intento eficaz de transformación social por medio de la educación en los ambientes marginales, etc.
Pero se puede afirmar que la gran aportación del cristianismo es evidentemente la importancia decisiva de la familia para destacar la vocación del amor de todo hombre. Esto es, la familia como Iglesia doméstica[69].
Es más, frente a una sociedad que insiste en la educación especializada, dirigida exclusivamente hacia el desempeño de una función en un trabajo, y en la que el aspecto moral deja de ser relevante o incluso se lo considera un estorbo del ejercicio técnico de la profesión, es la Iglesia la que recuerda que la perspectiva de la educación debe ser siempre el descubrimiento de la propia vocación, esto es para un destino que mira la eternidad. Es allí donde la familia tiene un papel insustituible.
La Iglesia cree en la familia y permite a la familia creer en sí misma para afrontar el “riesgo educativo” por el que se constituye en colaboradora de la providencia de Dios. Corresponde a nuestro Instituto iluminar, apoyar y enseñar esta tarea de la que depende en gran medida la configuración moral de nuestra sociedad.
Juan José Pérez-Soba Diez del Corral
Notas
[1] Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Skizzen zur Theologie, III: Spiritus Creator, Johannes Verlag, Einsiedeln 1967, 366-406.
[2] S. TOMÁS DE AQUINO, STh., I-II, q. 91, a. 2.
[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Sententia Libri Ethicorum, l. 3, lec. 13.
[4] Cfr. I. MURDOCH, The Sovereignity of Good, Routledge, London 1970.
[5] Cfr. L. MELINA –J.J. PÉREZ-SOBA, “La persona agisce nel bene: appetibilità, perfezione e comunicazione. Note introduttive”, en L. MELINA –J.J. PÉREZ-SOBA (a cura di), Il bene e la persona nell’agire, Lateran University Press, Roma 2002, 9-17.
[6] Cfr. G. ABBÀ, Felicità, vita buona e virtù, LAS, Roma 1989.
[7] Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, De Caritate, q. un., a. 1, arg. 17: “Lumen quod Deus est, praesens est animae; quia de eo dicitur, Ps XXXV, 10: «in lumine tuo videbimus lumen»”.
[8] Cfr. la forma de explicarlo Santo Tomás: STh., I-II, q. 90, prol.: “Principium autem exterius movens ad bonum est Deus, qui et nos instruit per legem, et iuvat per gratiam”.
[9] Así lo explica en: ID., Collationes in decem preceptis, donde habla de: ley natural, ley de concupiscencia, ley escrita y ley Evangélica o ley de amor.
[10] JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 2. Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Super Ioannis Evangelium, c. 1, lec. 3 (n. 101): “Potest etiam dici lux hominum participata. Numquam enim ipsum Verbum et ipsam lucem conspicere possemus nisi per participationem eius, quae in ipso homine est, quae est superior pars animae nostrae, scilicet lux intellectiva, de qua dicitur in Ps IV,7: «signatum est super nos lumen vultus tui», idest Filii tui, qui est facies tua, qua manifestaris”. En el sentido de conocer al mismo Jesucristo: cfr. ID., Super II Epistolam ad Corintios lectura, c. 4, lec. 2 (n. 130): “id est «per Iesum Christum», qui est facies Patris, quia sine ipso non cognoscitur Pater. Sed melius dicitur sic: ad illuminationem sanctae claritatis Dei, quae quidem claritas fulget in facie Christi Iesu, id est ut per ipsam gloriam et claritatem, cognoscatur Christus Iesus”.
[11] Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Collationes, (n. 1131): “oportebat quod homo reduceretur ad opera virtutis, et retraheretur a vitiis: ad quae necessaria erat lex scripturae”.
[12] ID., Collationes (n. 1134): “lex timoris facit suos observatores servos, lex vero amoris facit liberos. Qui enim operatur solum ex timore, operatur per modum servi; qui vero ex amore, per modum liberi vel filii. Unde Apostolus II Cor. III (17): ‘Ubi Spiritus Domini, ibi libertas’; quia scilicet tales ex amore ut filii operantur”.
[13] En especial en: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, l. 3, cc. 64-93.
[14] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “Svegliare un senso dall’esperienza”, en J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL –O. GOTIA (a cura di), L’educazione: una sfida alla morale, en prensa.
[15] Para la historia de la educación y sus etapas: cfr. W. BOYD, The History of Western Education, A & C Black, London 1921.
[16] Esa fue mi contribución a la Semana de Estudio del Instituto de 1999 publicada como: J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “La enseñanza de la teología moral”, L. MELINA –J. NORIEGA –J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Ediciones Palabra, Madrid 2001, 101-120.
[17] Cfr. G. ANGELINI, “Il senso orientato al sapere”, en G. COLOMBO (ed.), L’evidenza e la fede, Glossa, Milano 1988, 387-443.
[18] Cfr. L. MELINA, “«Verità sul bene»: razionalità pratica”, en ID., Cristo e il dinamismo dell’agire. Linee di rinnovamento della Teologia Morale Fondamentale, Mursia, Roma 2001, 37-51.
[19] Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, STh., I-II, q. 92, a. 1: “hoc sit proprium legis, inducere subiectos ad propriam ipsorum virtutem.” Lo explica: G. ABBÀ, Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d’Aquino, LAS, Roma 1983.
[20] Para un análisis de la experiencia moral cfr. la primera parte de: L. MELINA –J. NORIEGA –J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ediciones Palabra, Madrid 2006, 27-109.
[21] Cfr. L. GIUSSANI, Educar es un riesgo. Apuntes para un método educativo verdadero, Ediciones Encuentro, Madrid 22006, 77: “La función educadora de una verdadera autoridad se configura precisamente como «función de coherencia»: un llamamiento continuo a reafirmar los valores últimos y al compromiso de la conciencia con ellos, un criterio permanente para juzgar toda la realidad y una salvaguardia estable del nexo siempre nuevo que se da entre las actitudes cambiantes del joven y el sentido último y global de la realidad”.
[22] Cfr. J.J. PÉREZ-SOBA DIEZ DEL CORRAL, “L’esperienza morale, una presenza di grazia”, en L. MELINA –J. NORIEGA (a cura di), “Camminare nella Luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 121-136.
[23] Cfr. JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 16, a: “Es [la educación] una comunicación vital, que no sólo establece una relación profunda entre educador y educando, sino que hace participar a ambos en la verdad y en el amor.” Interpreta la educación desde la acción: V. GARCÍA HOZ, Introducción General a una Pedagogía de la persona, Rialp, Madrid 1993, 138-170.
[24] Cfr. L. GIUSSANI, Educar es un riesgo, cit., 61: “Eine Einfürung in die Wirhlichkeit, introducción a la realidad, en esto consiste la educación.”
[25] El aspecto que ha destacado sobre todo: S. HAUERWAS, A Community of Character, Notre Dame University Press, Notre Dame, London 1981.
[26] A partir de la intuición fundamental de Juan Pablo II que ha dado razón al mismo Instituto: cfr. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, 133: “Hay que preparar a los jóvenes para el matrimonio, hay que enseñarles el amor. El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar!”.
[27] Una buena reflexión sobre la educación a partir de los presupuestos que ha desarrollado el Instituto es: F. PESCI, Rischio educativo e ricerca di senso. Contributi e interventi al Pontificio Istituto “Giovanni Paolo II” per Studi su Matrimonio e Famiglia, Aracne, Roma 2007.
[28] Cfr. tal como lo explica: JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Ediciones Cristiandad, Madrid 2000. Que tiene como centro la declaración de: JUAN PABLO II, C.Enc. Redemptor hominis, n. 10.
[29] Cfr. J. MARITAIN, La educación en este momento crucial, Club de Lectores, Buenos Aires 1981, 45: “el principal agente, el factor dinámico primordial o la primera fuerza propulsiva en la educación es el principio vital que reside en el interior del alumno”. Es lo que Juan Pablo II denominaba “autoeducación”, una expresión un tanto ambigua: cfr. JUAN PABLO II, Carta a los jóvenes, n. 13; ID., Carta a las familias, n. 16, i.
[30] Cfr. M. NÉDONCELLE, Personne humaine et nature. Étude logique et métaphysique, Aubier Montaigne, Paris 21963, 29: “Cela suppose que l’essence de toute relation du moi au toi est l’amour, c’est-à-dire la volonté de promotion mutuelle”.
[31] Cfr. G. GHITTI, L’amore-Agape come espressione della maturità personale del cristiano. Una interpretazione esistenziale dell’amore del prossimo, Morcelliana, Brescia 1978.
[32] Juan Pablo II lo relaciona con el cuarto mandamiento: cfr. Carta a las familias, n. 15.
[33] Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 31.
[34] J. RATZINGER, Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid 1987, 213 s.
[35] S. IRENEO DE LIÓN, Demostración de la predicación apostólica, 12, “Fuentes Patrísticas, 2”, Ciudad Nueva, Madrid 1992, 81-82.
[36] Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 35.
[37] Cfr. J.M. GRANADOS TEMES, La ética esponsal de Juan Pablo II. Estudio de los fundamentos de la moral de la sexualidad en las catequesis sobre la teología del cuerpo, Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2006.
[38] Es interesante al respecto estudiar cómo lo hace Santo Tomás cuando presenta la moral fundada en el amor: cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, Super Evangelium S. Matthaei lectura, c. 22, lec. 4 (n. 1819); ID., Super Ep. ad Galatas, c. 5, lec. 3 (nn. 304-305); ID., De perfectione vitae spiritualis, c. 13; ID., STh., II-II, q. 44, a. 7; ID., Super Ep. ad Romanos, c. 13, lec. 2 (nn. 1051-1058) y la que ya hemos mencionado en Collationes in decem praeceptis.
[39] Cfr. J. LACROIX, Personne et amour, Éditions du Seuil, Paris 1955.
[40] Cfr. K. WOJTYLA, Persona y acción, BAC, Madrid 1982, 123-217; ID., “Trascendencia de la persona en el obrar y autoteología del hombre”, en ID., El hombre y su destino, Palabra, Madrid 1998, 133-151.
[41] Cfr. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre y mujer, Ed. Encuentro, Madrid 1989.
[42] Esta sospecha se puede encontrar incluso en: L. FEUERBACH, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 1975, 291: “En el concepto de la personalidad desaparecen las determinaciones morales; se convierten en cosas secundarias, en meros accidentes”.
[43] Cfr. A. SCOLA, L’esperienza elementare. La vena profunda del magistero di Giovanni Paolo II, Marietti, Genova-Milano 2003.
[44] Cfr. JUAN PABLO II, C.Enc. Evangelium vitae, n. 49: “un don que se realiza al darse”.
[45] Cfr. C. CAFFARRA, “La verità e fecondità del dono”, en L. MELINA –S. GRYGIEL (a cura di), Amare l’amore umano. L’eredità di Giovanni Paolo II sul Matrimonio e Famiglia, Cantagalli, Siena 2007, 187-193.
[46] En el ámbito católico esto se produjo tras la segunda guerra mundial y lo puso de relieve con gran repercusión pública: Jacques LECLERCQ, L’enseignement de la morale chrétienne, Les Éditions du Vitrail, Louvain 1949.
[47] Recordemos las interminables discusiones De auxiliis sobre la relación entre gracia y libertad que dominaron la teología de esta época. Para entender los límites de este sistema moral: cfr. L. MELINA –J. PÉREZ-SOBA –J. NORIEGA, “Tesis y cuestiones acerca del estatuto de la teología moral fundamental”, en L. MELINA –J. NORIEGA –J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, Ediciones Palabra, Madrid 2001, 17-37.
[48] Una valoración de la literatura al respecto: J.M. HORCAJO LUCAS, en Revista Española de Teología (2006).
[49] En su obra principal: J.J. ROUSSEAU, Emilio o de la educación, Edaf, Madrid 1972.
[50] Cfr. J.A. GALLAGHER, Time Past, Time Future. An Historical Study of Catholic Moral Theology, Paulist Press, Mahwah, N.J. 1990.
[51] Así se ve en el ataque contra el catolicismo que hace: M.C. NUSSBAUM, Cultivating Humanity. A Classical Defence of Reform in Liberal Education, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, London, England 1997.
[52] Cfr. J. PIAGET, El criterio moral en el niño, Editorial Fontanella, Barcelona 1983.
[53] Cfr. L. KHOLBERG, Psicología del desarrollo moral, Desclée de Brouwer, Bilbao 1992.
[54] Lo explica con gran claridad respecto de su fundamentación kantiana: M. WALDSTEIN, “Johannine Foundations of the Church as the Family of God”, en L. MELINA –C.A. ANDERSON (eds.), The Way of Love. Reflections on Pope Benedict XVI’s Encyclical Deus Caritas Est, Ignatius Press, San Francisco 2006, 250-265.
[55] Recordemos el certero diagnóstico de: CH. TAYLOR, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts 1992, 1: “The first source of worry is individualism.”
[56] Cfr. J. MARITAIN, “De la connaissance par connaturalité”, en Jacques et Raïssa Maritain. OEuvres Complètes, IX, Éd. Universitaires Fribourg Suisse-Éd. Saint-Paul Paris, Fribourg-Paris 1990, 980-1001 (el original es de 1951).
[57] Cfr. B. GIORDANI, La relación de ayuda: de Rogers a Carkhuff, Desclée De Brouwer, Bilbao 1997.
[58] Cfr. D. GOLEMAN, Inteligencia emocional, Kairós, Barcelona 241998.
[59] Así lo expone: A. MACINTYRE, After virtue. A study in moral theory, Duckworth, London 21985.
[60] Cfr. L. MELINA, Per una cultura della famiglia: il linguaggio dell’amore, Marcianum Press, Venezia 2006, 14-29.
[61] Lo destaca de modo directo: G. ANGELINI, Educare si deve ma si può?, Vita e Pensiero, Milano 2002, 11: “Il nesso radicale tra educazione e rapporto genitori/figli appare invece come rimosso dalla cultura più diffusa. Talvolta esso è anzi francamente negato”.
[62] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Instr. La familia santuario de la vida y esperanza de la sociedad, n. 149.
[63] Cfr. JUAN PABLO II, Carta a las familias, n. 16, d: “La educación es, pues, ante todo una «dádiva» de humanidad por parte de ambos padres: ellos comunican juntos su humanidad madura al recién nacido”. Ya antes en: JUAN PABLO II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 21.
[64] Cfr. C. CAFFARRA, “Famiglia e bene comune” Prolusione per l’Inaugurazione dell Anno Accademico 2006/2007 del Pontificio Instituto Giovanni Paolo II per Studi sul Matrimonio e Famiglia.
[65] Cfr. G. ANGELINI, Il figlio: una benedizione, un compito, Vita e Pensiero, Milano 2003, 192.
[66] JUAN PABLO II, Carta a las familias, 13, h.
[67] Cfr. G. LIEDKE –C. PETERSEN, “Instrucción”, en E. JENNI –C. WESTERMANN, Diccionario Teológico manual del Antiguo Testamento, Ediciones Cristiandad, II, Madrid 1983, 1292-1306.
[68] Cfr. J. RATZINGER, “«El esplendor de la verdad» la encíclica moral del Papa Juan Pablo II”, en ID., La fe como camino. Contribución al ethos cristiano en el momento actual, EIUNSA, Barcelona 1997, 55 s.
[69] La expresión de: SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Genesim Serm., VI, 2-VII, 1 (PG 54,607-608); ha sido hecha propia por el CONCILIO VATICANO II en la Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 11 y en el Decreto Apostolicam actuositatem, n. 11.
Referencias bibliográficas
PÉREZ-SOBA, J.J. –O. GOTIA (a cura di), Il cammino della vita: l’educazione, una sfida per la morale, Roma 2007 (en prensa).
ANGELINI, G., Educare si deve ma si può?, Vita e Pensiero, Milano 2002. ____, Il figlio: una benedizione, un compito, Vita e Pensiero, Milano 2003.
GARCÍA HOZ, V., Introducción General a una Pedagogía de la persona, Rialp, Madrid 1993
GIUSSANI, L., Educar es un riesgo. Apuntes para un método educativo verdadero, Ediciones Encuentro, Madrid 2006.
HAUERWAS, S., A Community of Character, Notre Dame University Press, Notre Dame, London 1981.
MACINTYRE, A., Dependent Rational Animals, Why Human Beings Need the Virtues, Duckworth, London 1999.
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MELINA, L. –C. ANDERSON (a cura di), La via dell’amore. Riflessioni sull’enciclica Deus caritas est di Benedetto XVI, P.I. Giovanni Paolo II, Roma 2006.
MOUNIER, E., Traité du caractère, Éditions du Seuil, Paris 21947.
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SCOLA, A., L’esperienza elementare. La vena profunda del magistero di Giovanni Paolo II, Marietti, Genova-Milano 2003.
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