I. El futuro es hoy
El Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), al encomendarnos este cuaderno de estrategia titulado «Las potencias emergentes hoy: hacia un nuevo orden mundial», ha querido acotar nuestro trabajo, de forma inequívoca, tanto en el espacio como en el tiempo.
En el espacio, ya que al describir un fenómeno de tan clamorosa actualidad como es la irrupción con gran fuerza –por vez primera, en algunos casos; o como una nueva edición de la Historia, en otros– de nuevos y poderosos actores en el panorama mundial, ha querido circunscribirlo a cuatro de entre ellos, los llamados BRIC (Brasil, Rusia, India y China), sin duda los más importantes. Se trata de actores distintos de los que hasta hace poco han venido dominando la escena internacional –clasificados estos últimos bajo la designación genérica de «primer mundo»– y a los que por su reciente surgimiento –o resurgimiento– se les ha dado en llamar «potencias emergentes». Su imponente dimensión geográfica, su impresionante demografía, sus ingentes recursos naturales, sus espectaculares índices de crecimiento económico y, en la mayor parte de los casos, su fuerte identidad cultural, todos ellos factores que configuran a las grandes potencias, están impulsando un rápido y nítido desplazamiento del eje de gravedad económico y político del mundo desde el Occidente hacia el Este y hacia el gran Sur; hacia Asia y el Pacífico y hacia algunos conjuntos del hemisferio meridional.
En el plano temporal, al situar el fenómeno que acabamos de describir en el día de hoy, en las postrimerías de 2010, el IEEE ha querido huir de los planteamientos prospectivos al uso, que consisten en hacerse la pregunta de cómo será el mundo de aquí a quince o veinte años y tratar de responderla echándole más o menos imaginación. Como decía Niels Bohr (1), «hacer predicciones es muy difícil, sobre todo cuando se trata del futuro». Lo que vaya a pasar en el futuro tiene mucho que ver con lo que está pasando en el presente. El análisis prospectivo, la visión de futuro se hace a base de escudriñar las actuales tendencias y de proyectarlas hacia un tiempo más o menos lejano. Muy pocas veces los futurólogos predicen hechos que se aparten de esta lógica. De ahí que todas las ponencias de este cuaderno se centren en un pormenorizado análisis del presente, como fundamento de los escenarios a que la evolución posterior de los acontecimientos pueda dar lugar. Es en ese sentido por lo que puede afirmarse que el futuro es hoy. Luego veremos que esa misma afirmación es también aplicable a la necesidad de ponerse a trabajar desde hoy mismo si queremos ayudar a configurar nuestro destino.
II. Los cambios imprevistos… y los previstos
No se nos debe ocultar, sin embargo, que muchas veces acontece que una buena observación del presente no nos conduce necesariamente a una acertada predicción de acontecimientos venideros. De hecho no hay evidencias concluyentes de que el cambio dramático que se produjo durante las dos últimas décadas, que han sido la bisagra entre dos siglos, hubiese sido científicamente previsto. Como tampoco lo fueron los factores que impulsaron el cambio: la caída del Muro de Berlín; la penetración de Internet; la orgía de terror que comenzó el 11 de septiembre; y la crisis económica. O las consecuencias del cambio mismo, entre las que sobresale el alumbramiento de un mundo multipolar y el (re)surgimiento de las potencias emergentes.
Imprevistos, o simplemente ignorados, el hecho es que los cambios acaecidos nos han traído un mundo muy diferente al que nos habíamos habituado a vivir hasta 1990. En efecto:
El fin de la guerra fría, simbolizado por la caída del Muro de Berlín, trajo consigo igualmente el fin de la confrontación entre dos polos ideológicamente opuestos. Con el crepúsculo de ese mundo bipolar nacía, al mismo tiempo, un breve período de predominio unipolar norteamericano y, con él, el de su modelo de democracia política y liberalismo económico. Una doble coincidencia que llevaría a Francis Fukuyama a predecir «el fin de la Historia» (2) cuando ese modelo se extendiera indefectiblemente por todo el planeta.
Por otro lado, el acceso cuasi universal a las redes digitales, Internet en particular, junto con otros avances tecnológicos sorprendentes en el campo de las comunicaciones, dieron lugar al nacimiento de ese fenómeno conocido como «globalización» y que, básicamente, significa que todo lo que sucede en un rincón de la tierra, sea bueno o malo, se conoce en su otro extremo inmediatamente, en tiempo real. De ahí la metáfora del «mundo plano» de Thomas Friedman (3).
Además, los brutales ataques terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono, seguidos por los perpetrados en Madrid, Londres, Djakarta o Nueva Delhi, describen elocuentemente el fin de la división ideológica (4) de la guerra fría y el comienzo de lo que Amin Maalouf llama «la lucha de identidades» (5) y Huntington «el choque de civilizaciones» (6).
Finalmente, la reciente crisis financiera y sus todavía persistentes y graves secuelas económicas, ha golpeado, como queriendo contradecir a Fukuyama, con mucha mayor intensidad que en otros lugares a las llamadas democracias occidentales, poniendo de relieve las debilidades del sistema capitalista, el fracaso de «la mano invisible» para regular los mercados y la necesidad de volver a los orígenes y recuperar una mano más firme y más visible: la de la Política, con mayúscula.
Si a estos profundos cambios –imprevistos o ignorados, que para el caso es lo mismo– añadimos los que podrían resultar del análisis de las tendencias actuales, a saber: creciente difuminado de la hegemonía estadounidense y de su «momento unipolar» y aparición de un mundo crecientemente multipolar, definido por el (re)nacer de potencias emergentes –no todas ellas democráticas, lo que hace desvanecer completamente lo que quedaba del sueño de Fukuyama– y el desplazamiento progresivo del centro de gravedad político y económico hacia el Este y de la proyección de estas tendencias a las dos décadas venideras, encontraremos plenamente justificado ese estado de ánimo, entre deprimido y angustiado, que embarga a la humanidad actual. Ese sentimiento de desasosiego –malaise– que se produce al asomarse a una realidad, presente y futura, que se comprende mal y que se intuye nadie controla realmente, que «nadie está al volante» de un mundo que parece «desbocado», como lo describe gráficamente Anthony Giddens (7).
Ello es así, en primer lugar, a causa de la incertidumbre que define unos tiempos extremadamente complejos. Cuanto más sabemos más incierto se presenta el futuro. Es la llamada «paradoja de la incertidumbre» la que está en la base de ese malestar o malaise. Pero, por otro lado, la porción de la realidad que percibimos o intuimos no nos tranquiliza lo más mínimo: una crisis económica global que golpea a países hasta ahora «centrales» en lo político y en lo económico; Estados al rescate de banqueros; poblaciones envejecidas que amenazan la competitividad de nuestras economías y la sostenibilidad de nuestros modelos sociales; competencia a la baja en costes y salarios; el doble desafío del cambio climático y la dependencia energética; la creciente escasez de agua y otros recursos naturales; y el desplazamiento hacia el Este de la distribución global de la producción y el ahorro, e incluso también de los valores. Y, por si fuera poco, las amenazas del terrorismo, el crimen organizado, los estados fallidos o la proliferación de armas de destrucción masiva se ciernen sobre nuestras cabezas.
Por primera vez en la historia reciente existe, sobre todo en Occidente, la creencia generalizada de que nuestros hijos van a vivir peor que sus padres. La nuestra es, pues, una era de incertidumbre, pero también de inseguridad. ¿Estaremos al borde de la tormenta perfecta? ¿Seremos capaces de capearla? ¿Quién estará al timón? Todas ellas son cuestiones fundamentales, que están reclamando unas respuestas positivas.
¿Sabremos encontrarlas? Me inclino por la afirmativa, con base a dos razones fundamentales:
La primera parte de la constatación de que el futuro no está grabado en granito. Está abierto. Por supuesto que no cualquier futuro es posible, entre otras cosas porque está condicionado por factores que escapan a nuestro control. Pero varios futuros sí que son posibles, unos mejores que otros. Nuestro objetivo deberá centrarse en alcanzar los primeros. La segunda razón está en el hecho de que el futuro no se «descubre», sino que se «construye»; y si no lo hacemos nosotros mismos otros lo harán en nuestro lugar, para bien o para mal. Como bien dijo el profesor Richardson (8) «cuando del futuro se trata, hay tres clases de personas: las que dejan que ocurra; las que hacen que ocurra; y las que se preguntan qué ha ocurrido». Si, como es de esperar, nos alineamos con el segundo grupo de personas, tenemos que empezar ya a movilizarnos, pues no hay tiempo que perder. Es en este otro sentido, como antes vimos, donde también se aplica la metáfora el futuro es hoy.
III. Los Retos
Llegados a este punto creo obligado pasar en rápida revista a los principales desafíos con los que hemos de enfrentarnos hoy y en los años venideros, con el fin de identificar las respuestas más adecuadas y así ponerlas en práctica sin dilación. Empecemos por los primeros.
El desafío más importante es hoy sin duda cómo preservar nuestro planeta de la sobrepoblación, el agotamiento de los recursos naturales, la destrucción de la biodiversidad y el cambio climático. De ahora en 40 años habrá dos mil millones más de seres humanos en el mundo. 97% de ese aumento se concentrará en países en desarrollo y sobre todo en los más pobres. Ello puede estimular grandes flujos migratorios, una fuerte presión sobre los alimentos, falta de agua potable para tres mil millones de personas y crecientes concentraciones urbanas: un 57 % de la población mundial habitará en mega-ciudades, con el consiguiente riesgo de mayores niveles de pobreza y exclusión social. El envejecimiento es, y lo será aún más, un rasgo típico de nuestras sociedades. La buena noticia es que la expectativa de vida alcanzará los 83 años de media en 2025. La mala es que en el mundo desarrollado habrá por esa época 100 trabajadores por 42 jubilados. Lo que sin duda someterá a una fuerte tensión a nuestros sistemas de pensiones y de seguridad social (9).
La traslación del centro de gravedad económico desde el Oeste hacia el Este y el Sur, hoy ya en avanzado proceso, se irá acelerando en los próximos años. Ya en 2007 un informe del Instituto McKinsey (10) nos mostraba cómo los mercados financieros en las economías emergentes representaron ese año la mitad del crecimiento del total de los activos financieros. Hoy ese porcentaje es muy superior. En 2050 el PIB de siete economías emergentes (los BRIC –Brasil, Rusia, India y China– más Indonesia, México y Turquía) se estima será un 25% superior al de los Estados Unidos, Japón, Alemania, Reino Unido, Francia y Canadá juntos (11). Esto significa que el peso relativo de EE.UU., la UE y sus aliados naturales irá disminuyendo relativamente. Esto es obvio y no tiene por qué preocuparnos, en tanto en cuanto ese relativo declinar de los actuales países desarrollados frente a los emergentes no se convierta en una pérdida de peso absoluta, en un juego de suma cero en el que haya necesariamente ganadores y perdedores. No es descabellado pensar que el crecimiento de los países emergentes vaya acompañado de mejoras tecnológicas e innovadoras en los países del actual primer mundo que les permita aumentos en la productividad y, por ende, en su capacidad de competir en los mercados globales. Así, y solo así, podremos hablar de una situación en la que todos resulten ganadores –win win, como dicen los anglosajones– que, para ser plena, habrá de extenderse a los que hoy permanecen bajo los umbrales de pobreza.
Preciso es reconocer que el rápido crecimiento económico de los países emergentes ha tenido efectos positivos en la reducción de los niveles globales de pobreza. Descontando los efectos de la presente crisis, el Banco Mundial (12) prevé que para 2015 podrán alcanzarse en este ámbito los Objetivos del Milenio en buena parte del planeta. Pero a este dato positivo hay que contraponer otros que no lo son tanto, a saber: las enormes diferencias entre las regiones del globo; y los aumentos de las desigualdades entre países de una misma región o entre zonas del mismo país. En este sentido, si bien el descenso de la pobreza ha sido notable en China, lo que sin duda ha tenido un fuerte impacto en la reducción global de la pobreza, los países del África Subsahariana arrojan el resultado opuesto con una inquietante proyección de aquí a solo 5 años de un 37% de la población viviendo con menos de un dólar y cuarto al día.
Otro subproducto nada positivo del crecimiento de las economías emergentes es la excesiva presión a la que se ve sometido el medio ambiente por dicho crecimiento, en especial en lo que se refiere al aumento de las emisiones de efecto invernadero. Los países emergentes están contribuyendo al calentamiento global dos veces más que el resto del mundo. Si no cortamos entre todos drásticamente las emisiones de CO2 la temperatura del planeta aumentará hasta la insoportable cifra de 6 grados centígrados (13). Otro efecto preocupante del crecimiento económico de los países emergentes será la mayor demanda de energía, lo que traerá consigo precios más altos y una mayor dependencia de los combustibles fósiles –petróleo, gas, carbón– que no están lejos de su agotamiento y por ende son altamente contaminantes. Se planteará así un doble problema: de abastecimiento energético y de agresión al medio ambiente (14).
En el plano de las relaciones de poder el sistema internacional está también experimentando un cambio radical, que reclama respuestas igualmente novedosas. El «momento unipolar» que sucedió a la bipolaridad propia de la guerra fría no fue más que eso: un episodio pasajero. El poderío militar de los Estados Unidos sigue siendo ciertamente considerable, esto es innegable. Pero también lo es el hecho de que cada vez resulta menos relevante para poder afrontar por sí solo los desórdenes globales. Como pronostica el National Intelligence Council (15) norteamericano, de aquí a 15 años «los EE.UU. serán uno más de entre un buen número de actores importantes en la escena internacional, aunque el más poderoso». Con todo y con eso, la capacidad de los Estados Unidos de garantizar el suministro de los llamados «bienes comunes» (estabilidad y seguridad, esencialmente) será cada vez menor. Al propio tiempo, las divisiones y las vacilaciones europeas previsiblemente inhabilitarán a la UE para llenar el vacío creado por la retirada progresiva norteamericana y por un igualmente progresivo pero imparable traslado del centro de gravedad del poder desde el Oeste hacia el Este y el Sur. Junto a la globalización económica asistiremos a una cada vez mayor fragmentación del poder político. Los Estados Nación verán cómo el monopolio de poder que detentaban hasta ahora es puesto a prueba por otros actores no estatales: grandes empresas, organizaciones no gubernamentales o, lo que es más inquietante, organizaciones terroristas, estados fallidos, cárteles de la droga, todos ellos florecientes al amparo de la globalización. Como dice Richard Haas, «el poder se encuentra hoy en muchas manos y en muchos lugares»; de ahí que frente a la multipolaridad que caracteriza las actuales relaciones de poder en el mundo, y mucho más aún las futuras, y que comporta un relativo equilibrio en la intensidad y en la homogeneidad de los distintos actores, unos cuantos Estados u organizaciones regionales, este analista prefiera hablar de no-polaridad, en la que los actores son múltiples, diversos y con diferentes grados y tipos de poder (16).
IV. Las respuestas
Todos y cada uno de los retos anteriormente mencionados –y muchos otros que no se mencionan por no alargar en demasía esta introducción– afectan y afectarán a los distintos países y regiones de forma desigual y a un ritmo diferente. Pero al final todos se verán afectados de igual o semejante manera. Por eso las respuestas a tales desafíos pueden no ser las mismas en un principio, pero a largo plazo acabarán siendo comunes y globales, como lo son también los desafíos.
Los problemas específicos que los países emergentes deberán afrontar con carácter prioritario son, fundamentalmente, los siguientes: reducir grandes bolsas de pobreza y crecientes desigualdades socioeconómicas; hacer compatible el crecimiento económico con la preservación del ecosistema; resolver adecuadamente las profundas disparidades étnicas y sociales existentes en su seno; atender la creciente demanda de sistemas de protección social (educación, sanidad, pensiones). El remanente de riqueza nacional acumulado por su rápido crecimiento económico debiera dedicarse a resolver tales problemas.
En el mundo desarrollado (17) la mayor y más urgente necesidad es dotarse de una economía altamente competitiva, basada en el conocimiento y la innovación, capaz de general el valor añadido suficiente para crear empleo, mantener la cohesión social y luchar contra las agresiones al medio ambiente. A tal fin, y para empezar, hay que reformar sin demora las instituciones financieras y sus mecanismos de vigilancia si queremos evitar una nueva crisis. Deberemos también mejorar nuestro capital humano como factor estratégico para poder competir en la economía global: educación, educación, educación, más y mejor, a todos los niveles, es la clave para alcanzar dicho objetivo.
Si queremos sacar el mayor provecho del potencial que nos ofrece la revolución tecnológica, deberemos hacer cambios importantes en nuestros mercados de trabajo. Algunos países ya han llevado a cabo con éxito reformas basadas en el modelo acuñado en Dinamarca y conocido como flexiseguridad (flexicurity). Consiste, en pocas palabras, en favorecer a la vez la protección y la empleabilidad de los trabajadores y la flexibilidad de contratación por parte de las empresas para adaptarse a una economía en constante evolución. Otros países deberán aprender de esas experiencias para adaptarlas a sus peculiares circunstancias nacionales. Incrementar la productividad debe ser la prioridad, haciendo que los niveles de ingreso sean directamente proporcionales a las ganancias de productividad.
Para afrontar los problemas energéticos es importante combinar las políticas de ahorro de energía, diversificación de fuentes de suministro y una apuesta resuelta por las energías renovables: solar, eólica, técnicas de carbón limpio, junto con un desapasionado debate sobre la energía nuclear. La lucha contra el cambio climático ciertamente se beneficiará de las políticas que acabamos de mencionar en el campo de la energía. Pero mucho nos tememos que no basten y que sea necesaria una nueva revolución industrial, para la que se requerirá una importantísima movilización de recursos. Digan lo que digan algunos representantes de la reacción más ultraconservadora, la mayor parte del pensamiento científico coincide en que lo que está en juego es ni más ni menos que la supervivencia del planeta, la de nuestros hijos y nietos.
Otro importante desafío para todas las sociedades, pero que se presenta de forma más acuciante en el llamado «primer mundo», es el desafío demográfico. Ya vimos antes que nuestras envejecidas sociedades presionan fuertemente nuestros sistemas de pensiones, de salud y de bienestar social, a la par que socavan nuestra competitividad. Urge adoptar un conjunto de medidas encaminadas a aumentar la participación femenina en el mundo del trabajo, a base de conciliar la vida familiar y la profesional; hay que aproximar la edad de retiro real a la legal y considerar la jubilación como un derecho más que como una obligación; hay que desarrollar políticas de inmigración proactivas y adaptadas a nuestras necesidades demográficas y de nuestros mercados de trabajo; y, finalmente, es preciso aumentar la productividad a fin de generar un excedente capaz de mantener nuestro modelo social.
V. Los nuevos actores
La sopa de letras
Desde que Jim O´Neill, analista de Goldman Sachs, acuñase en 2001 el acrónimo BRIC´s (en inglés, ladrillos), para describir gráficamente la rápida e impetuosa aparición en la escena internacional de cuatro gigantes políticos y económicos –Brasil, Rusia, India y China- como algo ineluctable y necesario («el mundo necesita reconstruirse con mejores ladrillos –bricks– económicos globales») (18), no han cesado de publicarse estudios abundando en el mismo tema y en el consiguiente giro de las relaciones de poder mundiales tras el desplazamiento del centro –de los centros, para ser más precisos– de gravedad de las mismas. La propia Goldman Sachs, tan conspicua en la actual crisis financiera, ha seguido dedicando una especial atención al fenómeno detectado por O´Neill. Así, en un estudio aparecido en 2003 (19), se hace eco de la transcendencia que las referidas cuatro nuevas potencias supone ya, y supondrá aún más en el futuro, para la economía mundial: las cuatro en su conjunto superan la riqueza de los países más desarrollados de Occidente, ocupan la cuarta parte de las tierras emergidas y detentan un 40% de la población mundial. Todas las previsiones iniciales han sido superadas por la realidad: China superó la riqueza de Alemania en 2007, la de Japón en 2010 y superará la de los EE.UU. en 2027. Y no faltan analistas que detectan en India una aún mayor capacidad de crecimiento si mejora la formación de su capital humano.
Las cuatro –dos democracias, una autocracia y una democracia soberana no liberal– han sabido adaptar sus sistemas productivos a la economía de mercado y se han convertido con ello en otros tantos motores de crecimiento: China e India a base de manufacturas y servicios; Rusia con su potencial energético y de materias primas; y Brasil con una equilibrada combinación de unos y otros. Pero junto a estos datos positivos hay que contabilizar otros que lo son menos: así, mientras que en 2025 la renta por habitante en los Estados Unidos se estima en 57.000 dólares, en China será de 12.500. Si de aquí a esa fecha la población de Brasil e India seguirá creciendo (este último país será el más poblado del mundo), en Rusia y en China decrecerá, con el consiguiente envejecimiento de sus poblaciones. Finalmente, los problemas que todavía aquejan a los BRIC –pobreza, desigualdad, corrupción, terrorismo, concentración de la población en macrociudades– hacen que sus índices de desarrollo humano estén muy alejados de los del mundo occidental. Sus problemas sociales, sus divisiones étnicas, la dependencia energética de India y China y el alto consumo de energía en todos ellos, junto con problemas geopolíticos nada desdeñables –Taiwan, Pakistán, nacionalismo en Asia Central– condicionan fuertemente sus capacidades de influencia.
No faltan quienes critican el excesivo énfasis puesto en los cuatro países incluidos en los BRIC y la falta de interés aparente por otras potencias emergentes, de tamaño en algunos casos menor, pero con gran proyección de futuro. Se citan, entre otros, los casos de Corea, hoy la décimo quinta economía mundial, pero que reunificada superaría en riqueza por habitante a los EE.UU. en 2050; o de México, hoy la décimo tercera, pero que si logra superar el contagio de la crisis de su vecino del norte y mantiene tasas de crecimiento cercanas al 5% podría igualarse a Alemania. Sin olvidar a Indonesia, el cuarto país más poblado del planeta, una prometedora democracia y una pujante economía. Ni tampoco a Turquía, bisagra estratégica entre Europa y Asia, cuyo desarrollo político y económico y creciente influencia regional la convierte en un importante actor emergente y en un factor prioritario de la política de ampliación de la Unión Europea. Ni por supuesto a otras pujantes economías del Golfo o del Sudeste asiático, como Hong Kong, Singapur, Vietnam, Tailandia o Malasia, todas ellas de limitado tamaño si se les considera individualmente, pero potencialmente influyentes si se integran en conjuntos regionales más amplios.
Es por esta razón por la que frente al acrónimo BRIC han surgido otros que, como una sopa de letras recalentada, han tenido menos fortuna. Así: IBSA (India, Brasil, Sudáfrica) Trilateral Fórum; BRICK (los cuatro más Corea); BRIMC (ídem más México); BRICA (ídem más los países Árabes del Golfo); BRICET (ídem más Este de Europa y Turquía); CIVETS o «gato de algalia» en español (Colombia, Indonesia, Vietnam, Egipto, Turquía, Sud África). Incluso hay quienes hablan de los «Próximos 11» o NEXT 11 (20); o quienes, hastiados del monopolio BRIC en la terminología al uso, hablan de CEMENT, iniciales en inglés de «Países en los Mercados Emergentes Excluidos por la Nueva Terminología». Pero por encima de estas disquisiciones un tanto bizantinas destaca una evidente realidad: la enorme transcendencia de los cuatro países integrantes de las siglas de O´Neill en la nueva configuración del poder global.
¿Son los BRIC un nuevo bloque de poder?
Nos hacemos esta pregunta, no por curiosidad académica, sino por la posible influencia que una respuesta positiva o negativa pueda tener para el sistema de relaciones internacionales. Y también porque algunos de los integrantes del grupo han acariciado la idea de que una cierta alianza, basada en las afinidades respectivas, podría resultar ventajosa para sus intereses particulares. Incluso se han celebrado un par de reuniones al más alto nivel para escenificar esa idea. La primera, auspiciada por el Presidente Medvédev, en la ciudad rusa de Ekaterimburgo, en junio de 2009. De aquella cumbre no salieron compromisos en firme, sino tan solo una declaración a favor de un orden multipolar, en un intento de ofrecer un cierto contrapeso al predominio occidental. Tampoco la cumbre celebrada en Brasilia, en abril de 2010, la segunda y última hasta la fecha, fue más allá de la escenificación de un deseo de mostrar lo que les une –su voluntad de contar en el concierto internacional– que lo que les separa. Que es mucho.
Si bien las cuatro potencias abarcan la mayor extensión territorial y demográfica del mundo, lo que justifica sobradamente su participación en el G20 como foro de coordinación de la economía mundial, existen suficientes diferencias políticas, económicas y culturales y de intereses geoestratégicos, para considerar que puedan lograr articular un marco de relación estable y suficientemente organizado como para constituirse en un bloque de poder alternativo, no ya al de las potencias euro-atlánticas que ha venido dominando el sistema internacional desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, sino al que resulte del nuevo sistema multipolar.
Más importancia tienen organizaciones eminentemente asiáticas multilaterales, como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), alianza multilateral con una creciente significación en el orden militar, formada en 2001 por China, Rusia y países de Asia Central, con India, Pakistán y otros como asociados. O el IBSA Trilateral Fórum entre Brasil, India y África del Sur, que antes mencionamos.
¿Son una oportunidad o una amenaza?
Decía Ortega y Gasset (21), que «la ocasión que lleve súbitamente a término el proceso [de integración europea] puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico». Este nada descabellado vaticinio muestra cómo, en el imaginario colectivo, el avance del coloso chino –y no solo el del integrismo islamista– se percibe más bien como una amenaza que como una oportunidad. Y lo mismo cabe decir, por extensión, de los otros BRIC en lo económico y de todos menos Brasil – y quizás India– en lo político. Desde luego en lo económico el crecimiento de las nuevas potencias es percibido como algo que se hace a costa del estancamiento relativo de los países desarrollados.
Y esto, como antes apuntábamos no tiene por qué ser así. El que la riqueza se reparta en otros lares no quiere decir que la pobreza se instale en los nuestros. Como demuestra un reciente estudio de la OCDE (22) el crecimiento global del PIB en los diez últimos años se debe más al mundo en desarrollo que a las economías avanzadas. Si siguen las tendencias actuales los países en desarrollo detentarán el 57% del PIB mundial en 2030. Las economías más dinámicas, sobre todo los gigantes asiáticos, China e India, son potentes motores del crecimiento y están contribuyendo decisivamente a la recuperación tras la crisis. La prosperidad creciente en estos y otros países emergentes representa una enorme oportunidad para todos: por ejemplo, cerca de 500 millones de personas han salido de la extrema pobreza en las dos últimas décadas, un progreso sin precedentes en los tiempos modernos.
China e India, por primera vez desde el siglo XVIII, recuperan la posición que tuvieron hace más de dos siglos y se convierten en los principales contribuyentes al crecimiento económico mundial, con un 20 y un 15 por ciento, respectivamente. Este crecimiento global ha tenido también un reflejo en las relaciones Sur-Sur. En las dos últimas décadas, mientras el comercio mundial se multiplicó por cuatro, el comercio Sur-Sur creció veinte veces. Esto quiere decir que la deriva del foco de creación de riqueza hacia el Este y hacia el Sur, siempre que comporte para el Oeste una pérdida relativa de posiciones, pero en ningún caso absoluta, es una buena noticia para todos. El resurgir de «los otros» no tiene que ser una amenaza para «nosotros».
Obviamente el crecimiento económico no es todo. La desigualdad extrema sigue siendo un problema. Es más, continúa aumentando rápidamente entre países en rápido crecimiento. Como crece la pobreza en África. El excedente creado por el crecimiento debe ser aplicado a la reducción de aquellas desigualdades a través de políticas públicas. El desarrollo debe ser una prioridad en la agenda del G20 como acaba de ponerse de manifiesto en Seúl. Los BRIC son y serán ciertamente un motor de crecimiento, pero ellos mismos tardarán décadas en alcanzar el nivel de riqueza per cápita de los países desarrollados. Seguirán siendo pobres mientras se van haciendo más ricos, esa es la paradoja de su «doble identidad», lo que sin duda influirá en la resolución de sus importantes problemas internos y en su relación con el resto del mundo. A continuación se resume la situación en cada uno de ellos, que es analizada extensamente en las ponencias de este cuaderno.
China
Por su imponente extensión geográfica, su exuberante demografía y su espectacular crecimiento económico, China está llamada a recuperar la relevancia que «el Imperio del Medio» tuvo hace más de dos siglos. Es actualmente la segunda economía del mundo y, si sigue creciendo al ritmo de un 10% anual, en dos décadas superará a los Estados Unidos. No obstante, importantes desafíos internos condicionan su progreso. Destacan, en el plano económico, una producción en exceso intensiva en mano de obra y energéticamente dependiente y muy contaminante. A pesar del rápido progreso en el nivel de vida de su población sigue contando con más de 150 millones de pobres y ocupa el puesto número 103, con unos 3.687 $ –13 veces menos que EE.UU.– en la clasificación mundial de la renta por habitante. En el plano social y político existen tensiones más o menos latentes –minorías, carencia de mecanismos adecuados de protección social– que irán creciendo al compás del desarrollo económico.
El enorme peso de factores histórico-culturales y civilizatorios, como el confucionismo y el sino-centrismo, encarnados hoy en el cuerpo del Partido Comunista Chino (PCCh) –que está rentabilizando la indudable mejora del nivel de vida de gran parte de la población y la recuperación de la grandeza perdida con afirmación del país en la esfera internacional– impide que el progreso económico lleve aparejado de forma automática una evolución hacia formas más democráticas de gobierno, al menos en el corto y medio plazo.
Las fragilidades internas y la fortísima impronta de una cultura y de una historia milenaria, hace extremadamente aleatoria cualquier predicción de comportamiento en el plano internacional. Hoy por hoy China se define por su tendencia a colaborar a mantener el statu quo multipolar, asumiendo el rol de superpotencia, tomando parte activa en la gobernanza global, movida sobre todo por la necesidad de ir ganando tiempo en su proceso de modernización. Nada debe distraerle de este objetivo, de ahí que no pretenda «sinizar» el mundo, ni siquiera formar un directorio con un G2 con Estados Unidos. Cuál sea la evolución en un futuro más lejano es una incógnita en estos momentos: Dependerá de cómo se vayan resolviendo sus tensiones internas antes mencionadas. Pero también las externas: con Japón, por cuestiones territoriales y regionales; con Estados Unidos y sus aliados asiáticos por Taiwan; con Rusia por Siberia; con la India por cuestiones geopolíticas; y con la comunidad internacional en general por sus «amistades peligrosas» con Pyongyang y Myanmar. Parece probable que una puesta en tela de juicio de su liderazgo regional o de su papel de actor global haría que su comportamiento fuese menos cooperativo. En todo caso, el mundo tendrá que irse acostumbrando a lidiar con el nacionalismo con el que el PCCh ha sabido aglutinar a tan numerosa como heterogénea población.
India
En el siglo XVI la India, junto con China, producían el 60 por ciento de la riqueza en el mundo, lo que despertó el apetito colonialista europeo. La sobreexplotación y el mal gobierno al que fue sometida acarrearon su decadencia a lo largo de los siglos XIX y XX. Pasados los atribulados años que siguieron a su independencia, mal digeridas la guerra con China y la separación de Pakistán, las últimas dos décadas han sido testigo de la eclosión de la mayor democracia del mundo, cuyas raíces hay que buscarlas no tanto en el legado británico como en la propia convicción de la necesidad de que el poder militar se subordine al civil.
Superado el bajón impuesto por la crisis, India ha recuperado la senda de un fuerte crecimiento económico del orden del 7 por ciento anual, apoyado en el outsourcing tecnológico, en la abundancia de hierro y otros minerales, en una poderosa industria del acero, química, textil y farmacéutica (genéricos) y en un competitivo sector de servicios. Entre sus debilidades está el excesivo peso de la población agrícola (51%) sobre el total, la carencia de fuentes de energía (lo que le ha movido a firmar el Acuerdo 123 con los EE.UU. para potenciar la industria nuclear), una deficiente red viaria y de ferrocarril, excesiva e ineficaz burocracia, corrupción, reglamentaciones abusivas, etc. La población crece de forma incontrolada, sobre todo en las zonas más deprimidas, lo que reduce fuertemente la riqueza disponible por individuo. Por eso debe conseguir una tasa de crecimiento estable superior a la actual y más cercana al 10%. A pesar de ello ya hoy 300 millones de indios pertenecen a las clases medias. En 2030 India será el país más poblado del mundo, superando a China. Y, sin embargo, la fuerza laboral está insuficientemente cualificada para acompañar el gran salto tecnológico. Faltan ingenieros de alto nivel y los que se forman en India se van a trabajar a los Estados Unidos o Europa. Es urgente que India liberalice su economía y mejore sustancialmente su sistema educativo.
Los principales retos internos, aparte de los económicos, dimanan de la gestión de la diversidad lingüística (predominan el hindi y el inglés, junto con otras 14 lenguas oficiales), religiosa (el Hinduismo es la religión mayoritaria, seguida del Islamismo que practican 156 millones de personas y, en menor medida, el Jainismo) y sociales (muy bajo IDH, grandes desigualdades sociales, pervivencia fáctica del abolido sistema de castas, movimientos revolucionarios como el maoísmo naxalita). Otro problema con que ha de enfrentarse es la próxima sucesión de la dinastía Ghandi-Nehru: el candidato más probable por el mayoritario Partido del Congreso es el joven e inexperto Rahul Ghandi, hijo del difunto Rajiv y de la actual Presidenta del Congreso Sonia Ghandi.
Entre sus prioridades internacionales está la de asentar su crecimiento económico y así poderse constituir en un polo relevante de poder, en un actor global en un mundo multipolar. De ahí que su objetivo sea entrar a formar parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas como miembro permanente, para lo que cuenta con el apoyo de Estados Unidos. Este país es, en efecto, el principal aliado de India, pese a su auto-calificación de país no alineado. Las razones son obvias: las posibles amenazas a su seguridad procedentes de China y Pakistán y los conflictos latentes a ellas vinculados en relación con Cachemira, Nepal, Myanmar o Sri Lanka.
Brasil
El eterno «país del futuro» que nos describía Stephan Zweig a mediados del pasado siglo se ha convertido en los primeros años de éste en una realidad del presente. Su suelo (8,5 millones de kilómetros cuadrados, el quinto más extenso del planeta) encierra grandes riquezas naturales, minerales diversos y petróleo en particular (figura entre los 10 principales productores mundiales). Cuenta con unas potentes industrias automotriz, aeronáutica y agropecuaria. Es la primera potencia militar de Latinoamérica y posee una alta tecnología nuclear civil y militar –esta última centrada en la construcción de submarinos atómicos– que desarrolla en estrecha cooperación con Francia. La crisis económica le ha afectado más que al resto de los BRIC, por lo que su crecimiento ha sido algo menor. Con todo, la que era 10ª potencia económica mundial en 2006 ha pasado a ser la 8ª en 2009 y será la 7ª en 2010. Aunque cuenta con un número de habitantes (190 millones) muy inferior a China e India, pero algo superior a los 144 millones de Rusia, la tasa de crecimiento es alta y será probablemente el único país del grupo con una población joven transcurridas las próximas décadas.
Como en el resto de los BRIC los pies del gigante siguen siendo de barro: la desigualdad y la pobreza son sus principales debilidades. Es el segundo país del mundo donde las desigualdades en el reparto de la riqueza son mayores (las diferencias entre pobres y ricos son de 34 a 1), si bien en los últimos años las políticas sociales impulsadas por el Presidente Lula han aumentado el porcentaje de clases medias y 30 millones de personas han salido de la pobreza extrema. Con todo, Brasil ocupa el número 62 en el ranking de la riqueza por habitante.
El otro gran problema de Brasil, que en los últimos años ha ganado notabilísimamente en estabilidad política y económica, es la inseguridad ciudadana, con 25 homicidios por cada 100.000 habitantes. Ello se debe en gran parte a las grandes bolsas de marginalidad de las grandes ciudades, Río y Sao Paulo principalmente, pero también a la rápida implantación del narcotráfico.
Su proyección como potencia regional es indiscutible. Su liderazgo es claro en países como Venezuela, Bolivia o Uruguay, si bien se enfrenta a mayores reticencias en Argentina o México. Se trata de un liderazgo silencioso, ganado a base de una discreta y eficaz diplomacia y un activo papel de pacificador en la región (en Haití y entre Colombia y Venezuela).
Frente a sus reticencias hacia el ALCA opone su apoyo a UNASUR. En el plano mundial sus aspiraciones se centran en el reconocimiento a su papel de gran potencia, materializado en la reivindicación de un puesto permanente en el Consejo de Seguridad y su afirmación en el G-20 y en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Practica un multilateralismo activo y mantiene buenas relaciones con los Estados Unidos y Europa, a los que a veces gusta de inquietar con coqueteos con personajes como Ahmadineyad, precisamente para mostrar su capacidad de interlocución y, por qué no también, para de paso hacer valer su independencia frente al poderoso amigo y aliado del norte.
Rusia
Después de un decenio de fuerte declive económico, la Federación Rusa emprendió una senda de rápido y estable crecimiento a partir de 2007, con unas tasas medias anuales en torno al 7 por ciento. Ello ha sido posible por la puesta en marcha por los Gobiernos de Putin y Medvédev de unas políticas fiscal y macroeconómica adecuadas y profundas reformas en sectores clave de la economía. Si sigue por ese camino, invierte en capital humano, diversifica su economía y se integra en los mercados globales, en quince años podrá tener una riqueza por habitante de país desarrollado. Los principales obstáculos que tendrá que ir superando son la caída y el correlativo envejecimiento de la población, la disminución de las inversiones en energía, infraestructuras, educación o sanidad, el infradesarrollo del sistema bancario, un deficiente estado de derecho, la corrupción y el crimen organizado. Pero, sobre todo, deberá colmar ese desajuste de valores (values gap) entre las pulsiones a favor del libre mercado con fuerte presencia del Estado en lo económico y aquellas otras proclives al autoritarismo en lo político, que se reflejan a su vez en su sempiterna alma bipolar: pro occidental, de un lado; y de soberanía democrática o dirigida, de corte asiático.
En menos de dos décadas Rusia ha tenido que superar el gran trauma de la desaparición de la URSS y enfrentarse a una serie de retos internos. Entre ellos destacan la reordenación de las fronteras y el control y la gestión de su inmenso espacio: más de 17 millones de kilómetros cuadrados, la mayor porción de tierras emergidas del planeta; la recuperación de la autoridad política y social; el reemplazo de la economía planificada, tras su colapso repentino, por una economía de mercado, al principio controlada por especuladores y oligarcas, al igual que los medios de comunicación; poner freno a una violencia galopante cuyas principales fuentes son el terrorismo de signo separatista (de 1991 a 2008 se produjeron 1.107 atentados, cobrándose uno de ellos, el de Beslan, 344 muertos y 727 heridos), los delitos perpetrados por las mafias de la droga (aumentaron un 139% en diez años) y la corrupción.
Yeltsin consiguió que Rusia fuese aceptada como potencia mundial pero ignorada como potencia regional. Fue durante su mandato cuando Rusia tuvo que pasar el mal trago de ver como los países del Este de Europa se integraban en la OTAN. Tampoco acertó a que el comunismo fuese reemplazado por una democracia de corte occidental, sino por un nacionalismo paneslavo que dificulta la gestión de las minorías no rusas. Tras su salida llegó al poder una nueva clase dirigente integrada por antiguos dirigentes del aparato soviético y tecnócratas incorporados durante la Glasnost al complejo industrial-militar. Esta nueva clase ha realizado un amplio proceso de recuperación económica y un fortalecimiento del poder central del Estado, personificado en la Presidencia federal, que tiene un amplio respaldo social –el llamado consenso Putin– y que ha dado origen a una democracia dirigida, también calificada de soberana cuando trasciende del plano interno y se proyecta en la esfera internacional.
En este último contexto, la expansión de la OTAN y la UE a los países de Europa Central y Oriental ha provocado una evolución de los objetivos y estrategias de la política exterior rusa: desde las posiciones negociadoras y multilaterales de los primeros años de la Presidencia de Yeltsin hacia una reivindicación del espacio de seguridad estratégica de Rusia (Cáucaso, Asia Central, Bielorrusia, Ucrania, Georgia, Moldavia), que Moscú considera compatible con una acción exterior orientada al entendimiento diplomático con las grandes potencias euro-atlánticas y asiáticas (Organización de Cooperación de Shanghái, por ejemplo) en las grandes cuestiones que afectan al orden político y económico mundial. El impulso de Rusia a la creación de los BRIC, como un foro que fortalece su posición internacional, no significa que los dirigentes del Kremlin ignoren las apreciables contradicciones y conflictos de intereses que distancian o dividen al propio grupo de potencias emergentes. Por este motivo, durante la próxima década Moscú seguirá concediendo una prioridad máxima en su política exterior a las relaciones con Estados Unidos, la OTAN y la UE buscando el entendimiento político, económico y militar –en esta línea se inscribe la iniciativa Medvedev a favor de una Estrategia de Seguridad Europea– pero sin rehuir la defensa de sus intereses globales y regionales.
VI. El Este (y el Sur) visto desde el Oeste
El nuevo orden multipolar, que está configurando la aparición de nuevas potencias emergentes, no se entendería sin una clara referencia a dos polos de poder, hace tiempo emergidos y de diferentes características: los Estados Unidos y la Unión Europea, estado-nación el primero y unión de estados sui generis la segunda. El declinar relativo de ambos polos, más evidente y más acelerado en el caso de la UE que en el de los EE.UU., no significa que vaya a desembocar fatalmente en su total desaparición como actores relevantes en la escena internacional, ni mucho menos que en estos momentos no sigan siendo unos importantísimos referentes mundiales. Ambos detentan la primacía en sus rasgos de grandes potencias –económicos, políticos, culturales, tecnológicos y militares–: Estados Unidos, por su combinación de poder duro y blando, es, y seguirá siendo por bastante tiempo, la primera potencia del planeta; la UE, si actuase verdaderamente unida, no debería irle a la zaga más que en lo militar, ya que con 4 millones de km2 (la mitad de China) y 500 millones de habitantes (esto es, poco más de un tercio de la población con que cuenta el país asiático) posee un modelo de economía social de mercado o de estado del bienestar que es ejemplo para muchas naciones y que le es posible mantener por ser la primera economía y la primera potencia comercial del mundo.
Ambos deben hacer frente a los mismos o a parecidos desafíos, que requieren respuestas también muy semejantes. Sin embargo, los esfuerzos que uno y otra deberán realizar para no perder posiciones –no ya relativas, que las van a perder, que las están perdiendo ya– sino absolutas, en el concierto mundial, son diferentes en calidad y cantidad: los Estados Unidos tienen una población más joven que la europea, su capacidad de formación de capital humano es superior y cuenta con mayores índices de productividad. Es, además, un solo país y todos en él se entienden en una misma lengua. Es por eso por lo que Europa tiene ante sí un dilema: o esforzarse más y hacerlo de forma concertada en lo interno y hablando con una sola voz en el plano internacional, o resignarse a una dulce decadencia.
Es precisamente por la toma de conciencia de esa pérdida de peso relativa por lo que ambos igualmente comparten una cierta aprensión al enfrentarse con la realidad de los BRIC y otros países emergentes. Una realidad que, como antes veíamos, es una oportunidad, pero que se percibe más bien como una amenaza. Lo cual no es óbice para que tanto los EE.UU. como la UE, traten de hacer de necesidad virtud y se posicionen, cada uno a su manera, frente a tan proteica realidad.
Los Estados Unidos dan por descontado el apoyo europeo y se dedican a enfocar las relaciones con cada BRIC según sus propios méritos y dentro de una óptica multipolar: En China ven un competidor en lo monetario y a la vez un competidor y un socio en lo comercial y un socio privilegiado en los flujos de inversiones. En lo político tratan de acotar zonas de cooperación multilateral, al tiempo que tienden a encapsular potenciales conflictos (Taiwan) o a recabar la ayuda china en domesticar a Corea del Norte. Con Rusia ambas partes se han percatado de la necesidad mutua y se esfuerzan por «recalibrar» (reset) sus relaciones: en la creación de un espacio de seguridad euro atlántico, en la cooperación en materia energética y en la reducción de las armas nucleares. Con India los Estados Unidos han tejido un entramado de relaciones privilegiadas, centrado en la estabilidad regional, el control del integrismo, la reducción de la conflictividad con Pakistán y la inserción de una India nuclear en el régimen del TNP. En Brasil los Estados Unidos ven sobre todo a un importante socio comercial y un estabilizador regional en América Latina.
La Unión Europea reacciona ante la nueva situación oponiendo a la multipolaridad un multilateralismo eficaz, que para serlo realmente necesita como condición necesaria reforzar el vínculo transatlántico. Esto no le impide considerar a todos y cada uno de los BRIC como actuales o potenciales socios estratégicos. Con Rusia, de momento, predominan las relaciones bilaterales de algunos Estados miembro, motivadas por intereses energéticos divergentes, pero se empiezan a abrir canales de una mayor cooperación en otros campos, el de la seguridad entre ellos. Con China los intereses económicos entran a veces en colisión con unos sistemas de valores muy divergentes, hasta el punto que cuestiones como la visita del Dalai Lama o la concesión del premio nobel al disidente Liu Xiaobo son fuente de desencuentros como la suspensión de la 11ª cumbre UE-China bajo presidencia francesa. Pese a ello los flujos comerciales y de inversiones son considerables y van en aumento, lo que no impide que por parte europea haya diferencias con China en materia de cambio climático, recelos por la agresividad inversora china en África y América Latina o por la a veces desleal competencia comercial practicada por el país asiático. La relación especial con India se basa en las bases más sólidas de unos valores compartidos y un contrapeso a la pujanza china. Algo parecido ocurre con Brasil, socio estratégico que ve en la UE un contrapeso del poderoso vecino del norte.
La ponencia sobre la Unión Europea aborda la cuestión de Turquía, un gran país emergente, con una población de 80 millones de personas, jóvenes en su mayoría y con una alta tasa de natalidad. Su ritmo de crecimiento económico es alto y en breve superará el puesto 16 que hoy ocupa en el ranking mundial de países. Su situación estratégica es clave para Europa y también para la región. Tiene gran influencia en sus vecinos y el gobierno actual se está esforzando en abrirse internacionalmente y en estrechar las relaciones con los BRIC. Es un candidato a la ampliación y como tal debe tratársele. La entrada de Turquía en la UE suscita rechazos en algunos países tan importantes como Francia o Alemania, que es preciso vencer, pues el balance es claramente positivo tanto para Turquía como para Europa.
VII. ¿Quién está al volante?
Decíamos antes que de un breve «momento unipolar» de hegemonía estadounidense pasamos, casi sin transición, a una situación de «multipolaridad» (o de «no-polaridad», como prefiere Haas), en el que la UE no puede llenar el vacío dejado por los EE.UU. Pero este vacío no existe en realidad, pues el terreno de juego está siendo ocupado por otros jugadores: por supuesto por los Estados Unidos, que sigue siendo la potencia dominante, y por potencias emergentes o emergidas y actores no estatales. Esto supone, de un lado, una fragmentación del poder. Pero, por otro lado, implica una gran interdependencia. En efecto, junto a los retos y respuestas que veíamos antes, algunos de los cuales son en estos momentos específicos de algunos países y regiones en particular, pero que acabarán de alguna manera siendo compartidos por todos en un futuro no lejano, hay otros que ya comparte hoy mismo la Humanidad entera: la pobreza, el hambre, las epidemias, son riesgos que golpean a algunos países –del África Subsahariana en particular– pero que nos afectan globalmente y que requieren soluciones también globales. Lo mismo cabe decir de los riesgos y amenazas transnacionales, tales como la competencia feroz por los recursos escasos o las amenazas a la seguridad: corrupción, terrorismo, tráfico de drogas, crimen organizado, proliferación de armas de destrucción masiva, estados fallidos… Todos esos riesgos y amenazas están interconectados, afectan a todos de una u otra manera y exigen unas respuestas también conexas.
Casi todos coincidimos en un mismo diagnóstico: nos estamos adentrando en un mundo con varios polos de poder, pero nos falta por definir como serán las relaciones entre ellos. En pocas palabras, cómo deberá estar gobernado ese mundo, quién estará al volante. O, dicho de otra forma: ¿qué tipo de gobernanza global será la más probable y conveniente? Esa es la pregunta que nos causa esa inquietud, esa zozobra, el malaise de que nos habla Guiddens. Es en la contestación a esa pregunta donde surgen los diversos escenarios posibles. Estos son muy numerosos, tantos como puedan imaginar las múltiples células de análisis y prospectiva solventes que hay repartidas por el mundo. Pero todos ellos se pueden reducir a dos grandes categorías, que podríamos denominar para entendernos optimista y pesimista: la primera, porque los escenarios dentro de ella contemplados conllevan la existencia de un sistema de relaciones de poder relativamente ordenado, de una cierta forma de gobernanza global; la segunda, porque, al excluir la existencia de un orden o de una gobernanza mínimamente relevantes, en los escenarios incluidos en esta categoría lo que predomina es la fragmentación o el conflicto.
Las visiones más negativas están reflejadas, junto a otras más matizadas, en el estudio «Global Trends 2025» del NIC norteamericano, antes citado (23). Recoge distintos escenarios que describen un mundo «hobbesiano», dominado por la fragmentación y el desorden, en el que las relaciones de poder se desarrollan en un clima de creciente competencia por los recursos escasos y las amenazas a la seguridad conocidas y por conocer. En el fondo de dicho estudio late la obsesión de los Estados Unidos por las confrontaciones identitarias y religiosas, caldo de cultivo del terrorismo, y por la necesidad que esa obsesión entraña de mantener en lo posible su posición hegemónica en lo militar.
No faltan, en otros estudios, las visiones más tranquilizadoras y «kantianas» de una paz universal perpetua, con diversos polos de poder organizados en un multilateralismo eficaz. Es la visión reflejada, entre otras, en el trabajo dirigido por Nicole Gnessotto y Giovanni Grevi para el Instituto Europeo de Estudios de Seguridad, de Paris (24). Esta visión, que refleja la posición predominante en la Unión Europea a favor de un orden gobernado por instituciones multilaterales, está avalada por el imperativo de aceptar la cooperación internacional como único medio de preservar entre todas las potencias responsables los bienes públicos y responder, también todos juntos, a las amenazas asimétricas. Se trata, en definitiva, de hacer de necesidad virtud y atender a una demanda de gestión colectiva de problemas comunes. O, dicho de otra forma, en un mundo de creciente interdependencia, los retos y las amenazas comunes requieren respuestas también comunes.
Recientemente los dos grandes centros de prospectiva, norteamericano y europeo, que acabamos de citar y que representan en cierto modo dos visiones matizadamente diferentes del futuro orden global, han publicado un estudio conjunto (25) en el que se proponen, de forma ecléctica, cuatro escenarios posibles, todos ellos susceptibles de ser clasificados en las dos grandes categorías antes descritas: el primero y el tercero entrarían dentro de una perspectiva más positiva; y más negativa el segundo y el cuarto.
El primer escenario consiste en una prolongación de la situación actual, sin que se contemple la aparición de riesgos o crisis mayores susceptibles de trastocar todo el sistema. Los problemas que vayan apareciendo tendrán un tratamiento «ad hoc» por unas instituciones no muy diferentes de las actuales, aunque algo adaptadas a los nuevos requerimientos. Este escenario, en el que Occidente seguirá teniendo relevancia, aunque menor, es por definición poco sostenible en el tiempo, pues a medida que el tiempo pasa la posibilidad de que surjan crisis importantes es acumulativa.
El segundo escenario está dominado por la fragmentación y el regionalismo. Las grandes potencias, viejas y nuevas, compiten por unos mercados y unos recursos limitados y tienden a protegerse y aislarse dentro de grandes bloques regionales. Asia sigue creciendo económicamente al tiempo que afronta crecientes problemas sociales y se parapeta en un conjunto heterogéneo. Estados Unidos sigue siendo la nación más poderosa, pero con una influencia menguante. Y la Unión Europea va perdiendo relevancia al tiempo que su modelo social y nivel de vida declinan.
El tercer escenario contempla la aparición de una gran crisis medio-ambiental o un conflicto de grandes proporciones, que induce a una cooperación forzada entre los principales actores que desemboca a una reforma sustancial de las instituciones multilaterales. En este escenario, de carácter incremental –y por tanto más sostenible a largo plazo– domina el entendimiento entre BRIC, los EE.UU. y la Unión Europea. A mi juicio esa gran crisis ya se ha producido en el terreno económico y financiero y no parece que sea suficiente para esa cooperación multilateral.
En el cuarto y último escenario predomina el caos y el desorden. Las causas: desgarramientos internos en China e India; aumento de la competencia entre los BRIC; carrera de armamentos en Medio Oriente. El resultado: ausencia de instituciones de gobernanza global o incapacidad de ejercerla por parte de las instituciones actuales, que siguen sin reformarse en profundidad.
Como los propios autores de este trabajo reconocen, los dos escenarios más probables son el primero y el tercero. De ahí que recuperemos el hilo del argumento de donde lo habíamos dejado antes, esto es, en la necesidad de encontrar respuestas comunes ante un mundo con una creciente interdependencia. Curiosamente las opiniones de los diversos «think tank» de países emergentes por ellos consultados coinciden básicamente con esta conclusión, con algunos matices. Los brasileños se muestran partidarios de un multilateralismo centrado en los Estados nacionales y en una redistribución del poder que vaya de los más desarrollados hacia los emergentes. Los chinos se decantan, en cambio, a favor de la cooperación entre grandes conjuntos, al tiempo que muestran preocupación por la evolución de sus problemas internos; el G20 les parece un órgano adecuado para tratar los problemas económicos mundiales. Al igual que a los japoneses, a quienes preocupa la preponderancia creciente de China en Asia y abogan por unas estructuras de defensa colectiva para dicho continente. Los analistas de los Estados del Golfo echan igualmente en falta unos conjuntos regionales fuertes para afrontar los desafíos globales y muestran su preocupación por la decadencia de Occidente. Los representantes de India, en cambio, son reticentes ante la formación de grandes conjuntos regionales, sobre todo en Asia, por recelar de la preponderancia de China. Rusia, según los expertos consultados, se debate entre el mantenimiento de su «democracia soberana», que lleva como corolario una política de no alineamiento, y un mayor acercamiento al Oeste, impulsado por los recelos hacia China. Para los sudafricanos, finalmente, África estará entre los perdedores de la globalización, que está produciendo una nueva elite de gobierno global, el G20 no es representativo de los intereses de aquel continente –que debería dotarse de una organización regional de peso– y solo las Naciones Unidas y sus instituciones tienen la legitimidad necesaria para gestionar los problemas comunes.
El recorrido por la senda de la gobernabilidad global será, en todo caso, largo, no surgirá de la noche a la mañana ni se impondrá desde arriba («top down»). Se irá produciendo poco a poco y adaptándose a las circunstancias cambiantes, en un movimiento desde la base («bottom up»). Su legitimidad vendrá dada en gran parte por su capacidad de representar adecuadamente a todos los actores y por su eficacia en resolver los problemas comunes. Sin duda, las distintas sensibilidades nacionales y el concepto tan arraigado de la soberanía complicarán la toma de decisiones, por lo que el compromiso permanente será la norma. Y no solo entre naciones soberanas, sino también entre regiones, organismos internacionales y sociedad civil.
El nuevo sistema de gobernanza global que sustituya la confrontación multipolar por un multilateralismo eficaz –concepto que algunos califican de contradicción en sus términos– deberá organizarse a través de un sistema de cooperación flexible en el seno de instituciones globales también flexibles, como el G20 hoy, y un regionalismo abierto, cuyo más acabado exponente es por ahora la UE, pero que sin duda será replicada en otros conjuntos regionales.
El G20 es en efecto una agrupación informal de líderes cuyos pasos merecen seguirse con atención como posible modelo de órgano de gobernabilidad mundial, al menos en materia económica, por contraste con una legítima y representativa pero ineficaz Asamblea General de las Naciones Unidas o unas Instituciones Financieras Internacionales (IFI: FMI, Banco Mundial) poco representativas de la nueva realidad de poder. Los países en él representados suponen el 85% del PIB mundial, dos tercios del comercio y el 66% de la población. Cierto es que no representa a los otros 172 países que se quedan fuera; y que sus decisiones no son obligatorias. Pero irá ganando en legitimidad en la medida en que todos se sientan implicados y si va probando su eficacia, resolviendo los problemas más acuciantes que se le plantean. Su representatividad aumentará si deja que se escuche la voz de otros actores –ONG’s, órganos de la ONU debidamente reformados, otros países a través de «circunscripciones» regionales– y si se establecen mecanismos de cooperación con las Instituciones Financieras Internacionales, también reformadas (26). El G20, como bien apunta Giovanni Grevi (27), no es ni una panacea ni tampoco una simple hoja de parra («window dressing») para poner fin o enmascarar, respectivamente, a un multilateralismo desordenado o caótico. Pero si no pretende abarcar más de lo que puede digerir, si se mantiene como organización informal y actúa con pragmatismo, si sirve de plataforma de diálogo para integrar de forma pragmática al mayor número de actores e instituciones posible, puede ser sin duda un elemento eficaz de la ordenación del tráfico en las relaciones internacionales.
Pero cualquiera sea la forma en que será gestionado el nuevo equilibrio de poderes, una cosa aparece como evidente: el Occidente (The West) ya no será el único a gobernar el mundo. Si va a haber un nuevo orden basado en la interdependencia y la cooperación, éste deberá incluir también a otras potencias emergentes o emergidas del Este y del Sur: The West and the Rest (28). Los principales desafíos de Europa, pero también de los Estados Unidos, procederán del exterior. La prueba de la capacidad de la UE para convertirse en un actor relevante está precisamente en su capacidad de actuar eficazmente fuera de sus fronteras. Y ello tanto con una unidad de propósito como con una combinación adecuada de poder «blando» («soft power») y poder duro («hard power»), según la terminología acuñada por Joseph Nye (29). De hecho es lo que Hillary Clinton llama «poder inteligente» («smart power»). La UE tiene ante sí un dilema: o se dota de dicho poder inteligente y de la capacidad de usarlo o deberá resignarse con una «dulce decadencia» (30). Si escoge lo primero deberá acompañarlo con una sólida Relación Transatlántica con los EE.UU. –y también con el resto del continente norte y sur americano y países afines– como la mejor forma de promover los valores comunes occidentales, sin descuidar una estrecha cooperación con el resto del mundo, los dos pilares de un buen sistema de gobernanza global.
Carlos Westendorp y Cabeza, en ieee.es/
Notas:
(1) Niels Henrik David Bohr (Copenhague 1885-1962), científico danés, padre de la mecánica cuántica.
(2) Francis Fukuyama: El fin de la Historia y el último hombre. Barcelona 1992. Planeta.
(3) Thomas L. Friedman: The world is flat. New York, 2005. Farrar, Straus and Giroux.
(4) Daniel Bell: El fin de las ideologías. Madrid, 1964. Tecnos.
(5) Amin Maalouf. El desajuste del mundo. Madrid, 1999. Alianza Editorial
(6) Samuel P. Huntington. The clash of civilizations. Foreign Affairs. Vol. 72, nº3, verano 1993.
(7) Anthony Giddens. Runaway World: how Globalization is redefining our lives. New York, 2003. Routledge.
(8) John M. Richardson. Making it Happen: A Positive Guide to the Future (ed.) US Association for the Club of Rome, 1982.
(9) UNDP. World Population Prospects. 2009
(10) McKinsey Global Institute, 2008. Fifth Annual Report.
(11) John Hawksworth. The World in 2050. Price Waterhouse &Coopers, 2006.
(12) Policy Research Working Paper 4703. World Bank, 2008.
(13) IPPC Technical Paper on Climate Change and Water. 2008.
(14) Ver a este respecto los estudios del Banco Mundial y McKinsey antes citados.
(15) National Intelligence Council, 2008. Global Trends 2025: A Transformed World.
(16) Richard N. Haas. The Age of Nonpolarity: What will follow US dominance?. Foreign Affairs, May/June 2008.
(17) La mayor parte de las medidas que a continuación se proponen están contenidas en el Informe del Grupo de Reflexión sobre el futuro de Europa, presidido por Felipe González, y presentado al Consejo Europeo en mayo de 2010 con el título «Proyecto Europa 2030: retos y oportunidades», a cuya elaboración el autor ha contribuido.
(18) Jim O´Neill. Building Better Global Economic BRIC´s. Global Economic Paper nº 66. Goldman Sachs, 2001.
(19) Dominic Wilson & Roopa Purushothaman: Dreaming with BRIC´s: the Path to 2050. Global Economics Paper nº 99. Goldman Sachs, October 2003.
(20) The BRIC´s and Beyond. Goldman Sachs, 2007.
(21) José Ortega y Gasset: La Rebelión de las Masas. Revista de Occidente, 1930
(22) Shifting Wealth: Perspectives on Global Development 2010. OECD, Development Center, 2010.
(23) Ver obra citada en nota 15.
(24) The New Global Puzzle: What World for the EU in 2025? EUISS, Paris 2008.
(25) NIC & EUISS. «Global Governance 2025: At a Crucial Juncture». septiembre 2010.
(26) Ver el artículo de Pedro Solbes y Carlos Westendorp: «El G20 no es la ONU». EL PAÍS, 10-11-2010.
(27) Giovanni Grevi. «G20: Panacea or Window Dressing?» Paper for FRIDE and Club de Madrid, July 2010.
(28) Fareed Zakaria: The Post-American World. W.W. Norton & Co., New York, 2008.
(29) Joseph Nye. Soft Power, the means to success in World Politics. Public Affairs, New York, 2004.
(30) Informe del Grupo González «Proyecto Europa 2030» antes citado.
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