(Un estudio del papel de la muerte en los cambios y eventos biográficos)
Introducción
Hablar de la muerte es intentar abarcar un mundo casi infinito de posibilidades. Su complejidad hace que su estudio pueda adoptar muy distintas perspectivas y, aunque morir es siempre un proceso individual, es también un acontecimiento que afecta a aquellos que se relacionan con quien muere, evidenciando una dimensión social y cultural. De allí que las actitudes y comportamientos que las personas adoptan ante la muerte sean el resultado de características y circunstancias individuales, por un lado, y del concepto y sentido de la muerte imperante en la sociedad, por el otro.
Precisamente, la sociología de la muerte procura analizar la relación entre las sociedades, las familias y los hombres con la finitud (Clavandier, 2009). Pero la dificultad para asir el sentido de la muerte derivó en abordajes indirectos, realizados a partir de la indagación de las diferentes maneras en las cuales los grupos sociales responden a su presencia e intentan mitigar la angustia que genera mediante el recurso de rituales, creencias y prácticas que enmarcan la percepción colectiva acerca de la muerte (Bloch y Parry, 1981; Metcalf y Huntington, 1991; Ariès, 1992; Thomas, 1983; Seale y van der Geest, 2004; de Miguel, 1995).
En este artículo, específicamente, nos proponemos describir la percepción que los individuos tienen de la muerte a lo largo de la vida, y las diferencias en términos de continuidad o disrupción que dicha percepción asume en las distintas etapas de las biografías personales.
En correspondencia con el mencionado objetivo, consideramos pertinente fundamentar nuestra indagación en el enfoque teórico del Life Course (Curso de la Vida) y ubicarlo en el contexto de un programa de investigación más amplio denominado CEVI (Changements et Événements au Cours de la Vie).
Este programa internacional fue concebido en el año 2003 por los profesores Christian Lalive d’Epinay y Stefano Cavalli. Radicada la coordinación, primero en el Centre Interfacultaire de Gérontologie (CIG) de la Universidad de Ginebra (Suiza) y, luego, a partir del año 2014, en el Centro Competenze Anziani, Dipartimento Sanità, de la Scuola Universitaria Professionale della Svizzera Italiana (SUPSI) de Suiza, se propuso estudiar la percepción que los adultos de diversos países tenían sobre los cambios ocurridos en su propia vida y en su entorno social desde de su nacimiento.
Luego de un primer trabajo de campo realizado en Ginebra, el programa se extendió a Argentina (2004), bajo la dirección de Liliana Gastrón (Universidad Nacional de Luján) y de María Julieta Oddone (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales - FLACSO), y posteriormente a México (2005), Canadá (2007), Chile (2008), Bélgica, Francia e Italia (2009), Brasil (2010) y Uruguay (2012) [1].
Dado que su propósito era generar información que permitiera realizar comparaciones internacionales alrededor de los temas de interés, en todos los países se llevó a cabo un trabajo de campo que, respondiendo al marco teórico del Life Course, consistió en la aplicación de un mismo cuestionario estandarizado y semiestructurado, organizado en tres partes principales y una general (características sociodemográficas).
La investigación se realizó sobre varones y mujeres distribuidos en cinco grupos de edad quinquenales, separados por una distancia de diez años, que, en conjunto, recorrían la vida adulta de manera completa. Se trabajó con una muestra intencional, estratificada por edad y sexo. El número de entrevistados, dependiendo del país, fue de entre 100 y 120 individuos en cada grupo de edad.
Desde su inicio, en Argentina, se llevaron a cabo dos ondas de la encuesta (la primera en 2004 y la segunda en 2011), y se hicieron múltiples presentaciones (pósters, conferencias, exposiciones, ponencias, etcétera) en distintos tipos de reuniones científicas nacionales e internacionales. Se publicaron a su vez artículos científicos, capítulos de libros, etcétera, generando un verdadero aporte al conocimiento disponible sobre diferentes temas de interés relacionados con el curso de la vida en el contexto argentino[2].
En esta oportunidad, nos centraremos específicamente en el tema de la muerte, de su percepción a lo largo de la vida, y del sentido que encarna para los individuos en relación con su edad y la etapa de la vida por la que atraviesan.
La muerte y el proceso de morir
La muerte es un fenómeno tan complejo, ambiguo y desconocido que escapa una y otra vez a los intentos de aprehenderlo intelectualmente. De allí que la pregunta sobre la muerte haya sido abordada desde las distintas disciplinas y desde múltiples perspectivas.
Philippe Ariès, uno de los especialistas más destacados en el estudio de la muerte, sostiene en varias de sus obras (Ariès, 1992) que la percepción de la muerte en Occidente ha atravesado dos grandes etapas. La primera de ellas, a la que denomina “la muerte domesticada”, abarca desde el siglo VI hasta el XVIII. Los individuos tomaban conciencia de su muerte ante la aparición de ciertos signos naturales y la esperaban confiados en Dios. La muerte consistía en una ceremonia pública en la que estaban presentes los familiares, incluidos los niños. Se aceptaba la muerte de una manera natural y sin expresiones extremas de emoción. En la segunda etapa, a la que denomina “la muerte invertida”, la muerte se oculta y cambia su sentido. El lugar en el que ocurre se desplaza desde el hogar familiar al hospital, y las ceremonias funerarias y los duelos devienen más discretos e íntimos. A partir de mediados del siglo XX (Seale y van der Geest, 2004), ese proceso de institucionalización de la muerte se profundizó. El proceso de morir (dying) —incluidos los rituales, en su función, tanto respecto del muerto como de los sobrevivientes— se profesionalizó. Al mismo tiempo, fenómenos tales como el aumento de la esperanza de vida, el envejecimiento de la población y otros relacionados han influido en que las personas ya no sean socializadas en la muerte. Tanto es así que Blanco Picabia y Antequera Jurado (1998) llegan a sostener que, en las sociedades occidentales actuales, se intenta silenciar e invisibilizar la muerte. Frente a ella, surgen como respuesta dos tipos de actitudes: una, definida por el rechazo y la desritualización; la otra, por la renovación del ritual y del cuidado de quien está por morir (Seale y van der Geest, 2004).
Esta consideración general respecto de la visión de la muerte en el mundo contemporáneo se ve enriquecida (al tiempo que restringida) con los aportes de Thomas (1991) en relación con el sentido personal de la muerte. Dicho sentido se construye por medio: a) del concepto que cada individuo tiene de la muerte en general (como evento que afecta a todo aquello que lo rodea, pero que solo lo involucra de una manera indirecta) y de la muerte en relación con sí mismo (lo que sucede cuando una persona llega a la vejez), y b) de las razones por las cuales el sentido personal de la muerte se torna paradójico. ¿Cuáles pueden ser esas razones? En primer término, es necesario mencionar que si bien la muerte en general, en abstracto, se acepta como algo cotidiano, la muerte propia siempre aparece como lejana, sobre todo en la juventud. Luego, la muerte se admite, en el plano consciente y racional, como un hecho natural, pero se vivencia en lo personal como un accidente, arbitrario e injusto, para el que nunca se está preparado. Otra razón es que aunque los estudios epidemiológicos dan pautas estadísticas sobre trayectorias de vida y ocurrencia de la muerte, se la concibe como algo aleatorio e indeterminable, ya que no se sabe cuándo y cómo sucederá. Por último, si bien sabemos que la muerte es universal, pues todo lo que vive esta destinado a morir o desaparecer, también es única, en tanto representa individualmente un acontecimiento sin precedentes e irrepetible.
En la misma línea, Kastenbaum y Aisenberg (1976) señalan que los individuos desarrollan antes la idea de muerte ajena que de la propia, a la que conciben como inevitable pero irreal.
Otras investigaciones empíricas (Elias, 1987) muestran que la mayoría de los individuos no se enfrenta con la muerte hasta muy tarde en el proceso vital, siendo su impacto diferente según el momento de la vida en el cual el hecho ocurre, ya que la carga traumática que tienen las pérdidas va disminuyendo a lo largo de la vida (Elder, 1998). Después de los 50 años, los individuos están más expuestos a enfrentar la muerte de personas de su entorno, lo que les hace sentir su propia finitud. Así, las personas ancianas son más conscientes de sus posibilidades de morir que los jóvenes. Y ese hecho es un importante factor en la manera en la que estructuran sus vidas y en el sentido que le dan. Norbert Elias, en su libro La soledad del moribundo (1987), dice que, dado que los ancianos van quedando solos, experimentan la muerte de los otros como una premonición.
Blanco Picabia y Antequera Jurado (1998), por su parte, comentan (también en relación con los ancianos, aunque podríamos extender sus consideraciones al resto de los grupos etarios) que “… queda claro que la manera de entender y conceptualizar la muerte (y por tanto, de comportarse ante ella) es muy distinta para cada anciano. Variará según se plantee la muerte como un fenómeno existencial (el fin), que la piense como un fenómeno natural (la terminación de un ciclo), que la piense como muerte de los demás (la pérdida y/o el vacío) o que esa muerte sea planteada como un fenómeno personal, como muerte propia, como la pérdida de todo lo que se es y se tiene para cambiarlo por algo absolutamente incierto. Planteamientos y conceptos estos que no son permanentes ni inmutables ni siquiera para cada ser humano, ya que en cada momento se mueve con uno de ellos saltando inconscientemente a otro cuando el primero le resulta excesivamente angustiante o molesto”. (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998, p. 384).
Esa angustia, según de Miguel (1995), se relaciona con el hecho de que una muerte sea considerada como natural (muertes naturales son aquellas que llegan a causa de la edad) o no natural. Por ejemplo, se supone que los niños no mueren y se espera que los hijos mueran después que los padres. Frente a estas muertes extemporáneas, las personas no saben cómo reaccionar ni cómo asimilarlas; son muertes “perversas”. El no respeto por ese orden para morir instituido socialmente genera, muchas veces, conflictos en las relaciones familiares y sociales.
Asimismo, sus trabajos indican que el impacto de la muerte es diferente según cuál sea el lazo que une a la persona con el muerto (de Miguel, 1995, p. 128). Por ejemplo, cuando se trata de los padres, aparecen sentimientos encontrados, el darse cuenta de lo que hicieron, el remordimiento y las culpas. Al dolor se suma la intensidad de los cambios experimentados en los roles, cuando la muerte de los padres ocurrió a corta edad. El recuerdo de la muerte del padre es más fuerte, en general, que el de la madre. Ligado, muy posiblemente, a una persistente preeminencia de las significaciones del rol paterno en sociedades fuertemente patriarcales (Elias, 1987).
Las investigaciones realizadas en el marco del estudio internacional CEVI, por su parte, muestran que los eventos relacionados con la muerte ocupan un lugar privilegiado en la reconstrucción autobiográfica del desenvolvimiento de las vidas individuales. La importancia concedida a este evento, como una las grandes articulaciones que modelan la vida, trasciende los contextos nacionales y parece formar parte de una “representación colectiva” del curso de la vida, cuyos hitos fundamentales serían los nacimientos, la pareja, la reproducción, la muerte (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009; Cavalli, et al., 2013).
Del recorrido que hemos realizado a través del conocimiento disponible, surge con claridad que la percepción de la muerte varía según se trate de la muerte en un sentido abstracto, de un otro significativo o de sí mismo, en tanto conciencia de finitud; de la edad; de la etapa de la vida en la cual se halla el sujeto, como así también de la construcción histórica del fenómeno. Sin embargo, no hemos encontrado estudios que hayan analizado esas diferencias en términos de continuidad o disrupción de las biografías personales.
De allí que nos preguntemos: ¿cuál es el lugar que ocupa la muerte a lo largo de la vida? ¿Cuáles son las muertes que más impactan en los individuos a lo largo de la existencia? Y, por último, ¿cuáles son los motivos por los cuales los individuos consideran importantes esos eventos? ¿Es posible que sean más o menos disruptivos de acuerdo a la edad?
Curso de la vida, trayectorias y transiciones
La muerte no es un fenómeno de fácil conceptualización. La acepción más aceptada, por lo evidente e innegable, es aquella que la considera como la cesación o el término de la vida.
En consecuencia, es en función del sentido del que se dote a la vida, el significado que adquirirá la muerte: como principio de una nueva existencia —la del alma despojada del cuerpo que la aprisiona— o como final de una etapa detrás de la cual no hay nada o, al menos, nada conocido (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998).
La complejidad de la muerte como fenómeno justifica que su abordaje teórico pueda adoptar distintas perspectivas. Por un lado, encontramos el conocimiento relativo a su naturaleza; por otro, el relativo a la percepción, introyección y re-creación que cada individuo realiza de ese suceso objetivo, que derivará en subjetivo a partir de las características de la personalidad de cada uno, y de las normas y las interpretaciones vigentes en la sociedad donde habita.
Esta mirada es la que adoptamos en este trabajo, entendiendo que la percepción puede definirse como el conjunto de procesos que estimulan los sentidos y mediante los cuales obtenemos información sobre nuestro hábitat, las acciones que realizamos en él y nuestros estados internos. La percepción encuentra su fundamento en el aprendizaje, ya que se forma a partir de la experiencia y de las necesidades, permitiendo dotar de significación a las sensaciones (Doron y Parot, 1998).
A los fines de avanzar hacia una conceptualización más precisa de nuestro objeto, resulta útil la identificación de las dimensiones constitutivas de la muerte que realizan Folta y Deck (1974, citado en Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998): el acto en sí (la muerte propiamente dicha), los diversos aspectos del proceso de morir (dying), y sus consecuencias (dado que se la considera un fenómeno metafísico que supone el final de algo o el principio de otro algo para el fallecido).
Considerando que la percepción encuentra su fundamento en diversos procesos relacionados con el aprendizaje, y teniendo en cuenta la necesidad de comprehender la muerte en su complejidad, decidimos optar por el abordaje teórico conocido como “paradigma del curso de la vida”, enfoque que propone estudiar el desenvolvimiento de las vidas humanas en su extensión temporal, en su multidimensionalidad y en su contexto sociohistórico (Lalive d’Epinay, et al., 2005) [3].
Los cursos de vida individuales están constituidos por un conjunto de trayectorias relativas a las distintas esferas o dimensiones en las cuales se desenvuelve la existencia humana —familia, pareja, trabajo, educación, etcétera— (Elder, Kirkpatrick Johnson y Crosnoe, 2003). Es posible definir el curso de la vida como “… una secuencia de eventos y roles sociales, graduados por la edad, que están incrustados (embedded) en la estructura social y el cambio histórico” (Heinz y Marshall, 2003). Las trayectorias de vida individuales se modelan y cobran sentido a partir de eventos, transiciones y puntos de inflexión. La revisión de la literatura indica que, en general, a las nociones de transiciones y puntos de inflexión se les asocia el término “cambio”, es decir, que ambas implican rupturas y discontinuidades (Hareven, 1996). Si esos “cambios” están de acuerdo con las normas, se habla de transiciones normativas, esperadas a una cierta edad, en un determinado tiempo y espacio. Son períodos de transformaciones y crecimiento, en los que las concepciones del sí mismo y de la propia vida se modifican. Si, por el contrario, los “cambios” suceden de manera impredecible, se trata de puntos de inflexión, es decir, eventos o transiciones que se tornan particularmente cruciales debido a su capacidad de desviar las trayectorias de vida.
Estos pueden redireccionar el curso de la vida y fortalecer la identidad, son esos momentos en los cuales la existencia cambia significativamente de rumbo.
Los estudios sobre eventos y transiciones han puesto el énfasis en la definición externa de los momentos de ruptura. Desde la perspectiva de este trabajo, resultaron más interesantes, sin embargo, los estudios sobre turning points (puntos de inflexión), debido a que ellos tienen en cuenta la percepción subjetiva de las discontinuidades de la vida (Clausen, 1993; Hareven y Masaoka, 1988).
Tanto los puntos de inflexión como las transiciones ocurren a ritmos diferentes (timing) según las esferas y las etapas de la vida involucradas. De ninguna manera se espera que determinados roles sigan a otros en un orden fijo; por el contrario, el curso de la vida es un proceso multidireccional, en tanto cada trayectoria se refiere al patrón individual que asume la sucesión de transiciones relacionadas con las diversas esferas de la vida.
Además, considerando el principio de linked lives (vidas vinculadas) (Elder, 1974), es posible advertir la interdependencia de las trayectorias de los miembros individuales respecto, no solo del contexto sociohistórico, sino también de su familia. Por ejemplo, cambios que afectan a la generación de los padres (pérdida del trabajo, mudanza, muerte) repercuten en las transiciones normativas y no normativas de los integrantes de las demás generaciones (Lüscher, 2005).
Surge de lo anterior que todo evento o transición puede ser definido en relación con una o más esferas de la vida implicadas, del tipo de función afectado, de su temporalidad, de su previsibilidad, de la posibilidad de control que el individuo puede ejercer sobre él, del grado de anticipación, de la probabilidad de que ocurra, de su deseabilidad, de su reversibilidad, de su correspondencia con la edad o del grado de adecuación con las normas y los imperativos sociales vigentes (Ariès, 2000). Así, en diferentes momentos del curso de la vida, aparecerán como más significativos los cambios ocurridos en algunas esferas, dado que esos ámbitos reflejan los modos de inserción en la vida y en la sociedad.
Cuestiones metodológicas
El enfoque del curso de la vida se caracteriza por el pluralismo teórico, metodológico y por su estilo interdisciplinario (Cavalli, et al., 2006). En este artículo, y teniendo en cuenta que nuestro objetivo es principalmente descriptivo, hemos optado por una estrategia cuantitativa.
Los datos en los cuales nos basamos surgen de la segunda parte del cuestionario aplicado en el ya mencionado Estudio CEVI - Cambios y Eventos en el Curso de la Vida. Dicho cuestionario constaba de cuatro partes: a) la primera estaba destinada a obtener datos acerca de la ontogénesis humana, solicitando a los entrevistados que mencionaran hasta cuatro cambios ocurridos en sus vidas en el año anterior y que los evaluaran en términos de ganancias o pérdidas; b) la segunda parte pretendía indagar acerca de las transiciones y puntos de inflexión personales; c) la tercera parte tenía como objetivo establecer la referencia entre las trayectorias individuales con el contexto sociohistórico, requiriendo de las personas la mención de aquellos cambios sociohistóricos que hubieran impactado en sus biografías; y d) la cuarta solicitaba datos sociodemográficos.
En Argentina, el cuestionario fue aplicado a 572 varones y mujeres residentes en el partido de Luján, provincia de Buenos Aires, distribuidos en cinco grupos de edad quinquenales, separados entre sí por un período de diez años. Los grupos se eligieron de manera tal que representaran posiciones diferentes y bien definidas en el curso de la vida[4]. Se trabajó con una muestra intencional, ya que el propósito de la investigación radicaba en la producción de teoría sustantiva, a partir de la comparación generacional, más que en la posibilidad de realizar generalizaciones descriptivas. En consecuencia, la selección de los casos fue no aleatoria, teniendo en cuenta cuotas por sexo y grupo de edad y una máxima diferencia respecto de variables socioeconómicas consideradas relevantes, tales como: nivel de instrucción, tipo de vivienda, ocupación y categoría ocupacional [5].
Las diferentes partes de este cuestionario constaban de preguntas abiertas y, por lo tanto, el entrevistado tenía la libertad de responder a ellas espontáneamente.
En la segunda parte, destinada a obtener información sobre la percepción subjetiva de las trayectorias de vida, se les pedía a los individuos que mencionaran hasta cuatro hechos significativos o puntos de inflexión que hubieran afectado sus vidas, así como también las razones por las cuales los consideraban importantes.
Esta ambigüedad en la manera de redactar la pregunta era intencional, en tanto permitía examinar en qué medida la persona definía su trayectoria en términos de continuidad o más bien en términos de ruptura.
La codificación de los cambios mencionados se realizó en dos etapas. La primera de ellas fue común a la totalidad de los estudios incluidos en el proyecto CEVI internacional. Partiendo del supuesto de que, en cada edad, los cambios dependerían del modo de insertarse en la vida y en la sociedad, se establecieron doce dominios o esferas de la vida que podían verse afectados (Ariès, 2000). Uno de los dominios considerados hacía referencia a la muerte, en cualquiera de las tres dimensiones (proceso, acto o consecuencia) que hemos considerado anteriormente[6].
En una segunda etapa, y a los fines específicos de este artículo, se clasificaron las respuestas previamente codificadas en el dominio “Muerte o decesos”, según el parentesco del entrevistado con la persona fallecida y, por último, se categorizaron las razones por las cuales se consideró que ese evento había sido importante en la vida personal. En función del objetivo de nuestra investigación, esta categorización diferenció aquellas razones que podían interpretarse como “cambios”, rupturas o discontinuidades, de aquellas que podían entenderse en términos de continuidad, en tanto daban cuenta de la carga emocional de la muerte más que de impactos en el desenvolvimiento de la propia vida.
La percepción de la muerte en el curso de la vida
En este trabajo, como ya se ha mencionado, nos interesó profundizar en el conocimiento de la manera que la muerte impacta en las biografías individuales a lo largo de la vida.
En párrafos anteriores, sostuvimos que las trayectorias de vida son modeladas por el conjunto de “cambios”, sean estos transiciones o puntos de inflexión, que impactan de modo diferente en las distintas esferas de las vidas individuales, en función de la etapa de la vida que las personas se encuentran atravesando.
En primer término, haremos referencia, en consecuencia, a los hechos o eventos significativos mencionados por los entrevistados.
Los datos obtenidos señalan que la muerte fue mencionada al menos una vez por el 37% del total de las personas, ocupando el segundo lugar, luego de la dimensión más aludida que fue la familia, considerada por el 73% de los individuos. Siguen en orden, la educación y la profesión.
La omnipresencia de la familia en el diseño de las trayectorias de vida queda claramente expuesta por estos datos, sobre todo si tenemos en cuenta que eventos que hemos clasificado como pertenecientes a la dimensión “Muerte”, “Profesión”, etcétera, pueden, a su vez, estar relacionados con la esfera familiar. Por ejemplo, respuestas como: “Murió mi mamá y tuve que ocuparme de mis hermanos” o “Mi papá perdió el trabajo” remiten indirectamente a la situación familiar. Sin embargo, a los fines analíticos, se decidió mantener el código “Familia” para los hechos considerados constitutivos: matrimonios, divorcios y nacimientos[7].
En consonancia con los resultados obtenidos en otros países, que formaron parte del estudio CEVI, en todos los grupos de edad, la vida afectiva y familiar (es decir, la esfera de la vida privada) evidencia una pronunciada preeminencia sobre los eventos relativos a las trayectorias educacionales o profesionales (la esfera pública) en la reconstrucción autobiográfica (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009, p. 41).
La indagación en el interior de los distintos grupos de edad muestra importantes contrastes. En efecto, cada cohorte identifica como más significativos los cambios ocurridos en algunas esferas, reflejando los modos de inserción que cada grupo tiene en la vida y en la sociedad. En consecuencia, nuestro análisis debe avanzar hacia una comprensión de las situaciones que afectan las biografías individuales en su relación con los contextos familiar, grupal y social (Heckhausen, Dixon y Baltes, 1989).
En todos los grupos, los cambios relacionados con la familia siguen siendo los que ocupan el primer lugar; aun con diferencias en cuanto al peso relativo respecto de las demás esferas involucradas.
En relación con la percepción de la muerte, observamos que ocupa el tercer lugar entre los individuos de entre 20 y 24 años de edad, y el segundo lugar en los cuatro grupos restantes.
En el grupo de los más jóvenes, el segundo lugar está ocupado por la educación, que pasa al tercer puesto en el grupo siguiente. En el resto de las cohortes, el tercer lugar es ocupado por la profesión.
Hemos visto que algunos autores (Blanco Picabia y Antequera Jurado, 1998; Clavandier, 2009) sostienen que, en las sociedades occidentales actuales, se intenta silenciar e invisibilizar la muerte mediante un doble movimiento: la profesionalización del proceso de morir (dying) y la acción de los procesos de sociabilización y socialización que intentan constituirse en barreras de protección frente a la muerte a partir del duelo reconcentrado en la intimidad. Sin embargo, los datos indican que estas modificaciones en el sentido y el tratamiento social de la muerte no significaron una prescripción subjetiva del impacto producido por ella, a tal punto que no deja de ser mencionado en todas las etapas del curso de la vida.
Mientras que, en los grupos más jóvenes, la muerte fue identificada como un evento impactante en las propias vidas por alrededor de un tercio de las personas que los componen, en la cohorte de 50 a 54 la cifra alcanza casi el 40%, y en los dos grupos de mayor edad supera ese valor. Como se ha mencionado, la experiencia de la muerte es progresiva y creciente.
La literatura gerontológica destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, cuando se produce “una personificación de la muerte” (Salvarezza, 2002). Este proceso supone que es vivida como una experiencia cercana. La pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real (Widera - Wysoczañska, 1999). Y la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir (Wahl y Kruse, 2006; Dittmann - Kholi, 2005).
Las personas que han llegado a la cuarta edad acumulan una trayectoria de pérdidas mayor que las personas más jóvenes y de mediana edad. Entre esas muertes se destacan aquellas que corresponden al cónyuge (Lalive d’Epinay y Spini, 2007; Caradec, 1998). La muerte, en un contexto de gran aumento de la esperanza de vida, se va desplazando hacia la última etapa vital a la que se percibe como “antesala de la muerte”(Durán, 2004).
En todos los grupos de edad, la historia de la vida afectiva y familiar (la esfera privada) prevalece sobre las trayectorias educativas y profesionales (la esfera pública) en la reconstrucción autobiográfica (Lalive d’Epinay y Cavalli, 2009, p. 41).
¿Cuáles son las muertes que más impactaron en las vidas de los entrevistados?[8]
En el Cuadro 3, puede observarse que casi la mitad del total de menciones se refieren a la muerte del padre, de la madre o de ambos; predominando la alusión al padre en todos los grupos de edad, excepto entre los más ancianos. Las razones pueden ser variadas, pero es necesario mencionar, por un lado, la mayor y más temprana mortalidad de los varones sobre las mujeres y, en segundo lugar, una persistente preeminencia de las significaciones del rol paterno en sociedades fuertemente patriarcales (Elias, 1987).
Sin embargo, es relevante mencionar las diferencias entre las distintas cohortes, ya que expresan con extrema claridad que los eventos inciden en las biografías personales en virtud de la inserción en el curso de la vida y en la sociedad. En efecto, mientras casi la mitad de los más jóvenes mencionaron la muerte de sus abuelos como un cambio significativo en sus vidas, los dos grupos que le siguen en edad mencionan al padre en primer lugar y las dos cohortes más ancianas, al cónyuge.
Así, es posible delinear una interpretación de estos datos a partir de los conceptos de timing y transiciones normativas. En este sentido, es posible pensar que la mayoría de los individuos tiende a mencionar como cambios significativos en su vida la muerte de familiares. Estas muertes son sin duda importantes para ellos, pero no dejan de ser “esperables” (los abuelos entre los más jóvenes, los padres en las generaciones intermedias, los cónyuges entre los más viejos), teniendo en cuenta el momento de la vida que atraviesa cada cohorte y las generaciones que la anteceden y la suceden.
Dicha interpretación se ve reforzada por las razones que elaboran los entrevistados para fundamentar la identificación de las muertes mencionadas, en tanto cambios significativos en sus biografías.
En efecto, alrededor de un 40% de los miembros de los distintos grupos de edad expresa haber mencionado esa muerte debido al dolor o al sentimiento de pérdida que le causó. Las alusiones a los “cambios” (categoría que incluye tanto transiciones como puntos de inflexión, ya sea en los roles desempeñados o en las posiciones ocupadas en las diferentes dimensiones de la vida) representan entre un 12% y un 14% en las tres primeras cohortes, aumenta a algo más del 20% en la de 65 a 69 años, y alcanza a un tercio del grupo de los más ancianos. Estos sectores son los que perciben los eventos mencionados en términos de discontinuidad en sus vidas.
En este sentido, nos preguntamos si la muerte puede considerarse un “cambio” capaz de incidir en el rumbo de las trayectorias biográficas. Teniendo en cuenta los datos obtenidos, parecería no haber nada en “la naturaleza” de un determinado evento (en este caso, la muerte) que lo convierta en disruptivo por esencia, sino que, por el contrario, es la percepción subjetiva (modelada individual y socialmente) lo que lo construye como tal. Asimismo, dicha percepción, anclada como sabemos en el aprendizaje, varía a lo largo de la vida, de acuerdo al momento en el cual el evento ocurre y en función de las consideraciones sociales asociadas al suceso.
Así lo expresan las diferencias que aparecen, en el sentido de discontinuidad o continuidad asociado a la muerte mencionada, a lo largo de la vida. Mientras que entre los jóvenes la muerte implicó una toma de conciencia (respecto de la propia finitud, del paso del tiempo, etcétera), o un reconocimiento de lo que esas personas muertas habían hecho por ellos en vida (“porque ella me crió”, por ejemplo), los grupos intermedios mencionan la “desprotección” que, en general, está relacionada con la muerte del “compañero/a de toda la vida”. Los más ancianos, por su parte, son los que más experimentaron la muerte como un cambio, cambio que pudo haber implicado: asumir nuevas responsabilidades, enfrentar la soledad, sufrir transformaciones en la situación económica, mudanzas, etcétera.
En síntesis, podría decirse que, en cada grupo de edad, las razones que expresan los entrevistados para explicar de qué manera la muerte afectó sus vidas están relacionadas con su inserción particular y la de la persona fallecida en el curso de la vida, en el momento de ocurrencia del hecho mencionado, así como con su inserción en el momento de rememorar lo ocurrido y los modelos para enfrentar la muerte, instituidos y trasmitidos mediante los procesos de socialización y sociabilización.
Mencionamos anteriormente que solo alrededor del 15% de los individuos pertenecientes a los tres primeros grupos de edad perciben la muerte en términos de disrupción o discontinuidad en su biografía personal, aumentando esa proporción en los grupos siguientes, y alcanzando un tercio entre los mayores.
La muerte, entonces, se inserta en las trayectorias de vida, mayoritariamente, con un sentido de continuidad, aun cuando no ha perdido (a pesar de las tendencias sociales hacia la invisibilización) su gran carga emocional para la subjetividad de nuestros entrevistados.
Conclusiones
Hemos mencionado que los resultados del estudio CEVI respecto de la reflexión sobre la relación entre los contextos macrosociales y las trayectorias individuales muestran que, contrariamente a una primera intuición que indicaría que los diferentes contextos sociohistóricos nacionales incidirían modelando trayectorias individuales diferenciadas. Sin embargo, las cosas suceden, más bien, como si la historia y las marcas geográficas se evaporaran a favor de una forma de uniformidad, tanto de esas trayectorias como de sus secuencias. Es decir, que perdurarían modelos culturales dominantes que seguirían revelando su peso sobre los destinos individuales (Cavalli, et al., 2013).
En ese marco general de interpretación, deben ser entendidos los resultados obtenidos en el componente argentino respecto de la percepción que los individuos tienen de la muerte. La primera evidencia a tener en cuenta es que la muerte de otras personas significativas tiene un sentido más ligado a la continuidad biográfica que a la disrupción. Sin embargo, debemos mencionar que la identificación de la muerte como punto de inflexión (o cambio y disrupción) se incrementa a medida que avanza la edad. Estos hallazgos están en consonancia con la literatura gerontológica, que destaca que la construcción de significados sobre la muerte cambia a partir de la mediana edad, es decir, se produce una “personificación de la muerte”. La muerte es vivida como una experiencia cercana, y la pérdida de seres queridos promueve la posibilidad de pensar en la muerte propia como un hecho real. La muerte del otro revela, a modo de espejo, la propia condición de mortales, y acerca a la experiencia de vulnerabilidad. Es entonces cuando la percepción del tiempo comienza a medirse en función de lo que resta por vivir.
En relación con la cohorte de mayor edad, se destaca que en el curso de la vida ha padecido una mayor trayectoria de muertes y que, en un contexto demográfico de incremento de la esperanza de vida, la muerte se va desplazando hacia este grupo etario considerado como la última etapa de la vida y estereotipado en el imaginario social como de “decrepitud” y de “antesala de la muerte”.
Atendiendo a la significación de la muerte de familiares o allegados como punto de inflexión más destacado en las trayectorias biográficas, se demuestra que la muerte del otro adquiere un lugar central en el curso de la vida, la de los padres es la más citada en todas las cohortes comparadas, en tanto que la muerte del cónyuge es la segunda muerte más mencionada. La muerte del cónyuge es la más citada por la cohorte de 75 a 84 años de edad, e implica un punto de inflexión en la vida de estas personas, ya que modifica el estilo de vida, generando situaciones que van desde asumir la soledad, modificar el hábitat y las costumbres, hasta el traslado a una vivienda colectiva. La pérdida del cónyuge adquiere importancia como reflejo inmediato de la propia finitud, y la soledad es el sentimiento más referido en torno a esa muerte.
Por último, y en consonancia con los cambios poblacionales que impactan en las familias actuales, observamos que la coexistencia intergeneracional con abuelas y abuelos se incrementa en la generación más joven, por lo cual la referencia a la muerte de abuelos y abuelas adquiere sentido. Claramente el grado de intimidad y el tipo de relación establecida difiere de una cohorte a la otra. Las generaciones más jóvenes han tenido abuelos y abuelas que constituyeron referentes de identificación que, en muchos casos, han intervenido en sus cuidados y socialización. Esto las diferencia de las generaciones de la cuarta edad, en las cuales la posibilidad de compartir amplios períodos de la vida con los antecesores era mucho menor, y muchas de estas personas mayores apenas han tenido oportunidad de conocer a sus abuelos o ya habían fallecido cuando ellos nacieron.
En síntesis, los hallazgos más relevantes se refieren a la identificación creciente de la presencia de la muerte a lo largo de la vida, mostrando que las esferas de la vida involucradas en los cambios personales van modificándose en función de la etapa de la vida atravesada y de los roles predominantemente involucrados en dichas etapas.
Anexo:
Gloria Lynch y María Julieta Oddone, en scielo.edu.uy/
Notas:
[1] Para mayores detalles del estudio completo, se puede consultar la página de CEVI: <http://www2.supsi.ch/cms/cevi/>.
[2] Ver, por ejemplo: Oddone y Lynch (2008, 2010);Oddone y Gastrón (2008); Lalive d’Epinay, Cavalli y Aeby (2008); Gastrón, Oddone y Lynch (2011, 2013); Najjar (2011); Cavalli, et al. (2013).
[3] Para ampliar este concepto, ver Elder (1998).
[4] Ver las cohortes de edad elegidas en el Cuadro 5 del Anexo.
[5] Ver la distribución de los individuos entrevistados, según género y grupo de edad, en el Cuadro 6 del Anexo.
[6] Ver los dominios establecidos en el Cuadro 8 del Anexo.
[7] Ídem.
[8] Los cuadros 3 y 4 hacen referencia solo a las personas que mencionaron al menos un hecho relacionado con la muerte. Ver distribución por género y edad en el Cuadro 7 del Anexo.
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