1. Introducción y posición del problema
Esta ponencia intenta afrontar la cuestión que se plantea hoy en día acerca de la legitimidad de una universidad cristiana para buscar la verdad. Esta búsqueda sigue pareciendo algo no solo poco fructífero sino incluso contradictorio. Y para intentar esbozar una respuesta, relacionaré el problema con el tema elegido para esta disertación:
¿qué aporta el mensaje de san Josemaría, fundador de la Universidad de Navarra, pero todavía antes y más importante, fundador del Opus Dei, institución católica que promueve la santificación del trabajo —y lógicamente, también del trabajo académico e intelectual— a la cuestión de la inspiración cristiana en el trabajo intelectual en general y académico en particular?
Para incoar una respuesta, he identificado los siguientes pasos. En primer lugar, definir el problema, aunque este ya sea conocido. Para ello, acudir con la brevedad que esta conferencia condiciona a la historia de la filosofía sobre el trabajo y también a la historia de la Universidad, como institución donde hoy en día el trabajo intelectual encuentra su ubi natural aunque no sea exclusivo. Y, por último, preguntarnos si el mensaje de san Josemaría puede ayudarnos a resolver los problemas que hayan aparecido en el camino.
La posición del problema sería la siguiente y partimos de unas ideas de Joseph Ratzinger en su obra Fe, verdad y tolerancia. Nos encontramos con la realidad de que, al menos en el cristianismo occidental, la fe nunca se presenta como “desnuda” o “como simple religión”. “Es ella misma cultura” [3] y posee su propia fisonomía que es además trascendente [4]. Sin embargo, si bien se identifica con un sujeto cultural propio, puede existir en diversos sujetos culturales. ¿Y con qué sujeto convive o en qué sujeto coexiste? En nuestra sociedad, al ser una civilización laborocéntrica [5], el trabajo ha adquirido carta de ciudadanía como un derecho humano universal, que ha dado lugar a un nuevo sujeto cultural dominante, a saber, el profesional [6]. Un académico europeo tiene muchos puntos en común con su par americano; y lo mismo se puede decir de otros profesionales. La coexistencia de la fe en un sujeto —profesional y creyente o, más en concreto, académico y católico— “incluye la necesidad de una constante labor de reconciliación y purificación”, que implica también “una tensión” que, además de “fructífera, renueva la fe y sana la cultura” [7].
Sin embargo, hoy en día, la cultura dominante que exalta la figura del profesional, sospecha de la convivencia entre fe y razón porque la entiende en términos de subordinación carente de libertad. Y sin libertad, no alcanzará nunca la verdad. En cambio, para muchos académicos y creyentes (no todos, por cierto), las verdades que alcanza el científico sin fe serán siempre incompletas, porque carecen de la luz de la única Verdad, y están en constante riesgo no solo de error sino de contradicción.
2. ¿Quién es el trabajador intelectual?
Empecemos por lo más evidente, o por lo aparentemente más evidente: el trabajo. Se trata de una noción oscilante en la historia y en la historia del pensamiento. Grecia y más recientemente el pensamiento de Hannah Arendt (aunque con matices), negarán al trabajador manual, más aún si se dedica a los asuntos de la casa, su condición racional. Esclavos y mujeres carentes de libertad, excluidos de la polis y recluidos en la oikia, sin capacidad para las artes liberales, ocupaban un lugar ínfimo en la sociedad por dedicarse al trabajo. La estricta contemplación racional quedaba restringida al ciudadano, libre y magnánimo, protagonista del “humanismo aristocrático”. El trabajo no diferenciaba al hombre. El intelectual no caía bajo la categoría de trabajador.
El cristianismo, a partir del s. VI, es decir, no en sus primerísimos siglos de existencia, todavía frescos de la influencia judía y de su aprecio por el trabajo, tal y como lo demuestra el variado cuadro sociológico de los primeros cristianos, adoptará este modelo griego de vida contemplativa con algunos cambios importantes. En primer lugar, la presencia de la caridad, cristalizada en la contemplación no solo racional, sino amorosa de Dios y en una vida apartada del mundo. Y, en segundo lugar, la apertura de esta nueva condición a la mujer, reflejada en las figuras de san Benito y de su hermana santa Escolástica. El humanismo griego continuará presente, sin embargo, como lo que he llamado un cristianismo aristocrático. ¿Quiénes serán los mejores… cristianos? Aquellas mujeres y aquellos hombres —aquí la distinción es necesaria— que se vean beneficiados por una llamada divina a la contemplación, a la luz del ejemplo de un famoso personaje femenino del Evangelio —María, la hermana de Marta y de Lázaro—, en clara ventaja respecto del cristiano de a pie, recluido en un mundo joánico, a saber, infestado de tentaciones y trampas para llegar al cielo.
En los siglos inmediatamente posteriores, la historia nos sigue presentando la asombrosa y persistente influencia de la fe cristiana. Por primera vez, quienes se dedicaban a trabajos manuales dejan de ser esclavos. Surgen los gremios o corporaciones, fruto de la libertad para asociarse, con gran influencia cultural y económica: establecen estándares de excelencia, contribuyen y aseguran la enseñanza del oficio, aceptan una autoridad y unas normas, respetan unas tradiciones, se organizan para garantizar la demanda de su trabajo. A la vez, todos los gremios comparten un marco de referencia para su actuación: la fe cristiana y la ley natural. Son signos de la libre emergencia y de la iniciativa profesional y entienden su oficio no de modo neutro: defienden las acciones acertadas o erróneas de su quehacer, y en lo moral, reconocen lo bueno o lo malo. En este contexto y a finales del s. XI (la Universidad de Bolonia se funda en 1088), irrumpen precisamente los Studia Generalia, como corporaciones de maestros y estudiantes, con una unidad propia de los gremios, y con gran libertad académica respecto del poder político y religioso [8].
Sin embargo, esta breve referencia a la historia de los gremios no puede ser la única explicación del origen de las universidades. Tampoco pretende serlo. En la historia de las ideas, encontramos otras posibles razones.
En su discurso escrito y nunca pronunciado a la Universidad de La Sapienza, Benedicto XVI recuerda que, en sus orígenes, el cristianismo debió enfrentarse a la religión pagana neoplatónica, que existía de modo inseparable con la filosofía. Sin embargo, los Padres, en su intento de sustituir las religiones míticas, no llegaron a afirmar una autonomía entre la razón y la nueva religión. Y si bien es verdad que la religión pagana, poco a poco, fue sustituida por la vera philosophia, la razón permaneció absorbida por la religión, con un papel propedéutico respecto de la teología [9].
Superado el paganismo en los ss. X y XI, el panorama religioso se presentaba totalmente distinto. Esta situación, unida a la irrupción de la obra de Aristóteles, abría la posibilidad de plantear para la filosofía de los cristianos un escenario distinto y subrayar de modo nuevo el papel de la propia razón. ¿Por qué para la filosofía de los cristianos? Porque el mundo musulmán y el judío, que ya se habían apropiado de las sugerencias aristotélicas, estaban dominando el panorama intelectual y había que entrar en diálogo con ellos.
Alasdair MacIntyre se hace otra pregunta que completa esta explicación [10]. Si las filosofías de Averroes y de Maimónides habían logrado una síntesis con Aristóteles,
¿por qué las universidades no nacieron en Córdoba o incluso en Bizancio, y en cambio surgieron en el Occidente latino? Y es que, tanto en Bizancio como en el área musulmana, las instituciones políticas y religiosas se encontraban (y aún se encuentran) tan confusamente integradas, que cualquier intento de las artes o de las ciencias de independizarse era sujeto de sospecha. En cambio, en el Occidente latino surgían ámbitos del saber y del hacer (ciencias y oficios de los gremios) cuyos estándares de excelencia y reglas provenían de autoridades de la misma corporación y, por tanto, independientes, y esto sin apartarse de su relación con Dios. Esta situación también se dio en la educación de las escuelas catedralicias y los monasterios, siempre encauzada hacia la teología, pero que a partir del s. XII despertó un gran interés por asuntos humanos. De hecho, comenzaron a gozar de una autonomía que iba abriéndose paso, silenciosa pero eficazmente, hasta lograr un estatuto independiente respecto de las autoridades civiles y eclesiásticas.
Y Aristóteles fue el detonante. Los árabes, que no pudieron influir en su ámbito cultural, lograron posicionar su aristotelismo en el Occidente latino con tal fuerza que, para evitar problemas teológicos, la solución se centró en admitir que las tesis filosóficas (es decir, aristotélicas) poseían una verdad, mientras que las doctrinas teológicas (es decir, predominantemente agustinianas) también tenían la suya, postulando así la teoría de las dos verdades, con una independencia total.
Y fue santo Tomás quien logró refutar esta situación con el recurso al mismo Aristóteles. En efecto, si bien las ciencias empezaban a gozar de autonomía, no lo es que se encontrasen encerradas en sí mismas, como en compartimentos estancos. En la visión tomista, cualquier ámbito del saber presenta implicaciones en otro porque comparten la misma definición de verdad, a la cual nuestro entendimiento tiende de modo natural: algunas verdades de las matemáticas excluyen verdades de la física, otras de la física excluyen verdades históricas, así como algunas verdades de la teología no son compatibles con tesis físicas ni filosóficas. Y de este modo, el sujeto cultural académico, dedicado a la docencia y también a la investigación, hace suya la búsqueda de la verdad no de modo individual sino en comunidad, es decir, aplicando la razón nunca aislada ni separada, sino dependiente de su relación con su corporeidad (somos alma y cuerpo), de su intencional relación con la verdad, de su relación con otras ciencias y de su interacción con los otros miembros del oficio. Recordando la feliz frase del Concilio de Calcedonia, Benedicto XVI explica que, a partir de santo Tomás, el filósofo y el teólogo empezaron a relacionarse entre sí “sin confusión y sin separación” [11], expresión que también podría traducirse, parafraseando la famosa respuesta de Jesucristo, en “dar a la filosofía lo que es de la filosofía y a Dios lo que es de Dios”.
Si damos un salto, vemos que las posiciones de Lutero y Calvino respecto de la importancia del oficio para el cristiano, lejos de significar una total novedad, no hicieron sino recoger el clima sociológico maduro de la Edad Media. Es verdad que con ellos el trabajo comienza a ocupar un primer puesto en la nueva existencia del cristiano reformado, pero a costa de excluir la vida contemplativa como inútil y perniciosa. Dios llama (Berufung) al cristiano a través del oficio (Beruf). La sola fide y la sola Scriptura, además de sus repercusiones teológicas, manifiestan presupuestos antropológicos que bien pueden calificarse de autónomos, pero con una autonomía semilla de la Ilustración, porque prescinde de su pasado y de sus tradiciones. La salvación se obtiene individualmente y el cristiano se convierte en el único interlocutor con Dios. El ascetismo protestante se separa del templo y se centra en el mundo alrededor del trabajo con sus propias fuerzas, solo también ante su destino.
El desprecio de la vida contemplativa no podía ser pasado por alto en la urgente Reforma católica que Trento llevó a cabo, más aún cuando sus grandes protagonistas fueron precisamente representantes de órdenes religiosas. Lo alcanzado por la Iglesia Católica, como humus fructífero que propició tanto la desaparición de la institución de la esclavitud, dando origen a los gremios, como el surgimiento de la institución universitaria, no fue suficiente para impedir que el valor del trabajo o de la vida activa forme parte del acervo protestante. La Work Ethic empezó y continúa siendo copyright de la Reforma, con sus virtudes y también con sus defectos. Y el cristianismo aristocrático que desapareció en el ámbito protestante, tampoco fue erradicado en los ambientes católicos. La ocasión histórica de superarlo no había llegado aún.
Un último corolario. Con la Ilustración aparece de nuevo una teoría de la doble verdad: por un lado, la verdad por excelencia será la de las ciencias, potenciadas desde la razón pura kantiana y el empirismo anglosajón, y por otro, la teología y la filosofía que comienzan a ser recluidas en el ámbito de razón práctica. Es por lo demás conocido que las universidades sufren una crisis importante hasta que en el s. XIX y casi contemporáneamente en Escocia y en Alemania, se reinventan como instituciones que, de modo algo tardío, se ajustan a las exigencias de la Revolución Industrial [12]. Se da una gran evolución de nuevas carreras, que terminan de desplazar a la filosofía y a la teología, por su carácter no experimental y, por lo tanto, no científico, y con ello llegamos a la situación actual, que deja al creyente fuera del panorama universitario, y al académico, en una burbuja hiperespecializada, desvinculada de las demás ramas del saber, que, al no brotar de un tronco común, se presentan como agudamente individualistas. Se llega así a una situación crítica: primero, el académico, para desarrollar la ciencia, ya no tiene que preocuparse por sus límites y no solo debe prescindir de su fe, sino también de la idea de comunidad universitaria. Es el germen de las “multiversidades” de Clark Kerr. Segundo, la vocación de buscar la verdad que se mantenía como desiderátum en el académico del s. XIX y parte del s. XX, sufre un cambio radical y comienza a buscar el profit. El pensiero debole ha corroído la confianza en la capacidad de verdad de nuestra razón, para dejar paso a la vida centrada en el bienestar.
Sin embargo, nadie duda del gran prestigio de las universidades. Sigue habiendo una élite, conformada por sujetos que ejercen una actividad intelectual culturalmente dominante como trabajo profesional (finanzas, high-tech y obviamente puestos académicos) [13]. Y una sospecha futurista se posa sobre todos los que no se encuentran situados en esta élite: antes o después, sucumbirán ante la tecnología. Aparece un nuevo clasismo: el “laborismo aristocrático”.
3. ¿Quién es el creyente?
Quizá lo primero que venga a la cabeza como respuesta sea constatar la crisis por la que pasa la fe y con ella el creyente, al menos en gran parte de los así llamados países secularizados. ¿Pero de qué crisis se trata? El joven Ratzinger, en su obra Introducción al cristianismo, la explica reproduciendo la trágica parábola del payaso de Kierkegaard. En ella cuenta —como recordaremos— que “en Dinamarca, un circo fue presa de las llamas. Entonces el dueño del circo mandó pedir auxilio a una aldea vecina a un payaso que ya estaba disfrazado para actuar (...). El payaso corrió a la aldea y pidió a los vecinos que fueran lo más rápido posible a apagar el fuego del circo en llamas. Pero los vecinos creyeron que se trataba de un magnífico truco para que asistieran a la función: aplaudían y hasta lloraban de la risa. Pero al payaso le daban más ganas de llorar y en vano trató de persuadirlos (…) hasta que por fin las llamas alcanzaron la aldea” [14]. La crisis en la que se encuentra hoy el creyente es la crisis de la incredulidad: una incredulidad que no solo afecta a quienes nos rodean, sino que también puede llegar a darse en quien la transmite, en el payaso, que representa al creyente y al teólogo. El creyente actual se enfrenta con un mundo secularizado que ya no capta el mensaje: ya no quiere captarlo. Y su firmeza puede resultar muchas veces chocante y arrogante. En realidad, todos —creyentes y no creyentes— nos encontramos en peligro de sucumbir.
Es también verdad que, por motivos muy diversos, el laico creyente católico — especialmente desde la Modernidad— se encontró al margen del debate intelectual y también político en no pocos contextos geográficos. El católico italiano, después de la unificación, si participaba en el debate público, era considerado traidor. El estudiante católico y británico que quería frecuentar las universidades era también desaconsejado o expresamente desautorizado para no recibir el influjo de doctrinas heréticas anglicanas en universidades como Oxford y Cambridge. Las universidades de Lovaina y de Dublín fueron los primeros centros católicos que surgieron en el s. XIX en ambientes claramente hostiles a la fe, con no pocas dificultades, sobre todo de madurez para enfrentarlos. Como MacIntyre ha señalado, toda esta situación fue muy dañina no solo para los intelectuales católicos, excluidos de debates sobre ateísmo, escepticismo, etc., sino también para aquellos que los excluían y que, al hacerlo, se privaban de escuchar y entender los argumentos que negaban [15].
Pero hay más. Teniendo en cuenta la realidad sociológica del creyente académico que en su mayoría coincidía con su condición laical, sería falso afirmar que fuera protagonista de ventajas competitivas en ambientes católicos. Y esto no solo en su condición de académico, sino quizá más en su condición de creyente laico. Aunque hubo siempre excepciones (Newman y el movimiento de Oxford, Chesterton, los Maritain, Frossard…), el cristianismo aristocrático, al que he hecho referencia, recién comenzó a disiparse de modo teórico con los debates y documentos del Concilio Vaticano II, que —como muchos acontecimientos llamados a marcar un cambio profundo— se manifestó en sus primeros años (en los que todavía estamos) en interpretaciones alejadas del verdadero Concilio. Una cosa es cierta: en sus declaraciones, aparece por primera vez y de modo oficial una definición del fiel laico libre de negaciones. El laico dejó de ser “el que no es religioso o sacerdote”, para abrazar una misión clara, específica, positiva y muy necesaria en el cuerpo de la Iglesia: ordenar “desde dentro” [16] las realidades temporales —el trabajo, la familia, la cultura, la política, etc.— para conducirlas hacia el Reino de Dios. No obstante, años antes de estas declaraciones, la vida dentro de la Iglesia había ido por delante gracias a un acontecimiento no previsto: el mensaje de san Josemaría Escrivá de Balaguer y la fundación del Opus Dei.
4. Mensaje de san Josemaría sobre el trabajo académico [17]
Pero volviendo al problema y después del excursus histórico, ¿encontramos en la enseñanza de san Josemaría sobre el trabajo intelectual una ayuda para vivir mejor la tensión entre ambos sujetos culturales, a saber, entre el intelectual y el creyente? Para intentar una respuesta, me centraré principalmente en las siguientes ideas: algunas notas sobre el trabajo, una correcta comprensión de la legítima autonomía de las realidades naturales y humanas, la mentalidad laical y la unidad de vida.
3.1 Santificación del trabajo y libertad
La primera es clara y conocida: san Josemaría proclama la llamada universal a la santidad sin distinguir entre trabajos intelectuales y manuales: “En mis charlas con gentes de tantos países y de los ambientes sociales más diversos, con frecuencia me preguntan: ¿Y qué nos dice a los casados? ¿Qué, a los que trabajamos en el campo?
¿Qué, a las viudas? ¿Qué, a los jóvenes? Respondo sistemáticamente que tengo un solo puchero. Y suelo puntualizar que Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. (…) A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén” [18]. Y sin abandonar este marco de referencia, sobre el que volveré al final, a la vez, es también conocido que en sus primeros años, el Opus Dei dirigió su labor principalmente a universitarios e intelectuales por la indudable influencia que presentan estas profesiones [19].
Es en este contexto en el que san Josemaría afirma su clara posición a favor de la libertad que chocaría claramente con el ambiente de una España violentamente enfrentada hasta desembocar en la Guerra Civil en 1936 y agónicamente uniformizada después de 1939. “No hay dogmas en las cosas temporales —afirmará años después en plena dictadura franquista—. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar” [20]. Esta afirmación, además de desmarcarse de una visión partidista e introducir la legítima autonomía de las realidades humanas, parte de una premisa metafísica profundamente aristotélica: la creación, la naturaleza, las realidades humanas, no se encuentran determinadas. Presentan un telos intrínseco, inmanente, pero no necesario, que toca al hombre y a la mujer descubrir para reconducirlas a su perfección [21].
Pero además encontramos una consecuencia no menos importante: si Dios no ha revelado el sentido de los acontecimientos humanos al creyente [22], es tarea de todos, y más específicamente del intelectual, centrarse en desvelar libremente ese sentido con el esfuerzo de su razón, una razón entendida con amplitud, no solo en su uso teórico y práctico, sino también abierta a las realidades últimas y dependiente de otras instancias. Y esto pone sobre el tapete una primera solución, a saber, que el mejor modo de disminuir la tensión es buscando la excelencia en ambos ámbitos: en el del creyente y en el del académico.
En efecto, el sujeto cultural académico que es también creyente no debería caer en la tentación de minusvalorar sus capacidades racionales por saberse en posesión de la fe. Por el contrario, esta no le exime de la tarea esforzada de progresar hacia las verdades humanas, de penetrar con su razón en la perfección de estas realidades, sin violentar su naturaleza. La fe no es una máquina expendedora de soluciones que se encuentran congeladas para el creyente. La fe, en todo caso, nos plantea precisamente el reto de sabernos creados por Dios con unas capacidades únicas para afrontar la tarea de buscar soluciones a problemas que el mismo Creador ha dejado para ser resueltos por nuestra racionalidad y nuestra libertad [23].
Pero aquí surge otra pregunta. ¿Basta la búsqueda de la verdad “a secas”? Benedicto XVI, citando a san Agustín, nos recuerda que no: la sola teoría “produce tristeza” [24]. Para superar esta tristeza, san Josemaría enraíza el verdadero impulso del trabajo (de todo trabajo) en una realidad profundamente cristiana: el amor [25]. Un amor incluso “apasionado” por el mundo, un amor no menor a los hombres y un amor personal con Dios. Este amor, además de perfeccionar la justicia propia de las relaciones laborales, amplía el horizonte del creyente profesional. Su trabajo, realizado con la máxima perfección —“Hemos de trabajar como el mejor de los colegas. Y si puede ser, mejor que el mejor” [26]—, adquiere una nueva dimensión cuando se pone al servicio de los demás: en primer lugar, de los colegas y, en el mundo académico, de los alumnos; y en un segundo momento, de la sociedad. Sin embargo, ¿cómo se puede descubrir dónde servir si el trabajo intelectual y la vida en la universidad han decantado en un perfil individualista que parece ver todo lo que le rodea en términos mercantiles?
De nuevo, Benedicto XVI puede ayudarnos de puente hacia las tesis de san Josemaría. En el discurso para La Sapienza, como obispo de Roma, planteó una cuestión límite: ¿qué tiene que decir el Papa en una universidad laica, que no debe dejar de serlo? Y su respuesta: el Papa “tiene la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad” [27]. Es esta sensibilidad la que permite descubrir necesidades ajenas y muchas veces prácticas, problemas singulares y también globales, carencias materiales y culturales, cuyas soluciones, muchísimas veces muy variadas por encontrarse dentro del terreno de lo opinable, no deberían quedar al margen de la academia. En este contexto se insertan unas palabras muy conocidas de san Josemaría, pronunciadas precisamente en este campus: “La Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo de los hombres, a aligerar el miedo ante un futuro incierto, a promover —con el amor a la verdad, a la justicia y a la libertad— la paz verdadera y la concordia de los espíritus y de las naciones” [28]. Se trata, como probablemente se haya ya vislumbrado, de un texto que adelanta lo que hoy llamamos la “tercera misión de la universidad”.
3.2. La luz de la fe y la mentalidad laical en el sujeto creyente y académico
Decíamos que buscar la excelencia en la vida académica es imprescindible para resolver la tensión entre el creyente y el académico. Pero también lo debería ser buscar la excelencia en la fe. ¿Quién es el cristiano por excelencia? El mensaje de san Josemaría fue claramente precursor de la superación del cristianismo aristocrático, que había centrado la excelencia en las formas religiosas de la vida cristiana. “Suelo repetir a los que se incorporan al Opus Dei, y mi afirmación vale para todos los que me escucháis: ¡qué me importa que me digan que fulanito es buen hijo mío —un buen cristiano—, pero un mal zapatero! Si no se esfuerza en aprender bien su oficio, o en ejecutarlo con esmero, no podrá santificarlo ni ofrecérselo al Señor; y la santificación del trabajo ordinario constituye como el quicio de la verdadera espiritualidad para los que —inmersos en las realidades temporales— estamos decididos a tratar a Dios” [29].
Por eso, el gran ataque o la gran tentación del creyente-académico de que la fe puede significar un límite en su actuación, encuentra su flanco más débil precisamente cuando se refugia en la fe y no reconoce su responsabilidad en el trabajo académico; cuando de modo subrepticio está anclado en una mentalidad clerical que, además, muchas veces no es exclusiva de los creyentes. ¿En qué coinciden el ateo-anticlerical y el creyente-clerical? Ambos coinciden en que separan totalmente el mundo de la fe y se erigen en dueños, respectivamente y por separado, del mundo y de la fe [30]. El clerical posee la fe y se recluye en el templo para bajar al mundo con sus soluciones pre-fabricadas. El laicista es dueño del mundo y cree poseer la llave del templo para cerrarlo y evitar que la fe irrumpa en él. Estamos frente a dos comprensiones equivocadas de la autonomía del mundo y de la fe. Una visión correcta del problema —una visión que san Josemaría define como “mentalidad laical”—, no desprecia ninguno de los dos polos, sino, por el contrario, los ve como dos caras de una misma moneda y desarrolla “la plena conciencia del valor positivo que el mundo posee de cara al cumplimiento” de la vocación cristiana [31].
Quizá o sin quizá, el texto más profundo (al menos entre los publicados) de la obra de san Josemaría siga siendo la homilía que pronunció en este campus y que afronta de modo directo este problema:
Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen en materias opinables soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas [32].
El trabajo del académico-creyente encuentra en estas afirmaciones unos presupuestos únicos para su quehacer intelectual, a saber: una llamada a la responsabilidad personal en su trabajo docente y de investigación para admitir no solo triunfos sino también errores o las lagunas de su labor; una exigente advertencia para respetar opiniones distintas y, por qué no, contrarias que pueden y deben darse en el debate racional y de las que, además, es posible aprender; y una tranquilidad intelectual —si se me permite la expresión— para confiar plenamente en la razón cuyo objeto es la verdad, y también en el esfuerzo personal, con el fin de desentrañar la realidad. Esta tranquilidad no es irresponsable y podría ser una clave para liberar la tensión entre el creyente y el intelectual.
3.3. Unidad de vida
Quizá todo este desarrollo haya dejado un sabor de boca algo laico en el sentido de laicista. Quizá también más de uno pueda estar pensando que esta propuesta se aleja de modo audaz o incluso falaz de la enseñanza evangélica sobre la vida activa y la vida contemplativa, que Lucas quiso dejar plasmada en las figuras evangélicas de Marta y María. María, con su contemplación y en palabras del propio Señor, “ha elegido la mejor parte que no le será arrebatada” y esa es la única “cosa necesaria” (Lc 10, 42). Por tanto, estas dos figuras significarían también que los dos sujetos culturales, que han sido el hilo conductor de esta ponencia, no son tan compatibles como se presume; y que, en todo caso, el único sujeto que realmente debe llevar la delantera es claramente el creyente, a saber, María. Por tanto, intentar refutar esta situación representa, de modo casi evidente, contradecir las mismas palabras de Cristo, Verdad Suprema; y, por ende, mi exposición se enfrenta precisamente con el paradigma que he intentado refutar: la fe exaltaría la figura de María y mi razón me llevaría a defender la de Marta.
Pongamos de nuevo el problema: ¿qué relación puede darse entre fe y razón en un mismo sujeto? ¿Se trata de dos ámbitos paralelos, convergentes, divergentes? ¿Hay que admitir que uno se somete al otro? ¿Y, entonces, cuál es el subordinado? La solución de San Josemaría supera estas dicotomías: “Yo quería haceros comprender con mucha claridad que cada uno de nosotros, mientras trabajamos, mientras rezamos —las dos ocupaciones se reducen a una—, (…) podemos, por el modo, por los medios, por el fin, cumplir el oficio de Marta y María: hagamos lo que hagamos, estemos donde estemos, siempre podemos atender a Jesús, cuidarle, escucharle. Por eso, es muy importante que demos a nuestra vida un sentido de eternidad, que no dejemos entrar la rutina, que no nos acostumbremos, porque detrás de cada tarea nos espera el Señor” [33]. Es decir, se trata de una única vida, una única biografía, una única acción que abraza tanto la contemplación de María, como la acción de Marta, “sin confusión y sin separación” tal y como se dieron en Jesucristo verdadero Dios y verdadero hombre. Para ello, San Josemaría acuña una expresión ascética nueva —la unidad de vida— que permite unir el culto a Dios con el trabajo humano: un culto racional, logike latreia (Rm, 12, 1) [34].
Pero ¿no queda todavía la duda de estar contradiciendo las palabras de Jesús? En esto, me permito apelar a una razón filosófica (ausente en los escritos de san Josemaría), algo provocativa. Siendo la parte de María la única necesaria, el Señor se refiere a ella claramente como eso: como una parte. De lo cual se deduce —en buena ley lógica— que el todo es siempre mejor, es decir, que esa parte de María es no solo siempre necesaria sino además incompleta: ha de tener algún punto de referencia para ejercerse. Su propuesta es clara: ese punto de referencia, ese centro o gozne alrededor del cual ha de girar, para una gran mayoría de hombres y mujeres del momento actual y del futuro, será la realidad del trabajo y de las circunstancias ordinarias de la vida, incluidas, por tanto, las profesiones intelectuales en el ámbito académico.
4. Dos corolarios y una tarea
Dentro de la riqueza del mensaje de san Josemaría, merece la pena hacer referencia, para terminar, a una expresión que condensa muchas de sus enseñanzas: el Opus Dei “ha abierto los caminos divinos de la tierra”. Al hacerlo, el mensaje se convierte en universal no solo por el destinatario —todos los hombres y todas las mujeres han sido llamados por Dios a la excelencia en su vida cristiana, sin reservar la santidad a los religiosos—, sino también por proponer que todas las circunstancias de la vida ordinaria pueden ser camino de santificación: la familia, las amistades, la diversión, la enfermedad y muy en primer lugar la actividad a la que se suele dedicar la mayor parte del tiempo: el trabajo. “El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima — olvidada durante siglos por muchos cristianos— de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia” [35].
En este texto encontramos dos ideas fuerza. La primera: san Josemaría nunca consideró la llamada universal a la santidad como algo absolutamente original, sino más bien como un mensaje caído en el olvido. “Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho sencillo y sublime del Bautismo” [36]. Esa referencia histórica confirma una expresa vuelta al origen del cristianismo, a los primeros siglos, en los que se daba una inmensa variedad de fieles, dedicados a oficios también variados. Todos eran conscientes de que, por el bautismo, la llamada a la santidad, si era preciso heroica, se abría a madres y padres de familia, soldados, comerciantes, filósofos e incluso esclavos. Pero por otro, esta primera idea fuerza añade un matiz nuevo: san Josemaría rompe con el “cristianismo aristocrático” [37], que se había acrisolado a lo largo de los siglos y con ello comienza una suerte de Renacimiento, de vuelta a los orígenes, de renovación purificadora.
Y una segunda idea fuerza —“no hay oficios de segunda categoría”— que permitiría superar el “laborismo aristocrático”, a saber, la afirmación de que el modelo humano por excelencia serían aquellas profesiones intelectuales, en desprecio del resto de oficios, que antes o después caerían bajo la invasión de la tecnología. Y que conste que nadie niega el beneficio de la tecnología para sustituir trabajos puramente mecánicos o que actúan con mayor exactitud y rapidez que el ser humano. Como nadie negaría en su momento la aparición de la escritura para retener lo que la memoria humana no estaba en condiciones de recordar.
Piedra de toque de esta superación es la especial relevancia que San Josemaría otorga a las tareas manuales y domésticas, y que se percibe en muchas de sus afirmaciones: constituyen “gran función humana y cristiana” [38], poseen una alta dignidad y proyección social [39], requieren una preparación profesional, y crean y mantienen el hogar que “es un ámbito particularmente propicio para el crecimiento de la personalidad” [40]. Fernando Inciarte, en un artículo póstumo, señala la ruptura que este mensaje supone respecto de las distintas propuestas antropológicas ofrecidas hasta el momento: “Para él [para Escrivá de Balaguer], cada trabajo concreto y propio, también el trabajo manual —y de un modo, si se quiere, totalmente no-clásico, totalmente no- aristotélico— conlleva no solo la perfección de la obra sino también y sobre todo de la misma persona que actúa” [41]. En efecto, si el trabajo hace mejor a la persona que lo ejerce, esa riqueza se encuentra de un modo realmente pleno en el cuidado del otro entendiendo por otro a alguien igual a nosotros, con una naturaleza dependiente siempre y no solo cuando se dan posibles y reales deficiencias [42].
La invasión de las soluciones tecnológicas está ocultando un déficit en nuestra sociedad, a saber, una perspectiva que solo ve en los problemas su lado económico o su lado hedonista. No pocos de los trabajos que hoy en día se arrogan el adjetivo de humano prestan una mirada de dominio sobre realidades naturales y también humanas. Y los oficios manuales son un paradigma válido para recuperar esa mirada empática, cuya excelencia permite llegar al quid de la realidad. Un artesano interpela la tecnología porque, a diferencia de ella, su oficio manual cuida lo débil, repara lo que ya no sirve, se enfrenta con la realidad malograda, y ve siempre esperanza y renovación donde la sociedad de consumo muchas veces pacta con el rechazo o con el descarte. Un artesano también interpela la cultura subjetivista donde da igual lo bueno y lo malo o lo falso y lo verdadero: el artesano es realista al descubrir los fallos para repararlos sin ocultarlos. La actitud de cuidado humaniza la sociedad y su presencia rompe con la hegemonía propuesta por el laborismo aristocrático.
Cuando San Josemaría reconoce la dignidad del trabajo doméstico y recuerda que fue la Madre de Dios quien lo asumió de modo excelso [43], no solo ofrece una solución que hoy muchos están descubriendo también, sino que reta a la cultura dominante a reflexionar y cuestionarse sobre el alto lugar de la mujer y del cuidado en la Iglesia y en la sociedad. Se trata de un nuevo humanismo: no aristocrático ni clasista sino simple y profundamente humano sin que la redundancia sobre. Y se trata también de una nueva Ilustración: la que incita — Sapere aude! — no solo a conocer a fondo al hombre y a la naturaleza sino sobre todo a cuidarlos y respetarlos en toda su dignidad.
María Pía Chirinos [2], en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Ponencia presentada en la VI Jornada sobre la Identidad de la Universidad: “El trabajo académico como profesión y como misión”, organizada por el Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra, que tuvo lugar el 16 mayo 2019.
2. Profesora ordinaria principal de Filosofía, Facultad de Humanidades, Universidad de Piura. Email: [email protected]
3. Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia (Salamanca: Sígueme, 2005, 4ª ed.), 61.
4. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, 63.
5. Cf. Joseph Pieper, El ocio y la vida intelectual, trad. Alberto Pérez Masegosa (Madrid: Rialp, 1962).
6. Tomo esta idea de Juan Manuel Mora, “Universidades de inspiración cristiana: identidad, cultura, comunicación”, Romana 54 (Enero-junio 2012): 194-220.
7. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, 63.
8. Harold Perkin, “History of universities”, en International Handbook of Higher Education (Dordrecht: Springer, 2017), 159-205.
9. Benedicto XVI, “Discurso a la Universidad de Roma La Sapienza”, en Discursos a la Universidad, Documentos del Instituto de Antropología y Ética, 1, 16, https://www.unav.edu/documents/8871060/8964433/1-Discursos+a+la+Universidad.pdf/6ac70948-afdd-4b71-b1d0-c397058e162b
10. Cf. Alasdair MacIntyre, God, Philosophy, Universities (London: Continuum, 2009), cap. 8.
11. Ratzinger, La Sapienza, 16.
12. Cf. Perkin, “History of universities”, 159-205.
13. Cf. Richard Sennett, The Culture of the New Capitalism (New Heaven & London: Yale University Press, 2006), 86.
14. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, (Salamanca: Sígueme, 2001), 35.
15. Cf. MacIntyre, God, Philosophy, Universities, 134.
16. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen Gentium, 1964, 31.http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html
17. Debo agradecer la pertinencia del título sugerido para esta ponencia: “el mensaje de san Josemaría y el trabajo intelectual”, que centra correctamente lo que fueron las enseñanzas del fundador de esta Universidad, a saber, una exposición que intencionadamente evitó concretarse en ciencia teológica o canónica.
18. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Hacia la santidad”, en Amigos de Dios (Madrid: Rialp, 1ª ed. 1977), 294
19. Puede verse también José Luis Illanes, “La Universidad en la vida y en la enseñanza de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer”, en La personalidad del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (Pamplona: EUNSA, 1994), 101-132.
20. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “Las riquezas de la fe”, ABC, 2 de noviembre1969, en Las riquezas de la fe (Piura: Universidad de Piura, 1972), 14.
21. En este sentido, desde el punto de vista filosófico, la visión aristotélica de la materia como condición de indeterminación de la naturaleza, explica, mejor que la platónica, esta apertura de lo real, porque defiende una contingencia intrínseca compatible con una autonomía específica. Cf. María Pía Chirinos, “Ens per accidens: una perspectiva metafísica para la cotidianidad”, Acta Philosophica 13, II (2004), 277-292.
22. Escrivá de Balaguer, “Las riquezas de la fe”, 15-16
23. Alfredo Cruz Prados, “Conciencia cristiana, libertad y pluralismo, Reflexiones sobre las enseñanzas de San Josemaría Escrivá”, 529: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/6564/1/CONCIENCIA%20CRISTIANA,%20LIBERTAD%20Y%20PLURALISMO.pdf
24. Cit. por Ratzinger, La Sapienza, 14
25. Cf. por ej. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa (Madrid: Rialp, 1973), 48
26. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Carta 15-X-1948, n.15: AGP, serie A.3, 92-7-2, cit. por José Luis Illanes, “Trabajo”, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer (Burgos: Editorial Monte Carmelo; Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, 2013), 1207.
27. Ratzinger, La Sapienza, 18.
28. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “La Universidad ante cualquier necesidad de los hombres”, en Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad (Pamplona: EUNSA, 1993), n. 7. Incluso la filosofía debe afrontar este reto tal y como se recoge en la Encíclica Fides et ratio, de Juan Pablo II, cuando explica que su tarea social consiste en responder a las preguntas comunes sobre la existencia, el fin de la vida más allá de la muerte, etc. que se plantean los hombres y mujeres continuamente: cf. “Introducción”: http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et- ratio.html
29. San Josemaría Escrivá de Balaguer, “El Opus Dei: Una institución que promueve la búsqueda de la santidad en el mundo”, en Conversaciones (Madrid: Rialp, 2001), 61.
32. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 117.
33. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados de una meditación, 22-VII-1964, en Mientras nos hablaba en el camino, p. 282 (AGP, biblioteca, P18).
34. En el discurso a La Sapienza, Benedicto XVI concluye precisamente con esta referencia a Romanos. Cf. Ratzinger, La Sapienza, 6. También es oportuno citar aquí otras palabras de la Homilía del Campus: “¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser en el alma y en el cuerpo santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales”. Cf. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 114.
35. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 55.
36. Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 24.
37. Aunque aparentemente esta posición fue abolida por Lutero (la vida activa es el prototipo de la vida cristiana mientras que la contemplativa debe desaparecer), no es posible omitir que en esa afirmación Lutero uniformiza a todos los fieles, eliminando las distintas funciones dentro de la Iglesia. Desaparecen el orden sacerdotal, el primado de Pedro y también las órdenes religiosas. Pero más allá de esta depauperación, la antropología luterana sufre también una gran merma al considerar la naturaleza humana no solo totalmente corrompida sino también, como veíamos, absolutamente atomizada.
38. “La mujer en la vida del mundo y de la Iglesia”, en Escrivá de Balaguer, Conversaciones, 87.
41. “Jede lautere und sachgerechte Arbeit, auch Handarbeit, resultiert für ihn – wenn man so will, ganz unantikisch, ganz unaristotelisch – nicht nur in der Vollendung des Werkes, sondern auch und vor allem des handelnden Menschen selbst”. Fernando Inciarte, “Christentum für die Masse”, en Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, César Ortiz (ed.) (Köln: Adamas, 2002), 89.
42. Cf. Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes (Barcelona: Planeta, 2001), cap. 1.
43. “Pensemos, por ejemplo, en el relato de las bodas de Caná. Entre tantos invitados de una de esas ruidosas bodas campesinas, a las que acuden personas de varios poblados, María advierte que falta el vino. Se da cuenta Ella sola, y en seguida. ¡Qué familiares nos resultan las escenas de la vida de Cristo! Porque la grandeza de Dios, convive con lo ordinario, con lo corriente. Es propio de una mujer, y de un ama de casa atenta, advertir un descuido, estar en esos detalles pequeños que hacen agradable la existencia humana: y así actuó María”. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa (Madrid: Rialp, 2002), 141.
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