Uno de los temas que, sin duda, ha suscitado el actual interés por la teología de las religiones es el de la salvación en su aspecto cuantitativo. La pregunta por el alcance más o menos universal de la salvación es tan antigua como las narraciones evangélicas. Quedó explicitada en ellas de forma paradigmática como una inquietud que un anónimo personaje expuso ante Jesús: «Señor, ¿son pocos los que salvan?» (Lc 13, 23). Este interrogante probablemente no es suscitado por mera curiosidad teórica ni por una imaginación demasiado viva, sino que, atendiendo a su contexto literario, esta cuestión planteada en el Evangelio de Lucas parece originarse de forma natural ante la neta exigencia de santidad que Jesús planteaba a sus discípulos: «Quienes le oyeron decían: —Pues, ¿quién se podrá salvar?» (Lc 18, 26).
Resulta significativo descubrir que usualmente el motivo que hace surgir este tipo de inquietud es la inequívoca enseñanza de Jesús sobre la necesidad de evitar el deseo prioritario de confort y seguridad: sus prevenciones acerca del deseo de acumular bienes y dinero. Dicha doctrina debía causar estupor incluso en una sociedad cuyo nivel de vida era ínfimo comparado con el de muchos países industrializados de la actualidad: «Al oír esto, los discípulos se asombraban mucho y decían: —Entonces ¿quién se podrá salvar?» (Mt 19, 25) [1].
En la segunda mitad del siglo XX este mismo tema de la extensión de la salvación se plantea en un contexto muy diverso al evangélico. Lo suscita la conciencia de que, veinte siglos después de Cristo, los cristianos hemos sido y somos aún una minoría en el conjunto de una Humanidad cuya globalidad —tanto sincrónica como diacrónicamente— se convierte cada día en un factor más relevante para nuestras vidas. La vivencia de compartir una aldea global se presenta como un signo característico de nuestro tiempo histórico, de la situación desde la cual podemos pensar.
En este sentido, lo que resulta chocante para muchos cristianos, familiarizados con la fe en un Dios-Amor lleno de misericordia por los hombres, es la hipótesis de que sean pocos los que salven. Conviene notar que esta preocupación es típicamente cristiana, pues otras religiones universales (el Islam, el budismo) no comparten tan sentida y unánimemente esa noción explícita de Dios-Amor.
1. La salvación en la «teología pluralista» de las religiones
Un ejemplo especialmente claro de cómo la opinión pública (el Zeitgeist) afronta la cuestión mentada son los múltiples escritos de John Hick. Dicho autor se caracteriza por una incansable y reiterada actividad para propugnar y defender ciertas tesis religiosas acudiendo una y otra vez a los mismos tópicos. Por ello, detenerse a encontrar variantes de sus postulados a lo largo de su extensa bibliografía resulta una tarea inútil.
Según él, el concepto cristiano de salvación —«ser perdonado y aceptado por Dios a causa de la muerte de Jesús en la cruz»— supondría algo inaceptable para su teoría: «que sólo el Cristianismo conoce la salvación y que sólo éste es capaz de predicar cuál es la fuente de la salvación» [2].
Por ello, como alternativa, define la salvación «como un cambio real en el hombre, una transformación gradual que lleva desde el natural egoísmo (self-centeredness), fuente de muchos males, hacia una orientación radicalmente nueva: centrada en Dios y manifestada en el fruto del espíritu». ¿Cuál es la ventaja de esta nueva definición? Que descartaría cualquier juridicismo respecto a la salvación, subrayando su esencia moral-espiritual, junto a su relevancia política y social; de este modo se podría observar cómo la salvación divina opera igualmente en todas las religiones. Hick reconoce que su definición «no se fundamenta en una teoría teológica», pero sostiene que puede encontrar apoyo «en realidades observables de la vida humana» [3].
Dichas realidades, que permiten reconocer la acción soteriológica divina, consistirían en «frutos humanos» de carácter ético [4]. Por el contrario, Hick no reconoce ninguna autoridad distintiva en el plano religioso a los testimonios de la revelación contenidos en la Biblia (los cuales son evidentemente contrarios a su irrenunciable perspectiva pluralística) [5].
De hecho su concepto de salvación —al identificarse con «los frutos humanos» de la salvación— resulta ser paradójicamente anacrónico, tan diverso del de Jesús como el que mantenían los zelotes. En efecto, Hick equipara cuatro nociones: «salvación / liberación / ilustración / plenitud» [6]. Adopta así la figura de un zelote ilustrado, que ha renunciado a la violencia para adaptarse a los valores humanos que desde el siglo XVII se han ido poniendo de moda: autonomía ética (en su sentido más radical), liberalismo intelectual («librepensamiento», con lo que conlleva de relativismo religioso), autorrealización del individuo (pero sin una perspectiva personalista ni comunitaria).
Para Hick salvarse consiste en una conversión ética, en la cual la persona deja de ser egoísta para adoptar una actitud filantrópica. No parece, pues, improbable que dicha conversión pueda ser concebida como un proceso fundamentalmente intramundano, de modo que ni la intervención especial de un Dios salvador es necesaria ni el término del proceso salvador entraña una relación personal con Dios.
En este sentido ha escrito McGrath que «la afirmación de que todas las religiones proporcionan la salvación no es sino una tautología»; es como afirmar que en todos los continentes el hombre puede aspirar a una vida más decente [7].
El verdadero apoyo de la teoría de Hick reside en su capacidad para evocar una fuerte pasión: el sentimiento de horror ante la imagen de que la mayoría de la Humanidad estaría destinada a la condena eterna [8]. Un cristiano resulta particularmente apto para horrorizarse ante esta perspectiva y buscar otra alternativa, pues —como afirma C.H. Pinnock, en la misma línea de Hick— los cristianos se caracterizan por su especial sensibilidad ante la misericordia divina [9].
2. Cristo y la salvación
La actitud indiferentista de Hick se origina a partir de una fuerte certeza subjetiva en la cual su mente reposa: la certeza de que todo hombre —empezando por judíos y cristianos— puede permitirse el lujo de prescindir de la Biblia para entender qué es la salvación y cómo incide ésta en la Humanidad. Dicha postura no deja de tener un cierto sabor a la suficiencia de los sofistas que Sócrates desenmascaró. En realidad, sorprende que un eclesiástico tan culto como él —con independencia de que haya deambulado por diversas confesiones protestantes—, no dedicara una reflexión atenta a la actitud de Jesús ante las preguntas sobre la salvación mencionadas al inicio de esta Comunicación.
Ante la desesperanza de sus discípulos, que entendían el crudo realismo de la renuncia a un espíritu consumista, posesivo y ansioso de seguridades terrenas, Cristo les reconforta afirmando: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26) [10]. Esta respuesta es un cierto resumen de toda la teología bíblica veterotestamentaria acerca de la salvación, la cual se centra en esta afirmación: —Sólo Yahvé es el Salvador (Ex 14, 13), sólo Él puede llevar a cabo aquello por lo cual suspira lo más hondo del corazón humano. En realidad, Él es la Salvación (Ex 15, 2), «el Dios de nuestra salvación» (1Co 16, 35), porque sólo Yahvé tiene la fuerza necesaria para salvar al hombre [11].
Entonces, ¿se salvan muchos o pocos? Según Lucas, Jesús no satisfizo la curiosidad de quien le interrogaba. Cabe suponer que en esta ocasión —como en algunas otras similares (p.ej., cuando sus discípulos le preguntaban acerca de la fecha de la Parusía)— la ausencia de una contestación directa contiene implícitamente una enseñanza y una denuncia. Jesús advierte a los suyos que la actitud inquisitiva al respecto no es pertinente e incluso indica que es dañina para el hombre; es decir, denuncia una curiosidad malsana. San Agustín —y análogamente otros muchos Padres— descubriría en esta curiosidad la incoación de un gnosticismo («temeraria professio scientiae») que no respeta el arcano de los misterios divinos [12].
En cualquier caso, parece evidente que Jesús desea que el hombre se enfrente a la cuestión aludida con otro espíritu diverso del que guiaba a sus interlocutores, desde otra perspectiva. Así responde: «Esforzáos por entrar por la puerta estrecha, porque —os digo— muchos pretenderán entrar y no podrán» (Lc 13, 24). Lo que Cristo propone es afrontar con urgencia el tema de la salvación desde una perspectiva práctica, que mire directamente a la conversión del corazón hacia Dios; dicho en otras palabras: Jesús propone pedir a Dios una auténtica fe sobrenatural, que comprometa mi propia vida, mi actitud actual al respecto, las acciones que voy a realizar inmediatamente.
Como toda praxis, ésta también presupone un contenido teórico. Jesucristo habla de esfuerzo, describe la salvación como una «puerta estrecha» y afirma positivamente que no todos los hombres se salvan. Estos son los supuestos principales de su respuesta. La expresión «muchos pretenderán entrar y no podrán» no debe entenderse como una respuesta a la pregunta de si son muchos o pocos quienes se salvan. Precisamente por esa sensibilidad típicamente cristiana ante la Misericordia divina —una sensibilidad cuya raíz se halla sin duda en el ejemplo mismo de Jesús—, es factible y razonable entender este texto en el sentido de que sea cual fuere el número y la proporción de quienes no se salvan, el número de los no salvados siempre resultará demasiado alto para el Dios Trino: éstos siempre le parecerán «muchos».
Esta tradición evangélica sitúa, pues, la extensión de la salvación humana en el ámbito de los misterios inescrutables —aunque en cuanto mero dato sólo sea un «misterio sobrenatural in quantum modo»—. Ello conlleva una importante consecuencia para la teología: Cristo descalifica esta cuestión como ámbito digno del esfuerzo que comporta la investigación teológica. Jesús advierte que las especulaciones al respecto nunca serán fructíferas, señalando a la vez el peligro de que el investigador fascinado por este tipo de enigmas fácticos se olvide de colaborar real y efectivamente en la ardua tarea de su propia salvación personal.
El Nuevo Testamento contempla simultáneamente otra convicción amplísimamente documentada en el mismo: la mediación cristológica como condición de salvación. Desde la teología bíblica resulta evidente que «los términos redención, salvación y liberación están entrelazados entre sí. Para el AT puede decirse, en términos generales, que la redención es la acción realizada por Dios para salvar a Israel, de modo ejemplar, liberándolo de la esclavitud de Egipto y constituyéndolo así en el pueblo de su propiedad. Para el NT la redención ha sido obrada por Jesucristo, que es el Salvador, en cuanto nos redime o rescata del pecado y de toda iniquidad» [13].
No vamos a extendernos ahora en este punto, ni tampoco discutiremos si esa mediación salvífica de Cristo ha de ser epistemológica además de ontológica. Lo que deseamos resaltar es la frivolidad que supone poner entre paréntesis un punto tan evidente y relevante, sacrificando esta convicción evangélica a un irenismo interreligioso. En este sentido, Hick y sus seguidores realizan una reducción tan radical del núcleo de la fe cristiana que, paradójicamente, hacen imposible un serio diálogo interreligioso. En efecto, dialogar sólo tiene sentido para quienes reconocen la diversidad de sus posturas respectivas y tienen la fortaleza de exponerlas con toda sinceridad.
Hick, al dejarse llevar frenéticamente por el deseo compulsivo de abrir paso de inmediato a la unidad religiosa mundial, acaba por imponer dicha unidad a golpe de postulados como si ésta ya fuera un fait accompli. Pero de este modo impide que el diálogo interreligioso propiamente dicho pueda haberse establecido legítimamente y con autenticidad; ¿para qué dialogar, si en el fondo ya estamos todos de acuerdo?
Es fácilmente comprensible que sus teorías no hayan tenido eco alguno significativo entre los musulmanes. La actitud de Hick es un caso de cómo el deseo puede obnubilar la percepción de realidades casi evidentes. Por ejemplo, que la fe cristiana, el Islam y el budismo mantienen conceptos muy diversos sobre la esencia de la salvación; basta con observar comparativamente sus respectivos rituales para constatarlo. Pero Hick suprime la evidencia al respecto dejándose llevar por un apriorístico espíritu homogeneizador de las religiones [14].
Lo que Hick denomina —con expresión propagandística— «teología pluralista de las religiones», lejos de abrir un espacio dialogal realmente pluralista, ha sido denunciado como una forma ladina de «imperialismo teológico». Porque, de hecho, Hick mantiene un concepto genérico de la divinidad que no es resultado de una fenomenología de las religiones sino de su propia formación cristiana; e intenta imponer esa noción como algo que se encuentra en todas las religiones. Algo análogo sucede con la dimensión ética de su concepto de salvación.
Si John Hick se atuviera más fielmente a los datos, acabaría por reconocer que los cristianos sólo sabemos en qué consiste la salvación a través de la Palabra de Dios que la Iglesia conserva y predica. Aceptaría el hecho de que Cristo y sus discípulos nos han proporcionado la información más precisa de que disponemos al respecto y que la figura de Cristo resucitado es el espejo más fiel de lo que pueda ser un hombre salvado. Sin sus palabras, qué significa ser salvado quedaría en una penumbra similar a la del Hades grecolatino. Como ya vislumbró Wittgenstein, la referencia a la praxis eclesial acerca de las vías de salvación es la brújula más concreta para entender «desde dentro» cuál es la noción cristiana de salvación.
3. Qué significa en general «salvación»
Quienes se ocupan de estudiar la historia de las religiones saben de la enorme dificultad para encontrar en los ámbitos del budismo o del islamismo una noción equivalente a «salvación». ¿Qué se entiende exactamente en castellano mediante el uso de este término?
Procedente de la palabra latina salvatio, significa en primer lugar la «acción y efecto de salvar o salvarse». Es notable la equivocidad que entraña, pues, este palabra respecto a la cuestión de quién tiene el protagonismo de la salvación: ¿Dios o el hombre? Cada uno de nosotros, ¿se salva o es salvado? Esta cierta ambigüedad puede quizá entrañar cierta sabiduría y no mera indiferencia: el reconocimiento de que la acción salvífica divina y la respuesta humana a la misma forman una unidad operativa, en la cual el observador —e incluso el propio interesado— se ve incapaz de discernir con exactitud cuáles son los límites entre el actuar de Dios y el del hombre.
En cualquier caso, para dilucidar qué significa salvación es preciso remitirse a la acción de salvarse o ser salvado. Ambas formas verbales tienen igualmente una raíz latina: salvare. Salvar a alguien consiste en librarle «de un riesgo o peligro, poniéndole en seguro». Existe también la acepción salvar un obstáculo: «evitar un inconveniente, impedimento, dificultad o riesgo»; a menudo, superar dicho obstáculo comporta un gran esfuerzo. Ambos significados —salvar a alguien y salvar un obstáculo— están en estrecha relación, pues librar a algún otro de peligro se logra sólo con la fortaleza suficiente de quien está capacitado para salvar los obstáculos que se interpongan en su tarea.
En el lenguaje castellano, salvar tiene además una connotación religiosa —consecuencia de la inculturación multisecular de la fe cristiana—; por eso, constituye un hecho evidente que nombrar sin más la salvación y la acción de salvar conlleva la mención de «dar Dios la gloria y bienaventuranza eterna» y, simultáneamente, significa también la consecución de la gloria y bienaventuranza eternas. En definitiva, salvarse consiste en «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo».
Cierta influencia teológica cabe intuir en otra acepción de salvar, a saber, la acción de «exculpar, probar jurídicamente la inocencia o libertad de una persona o cosa». El sentido del término parece tener estrecha relación con el concepto de la salvación en cuanto acto expiatorio, como acción de Cristo por la cual el hombre es justificado y liberado de sus pecados.
En resumidas cuentas, cabe hablar de que el término salvar se mueve en dos niveles fundamentales:
a) Dentro del idioma castellano hablar de salvar o de salvarse, sin más, remite a la realidad teológica de la salvación cristiana: a Dios que nos salva y justifica en Cristo, librándonos del pecado y de la muerte.
b) Para significar otras acciones menos trascendentes mediante el verbo salvar (es decir, para referirse a algún tipo de salvación intramundana), es preciso añadir algún predicado concreto, que designe el peligro del cual uno ha sido salvado o la parte del propio ser que fue objeto de salvación [15].
Por su parte, el término castellano salvación posee esencialmente un sentido teológico neto, de raíz indudablemente cristiana [16]. De ahí que resulte tan difícil traducirlo adecuadamente a muchas lenguas orientales, desarrolladas en una cultura no conformada por la fe cristiana.
Semánticamente ligada con la noción de salvación se halla la de salud. Este término procede de otra raíz latina: salus. Y originariamente mienta una situación fisiológica: aquel «estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones», o bien las «condiciones físicas en que se encuentra un organismo en un momento determinado». Es decir, tener salud significa en principio tener buena salud, encontrarse bien desde el punto de vista terapéutico.
Un sentido más genérico —actualmente arcaizante— relacionaba la salud con el bienestar en general, que en el caso del hombre está íntimamente ligado a la expansión de su ser mediante la libertad [17].
Por la incidencia de la fe cristiana en la forja de la lengua castellana, también antiguamente se solía hablar de la salud para referirse a «la salud del alma», es decir, al «estado de gracia espiritual». Igualmente arcaico es el sentido anejo a éste, según el cual salud se identificaba con «consecución de la gloria eterna, salvación». Pues en la gloria —bien espiritual supremo del hombre— culmina el don de la gracia.
Dentro de este mismo campo semántico se hablaba del «XX año de nuestra salud», para referirse al tiempo que mediaba entre una fecha determinada y el comienzo de la obra salvadora de Cristo, mediante la Encarnación del Verbo y el nacimiento de Jesús («Salvador») [18]. En efecto, como consecuencia del proceso de inculturación ya mencionado, resulta que el adjetivo verbal salvador (el que salva) lo aplica nuestro idioma por antonomasia a Jesucristo, «a quien también se nombra Salvador del mundo, por haber redimido al hombre del pecado y de la muerte eterna».
El análisis semántico que se ha realizado muestra, en definitiva, que en la lengua castellana actualmente se da un nexo inquebrantable entre el significado del término salvación y la realidad de la revelación cristiana.
Eso explica que la pregunta por si puede darse otro tipo de salvación diverso al enseñado por la Iglesia de Cristo carezca propiamente de sentido. Aunque ello no prejuzgue la cuestión de si el misterio de la salvación se opera también entre los no bautizados.
4. Reflexiones sobre la noción de «salvación» y el diálogo interreligioso
Sería ridículo pretender tratar en estas pocas páginas la complejidad que entraña la noción cristiana de salvación. Vamos a centrarnos tan sólo en señalar algunos de sus rasgos más distintivos, con el propósito de mostrar lo que antes ha sido enunciado —que dicha noción difiere de la budista y de la islámica—, facilitando así un fructífero diálogo interreligioso que se funde —como cualquier diálogo debe hacerlo— en la autenticidad de cada participante en el mismo.
a) Concepción budista de la salvación
Es de sobra conocido cómo en el budismo la aspiración suprema del creyente consiste en escapar del dolor, de esa ley de sufrimiento que empapa el ser del hombre y del mundo [19].
Por su lado, la fe cristiana no pretende ser un analgésico. El signo cristiano por excelencia —la Cruz de Cristo— pone constantemente ante los ojos de los fieles que el sufrimiento no es el mal supremo, aquello que debe ser temido y evitado a toda costa. Por el contrario, el dolor asumido libremente por amor a Dios a imagen de Cristo, es la puerta de la auténtica salvación [20].
Así pues, respecto a la esencia de la salvación budismo y fe cristiana divergen netamente. El creyente cristiano ve en el sufrimiento una vía para unirse misteriosamente con Cristo y superar con él y mediante su poder el dominio de la muerte y sus secuelas.
b) Concepción islámica de la salvación
Las traducciones usuales de «El Corán» no suelen emplear el término salvación, aunque bastantes de sus pasajes se refieran a contenidos de la fe islámica relacionados con esta noción. Según «El Corán», Dios resucitará a los hombres y los someterá a Juicio según su fe y sus obras de fe; en este punto Mahoma acoge la revelación judeo-cristiana [21]. Muchos —añade el fundador del Islam— serán condenados al infierno; otros, por el contrario, serán llevados a «un Paraíso de ensueño» (LXXXII, 13).
Dicho Paraíso es descrito a menudo como un «jardín» u oasis, semejante al Paraíso de Adán pero aún más delicioso; será «un refugio: villas y parras, mujeres ubérrimas de su misma edad, y copas repletas». Aunque enseguida añade que los así recompensados «no dirigirán la palabra» a Dios, el Clemente (LXXVIII, 31-37), que permanece siempre en un lejano más allá.
Por tanto, en el Islam salvarse significa ser salvado por Dios del Infierno —no tanto del pecado—, para gozar un modo de vida que, siendo excelente, no se halla empero a un nivel cualitativamente diverso de la vida presente. Resulta sumamente ilustrativo que el Islam, a diferencia de la fe cristiana, no conciba que la salvación conlleve un cambio sustantivo en las relación del hombre con Dios, el cual permanecería igualmente inaccesible respecto a la vida humana [22].
c) Esencia de la noción cristiana de «salvación»
Por el contrario, la fe cristiana no contempla la beatitud como un mero estado de felicidad asegurada (tal como se entiende este término usualmente) [23]. Tampoco la gloria es simplemente un gran don perpetuo que se sume a otros bienes naturales que el hombre recibe de Dios, ni consiste en la mera ausencia de pena y de castigo.
Salvación significa en castellano y en otras lenguas occidentales «alcanzar la gloria eterna, ir al cielo» (cielo no es fundamentalmente sino un sinónimo de ese estado de gloria eterna). La gloria es un estado cualitativamente diverso del estado de gracia (y, desde luego, del estado de pecado).
En el Nuevo Testamento, en qué consista la salvación sólo se describe gráficamente en el Libro del Apocalipsis; y en este caso ha de destacarse la ausencia de términos eudaimonistas: se habla de un culto perpetuo otorgado a Dios en Cristo por un Pueblo santo de reyes-sacerdotes. San Pablo, por su parte, declara sencillamente siguiendo la tradición profética de Israel que la gloria es inefable (1Co 2, 9), es decir, resulta propiamente indescriptible.
Conceptualmente la gloria es caracterizada por Cristo como el advenimiento definitivo y absoluto del Reino de Dios. Por encima de una miope perspectiva individualista, Jesús concibe la salvación como la compleja realización de un plan divino que surca la historia de la humanidad.
Pero quizá lo más característico y distintivo de la gloria a la que seremos elevados gratuitamente por Yahvé es que «veremos a Dios cara a cara» (1Co 13, 12), plenificándose así el más arcano y profundo anhelo que Dios ha puesto libremente en el hombre: el desiderium naturale videndi Deum, según la expresión clásica y bien conocida.
Y, si podemos ver a Dios a quien sólo el Hijo conoce, es que entonces seremos ontológicamente deificados: rehechos según una semejanza impensable, unidos de modo íntimo con Aquel de quien ya somos imagen: «hechos partícipes de la naturaleza divina» (2P 1, 4). Seremos hechos hijos en el Hijo, hijos de Dios por medio del Hijo Unigénito a semejanza suya: el Verbo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser deificado. La deificación de los bienaventurados es posible sólo gracias a un proceso de cristificación que se va incoando ya aquí en la vida terrena [24].
El pecado es el gran obstáculo para que arraigue en nosotros la vida divina que Cristo nos ha conseguido. Por eso Cristo nos salva redimiéndonos y justificándonos.
La resurrección forma parte de la gloria por la misma razón que el pecado trajo consigo la muerte y sus secuelas (enfermedad, sufrimiento, autodestrucción). Resulta lógico, pues, que las curaciones de enfermedades aparezcan así en el NT como signos especialmente adecuados de que la salvación está próxima y de que es Jesús quien nos la comunica. Al redimirnos del pecado, Cristo nos gana la vida eterna, que es un nuevo modo de vida —un modo divino de vivir— y no simplemente una prolongación del tiempo presente [25].
En el testimonio apostólico acerca de Cristo resucitado se encuentra el núcleo más sólido para presentir qué será vivir como salvados, ser bienaventurados elevados a la gloria. La Humanidad de Cristo es, en efecto, «la primicia» de la humanidad salvada» (1Co 15, 20-23). Jesús es quien primero recorre el camino de la gloria. Desde esta perspectiva cobra un tinte nuevo su afirmación tajante: «Yo soy el Camino … y la Vida» (Jn 14, 6) [26].
Después de todo lo dicho, la hipótesis de que todas las religiones conciben de igual modo la salvación aparece en todo su descarnado y burdo simplismo. Un simplismo que de hecho resulta ser un obstáculo imponente —una fuente de confusión, ambigüedad y malentendidos— para el sincero diálogo interreligioso.
José Miguel Odero, dadun.unav.edu/
Notas:
1. La misma pregunta se halla en Mc 10,26.
2. Four Views on Salvation in a Pluralistic World, D.L. OKHOLM-T.R. PHILLIPS (ed.), Grand Rapids 1996, p. 43.
5. Así se lo hacen notar varios colaboradores en esta obra colectiva: Alister E. McGrath (pp. 163 ss.), citando a otros muchos autores.
6. J. HICK, The Second Christianity, London 1983, p. 86.
7. Four Views on Salvation…, p. 174.
10. Cfr. Mc 10, 27; Lc 18, 26.
11. Cfr. S. H. SIEDL, Salvación, en Diccionario de teología bíblica, J.B. BAUER (ed.), Barcelona 1967, p. 962; J. DÍAZ Y DÍAZ, Salvación, en Enciclopedia de la Biblia, A. DÍEZ MACHO-S. BARTINA (ed.), IV, Barcelona 21969, pp. 407-412.
12. «De Deo loquimur, quid mirum si non comprehendis? Si enim comprehendis, non est Deus. Sit pia confessio ignorantiae magis quam temeraria professio scientiae. Attingere aliquantum mente Deum magna beatitudo est, comprehendere autem omnino impossibile»: S. AGUSTÍN, Sermones, 117, 3, 5.
13. J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo, Salvador de la humanidad. Panorama bíblico de la salvación, Pamplona 1996, pp. 109 s.
14. Cfr. Four Views on Salvation…, pp. 156-162; 165 s.: 170-175.
15. Por ejemplo: —«La salvó de ahogarse»; —«Por pura casualidad me salvé de caer en el precipicio»; —«Te ha salvado la vida»; —«Gracias a la sangre fría del médico se salvó mi mano».
16. Otros usos profanos de la noción de salvación nunca se expresan con este término (salvación): p. ej., se suele hablar de «equipo de salvamento»; en otros casos, para significar salvaciones de peligros, se acude al recurso de sustantivar el verbo salvar: —«Salvar a alguien de las llamas de un incendio es una acción heroica».
17. Así también se habla de salud como «libertad o bien público o particular de cada uno».
19. Cfr. H. DE LUBAC, Aspetti del buddismo, Milano 1980; Buddismo et Occidente, Milano 1987;K. MIZUNO, I concetti fondamentali del buddismo, Assisi 1990; U. SCHNEIDER, Der Buddhismus. Eine Einführung, Darmstadt 41997; M. BRÜCK-W. LAI, Buddhismus versus Christentum: Geschichte, Konfrontation, Dialog, München 1997.
20. «Solamente el cristianismo ha convertido a la muerte en salvación»: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología de la religión, § 12, México 1964, p. 103.
21. Los temas escatológicos —aludidos con frecuencia a lo largo de todo el libro— son muy explícitamente tratados en las azoras LVI-LXXXIX.
22. Cfr. G. FINAZZO, I musulmani e il cristianessimo. Alle origini del pensiero islamico, Roma 1980; A. KHOURY, Los fundamentos del Islam, Barcelona 1981; Encyclopaedia of Islam, T.W. ARNOLD (ed.), Leiden 1986 ss.; R. LEUZE, Christentum und Islam, Tübingen 1994; D. WAINES, El Islam, Madrid 1997.
23. En este sentido la referencia con que comienza Van der Leeuw el análisis de la esencia de la salvación, definiéndola como felicidad donada, no es fiel al auténtico uso del término felicidad: G. VAN DER LEEUW, Fenomenología…, § 11, p. 93.
24. Cristo es la condición necesaria para alcanzar la salvación (1Tm 2,15).
25. La pedagogía divina se encamina a darnos «como Dios… la vida eterna»: CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Protréptico cap. I; PG 8, 61 C.
26. «Rm 4, 25 es la clave en la teología de la salvación divina en Cristo: “El cual fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación”» (J.M. CASCIARO-J.M. MONFORTE, Jesucristo…, p. 367).
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