I. Introducción
De todas las potencias emergentes, China es, sin duda, quien acapara mayor atención mundial. Ello se debe tanto a la reconocida espectacularidad de la transformación que ha experimentado dicho país en las últimas décadas y los enormes impactos registrados a nivel global, como también a la opacidad y subsiguiente incertidumbre que generan algunos aspectos de su política, siempre difíciles de descifrar al fundamentarse en claves de comportamiento que difieren en no pocos casos de las que habitualmente podemos apreciar en los países occidentales.
Sea como fuere, China presenta un perfil cada vez más elevado, favorecido por las citadas dinámicas internas y por las profundas mutaciones que connotan el sistema internacional desde el final de la guerra fría, destacando, paradójicamente, pese a su «victoria», la merma progresiva del poder de EE.UU. en el marco global.
La China potencia regional, gran potencia o superpotencia, ya veremos, se nos presenta a cada paso más poderosa en virtud tanto de su crecimiento económico galopante (incluso en plena crisis financiera global fue incapaz de ralentizar el ritmo de desarrollo del país, que registró un crecimiento económico del 9,1 por ciento en 2009, esperándose que en 2010 supere el 10 por ciento) como de su firme voluntad de ejercer una influencia política genuina y de preservar a toda costa el nivel de soberanía necesario para ello. Superando el pesimismo histórico acreditado en los dos últimos siglos, dicha conjunción ha venido a aumentar de forma notable la autoconfianza de los ciudadanos chinos, traducida en un nacionalismo cada día más apreciable.
II. China: poder y civilización en el siglo XXI
Este transcurso, inacabado, se desarrolla en un marco muy fluido en el cual China va definiendo y acomodando sus prioridades estratégicas siguiendo un proceso similar al aplicado en el ámbito interno, es decir, sin responder a un plan predefinido y acabado hasta el más pequeño detalle, haciendo gala de una notable capacidad de adaptación, optando por «cruzar el río sintiendo cada piedra bajos los pies» (1). Al mismo tiempo, ese cálculo prudente que no pierde de vista en modo alguno el objetivo último de la recuperación de la grandeza perdida se integra en el debate, tan tradicional como víctima de los altibajos, entre los partidarios de una amplia incorporación a su modus vivendi de los valores de Occidente, sinónimo de ejemplo contrastado de modernización, y la recuperación del discurso sinocentrista que ha connotado su devenir histórico a lo largo de los siglos. En suma, la pugna y el equilibrio entre el acomodo a las tendencias globales predominantes y la búsqueda de una política independiente y adaptada a sus especificidades (2).
En el momento presente, bien pudiéramos asegurar que la apuesta por un mundo armonioso y la multipolaridad, ejes del discurso exterior de Beijing, reflejan no solo alternativas a un orden contemporáneo en transición sino que manifiestan la incidencia creciente de la cultura tradicional en la formulación de su pensamiento diplomático, condicionado igualmente por la incorporación de ciertas claves históricas que afloran en la actitud adoptada frente al vigente statu quo, que intenta alterar en su propio beneficio en virtud de los cambios operados a nivel global, pero cuidándose de no provocar rupturas ni desatar conflictos abiertos que puedan afectar la estabilidad de su proceso. Asimismo, manifiesta a cada paso una visión de largo plazo que dice mucho del repunte del comportamiento tradicional de la China milenaria y de la plena confianza en la potencialidad inevitable de sus dimensiones varias (geográfica, demográfica, económica, etc.) que le reservan, por derecho propio, un papel de relevancia en el sistema regional y global.
Conviene precisar también que, aun a pesar de contar con recursos cada vez más significativos y de no haber olvidado en modo alguno las humillaciones históricas infligidas por potenciales rivales (ya sean de Occidente o de la propia Asia) que hoy se debaten entre la contención y la cooperación a la hora de determinar aquello que debe primar en sus relaciones con el gigante asiático, China, a la espera de un momento que no considera del todo llegado, sigue estimando el entendimiento y la colaboración con países terceros como mecanismos privilegiados para hacerse un hueco en el sistema internacional de forma progresiva y sin provocar grandes estruendos, maximizando aquellas variables que, en definitiva, le pueden permitir «ganar sin luchar», como aseveraba su clásico Sun Zi (3).
¿Es esa moderación una actitud convencida y convincente o simple producto de un cálculo oportunista de posibilidades que solo espera el momento preciso para exhibirse con total contundencia? En el exterior se constata cierta incertidumbre y hasta desasosiego respecto a cómo será una China más fuerte y qué consecuencias tendrá a la vista de las diferencias culturales y políticas que la separan del resto de la humanidad. Pronosticar el comportamiento internacional de China no es cosa fácil, pues obedece a claves singulares que hunden sus raíces en esa creencia profunda en la posición central de China en la región y en el mundo y a la que parece aspirar de nuevo. Visto así, aunque gradualmente, la progresiva recuperación de la grandeza del pasado puede implicar una alteración significativa de la distribución del poder mundial que hoy ya podemos empezar a apreciar en las correcciones de representación manejadas en instituciones diversas, especialmente en el orden económico (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, etc.), apremiadas a reflejar los cambios operados en la correlación de fuerzas global. Y a medida que ese momento se acerca, también aumenta la indisposición china para hacer concesiones que vengan a dilatar o regatear la introducción de dichos correctivos.
La conjunción de su posición geográfica, la acumulación de activos tanto a nivel económico como militar (si bien a un ritmo diferente, pero retroalimentándose mutuamente) y la férrea voluntad política de preservar el espacio vital inmediato, le sitúan en posición de afectar los intereses regionales y globales de la potencia hegemónica. Ello comienza a visibilizarse en su entorno más próximo, donde es cada vez más evidente el protagonismo activo de China en detrimento de aquellos intentos que, desde el exterior, se impulsan para cuestionar o condicionar su liderazgo ascendente (4).
III. La visión que China tiene de sí misma
La imagen que China tiene de sí misma no es uniforme y presenta contradicciones y ambigüedades. De una parte, el nivel de desarrollo alcanzado en las últimas tres décadas, e incluso la capacidad demostrada para sortear la crisis económica y financiera internacional desatada a partir de 2008, ha elevado la confianza en sus propias posibilidades, reforzando su nacionalismo y la convicción de que el objetivo estratégico de recuperar la grandeza del pasado está más cerca que nunca, tanto por méritos propios, como por la gravedad del momento que atraviesan los países desarrollados. Esa idea se basa en el acceso a la condición de segunda economía del mundo (con anticipación a lo previsto), el volumen acumulado de reservas de divisas (2,45 billones de dólares estadounidenses a finales de junio de 2010), su ascendente papel en el comercio y en la inversión mundial (tanto como receptor como inversor), y en otras magnitudes similares, así como en el reconocimiento que los terceros hacen del «milagro» chino.
Un crecimiento con sólidas hipotecas
No obstante, conviene formular algunas observaciones cuyo contenido es generalmente aceptado tanto por los analistas chinos como extranjeros. En primer lugar, cabe significar que pese a la suma de tantos datos positivos, de ello no se deriva la intelectualización de un «modelo chino» exportable, ni la autoimposición de ninguna misión emancipadora global. Es verdad que en algunos entornos del mundo en desarrollo se han alabado ciertos aspectos del modelo de crecimiento chino, llegando a convertirse en una fuente limitada de inspiración, y exaltado la idoneidad de algunos vectores que pudieran ser aplicables en otros escenarios considerados cercanos en uno u otro sentido (ideológico, cultural, etc.). No obstante, ni China ni nadie ha abogado por traslados miméticos, tanto en lo económico como, ni mucho menos, en lo político, cuya naturaleza únicamente podría verse reflejada en sistemas relativamente homónimos (caso de Vietnam o Cuba, por ejemplo, quizás Corea del Norte) interesados en impulsar un modelo de crecimiento que preserve la estabilidad política, si bien en un marco de relativo escepticismo cuando las circunstancias culturales explicitan profundas distancias (5). Pero cabe resaltar la ausencia de cualquier hipótesis de «destino manifiesto» o expectativa mesiánica en el horizonte chino.
En segundo lugar, en el orden económico y social, la confirmación de China como segunda potencia económica mundial y los vaticinios de que en menos de dos décadas podría superar incluso a EE.UU. (6), pasan por alto una realidad más compleja que debiéramos tener presente. Aun logrando superar en números absolutos a EE.UU. (ya sea a precios de mercado o en paridad de poder de compra) antes de 2030, no por ello China se convertirá, automáticamente, en el país más poderoso del mundo.
China es, sin duda, un gigante económico, pero no una superpotencia económica. Su PIB se disparó a más de 34 billones de yuanes (5,08 billones de dólares) en 2009, frente a los 364.520 millones de yuanes de 1978 (7). Es grande su volumen comercial, pero la estructura de su comercio presenta claras fragilidades: el procesamiento absorbe la mitad del total y sus exportaciones se concentran principalmente en productos dependientes de mano de obra intensiva y que requieren gran consumo de energía. Dichas circunstancias constituyen el principal argumento que justifica esa apuesta oficial por cambiar el modelo de desarrollo, un proceso complejísimo y que supondrá elevados costes. A mediados de agosto de 2010, por ejemplo, Beijing reconocía las enormes dificultades para lograr la meta de reducir el consumo energético por unidad de PIB en un 20% en un plazo de cinco años a partir de 2006. Este es el último año del periodo y la media se sitúa en torno al 14%. En algunas provincias ya se han anunciado drásticos cortes de electricidad y hasta cierres de empresas (8) para poder cumplir con el objetivo. El desafío de crear un modelo de desarrollo sostenible capaz de superar el desequilibrio en el desarrollo regional, la diferencia de ingresos y la brecha cada vez mayor entre las empresas de propiedad estatal y las privadas, es el mayor reto al que se enfrenta China, según el profesor Wang Jun, investigador del Centro de Intercambios Económicos Internacionales de China (9).
Además, buena parte de China sigue plagada de pobreza y subdesarrollo. Es verdad que la inmensa mayoría de los chinos viven bastante mejor que hace 30 años, pero la pobreza afecta aún a unos 150 millones de personas, según reconocía el propio primer ministro Wen Jiabao en la tribuna de la ONU (10). La población rural pobre asciende a unos 40 millones, el equivalente a la población española. En términos de desarrollo humano, ocupa la posición 92. Según datos del Banco Mundial, el PIB per cápita de China en 2009 ascendió a 3.687 dólares, ocupando el puesto 103 a nivel mundial. El PIB per cápita de EE.UU. en el mismo año ascendió a 46.436 dólares (11).
Esa realidad coexiste con otra de signo totalmente diferente. A pesar del impacto negativo de la recesión económica mundial, China logró reemplazar primero a Alemania para convertirse en la tercera mayor economía y el mayor exportador del mundo en 2009, y se colocó por delante de EE.UU. pasando a ser el mayor mercado de automóviles a nivel mundial. Además, en el segundo trimestre de 2010, el PIB de China superó, por vez primera, al de Japón.
Esta simbiosis ofrece la imagen completa de la «verdadera China», pese a todo, un país en vías de desarrollo, tal como explicita de forma reiterada el gobierno chino a la hora de rechazar la asunción de mayores responsabilidades en cuestiones como el superávit comercial, los tipos de cambio, la reducción de las emisiones contaminantes o el consumo energético. En suma, no se pueden subestimar sus capacidades, pero tampoco exagerar ni descontextualizar, como tampoco, por el contrario, cabe utilizar dichos límites como patente de corso para eludir la satisfacción de compromisos urgentes, en aras de contribuir a la resolución de problemas globales en los que China resulta ser un actor decisivo (la reducción de las emisiones contaminantes, por ejemplo).
Por último, la preocupación por la articulación futura del sistema internacional y el acomodo en él de su emergencia va en aumento, circunstancia lógica en la medida en que suscita el resquemor del principal actor hegemónico, EE.UU., ante la convicción de que, si rechaza entrar en su red de afinidades (política, económica, estratégica), multiplicará los impulsos y acciones tendentes a la contención hasta lograr modificar los principios de su política, tanto a nivel interno como externo. El «desarrollo pacífico», magnánimamente proclamado por las autoridades chinas como oportunidad para Asia y para el resto del mundo por la magnitud de los beneficios que pudiera deparar a todos, sabe a bien poco en el complejo contexto actual y difícilmente puede convencer a sus principales competidores estratégicos.
Ello significa que, para preservar la originalidad de su proyecto, esta China debe estar (y parece estarlo) dispuesta a defender, a capa y espada, aquello que considera esencial para salvaguardar el éxito de ese proceso de transición desde la periferia al centro del sistema global, una circunstancia que asocia básicamente a la preservación de la hegemonía del Partido Comunista de China (PCCh) y demás singularidades de su sistema político (limitado reconocimiento de las libertades públicas, negación del pluralismo efectivo, absorbente nivel de ocupación social, etc.) y de su concepción de la sociedad, incluso en aquellos aspectos en los cuales ha evidenciado una visión conflictiva con los países de Occidente (caso de los derechos humanos, por ejemplo). La defensa del sistema político está equiparada a la defensa del interés nacional y forma parte del núcleo central de exigencias que no duda en trasladar a terceros países para asegurar el funcionamiento normal de sus relaciones.
La concepción de la democratización
Esa identificación entre la vigencia de los vectores esenciales del sistema político y las posibilidades de completar el proceso histórico de revitalización de la nación china es absoluta y, en parte, explica la obstinación del gobierno y el PCCh ante las reclamaciones de una mayor apertura política en el sentido occidental, que Beijing asocia con estrategias de distracción que, a la postre, pueden abrir en el régimen las fisuras indispensables para hacer fracasar la concepción original de la política de modernización que, ante todo, exige preservar la unidad.
La única democracia que por el momento parece estar dispuesto a aceptar el PCCh, a pesar de que en los últimos años ha convertido ésta en la palabra de orden a nivel interno, es aquella que le permita insuflar en el régimen el oxigeno necesario para evitar la oxidación de su vida política, explorar sus posibilidades como instrumento para erradicar las prácticas que más nublan la solidez sistémica, acompañar el ritmo de las transformaciones sociales y sus impactos en la relación del individuo y la colectividad con el aparato político, y establecer un mecanismo de adaptación similar al que ha funcionado en lo económico, suavizando las aristas de una variable que tensiona sus relaciones con el exterior y afea su imagen en un mundo con el que ha multiplicado sus vínculos en los últimos treinta años y que, a salvo de cataclismos, serán más fuertes en el futuro (12).
En el actual tiempo histórico, más allá de la existencia o no de «madurez social» para ejercitar una democracia efectiva o de lo complicado de su implementación en un país de sus dimensiones geográficas y demográficas, al PCCh le preocupa defender a toda costa su capacidad de convocatoria unánime y monolítica a toda la colectividad, para que se implique a fondo y sin reservas en la culminación del proceso de revitalización del país, tildando de «traidores» y «antipatriotas» (como hizo en su día con Liu Xiaobo, el recién laureado Premio Nobel de la Paz, y otros disidentes) a aquellos que anteponen la defensa de un tipo de democracia que fomenta la división y puede hacer peligrar el renacimiento de la gran nación china. Mientras esa transición no se complete, no cabe imaginar procesos de pluralización efectiva de la vida política, a no ser que llegue al convencimiento de que el colapso asedia la modernización y la democracia pueda evitarlo (13).
Esta es una cuestión clave reforzada por el temor de que una desestabilización interna conduzca a un desbordamiento del proceso, al igual que ocurrió en la antigua URSS y demás países del socialismo real. Y ello exige también dilucidar respuestas internas «dentro del sistema» a todos aquellos que cuestionan la legitimidad del PCCh y su modelo político, asumiendo la adaptación constante como requisito indispensable para frenar el hastío que, en la población, suscitan fenómenos largamente extendidos, como la corrupción o el abuso de poder que, por el momento, se ven amortiguados en virtud del éxito socioeconómico. Pero hay más.
El legado cultural como aliado y antídoto
El legado cultural es otra de las claves esenciales que nos puede ayudar a entender el porqué de ciertos reflejos en las actitudes chinas, tanto desde el poder como en la propia sociedad; comportamientos que facilitan la autoidentificación y un amplio blindaje del régimen, complicando las posibilidades de incidencia efectiva desde el exterior, sean éstas o no bienintencionadas. En ese legado debemos incluir el sinocentrismo, el sentimiento de humillación por las agresiones externas padecidas, la importancia concedida a la soberanía como expresión de grandeza y garante de la no dependencia, la superioridad civilizatoria, la capacidad de autosacrificio, la importancia atribuida al Estado como referente central, la virtuosidad exigible al gobierno, etc. Todo ello manifestado a través de un nacionalismo en auge que intenta combinar de forma equilibrada dos valores que, en apariencia, podrían caminar en sentido contrario, el pragmatismo y el moralismo, naturalmente ambos modelados por la noción realista e irrenunciable del interés nacional.
Para entender la visión que China tiene de sí misma es esencial apreciar en lo que vale esa configuración histórica del sinocentrismo, alimentado por una tradición confuciana que ponía el énfasis, no tanto en el poder coercitivo de la fuerza, como en la capacidad persuasoria de la virtud, siendo ésta considerada la principal fuente de autoridad. Un gobierno benévolo no será socialmente cuestionado y es siempre legítimo, se haya elegido o no siguiendo cauces democráticos, un parámetro indispensable en una lectura occidental.
Esa tradición cultural sigue estando presente no sólo en el orden interno sino también en la formulación de la estrategia diplomática china, aludiendo al desarrollo de un poder basado en gestos que, en su relación con el exterior, siempre aspiraba a reducir los niveles de hostilidad, instando en los terceros un reconocimiento de una superioridad y opulencia que exhibía a través de rituales diversos en expresión de una sumisión aceptada (los llamados «reinos tributarios») de modo natural. En esa tradición, los problemas de seguridad se han abordado habitualmente privilegiando los medios políticos y haciendo un uso limitado de la fuerza. No quiere eso decir que la fuerza sea un factor irrelevante o innecesario, sino que su aplicación es el último recurso y su uso no deja de ser expresión de un cierto fracaso (tanto de la política como de la inteligencia estratégica). Las enseñanzas de Sun Zi al respecto son bien elocuentes. No obstante, cabe resaltar igualmente que el uso o no de la fuerza ha sido objeto siempre de discusión en las elites chinas, siendo fuente de no pocas divisiones. Hoy se trataría de explorar modos de transformar su creciente poderío en influencia externa sin despertar los recelos de quienes ya alertan de su agresividad y arrogancia (14).
Incluso en el orden interno, al abordar los problemas político-territoriales que presenta su periferia (Tíbet o Xinjiang, principalmente), sin descartar ni descuidar la represión, Beijing tiende a conceder gran importancia a los factores socioeconómicos que considera más efectivos a largo plazo, en la medida en que atribuye la naturaleza última de los problemas y tensiones a variables relacionadas con el subdesarrollo, si bien a dicha visión pudiera imputársele la controvertida hipoteca de promover estímulos a menudo alejados de los patrones culturales comunes en dichas realidades y que, finalmente, no permiten su usufructo a las comunidades teóricamente beneficiarias y fracasando por ello en la generación de nuevas lealtades.
Otro tanto podríamos decir de la importancia atribuida al desarrollo y a otros factores complementarios a la hora de enfocar sus litigios territoriales con países limítrofes, procurando establecer espacios de encuentro que permitan aparcar las diferencias, incrementar la confianza y beneficiarse mutuamente de su gestión.
Ese conjunto de características y de cualidades no pueden dejar de influir en las consecuencias internacionales de un proyecto como el actual, que tiene como horizonte histórico esencial la recuperación de la posición preeminente que China ha mantenido durante cientos de años y hasta bien entrado el siglo XIX. No obstante, reitero, conviene tener presente que ello no se traduce necesariamente en un deseo de sinizar el mundo, sino de ejercer de chinos en el mundo, ganándose (y llegado el caso, exigiendo) el respeto de los demás.
Esta visión histórica y cultural, que apunta al natural ejercicio de su idiosincrasia y al uso limitado de la fuerza, concediendo la primacía a las medidas político-económicas, sugiere hoy día la adopción de estrategias basadas en la formalización de alianzas sin llegar a conformar bloques orientados contra terceros, en la promoción de una doctrina militar originariamente calificada como de «defensa activa», o en el acento en el valor moral de su conducta y actuaciones (constantemente exaltado, por ejemplo, con referencias al cabal comportamiento de sus «cascos azules» cualquiera que sea la misión en que participen).
Existe, en cualquier caso, una diferencia considerable respecto al contexto histórico en el cual se forjó esta tradición aparentemente arraigada en el discurso oficial contemporáneo ya que, a diferencia de hoy día, nunca en el pasado China concedió tanta importancia a la relación con el exterior, cristalizada en una interdependencia inevitable que deviene obsoleta cualquier apuesta por el autosostenimiento. Esa ruptura histórica tiene su reflejo en aspectos de gran relieve en el presente, como la creciente importancia concedida al litoral marítimo, que es hoy una preocupación esencial de los dirigentes chinos, o el acceso a las fuentes de energía y otras materias primas. Su falta de vocación expansionista estaba relacionada con el convencimiento de que nada más allá de su territorio podía ofrecer ventajas adicionales. Hoy, sin embargo, ese «más allá» es condición indispensable para garantizar las opciones de desarrollo, ya hablemos de importaciones de recursos minerales o de exportación de sus manufacturas, afectando a su propia seguridad, por lo que pudiera verse obligada a promover tácticas más incisivas.
El reflejo en el entorno regional
Podremos apreciar los efectos de esta transformación en su entorno regional inmediato, en donde, por su pasado, dimensión y status, entiende que debe disponer de capacidades y reconocimiento, dentro y fuera, para tomar parte activa en la definición de un ambiente de seguridad. Se trata de un ámbito ciertamente delicado, tanto por los problemas de la península coreana, como por las tensiones con Japón, el diferendo con Taiwán o los complejos litigios marítimo-territoriales en los que la implementación de su fórmula «paz y desarrollo» no parece encontrar el eco deseado, alentando muchas desconfianzas entre sus vecinos.
A China no parecen importarle siquiera las críticas occidentales respecto a sus «amistades peligrosas», como la alianza que sostiene contra viento y marea con Pyongyang, exhibiendo unos sólidos lazos que contribuyen, en su opinión y contra el parecer de EE.UU., Japón y Corea del Sur, a proporcionar la estabilidad regional indispensable para amortiguar y superar las continuas crisis que vive dicha península, reconduciéndolas a un complejo, y no siempre provechoso, proceso de diálogo.
No conviene pasar por alto que es básicamente en este entorno donde tiene cabida ese proyecto complementario consistente en la creación de una «Gran China» que agrupe al continente, Hong Kong, Macao, Taiwán e incluso la propia diáspora, muy presente en toda la región, sobre la base de una civilización compartida y una interdependencia económica cada vez más reforzada (ténganse en cuenta los acuerdos de cooperación económica ya firmados con los tres enclaves citados). A priori, la Gran China resultante no sería una entidad política con una estructura y una autoridad central formalmente reconocida, sino un espacio económico integrado que contribuiría a exaltar aquel sinocentrismo.
En cualquier caso, China es plenamente consciente de que existe una relación directa entre poder económico, capacidad política e influencia internacional, por lo que modelará sus ambiciones a tenor, no solo de sus proyecciones a escala global, sino también de sus fragilidades internas, que no son pocas, evitando precipitarse, a sabiendas de que el éxito de su proceso no está ni mucho menos garantizado. Por el contrario, para alcanzarlo deberá superar muchos desafíos de todo tipo.
Con sus luces y sus sombras, China reconoce en sí misma el potencial necesario para confirmarse como un gran actor, tanto en el plano regional como internacional. Hoy día cabe reconocerle el status de potencia regional en Asia oriental, con una capacidad creciente de intervención en diversos asuntos mundiales. En su zona inmediata habrá que habituarse a la exhibición de un papel más activo, si bien privilegiando los mecanismos de carácter bilateral en detrimento de los multilaterales, y reservando a éstos un papel meramente consultivo, sin liderazgos claros, con el propósito de evitar sentirse atado por la influencia que en ellos pudieran ejercer potencias rivales como EE.UU. o Japón.
IV. Visión e interacción con el mundo
China define la actual coyuntura internacional como un período de transición y turbulencia que prejuzga cambios profundos en el sistema global. A la hora de reflexionar acerca de la visión china del mundo actual se acostumbra a efectuar un ejercicio de paralelismo con la época de los Reinos Combatientes (siglos V a III a.n.e.), en plena decadencia de la dinastía Zhou, un tiempo caracterizado por la anarquía y los enfrentamientos entre los diversos reinos, hasta que uno de ellos logra erigirse como autoridad central (15). Para muchos autores chinos existe una gran semejanza entre el momento presente y esa época, a cuyo estudio se remiten con afán para comprender las posibles claves del tiempo actual y para decidir estrategias en frentes especialmente relevantes, como el relativo a la gestión de la confrontación entre el poder hegemónico y los actores emergentes.
El paralelismo entre la multipolaridad de aquella época y la actual le ofrece lecciones de interés para conformar capacidades y estrategias a fin de optimizar el poder nacional y fortalecer la posición de China en el sistema global. Por otra parte, también fomenta el paralelismo entre el reino Qin, vencedor resultante de la época y que permitió el propio nacimiento de China como estado unificado a instancias de Qin Shi Huang (221 a 207 a.n.e.), y la «dinastía» fundada por el PCCh en 1949, compartiendo, además de ciertas características reconocibles como el mandato autocrático, retos y objetivos similares a pesar de la distancia histórica que les separa.
Precisamente, una de las enseñanzas más relevantes de dicha época radica en la importancia de no precipitarse, dejando que el tiempo haga su tarea y vaya colocando las cosas en su lugar. La modestia y la paciencia son las mejores aliadas de quienes aspiran a triunfar en esta decisiva pugna. Las alusiones de Deng Xiaoping, el arquitecto de la reforma china, a la necesidad de «no portar la bandera ni encabezar la ola» (16) se refieren a esa conveniencia de esperar el momento adecuado y de no apresurarse en función de análisis voluntaristas de la situación que no reflejan con exactitud la realidad. Las invitaciones de los dirigentes chinos a ser cautelosos y prudentes y a no dejarse llevar por la falsa impresión que pudiera deducirse de los números propios y de las alabanzas (¿interesadas?) ajenas, son moneda común en el discurso político actual, ante el riesgo de ofuscación derivado de los éxitos acumulados y también de la propia experiencia histórica vivida durante el maoísmo, donde los intentos de acelerar el paso confundiendo los deseos con la realidad (Gran Salto Adelante, por ejemplo) derivaron en estrepitosos fracasos.
De EE.UU. a los BRIC, ni confrontación ni alianzas contra terceros
Otra enseñanza importante que se deriva del estudio de la época citada se refiere a la necesidad de evitar a toda costa la confrontación directa con el actor hegemónico, eludiendo recurrir a medios violentos y apostando por la moderación y la perseverancia como valores clave para garantizar la culminación del proceso de emergencia. En tal sentido, China, después de negarse a tomar parte en una asociación bilateral comandada por Washington, ha tomado buena nota del notable incremento de las tensiones en todos los órdenes, ya sea económico (el déficit comercial, el yuan, la propiedad intelectual, etc), político (recepción al Dalai Lama o derechos humanos en general) o estratégico (nuevas ventas de armas a Taiwán, por ejemplo), aferrándose a la negociación, pese a la exhibición de ruido mediático dirigido al consumo interno, como mecanismo privilegiado para resolver los diferendos.
En el plano estratégico, lo que más parece preocuparle es el creciente interés de EE.UU. por incrementar su influencia en esas áreas próximas, que forman parte de lo que considera su espacio vital o de gran interés para garantizar su abastecimiento energético. En paralelo a esa ampliación de la presencia de EE.UU. en regiones de interés para China (Asia central o meridional), las tensiones estratégicas entre ambos podrían ir en aumento, reflejándose también en una intervención mayor en asuntos delicados que afectan a la estabilidad político-territorial (como Tíbet o Xinjiang), de importancia capital para China, entre otras razones por la interpretación que ha interiorizado del colapso de la URSS, sobrevenida, entre otros, a consecuencia de las tensiones nacionalistas en el Cáucaso y en el Báltico.
Además de rebajar la tensión a través del diálogo, la conformación de alianzas para burlar las hipotéticas políticas de contención adoptadas por el actor hegemónico resulta de vital valor. La importancia concedida a Rusia y a la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), el intento de configurar con Japón y Seúl la Comunidad del Este Asiático, el fomento de una relación más estrecha con los países de la ANSEA (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), las acciones orientadas a abrir fisuras en la coalición euroatlántica, etc., son ejemplos de ello, si bien siempre se cuidará de conducirlas con extrema precaución para evitar dar la sensación de estar apostando por una política de bloques que pudiera derivar en la formación de una nueva bipolaridad.
En el caso concreto de los BRIC, cabe resaltar tanto la aún débil conformación de dicha alianza como la asimetría manifiesta en la relación de China con cada uno de sus miembros. Si bien es verdad que Beijing ha sabido reconstruir con Moscú unas relaciones mutuas siempre delicadas, fundamentándolas en la gestión de los intereses energéticos, la solución de las controversias fronterizas, la lucha contra el extremismo religioso o el separatismo, la visión compartida de un orden alejado de la influencia estadounidense en Asia central, o la apuesta conjunta por la multipolaridad, las reticencias en torno a la situación en Siberia y en toda la región asiática del territorio ruso, que representan las tres cuartas partes de su inmensidad y donde se concentran la mayor parte de sus riquezas naturales, no han cejado del todo ni impedido la connotación de su entendimiento con una inequívoca sensación de coyunturalidad.
Rusia es una pieza clave en la consolidación de la OCS, un instrumento esencial en el sistema de seguridad regional que garantiza a China el desempeño de un papel singular en el mismo. Por otra parte, cabe señalar que en torno a la OCS no solo se construyen y desarrollan vínculos de naturaleza militar para ensayar medidas frente al terrorismo, sino también de orden económico, financiero, cultural, político, etc.
Por lo que se refiere a India, pese a las buenas intenciones mostradas por ambos países, reforzadas por una agenda en la que cobran importancia temas regionales e internacionales (la estabilidad en Asia meridional o el cambio climático) en los que acercan posiciones, la sintonía entre ambos países dista mucho de ser suficiente para dejar atrás las disputas, en las que todavía predomina un amplio frente que abarca asuntos diversos, desde los litigios fronterizos a la pugna por los recursos hidráulicos o energéticos, la respectiva influencia global en entornos geográficos competitivos (el continente africano, por ejemplo), etc. En lo económico, los riesgos de colisión en sectores clave como la informática, la biotecnología, la independencia energética (en la región, ambos rivalizan por el petróleo y el gas birmano), las relaciones con los países vecinos (Pakistán, especialmente), las simpatías de Nueva Delhi por la causa tibetana o taiwanesa y los titubeos de Beijing en relación a Cachemira, ofrecen un saldo complejo que brinda posibilidades a Occidente (Estados Unidos, Alemania) para contar en Asia con un aliado como India para, llegado el caso, contener la emergencia china.
En cuanto a Brasil, sin duda constituye su principal apuesta en América Latina, pero su relación, al menos durante el mandato del presidente Lula, va mucho más allá del intercambio comercial e incluye importantes coincidencias en el ámbito político (promoción de las relaciones Sur-Sur, apuesta por la multipolaridad, reforma de las instituciones financieras internacionales, etc.). China encuentra en Brasil un socio idóneo y confiable en el orden bilateral, pero también un aliado consistente para proyectar su influencia en la región latinoamericana y en el mundo, sumando capacidades para converger en la conformación de un nuevo orden global.
De igual manera que rechaza la implicación en un G2 comandado por EE.UU., China descarta participar, sensu contrario, en una carrera de armamentos que a la postre dilapidaría sus recursos y, como en el caso de la URSS, le llevaría a buen seguro a la derrota. En el Libro Blanco de la Defensa publicado en 1998 (17), el primero de su serie, se ofrece una visión de la situación internacional que abunda en el señalamiento de la confusión como característica esencial del momento actual y se alerta de los peligros que acechan tanto al orden internacional como al interno, pero cuidándose de destacar que el factor militar ni es el único ni siquiera el más decisivo a la hora de afrontar los retos del presente, destacando por su importancia la seguridad económica, que ocupa un lugar cada vez más relevante en la seguridad estatal. La economía es para China la base del poder duro.
Progreso e identidad
En general, en su análisis del tiempo presente, China vislumbra los dos siguientes objetivos esenciales. En primer lugar, afirmar una posición central en el orden mundial. En segundo lugar, asegurar la debida protección de su cultura y civilización en sentido amplio. A lo largo de la historia china, el confucianismo, vigente hasta la proclamación de la República en 1911, ha sabido moldear el poder y la sociedad china, convirtiendo a ésta en la única civilización antigua que ha logrado sobrevivir hasta hoy día. Ello se podría explicar en razón de su condición superior, basada no en el recurso del poder material, que siempre la haría efímera, sino en el conjunto de virtudes morales que la hacen envidiable y que le han permitido adaptarse a un mundo en permanente cambio.
La cosmovisión china actual es deudora de esa visión del mundo según la cual, dada su innata condición sobresaliente, los demás pueblos debían respetarla, admirarla e inspirarse en ella para mejorar. Al igual que en el plano interno, en el externo, la práctica de la virtud proporciona paz y estabilidad. El ejercicio del buen gobierno puede pacificar el mundo y encauzar sus tensiones por caminos no violentos. Su política exterior, que incorpora como valor, entre otros, la visión de largo plazo, donde destaca el ancestral realismo político, la concepción Estado-céntrica y la integración en la economía mundial, se orienta a una progresiva socialización en el sistema internacional, pero sin renunciar por ello a su identidad (18).
Esa condición única de su civilización ha alentado largos debates, no del todo cerrados, acerca de la naturaleza y dimensión de la conjunción entre los saberes occidental y oriental. Hoy día, superadas décadas de combate visceral contra el confucianismo, vuelve a primar la convicción de que lo esencial es lo oriental, mientras que lo accesorio es lo occidental. Esa percepción se ha acentuado en los últimos tiempos, cuando a raíz de la crisis financiera de 2008, China dejó en claro la pérdida de admiración incluso por la ingeniería financiera occidental, pasando a cantar las alabanzas de su modelo y su acierto al negarse a secundar a ciegas las exigencias internacionales. Se trata, pues, de asimilar, pero no copiar; de aprovechar cuanto de útil hay en el exterior, sin que ello afecte a la sustancia del pensamiento tradicional chino, que vuelve por sus fueros recuperando la condición de viga maestra del devenir social y político.
Cabe recordar que en el curso de la propia reforma han sido muchas las campañas contra la liberalización en sentido occidental y hoy mismo, al debatir sobre las propiedades y el futuro democrático del sistema político chino, se deja traslucir de nuevo ese debate, que no es solo entre liberalismo y autoritarismo, entre democracia y comunismo, sino entre pensamiento oriental y occidental. En cierta medida, los «cuatro principios fundamentales» formulados por Deng Xiaoping para evitar el derrape de la reforma (19), reflejan esa dicotomía entre lo esencial y lo accesorio. Los valores occidentales causan en China relativa admiración y podríamos hablar incluso de cierta frustración al ponderar las dificultades que conllevaría su aplicación mimética en una sociedad tan compleja. Pero, por otra parte, esos mismos valores se siguen equiparando con un liberalismo inapropiado, por cuanto pueden alterar la esencia china. En ella ha encontrado el PCCh el argumento irresistible para poner coto a una occidentalización que, por el contrario, podría tener efectos devastadores de fundamentar su rechazo en el ideario maoísta o marxista-leninista.
Todo el proceso de renacimiento de la nación china tiende a contemplarse desde el exterior con una visión muy epidérmica, dejando entrever la convicción de que conduciría a una occidentalización sin matices. Primero la economía, y tras ella vendría todo lo demás. Por el contrario, a medida que ha venido en aumento el poderío chino, también se ha fortalecido la introspección y el fomento de las claves morales y políticas tradicionales, ya sean éstas relacionadas con la virtud, la burocracia o el papel preeminente del Estado, cuya función trasciende lo meramente económico. Ciertamente, podríamos decir que se trata de un recurso temporal, que aspira a llenar el vacío ideológico provocado por la erosión del ideario marxista-leninista pensamiento Mao Zedong que formalmente nuclea el oficialismo, a despecho de una realidad que parece evolucionar en un sentido diametralmente opuesto, pero ese repunte del tradicionalismo está lejos de ser un factor ocasional para insertarse en un resurgir que tiene en la cultura milenaria un referente de primer orden. La celebración con pompa y boato del natalicio de Confucio o la reanudación de ceremonias ancestrales fomentan esa conexión entre pasado y presente y alientan el orgullo social en torno a sus señas de identidad más certeras.
Esa condición de civilización más avanzada del orbe puesta al día influye sobremanera en su acción diplomática, ya que sugiere a los dirigentes una especial responsabilidad respecto a este momento histórico y un compromiso con la sagrada misión de recuperar el protagonismo perdido, lo cual no solo entraña asumir y adquirir posiciones de vanguardia en numerosos campos, sino trasladar dicha proyección al entorno mundial, afianzándose como una de las potencias centrales del sistema.
Indudablemente, dicho proceder estimula el nacionalismo interno, pero no todo el nacionalismo chino supone un problema para Occidente. El actual y mayoritario no es xenófobo, ni culpa al exterior de los males que aquejaron al viejo imperio y que provocaron su caída, sino que, por el contrario, procura la aceptación del exterior y reivindica la necesidad de la colaboración para fomentar el desarrollo económico, sin temer el contacto ante la seguridad de la superioridad cultural y política de su sistema (una supremacía reforzada por la mejora general de sus índices materiales), en parte en construcción y en proceso de evolución permanente.
En suma, China se ve en el mundo como una civilización singular, cuya preservación depende, en última instancia, del poder económico y de la persistencia de una férrea voluntad capaz de sustentar una soberanía política suficiente para impedir la reiteración de cualquier humillación, confiando en sus propias capacidades y potencialidades para desempeñar el papel central que le corresponde en el sistema, en función de sus dimensiones actuales y de la enormidad de su legado. ¿Pone en cuestión la hegemonía de Occidente? Tal desarrollo, sin duda alguna, aun sin buscar necesariamente la confrontación ni tratar de imponerse a terceros, implica el surgimiento de un nuevo actor internacional de proyección global, capaz de imponer de facto a terceros unas nuevas reglas de juego, claramente limitadoras de la tradición impuesta en los dos últimos siglos.
El modelo chino de sistema internacional
El punto de inflexión histórica que vivimos desde la desintegración de la URSS, a pesar de los contratiempos que ha supuesto, ofrece a China la oportunidad de participar de forma prominente en la configuración de un nuevo orden mundial. El declive de EE.UU. y el ascenso de otras potencias, periféricas o no, abren perspectivas sólidas para asentar esta hipótesis, si bien pudiera cuajar en diferentes escenarios. El hecho de que el factor económico, más que el propiamente militar, sea decisivo en la configuración de ese nuevo orden, le reserva a China un papel crucial, especialmente si logra mantener el actual rumbo, razón por la cual no perderá de vista que el mantenimiento de su ritmo de crecimiento y la solución de los problemas relacionados con su desarrollo son los asuntos prioritarios que le permitirán confirmar sus propias expectativas.
No obstante, la incertidumbre respecto a la configuración mundial aboca a China, por otra parte, a optar por estrategias complejas de seguridad integral que sitúan en el mismo plano los factores internos y externos, así como la práctica totalidad de los ámbitos sectoriales, con especial atención a aquellos con mayor capacidad de proyección de poder (desde el desarrollo tecnológico en general a la exploración del espacio celeste).
China reivindica un nuevo orden internacional, en proceso de construcción y por lo tanto con perfiles no del todo definidos. No tiene duda acerca de su estructura, apostando por la multipolaridad (EE.UU., UE, Rusia, Japón y China, pero también Brasil, India y quizás otros más) en un contexto de quiebra efectiva de la hegemonía estadounidense. Igualmente, reserva a la ONU un papel sustancial, considerando que su reforma, si algo debe preservar, es la soberanía de los estados miembros, que debiera salir reforzada de dicho proceso. Y apuesta asimismo por graduar su compromiso con la agenda global, en aras de reforzar su imagen de país bienintencionado, abierto y pragmático (20).
El nuevo concepto de seguridad
En el Libro blanco de la defensa de 1988, China formula un nuevo concepto de seguridad que parte de la doble idea del reforzamiento inicial de la condición hegemónica de EE.UU. en la post-guerra fría (con el aumento de su presencia en todo el mundo, incluyendo Asia central y oriental, la modernización activa de su tecnología militar, etc.) y la necesidad de vencer las reticencias de sus países vecinos ante las implicaciones estratégicas de su ascenso, multiplicando los esfuerzos por desactivar la tesis de la amenaza china y por calmar las preocupaciones surgidas por su impacto en la estabilidad regional. En esa visión renovada de la seguridad, China sigue apostando por los cinco principios de la coexistencia pacífica (respeto mutuo a la soberanía e integridad territorial, no agresión, no intervención de un país en los asuntos internos de otro, igualdad y beneficio mutuo y coexistencia pacífica) formulados por Zhou Enlai en 1954.
La construcción de un orden alternativo al diseñado por EE.UU. se basaría en el fomento de la negociación y de la paulatina introducción de medidas de confianza, suscribiendo acuerdos de seguridad sobre la base del beneficio mutuo. Así, en crisis recientes como el litigio nuclear norcoreano o el iraní, China se ha conducido promoviendo estrategias de mediación y negociación, habilitando estructuras al efecto (caso del diálogo hexagonal), y solo aceptando a regañadientes secundar políticas de sanciones en las que dice no creer (y que raramente está dispuesta a aplicar).
En estas coordenadas, la exigencia de un mundo más justo es inseparable de la promoción de un comportamiento noble a nivel internacional. China, como hemos visto, concede una gran importancia discursiva al ideario moral, un elemento que pretende asociar a su cultura política tanto en el orden interno (a pesar de sus flagrantes incoherencias en materia de derechos humanos) como en su actuar exterior (a pesar de que las muchas críticas relacionadas con su comportamiento en el continente africano o en América Latina pudieran desmentirlo). No se trata de un principio inocente o un ejercicio de buenismo gratuito, sino de una estrategia basada en el convencimiento de que la persistencia en principios éticos permite ganar influencia en los asuntos internacionales. Ese poder blando, respaldado por una economía en pleno auge, podría contribuir de forma decisiva a elevar su status global.
En cualquier caso, el respeto a la soberanía y a la seguridad nacional son prioridades básicas para el gobierno chino. Hoy, su visión de las relaciones internacionales ya no es deudora de concepciones ideológicas basadas en el ideario marxista, que formalmente aun inspira su cuerpo doctrinal, si bien puede estar presente de forma marginal en alianzas de facto sostenidas con países como Cuba o Venezuela. En una sociedad que en las últimas tres décadas ha experimentado un auge vertiginoso de la pluralidad social, el interés nacional ya no se confunde con los intereses de clase (obrera o campesina) y ha integrado en él a todas las clases sociales que han emergido como consecuencia del proceso de reforma, de igual modo que ha intentado integrarlas en el PCCh, decapitando así cualquier posibilidad de autoorganización fuera de su órbita de control.
El orden regional
Con frontera con catorce países, se comprende que la estabilidad en su entorno geográfico más inmediato sea una preocupación central del gobierno chino. En los últimos años, ha multiplicado las iniciativas en este sentido y es aquí donde primero pudiera disponer de la capacidad necesaria para afirmarse como un actor decisivo a la hora de configurar marcos genuinos de seguridad.
En el orden regional, sus mayores temores son EE.UU., Japón, India y los países de la ASEAN. Además de la agenda global que gestiona con Washington, que ofrece quiebras y desavenencias importantes (el desequilibrio comercial, la apreciación del yuan, la propiedad intelectual, el acceso a los mercados, etc.), China teme que el regreso de EE.UU. a Asia, anunciado por el presidente Obama y su secretaria de Estado, Hillary Clinton, tras dar por concluidas sus operaciones de combate en Irak, no sea constructiva. La reafirmación de la importancia de mantener la seguridad marítima, el libre comercio y la libertad de navegación en Asia oriental, manifestada en la cumbre de EE.UU. con los países de la ASEAN celebrada en septiembre de 2010 en New York, es interpretada en Beijing como un mensaje inequívoco: China es considerada una amenaza para la influencia de Washington en el Sudeste asiático.
Así, la vuelta de EE.UU. a Asia constituye uno de los mayores retos estratégicos de China. En la última década se ha involucrado en un proceso de acelerado impulso del intercambio de sus economías, apostando por una mayor integración y por solucionar de forma amistosa los conflictos regionales, en el marco del Código de Conducta en el mar de China meridional adoptado en 2002. Ahora, Beijing ha reaccionado de forma airada acusando a EE.UU. de avivar injustificadamente las tensiones (especialmente tras el acercamiento a Vietnam), multiplicando sus gestos para evitar el nacimiento de una alianza entre EE.UU. y la ASEAN con el fin de contenerla.
Por lo que respecta a Japón, son bien conocidos los altibajos que condicionan su relación bilateral. El acercamiento logrado en los últimos años, tanto en el orden económico como político, no ha logrado poner sordina a los viejos contenciosos, mientras las tensiones aumentan por los litigios en las islas Dioayutai/Senkaku y en el mar de China oriental. En tales circunstancias, los intentos de configurar una Comunidad del Este asiático, con núcleo en las tres economías más dinámicas de la región (Corea del Sur, China y Japón), enfrentan poderosas dificultades, al tiempo que impiden quebrar el liderazgo de EE.UU. en la zona.
En lo que se refiere a India, a pesar de los notables avances registrados en la normalización bilateral durante el mandato de Hu Jintao, la persistencia de diferencias en los litigios fronterizos y la tradicional desconfianza, reforzada por el acercamiento de Nueva Delhi a Washington, hacen prever que el hipotético entendimiento avanzará lentamente y será pletórico en cautelas.
En relación a Afganistán, cabe destacar la divergencia inicial de intereses entre China y la OTAN. Al igual que ésta, China también reclama una solución regional y enfatiza la importancia de la cooperación global en la lucha contra el terrorismo pero, especialmente ante la degradación de una situación que nuevamente parece favorecer a los talibanes, insiste en reclamar la salida de las tropas de la OTAN y su sustitución por una fuerza de Naciones Unidas, condición que considera esencial para facilitar la reconciliación entre las facciones afganas.
Por otra parte, aceptando que Afganistán constituye la principal amenaza a la seguridad en la región pero considerando que este problema no puede resolverse por medios militares, su contribución a la estabilización del país se centra en la multiplicación de las inversiones y de su presencia empresarial, con la mirada puesta en la explotación de los recursos minerales del país. China inserta el proceso afgano en la estrategia de desarrollo de las regiones de su Oeste, contando para ello con una creciente anuencia del gobierno de Kabul. No obstante, el incremento de su influencia regional tiene en Afganistán uno de sus flancos más frágiles e inestables.
Todo ello configura un escenario regional en el que China se verá obligada a operar con extrema cautela, a sabiendas de que su comportamiento será contemplado como un banco de pruebas de su hipotético actuar a escala global. La traducción de su poder económico en capacidad e influencia política benefactora debe salvar numerosos escollos entre aquellos vecinos que discrepan a fondo de unas reivindicaciones territoriales que podrían desbordarse, acentuando también los diferendos internos en los grupos dirigentes del país sobre la línea a seguir (básicamente si cabe o no el recurso a la fuerza).
V. La estrategia China para lograr un mundo armonioso
China dice anhelar un siglo XXI nuevo, cooperativo, pacífico, democrático y armonioso. Para ello está dispuesta a implicarse más en los asuntos mundiales, de conformidad con su estrategia de desarrollo pacífico, ejerciendo como país responsable, aunque sus compromisos difícilmente podrán ir más allá del conocido pragmatismo. Oficialmente declara también que no aspira a la hegemonía ni a convertirse en una superpotencia, sin ambicionar tampoco disponer de esferas de influencia. ¿Es creíble todo ello?
Un orden multipolar
La principal ambición de China se concreta en la configuración de un orden multipolar capaz de atar en corto a EE.UU. y donde sea reconocida como uno de los grandes países del sistema mundial, de forma que su creciente poder no sea causa de conflicto sino que se conforme como un activo más para favorecer la institucionalización de marcos de cooperación en pie de igualdad. Ello no obsta a que reivindique más poder efectivo en los foros internacionales, asegurando así una implicación mayor en los mecanismos multilaterales, pero exigiendo también la cuota de poder que proporcionalmente le corresponde.
En este contexto, muy selectiva a la hora de aceptar formar parte de las estructuras directoras habilitadas por el mundo rico, China apuesta por el fomento de la cooperación Sur-Sur como expresión de continuidad con su tradicional tercermundismo y como vía efectiva no solo para implicarse de forma activa en el desarrollo de alianzas con sus potenciales socios, sino para configurar con ellos una agenda internacional capaz de incidir en las actuaciones y decisiones de los países más desarrollados, como primer paso para cristalizar una nueva correlación de fuerzas. Lo hemos visto durante la cumbre de Copenhague. En ella, China, India y otros países del Sur han secundado propuestas abiertamente críticas con la actitud del primer mundo, exigiendo capitales y tecnología para compensar los esfuerzos que los países en vías de desarrollo deben asumir para corregir el rumbo del planeta. La potenciación de esta política le asegura un relativo liderazgo en el Tercer Mundo, en el que ya no se conduce conforme a patrones de corte ideológico como antaño, sino que enmarca sus relaciones en un pragmatismo compartido que, por su impacto, puede tener efectos transformadores nada desdeñables tanto en ciertos países concretos como en el conjunto de las relaciones internacionales.
Para dar al traste con la hegemonía occidental, otras estrategias chinas se orientan a quebrar el eje más sólido y desafiante (el formado por la UE, Japón y EE.UU.) tratando de impulsar políticas que permitan abrir grietas en la principal alianza que ha vertebrado buena parte del siglo XX. La apuesta por el fomento de la democratización de las relaciones internacionales, así como la estimulación de la autonomía de cada uno de los actores (especialmente los más relevantes), llenando de contenido las alianzas estratégicas que ha dibujado con cada uno de ellos, son medidas que aspiran a configurar marcos de relación bilateral que le proporcionen mayores oportunidades para también debilitar la cohesión de unos frentes que, unidos, podrían estar en condiciones de imponerle reglas más estrictas. Asegurando en todos los actores importantes una mayor libertad de acción respecto a Washington, China podría conseguir de todos ellos un nivel de cooperación mucho más intenso y favorable. En este marco, los foros ASEM o las cumbres China-UE, así como la Comunidad del Este Asiático son pilares de gran calado estratégico por los que China seguirá apostando en el futuro, con independencia de los altibajos ocasionales que pudieran producirse. El desarrollo del comercio y la inversión, por otra parte, serán los factores clave para dinamizar dichos procesos, acompañados del natural incremento de su influencia política.
El test regional
En el orden regional, la preocupación más inmediata de los dirigentes chinos consiste en frenar las posibilidades de una mayor presencia militar de EE.UU. en dicho entorno y lograr que éste acepte su emergencia, convenciendo a Washington de que una China próspera conviene a sus intereses. China aspira a convertirse en el garante del nuevo orden en la zona, reduciendo y suplantando el peso y la influencia de la alianza entre Japón y EE.UU. Para ello, además de fomentar la autonomía relativa de Tokio y neutralizar a Washington desplegando iniciativas de gran calado en relación a Seúl o Taipéi, viene promoviendo desde los años noventa una política de buena vecindad, con el claro propósito de vencer las desconfianzas y temores de sus vecinos.
La principal sombra de esta estrategia y el principal desafío a su seguridad se llama Taiwán. Todas las políticas adoptadas en la zona tienen como principal referente asegurar un orden regional que favorezca la reunificación con Taiwán, un objetivo indispensable para culminar el proyecto modernizador. Obviamente, se trata de lograr la reunificación de modo pacífico, pero ¿podría recurrir a la fuerza? La ley antisecesión aprobada en 2005 no deja dudas al respecto y la posición en este extremo ha sido reiterada hasta la saciedad por sus máximos dirigentes. La estrategia china en este sentido tiene tres pilares básicos. En primer lugar, consolidar un compromiso de no intervención de EE.UU. en este contencioso (también en Tíbet), asegurando a cambio no afectar los objetivos generales de EE.UU. en Asia-Pacífico. En segundo lugar, el fomento de la cooperación económica, social y cultural entre los gobiernos y las sociedades a ambos lados del Estrecho. Por último, la construcción de unas fuerzas armadas que le aporten credibilidad a su política.
La reciente firma de un Acuerdo Marco de Cooperación Económica y el pacto alcanzado para poner fin a la guerra diplomática que enfrentaba a Beijing y Taipéi han generado un nuevo clima. Desde el anuncio de la «tercera cooperación» (las dos anteriores se llevaron a cabo en los años veinte y treinta del siglo pasado) entre el Kuomintang (KMT) y el PCCh a partir de 2005, la inestabilidad y el conflicto que presidieron la etapa del presidente Chen Shui-bian (2000-2008) han quedado atrás. No obstante, pese a lo acelerado del acercamiento cabe resaltar su fragilidad ya que viene a depender de la capacidad del KMT para revalidar su liderazgo en una isla entre cuya población (23 millones de habitantes) reina la más absoluta división respecto a la actitud a mantener en relación al continente. Por otra parte, cabe señalar que pese a los avances registrados en las relaciones bilaterales en numerosos órdenes, el diálogo político o en materia de defensa no será fácil y su inicio formal deberá esperar, como poco, al segundo mandato del actual presidente Ma Ying-jeou, de repetir en el cargo en las reñidas elecciones que celebrará Taiwán en 2012.
Asimismo, los diferendos en el mar de China meridional suponen una prueba de fuego para Beijing, que debe lidiar con la emergencia del liderazgo de Vietnam, país que junto con Filipinas, Malasia, Indonesia…, cuestiona la soberanía reclamada por el poderoso vecino del norte sobre estas aguas, ricas en recursos pesqueros, además de gas y petróleo según revelaron algunos estudios (21). Si China actúa ahora con más energía a la hora de hacer valer sus reclamaciones y afirmar sus hipotéticos derechos, EE.UU. enfatiza su interés en asegurar la libertad de navegación en la zona instando, a la vez, un realineamiento de posiciones de los países de la ASEAN y la internacionalización de las reclamaciones.
La preocupación de Vietnam por las diferencias marítimas con China explica el acercamiento de Hanói a EE.UU. o la firma de un importante acuerdo en materia de defensa con Rusia (el acuerdo con Moscú incluye la compra de seis submarinos) con el propósito de contrarrestar sus ambiciones en dicha zona ante el aumento de las disputas por el control de sus riquezas de todo tipo y el temor a que la creciente fortaleza china haga más difícil cualquier entendimiento en el futuro. La alianza ideológica y económica que mantienen los partidos y gobiernos de Vietnam y China, con reiteración de seminarios teóricos y encuentros políticos al máximo nivel, no impide ni rebaja el nivel de las desconfianzas. Se diría incluso que las disputas por las islas Paracel (de hecho administradas por Beijing desde hace 30 años) y las Spratley van en aumento. En 2009, el Libro Blanco sobre la defensa nacional de Vietnam, el tercero publicado desde 1998, insiste en reivindicar la soberanía de esta zona. Por el contrario, sí ha habido acuerdo en la demarcación final de su frontera terrestre, después de ocho años de denodados esfuerzos.
Habiendo interiorizado que históricamente su declive se forzó desde el mar, para China este espacio es de importancia vital, por lo que podría aceptar la explotación conjunta de los recursos, incluidos los pesqueros, en tanto en cuanto le asegure la capacidad para establecer un diseño propio de la nueva Asia que emerge con la constelación de economías presentes en la zona. No obstante, su rechazo tanto del diálogo multilateral como de los acuerdos definitivos, quizás a la espera de disponer de mejores condiciones en términos de poder para imponerlos con más facilidad a sus vecinos, deja entrever su afán por consolidar la superioridad regional. ¿Volverán los «reinos tributarios» o se establecerán y respetarán nuevas reglas que aseguren los intereses esenciales y respectivos de todos los países asiáticos? A China le corresponde despejar las dudas existentes. Cuanto antes, mejor.
China también ha mostrado su oposición al intento de Japón de ampliar la plataforma continental en el Pacífico Sur, descalificando la solicitud tramitada por Tokio ante la Comisión de Límites de la Plataforma Continental de la ONU. Por otra parte, también exigió de Japón el cese en toda acción relacionada con las islas Diaoyu. Por su parte, Tokio reprochó a China la explotación de un yacimiento de gas (Tianwaitian) en una zona contestada del mar de China oriental, en lo que definió como una violación del acuerdo suscrito entre las dos partes en junio de 2008 sobre la base del mantenimiento del statu quo.
Es en este contexto regional y en su habilidad para gestionar los múltiples litigios que debe enfrentar, donde China visibilizará mejor su disponibilidad y voluntad para transformar el orden existente. A diferencia del ámbito global, donde primará la coexistencia con el aún hegemón, aquí espera traducir en ventaja estratégica el aumento de su poderío, aprovechando las oportunidades que le brinda su nuevo status para resarcirse de las heridas del pasado.
La interdependencia del denguismo frente a la autarquía del maoísmo
China ha aceptado la interdependencia, en buena medida porque ha sabido beneficiarse de ella y la considera un colchón moderador de las tensiones que persisten en la relación con determinados países. A diferencia de Mao (y los emperadores de la China dinástica), que siempre desconfió de cualquier fórmula que implicase dependencia respecto al exterior e insistió hasta la saciedad en apoyarse en las propias fuerzas, sobreviviendo durante tres décadas en condiciones de práctica autarquía, Deng Xiaoping puso rumbo en la dirección totalmente contraria (22).
La mayor dificultad estratégica estriba en cómo encajar el pujante nacionalismo chino en las dinámicas de globalización en boga. La respuesta a dicho interrogante va a depender de la evolución del debate interno entre nacionalistas y prooccidentales, cuyo saldo final resultará, en buena medida, de la consideración o no de Occidente como una amenaza a las tradiciones y singularidades chinas y a su afirmación como actor soberano en el orden global. Si la influencia que Occidente busca en la transición china se manifiesta primordialmente a través de la hostilidad, lo más probable es que ello acentúe el enrocamiento y la beligerancia china. Si por el contrario, se acepta esa singularidad, lo que equivale a respetar su identidad política y cultural confiando en una evolución cuyos ritmos se van a decidir a nivel interno, es más probable que nos encontremos con una China prioritariamente cooperativa.
Sea como fuere, para China, la clave del siglo XXI seguirá asociada a la vigencia del binomio paz y desarrollo, formulado en 1980 por Deng Xiaoping, y la armonía, como expresión y aportación del pensamiento social chino, será su valor esencial. En la recámara de una formulación tan simple y formalmente atractiva, se esconde un profundo cuestionamiento de la hegemonía de Occidente y el implícito convencimiento de que a todos ha llegado la hora de aprender de Oriente. La interdependencia será, ciertamente, reciproca.
VI. Conclusiones y escenarios
Discernir el papel a desempeñar por China entre las principales naciones del mundo y en un futuro inmediato constituye una de las mayores incógnitas del presente. Para resolverla, aunque solo sea parcialmente, pueden resultar de interés los modelos de conducta que nos ofrecen sus fuentes históricas y culturales, en especial de la China dinástica, de los que se pueden deducir actitudes y variables que, a buen seguro, influirán en su análisis de la realidad internacional contemporánea y en sus comportamientos.
Los próximos años serán decisivos, pues en ellos China se juega el éxito o el fracaso de su estrategia de modernización, circunstancia que acentuará los temores respecto a los intentos de terceros por influir en su proceso para condicionarlo o impedirlo (23). Esa percepción, muy extendida en China (como hemos podido constatar de nuevo a resultas de la concesión del premio Nobel de la Paz 2010 al disidente Liu Xiaobo), explica el redoblamiento de las cautelas respecto de aquellos actores que pueden estar en condiciones de operar en dicho contexto. La existencia de numerosas fragilidades internas, tanto en el orden económico-social como político-territorial, ofrece un poderoso caldo de cultivo para que las convulsiones eclosionen si cabe con mayor ímpetu.
Su acción exterior tendrá por primer objetivo ganarse la confianza de terceros países, para que no vean en la febril búsqueda por labrarse una hipotética posición de potencia global una amenaza a sus propios intereses (24). Pero su principal debilidad, a fin de cuentas, radica en el autoritarismo y la rigidez interna de un sistema político que, si bien le ha sido de gran utilidad para asegurar la emergencia, podría no obstante, de no actualizarse, convertirse en causa directa de una inevitable crisis y fracaso.
Nos hallamos, por otra parte, en los albores de una modificación del sistema regional que podría tener implicaciones globales sustantivas en una o dos décadas más. Hoy día, China ya es un actor decisivo en Asia oriental. La aproximación con Taiwán supone para EE.UU., Japón y los países de la ASEAN una preocupación esencial, ya que le proporcionaría el control de las rutas de navegación de los mares de China meridional y de Japón. Es por ello previsible que EE.UU. no facilite un acuerdo definitivo con Taiwán ni acepte retirar su presencia militar en Japón o Corea del Sur, además de aumentarla en el Sudeste asiático.
La evolución de las relaciones con EE.UU. será un factor clave en el inmediato futuro y pese a las buenas palabras, la acumulación de contenciosos bilaterales, especialmente en el orden económico, así como la divergencia de intereses y métodos a aplicar en cuestiones de alcance global, además de la competición estratégica desatada en entornos geopolíticos (América Latina, África) que para China representan hoy una necesidad inapelable para garantizar su ritmo de crecimiento, parece abocar a ambos socios y contendientes a un conflicto tibio y prolongado cuyos resultados no pueden prejuzgarse.
En tal tesitura, el recurso al nacionalismo brindará al PCCh el argumento y la coartada precisa para persistir contra viento y marea en su proyecto modernizador. Hoy, cuando se celebran los natalicios de Confucio, se promueven las ceremonias y ritos a la antigua usanza, etc., se advierte con claridad que la ideología nacionalista a la que se adhiere el PCCh se apoya en la actualización de su tradición, alejando cualquier repunte de espíritu antitradicionalista como mecanismo de bloqueo de las tendencias occidentalizadoras, rechazadas formalmente desde el inicio mismo de la política de apertura.
Con su éxito, el PCCh ha ido transmutando su ideario original en una decidida apuesta por la reivindicación del legado cultural propio en un sentido amplio, superando las disquisiciones ideológicas de antaño. De esta forma, ha logrado evitar la conformación de una corriente social relevante de hostilidad, fenómeno previsible en función de su erosión ideológica y de la proliferación de manifestaciones sociales y económicas adversas a su ideario tradicional, en virtud de la introducción del mercado o de la pluralización de formas de propiedad, facilitando un mecanismo de identificación social con el régimen que se fundamenta en la supuesta «hostilidad» de un Occidente interesado en impedir su despertar. La cultura tradicional va camino de afirmarse así como un auténtico y eficaz escudo contra la penetración occidental y salvaguarda no solo del hecho cultural en si, sino también del propio sistema político, presentado como expresión y garante de dicha evolución.
Puede que la China emergente y triunfante esté dispuesta a cooperar aceptando las coordenadas principales del orden vigente, mostrando una disposición a aceptar compromisos y abandonando toda aspiración a modificar el statu quo. Ello podría ser así en tanto Occidente extreme el valor de la interdependencia y también en la medida en que la propia evolución del sistema internacional no impida la satisfacción de sus intereses, en especial en cuanto atañe a la culminación de su proceso de desarrollo interno y al reconocimiento de sus potestades en el orden regional.
Por el contrario, podemos hallarnos ante una China partidaria de la ruptura del statu quo si llega a la convicción de que ni su autoridad ni sus ambiciones, ambas en proporción a sus dimensiones naturales, le son reconocidas. Es obvio que si ambiciona un sistema regional que asuma su superioridad, ello exigirá modificar el actual estado de cosas y enfrentarse a EE.UU. y sus aliados regionales a fin de lograr el reconocimiento de su nuevo perfil. El desempeño de un papel preponderante exigirá moderación de sus vecinos (una neutralidad activa y limitante de la soberanía), sin descartarse en modo alguno el recurso a medidas de presión que permitan hacer valer sus intereses.
Pero puede también que no ocurra ni una cosa ni la otra si China se adentra en una espiral desestabilizadora como consecuencia del agravamiento de las tensiones internas. Sin duda, la próxima década será decisiva para gestionar tan compleja agenda, tarea que será abordada por esa nueva generación de dirigentes que asumirá las riendas del país a partir de 2012. De su habilidad para sortear las múltiples tensiones económicas, sociales y políticas dependerá que Beijing pueda satisfacer sus ambiciones más profundas, sentando, ahora sí, las bases definitivas para cerrar el período de decadencia iniciado en el siglo XIX y pasando a ocupar de nuevo una posición de privilegio en el orden global.
En cualquier caso, cabe señalar que la primera prioridad de China seguirá siendo el asegurar la supervivencia en un entorno no del todo fácil; en segundo lugar, afirmarse como parte integrante y activa del orden internacional; y tercero, culminar su modernización. Sobre la base de estas tres constantes que podemos apreciar a lo largo de su reciente historia, cabría predecir un comportamiento básicamente estable y estabilizador a nivel global en tanto disponga de garantías para salvaguardar su sistema político, asegurar la soberanía y recuperar plenamente su integridad territorial, todos ellos objetivos equiparados a intereses fundamentales e irrenunciables pero que pudieran ser motivo de tensiones con terceros países.
Xulio Ríos Paredes, en ieee.es/
Notas:
(1) Esta expresión alude al gradualismo y a la experimentación, notas que caracterizan el proceso de reformas, aludiendo también a la necesidad de analizar localmente los efectos de una medida antes de generalizarla en el conjunto del país.
(2) ANGUIANO, Eugenio (coord.), China contemporánea, México, El Colegio de México, página 268.
(3) SUN, Zi, El arte de la guerra, Beijing, Ediciones en Lenguas Extranjeras, pág. 21.
(4) LI, Hongmei, El Tío Sam ya está muy viejo para ser líder en Asia, Diario del Pueblo, http://spanish.peopledaily.com.cn/31619/7162472.html, 11.10.2010. Fecha de la consulta: 11.10.2010.
(5) RIOS, Xulio, China en 88 preguntas, Madrid, La Catarata, 2010, pág. 264.
(6) BREGOLAT, Eugenio, «China: el desarrollo galopante», El Imparcial (13.09.2010), 12
(7) China Internet Information Center, China, una nación en vías de desarrollo se enfrenta a problemas de crecimiento, disponible en http://spanish.china.org.cn/china/txt/2010/10/06/content_21067385.htm. Fecha de la consulta: 11.10.2010.
(8) Agencia de Noticias Xinhua, «China se enfrenta a grandes obstáculos para lograr meta de conservación energética», 18 de agosto de 2010, disponible en http://spanish. news.cn/enfoque/2010/08/18/c_13450599.htm. Fecha de la consulta: 11.10.2010.
(10) Xinhua, «Primer ministro Wen explica «China real» en debate de ONU, 23.09.10. http://spanish.news.cn/mundo/2010/09/24/c_13526816.htm Fecha de la consulta: 23.09.2010.
(11) Xinhua, «China’s developing-country identity remains unchanged», 13 de agosto de 2010, disponible en http://www.china-embassy.org/eng/gdxw/t723893.htm Fecha de la consulta: 13.10.2010
(12) RIOS, Xulio, Desarrollo, unidad y democracia «a la China», en Política Exterior núm.137, septiembre-octubre 2010, pág. 42
(13) RIOS, Xulio, «Un Nobel a tiempo», en El País (12.10.2010).
(14) Las actitudes occidentales no aislarán a China, en Diario del Pueblo, 30.09.2010, http://spanish.people.com.cn/31619/7155634.html Fecha de la consulta: 09.10.2010.
(15) MALENA, Jorge E., China, la construcción de un país «grande», Buenos Aires, Céfiro, 2010, pág. 83. Esta obra constituye una excelente aproximación a esa aspiración de China de convertirse en un «país grande» de la comunidad de Estados.
(16) Principio aplicado en la política exterior y que alude a la necesidad de mantener un perfil bajo y discreto, garantizando la participación en todas aquellas acciones que no contradicen los cinco principios de la coexistencia pacífica, pero sin liderarlas, evitando que China se presente como cabeza de organizaciones y movimientos de signo internacional, especialmente aquellos que pueden herir susceptibilidades. La frase alentó muchas especulaciones sobre las «verdaderas intenciones» de China en el plano diplomático, una vez recupere plenamente su poderío nacional.
(17) Accesible en http://www.china.org.cn/e-white/5/index.htm
(18) OVIEDO, Eduardo Daniel, China en expansión, Córdoba (República Argentina), Editorial de la Universidad Católica de Córdoba, 2005, pág. 39.
(19) RIOS, Xulio, China: de la A a la Z, Diccionario general de expresiones chinas, Madrid, editorial Popular, 2008, pág. 65.
(21) Una visión general de esta problemática puede encontrarse en OVIEDO, óp. cit. 198.
(22) RIOS, Xulio, Mercado y control político en China, Madrid, La Catarata, 2007, pág. 137.
(24) ANGUIANO ROCH, Eugenio, «China como potencia mundial: presente y futuro», en CORNEJO, Romer (coord.), China, radiografía de una potencia en ascenso, México, El Colegio de México, 2008, pág. 97.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
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