El contexto cultural de la ilustración política fue el Derecho Natural racionalista. Se trataba de conocer las condiciones según las cuales el hombre puede vivir como hombre, no reducido o disminuido, sino de acuerdo con su naturaleza propia. Ahora bien, ¿qué es lo propio de la naturaleza humana?
Esta pregunta se puede contestar de dos maneras: considerando al hombre naturalísticamente, es decir, de modo empírico-biológico, como un animal complejo dotado de cualidades específicas, en especial con un entendimiento técnico-científico capaz de organización, o bien, introduciendo en el concepto de naturaleza humana los ideales de autorrealización de la persona, independientemente de con qué frecuencia y de qué modo dichos ideales se hayan realizado. En este caso, el concepto de naturaleza humana se orienta en torno a modelos individuales, por ejemplo, en torno al sabio, al que ama, al que crea, al que ayuda, al sacrificado, al que busca la verdad y la justicia, etc. En este sentido, el concepto abarca la vida espiritual, religiosa, jurídica, artística, cultural, -en definitiva todo aquello que el hombre consideraba y considera como bueno, hermoso, verdadero, sagrado, justo, etc.- como posibilidades innatas a la naturaleza humana, cuya actualización es deseable [1].
La ilustración política se desarrolló a partir del Derecho Natural «ideal». Su eje era la dignidad del hombre. Pues ésta es la razón por la que existe en definitiva una obligación respecto al otro. El término expresa que el hombre también ha de ser interpretado -aunque no solamente- de modo «naturalístico», y que por eso no puede ser considerado como un objeto más de la Naturaleza a la hora de actuar. Antes al contrario, debe ser respetado al mismo tiempo como sujeto. De aquí se desprende, desde el punto de vista político, la exigibilidad de la libertad como condición de que el desarrollo de las mejores capacidades de cada hombre sea posible. El principio básico de la ilustración política era, así pues, el siguiente: Cada hombre tiene el mismo derecho a la libertad y a la dignidad. Este principio plantea una exigencia intelectual y una exigencia moral. Intelectualmente, se trata de determinar las condiciones concretas de la realidad necesarias para la realización de ese derecho. Moralmente, la efectuación de aquellas condiciones presupone solidaridad y compromiso: sentir la injusticia, la indigencia o la miseria de los demás como pro pias y luchar por conseguir reducirlas. La ilustración política es, pues, una combinación de realismo y solidaridad. Ambos elementos se complementan mutuamente. Un realismo descarnado que desplazase la moralidad hacia la determinación abstracta de los fines y considerase los medios únicamente bajo el prisma de su utilidad inmediata, lesionaría tanto los requisitos de la solidaridad, como lo hace un moralismo no realista.
Contra el concepto de «naturaleza humana» se suele argumentar que contiene implicaciones valorativas y que, por lo tanto, únicamente se deducen de él aquellos postulados en él previamente introducidos. Se podrían considerar interpretaciones opuestas y derivar de ellas consecuentemente las teorías sobre el Derecho Natural más contrarias, legitimadoras de modelos políticos absolutamente distintos [2], La respuesta clásica a esta objeción indica que no se pretende conseguir la realización de cotas máximas, sino la libertad y auto determinación que convierten al hombre y a los pueblos, de objetos en sujetos de su propio destino. En cierta medida, se supera así la objeción. Pues es algo radicalmente distinto el que el Estado determine los valores que han de ser realizados o si, por el contrario, únicamente se preocupa de garantizar los fundamentos políticos y económicos necesarios para la realización del individuo.
Bajo el concepto de ilustración política entendemos, pues, aquella tradición de pensamiento que responde a la pregunta ¿qué es lo propio de la naturaleza humana? con un cheque en blanco: la libertad. La fijación del contenido de la respuesta depende de una autodeterminación responsable. Precisamente porque debe orientarse según los problemas que se plantean, y han de ser resueltos, en cada situación concreta, los problemas planteados por los demás hombres, por el Poder, por la ignorancia o la indigencia. Ir más allá de este criterio genérico y pretender contestar a la pregunta sobre lo que es propio de la naturaleza humana con algo que obliga a los demás sería absurdo, una contradicción en los términos. Significaría no solamente pretender saber lo que no se puede saber porque únicamente cada hombre, cada pueblo y cada generación en particular puede juzgar según las circunstancias y posibilidades determinadas. Significaría también, incluso en el caso de que se supiera cómo juzgar, sojuzgar al hombre y privarle de su libre capacidad de autodeterminación, que es cabalmente lo propio de su naturaleza. Pues lo específicamente humano, sobre lo que los ilustrados insistían, es que el hombre no debe seguir siendo un ser tribal, nómada o gregario sino que es capaz de formar una comunidad social en libertad. La vida humana se halla determinada en mucha menor medida que la vida animal por la especie. Cada hombre tiene una biografía propia, grande o pequeña, dramática o vulgar, pero individual. El hombre es libre en la medida en que no se halla condicionado por su destino a través de las circunstancias externas de modo absoluto, sino en cuanto que las configura él mismo. Es cierto que cada decisión que toma a lo largo de su vida limita su libertad según las circunstancias respectivas: por ejemplo, decidirse por una profesión, una persona, un compromiso político, religioso, artístico o social, supone, igual que en el caso de realizar una promesa determinada, asumir unas obligaciones específicas. Este tipo de reducciones del ámbito de la libertad no vienen impuestas, sin embargo, desde fuera, sino personalmente: significan únicamente que se ha fijado la meta del viaje y que lógicamente hay que mantener el curso. Estas decisiones son, además, la base de toda actividad continuada y de toda actividad social: es decir, la autolimitación de la libertad se compensa a través de una ampliación del ámbito de la libertad en un campo determinado. En definitiva, la tesis fundamental de la ilustración política es primariamente que «el hombre debe vivir como hombre»: debe poder auto determinarse en el máximo grado.
En este contexto, el concepto de libertad no es sustituible por el de felicidad, porque una felicidad impuesta supone una enajenación de la persona; porque, con otras palabras, el concepto de «felicidad impuesta» en realidad es un contrasentido. Con mayor razón, cuando el concepto de felicidad, de acuerdo con la definición aristotélica -la eudemonía-, se identifica con la idea de la perfección moral o, de modo más expreso, cuando según la interpretación cristiana se identifica con la salvación del alma. En la historia de la libertad religiosa ha jugado un papel clave la tesis de que la salvación eterna no pueda ser impuesta, precisamente porque supone una libre decisión del hombre a favor de Dios. Esta tesis fue una aplicación teológica del argumento ético general, según el cual la perfección moral sólo puede basarse en una decisión libre. Por eso, no son oponibles la felicidad y la moralidad a la libertad. Pues aunque la libertad no sea lo mismo que la felicidad, aquélla es su condición imprescindible.
Sobre este principio se construyó la típica distinción de la Ilus tración entre Derecho y Moralidad. El Derecho, como orden coactivo heterónomo no puede obligar al cumplimiento de todas las reglas morales, sino que obliga a un «mínimo ético» (Georg Jellinek) [3]. Ahora bien, este mínimo ético exige el respeto de las condiciones de la libertad. Pues la libertad es el requisito previo para que el hombre llegue a ser idéntico consigo mismo y pueda desarrollar y realizar sus mejores potencialidades. No se persigue, por lo tanto, la consecución de elevados valores o lo que autoritariamente se entienda como tal, sino de crear las condiciones jurídicas y económicas necesarias para el mejor desenvolvimiento del hombre y de los pueblos. Para la Ilustración, la libertad se hallaba condicionada y limitada: las limitaciones de la libertad están justificadas si son necesarias para la realización de una idéntica capacidad de libertad en los demás. El equilibrio entre libertad y limitaciones de la libertad se articula sobre la base de aquellas condiciones que posibilitan el que «la libertad de uno puede permanecer junto a la libertad de todos los demás» (Kant) [4]. Al perseguir la misma libertad para los demás, no se pretende lógicamente producir una lucha de intereses o en pos del poder, que supondría la reducción de la libertad de los más débiles, sino la configuración de sociedades guiadas por el Derecho que protegen la libertad del individuo y que conducen democráticamente a la construcción de Naciones según sus elementos, tradiciones y características específicas. A la idea de la libertad pertenece el deber de respetar la dignidad del otro, es decir, una responsabilidad política, social y moral. Ambos elementos son imprescindibles: la libertad se destruye a sí misma sin su complementación por medio de la responsabilidad. Un actuar responsable precisa, por otra parte, de libertad.
Las raíces de la dignidad humana
Los ilustrados no podían, por todo lo anterior, interpretar la naturaleza del hombre de modo puramente empírico-biológico. Sobre la base de una consideración puramente naturalística el concepto de «dignidad humana» pierde su contenido específico y es imposible fundamentar la imprescindible' exigencia de respetar la dignidad del hombre. ¿Por qué ha de ser respetada, en última instancia, la digni dad humana? Kant resume la obligación moral de la que depende toda la ética de la Ilustración en el axioma de que el hombre merece respeto en cuanto hombre, precisamente porque nunca debe ser contemplado únicamente como medio, sino también como fin. ¿Pero por qué merece este respeto? La fundamentación kantiana del imperativo categórico presupone el deber de respetar la dignidad humana, y la fundamentación de la dignidad humana presupone, al mismo tiempo, la obligatoriedad del imperativo categórico [5]. Dicho con otras palabras: la conexión entre dignidad humana y moralidad es el punto final, en el que confluye el análisis de la Ilustración. Esta conexión se puede explicitar únicamente conceptualmente, pero no puede ser fundamentada racionalmente de nuevo. Este es el axioma clave de toda ética basada en el derecho natural, donde lo esencial es que estos contenidos éticos tengan validez en la moralidad vigente. Si esta vigencia no es real y se llega a las últimas conclusiones de una consideración puramente naturalista del hombre, Ausschwitz y el archipiélago Gulag son una consecuencia necesaria: porque entonces no hay ninguna razón para no tratar al hombre únicamente como un medio, sino siempre como un fin en sí mismo.
El concepto «dignidad humana» presenta implicaciones que, aunque no sean fundamentales racionalmente, son fáciles de imaginar. Este concepto conlleva un curioso tono de solemnidad, una honda dimensión que muchas veces permanece oculta. Los ilustrados del siglo XVIII hablaban de la dignidad de «todo aquel, que posee rostro humano». Esta conceptualización es, dado el racionalismo intelectual del mundo actual, un cuerpo extraño, en cierta medida una expresión procedente de un contexto intelectual muy distinto. En esta expresión se hallaba nítidamente presente la idea de que el hombre es algo específicamente diverso del animal; diverso no únicamente a causa del lenguaje y de su racionalidad técnica, sino especialmente gracias a sus potencialidades ideales, aquellas que permiten considerar que «todo aquel, que posee rostro humano», posee el derecho a ser libre. La idea de la dignidad humana deriva por otra parte, del derecho natural estoico y de la doctrina cristiana, según la cual todos los hombres son imagen de Dios. Hijos del mismo Padre y, por lo tanto, hermanos con los mismos derechos.
Cuando Kant interpretaba la religión en el sentido de identificar nuestros deberes morales con los mandamientos divinos, estaba presuponiendo la existencia de deberes morales.
Este supuesto era únicamente legítimo, porque existía una moral común aceptada en los círculos ilustrados. Esta moral es impensable sin sus condicionantes históricos, entre los que se cuentan raíces metafísicas y religiosas. Si Kant deducía («postulaba») la religión de las reglas morales, ello era solamente posible precisamente porque de hecho se encontraban allí de forma condensada.
A partir de la idea de la dignidad humana el derecho natural de la Ilustración dedujo que no existen esclavos por naturaleza, que todo trato desigual exige una justificación determinada y que cualidades diferenciadoras no son en principio factibles para legitimar un trato desigual.
Para el desarrollo político de la idea de la igualdad fundamentada en la dignidad del hombre, puede haber sido históricamente importante el que, como afirmaba Tocqueville, el absolutismo de los siglos XVII y XVIII redujese el poder de la nobleza y vaciase de contenido a la estructura feudal, preparando así su destrucción. Posiblemente jugó también un papel importante, como ha expuesto Luden Goldmann, la extensión del trueque y del mercado, dado que al comercio le es indiferente si el comprador es cristiano o pagano, blanco o negro, libre o esclavo [6]. De este modo se configuraron condiciones históricas que posibilitaron la incidencia política de la idea de la dignidad humana. La idea en sí, es, sin embargo, ininteligible sin sus raíces metafísicas y religiosas.
En la tradición cristiana se hablaba de la imagen divina del hombre. Los ilustrados del siglo XVIII eran -dada la situación ocasionada por el deseo de dominio de las diferentes Iglesias- anticlericales frente al Estado confesional, y muchos de ellos se confesaban deístas o ateístas. Pero vivían como algo perfectamente natural dentro del clima de la ética de la tradición, que era el que conformaba la cultura moral y política de su época. Su idea de la dignidad humana se manifestaba inequívocamente por medio de su ineludible deber con respecto al hombre. La idea de la dignidad humana contenía para los ilustrados del siglo XVIII una tradición religiosa; la sensación de que el hombre es un ser eterno, indestructible en su dimensión espiritual, cuya vida terrena tiene un sentido que va más allá de lo terreno. Lo que la Ilustración política conllevaba era ese recuerdo, o, por lo menos, el recuerdo del recuerdo: una metafísica reducida a una simple «intuición», a un genérico respeto y código morales, pero que no fueron nunca desechados. Pues, como afirma Hans Welzel: «si no hubiera Trascendencia, es decir, si la obligación moral y el deber transcendente a la existencia, son únicamente la proyección ilusoria de hechos psicológicos o sociológicos, entonces el hombre se encontraría en cuerpo y alma indefenso frente a un poder superior. De nada sirven entonces los posibles retrasos que pueda causar a su destrucción un génerico equilibrio de fuerzas: en el momento en que el poder de un bloque sea ilimitado, dependerá de él no sólo físicamente sino también intelectualmente» [7].
Esta argumentación no demuestra la necesidad de la Metafísica. Una «defensa de la Metafísica sobre la base de su pérdida» (Marquard) [8] no consigue salvar a la Metafísica. En este punto estriba para siempre la atacabilidad práctica y política de la Ilustración política, su talón de Aquiles. Hacia este punto se dirige la flecha de la concepción
«naturalística» del hombre, y esta herida puede ocasionarle la muerte. Ahora bien, cualquier intento de salvaguardar la Ilustración política fundamentando la misma ética ilustrada sobre la base de la concepción naturalística del hombre acaba lógicamente por fracasar.
Es cierto que ha habido intentos de fundamentar la moral en una concepción naturalística. En especial, los utilitaristas pretenden derivar la moral de un puro cálculo egoísta [9]. Pero estos intentos no son concluyentes en modo alguno: no consiguen explicar la obligatoriedad misma de la moral, ni la solidaridad con las minorías -a las que es preferible no pertenecer, aunque cambien las condiciones ambientales-; tampoco alcanzan a explicar el compromiso entusiasta en favor de los derechos humanos de los demás, por los que se está dispuesto a luchar e incluso morir, ni consiguen tampoco entender el tono de solemnidad con el que se pronuncia el término «dignidad humana». El intento más genérico de fundamentar la ética racionalmente lo constituye la teoría del discurso de Habermas. Se trata de una tesis originariamente consecuente. Sin embargo, se basa sobre el principio de que «el otro» se halla legitimado como un debatiente en igualdad de condiciones. Este principio no puede ser fundamentado por la teoría del discurso, sino que se presupone [10]. Es cierto que quien discuta este principio expresamente, empieza a debatir y, por lo tanto, desmiente su propia crítica. Frente a quien, sin embargo, no quiera debatir, sino que, por el contrario, pretende ejercer o ejerce de hecho el Poder sin razonarlo, no cabe defender este principio por medio de argumentos, sino únicamente estando dispuestos a establecer y defender las condiciones jurídicas de la libertad a través de medios políticos. El conflicto entre las concepciones naturalística y metafísica sobre la naturaleza del hombre es insoslayable, es un conflicto netamente «político». Mientras dure, el sueño de una superación definitiva de toda tensión amigo/enemigo por medio del discurso racional no es otra cosa que una esperanza inalcanzable.
Martín Kriele, en dadun.unav.edu/
Notas:
* Ponencia presentada a las Jornadas Internacionales de Filosofía Jurídica y Social, celebradas en Pamplona los días 6 y 7 de febrero de 1981. Traducción de José M, Beneyto.
1. Hans Welzel distingue en un sentido similar entre derecho natural existencial (o natural-físico) y un derecho natural ideal que surge continuamente a lo largo de toda la historia de la filosofía del derecho y del Estado con variaciones diversas. Este problema fundamental lo desarrolla su obra «Derecho natural y justicia material» (4." edic. Gottingen 1962).
3. GEORG ELLINEK, El sentido ético social del Derecho. 2.ª edic. Berlín 1908, pág. 45.
4. Introducción a la metafísica de las costumbres. Edic. en Darmstadt de las Obras Completas, 1956, editado por W. Weschedel, vol. IV, pág. 315.
5. De una parte el imperativo categórico: «Actúa de tal manera que consideres a la humanidad, tanto referido a tu persona, como en lo referente a la persona de todos los demás, siempre como un fin, nunca solamente como medio». Por otra parte, la dignidad humana: «Nuestra voluntad individual considerada idealmente, es decir rigiéndose únicamente con sus propias reglas generales, es el auténtico objeto que merece respeto; y la dignidad de la humanidad consiste precisamente en esa capacidad de hacer reglas generales bajo la condición de someterse a ellas». (Edic. Darmstadter de las Ohnlís Completas, 1956, editado por W. Weischedel, vol. IV, págs. 61 y 74).
6. Lucien GOLDMANN, El ciudadano cristiano y la ilustración, Neuwied-Berlin 1968, en especial págs. 21 y ss.
7. WELZEL, ibid., págs. 238-239.
8. Ono MARQUARD, Método escéptico en relación con Kant, Friburgo-Munich 1958, pág. 14, 54 y SS.
9. KRIELE, Introducción a la teoría del Estado. Reinbek 1975, § 5
10. Ampliamente expuesto por el autor en: Derecho y razón práctica. Gottingen 1979, párrs. 5 y 6, también 12-14.
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