1. INTRODUCCIÓN
A la vuelta de sesenta años, desde la aprobación de la Declaración Universal de Derechos humanos, a nadie se le escapa que, con todas las luces y sombras que se quiera, desde el punto de vista de los resultados prácticos, el balance es claramente positivo. Pero no podemos decir lo mismo desde el punto de vista de su desarrollo doctrinal [1]. El famoso dictum de Bobbio, "il problema di fondo relativo ai diritti dell'uomo e'oggi non tanto quello di giustificarli, quanto quello di proteggerli. E'un problema non filosofico ma politico" [2], expresa la actitud intelectual de un amplio sector de la doctrina jurídica contemporánea, que en lugar de justificar filosóficamente el contenido de los derechos, se ha centrado más en diseñar instituciones y procedimientos de control que para hacerlos efectivos.
Si al fin y al cabo los derechos se protegen -se podría objetar- ¿qué sentido tiene que discutamos sobre sus fundamentos?. Si estamos de acuerdo en las conclusiones, ¿para qué preguntarnos sobre unas premisas de las que ciertamente disentimos? ¿No es suficiente prueba de su validez -como decía Bobbio- el hecho de que los derechos humanos estén respaldados por la inmensa mayoría de las naciones? [3]. A fin de cuentas, ¿no reside la autoridad en la democracia en el poder de la mayoría?
Pero, el respaldo de las mayorías no es argumento suficiente para justificar la validez de los derechos humanos. La pretensión de Bobbio, y de tantos otros, de justificar el valor con la efectividad, es contraria al propósito fundamental de la proclamación de 1948, que precisamente se hizo con la intención de sustraer del debate político y del dominio de las mayorías una serie de bienes humanos, de cuya protección dependería la legitimidad del mismo poder político, y no al revés. Los que redactaron la Declaración de 1948 acababan de ser testigos de las mayores atrocidades cometidas bajo un régimen que había accedido democráticamente al poder, y pretendían que la vigencia de los derechos humanos no dependiera ya más de una decisión mayoritaria.
Sin embargo, esta pretensión de objetividad parece contraria a la filosofia individualista liberal que dio lugar al concepto histórico de los derechos humanos, desarrollado mucho antes que la declaración del 1948 [4]. El concepto de derecho subjetivo que se desarrolla en la Modernidad se basa en una noción de la libertad entendida como pura autonomía o independencia respecto a los demás, y a la postre, como independencia respecto a cualquier realidad objetiva. El iusnaturalismo racionalista, en nombre de la pureza de la razón y de la naturaleza, se despegó tanto de las condiciones históricas de la vida humana, que elaboró toda su teoría sobre una idea del hombre que nunca ha existido ni existirá jamás, porque el hombre es naturalmente también un ser histórico y condicionado. Esta noción iusnaturalista de derecho subjetivo, sobre la que se fundó la primera filosofía de los derechos humanos, paradójicamente es incompatible con la intención con la que se redactó la Declaración de 1948. Por otra parte, la noción de derecho subjetivo de la Modernidad, sobre la que se funda la primera filosofía de los derechos del hombre, es contraria a la noción clásica de bien común. Pero, entonces -se me podría objetar- ¿qué sentido tiene plantear la relación entre derechos humanos y bien común si no es para denunciar su manifiesta incompatibilidad? Esta objeción sería lógica si mantenemos aquí la justificación filosófica racionalista que se presentó como el primer soporte intelectual de los derechos del hombre. En cambio, si tratamos de justificar los derechos humanos con una filosofía no individualista, es posible que podamos argumentar en favor de una cierta continuidad -y no contrariedad- entre los derechos humanos y el bien común. Ciertamente, semejante pretensión es un poco como mantener la fachada cambiando la estructura y el fondo. Se trata, como decíamos al inicio, de mantener las conclusiones con unas premisas diferentes, pero de mayor alcance que las que inspiraron las primeras declaraciones de derechos [5].
Una de las tesis fundamentales del profesor Carpintero Benítez sobre el iusnaturalismo racionalista es que su nota más peculiar no es, como muchos piensan, la pretensión de hacer un codex eternum, derivado de la mera razón, sino la identificación de la libertad con la pura indeterminación y la completa autonomía, y en erigirla en el atributo fundamental del hombre y en la esencia de su personalidad jurídica y moral. Es incompatible con la dignidad -pensaban los ilustrados- gobernarse por unas normas que el hombre no se ha dado a sí mismo. Por tanto, todo orden jurídico se legitima en la medida en que ha sido aprobado por la voluntad de sus destinatarios. Fundamentar un derecho en la naturaleza del hombre, era para los ilustrados, fundarlo en su propia libertad. Se trataba por tanto más de una cuestión formal que material; de una cuestión procedimental, más que sustantiva [6].
En cambio, si abordamos el estudio de los derechos humanos a partir de una noción de naturaleza normativa, que no se identifique con la pura autonomía del hombre, entonces sí podemos planteamos la cuestión de si los derechos humanos corresponden al hombre con independencia de su voluntad, y podremos abordar con cierta coherencia el tema de la continuidad entre el bien propio y el bien común. Si la naturaleza no fuera más que un producto casual de una evolución ciega de la materia, ¿qué razón habría para plegamos a ella?, ¿por qué hemos de respetar una dinámica ilógica que parece que podemos dominar con nuestra inteligencia? En el fondo de estas preguntas se halla la que, a mi juicio, es la cuestión decisiva: la de si aceptamos o no la condición del hombre como criatura, esto es, fruto de un acto creador, y por tanto, la existencia de un Creador que actúa conforme a un plan o diseño inteligente, en cuya realización estaría el bien o realización de sus criaturas. Desde Grocio se generalizó la pretensión de hacer una filosofia del derecho etiamsi daremus non esse Deum, con la noble intención de lograr el acuerdo más amplio posible entre creyentes y no creyentes, fruto de la pura razón, como si -dicho sea de paso- las consideraciones sobre Dios fueran algo irracional. En este trabajo, en cambio, entre otras cosas trataré de argumentar que el tema de Dios no es marginal en la reflexión sobre los derechos humanos: el rechazo de la condición del hombre como criatura, y por tanto, la de Dios como creador; la afirmación de un modelo de hombre que no acepta para su comportamiento otra medida que no sea la de su propia voluntad (o la de la mayoría), lleva lógicamente a negar la obligatoriedad de la naturaleza y de cualquier norma que no proceda de la voluntad humana; lleva a la absolutización de la voluntad soberana del hombre; y, lo que es peor, lleva a la negación de la dignidad, fundamento de todos los derechos humanos. Si el hombre no es más que un complejo de materia, más energía, más información, su valor dependerá de la calidad y combinación de estos tres elementos, de tal suerte que cuando empiecen a fallar, el individuo comenzará a perder su valor. Precisamente, cuando se quita a Dios de en medio, toda declaración solemne se convierte en pura retórica, expresión de buenos deseos, carentes de un fundamento racional decisivo. Al contrario de lo que comúnmente se piensa, el recurso a Dios no es subterfugio de sentimentales, ni tampoco un recurso fraudulento para mantener estructuras de dominación, sino un argumento necesario para justificar cabalmente la obligatoriedad y el fundamento de los derechos humanos. Donde no hay un ser absoluto, no hay principios absolutos que valgan. Kant era consciente de ello: el imperativo categórico que presenta el imperativo moral como una voz insobornable, absoluta, en el interior de la conciencia, presupone un ser igualmente absoluto que la proclame y que, a la postre, la juzgue en última instancia. Pero, antes de Kant, esta idea se tenía todavía más clara. El callejón sin salida al que condujo el iusnaturalismo racionalista del XVII y del XVIII provocó, como reacción pendular, el positivismo del XIX y buena parte del XX. Las críticas vertidas contra el iusnaturalismo se justificaron por la ahistoricidad y por la consagración del egoísmo del iusnaturalismo racionalista, y lo peor es que se identificó con éste a todo el iusnaturalismo, como si no hubiera habido otro antes que él. Por otra parte, todavía hoy algunos intentan convencemos de que conceptos tales como ley natural o naturaleza son sino el fruto de las "fuerzas culturales dominantes", especialmente controladas por Iglesia católica, como si todos los pensadores cristianos -dicho sea de paso- formaran parte de la jerarquía eclesiástica, o como si ésta no tuviera legitimidad para entrar en un debate intelectual. Entonces, para enderezar el rumbo de la historia desde esta perspectiva neoilustrada, el esfuerzo intelectual habría de dirigirse a desmontar estos convencionalismos impuestos por la cultura europea, de tal modo que el hombre, cada individuo, logre por fin apropiarse completamente de su naturaleza [7].
Frente a las actitudes relativistas o escépticas, el reconocer en el hombre la condición de criatura significa aceptar que los intereses y preferencias individuales no encuentran su justa medida en ellos mismos. Únicamente sobre la base de un criterio común, que trascienda la voluntad individual, es posible un discurso público racional que permita justificar la validez de unos comportamientos y la prohibición de otros. Sobre esta base no habría lugar para una mera retórica de intereses, sino para un discurso verdaderamente racional, donde unos argumentos valdrían realmente más que otros, precisamente porque son más fieles a la realidad que otros. Donde no hay posibilidad de argumentar sobre algo que precede y vincula la voluntad de los interlocutores, no habría más que conflicto de intereses, en el que se impondrían aquellos que fueran expresados con mayor energía. Aunque a nadie se le antoja ya que las normas elaboradas por un Parlamento democrático sean fruto de un diálogo razonado donde terminan imponiéndose las razones mejor fundadas, la democracia teóricamente vive de la confianza en la posibilidad de un entendimiento racional. Pero, desde una óptica relativista, todos los deseos personales tendrían el mismo valor, hasta tal punto que, por poner un ejemplo, los deseos complementarios de dos sadomasoquistas valdrían tanto como, por decir algo, los de la madre Teresa de Calculta. Lo valioso es que cada uno, elija lo que elija, lo elija libremente, y desde un punto de vista político, todo se legitima cuando lo decide la mayoría [8]. Desde esta perspectiva no habría propiamente un bien común objetivo, sino intereses mayoritarios, que por otra parte serían inducidos, y manipulados en su expresión, por los medios de comunicación dominantes. La opinión publicada se identifica entonces con la opinión pública, y ésta, a su vez, con el interés general, con lo que al final las fuentes del derecho se mantienen siempre dentro de los grupos de presión dominantes.
Este círculo vicioso sólo se puede romper por el lado de la razón, es decir, argumentando la posibilidad del conocer un fundamento objetivo de los derechos humanos. En este trabajo no pretendo exponer una justificación o un fundamento global de los derechos humanos en su conjunto, ni tampoco voy a centrarme en el estudio de ninguno en particular. Aquí me dedico a algo un poco más modesto, pero de capital importancia a la hora de justificar el sentido de estos derechos: trataré de argumentar la relación que guardan los derechos humanos con el bien común.
El profesor Ollero, en uno de los pasajes más sugerentes de su reciente obra El Derecho en teoría, nos da una clave interpretativa de extraordinaria importancia [9] Se trata del capítulo titulado "No hay derechos limitados", donde lo que a primera vista parecería una errata -en lugar de limitados, parece que debía decir ilimitados-, no es sino una crítica a la noción de derechos como prerrogativas tendencialmente ilimitadas, que únicamente habrían de frenarse cuando "colisionaran" con los legítimos intereses de terceras personas. Esta noción de derecho que Ollero critica es la noción de derecho propia de la Modernidad, que a su vez es una transposición de la idea de libertad que se desarrolló a partir de Ockham [10]. Pero, si la noción de libertad -y también la de derecho- se concibe, no tanto como una fuerza expansiva omnidireccional, limitada sólo por el respeto al prójimo, sino como la capacidad de llevar a término la propia naturaleza, que en cierta manera precede y vincula a cada individuo, el contenido de los derechos y libertades no dependerá del arbitrio de su titular. De este modo, la libertad humana no se concibe como una potencia amorfa, esto es, sin forma, sino con un modo o manera (forma) que le es propio, con unos límites naturales derivados de la constitución humana. Por otra parte -y este es el tema fundamental del presente trabajo-, veremos de qué modo el pensamiento clásico argumentaba que la forma humana no se agota en el individuo, o dicho de otro modo, un hombre sólo no da razón de la humanidad. La pretensión analítica de descomponer cada realidad compleja en sus elementos más simples, para una vez analizados y comprendidos, reinsertarlos de nuevo -mentalmente se entiende- en el todo del que proceden, fue el método seguido en la Modernidad para comprender al hombre, la sociedad y el derecho [11]. Se perdió de vista, o al menos se marginó, la fuerza explicativa que, para comprender la realidad humana, proporcionaba la vieja noción del hombre como animal político. Desde la perspectiva que defenderemos aquí, el prójimo no se presenta necesariamente como un límite para mi libertad o mi derecho, sino como un elemento que contribuye a definir mi propio derecho, al tiempo que también me define a mí mismo. Como dice Ollero, medio en broma medio en serio, de no existir el Cantábrico, España no sería más extensa; simplemente no existiría, porque el límite no es amputación de algo naturalmente más grande, sino la expresión de su realidad concreta [12]. Sólo una mente maquiavélica pensaría que las fronteras nacionales son cortapisas o restricciones de un bien tendencialmente mayor. Algo semejante sucede con el derecho...
Las doctrinas filosóficas que acompañaron y que se presentaron como soporte ideológico de las sucesivas generaciones de derechos humanos no asumieron la vieja noción de bien común [13]. En todos los casos, se puso el énfasis en el individuo, ya fuera para defenderlo frente al abuso del poder, ya fuera para reclamar de éste su colaboración. En todas estas doctrinas -individualismo liberal, neomarxismo, ecologismo, cientificismo tecnológico...- surge el dilema de optar entre uno u otro extremo de la balanza, como si la comunidad sofocara la libertad individual, o la libertad no casara bien con la idea de bien común. Desde el inicio de la Modernidad, la contribución al bien común se ha presentado casi siempre como una especie de renuncia necesaria a los derechos en aras de la convivencia, una especie de mal menor que no tendríamos más remedio que aceptar si queremos vivir juntos. En la mayoría de los casos se nos presentó como un trueque de libertad por seguridad.
Si descendemos del plano de la reflexión filosófica a la realidad jurídica concreta, podemos observar que los textos normativos confirman esta dicotomía entre libertad y bien común. Sin ir más lejos, el artículo 29 de la misma Declaración Universal de Derechos Humanos dice:
1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.
2. En el ejercicio de sus derechos y el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática [14].
En el párrafo segundo de este artículo puede observarse la idea de que el bien común es un límite o un freno al derecho individual, que lo concibe -como veíamos antes- al modo de prerrogativa tendencialmente expansiva que sólo encuentra freno en el bien del otro. Y en todo caso, plantea el bien común como un bien alternativo al propio, como una suerte de sacrificio personal en beneficio de los demás.
En este trabajo, en cambio, trato de argumentar de qué manera el bien común forma parte necesaria e inevitable de la delimitación de los derechos, e intento justificar que los derechos individuales no son tanto una suerte de escudo del individuo frente al interés general, sino al contrario, la mejor forma de garantizarlo [15]. Asimismo argumentaré que el bien común no se puede identificar con el interés de la mayoría, aunque las más de las veces coincida; ni tampoco con la noción administrativa de bienes públicos.
2. ¿Qué es el bien común?
Comencemos afirmando lo que a primera vista puede resultar una obviedad, pero que es imprescindible para comprender cabalmente este trabajo, a saber, que el bien común es el bien de una comunidad determinada. Lo más frecuente es que el bien común se predique de una comunidad política soberana, pero nada impide que también se predique -a veces lo hace Santo Tomás- de la comunidad de todo lo existente, y entonces habla del "bien común universal" o del "bien común de la creación" [16]. Asimismo, también podemos hablar del bien común de sociedades más pequeñas, tales como la familia, la aldea, la asociación, etc. Cada comunidad, por lo tanto, tiene su bien común respectivo. El bien común de cualquiera de estas comunidades se cifra en la consecución del fin en vista del cual existe dicha comunidad. Por lo tanto, si queremos describir el bien común de un colectivo, habremos de expresar su propio fin, la razón de ser del colectivo en cuestión.
Por otra parte, en la tradición aristotélico-tomista, la noción de ley está asociada íntimamente a la noción de bien común. Esto es así porque la ley es concebida como un instrumento para la consecución de dicho bien. Cuando Santo Tomás dice que "la ley propiamente dicha tiene por objeto primero y principal el orden al bien común" [17], quiere decir que por la ley se ordenan o disponen los individuos a la realización de la comunidad formada por ellos mismos. La ley, ya sea natural o positiva, es un instrumento para la consecución de ese fin, en cuanto que expresa cómo han de disponerse adecuadamente las partes para constituir el todo que es la comunidad.
Una cuestión fundamental íntimamente relacionada con el bien común es la de la congruencia de determinadas comunidades con la estructura psicosocial del hombre. O dicho de modo más clásico, la noción clásica de bien común se vinculaba con la existencia de estructuras societarias naturales. Si tales sociedades existen, entonces podemos decir que la ley natural expresa la constitución de dichas comunidades. Por culpa del iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, tendemos a pensar la ley natural como una ley del individuo, como una expresión de su desarrollo personal individual. Se ha perdido de vista la estructura societaria que los clásicos asignaban a la ley, también a la ley natural, cuya noción estaba íntimamente relacionada con la de comunidad natural. Para Aristóteles toda ley es expresión de la adecuada constitución de una comunidad. Por eso es lógico que con la negación de la ley natural se niegue conjuntamente la naturalidad de determinadas uniones societarias: si todas las comunidades que forman los hombres fueran completamente arbitrarias, de tal suerte que, por ejemplo, diera lo mismo vivir solos que vivir con otros; o fuera indiferente la convivencia homosexual, heterosexual, poligámica, poliándrica, o bestial... la ley natural no tendría razón de ser. Cuando la tradición aristotélico-tomista argumenta a favor de la dimensión social del hombre, está vinculando el bien común a la naturaleza humana. Según esta tradición, el ser humano se realiza plenamente en la medida en que asume su papel en el conjunto del que forma parte; esto es, a través de una ordenada convivencia con sus semejantes.
El colectivo con el que Santo Tomás vinculaba la ley natural era en primer término la comunidad familiar, luego la comunidad política, y por encima de todos, la comunidad de la Creación [18]. La ley natural es concebida pues como razón integradora de los diversos miembros, los hombres, dentro de los colectivos en los que naturalmente forman parte. Y puesto que el hombre es simultáneamente parte de diversos colectivos o comunidades naturales, la razón por la que se integra y vincula en cada una de esas comunidades es igualmente expresión de ley natural. Así pues, mediante la ley natural el hombre se integra en la familia, se asocia con otros hombres, y se integra adecuadamente en el orden de la naturaleza, respetando sus ritmos y su relativa armonía. El ecologismo moderno, en la medida en que respeta la centralidad del hombre en la creación material, supone un gran estímulo a esta visión de la ley como integración del hombre en una comunidad que le precede y le vincula. Por eso, podemos decir que por la ley natural el hombre también se dispone adecuadamente hacia el bien común universal, que podríamos ilustrar con la imagen de una sinfonía formada por la Creación entera: los hombres representarían a los músicos con sus respectivos instrumentos, y el resto de las criaturas irracionales cumpliría una función instrumental al servicio del hombre, como acompañamiento. Todos los seres irracionales, al ser movidos directamente por Dios mediante la ley eterna, participarían pasivamente en esta orquesta. Los hombres, en cambio, participarían activa y responsablemente con "la partitura" de la ley natural, intimada en su corazón mediante la razón y el apetito natural del fin último y de los bienes naturales que hacia él conducen. En esta "sinfonía cósmica" cada hombre gozaría al escuchar su propio instrumento cuando interpreta fielmente su partitura -al vivir su propia vida-, pero aún gozaría más al darse cuenta de que lo bueno es la música de la orquesta entera, de la que él forma parte como músico y como espectador al mismo tiempo. Según esta visión, el individualismo, la realización puramente individual, sería tan irracional como si un músico, rompiendo la armonía, tratara de imponerse sobre los demás tocando más fuerte su instrumento (algo podría hacer, evidentemente, pero mucho menos de lo que lograría integrado en el conjunto). Esta cosmología de la tradición aristotélico tomista no supone un "cosmocentrismo" ajeno a la idea de dignidad o protagonismo de la persona, porque toda la naturaleza material se presenta al servicio de la persona humana, y porque en esta perspectiva los hombres son considerados como los únicos seres del mundo material que participan deliberadamente en esta sinfonía cósmica que Dios compone para ellos [19]. En definitiva, con este ejemplo tratamos de ilustrar la tesis de que la realización del hombre es comunitaria, necesariamente solidaria, y que sólo se logra asumiendo personalmente el papel que a cada uno le corresponde en el conjunto, porque la perfección de una parte consiste en estar adecuadamente dispuesta hacia el todo del que forma parte [20]. Volveremos sobre este tema más adelante, cuando tratamos la relación entre la ley y el bien común [21].
Por otra parte, cuando Santo Tomás habla del bien común de la sociedad política, unas veces se refiere a lo que podríamos llamar el bien común social integral y, otras, en cambio, al mero bien común político. El primero es más amplio que el segundo. El bien común social integral comprende todos los bienes que supone la vida de los hombres en común; a este bien común contribuyen los actos de todas las virtudes humanas, incluidos los de aquellas que a primera vista sólo afectan al hombre en su vida privada (por ejemplo, actos de fortaleza o de templanza), y por supuesto, todas las instituciones sociales como la familia, las comunidades religiosas, y la multitud de asociaciones diversas que funcionan dentro de la comunidad política. En cambio, el bien común político -lo que muchos intérpretes de Santo Tomás llaman bien común sin más especificación- es aquella parte del bien común social integral que puede y debe ser promovido y tutelado por el Estado. Según esta noción más restringida de bien común, habría comportamientos privados viciosos que no atentarían contra él, y que por lo tanto, no deberían ser proscritos por la ley, a pesar de que sí afecten al bien común social integral. Ciertamente, la categoría moral de las personas singulares siempre influye de algún modo a la calidad de la convivencia entre los hombres (al bien común social integral), pero también es verdad que dicha influencia admite grados, y es sólo a partir de un determinado nivel de influencia, cuando la ley humana actúa. La ley humana interviene sólo cuando se considera intolerable el grado de perturbación del orden social provocado por la conducta inmoral.
Podríamos representar gráficamente la diferencia entre el bien común político y el bien común social integral con dos círculos concéntricos, en los que la longitud de radio representa la intensidad y número de acciones relevantes para el bien común: el círculo de menor radio marcaría los mínimos exigidos por la ley humana para la cohesión mínima exigible de la sociedad, determinando así el área del "bien común político"; y el de radio mayor determinaría el "bien común social integral", cuyo área abarcaría todo el comportamiento moral del hombre. Al legislador le compete de terminar, según las circunstancias, la longitud del radio del primer círculo, mediante la regulación de las conductas exigibles a los ciudadanos. A su vez, estos dos círculos estarían dentro del círculo del bien común universal o cósmico al que Dios ordena toda la Creación [22].
¿Cuál es entonces el contenido del bien común político? Dicho contenido sería aquella calidad mínima de la convivencia cuyo respeto y promoción es exigible a ciudadanos y gobernantes. Lógicamente el grado de respeto hacia determinados bienes -que normalmente se cifrará en obligaciones de no hacer- será mayor que el de exigencia de contribución activa hacia el bien común. Y, en línea de principio, la responsabilidad de los gobernantes por el bien común será mucho mayor que la de los particulares. Bien, ¿pero dónde encontramos formulados estos bienes, d cuyo respeto y promoción depende el bien común? Aquí entran en juego las modernas declaraciones de derechos humanos, reconocidas también en la parte i dogmática de la mayoría de las Constituciones, que aunque recogen de modo fragmentario bienes de la personalidad y de la convivencia, al menos concretan algo los elementos constitutivos del bien común político. Entre estos bienes, podríamos destacar: el compromiso de todos, no sólo de los gobernantes, por la defensa de sus conciudadanos, la preocupación por la paz y la seguridad, tanto interna como externa; la solicitud por una correcta organización de los poderes del Estado; la creación y mantenimiento de un ordenamiento jurídico claro y eficaz; una protección especial a la familia, a los ancianos, a los menores, a los enfermos y a los discapacitados; la colaboración en servicios esenciales tales como la sanidad, la alimentación, la habitación y el vestido, la educación y la cultura; la promoción de las, condiciones de trabajo y de ocio adecuadas; libertad religiosa y libertad de expresión; y el esfuerzo por la salvaguardia del ambiente.
3. La ley como ordenación al bien común
El autor contemporáneo que con más insistencia ha subrayado la continuidad entre el bien persona y el bien común es, sin duda, Alasdair Mclntyre [23].
Este autor insiste tanto en la dimensión personal del bien común, que llega a afirmar que el bien propio sólo puede lograrse en y a través del logro del bien común, hacia el cual estamos inclinados cuando funcionamos y nos desarrollamos con normalidad [24]. Mclntyre añade a la tradición aristotélico tomista la importancia de la tradición, cuya comprensión y asimilación es imprescindible para participar activamente en una comunidad. Quien pretenda disentir de esa tradición y al mismo tiempo participar activamente en dicha comunidad, debe al menos conocer los debates internos o argumentos de esa tradición, y sobre ellos, superándolos quizá, hacer inteligible su discurso. Por otra parte, la noción de comunidad que Mclntyre defiende no se puede identificar con el Estado moderno, sino con aquellas asociaciones o agrupaciones humanas intermedias entre la familia y el Estado en las que existiera un consenso básico sobre el ideal de perfección humana. Las normas que rigen estas comunidades tienden a garantizar la participación de sus miembros en las tareas y en los beneficios de la vida en común. Tales normas no son, por tanto, obstáculos para su realización, sino una ayuda para su adecuada integración.
Desde una perspectiva todavía más general, las normas que rigen la integración de los seres en las diversas comunidades pueden distinguirse por el diverso modo de participación de los miembros de la comunidad: por la fuerza o libremente. Y así, mientras los animales se ordenan al fin por el instinto -más bien, son ordenados por él-, sin conocer el fin y sin elegir ni siquiera los medios, el hombre se ordena al fin con la ayuda de la ley, entendida como interpelación a una voluntad libre para que se integre adecuadamente en la comunidad. El hombre no es movido hacia su fin por la fuerza, como los animales irracionales que obedecen ciegamente sus instintos, sino por medio de la ley natural y positiva. La ley natural está intimada, no impuesta por la fuerza, en la conciencia del hombre por medio de sus apetitos, para que participe activamente en dicha ordenación. Este modo de gobernar al hombre (por parte del Creador, se entiende) por medio de la ley y no de la fuerza, manifiesta que el hombre no sólo tiene un fin superior al resto de las criaturas materiales, sino también un modo superior de conseguirlo. Por ser gobernado el hombre mediante la ley, y por gobernar con ella también él a sus semejantes, de un lado hace meritoria su participación en la comunidad, y de otro, participa en el gobierno del mundo al que Dios le asocia, otorgándole la dignidad de ser causa segunda o delegada en la disposición de todo hacia el fin último, que es el bien común universal. Dicho con otras palabras, la ley, y no la fuerza, es el modo apropiado para gobernar a las personas, porque pueden percibir la ratio ordinis de la ley, y porque tienen capacidad de dominio sobre sus propias acciones.
Que la ley sea el modo de gobernar más conforme con la dignidad humana, se ve también si lo comparamos con el gobierno del hombre sobre, los seres irracionales. Toda la actividad desplegada en el uso de las cosas irracionales subordinadas al hombre, se reduce a los actos con que el hombre mismo las mueve: si son realidades inertes, el hecho está claro; y si son seres vivos irracionales, el dominio del hombre se manifiesta en el automatismo que se da entre el estímulo y la respuesta del animal cuando el hombre provoca su apetito; precisamente, por esto, el hombre no impone leyes a los seres irracionales, por más que le estén sujetos, sino que los mueve por la fuerza, aún cuando parezca que le obedecen libremente. El legislador humano, en cambio -siempre según la filosofía tomista-, participando de la tarea reunificadora que dispone todas las cosas hacia el bien común universal, pone leyes a los hombres que forman parte de la comunidad que gobierna, cuando imprime en sus mentes, con un mandato: o indicación cualquiera, una regla en vista de la conformación de la comunidad que dirige [25].
Si recapitulamos lo dicho hasta ahora, la ley en general tiene como función propia ayudar al hombre para que se disponga adecuadamente hacia el bien común. La ley civil, como especie de ley, le orienta hacia el bien común específico, el bien común político. Si el hombre está correctamente dispuesto hacia este bien, decimos de él que es un buen ciudadano. La ley natural, en cambio, le orienta además hacia un fin ulterior, que es el bien común universal; y si el hombre está correctamente dispuesto hacia este fin, decimos de él que es una buena persona. Lo que para Aristóteles era el fin último del hombre, el bien común político, para Santo Tomás sólo será el fin particular de la sociedad política humana, un mero estadio del dinamismo centrípeto de la ley en general [26].
¿Por qué el Aquinate se refiere a la ley como una ordenatio rationis ad bonum comune? Cuando Santo Tomás afirma que la ley pertenece a la razón, hay que entender que la contrapone al apetito en el sentido que hemos visto antes: se trata de dejar clara la libertad del hombre en su respuesta. Todos los apetitos humanos tienen sus bienes propios naturales, que el hombre no elige apetecer; incluido el mismo apetito racional o voluntad, que tiende, como a su bien propio, hacia el bien sin restricción, que nadie puede dejar de querer. El apetito de felicidad o de plenitud, que es como el motor de la voluntad, no lo elegimos: lo tenemos "puesto" con la naturaleza, y en vista de él hacemos todo lo que elegimos hacer. La razón dispone, eligiendo, los medios más adecuados para ordenar al hombre hacia el logro de esa felicidad apetecida (por eso, la ley es principalmente obra de la prudencia). La ley, en su acepción más general, es precisamente una ayuda a la razón para que el hombre se disponga adecuadamente hacia su fin. Pero sería un error concebirla como una imposición heterónoma: el dilema heteronomía-autonomía aplicado a la ley natural no tiene cabida en el pensamiento tomista, por la sencilla razón de que el Aquinate presenta la ley natural como una ley participada (libremente) por la razón humana; o como dice Rhonheimer, es una teonomía participada, en la medida en que Dios nos hace apetecer lo que nos conviene (el vicio es precisamente la corrupción del apetito, y la virtud, en cambio es como su perfección) [27]. Los bienes apetecidos naturalmente por la voluntad actúan como principios de la ley, porque por ellos comienza el proceso creador de la ley, que es obra de la razón práctica. Es un error pensar que, según Santo Tomás, los principios de la ley son normas muy generales. La ley es el plan trazado por la razón en orden a la consecución de tales bienes humanos, que no elegimos apetecer. La fuerza prescriptiva de la ley natural no se deriva, por tanto, sólo de la voluntad de Dios que nos ha puesto el apetito de tales bienes, sino también de la congruencia entre dichos bienes y nuestros apetitos. Si la ley no es sólo enunciativa, sino que también prescribe, es por la misma fuerza del bien que prescribe. La obligatoriedad de la ley se deriva de la bondad del bien, que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad [28]. Por lo tanto, la ley, como tal, así entendida, no es principio de los actos. Principio de los actos son los fines hacia los cuales las leyes disponen adecuadamente. La ley tiene razón de medio. La razón del hombre capta esos fines, que son apetecidos naturalmente por la voluntad, y dispone el mejor modo de lograrlos. La ley es una ayuda externa, ya sea creada por otros hombres o directamente dispuesta por Dios, para que los hombres ordenen o dispongan sus actos adecuadamente hacia ese fin común.
A la luz de este carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad [29], se justifica la controvertida tesis tomista de que la ley injusta no es propiamente ley. Y no es propiamente ley, según Santo Tomás, sencillamente porque, en cuanto injusta, no sirve para conformar la comunidad, porque es un elemento perturbador o disgregador de la misma [30]. Si una nota esencial de la ley consiste en ligar lo que es diverso, una ley que destruye la comunidad no es ley; es precisamente su negación aunque la promulgue solemnemente un Parlamento; como no es medicina un veneno, por mucho que se venda en farmacias. La ley injusta quizá mantenga la causa material y eficiente al ser adecuadamente promulgada por el gobernante legítimo, pero si carece de su causa final, carece de lo más importante, de aquello que propiamente la define. Y, dicho sea de paso, una ley que tiende a disgregar a la comunidad a la que va destinada, manifiesta la mayor perversión posible del gobernante en cuanto tal. Si el mejor gobernante es quien une más estrechamente a su pueblo en una convivencia armoniosa y pacífica, quien destruye esta convivencia es el peor de todos.
4. Ley y libertad
En la medida en que la libertad se identifique con total ausencia de vínculos, el bien común -y la ley que lo respalda- se presentarán como una carga que hay que soportar, precisamente en la misma la medida en que se considera que restringen la libertad individual. Esta es la noción de libertad más extendida actualmente, aunque su origen se remonta al siglo XIV, cuando Ockham comenzó a caracterizarla como quaedam indifferentia et contingentia.
Esta noción de libertad reñida con la propia realización personal es contraria a la idea de libertad que tenía Santo Tomás. Para el Aquinate, la inclinación a la felicidad, esto es a la plenitud personal, era la fuente misma de la libertad y de la vida moral. La voluntad era considerada precisamente como el apetito racional de plenitud, que se sirve del impulso que le bridan los demás apetitos naturales (nutritivo, sexual, etc.) en su caminar hacia la felicidad -no en vano tales apetitos eran considerados como semina virtutum, como el primer indicio de moralidad-. Para Santo Tomás, somos libres, no a pesar de estas inclinaciones, sino a causa de ellas. En cambio, para Ockham, y luego también para Kant, la libertad se situará por encima de las inclinaciones naturales, hasta tal punto que habremos de considerar que un hombre es tanto más libre cuanto más impasible sea, cuanto mejor resista a sus inclinaciones naturales. Por eso, desde esta perspectiva, las inclinaciones naturales no pueden ser el fundamento de la moral, sino más bien realidades del orden material o biológico, realidades que están fuera del ámbito moral, y que son más un impedimento que una ayuda para el ejercicio libre de la voluntad.
Según Santo Tomás, la ley natural y la ley positiva son elaboradas por la razón a partir de los bienes humanos conocidos naturalmente como tales, que son bienes precisamente por su común referencia al fin último. Será la mayor o menor necesidad de los medios para lograr tales bienes lo que nos permita calibrar el mayor o menor grado de libertad del legislador para fijar el contenido de la ley. Esta libertad será menor cuando la ley humana se derive de la ley natural por vía de conclusión.
En cambio, cuando se deriva por vía de determinación, el legislador elegirá entre varios medios posibles el que, según las circunstancias de su comunidad, le parezca más apto para lograr el fin (esto explica por qué en Santo Tomás la distinción entre el contenido de la ley natural y el de ley positiva, a partir de un determinado punto de necesidad, no tiene unos contornos precisos).
A diferencia de Santo Tomás, desde Ockham se rompe el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre. Las relaciones del hombre con Dios, y de los hombres entre sí, a partir de entonces serán entendidas como relación de voluntades independientes: Dios manifiesta a los hombres su voluntad a través de la ley, que actúa con la fuerza de la obligación. La ley y la obligación ocuparán el centro de la reflexión moral. La vida moral se convierte en observancia, y el hombre bueno se define como el hombre observante. La felicidad sólo se relacionará con la moral como una recompensa extrínseca, y no como algo que se verifica en la misma medida en que el hombre se moraliza. Hacer el bien será hacer aquello a lo que se está obligado hacer; y hacer el mal será hacer lo contrario de lo que se está obligado a hacer. Es verdad que Ockham reconoce cierta fuerza normativa a la naturaleza, pero sólo considera el orden natural de las cosas "stante ordinatione divina, quae nunc est", en cuanto manifiesta el querer de Dios; y da por descontado que Dios puede modificar dicho orden en cualquier instante.
La clave fundamental del pensamiento de Ockham reside en la negación de Dios mismo como causa final de todo cuanto existe. Ockham no comprende que Dios se tenga a sí mismo como fin natural de todo cuanto hace. Dios es para Ockham la realización absoluta de la libertad gracias a su omnipotencia. La libertad máxima es la omnipotencia de la voluntad divina, que no es determinada por nadie ni por nada, ni siquiera por el amor de sí. A partir de esta noción de libertad divina, Ockham formula su teoría de libertad humana como una indeterminación limitada. Ahora quizá podemos comprender cómo el pensamiento moderno ha llegado a identificar la libertad personal, y el correlativo derecho subjetivo, traducido luego en derecho humano, como una potencia tendencialmente ilimitada que sólo se frena cuando colisiona con el bien de otra persona. En cambio, para Santo Tomás, Dios no podía dejar de amarse y de ser el fin de todo lo creado; y esto no era ninguna limitación de su poder, sino una afirnación de su divinidad, a la que le corresponde por definición ser también la causa final de todo cuanto existe. Para Ockham, la voluntad divina, al no estar determinada en la fijación del bien y del mal por nada, podría incluso querer que las criaturas le odiasen. Y, de este modo, Ockham rompió el vínculo natural entre libertad y naturaleza, en Dios y en el hombre [31].
Diego Poole, en revistas.unav.edu/
Notas:
1. "lt is a curious irony of human rights in late modernity that even as the politica commitment to them has grown, philosophical commitment has waned'. Así comienza CHESTERMAN, Simon su provocador artículo "Human Rights as Subjectivity: The Age of Rights and the Politics of Culture", en Millennium: Journal of International Studies, 27 (1998), p. 97. 1
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3. La Declaración de 1948 -escribe Bobbio- "rappresenta la manifestazione dell 'unica¡ prova con cui un sistema di valori puó essere considerato umanamente fondato e quindi riconosciuto: e questa prova e il consenso generale circa la sua validita ". Para Bobbio, el consenso social histórico vigente es la justificación legítima de la validez del derecho. Ésta efectividad es el "l'unico fondamento, quello storico del consenso. che puó essere fattualmente provato (...) la Dichiarazione universale dei diritti del puó essere accolta come la piü grande prava storica, che mai sia stata data, del 'consensus omnium gentium circa un determinato sistema di valori (...) possiamo finalmente credere ali'universa/ita dei valori nel solo senso in cui tale credenza e storicamente legittima, cioe nel senso in cui universale significa non dato oggettivamente ma soggettivamente accolto dall 'universo degli uomini" BoBBI0, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino 1992, pp. 18-21. Estas consideraciones no han perdido vigor: de un modo u otro se difunde la convicción de que los derechos se justifican por el consenso ya sea internacional, o ya sea personal intersubjetivo.
4. Sobre el origen individualista de la noción de derecho subjetivo y sobre la idea de "derechos humanos" como concepto histórico es de obligada referencia la obra de Francisco CARPINTERO BENÍTEZ, sintéticamente expuesta en su Introducción a la Ciencia Jurídica, que constituye, a mi juicio, una de las obras más interesantes sobre el iusnaturalismo racionalista de la Modernidad, editada por Civitas y publicada en 1988, cfr. especialmente pp. 23 a 82.
5. Esta pretensión no es original mía, ni mucho menos. Nos la encontramos ya en destacados iusnaturalistas contemporáneos, como por ejemplo, en John Finnis o en Robert George. En este mismo número de Persona y Derecho, el profesor Cristóbal Orrego aborda precisamente esta cuestión al defender la posibilidad de mantener la "gramática de los derechos humanos" pero con un fondo diferente al del individualismo liberal que le dio, muy inconsistentemente, su primer soporte intelectual.
6. La sorprendente difusión de la teoría de Rawls se explicaría en parte por su congruencia con el humus cultural de la Modernidad, todavía vigente, que consagra el arbitrio individual como valor supremo.
7. Esta descripción podría parecer exagerada, o al menos, limitada al periodo más antirreligioso de la ilustración, pero lo cierto es que todavía hay quienes la mantienen y difunden. Citamos otra vez a CHESTERMAN, que es uno de los líderes intelectuales de la nueva izquierda norteamericana: "Far meaningfitl transformation in both the perception and reality of human rights, the subjecls of rights must them selve own :hose rights. In different ways, these
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8. "Para los discípulos dé Nietzsche y de Foucault, la razón misma -escribe Spaemann- es sólo un medio de poder para imponer deseos individuales, no una instancia para examinar estos derechos según un criterio universal de lo aceptable para todos". SPAEMANN, Robert, Conferencia inaugural del VII congreso "Católicos y vida pública", San Pablo-CEU, 18/XI/2005.
9. OLLERO, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 165 y ss.
10. Fernández Galiano y Benito de Castro hacen notar a este respecto que no es de extrañar que las declaraciones de derechos supusieran la entronización de la noción de derecho sub jetivo, como centro del orden jurídico, al que se supedita la noción del Derecho como orden normativo y social.
11. Cfr. FERNÁNDEZ GALIANO, Antonio y DE CASTRO Cm, Benito, Lecciones de Teoría del Derecho y Derecho Natural, Universitas, Madrid, 1999,p. 289
12. Sobre este presupuesto se desarrollan filosofias aparentemente tan dispares como la de Grocio, Hobbes, Locke, Rousseau, Montesquieu, Hume, Leibniz, Kant, o la del propio Marx...
13. OLLERO, Andrés, El derecho en teoría, Thomson-Aranzadi, Pamplona 2007, p. 165, §2. Que los derechos humanos sean un invento de la Modernidad quizá sea cierto desde el punto de vista puramente terminológico, porque lo cierto es que hasta el mismo Santo Tomás tiene una idea clara de los derechos humanos, que expone cuando habla de la justicia, en cuanto que propiamente se refiere al trato que han de recibir los demás en consideración a su ser persona, y no por otra razón especial. Además, como hace notar Finnis, el tratamiento que Sto. Tomás hace de las injusticias es un tratamiento implícito de los derechos. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, p. 137 Después de Santo Tomás, sin ir más lejos, el papa Pablo II (t 1549) y sus sucesores intercedieron con firmeza en favor de los derechos de los indígenas y promovieron su reconocimiento legal. Carlos V promulgó leyes -otra cosa es que no se respetaran debidamente- que protegían los derechos de los indígenas, a los que expresamente reconocían como personas y, por tanto, titulares de derechos humanos. En el siglo XVII los teólogos y los canonistas españoles -muy especialmente el P. Vitoria desarrollaron doctrinalmente la idea de los derechos humanos, aunque posteriormente, los pensadores liberales de la Europa protestante hicieron suya. Un elenco clasificado de los dere chos humanos formulados por el P. Vitoria extraídos de sus obras puede verse en HERNÁNDEZ MARTÍN, Ramón, Derechos humanos en Francisco de Vitoria, Ed. San Esteban, Salamanca, 2ª ed., 1984, principalmente en las pp. 241-258
14. Otras declaraciones de derechos exponen esta salvedad al final de cada derecho proclamado. Un caso significativo es el de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica, de 1969) que, además referirse al límite del bien común en numerosos artículos que reconocen derechos individuales -art. 13, sobre la libertad de expresión; art. 15 sobre la libertad de reunión; art. 15 sobre el derecho de asociación; o el art. 16 sobre la libre circulación-, añade en su 32.2 dice: "Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática".
15. Es muy sugerente la línea argumental de Raz, que trata de justificar el respeto al bien común como suelo que sostiene las libertades individuales. En esta línea se mueve también la argumentación del estudio de Joaquín Rodríguez Toubes sobre la relación entre los derechos humanos y el bien común, que a su vez asume buena parte de las reflexiones de Joseph Raz sobre esta cuestión. Asegurar el bien común es un modo de respetar a las personas y a sus derechos, y viceversa: al respetar y promover a las personas y sus derechos, se respeta y se promueve el bien común. "Por un lado, -escribe Joaquín Rodríguez Toubes- los derechos aseguran directamente la posibilidad de 1 disfrutar de algo que (potencialmente) es un bien para el titular del derecho. Por ejemplo, la libertad de expresión protege la posibilidad de dar a conocer a otros nuestras ideas y puntos de vista. Por otro lado, muchos derechos benefician a sus titulares indirectamente porque son la condición de una sociedad preferible, son el medio de promover un bien común que revierte en interés del individuo. Por ejemplo, la libertad de expresión es la condición de una sociedad democrática con intercambio libre de información. Y lo más destacable es que a menudo el beneficio indirecto es mayor que el directo, el bien común que generan los derechos es mayor que el bien individual que protegen. Por ejemplo, posiblemente sea más importante para cualquiera de nosotros vivir en una sociedad donde haya libertad de expresión que disfrutar nosotros mismos de ese derecho; coincidiremos con Raz en preferir no tener ese derecho y vivir en una sociedad donde los demás sí lo tengan, que lo contrario. Entonces se explica que a menudo la importancia de un derecho no se corresponda con el valor del interés que protege directamente en el titular: la razón es que su valor depende del interés general que promueve (y del consiguiente interés particular que protege indirectamente en el titular). Y si es así ya no tiene tanto sentido -al menos para este tipo de derechos- predicar un enfrentamiento entre derecho individual y bien común". RODRÍGUEZ TOUBES, Joaquín, "Derechos humanos y bien común", en Derecho y libertades, Año nº 5, n. 9 (2000), p. 477. Las reflexiones de Raz están en RAz, Joseph, "Rights and Individual Well-Being", RatioJuris 5/2 (1992), 127-142; p. 135. Ahora en su Ethics in the puhlic domain, Clarendon Press, Oxford, 1994, p. 52.
16. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-Jl: q. 19, a. 10. s.
17. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-JI, q. 90, art. 3, s.
18. En la Suma Teológica escribe Sto. Tomás "Dios, que es el hacedor y gobernador del uni verso, aprehende el bien de todo el universo; por eso todo lo que quiere, lo quiere bajo razón de bien común, que es su bondad, que es el bien de todo el universo.(...) Pero no es recta la voluntad de quien quiere un bien particular si no lo refiere al bien común como a fin, porque incluso el apetito natural de una parte se ordena al bien común del todo". Suma Teológica, 1-11: q. 19, a. s. En el capítulo 148 de su Compendio de Teología, bajo el título "Todas las cosas han sido hechas para el hombre" Sto. Tomás sintetiza clarísimamente su visión del orden cósmico: § 296 "Aunque todas las cosas se ordenan a la bondad divina como a su último fin, hay algunas que están más próximas a este fin, pues participan de una manera más plena de la bondad divina. Por consiguiente, las cosas inferiores de la creación que, por Jo mismo, participan menos en la bondad divina, están ordenadas de cierta manera a los seres superiores como a sus fines. En todo orden de fines, las cosas que están más cerca del último fin son, a su vez, fines de aquellas que están más distantes de él. Por ejemplo: la poción medicinal tiene por objeto la purgación; la purgación tiene por objeto la delgadez; y la delgadez, la salud; y por ello, la delgadez es el fin de la purgación, y ésta el de la poción. Así como en el orden de las causas agentes la virtud del primer agente alcanza los últimos efectos por medio de las causas segundas, así también en el orden de los fines las cosas que están más distantes del fin llegan al fin último por medio de las que están más próximas a él; del mismo modo que la poción medicinal no se dirige a la salud más que por medio de la purgación. Por esta razón, en el orden del universo, las cosas inferiores alcanzan su último fin, en cuanto que están ordenadas a las superiores". § 297 "Lo cual es evidente por la sola consideración del orden mismo de las cosas. En el orden natural, las cosas se emplean según sus propiedades naturales, y así vemos que las cosas imperfectas se destinan para el uso de los seres más nobles: las plantas se alimentan de la tierra, los animales de las plantas, y todo está destinado para el uso del hombre. Por consiguiente, las cosas inanimadas han sido creadas para las animadas, las plantas para los animales, y todo para el hombre. Hemos demostrado antes (capítulo 74) que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza corporal; luego toda la naturaleza corporal estará ordenada a la naturaleza intelectual. Entre las naturalezas intelectuales, la que está más cerca del cuerpo es el alma racional, forma del hombre. Luego toda la naturaleza corporal parece estar creada para el hombre en cuanto animal racional; por consiguiente, la consumación de toda la naturaleza corporal depende en cierto modo de la consumación del hombre". Quizá Bobbio no comprendió bien la doctrina tomista del bien del todo y del bien de las partes. Para Santo Tomás, que el hombre sea parte de un todo, no significa que el todo tenga más valor que cada una de las partes, de modo análogo a como un equipo de fútbol no vale más que cada uno de sus jugadores, o una orquesta más que sus músicos; significa, en cambio, que el bien de cada miembro, en cuanto músico o futbolista, sólo se puede percibir por la relación que guarda con el todo. Pero, hecha esta salvedad, creemos que Bobbio acierta con el diagnóstico del desplazamiento de la idea clásica de comunidad y de bien común: "proprio pariendo da Locke si capisce bene che la dottrina dei diritti naturali [entiéndase la que se desarrolla a partir del XVII] presuppone una concezione individualistica della societa e quindi dello stato, continuamente contrastata dalla ben pill solida e antica concezione organica, secando cuila societa e un tutto, e il tutto e al di sopra delle parti", BüBBIO, Norberto, L'eta dei diritti, Einaudi, Torino, 1992, p. 58.
19. "Por eso dice San Agustín en las Confes. que es deforme cualquier parte que no se armoniza con el todo. De aquí que, al ser todo hombre parte de un Estado, es imposible que sea bueno si no vive en consonancia con el bien común, y, a la vez, el todo no puede subsistir si no consta de partes bien proporcionadas. En consecuencia, es imposible alcanzar el bien común del Estado si los ciudadanos no son virtuosos" (ST.1-11: q. 92, a. I, ad.3). Respecto al grado de virtud que deban tener los miembros del Estado Sto. Tomás no dice que deban tener la integridad de la virtud, sino sólo aquél grado de virtud necesaria para mantener la comunidad. Por eso dice en este mismo artículo que sólo los gobernantes han de ser virtuosos con integridad, porque requieren de la virtud de la prudencia para hacer las normas, mientras que los súbditos les bastaría con respetar externamente las leyes para mantener unida a la comunidad. De hecho añade: "porque en cuanto a los otros [a los que no son gobernantes], basta para lograr el bien común que sean virtuosos en lo tocante a obedecer a quien gobierna. Por eso dice el Filósofo en III Polit. que es la misma la virtud del príncipe y la del hombre bueno, pero no la del ciudadano y la del hombre bueno".
20. Las consideraciones sobre el bien común que hemos hecho en los párrafos precedentes no se refieren al bien común jurídico: a él nos referimos al final de este trabajo. Adelantamos que el bien común jurídico vendría determinado por la solidaridad mínima exigible por el gobernante a la comunidad histórica concreta.
21. La distinción referida la expone claramente Finnis en su reciente obra sobre Sto. Tomás. Finnis explica que para el Aquinate el bien común alcanzable en una comunidad política es doble: por un lado está el bien común ilimitado (se refiere a lo que hemos llamado "bien común social integral"), y por otro existe un bien común que es político en un sentido más específico: (i) el bien de emplear el gobierno y la ley para ayudar a los individuos y las familias para que hagan bien lo que tienen que hacer, junto con (ii) el bien o los bienes que la comunidad política puede logar en nombre de las familias o de los individuos (incluido el bien de repeler y de reparar los daños y las amenazas que los individuos, sus familias y otros grupos privados no son capaces de repeler por sí mismos). Sólo este segundo sentido más específico de bien común es del que deben responder los gobernantes, y sólo sobre este sentido se justifica la obligatoriedad de las leyes y demás acciones de gobierno (judiciales y administrativas). Este sentido específico de bien común es limitado y en cierto sentido instrumental. Éste bien común es lo que Sto. Tomás llama a veces bien público. Cfr. FINNIS, John, Aquinas, Oxford University Press, Oxford, 1998, pp. 238-9. Esta idea la desarrolla también el profesor Andrés Ollero en su libro El derecho en teoría (perplejidades jurídicas para crédulos), Thomson Aranzadi, Pamplona, 2007, pp. 65 y ss., donde explica el derecho como un "mínimo ético" exigible para que la convivencia entre los hombres sea propiamente humana. En el libro, Ollero maneja un concepto de justicia limitado a la actividad propiamente política y forense, o si se nos permite, un concepto de "justicia jurídica" a la que vincula su noción de mínimo ético. En este sentido, escribe en la p. 67: "Constituirán exigencias de justicia, y por tanto estrictamente jurídicas, todas aquellas necesarias para el logro de ese mínimo ético indispensable para garantizar una convivencia social realmente digna del hombre"
22. Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más i interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company, Estados Unidos, 1999. La versión castellana ha sido editada por Paidós Básica, Editorial Paidós, Barcelona, 2001. Por otra parte, en su obra Tres versiones rivales de la ética encontramos una crítica durísima de liberalismo moderno, incompatible con la noción clásica de bien común replanteada por Mclntyre. El liberalismo moderno, supuestamente imparcial desde el punto de vista ético, pretende justificarse diciendo que quiere hacer posible el pluralismo, pero toda su retórica pluralista se funda en un concepto de libertad como pura indeterminación. La comunidad liberal, mejor dicho, el Estado liberal, no es más que un entramado de relaciones establecidas para satisfacer intereses egoístas, en donde no existe un bien común distinto de la suma de los intereses de todos o la mayoría de los participantes. Los bienes humanos no son más que expresiones de preferencias personales que no necesitan justificación racional.
23. Mejor todavía que en la obra que le dio fama internacional Tras la virtud, sea más i interesante a estos efectos su obra posterior Animales racionales y dependientes, cuyo título original es Dependent Rational Animals, y que fue editada por Carus Publishing Company,
24. "My own good can only be achieved in and through the achievement of the common good. And the common good is that toward which we are inclined when we are functioning normally and developing as we should be", MclNTYRE, Alasdair, "Theories of Natural Law in the Culture of Advanced Modernity", en Common Truths: New Perspectives on Natural Law, Edward B. Mclean (ed.), IS! Books, Wilmington, Delaware, 2000, p. 109
25. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-ll: q. 93, a.5, s.
26. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-ll: q. 90, a.2, s.
27. La concepción de la ley natural como teonomía participada está extraordinariamente desarrollada en la obra de RHONHEIMER, Martin, Ley natural y razón práctica, Eunsa, Pamplona, 2000 (edición española de "Naturals Grundlage der Moral", 1987).
28. De ahí que la crítica de Hume de derivar un deber ser de un ser, de derivar normas prescriptivas a partir de enunciados descriptivos, sea una crítica errónea si se aplica a Sto. Tomás. El Aquinate no deriva el carácter obligatorio de la ley de un principio especulativo, sino de un principio práctico, esto es, de un bien que interpela directamente y por sí mismo a la voluntad humana. Cfr. GRISEZ, Germain, cap. IV del "El primer principio de la razón práctica. Un comentario al art. 2 de la q. 94 de la 1-11 de la Suma Teológica", en Persona y Derecho, 52 (2005), pp. 275-339.
29. Cuando digo "carácter de la ley esencialmente constitutivo de la comunidad" no me re fiero sólo ni principalmente a la causalidad eficiente, como si antes de la ley no hubiera comunidad. Me refiero principalmente a la causalidad final de la ley, en cuanto que ella determina el umbral mínimo de solidaridad hacia el cual han de tender los miembros de la comunidad para que ésta se mantenga (mantener una comunidad es mantenerla unida). Por otra parte, la propia existencia actual de la comunidad manifiesta también este carácter constitutivo de la ley, en cuanto que la ley es expresión de la constitución de la propia comunidad (aunque con otra terminología, esta causalidad formal expresada en la comunidad real fue descrita por la jurisprudencia del realismo escandinavo, y desde otra perspectiva, por el institucionalismo de Santi Romano o de Maurice Hauriou (cfr. en este sentido mi libro El derecho de los juristas, Ed. Dikinson, Madrid, 1998, p. 255). Pero no es que la ley sea cronológicamente anterior a la comunidad, del mismo modo que la forma no es cronológicamente anterior a la materia que ella informa, sino que se da con ella. Al decir esto quizá se pueda interpretar que yo también estoy defendiendo una consagración de los hechos, de la forma presente de cualquier comunidad. No, la forma actual de una comunidad expresa la constitución de la misma, pero no necesariamente la mejor constitución posible de la misma. Sobre la teoría de la jurisprudencia como formulación del mejor derecho posible cfr. LOMBARDI VALLAURI, Luigi, Saggio sul Diritto Jurisprudenziale, Guiffre, Milano, 1967, pp. 522, 531, y también OLLERO, Andrés, ¿Tiene razón el derecho?, Publicaciones del Congreso de los Diputados (monografías), Madrid, 1996, pp 442 y 444. Por lo tanto, y recapitulando un poco, podemos decir que la ley tiene respecto de la comunidad una múltiple relación: en cuanto causa final, porque describe un horizonte de solidaridad ideal -de respeto y de colaboración- al que han de tender los miembros de la comunidad; en cuanto causa formal, porque expresa la forma de ser de una comunidad (de ahí que Lombardi llegue a decir que "hay más sociología en un código que en un libro de sociología", cfr. "Diritto naturale", en Persona y Derecho, 23 [1990), pp. 25-63); de causalidad eficiente, porque a su modo, la ley también contribuye a hacer la sociedad. Y la materia sobre la que la ley actúa es la propia comunidad: sólo forzando un poco los términos, podríamos decir que la propia ley es causa material de otra ley, en cuanto que las normas procedimentales o de estructura tienen por objeto otras normas, el modo de hacerlas efectivas.
30. Cfr. DE AQUINO, Tomás, Suma Teológica, 1-II: q. 96, a. 5 y a. 6.
31. Cfr. PINKAERS, Servais, Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Pamplona, 2000 (Les Sources de la morale chretienne, Editions Universitaires, Friburgo, Suiza 1985), especialmente pp. 295 y ss. (sobre la revolución nominalista).
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