La dos caras del horror de los regímenes totalitarios desde la perspectiva de Hannah Arendt
La filosofía, la teología y la literatura nos han proporcionado distintas conceptualizaciones y personificaciones del mal. Tradicionalmente, se nos ha enseñado que el mal es un daño u ofensa producto de alguna intencionalidad pasional, o es una patología psiquiátrica que atenta contra la integridad de una persona o un grupo. Sin embargo, en 1945, cuando Hannah Arendt observa conmocionada los crímenes perpetrados por el Régimen Totalitario Nazi en los campos de concentración y exterminio, se da cuenta de que dichos crímenes ya no pueden ser explicados a partir de estas concepciones tradicionales. Por esta razón, en Los orígenes del totalitarismo introduce la noción kantiana del “mal radical” con un nuevo significado, para explicar el mal atroz de los regímenes totalitarios.
Posteriormente, en 1963, Arendt publica Eichmann en Jerusalén, fruto de su cubrimiento periodístico del juicio en contra del teniente coronel de las S.S. Adolf Eichmann. En dicha obra, no hará referencia al concepto de “mal radical” y, en su lugar, introducirá la polémica idea de “la banalidad del mal”. Durante el juicio de Eichmann, Arendt quedó existencialmente consternada al observar que el acusado no era un sádico, ni un psicópata, ni un fanático ideológico, sino que era un hombre normal, común y corriente, amoroso con su familia y un ciudadano fiel cumplidor de las leyes. Arendt se pregunta por qué Eichmann siendo una persona común y corriente, sin tener la intención de hacerle daño a otros, fue capaz de enviar a millones de seres humanos a la muerte. El propósito de este artículo es analizar qué entiende Arendt por las nociones de “mal radical” y “banalidad del mal”, explicar cuál es la relación entre ambas nociones, para poner de manifiesto que ambas representan el haz y el envés del horror de los regímenes totalitarios.
1. Los regímenes totalitarios y sus características esenciales
Las reflexiones políticas de Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951) marcan una ruptura con la tradición filosófica, ya que su metodología no parte de construcciones metafísicas, sino de las experiencias y testimonios de los sobrevivientes de los campos de concentración, y de los análisis sociológicos, históricos y culturales, para comprender la esencia de los regímenes totalitarios. Cuando Arendt analiza los totalitarismos no realiza analogías con las categorías tradicionales de los regímenes políticos (como las de Charles Louis Montesquieu), sino que hace distinciones y delimita las características particulares de este tipo de acontecimientos. Ella considera que los regímenes totalitarios ejercen una nueva forma de dominación, que no solamente destruye la libertad de los ciudadanos al exterminar los espacios políticos de participación ciudadana, como en el caso de los despotismos o tiranías, sino que controla totalmente las instituciones culturales, las relaciones sociales y la esfera privada de los individuos, logrando el propósito de privar a la población de su identidad personal y moral. Tanto el Régimen Nazi como el Régimen Estalinista encarnan históricamente esta nueva forma de dominación extrema que Arendt denomina “Dominación Total”.
Según la pensadora judío-alemana, los campos de concentración y exterminio constituyen la institución central de los regímenes totalitarios, ya que en ellos se pone a prueba la creencia fundamental de que “todo es posible”. Arendt establece una distinción entre el lema de los totalitarismos “todo es posible” y el lema “todo está permitido” que rige a otros regímenes autoritarios como las tiranías, los despotismos, etc. En muchas ocasiones, hay regímenes políticos que se construyen a partir del principio nihilista: “todo está permitido”, que expresa la voluntad política de infringir cualquier tipo de norma moral con tal de satisfacer los motivos utilitarios de los dominadores. La expresión “El fin justifica los medios”, aunque no fue escrita propiamente por Nicolás Maquiavelo en El Príncipe, cobra relevancia en estos regímenes autoritarios dado que el poder del Estado no se halla justificado en un orden moral, sino en el orden de la eficacia, lo oportuno y lo conveniente, según sea definido por quienes detentan el poder. La violencia se convierte, entonces, en un medio fiable para satisfacer los caprichos de los gobernantes. Arendt describe que, por ejemplo, el terror de la Revolución Francesa, el exterminio de las poblaciones nativas tras la colonización de las Américas, Australia y África, son expresiones del lema: “todo está permitido”.
Sin embargo, la creencia fundamental: “todo es posible”, de los regímenes totalitarios, pone de manifiesto una forma política de dominación más extrema. Según Arendt, la dominación totalitaria intenta aniquilar la pluralidad y la individualidad de los ciudadanos a través de procesos de alienación que no tienen una racionalidad utilitaria:
La dominación total, que aspira a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si la Humanidad fuese justamente un individuo, sólo es posible si todas y cada una de las personas pudieran ser reducidas a una identidad nunca cambiante de reacciones, de forma tal que pudieran intercambiarse al azar cada uno de estos haces de reacciones. El problema es fabricar algo que no existe, es decir, un tipo de especie humana que se parezca a otras especies animales, cuya única «libertad» consista en «preservar la especie». (Arendt, 2002a: 652)
En La condición humana, Arendt plantea que la pluralidad es uno de los rasgos esenciales de la condición humana: “Los hombres, no el Hombre, viven en la tierra y habitan el mundo” (Arendt, 2001: 22). Los totalitarismos intentan transformar la condición humana para convertir a los hombres en “haces de reacción intercambiables”. Tal fin se persigue a través de la ideología y el terror. La ideología totalitaria es una cosmovisión que pretende explicar la realidad y la historia a partir de verdades absolutas. Por ende, este tipo de cosmovisión es independiente de cualquier tipo de enunciado empírico y construye un mundo ficticio que aparenta ser coherente:
Una ideología es muy literalmente lo que su nombre indica: la lógica de una idea. Su objeto es la Historia, a la que es aplicada «la idea»; el resultado de esta aplicación no es un cuerpo de declaraciones acerca de lo que algo es, sino el despliegue de un proceso que se halla en constante cambio. La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma
«ley» que la exposición lógica de su «idea». Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso histórico –los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro– merced a la lógica inherente a sus respectivas ideas. (Arendt, 2002a: 694)
La ideología totalitaria contiene una serie de “leyes coherentes” de las cuales se derivan directivas de acción, cuya legitimidad se halla fundada en la ley de la Historia o la ley de la Naturaleza [1]. Arendt nos da el siguiente ejemplo: la afirmación de que “El sistema ruso es superior a todos los demás”, se transforma en un elemento totalitario cuando el gobernante extrae la conclusión lógica de que “sin este sistema las personas no podrían construir algo maravilloso, como por ejemplo, un metro”. Por ende, si alguien conoce el metro de París se le considera una persona desleal a la ideología estalinista, ya que puede hacer dudar a la población rusa de que ellos construyen cosas maravillosas. Así, un estalinista leal debe destruir el metro de París para ser consecuente con la ideología (Arendt, 2002a: 679). En Politics, Philosophy, Terror: Essays on the Thought of Hannah Arendt, Danna Villa agrega:
Ahora bien, el terror totalitario transforma en realidad el mundo ficticio creado por la ideología para confirmarla y crear un movimiento arbitrario y permanente. La pensadora judío-alemana considera que el terror no solamente es utilizado en las primeras fases del régimen para acabar con los opositores políticos, sino que también es utilizado para destruir “los enemigos construidos por la ideología” y para asesinar a los ciudadanos de manera arbitraria. Así, el terror es la esencia de los totalitarismos y la ideología, su principio de acción.
El adoctrinamiento ideológico se produce gracias a la creación de un partido único de masas, gobernando por una élite que controla todas las esferas de la vida social y política, y que hace un uso eficaz de la propaganda. Otra característica específica de este tipo de regímenes políticos es la creación de un sistema policíaco secreto que se encarga de transformar todas las esferas de lo social en un sistema de espionaje. La voluntad del gobernante totalitario se transforma en la ley del partido y, por ende, el jefe del partido es el único que puede interpretar o cambiar las doctrinas ideológicas a su arbitrio. De esta manera, todos están expuestos al terror, excepto el líder en el poder. La eficacia del terror totalitario radica en el hecho en que en cualquier momento se puede pasar de acusador a acusado, de verdugo a ahorcado, de víctima a victimario.
Arendt considera que los campos de concentración y exterminio son las estructuras más consecuentes de la dominación totalitaria [2]. En ellos, los totalitarismos alcanzaron su aspiración de eliminar la pluralidad y la espontaneidad humana:
La espontaneidad no puede ser enteramente eliminada mientras esté conectada no sólo con la libertad humana, sino con la misma vida, en el sentido de estar simplemente vivo. Sólo en los campos es posible semejante experimento, y por eso no son sólo «la societé la plus totalitaire encoré réalisée» (David Rousset), sino el ideal social de dominación total en general. (Arendt, 2002a: 653)
Arendt plantea que los campos de concentración y exterminio tuvieron éxito, no solamente por haber exterminado millones de personas, sino también por destruir su humanidad. Por medio de torturas inimaginables las víctimas fueron transformadas en “especímenes humanos”, cuyo cuerpo y espíritu fue aniquilado. La dominación total puede trasformar a los seres humanos en “animales pervertidos” como el perro de Pavlov. Al respecto, Villa señala que “The single salient fact which Arendt forces us to face is that the camps were successful, not only in exterminating countless human beings, but in their goal of destroying the individuality of the victims. Through terror –in the form of the disciplines and deprivations of the Lager– the inmates were transformed into interchangeable «specimens of the human animal” (Villa, 1999: 21).
Los campos de concentración y exterminio funcionan como agujeros del olvido, donde el destino de las víctimas nunca es revelado y donde cada uno es tratado como si nunca hubiera existido. De ahí que la muerte individual de una víctima no sea tenida en cuenta. Incluso, la muerte se transforma en un acto anónimo y sin sentido. En nuestro contexto, la muerte tiene un significado social. Por ejemplo, cuando una persona asesina a otra, aunque acaba con la vida de esa persona, no borra los rastros propios de su identidad, ni aniquila los recuerdos y el dolor de los familiares que amaban a la víctima. En los campos, el terror totalitario no solo destruye la existencia humana de los prisioneros, sino que también aniquila la identidad, la humanidad y el recuerdo de las víctimas. Desde esta perspectiva, el asesinato se transforma en un acto impersonal:
El auténtico horror de los campos de concentración y exterminio radica en el hecho de que los internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de los vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. Aquí el homicidio es tan impersonal como la muerte de un mosquito. Cualquiera puede morir como resultado de la tortura sistemática o de la inanición o porque el campo esté repleto y sea preciso aniquilar el material humano superfluo. (Arendt, 2002a: 659)
Arendt piensa que los campos de concentración y exterminio son los organismos centrales de la dominación totalitaria, ya que en ellos se pone en práctica la creencia de que “todo es posible”. Si para nosotros es impensable matar a otras personas a partir de trabajos forzados, inanición; construir con sus cabellos alfombras; con su grasa, jabones, y con su piel, botones, estas fantasías diabólicas son llevadas a cabo en los campos de concentración del Régimen Totalitario Nazi. Así, los campos ponen de manifiesto que cualquier horror inimaginable puede ser llevado a la práctica, dado que no hay límites para la dominación total. Pero ¿cuál es el peor de todos estos horrores absurdos? Matar la humanidad de los hombres[3].
2. El proceso de deshumanización y “el mal radical”
Para Arendt, el terror de los totalitarismos es un fenómeno que desafía la comprensión humana: “la terrible originalidad del totalitarismo no se debe a que alguna «idea» nueva haya entrado en el mundo, sino al hecho de que sus acciones rompen con todas nuestras tradiciones, han pulverizado literalmente nuestras categorías de pensamiento político y nuestros criterios de juicio moral” (Arendt, 1999: 31-32). Los totalitarismos y el terror de sus campos de concentración se convierten en fenómenos únicos y sin precedentes, que no se pueden explicar como la consecuencia necesaria de algún proceso histórico o como analogías de otros regímenes políticos. Según la pensadora judío- alemana, para comprender los regímenes totalitarios debemos conocer lo que ocurrió dentro de esos “laboratorios” de dominación total: los campos de concentración y exterminio. Es así como los testimonios de los sobrevivientes se convierten en la fuente principal para develar “la verdad” de la vida en el horror y la esencia de los totalitarismos. Desde esta perspectiva, la memoria aparece en el ámbito político como una herramienta metodológica que nos permite comprender este atroz acontecimiento. Sin embargo, la memoria, al ser la fuente a partir de la cual se construyen los testimonios, puede jugar malas pasadas. No puede representar todo lo que aconteció. Por un lado, los testigos que sufrieron todo el proceso de deshumanización, no volvieron de los campos. Por otro lado, los testimonios de aquellos que sobrevivieron expresan experiencias individuales, perspectivas parciales (situadas y probablemente interesadas), y no necesariamente conocimientos generales e imparciales sobre su funcionamiento. Pero, no son sólo los problemas epistémicos que plantea el uso de la memoria para la comprensión política lo que debe preocuparnos, Arendt reconoce que hay algo en la experiencia misma del horror en los campos que es intrínsecamente inefable: “No existen paralelos para la vida en los campos de concentración. Su horror nunca puede ser abarcado completamente por la imaginación por la simple razón de que permanecen al margen de la vida y de la muerte” (Arendt, 2002a: 660).
Aunque el tema de la relevancia política de los testimonios ha sido debatido por muchos estudiosos del Holocausto, y su estudio excede la presente reflexión, hay una serie de testimonios impactantes que logran narrar con serenidad lo que ocurrió dentro de los campos de concentración. Algunos de estos testimonios son las narraciones de Primo Levi, los cuales iluminan el colapso moral y la vida en el horror en los Lagers [4]. En las obras Si esto es un hombre y Los hundidos y los salvados, Levi narra cómo las experiencias de hambre, frío, trabajo forzado, torturas inhumanas y la lucha por la supervivencia imposibilitan la reflexión de los prisioneros, mientras se avanza en el proceso de deshumanización. De forma similar a Arendt, Levi se percata de que “el microcosmos del Lager reproduce el macrocosmos de la sociedad totalitaria” (Levi, 2005: 58), y en ellos la humanidad de los hombres es prácticamente destruida. En lo que sigue vamos a utilizar los testimonios de Levi como elementos de develación para ilustrar algunas reflexiones de Arendt sobre el mal político de los totalitarismos.
Arendt considera que el primer paso hacia la dominación total consiste en la aniquilación de la persona jurídica: “Ello se logra, por un lado, colocando ciertas categorías de personas fuera de la protección de la ley y obligando al mismo tiempo al mundo no totalitario, a través del instrumento de la desnacionalización, al reconocimiento de la ilegalidad” (Arendt, 2002a: 665). Por medio de los instrumentos de desnacionalización, los totalitarismos privaron a las víctimas de sus derechos y liquidaron las leyes positivas que amparaban a estos ciudadanos, para poder protegerse de los abusos del Estado. Levi narra que, como él, miles de judíos fueron transportados a los campos de concentración sin saber cuál era el motivo de la detención y sin darles la oportunidad de defenderse jurídicamente:
Para los condenados a muerte la tradición prescribe un ceremonial austero, apto para poner en evidencia cómo toda pasión y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el acto de justicia no representa sino un triste deber hacia la sociedad, tal que puede ser acompañado por compasión hacia la víctima de parte del mismo ajusticiador. Por ello se le evita al condenado cualquier preocupación exterior, se le concede la soledad y, si lo desea, todo consuelo espiritual; se procura, en resumen, que no sienta a su alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad y la justicia y, junto con el castigo, perdón. Pero a nosotros eso no se nos concedió, porque éramos demasiados, y había poco tiempo, y además ¿de qué teníamos que arrepentirnos y de qué ser perdonados? (Levi, 2006: 3)
La primera fase del proceso de deshumanización pone de manifiesto la instauración de un sistema penal autoritario y arbitrario. Este sistema condena a las personas por su condición y no porque hayan cometido algún delito, privándolos de sus derechos y revelando, de esta manera, una realidad terrible: “Los Derechos del Hombre, que nunca habían sido filosóficamente establecidos, sino simplemente formulados, que nunca habían sido políticamente garantizados, sino simplemente proclamados, habían perdido validez en su forma tradicional” (Arendt, 2002a: 65). Inicialmente, los campos de concentración fueron utilizados por los regímenes totalitarios para exterminar a los opositores políticos y condenar a los prisioneros de guerra. Luego, en ellos fueron incorporados los criminales y delincuentes comunes para cumplir su condena. Hacia 1938, cuando el régimen nazi se hace abiertamente totalitario y decide llevar a cabo la exterminación de los judíos, los gitanos y los homosexuales, estos grupos de personas inocentes fueron llevados a los campos para ser exterminados en masa. Dentro de los campos, los criminales comunes conformaban la aristocracia y muchos de ellos se convirtieron en la mano derecha de los oficiales de las S.S., al ocupar el cargo de Kapos, y por esa labor tenían ciertos privilegios para sobrevivir, mientras que los judíos, los gitanos y los homosexuales fueron tratados como criminales, pese a que no podían adjudicarles ningún delito. Incluso, fueron estos últimos los que tuvieron que sufrir los experimentos que se practicaban en los laboratorios químicos. Así, la distinción entre inocente y culpable se desvanece al interior de los campos de concentración. Arendt señala que, mientras la persona jurídica de los judíos, los gitanos y los homosexuales fue completamente aniquilada, la de los delincuentes comunes y los presos políticos no fue totalmente fracturada ya que ellos conocían los motivos de su detención. La privación de los derechos civiles fue la mejor estrategia para preparar el camino hacia la dominación total, al erradicar la libertad de las personas y al tratarlas colectivamente en masa:
El propósito de un sistema arbitrario es destruir los derechos civiles de toda la población, que en definitiva se torna tan fuera de la ley en su propio país como los apátridas y los que carecen de un hogar. La destrucción de los derechos del hombre, la muerte en el hombre de la persona jurídica, es un prerrequisito para dominarle enteramente. Y ello se aplica no sólo a categoría especiales, tales como las de delincuentes, adversarios políticos, homosexuales, sobre quienes se realizaron los primeros experimentos, sino a cada habitante de un Estado totalitario. El asentimiento libre resulta tan obstaculizador para la dominación total como la libre oposición (Arendt, 2002a: 669-670).
El segundo paso hacia la transformación de los prisioneros en cadáveres vivientes es la aniquilación de la persona moral. Una persona es un agente moral cuando es consciente, libre y responsable de sus acciones. En los Lagers, las leyes y códigos morales colapsan, lo cual provoca que los prisioneros se vean en la necesidad de engañar y asesinar a sus familiares y compañeros para evitarles un sufrimiento o para sobrevivir. En los campos de concentración la solidaridad humana es pervertida. Las decisiones de los prisioneros se tornan ambiguas y cuestionables, ya que la elección no se da entre el bien y el mal, sino entre el mal y algo mucho peor. Al respecto, Levi narra lo siguiente: “En el Lager, no hay criminales ni locos; no hay criminales porque no hay una ley moral que infringir; no hay locos porque estamos programados y toda acción nuestra es, en cuanto a tiempo y lugar, sensiblemente la única posible” (Levi, 2006: 129). Levi señala que, al colapsar las leyes morales en los campos, lo único que impera es la ley de la supervivencia: “En el Lager, donde el hombre está desesperadamente solo y la lucha por la vida se reduce a su mecanismo primordial, esta ley inocua está abiertamente en vigor, es reconocida por todos” (Levi, 2006: 118-119)[5].
En Los hundidos y los salvados, Levi utiliza la metáfora de “la Zona Gris” para develar cómo en los campos de concentración nazi se aniquila la humanidad de los prisioneros, extirpando la solidaridad y la conciencia moral como capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Por esta razón, las acciones de los prisioneros no pueden ser tratadas ni juzgadas de forma cotidiana: “¿Quién podría resolver el problema de la madre griega a quien los nazis permitieron decidir cuál de sus tres hijos tendría que ser muerto?” (Arendt, 2002a: 671-672). Las condiciones extremas de los campos de concentración hicieron colapsar el concepto normativo de la justicia, lo que provocó que las víctimas, en su lucha por la supervivencia, se convirtieran en cómplices de los verdugos. De esta forma, los nazis borraron el único recurso posible de las víctimas: poseer aquel sentimiento de saberse inocentes frente al verdugo y, por tanto, la distinción entre víctima y victimario desapareció. Por ejemplo, al interior de los Lagers los guardianes de las S.S. crearon las Escuadras Especiales, también conocidas como “Los cuervos de la muerte”. Estos escuadrones estaban conformados en su mayoría por judíos, quienes eran los encargados de enviar a sus compatriotas a las cámaras de gas y posteriormente tenían que sacar sus restos para enterrarlos [6].
Arendt considera que cuando se aniquila la persona jurídica y la persona moral, el último paso para la dominación total es la destrucción de la identidad o humanidad de la víctima. Esta es la última fase para convertir a los prisioneros en “cadáveres vivientes” o en musulmanes (muselmänner). Levi utilizada la palabra “musulmán” para referirse a aquellos hombres que lo han perdido todo: su cabello, su nombre, su ropa, sus costumbres, su pensamiento, su voluntad, su capacidad para juzgar, su capacidad para sufrir, etcétera. Los musulmanes son el producto del proceso de deshumanización; son aquellas personas que se encuentran entre la vida y la muerte; viven siguiendo las condiciones y dinámicas del campo, pero están muertos porque ya no piensan y han perdido el deseo de sobrevivir. Levi señala que los muselmänner “son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaladas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer una huella de pensamiento” (Levi, 2006: 121).
Los métodos y estrategias utilizados por los nazis para aniquilar la individualidad de los prisioneros son innumerables y, con el propósito de matar el cuerpo lentamente, son deportados a los campos bajo condiciones infrahumanas: el hambre, la sed, el frío extremo, las selecciones, la sustitución del nombre por un número, el rasurado de sus cabezas, la uniformación, las torturas inimaginables. Tras la aniquilación de la persona jurídica, el asesinato de la persona moral y la destrucción de la humanidad, los hombres son transformados en cadáveres vivientes, sin el más ligero rasgo de espontaneidad:
Sólo quedan entonces fantasmales marionetas con rostro humano que se comportan todas como el experimento del perro de Pavlov, que reaccionan todas con perfecta seguridad incluso cuando se dirigen hacia su propia muerte y que no hacen más que reaccionar. Este es el verdadero triunfo del sistema: «El triunfo de las S.S. exige que la víctima torturada se deje llevar hasta la trampa sin protestar, que renuncie a sí misma y se abandone hasta el punto de dejar de afirmar su identidad… Los hombres de la S.S (…) Saben que el sistema que logra destruir a la víctima antes de que suba al patíbulo (…) es incomparablemente el mejor para mantener esclavizado, sometido a todo un pueblo. Nada es más terrible que estas procesiones de seres humanos caminando como muñecos hacia su muerte.» (Arendt, 2002a: 675-676)
Arendt piensa que los tres pasos de este proceso de deshumanización culminan con la aniquilación de la humanidad. A diferencia de los gobiernos despóticos, los regímenes totalitarios no buscan la dominación tiránica de la libertad de los hombres, sino que pretenden construir un sistema donde los hombres se vuelvan superfluos, innecesarios. La dominación totalitaria busca deshumanizar a los hombres, acabar con la condición humana. De ahí que los hechos atroces perpetrados por los totalitarismos encarnen el “mal radical” del siglo XX:
Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía […] Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un «mal radical», y ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo Demonio un origen celestial, como para Kant, él único filósofo que, en término que acuñó para este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una «mala voluntad pervertida», que podía ser explicado por motivos comprensibles. Por eso no tenemos nada en que basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos (Arendt, 2002a: 680-681).
Como lo mencionamos al principio del texto, tradicionalmente se ha considerado que el mal es fruto de pasiones violentas o patologías psiquiátricas. Sin embargo, Arendt considera que los actos atroces cometidos por los nazis en los campos de concentración y exterminio ya no pueden ser explicados a partir de perversas pasiones. Ella considera que los crímenes perpetrados por los funcionarios de la S.S son imperdonables e incastigables ya que, en primer lugar, constituyen skandalas o grandes ofensas que transcienden la esfera de los asuntos humanos [7] y, en segundo lugar, son incastigables porque las categorías jurídicas de la época no sirven para juzgar adecuadamente este tipo de crímenes. Es importante recordar que las leyes internacionales que castigan el Genocidio o los Crímenes de Lesa Humanidad fueron establecidas en 1946 como producto de un esfuerzo colectivo liderado por la Organización de Naciones Unidas junto con las víctimas de la Segunda Guerra Mundial para hacer justicia y construir una memoria colectiva.
Ahora bien, para Arendt, la noción de “mal radical” no es racionalizable; esta es la discrepancia con el significado que Kant le asigna a dicha palabra. Para Kant, el “mal radical” son aquellas acciones malvadas fruto de una voluntad pervertida que desatiende los Imperativos Categóricos. En cambio, para Arendt, el “mal radical” es una noción fenomenológica que describe los hechos atroces de los totalitarismos, encaminados a transformar a los hombres en entes superfluos. Los actos atroces del totalitarismo son actos extremos que no tienen nada que ver con motivos pecaminosos, no son humanamente comprensibles.
Adolfo Jerónimo Botero-Yuliana Leal Granobles, en scielo.org.co/
Notas:
1 Fina Birulés considera que “en estas ideologías, el término «ley» cambia de significado: deja de expresar el marco de estabilidad dentro del cual pueden tener lugar las acciones y los movimientos humanos y se convierte en expresión del propio movimiento”. (Birulés, 2007: 42)
2 Al respecto, George Kateb señala lo siguiente: “The will to kill was the ultimate source of totalitarian structures, structures of total o near-total power or domination. A mere syndrome of the structural characteristics of total power leaves the meaning of Nazism and Stalinism unaddressed. Arendt is saying that the real place of totalitarianism was the death camp: the scene where the true purpose of totalitarianism –extermination– was realized.” (Kateb, 1983: 77)
3 Incluso, Arendt señala que los campos de concentración producían el absurdo, ya que dichos organismos eran inútiles económicamente; su única función económica era la financiación de su propio sistema administrativo. Aunque los campos eran inútiles económicamente, en realidad, eran instituciones esenciales para la preservación del poder en el régimen totalitario. Los prisioneros eran obligados a realizar trabajos carentes de sentido que en muchas ocasiones tenían que repetirse innumerables veces con el propósito de deshumanizarlos. Al respecto, Olga Lengyel señala lo siguiente: “Auschwitz era un campo de trabajo, pero Birkenau era un campo de exterminación. Sin embargo, había unos cuantos comandos de trabajo en Birkenau, destinados a distintas tareas manuales. A mí se me obligaba a participar en el trabajo de muchos de aquellos grupos de cuando en cuando (…) Había algunas tareas totalmente inútiles. Estábamos seguras de que había sido algún loco quien las había ideado, con el objeto de volver locos a todos los demás. Por ejemplo, se nos ordenaba trasladar a mano un montón de piedras de un lugar a otro. Cada internada debía llenar hasta el borde dos cubetas. Renqueábamos con ellas varios centenares de metros y las vaciábamos. Teníamos que llevar a cabo aquella tarea estúpida, con todo cuidado. En cuanto había desaparecido el montón de piedras, respirábamos a nuestras anchas, con la esperanza de que ahora nos obligarían a hacer algo más puesto en razón. Pero, puede imaginarse el lector lo que sentíamos cuando se nos mandaba volver a coger las piedras y cargarlas otra vez hasta su lugar de origen. No cabía duda: nuestros amos querían repetir en nosotros el clásico tormento de Sísifo. En ocasiones, teníamos que cargar ladrillos y hasta barro, en lugar de piedras. Estas tareas no tenían, por lo visto, más que un objeto: quebrantar nuestra resistencia física y moral, y hacernos candidatas para las «selecciones»” (Lengyel, 2010: 138).
4 La palabra “Lager” era utilizada por los guardianes de las S.S. para referirse a los campos de concentración.
5 El testimonio de Olga Lengyel en: Los hornos de Hitler, también pone de manifiesto este colapso moral provocado en los campos de concentración nazis y los dilemas morales que tenían que enfrentar las víctimas. Véase el siguiente pasaje: “El problema más angustioso que teníamos al atender a nuestras compañeras era el que nos planteaban los alumbramientos. En cuanto nos llevaban a la enfermería a un recién nacido, tanto la madre como la criatura eran mandadas a la cámara de gas. Así lo habían dispuesto nuestros amos. Sólo cuando el bebé no tenía probabilidades de seguir viviendo o cuando nacía muerto, se perdonaba la vida a la madre y se la permitía regresar a la barraca. La consecuencia que sacábamos de aquel hecho era muy sencilla. Los alemanes no querían que viviesen los recién nacidos; si vivían, también las madres tenían que morir. Las cinco sobre las cuales recaía la responsabilidad de ayudar a nacer a estos niños y sacarlos al mundo –al mundo de Birkenau-Auschwitz– sentíamos el peso de aquella conclusión monstruosa, que desafiaba todas las leyes humanas y morales (…) ¡Cuántas noches pasamos en vela, pensando una y otra vez en este trágico dilema y dándole vueltas en la cabeza! Al llegar la mañana, las madres y sus criaturas iban a morir. Un día, nos pareció que habíamos venido comportándonos con debilidad desde hacía bastante tiempo. Por lo menos, teníamos que salvar a las madres. Para ello, nuestro plan sería simular que los niños habían nacido muertos. Pero, aun así, había que tomar muchas precauciones, porque si los alemanes llegaban a sospecharlo, también nosotras iríamos a parar a la cámara de gas... y, probablemente, a la cámara de tortura primero (…) Después de tomar todo género de precauciones, cerrábamos con pinzas la nariz del infante y cuando abría la boca para respirar, le suministrábamos una dosis de un producto mortal. Hubiese sido más rápido ponerle una inyección, pero podría dejar huellas, y no nos atrevíamos a inspirar sospechas a los alemanes. Colocábamos al niño muerto en la misma caja en que nos lo habían traído de la barraca, si el parto había ocurrido allí. Por lo que hacía a la administración del campo, aquello pasaría como el nacimiento de un niño muerto. Y así fue como los alemanes nos convirtieron también a nosotras en asesinas. Hasta hoy mismo, me persigue el recuerdo de aquellos bebés asesinados. Nuestros hijos habían perecido en las cámaras de gas y cremados en los hornos de Birkenau, pero nosotras disponíamos de las vidas de otros antes de que pudiesen emitir su primer vagido con sus minúsculos pulmones (…) Procuro en vano aquietar mi conciencia. Sigo viendo a aquellos infantes salir del vientre de su madre. Todavía siento el calor de sus cuerpecitos en mis manos. No salgo de mi asombro al ver lo bajo que aquellos alemanes nos hicieron caer” (Lengyel, 2010: 124-125).
6 Véase el siguiente pasaje de Los hundidos y los salvados: “Las Escuadras Especiales estaban formadas, en su mayor parte, por judíos. Es verdad que esto no puede asombrarnos, ya que la finalidad principal de los Lagers era destruir a los judíos, y que la población de Auschwitz, a partir de 1943, estaba constituida por judíos en un noventa o noventa y cinco por ciento; pero, por otro lado, uno se queda atónito ante este refinamiento de perfidia y de odio: tenían que ser los judíos quienes metiesen en los hornos a los judíos, tenía que demostrarse que los judíos, esa subraza, esos seres infrahumanos, se prestaban a cualquier humillación, hasta la de destruirse a sí mismos” (Levi, 2005: 64)
7 Véase el siguiente pasaje de La condición humana: “Ésta es la verdadera marca de contraste de esas ofensas que, desde Kant, llamamos “mal radical” y sobre cuya naturaleza se sabe tan poco. Lo único que sabemos es que no podemos castigar ni perdonar dichas ofensas, que, por consiguiente, trascienden la esfera de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano. Aquí, donde el propio acto nos desposee de todo poder, lo único que cabe es repetir con Jesús: “Mejor fuera que le atasen el cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar” (Arendt, 2005: 260).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |