3. Eichmann y “la banalidad del mal”
En los orígenes deL totalitarismo, Arendt había señalado que muchos de los crímenes perpetrados en el Régimen Totalitario Nazi fueron realizados por «hombres normales» que no tenían, necesariamente, un motivo maligno para realizar lo que estaban haciendo, sino que estaban desempeñando un cargo burocrático:
El verdadero horror comenzó […] cuando los hombres de las S.S., se encargaron de la administración de los campos. La antigua bestialidad espontánea dio paso a una destrucción absolutamente fría y sistemática de los cuerpos humanos, calculada para destruir la dignidad humana. La muerte se evitaba o se posponía indefinidamente. Los campos ya no eran parques de recreo para bestias con forma humana, es decir, para hombres que realmente correspondían a instituciones mentales y a prisiones; se tornó cierto lo opuesto: se convirtieron en «terrenos de entrenamiento» en los que hombres perfectamente normales eran preparados para llegar a ser miembros de pleno derecho de las S.S. (Arendt, 2002a: 673-674).
El proceso de deshumanización de los totalitarismos no solamente busca acabar con la humanidad de las víctimas, sino también con la de los victimarios; convertir a los funcionarios de sus instituciones estatales en agentes criminales que simplemente se limitan a obedecer órdenes sin detenerse a pensar en el contenido de las mismas y sus implicaciones éticas.
Posteriormente, en 1961, cuando Arendt es comisionada por el diario New Yorker para realizar un cubrimiento periodístico sobre el Juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, queda perturbada al observar que el acusado no era una persona sádica o un fanático ideológico, sino que era una persona normal. Ella observa un abismo entre el carácter del acusado y la gran magnitud de los crímenes. Eichmann fue miembro de las S.S. y trabajó durante muchos años en la Subsección B-4 de la Oficina Central de la Seguridad del Tercer Reich que se encargaba de “los asuntos judíos”. Él era el encargado de la logística de la deportación de los judíos y los gitanos hacia los campos de concentración y exterminio. Logró evadir las acciones de la Justicia Internacional tras la caída del Tercer Reich y vivió exiliado en Argentina con su familia, bajo una identificación falsa. En 1960, el servicio secreto Israelí lo detuvo en un suburbio de Buenos Aires, días después lo trasladó a Jerusalén bajo las acusaciones de haber cometido “Crímenes en contra la Humanidad”, “Crímenes en contra del Pueblo Judío” y “Crímenes de Guerra durante el Régimen Nazi”. Fue encontrado culpable y sentenciado a la pena de muerte que se le aplicó el 31 de Mayo de 1962.
Durante el juicio, Arendt advirtió que Eichmann sólo recordaba cosas que tenían relación con los hitos de su carrera, lo que ponía de manifiesto que el éxito era su criterio para actuar. Pero estos hitos no siempre coincidían con los momentos cruciales del exterminio de los judíos, lo cual mostraba una memoria bastante deficiente. Esta situación dificultó la tarea de los jueces y del fiscal para obtener una confesión consciente y voluntaria de sus crímenes. Incluso, para Eichmann, la acusación de asesinato era injusta y declaró lo siguiente: “«Ninguna relación tuve con la matanza de los judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado un ser humano. Jamás di órdenes de matar a un judío o a una persona no judía. Lo niego rotundamente»” (Arendt, 2009: 41). Arendt señala que después matizaría esta afirmación señalando: “Sencillamente, no tuve que hacerlo”. Pero, posteriormente, él declara que “hubiera matado a su propio padre, si Hitler se lo hubiera ordenado” (Arendt, 2009: 41). Al escuchar esto, Arendt observa que las declaraciones de Eichmann eran bastante contradictorias y muchas veces iban acompañadas de clichés o “frases hechas” que eran utilizados por los funcionarios de las S.S. en ciertas conmemoraciones. Eichmann consideraba que la obediencia hacia Hitler era la virtud suprema; el respeto por la normas establecidas y la opinión mayoritaria de la sociedad nazi, los fundamentos de su actuar. Estos factores pusieron ante los ojos de Arendt la idea de que Eichmann era una persona incapaz de pensar y juzgar de manera autónoma.
El Régimen Nazi provocó un colapso moral en la vida pública y privada. Las leyes morales tradicionales, como por ejemplo, “No debes matar”, “No debes levantar falsos testimonios a tus semejantes” fueron sustituidas por “Debes matar”, “Debes levantar falsos testimonios a tu prójimo”. Eichmann aceptó estos nuevos códigos morales sin detenerse a reflexionar críticamente su significado, como si se estuvieran cambiando los hábitos de vestir de una época a otra. Según Arendt, esto evidencia que la moral tradicional entró en crisis al ser reducida a un conjunto de hábitos y costumbres: “La moral degeneró hasta convertirse en un simple conjunto de mores –maneras, costumbres, convenciones, que se podían cambiar a voluntad– no por la acción de criminales, sino por las personas corrientes que, mientras las normas morales fueran socialmente aceptadas, nunca soñaron que dudarían de lo que se les había enseñado a creer” (Arendt, 2007: 79). Este colapso moral mostró que las leyes morales o los imperativos no eran evidentes por sí mismos y que los “Derechos del Hombre” eran bastante frágiles, ya que no eran necesariamente respetados.
En el juicio, Eichmann fue analizado por seis psiquiatras que determinaron que el acusado era «normal», “«más normal que yo, tras pasar por el trance de examinarle», se dijo que había exclamado uno de ellos, y otro consideró que los rasgos psicológicos de Eichmann, su actitud hacia su esposa, hijos, padre y madre, hermanos, hermanas, era «no sólo normal, sino ejemplar»” (Arendt, 2009: 46). Incluso, el reverendo que lo visitó frecuentemente en la prisión, declaró, después de su muerte, que “Eichmann tenía ideas muy positivas”. Eichmann proclamó repetidas veces que “no odiaba a los judíos”, por el contrario, le asistían razones privadas para no odiarles. Se dice que Eichmann tuvo una amante judía cuando trabajó en Viena y que ayudó a los familiares judíos de su madrastra a evadir el proceso de deportación a Auschwitz. Eichmann no era un fanático ideológico. Además, su decisión de ingresar al Partido Nazi fue bastante trivial, no fue fruto de una profunda deliberación:
«Fue como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión. Ocurrió súbita y rápidamente». Eichmann no tuvo tiempo ni deseos, de informarse sobre el partido, cuyo programa ni siquiera conocía, y tampoco había leído Mein Kampf. Katenbrunner le había dicho: « ¿Por qué no ingresas en las S.S?». Y Eichmann contestó: « ¿Por qué no?». Así ocurrió, y sería estéril intentar darle vueltas al asunto (Arendt, 2009: 56).
Para Eichmann, deportar millones de personas a los campos de concentración y exterminio era un asunto de rutina; había interiorizado como hábitos los clichés, el crimen y el engaño bajo la guía de los nuevos códigos morales y jurídicos del Régimen Nazi. Durante el juicio, los jueces y el fiscal no se atrevieron a preguntarle si él era consciente moralmente de sus actos, sino que partieron del supuesto de que lo era. En cambio, Arendt se pregunta: ¿Eichmann es capaz de distinguir el bien del mal? Ella se percata de que aunque “Eichmann se declara inocente”, él conocía perfectamente cómo funcionaba la máquina de exterminio y el destino de las personas que iban a parar allí. Varias de sus declaraciones lo probaron, por ejemplo, en una ocasión vio cómo un grupo de judíos fue asesinado en un camión:
«No sé cuántos judíos entraron, apenas podía mirar la escena. No, no podía. Ya no podía soportar más aquello. Los gritos (...) Estaba muy impresionado, y así se lo dije a Müller cuando le di cuenta de mi viaje. No, no creo que mi informe le sirviera de gran cosa. Después, seguimos al camión en automóvil, y entonces vi la escena más horrible de cuantas recuerdo. El camión se detuvo junto a un gran hoyo, abrieron las puertas, y los cadáveres fueron arrojados al hoyo, en el que cayeron como si los cuerpos estuvieran vivos, tal era la flexibilidad que aún conservaban. Fueron arrojados al hoyo, y me parece ver todavía al hombre vestido de paisano en el acto de extraerles los dientes con unos alicates… Después de haber presenciado esto era capaz de permanecer horas y horas sentado al lado del conductor de mi automóvil, sin intercambiar ni una sola palabra con él. Fue demasiado. Me destrozó. Recuerdo que un médico con bata blanca me dijo que si quería podía mirar, a través de un orificio, el interior del camión, cuando los judíos aún estaban allí. Pero rehusé la oferta. No podía. Tan solo me sentía con ánimos para irme de allí» (Arendt, 2009: 131).
Eichmann sabía que las víctimas eran engañadas hasta el último instante para ser aniquiladas. Y, aunque conocía el paradero de las víctimas y sabía que algunos funcionarios habían renunciado a su cargo sin correr peligro de muerte, él nunca se atrevió a abandonar su rol en las S.S., porque consideraba que dicha conducta era inadmisible y no era digna admiración. La voz de su conciencia fue remplazada por “la voz del Führer”. Él se sentía orgulloso de haber sido un ciudadano fiel y cumplidor de las leyes. Y hasta llegó a exclamar que había seguido los preceptos de la ética kantiana y el Imperativo Categórico. Sin embargo, si Eichmann hubiera actuado siguiendo el Imperativo Categórico: “Obra sólo de acuerdo con la máxima por la cual puedas al mismo tiempo querer que se convierta en ley universal”, no habría enviado a miles de seres humanos a la muerte, ya que él no hubiera deseado vivir en un sistema político que le otorgue el derecho a otros de asesinarle por su condición. En el Régimen Nazi, el Imperativo Categórico Kantiano fue reformulado de la siguiente manera: “Obra de tal modo que si el Führer te viera, aprobara tus actos”. La voz de Hitler como la nueva fuente del derecho legalizó la injusticia y el crimen. Más que a su conciencia moral, Eichmann le prestó atención a esta nueva formulación del imperativo. El caso de Eichmann revela que la noción tradicional de la conciencia moral entendida como “aquella voz interna que orienta a obrar bien a los hombres” no es un sentimiento universal, ni tampoco es una luz evidente por sí misma que guía a los hombres en su actuar. La conciencia se actualiza con el diálogo interno y el pensamiento reflexivo, conduciendo al actor a examinar sus actos y las consecuencias de los mismos. Cuando un sujeto no se detiene a pensar las consecuencias de sus acciones, puede caer en situaciones críticas en que las normas sociales imperantes ya no son buenas guías para actuar. Eichmann no fue capaz de pensar por sí mismo las circunstancias que le rodeaban y tampoco pudo juzgar el significado de sus acciones, ya que su conciencia sólo se limitó a acatar obedientemente las órdenes y leyes de sus superiores. Por supuesto, la obediencia ciega era una virtud bastante alabada en el Régimen Nazi.
Esa obediencia fue uno de los factores que más contribuyó a que muchas personas comunes y corrientes, como Eichmann, se convirtieran en “agentes criminales”. Y esto lo prueban los experimentos de psicología social de Stanley Milgram, entre 1961 y 1963, para probar si una persona podía desacatar los dictados de su conciencia, al obedecer una autoridad reconocida como legítima, por ejemplo, la autoridad científica. Bajo el pretexto de que era un experimento de Memoria y Aprendizaje, Milgram condujo a un grupo de hombres y mujeres “comunes y corrientes” (llamados “maestros” en el experimento) a infringir choques eléctricos a otra persona que desempeñaba el rol de estudiante, a través de una prueba de memorización de palabras. El estudiante se hallaba amarrado a una silla con electrodos en los brazos, para recibir descargas eléctricas cuando se equivocaba. La idea era que el estudiante (que era en realidad un actor que simula el dolor) se equivocará la mayoría de las veces, para medir hasta qué punto “el maestro” iba a infringir descargas de dolor. Las descargas eléctricas eran medidas a partir de una máquina que tenía treinta manecillas escalonadas desde los 15 hasta los 450 voltios. A medida que las descargas aumentaban el “alumno” comenzaba a gritar de dolor y se quejaba diciendo que se encontraba enfermo del corazón. A los 270 voltios el “estudiante” gritaba de agonía y si se llegaba a los 300 voltios sufría estertores de coma. Por su puesto, cuando los “maestros” intentaban parar el experimento, la autoridad del experimentador les hacía proseguir con el mismo. Aunque el experimento fue cuestionado éticamente, dado que los participantes no sabían cuáles eran los propósitos reales, éste arrojó un resultado alarmante. El 65% de los participantes llegó a aplicar los 450, mientras que el 35% se detuvo poco antes de los 350 voltios. Milgram observó que los participantes, al ser sometidos a un conflicto de valores, privilegiaron la autoridad científica frente a la autoridad de sus principios morales que eran conscientes de traicionar, ya que desplazaron la responsabilidad de sus actos a la primera.
En el libro Modernidad y Holocausto, Zygmunt Bauman realiza un análisis muy interesante de este experimento, relacionando las conclusiones de Milgram con el funcionamiento de los sistemas burocráticos en un contexto totalitario. Él observa que en un sistema burocrático no solamente los funcionarios desplazan la responsabilidad de sus actos a la autoridad, tal como se observa en el experimento Milgram sino que, además, sus preocupaciones morales ya no tienen como objeto de reflexión las consecuencias de sus acciones en relación con los otros, dado que éstas son desplazadas por las preocupaciones por el trabajo a efectuar y por la perfección con que se realiza. De esta manera, la moral tradicional es sustituida por una tecnología moralizada, donde los valores predominantes son la obediencia, la disciplina y el deber. Cuando este tipo de valores son aprendidos por el funcionario, éste desplaza su conciencia moral por una conciencia sustitutiva que lo impele a cumplir bien con su labor y a obedecer ciegamente las órdenes recibidas. Esta noción de conciencia sustitutiva puede ayudarnos a comprender por qué Arendt señala, en algunos pasajes de su obra, que Eichmann sí era consciente de sus actos, aunque no en términos morales. Por ejemplo, cuando en septiembre de 1941 Eichmann realizó su primera deportación contradiciendo los deseos de Hitler, en lugar de mandar una expedición de veinte mil judíos de Renania y cinco mil gitanos a Minsk, donde hubieran sido asesinados por los Einsatzgruppen, los mandó al gueto de Lódz; sin embargo, semanas más tarde, cambió de parecer y envió este mismo grupo de judíos y gitanos a Auschwitz. Ante esta situación, Arendt se pregunta: ¿el acusado tenía o no conciencia de sus actos?, a lo cual ella responde que “sí, la tenía. Y su conciencia funcionó tal como cabía esperar, durante cuatro semanas. Después, comenzó a funcionar en sentido contrario” (Arendt, 2009: 141). Más adelante agrega que la negativa de Eichmann de acatar las órdenes de Himmler de detener el exterminio de los judíos y la desmantelación de los campos no se debió a su fanatismo, sino “a su mismísima conciencia que lo impulsó… a adoptar su negativa actitud en el curso del último año de la guerra” (Arendt, 2009: 215). La conciencia sustitutiva o la preocupación de cumplir los deseos de Hitler fue lo que impulsó a Eichmann a convertirse en un agente criminal. Bauman agrega que esta disponibilidad de actuar en contra del propio parecer y desoyendo la voz de la conciencia moral no sólo está en función de una orden autoritaria, sino que es “el resultado del contacto con una fuerte autoridad inequívoca, monopolista y firme” (Bauman, 2006: 196). Bauman concluye que el pluralismo político es la medicina que evita que personas comunes y corrientes caigan en la obediencia ciega y terminen realizando actos atroces. El Régimen Nazi destruyó todos los vestigios del pluralismo político, para llevar a cabo la solución final y contar con la aprobación de diversos sectores de la población. Milgram, Bauman y Arendt coinciden en que la voz de la conciencia individual se oye mejor en condiciones de pluralismo político y social.
Ahora bien, Arendt considera que lo terrorífico de la normalidad de Eichmann es la incapacidad de ser consciente moralmente de la maldad de sus actos. Ella introduce la noción de “la banalidad del mal”, para referirse al carácter del acusado que refleja una incapacidad para pensar:
Eichmann, sencillamente no supo jamás lo que hacía (...) Eichmann sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, y en sus declaraciones postreras ante el tribunal habló de «la nueva escala de valores prescrita por el gobierno nazi». No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión –que en modo alguno podemos equiparar con la estupidez– fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo… En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero, fue una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo (Arendt, 2009: 418).
Asimismo, Arendt utiliza la noción de “la banalidad del mal” para describir cómo una persona normal envió millones de seres humanos a las cámaras de gas sin tener alguna intención malvada para hacerlo. Esa incapacidad de Eichmann de dar cuenta de sus actos va acompañada de una profunda irreflexión y, esta a su vez, pone de manifiesto una incapacidad de pensar y juzgar. En efecto, en el contexto social perverso de los totalitarismos sólo unas cuantas personas se abstuvieron de obrar mal. Los hermanos Schöll, Anton Smith, unos campesinos que se negaron alistarse a las S.S., y Karl Jaspers, son algunos de los ejemplos que Arendt cita en su obra Eichmann en Jerusalén, para ilustrar cómo algunas personas lograron preservar su capacidad para pensar y se negaron a participar en las acciones del nazismo. Ella observa, a partir de estos ejemplos positivos, que la capacidad para pensar y juzgar desempeña un rol importante en las acciones políticas y morales, mientras que la irreflexión representa un peligro en la esfera política.
Desde esta perspectiva, surgen inmediatamente las siguientes preguntas:
¿qué es la irreflexión?, ¿qué rol desempeñan el pensamiento crítico y la capacidad de juzgar en el campo ético-político?, ¿cómo el pensamiento y el juicio nos inhiben a obrar mal? Para responder estos cuestionamientos, hay que traer a colación algunas reflexiones de Arendt en el artículo: “El pensar y las reflexiones morales”. Allí, Arendt afirma que el pensamiento crítico se activa a través del diálogo silencioso del yo consigo mismo. Este diálogo tiene el efecto inmediato de liberarnos de las normas sociales de conducta y, a su vez, activa la conciencia como capacidad de distinguir el bien del mal, preparándonos para el juicio. Desde la perspectiva del “yo pensante” “es mejor sufrir el mal que hacerlo”; de lo contrario, el agente tendría que convivir con el malhechor. La irreflexión es, entonces, la ausencia de este diálogo interno. A una persona como Eichmann, quien “desconoce la relación silenciosa del yo consigo mismo (en la que examino lo que digo y lo que hago), no le preocupará en absoluto contradecirse a sí mismo, y esto significa que nunca será capaz de dar cuenta de lo que dice y hace, o no querrá hacerlo; ni le preocupará cometer cualquier delito, puesto que puede estar seguro de que será olvidado al momento siguiente” (Arendt, 2002a: 213). Cuando una persona es incapaz de pensar no escucha ningún tipo de objeción o cuestionamiento de su pensamiento y puede llegar a cometer delitos atroces, al ser fácilmente arrastrada por algún tipo de alienación social, como en el caso de los regímenes totalitarios.
En Politics, Philosophy and Terror, Danna Villa señala que el pensar habilita el juicio de una forma negativa al purgarnos de creencias “fijas” ya que, a través del hecho de pensar, nos hallamos de nuevo en un espacio abierto al juicio y a la discriminación estética y moral. Arendt ilustra por medio de la figura de Sócrates que el pensamiento crítico, más que impulsarnos a actuar, nos conduce a detenernos para examinar las creencias de nuestro entorno social, y a juzgar las circunstancias en su particularidad. Arendt es consciente que no todos los pensadores afrontan el reto de pensar críticamente su tiempo. Un ejemplo de ello es Martín Heidegger, quien no fue capaz de realizar un juicio crítico sobre lo que estaba ocurriendo en el Régimen Nazi. Al respecto, Danna Villa señala que hay una diferencia crucial entre Sócrates y Heidegger: “mientras Sócrates activa la facultad del juicio con «la voz de la conciencia» (ésta es la dimensión moral), el pensamiento de Heidegger «está completamente divorciado de las apariencias y del mundo de la política»” (Villa, 1999: 84). En efecto, en La vida del espíritu, la autora establece una distinción entre el pensamiento puro y el pensamiento crítico. El primero, se aleja del mundo con el propósito de construir conceptos mentales que expliquen la realidad desde una perspectiva lógica, imparcial y objetiva, buscando la verdad. En cambio, el segundo, tiene una labor “purgativa” porque, a través del cuestionamiento, se libera al espíritu de aquellas creencias y conocimientos que se dan por supuestos, buscando darle un sentido a las acciones humanas. Para Arendt, Sócrates enfrentó la crisis de valores de su tiempo, dado que convirtió su pensamiento crítico en el preludio de un juicio reflexionante. En cambio, en el caso de Heidegger, podemos observar que “el pensar puro”, al alejar al sujeto del mundo y de la acción política, provoca “la muerte del juicio”. Arendt hace énfasis en que la condición previa para el juicio no es “una inteligencia altamente desarrollada o una gran sutileza en materia moral, sino la disposición a convivir explícitamente con uno mismo, tener contacto con uno mismo, esto es, entablar ese diálogo silencioso que, desde Sócrates y Platón, solemos llamar pensamiento. Esta manera de pensar, aunque se halla en la raíz de todo pensamiento filosófico, no es técnica y no tiene nada que ver con problemas teóricos” (Arendt, 2007: 71).
Así, el pensar crítico activa el ejercicio del juicio reflexionante. Este tipo de juicio no opera de manera deductiva como en el caso de los juicios determinantes que subsumen un particular bajo una regla general, sino que analiza un acontecimiento particular a partir del cual se revela una generalidad [8].
Siguiendo a Kant, Arendt piensa que los juicios reflexionantes no tienen validez universal sino ejemplar. Por ejemplo, en un contexto social normal cuando una persona se encuentra en la pobreza y decide “No Robar”, debido a que considera que las leyes morales, sociales y religiosas son imperativos que deben ser respetados, su acción se encuentra fundamentada en un juicio determinante. En cambio, las personas que se abstuvieron de participar en los actos atroces del Régimen Nazi, donde las leyes morales tradicionales fueron totalmente pervertidas, obraron de otra manera. El rechazo a asesinar de estas personas no obedeció a su apego a la regla que dicta “no matar”, sino que su pensar crítico les permitió observar el cambio de las normas morales y jurídicas en dicho contexto social, y esto activó su capacidad para juzgar reflexivamente, lo que impidió que participaran en los actos atroces del régimen para no tener ningún cargo de conciencia: “Por decirlo crudamente, se negaron asesinar, no tanto porque mantuvieran todavía una firme adhesión al mandamiento «No Matarás», sino porque no estaban dispuestos a convivir con un asesino: ellos mismos” (Arendt, 2007: 71). Arendt observa que cuando una persona sigue sin reflexionar un código moral obra de manera heterónoma. El problema con la adhesión ciega a los códigos morales es que al dictar cómo actuar evitan que el sujeto tome decisiones de manera autónoma. Y es en este sentido que las personas actúan, como dice Arendt, de manera automática. Ahora bien, no solamente el sujeto puede obrar y juzgar de forma determinante cuando sigue un código moral sino, también, cuando apela a una instancia superior o a una autoridad. Por ejemplo, Eichmann justificaba sus actos señalando que las órdenes de Hitler eran leyes de estricto cumplimiento. Desde una perspectiva moral, la pensadora judío- alemana considera que nadie puede zafarse de su responsabilidad personal, desplazando hacia otros la justificación de sus acciones. Ningún código moral y ninguna autoridad son sacrosantos, en el sentido de que ninguno de ellos justifica éticamente, de manera incuestionable y definitiva, una acción determinada. Arendt señala que este tipo de automatización y heteronomía en un contexto social perverso, tiene graves implicaciones en el campo ético, porque puede convertir a una persona en un instrumento del crimen [9].
Así, la noción de “la banalidad del mal” hace referencia a la ausencia de pensamiento crítico, a la irreflexión, a la superficialidad, a la conciencia sustitutiva generada por el espíritu gregario del hombre, por su conformidad a las reglas sociales, por los criterios de éxito, obediencia y eficiencia de la organización burocrática. Hace referencia a las condiciones que generaron en Eichmann una completa incapacidad para juzgar por sí mismo acontecimientos particulares, para comprender realmente qué era lo que estaba haciendo. Esto no implica necesariamente que la noción de “la banalidad de mal” sea un concepto general que explique el comportamiento de todos los victimarios. Arendt reconoce que hubo sádicos, fanáticos ideológicos y antisemitas que colaboraron activamente en el exterminio de los judíos. Sin embargo, esta noción tiene una enorme validez ejemplar:
Lo más grave, en el caso de Eichmann, era precisamente que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales. Desde el punto de vista de nuestras instituciones jurídicas y de nuestros criterios morales, esta normalidad resultaba mucho más terrorífica que todas las atrocidades juntas, por cuanto implicaba que este nuevo tipo de delincuente (…) comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad (Arendt, 2009: 403).
De esta manera, podemos ver que el proceso de deshumanización no solamente se llevó a cabo dentro de los campos de concentración, sino también en la sociedad nazi en general, ya que a través de la ideología, el terror, el colapso moral y la creación de códigos jurídicos que legitimaban el crimen, algunas personas comunes y corrientes fueron transformadas en autómatas.
Para concluir, lo relevante del análisis de las nociones arendtianas de “mal radical” y “la banalidad del mal” es que ambas ponen de manifiesto el propósito de los totalitarismos de acabar con la humanidad de los hombres y las cuales subsumir particulares. En otras palabras, se acostumbraron a no tomar nunca decisiones. Alguien que quisiera, por cualquier razón o propósito, abolir los viejos valores o virtudes, no encontraría dificultad alguna, siempre que se ofreciera un nuevo código, y no necesitaría ni fuerza ni persuasión –tampoco ninguna prueba de la superioridad de los nuevos valores con respecto a los viejos– para imponerlos. Cuanto más firmemente los hombres se aferren al viejo código, tanto más ansiosos estarán por asimilar el nuevo” (Arendt, 2007: 175).
Con sus capacidades para pensar y juzgar. Como hemos visto, el “mal radical” describe los mecanismos de dominación totalitaria que hacen posible la construcción de seres humanos superfluos, indistintos, predecibles. Describe las condiciones generales que favorecen la desaparición del mundo humano, de la libertad, de la individualidad, de la originalidad, de la solidaridad, de la moral y de la política. La pérdida de la persona jurídica, de la persona moral y de la individualidad, convierte a los prisioneros de los campos en haces de reacciones intercambiables. Por todo esto, dice Arendt, este “mal radical” es moralmente imperdonable, jurídicamente imposible de castigar y, hasta cierto punto, fruto de motivaciones incomprensibles. En cambio, la noción de “la banalidad del mal” es producto del esfuerzo de Arendt por comprender las motivaciones que llevaron a Eichmann a convertirse en un agente criminal. “La banalidad del mal” no es “una expresión que se refiera a los actos de Eichmann. No había nada de banal en tales actos. La “banalidad del mal” se refiere más bien a sus motivos e intenciones” (Bernstein, 2007:58). Al menos en un punto, entonces, Arendt parece haber modificado su opinión sobre la naturaleza del mal en los totalitarismos. Si en Los orígenes del totalitarismo este mal era causado por motivaciones humanamente incomprensibles, en Eichmann en Jerusalén, Arendt pone de manifiesto que, más que incomprensibles, las intenciones de los genocidas pueden ser superficiales. Sin embargo, el “mal radical” pone de manifiesto, en primera instancia, una cara del proceso de deshumanización de los totalitarismos: la aniquilación de la condición humana de las víctimas, mientras la “banalidad del mal” revela, en segunda instancia, a partir del caso concreto de Eichmann, el envés de dicho proceso de deshumanización que ejerce el totalitarismo en los ciudadanos al pervertir sus capacidades para pensar y juzgar. Por todas estas razones, tanto el “mal radical” como la “banalidad del mal”, constituyen las dos caras del horror de los regímenes totalitarios.
Adolfo Jerónimo Botero-Yuliana Leal Granobles, en scielo.org.co/
Notas:
8 Desde esta perspectiva, en Why Arendt Matters, Elizabeth Young-Brueld hace un descubrimiento bastante interesante: Arendt no solamente retoma la distinción kantiana entre el juicio determinante y el juicio reflexionante, sino también la diferenciación entre estupidez e insensatez que dependen de la primera. Para Kant, una persona que no puede realizar juicios determinantes es estúpida, dado que cualquier persona inteligente es capaz de subsumir un particular a un esquema general mental. Cualquier persona cuando observa un puente, puede afirmar: “Esto es un puente”, ya que el esquema general de un puente determina lo que ha observado. Kant considera que una persona estúpida no es capaz de reconocer mentalmente el esquema general y aplicarlo a algo particular. Por ende, no es capaz de aplicar reglas o leyes generales a casos concretos. Al respecto, Arendt agrega lo siguiente: “Saber cómo aplicar lo general a lo particular es una «disposición natural» adicional, cuya carencia, según Kant, es lo «generalmente se llama estupidez, y no puede ser suplida por educación alguna»” (Arendt, 2002 b: 91). Por otra parte, Kant considera que una persona insensata o irreflexiva es aquella que no es capaz de realizar juicios reflexionantes. Experimentar una sensación particular, volver sobre ella, representarla en nuestra mente, reflexionarla, compararla con lo que es conocido en el sensus communis, aplicar una mentalidad amplia para juzgarla y finalmente, aprobarla o desaprobarla, según Kant, todas estas actividades son las cualidades esenciales de la sensatez. Arendt retoma estas apreciaciones de Kant, y considera que la capacidad de los hombres de juzgar reflexivamente y tener una mentalidad amplia constituyen las características esenciales de la condición humana, que permiten consolidar un mundo común (Young-Bruehl, 2006: 170).
9 Véase el siguiente pasaje de “El pensar y las reflexiones morales”: “El no pensar que parece un estado tan recomendado para los asuntos políticos y morales tiene también sus peligros. Al sustraer a la gente de los peligros del examen crítico, se les enseña adherir inmediatamente a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad dada y en un momento dado. Se habitúan entonces menos al contenido de las reglas –un examen detenido de ellas los llevaría a la simple perplejidad– que a la posesión de reglas bajo las cuales subsumir particulares. En otras palabras, se acostumbraron a no tomar nunca decisiones. Alguien que quisiera, por cualquier razón o propósito, abolir los viejos valores o virtudes, no encontraría dificultad alguna, siempre que se ofreciera un nuevo código, y no necesitaría ni fuerza ni persuasión –tampoco ninguna prueba de la superioridad de los nuevos valores con respecto a los viejos– para imponerlos. Cuanto más firmemente los hombres se aferren al viejo código, tanto más ansiosos estarán por asimilar el nuevo” (Arendt, 2007: 175).
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