La obra de Jean Mouroux ‘Sentido cristiano del hombre’, original y panorámica, supuso un gran avance en la exposición de la imagen cristiana del ser humano, contribuyó a ‘Gaudium et spes’, y mantiene su vigencia e interés
Fuente: omnesmag.org
Jean Mouroux firmó el prólogo de este libro en Dijon, el 3 de octubre de 1943. Probablemente lo hizo en el seminario donde se formó, fue profesor muchos años (1928-1967) y murió (1973). Prácticamente su vida entera estuvo dedicada al seminario, salvo una licenciatura en letras de dos años en Lyon, que fueron para él muy enriquecedores porque conoció a De Lubac y estableció una duradera relación. De hecho, este libro, como otros suyos, fue publicado en la colección Théologie (Aubier) que dirigían los jesuitas de Fourvière, con el número 6. Fue traducido al castellano y reeditado por Palabra (Madrid 2001), edición que usamos.
La fecha merece también atención, porque en 1943 Francia estaba ocupada por las tropas alemanas y en plena guerra mundial. Pero Jean Mouroux, como De Lubac y otros, estaba convencido de que el remedio más profundo de aquella terrible crisis era la renovación cristiana. Y eso le dio ánimo para trabajar.
Desde su puesto de profesor de seminario de una ciudad “de provincias” (como se dice todavía en París), supo crear una obra consistente. Escogiendo bien las lecturas y procurándose lo mejor (también con el consejo de De Lubac), preparando muy bien las clases y escribiendo con estupendo estilo y una sorprendente capacidad de síntesis. En él se combinaron un trabajo esforzado y perseverante, un indudable talento teológico, y también un profundo amor al Señor que se transparenta en sus obras.
Sentido cristiano del hombre es el primero y más importante de los ocho libros que escribió. Pero otros también son “importantes” porque afrontan temas centrales, fueron muy leídos y siguen siendo inspiradores: Creo en ti. Estructura personal de la fe (1949), La experiencia cristiana (1952), El misterio del tiempo (1962) y La libertad cristiana (1968), que desarrolla temas ya tratados en Sentido cristiano.
Lo primero que se puede decir de este libro es que, en realidad, no existía nada parecido. Es una novedosa y feliz idea cristiana del ser humano. Tiene un doble mérito; integra muchos materiales que podríamos llamar “personalistas”, que estaban surgiendo entonces, y les da un orden natural.
Supuso un auténtico salto de calidad y no ha perdido interés. Cuando se estaba confeccionando Gaudium et spes, y se quería describir la idea cristiana del ser humano, era el libro más completo de referencia. Y, de hecho, le llamaron a colaborar, aunque su ya débil salud solo le permitió una corta estancia en Roma (1965).
“En torno a nosotros existe la convicción de que el cristianismo es una doctrina extraña al hombre y sus problemas, impotente ante lo trágico de su condición, sin interés por su miseria y su grandeza. Las páginas que siguen querrían demostrar que el misterio cristiano brota únicamente de la amistad divina con el hombre, que explica perfectamente su miseria y su grandeza, que es capaz de curar sus heridas y de salvarle divinizándole” (p. 21).
Tiene diez capítulos, divididos en tres partes: valores temporales (I), valores carnales (II) y valores espirituales (III). Valores temporales se refiere a la inserción del ser humano en lo temporal (también en la ciudad temporal y el mundo humano) y a su lugar en un maravilloso universo que es creación divina. Valores carnales (aunque en castellano han preferido traducir por “corporales”) son los valores del propio cuerpo con sus grandezas y miserias, y con el admirable y definitivo hecho de la Encarnación. En Valores espirituales, recorre tres dimensiones del espíritu humano: ser persona (un ser personal), tener libertad (con sus miserias y grandezas) y realizarse en el amor (con la perfección de la caridad). Estupenda arquitectura.
Lo primero que llama la atención es la conciencia positiva que tiene Mouroux hacia lo temporal como lugar de realización de la vocación humana: “¿Cuál es la actitud del cristiano frente a esta realidad maravillosa? La respuesta parece muy sencilla: aceptación gozosa y colaboración entusiasta” (32)… que no significa ingenua, precisamente porque el cristiano sabe que hay pecado. Es un amor “positivo” (34), “orientado” (37) con el debido orden de valores, y, con la ayuda de Dios, “redentor” (42). El cristiano debe procurar mirar las cosas de este mundo “con ojos puros, usarlas con voluntad recta y reorientarlas a Dios por la adoración y el agradecimiento” (43).
Por su parte, el universo es “un inmenso libro vital e inagotable donde las cosas se nos manifiestan y nos manifiestan a Dios” (48). El ser humano forma con la naturaleza un todo orgánico y, al mismo tiempo, “solo él puede con plena conciencia, con el conocimiento y el amor, llevar el mundo hacia Dios, dándole gloria” (51). Pero esto se realiza en la “ambigüedad trágica” (52) que el pecado ha insertado en la relación del hombre con la naturaleza. El último punto trata del “Perfeccionamiento del mundo por la acción cristiana”, y es paralelo al capítulo 3 de la primera parte de Gaudium et spes (1965).
De entrada, hay que partir de “La dignidad del cuerpo”, creado por Dios. Pero “pocos temas causan más equívocos, aun entre los cristianos […]. Podemos afirmar de él las cosas más contradictorias” (73). Se propone estudiar la grandeza y miseria del cuerpo humano “mostrando que Cristo vino para curar su miseria y exaltar su dignidad” (73). Por cierto que el esquema grandeza-miseria es un evidente eco de los Pensamientos de Pascal.
El cuerpo, positivamente, es instrumento del alma, medio con el que se expresa y comunica, y forma con ella la plenitud de la persona, que no puede concebirse sin él. Y ese es el sentido cristiano de la resurrección final de los cuerpos, anticipada en Cristo, primicia, promesa y medio.
Ciertamente, la huella del pecado produce una disfunción, que se expresa en resistencia, dificultad para la vida espiritual y la relación: “El cuerpo también es un velo. Es opaco. Dos almas nunca pueden comprenderse directamente” (98). Y se plantea el conflicto entre la carne y el espíritu: “El cuerpo, además de resistente y opaco, es una materia peligrosa” (102). Cuerpo y espíritu están hechos para vivir en unidad, pero también contrastan por naturaleza y combaten por el pecado: “El cuerpo humano no es ahora el cuerpo que Dios quiso. Es un cuerpo herido y derrotado como el hombre mismo” (114). Estas curiosas disfunciones, naturales y por el pecado, se manifiestan sobre todo en la afectividad. Pero, en la economía de la salvación, la misma situación insatisfactoria, huella del pecado, se convierte en itinerario de salvación, dando un sentido nuevo a la miseria corporal.
Al encarnarse, el Señor muestra el valor del cuerpo y su destino. “En su relación a Cristo, el cuerpo humano −misterio de dignidad y de miseria− encuentra su explicación definitiva y su total perfeccionamiento. El cuerpo fue creado para ser asumido por el Verbo de Dios” (119). El Cuerpo de Cristo se convierte, por un lado, en revelación de Dios, medio de expresión que nos llega en nuestro lenguaje y nivel. Y, por otro lado, en medio de redención. No solo en la cruz, sino en toda la actividad humana del Señor.
“Treinta años de vida mortal ofrecidos de una vez por la salvación del mundo. De este modo, todas las actividades que se realizan por medio del cuerpo constituyen el comienzo de la Redención. El trabajo de carpintero durante la vida oculta, la evangelización de los pobres con su predicación […]. La oración por los caminos…” (126-127).
Esa redención de Cristo de nuestro cuerpo empieza con el Bautismo: “En adelante, el cuerpo purificado, ungido y marcado con la cruz, está consagrado a Dios como una mansión santa, como instrumento valioso, como el compañero del alma, evangelizado y convertido inicialmente […]. Esa consagración es tan real, que manchar el cuerpo directamente por la impureza es una especial profanación” (133). Hay un camino de purificación e identificación con Cristo (también en el cuerpo y en el dolor) que dura toda la vida. Y llega a nuestra resurrección final en Él.
La tercera parte, con sus cinco capítulos, es la mayor y ocupa casi la mitad del libro. Con un hermoso capítulo dedicado a la persona y sus aspectos: espíritu encarnado, subsistente en sí mismo y, al mismo tiempo, abierta a la realidad y a los demás, persona entendida como vocación hacia Dios, pero en el mundo. Estudia también “la persona en su relación con el primero y segundo Adán”, porque la vida cristiana consiste en ese camino de uno al otro, de la situación de creado y caído a la situación de redimido y realizado en Cristo.
Siguen dos consistentes capítulos dedicados a la libertad humana. El primero estudia la libertad como el acto más característico del espíritu humano, con su implicación de inteligencia y voluntad. Con un sentido último hacia la felicidad y realización humana que el cristiano sabe que están en Dios. Y con las limitaciones que aparecen en la vida real, entre enfermedades y condicionamientos de todo tipo.
Sobre esa descripción más o menos fenomenológica, la fe cristiana, además de mostrar claramente el sentido de la libertad, descubre su estado de esclavitud, por estar atada por el pecado y necesitada de la gracia. No está impedida para hacer las cosas más normales y “terrenas”, sino precisamente para poder amar a Dios y al prójimo como es nuestra vocación. Necesita la gracia y así se da la libertad cristiana, tan bellamente ilustrada por san Agustín. Estos temas serán ampliados en su libro de 1968 (La libertad cristiana).
Pero la persona y su libertad resultarían como frustradas si no fuera por otra dimensión, que también es iluminada por la fe cristiana: el amor. Estudia primero el “sentido cristiano del amor”, que puede dirigirse a Dios (amor fontal y origen de todo verdadero amor), a los demás, y ser también amor “nupcial”, con características propias que la fe ilumina.
Cierra esta tercera parte el capítulo dedicado a la caridad: “Quisiéramos hacer entrever el misterio de la caridad. Y para conseguirlo, descubrir y repensar sus rasgos esenciales, tales como nos lo presenta la palabra de Dios, que es amor” (395).
Se muestra primero como don absoluto (entrega de sí mismo), acto de servicio y obediencia, y de sacrificio; que, después de Dios, se realiza en el auténtico amor fraterno. Además, “la caridad es, a la vez, amor de deseo y amor de entrega […]. Sería atentar contra la condición de creatura querer eliminar la indigencia radical que engendra el deseo o la dignidad sustancial que proporciona la entrega. Sería, al mismo tiempo, ser infiel a las exigencias de esta vocación sobrenatural que nos llama a poseer a Dios y a entregarnos a Él” (331).
Así se titula la conclusión: “Cuanto más se profundiza en el hombre, tanto más se nos revela como un ser paradójico, misterioso, y, para decirlo todo, sagrado, ya que sus paradojas y misterios interiores se apoyan siempre sobre una nueva relación con Dios” (339). Se juega mucho en que se conserve el sentido de “sagrado”, subraya Mouroux todavía con la incerteza del desenlace de la II Guerra Mundial. El hombre es un “misterio”, “sumergido en la carne, pero estructurado por el espíritu; inclinado hacia la materia y, al mismo tiempo, atraído por Dios” (340). “Juega su aventura en medio de los remolinos de la carne y el mundo. Este es el drama que todos vivimos” (341). “Lo esencial del ser humano es su relación con Dios; por tanto, su vocación” (342).
Caído, alterado y redimido. Con una concupiscencia, pero también con una llamada a la Verdad y al Amor. Sagrado por su origen y destino en Dios, sagrado por su salvación en Él. Su caída no es tan grave en el aspecto material o carnal como en el espiritual, en su lejanía de Dios. Por eso, en una cultura materialista quizá no se nota tanto lo que falta cuando su dignidad se rebaja a existir en lo temporal.
Por contraste, está la maravilla del vivir cristiano en la Trinidad. Así hay una triple dignidad el hombre por su semejanza con Dios (imagen), su vocación a encontrarle y su filiación. “Comprendemos, pues, la estrecha relación que existe entre lo humano y lo sagrado, ya que, efectivamente, lo sagrado no es otra cosa que el más noble apelativo y la más profunda verdad de lo humano” (347). Y esa plena verdad del ser humano y su vocación se ha mostrado especialmente en María. Y alienta en lo mejor de nosotros.
En España el profesor Juan Alonso le ha dedicado particular atención, prologa el libro que citamos y tiene varios estudios que se pueden encontrar online. En esta serie también le dedicamos a Mouroux un artículo general: Jean Mouroux o la teología desde el seminario.
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