Lunes, 13 de septiembre de 2021 (Budapest)
Saludo a los periodistas en el avión
Buenos días a todos. Gracias por la compañía. Este vuelo tiene un poco el sabor de la despedida, porque nos deja el Maestro de ceremonias: es su último viaje, porque ha sido nombrado obispo. Además nos deja “el dictador de turno” [se gira y mira sonriendo a Mons. Datonou]. Es bueno… también él ha sido nombrado obispo y deja el puesto a un Monseñor, Giorgio se llama, indio [Mons. George Jacob Koovakad]: siempre sonríe, siempre. Será “un dictador con sonrisa”. Y nos deja Alitalia… Muchas despedidas, pero retomamos los viajes y eso es algo muy importante, porque iremos a llevar la palabra y el saludo a tanta gente. Gracias por haber venido, gracias a Mons. Dieudonné, gracias a Mons. Giorgio, “dictador que sonríe”. Gracias a Mons. Marini, gracias a todos y gracias a Alitalia que nos ha trasportado hasta ahora. Hoy no está la decana, en este vuelo no está Valentina [Alazraki], pero está [Philip] Pullella, creo: allí está, veo la pista de aterrizaje [señala la cabeza de Pullella]. Sigamos adelante, recordando siempre a los que no están en el vuelo, porque son nuestros compañeros. Ahora yo pasaré para saludaros, un poco de prisa porque el tiempo es corto. Gracias.
Discurso a los Obispos
Queridos hermanos en el Episcopado, buenos días. Estoy muy contento de encontrarme aquí en medio de vosotros con motivo de la conclusión del 52° Congreso Eucarístico Internacional. Agradezco a Mons. András Veres la bienvenida que me ha dirigido y también el regalo que me ha hecho en nombre de todos vosotros: muy bonito, muy bello! Gracias. Y os saludo a todos, agradeciéndoos la acogida y la promoción de este acto, que nos recuerda la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia.
Deseo compartir algunos pensamientos precisamente partiendo del gesto eucarístico: en el Pan y en el Vino vemos a Cristo que ofrece su Cuerpo y su Sangre por nosotros. La Iglesia de Hungría, con su larga historia, caracterizada por una fe inquebrantable, desde persecuciones y la sangre de los mártires, está asociada de modo particular al sacrificio de Cristo. Tantos hermanos y hermanas, tantos obispos y presbíteros han vivido lo que celebraban en el altar: fueron molidos como granos de trigo, para que todos pudiesen saciarse del amor de Dios; fueron prensados como uvas, para que la sangre de Cristo fuera linfa de vida nueva; fueron partidos, pero su entrega de amor fue una semilla evangélica de renacimiento plantada en la historia de este pueblo.
Mirando esa historia, historia pasada, hecha de martirio y de sangre, podemos encaminarnos hacia el futuro con el mismo deseo de los mártires: vivir la caridad y dar testimonio del Evangelio. Pero siempre hay que mantener juntas, en la vida de la Iglesia, estas dos realidades: conservar el pasado y mirar al futuro. Conservar nuestras raíces religiosas, guardar la historia de la que provenimos, pero sin estar con la mirada atrás: mirar al futuro, mirar adelante y encontrar nuevas vías para anunciar el Evangelio.
Conservo vivo en el corazón el recuerdo de las Monjas húngaras de la Sociedad de Jesús (Englische Fräulein), quiene, a causa de la persecución religiosa, tuvieron que dejar su patria. Con el coraje de su personalidad y la fidelidad a la vocación fundaron el Colegio “Maria Ward” en la ciudad de Plátanos, cerca de la capital. De su fortaleza, de su valentía, de su paciencia y de su amor a la patria aprendí mucho; para mí fueron un ejemplo. Al recordarlas hoy aquí, rindo también homenaje a tantos hombres y mujeres que tuvieron que exiliarse y también a cuantos dieron la vida por la patria y por la fe.
Como Pastores estáis llamados en primer lugar a recordar esto a vuestro pueblo: la tradición cristiana —como afirmaba Benedicto XVI— «no es una colección de cosas, de palabras, como una caja de cosas muertas; la Tradición es el río de la vida nueva que viene de los orígenes, de Cristo hasta nosotros, y nos involucra en la historia de Dios con la humanidad» (Audiencia general, 3-V-2006). Habéis elegido como tema del Congreso un versículo del Salmo 88: «Todas mis fuentes están en ti». Eso es, la Iglesia proviene de la fuente que es Cristo y es enviada para que el Evangelio, como un río de agua viva, infinitamente más ancho y acogedor que vuestro gran Danubio, alcance la aridez del mundo y del corazón del hombre, purificándolo y saciando su sed. El ministerio episcopal, pues, no es para repetir una noticia del pasado, sino voz profética de la perene actualidad del Evangelio, en la vida del Pueblo santo de Dios y en la historia de hoy.
Querría sugeriros algunas indicaciones para llevar adelante esta misión.
La primera: ser anunciadores del Evangelio. No olvidemos que en el centro de la vida de la Iglesia está el encuentro con Cristo. A veces, especialmente cuando la sociedad que nos rodea no parece entusiasta de nuestra propuesta cristiana, la tentación es la de encerrarse en la defensa de las instituciones y de las estructuras. Vuestro País, hoy, está atravesado por grandes cambios que afectan en general a Europa entera. Tras el largo tiempo en que estuvo impedido profesar la fe, con la llegada de la libertad hay nuevos retos que afrontar, en un contexto en el que crece el secularismo y se debilita la sed de Dios. Pero recordemos: la fuente de agua viva, que siempre corre y sacia, es Cristo. Las estructuras, las instituciones, la presencia de la Iglesia en la sociedad sirven solo para despertar en las personas la sed de Dios y llevarles el agua viva del Evangelio. Por eso, a vosotros Obispos se os pide ente todo esto: no la burocrática administración de las estructuras, eso que lo hagan otros; no la búsqueda de privilegios y ventajas. Por favor, sed siervos. Servidores, no príncipes. ¿Qué os pido? La pasión ardiente por el Evangelio, tal como es: el Evangelio. Fidelidad y pasión al Evangelio. Ser testigos y anunciadores de la Buena Noticia, difusores de alegría, cercanos a los sacerdotes —cercanos a los sacerdotes— y a los religiosos con corazón paterno, ejerciendo el arte de la escucha.
Me permito salir del texto y recordaros las cuatro cercanías del obispo. La cercanía a Dios es la primera. Yo, como hermano, te pregunto: ¿tú rezas? ¿O vas solo a leer el breviario? ¿Tu corazón reza? ¿Tú te tomas tiempo para rezar? “Pero es que estoy tan ocupado…”. Pues en el ajetreo de cada día, mete también eso: rezar. Segundo: cercanía entre vosotros. La fraternidad episcopal, la conferencia episcopal, es una gracia. Ninguno piensa igual que el otro: eso es riqueza. Pero intentad poner en la unidad del episcopado también las diferencias y no busquéis la senda de las camarillas. Todos hermanos. Tú piensas distinto que yo. ¿Discutimos? Discutamos. ¿Gritamos? Gritemos. Pero como hermanos, eso no se toca: la unidad de la Conferencia episcopal. Es una gracia: debemos pedirla. Es proteger al pueblo de Dios en la unidad de los obispos. La tercera cercanía es la que he citado: cercanía a los sacerdotes. El “prójimo más prójimo” del obispo es el cura. Yo os digo una cosa que me duele mucho. He encontrado, en algunas diócesis, tanto en mi patria, cuando estaba allá, en la diócesis anterior, como ahora que estoy en Roma, curas que se quejan, difíciles: pero se lamentan porque tienen ganas, necesitan hablar con el obispo. Así lo dicen. Y muchas veces he oído esto: “He llamado y la secretaria ha dicho que está muy ocupado, que ha mirado y me ha dicho: dentro de tres semanas puede ser, le dará una cita de un cuarto de hora”. Y el cura dice: “no, gracias, así no”, o bien: “sí”. Pero no va. El cura siente lejano al obispo, no lo siente padre. Os doy un consejo, de hermano: cuando volváis al obispado después de una misión, después de una visita a una parroquia, cansados, y veis la llamada de un cura, llamadlo: el mismo día o al máximo al día siguiente: no más tarde. La cercanía. Y aquel cura, si es llamado en seguida, sabrá que tiene un padre. Esto es muy importante. cercanía a los curas, y eso significa también a los religiosos. “Pero mire, este cura es difícil…”. Pues dime, ¿qué padre no tiene un hijo difícil? Todos. Los hijos se quieren como son, no como yo querría que fuesen. Y luego, la cuarta cercanía: cercanía al santo pueblo fiel de Dios. Por favor, no os olvidéis de vuestro pueblo, de donde el Señor os ha tomado. “Yo te he tomado de detrás del rebaño”: no te olvides del rebaño del que fuiste tomado. Pablo, ¿qué recomendaba a Timoteo? “Recuerda a tu madre y a tu abuela, a tu pueblo”. El autor de la Carta a los Hebreos decía: “Acuérdate de los que te iniciaron en la fe”. Cuántos humildes catequistas, cuántas abuelas hay detrás. Que el corazón esté cerca del pueblo. Es feo cuando el corazón de un obispo se aleja del pueblo. Las cuatro cercanías. Haced un examen de conciencia sobre cómo van: creo que bien, pero me gusta repetirlas. Cercanía a Dios, cercanía entre vosotros —veo algunos con una peculiaridad especial histórica, litúrgica, y otros tan diferentes: cercanía a su liturgia, a su historia, sin ganas de latinizarlos: no, por favor, no. Cercanía entre vosotros, cercanía con los sacerdotes y cercanía al santo pueblo fiel de Dios. Para ser obispo hoy —siempre, pero subrayo hoy— hay que ejercitar el arte de la escucha. Y no es fácil. No tengáis miedo de dar espacio a la Palabra de Dios y de implicar a los laicos: serán los canales por los que el río de la fe irrigará nuevamente a Hungría.
Una segunda indicación: ser testigos de fraternidad. Vuestro País es lugar donde conviven desde hace tiempo personas provenientes de otros pueblos. Varias etnias, minorías, confesiones religiosas e inmigrantes han transformado también este País en un ambiente multicultural. Esta realidad es nueva y, al menos en un primer momento, asusta. La diversidad da siempre un poco de miedo porque pone en riesgo las seguridades adquiridas y provoca la estabilidad lograda. Sin embargo, es una gran oportunidad para abrir el corazón al mensaje del Evangelio: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Ante las diferencias culturales, étnicas, políticas y religiosas, podemos tener dos actitudes: cerrarnos en una rígida defensa de nuestra identidad o abrirnos al encuentro con el otro y cultivar juntos el sueño de una sociedad fraterna. Me gusta recordar aquí que en esta Capital europea, en 2017, os reunisteis con los representantes de otras Conferencias Episcopales de Europa centro-oriental y reiterasteis que la pertenencia a la propia identidad nunca debe convertirse en motivo de hostilidad y desprecio hacia los demás, sino una ayuda para dialogar con diferentes culturas. Diálogo, sin negociar la propia pertenencia.
Sobre el gran río que atraviesa esta ciudad se alza el imponente Puente de las Cadenas: sustituyó a un frágil puente de madera y sirvió para unir Buda y Pest. Si queremos que el río del Evangelio alcance la vida de las personas, haciendo germinar también aquí en Hungría una sociedad más fraterna y solidaria, necesitamos que la Iglesia construya nuevos puente de diálogo. Como Obispos, os pido mostrar siempre, junto a los sacerdotes y colaboradores pastorales, el verdadero rostro de la Iglesia: es madre. ¡Es madre! Un rostro acogedor con todos, también con quien viene de fuera, un rostro fraterno, abierto al diálogo. Sed Pastores que les importa la fraternidad. No dueños del rebaño, sino padres y hermanos. Que el estilo de la fraternidad, que os pido cultivar con los sacerdotes y con todo el Pueblo de Dios, se un signo luminoso para Hungría. Así, tomará forma una Iglesia donde especialmente los laicos, en todo ámbito de su vida ordinaria, familiar, social y profesional, serán levadura de fraternidad evangélica. ¡Que la Iglesia húngara sea constructora de puentes y promotora de diálogo!
Finalmente, lo tercero, ser constructores de esperanza. Si ponemos el Evangelio en el centro y lo manifestamos en el amor fraterno, podemos mirar el futuro con esperanza, aunque hoy atravesemos pequeñas o grandes tempestades. Esto es lo que la Iglesia está llamada a difundir en la vida de las personas: la certeza tranquilizadora de que Dios es misericordia, que nos ama en todo instante de la vida y está siempre dispuesto a perdonarnos y a levantarnos. No olvidéis el estilo de Dios, que es un estilo de proximidad, compasión y ternura. Ese es el estilo de Dios. Vayamos por esa senda, con el mismo estilo. La tentación de abatirnos y desanimarnos nunca viene de Dios. Jamás. Viene del enemigo, pero se alimenta en tantas situaciones: tras la fachada del bienestar, tras un vestido de tradiciones religiosas se pueden esconder tantos lados oscuros. La Iglesia en Hungría ha podido recientemente reflexionar sobre cómo el paso de la época de la dictadura al de una restablecida libertad ha sido una transición marcada por contradicciones: la degradación de la vida moral, el aumento de la criminalidad, el comercio de la droga, hasta la llaga del tráfico de órganos y tantos actos de niños, asesinados por esto. Hay problemas sociales: las dificultades de las familias, la pobreza, las heridas que afectan al mundo juvenil, en un contexto en el cual la democracia aún necesita consolidarse. La Iglesia debe ser protagonista de cercanía, dispensadora de atención y consuelo para las personas, para que no se dejen nunca robar la luz de la esperanza. El anuncio del Evangelio refuerza la esperanza porque nos recuerda que en todo lo que vivimos Dios está presente, nos acompaña, nos da ánimo, nos da creatividad para iniciar siempre una nueva historia. Es emocionante recordar lo que afirmaba el Venerable Cardenal József Mindszenty, hijo y padre de esta Iglesia y de esta tierra, el cual, al final de una vida llena de sufrimientos a causa de la persecución, dejó estas palabras de esperanza: «Dios es joven. El futuro es suyo. Es Él quien evoca lo que es nuevo, joven y el mañana en los individuos y en los pueblos. Por eso no podemos abandonarnos a la desesperación» (Mensaje al Presidente del Comité organizador y a los húngaros en el exilio, en J. Közi Horváth, Mindszenty bíboros, 111). Dios es joven.
Ante las crisis, sociales o eclesiales, que siempre seáis ser constructores de esperanza. Como Obispos del País, tened siempre palabras de ánimo. Que no halla en vuestros labios expresiones que marquen distancias e impongan juicios, sino que ayuden al Pueblo de Dios a mirar con confianza al futuro, que ayuden a las personas a ser protagonistas libres y responsables de la vida, que es un don de gracia que debemos acoger, no un rompecabezas que resolver. ¡El cubo de vuestro bravo y célebre arquitecto Rubik es un juego genial, no un modelo para la vida! Y recordad: pastores del rebaño. El pastor debe estar dentro del rebaño: delante del rebaño para indicar el camino, en medio del rebaño para captar el olor, detrás del rebaño para ayudar a los que se quedan rezagados y también para dejar que el rebaño vaya un poco adelante, porque tiene un olfato especial para señalar dónde hay terrenos buenos, alimentos.
Queridos hermanos, también Hungría necesita un renovado anuncio del Evangelio, una nueva fraternidad social y religiosa, una esperanza que construir día a día para mirar al futuro con alegría. Vosotros sois los Pastores protagonistas de este proceso histórico, de esta hermosa aventura. Hermanos, que Dios os confirme en la alegría de la misión, ¡la alegría de la misión! Yo os agradezco todo lo que hacéis y os bendigo de corazón. Que la Virgen os proteja y San José os custodie. Y, si tenéis un poco de tiempo, rezad por el Papa. Gracias.
Discurso al Consejo Ecuménico de las Iglesias y a las Comunidades judías
Queridos hermanos: me siento contento de encontrarme con vosotros. Vuestras palabras, que agradezco, y vuestra presencia, uno junto al otro, expresan un gran deseo de unidad. Dan cuenta de un camino, a veces cuesta arriba, y difícil en el pasado, pero que afrontáis con valor y buena voluntad, sosteniéndoos mutuamente bajo la mirada del Altísimo, que bendice a los hermanos que viven unidos (cfr. Sal 133,1).
Os veo, hermanos en la fe de Cristo, y bendigo el camino de comunión que lleváis adelante. Me impactaron las palabras del hermano calvinista, gracias. Con la mente me dirijo a la abadía de Pannonhalma, corazón espiritual palpitante de este país, donde hace tres meses os reunísteis para reflexionar y rezar juntos. Rezar juntos, unos por otros, y ponernos a trabajar juntos en la caridad, unos con otros, por este mundo que Dios ama tanto (cfr. Jn 3,16), ese es el camino más concreto hacia la unidad plena.
Os veo, hermanos en la fe de Abrahán nuestro padre, y gracias a Usted, por esas palabras tan profundas que me tocaron el corazón. Aprecio mucho el compromiso que habéis mostrado para derribar los muros de separación del pasado. Vosotros, judíos y cristianos, deseáis ver en el otro ya no un extraño, sino un amigo; ya no un adversario, sino un hermano. Ese es el cambio de mirada bendecido por Dios, la conversión que hace posibles nuevos comienzos, la purificación que renueva la vida. Las fiestas solemnes de Rosh Hashanah y del Yom Kippur, que caen precisamente en estas fechas y para las que formulo mis mejores deseos, son ocasiones de gracia para renovar la adhesión a estas llamadas espirituales. El Dios de los padres abre siempre caminos nuevos. Así como transformó el desierto en un camino a la Tierra Prometida, también quiere llevarnos desde los desiertos áridos del hastío y la indiferencia a la ansiada patria de la comunión.
No es casualidad que todos los que en la Escritura están llamados a seguir de un modo especial al Señor siempre tengan que salir, caminar, llegar a tierras inexploradas y espacios desconocidos. Pensemos en Abrahán, que dejó casa, parientes y patria. Quien sigue a Dios está llamado a dejar. A nosotros se nos pide que dejemos atrás las incomprensiones del pasado, las pretensiones de tener razón y de culpar a los demás, para ponernos en camino hacia su promesa de paz, porque Dios tiene siempre planes de paz, nunca de aflicción (cfr. Jr 29,11).
Quisiera retomar con vosotros la evocadora imagen del Puente de las Cadenas, que une las dos partes de esta ciudad. No las funde en una, pero las mantiene unidas. Así deben ser los vínculos entre nosotros. Cada vez que se ha tenido la tentación de absorber al otro no se ha construido, sino que se ha destruido; lo mismo cuando se ha querido marginarlo en un gueto, en vez de integrarlo. ¡Cuántas veces ha ocurrido eso en la historia! Debemos estar atentos y rezar para que no se repita. Y comprometernos a promover juntos una educación para la fraternidad, para que los brotes de odio que quieren destruirla no prevalezcan. Pienso en la amenaza del antisemitismo, que todavía serpentea en Europa y en otros lugares. Es una mecha que hay que apagar y la mejor forma de desactivarla es trabajar en positivo juntos, promover la fraternidad. El Puente nos sigue sirviendo de ejemplo, está sostenido por grandes cadenas, formadas por muchos eslabones. Nosotros somos esos eslabones y cada eslabón es fundamental, por eso no podemos seguir viviendo en la sospecha y en la ignorancia, distantes y divididos.
Un puente une dos partes. En este sentido evoca el concepto, fundamental en la Escritura, de alianza. El Dios de la alianza nos pide que no cedamos a la lógica del aislamiento y los intereses creados. No desea las alianzas con unos en detrimento de otros, sino personas y comunidades que sean puentes de comunión con todos. En este país vosotros, que representáis las religiones mayoritarias, tenéis la tarea de favorecer las condiciones para que se respete y fomente la libertad religiosa de todos. Y tenéis también la función de ser ejemplo para todos. Que nadie pueda decir que de los labios de los hombres de Dios salen palabras de división, sino sólo mensajes de apertura y de paz. En un mundo desgarrado por tantos conflictos, ese es el mejor testimonio que pueden ofrecer quienes han recibido la gracia de conocer al Dios de la alianza y de la paz.
El Puente de las Cadenas no sólo es el más conocido, sino también el más antiguo de esta ciudad. Muchas generaciones lo han atravesado. Eso también invita a recordar el pasado. Encontraremos sufrimientos y oscuridad, incomprensiones y persecuciones pero, yendo a las raíces, descubriremos un patrimonio espiritual común mucho más grande. Ese tesoro nos permite construir juntos un futuro distinto. Pienso con emoción en tantas figuras de amigos de Dios que han irradiado su luz en las noches del mundo. Menciono, entre otros, a un gran poeta de este país, Miklós Radnóti, cuya brillante carrera fue truncada por el odio ciego de quienes, sólo porque era de origen judío, primero le impidieron ejercer la docencia y luego lo arrancaron de su familia. Encerrado en un campo de concentración, en el abismo más oscuro y depravado de la humanidad, siguió escribiendo poesías hasta su muerte. El Cuaderno de Bor es el único poemario que ha sobrevivido a la Shoah. En él da testimonio de la fuerza de creer en el calor del amor en medio del hielo del lager y de iluminar la oscuridad del odio con la luz de la fe. El autor, sofocado por las cadenas que le oprimían el alma, encontró el valor para escribir en una libertad superior: «Prisionero, he tomado la medida a toda esperanza» (El Cuaderno de Bor, Carta a mi esposa). Y puso una pregunta, que hoy todavía resuena para nosotros: «Y tú, ¿cómo vives? ¿Encuentra eco tu voz en este tiempo?» (El Cuaderno de Bor, Égloga Primera). Nuestras voces, queridos hermanos, tienen que hacerse eco de esa Palabra que el cielo nos ha dado, eco de esperanza y de paz. Y aunque no nos escuchen o no nos entiendan, no neguemos nunca con nuestras acciones la Revelación de la que somos testigos.
Al final, en la triste soledad del campo de concentración, mientras se daba cuenta de que la vida se estaba marchitando, Radnóti escribió: «Soy también yo una raíz ahora… Fui una flor, me he convertido en una raíz» (El Cuaderno de Bor, Raíz). También nosotros estamos llamados a convertirnos en raíces. A menudo buscamos frutos, resultados, afirmación. Pero Aquel que hace fructificar su Palabra en la tierra con la misma dulzura de la lluvia que hace germinar el campo (cfr. Is 55,10), nos recuerda que nuestros caminos de fe son semillas, semillas que se transforman en raíces subterráneas, raíces que alimentan la memoria y hacen germinar el futuro. Esto es lo que nos pide el Dios de nuestros padres, porque —como escribía otro poeta— «Dios espera en otra parte, espera precisamente al final de todo. Abajo. Donde están las raíces» (R.M. Rilke, Vladimir, El pintor de nubes). Sólo si estamos profundamente arraigados podremos alcanzar la cima. Enraizados en la escucha del Altísimo y de los demás, ayudaremos a nuestros contemporáneos a acogerse y amarse. Solamente si somos raíces de paz y brotes de unidad seremos creíbles a los ojos del mundo, que nos mira con la nostalgia de que florezca la esperanza. Gracias, y buen camino. Juntos, gracias. Os pido perdón por hablar sentado, ¡pero ya no tengo 15 años! Gracias.
Homilía de la Santa Misa
Jesús preguntó a sus discípulos en Cesarea de Filipo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Esta pregunta pone en dificultad a los discípulos y marca un cambio de rumbo en su camino en pos del Maestro. Ya conocían bien a Jesús, no eran principiantes. Tenían familiaridad con Él, habían sido testigos de muchos de sus milagros, se admiraban de su enseñanza, lo seguían adonde quiera que fuese. Y, sin embargo, aún no pensaban como Él. Faltaba el paso decisivo, ese que va de la admiración por Jesús a la imitación de Jesús. También hoy el Señor, fijando su mirada sobre cada uno de nosotros, nos interpela personalmente: “Pero yo, ¿quién soy de verdad para ti?”. ¿Quién soy para ti? Es una pregunta que, dirigida a cada uno, no pide sólo una respuesta correcta, de catecismo, sino una respuesta personal, una respuesta vital.
De esa respuesta nace la renovación del discipulado. Es algo que tuvo lugar a través de tres pasos, que realizaron los discípulos y que podemos hacer también nosotros: el primero el anuncio de Jesús, el segundo el discernimiento con Jesús y el tercero el camino en pos de Jesús.
1. El anuncio de Jesús. A la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, respondió Pedro como representante de todo el grupo: «¡Tú eres el Mesías!». Pedro dice todo en pocas palabras, la respuesta es exacta pero, sorprendentemente, después de este reconocimiento Jesús ordena «que no dijeran nada a nadie de Él» (v. 30). Nos preguntamos: ¿Por qué una prohibición tan categórica? Por una razón precisa, decir que Jesús es el Cristo, el Mesías, es exacto pero incompleto. Existe siempre el riesgo de anunciar un falso mesianismo, un mesianismo según los hombres y no según Dios. Por eso, a partir de aquel momento, Jesús comienza a revelar su identidad, su identidad pascual, la que encontramos en la Eucaristía. Explica que su misión se culminaría, ciertamente, en la gloria de la resurrección, pero pasando a través de la humillación de la cruz. Es decir, se realizaría según la sabiduría de Dios, «que —dice san Pablo— no es la de este mundo ni la de los dirigentes de este mundo» (1Co 2,6). Jesús impone el silencio sobre su identidad mesiánica, pero no sobre la cruz que lo espera. Es más —anota el evangelista— Jesús comienza a enseñar «con absoluta claridad» (Mc 8,32) que «el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los maestros de la Ley, que lo matarían, pero que resucitaría a los tres días» (v. 31).
Ante este anuncio de Jesús, anuncio desconcertante, también nosotros podemos quedar asombrados. También a nosotros nos gustaría un mesías poderoso en vez de un siervo crucificado. La Eucaristía está ante nosotros para recordarnos quién es Dios. No lo hace con palabras, sino de forma concreta, mostrándonos a Dios como Pan partido, como Amor crucificado y entregado. Podemos añadir mucha ceremonia, pero el Señor permanece allí, en la sencillez de un Pan que se deja partir, distribuir y comer. Está ahí para salvarnos. Para salvarnos, se hace siervo; para darnos vida, muere. Nos hace bien dejarnos desconcertar por el anuncio de Jesús. Y quien se abre a ese anuncio de Jesús, se abre al segundo pasaje.
2. El discernimiento con Jesús. Ante el anuncio del Señor, la reacción de Pedro es típicamente humana. Cuando asoma la cruz, la perspectiva del dolor, el hombre se rebela. Y Pedro, después de haber confesado el mesianismo de Jesús, se escandaliza de las palabras del Maestro e intenta disuadirlo de que continúe por su camino. La cruz no está nunca de moda. Queridos hermanos y hermanas, la cruz nunca está de moda, ni hoy ni en el pasado. Pero sana por dentro. Delante del Crucificado experimentamos una benéfica lucha interior, un áspero conflicto entre el “pensar como piensa Dios” y el “pensar como piensan los hombres”. Por un lado, está la lógica de Dios, que es la del amor humilde. El camino de Dios rehúye cualquier imposición, ostentación y todo triunfalismo, está siempre dirigido al bien del otro, hasta el sacrificio de uno mismo. Por otro lado, está el “pensar como piensan los hombres”, que es la lógica del mundo, la mundanidad, apegada al honor y a los privilegios, encaminada al prestigio y al éxito. Aquí lo que cuenta es la consideración y la fuerza, lo que llama la atención de la mayoría y sabe hacerse valer ante los demás.
Deslumbrado por esa perspectiva, Pedro llevó aparte a Jesús y comenzó a reprenderlo (cfr. v. 32). Primero lo confiesa y ahora lo reprende. Nos puede pasar también a nosotros que llevemos “aparte” al Señor, que lo pongamos en un rincón del corazón, que continuemos sintiéndonos religiosos y buenos y sigamos adelante por nuestro camino sin dejarnos conquistar por la lógica de Jesús. Pero hay una verdad. Él nos acompaña en esa lucha interior, porque desea que, como los Apóstoles, elijamos estar de su parte. Está la parte de Dios y está la parte del mundo. La diferencia no está entre el que es religioso y el que no lo es. La diferencia crucial es entre el verdadero Dios y el dios de nuestro yo. ¡Qué lejos está Aquel que reina en silencio sobre la cruz, del falso dios que quisiéramos que reinase con la fuerza y redujese al silencio a nuestros enemigos! ¡Qué distinto es Cristo, que se propone sólo con amor, de los mesías potentes y triunfadores, adulados por el mundo! Jesús nos remueve, no se conforma con las declaraciones de fe, nos pide purificar nuestra religiosidad ante su cruz, ante la Eucaristía. Nos hace bien estar en adoración ante la Eucaristía para contemplar la fragilidad de Dios. Dediquémosle tiempo a la adoración. Es una forma de rezar que se olvida demasiado. Dediquémosle tiempo a la adoración. Dejemos que Jesús, Pan vivo, sane nuestras cerrazones y nos abra al compartir, nos cure de nuestras rigideces y del encerrarnos en nosotros mismos, nos libere de las esclavitudes paralizantes de defender nuestra imagen, nos inspire a seguirlo adonde Él quiera conducirnos. No donde yo deseo. De ese modo llegamos al tercer paso.
3. El camino en pos de Jesús es también el camino con Jesús. «¡Ponte detrás de mí, Satanás!» (v. 33). De ese modo Jesús atrae de nuevo a Pedro hacia Él, con una orden dolorosa, dura. Pero el Señor, cuando manda algo, en realidad está ahí, preparado para concederlo. Y Pedro acoge la gracia de dar “un paso atrás”: acordaos de que el camino cristiano inicia con un paso atrás. El camino cristiano no es una búsqueda del éxito, sino que comienza con un paso hacia atrás, con un descentramiento liberador, con el quitarse uno del centro de la vida. Es entonces cuando Pedro reconoce que el centro no es “su” Jesús, sino el verdadero Jesús. Caerá de nuevo, pero de perdón en perdón reconocerá cada vez mejor el rostro de Jesús. Y pasará de la admiración estéril por Cristo a la imitación concreta de Cristo.
¿Qué quiere decir caminar en pos de Jesús? Es ir adelante por la vida con su misma confianza, la de ser hijos amados de Dios. Es recorrer el mismo camino del Maestro, que vino a servir y no a ser servido (cfr. Mc 10,45). Caminar detrás de Jesús es dirigir cada día nuestros pasos al encuentro del hermano. Hacia allí nos lleva la Eucaristía, a sentirnos un solo Cuerpo, a partirnos por los demás. Queridos hermanos y hermanas, dejemos que el encuentro con Jesús en la Eucaristía nos transforme, como transformó a los grandes y valientes santos que vosotros veneráis, pienso en san Esteban y santa Isabel. Como ellos, no nos contentemos con poco, no nos resignemos a una fe que vive de ritos y de repeticiones, abrámonos a la novedad escandalosa de Dios crucificado y resucitado, Pan partido para dar vida al mundo. Entonces viviremos en la alegría, y llevaremos alegría.
Este Congreso Eucarístico Internacional es un punto de llegada de un camino, pero hagamos que sea sobre todo un punto de partida. Porque el camino en pos de Jesús invita a mirar hacia adelante, a acoger la novedad de la gracia, a hacer revivir cada día dentro de nosotros ese interrogante que, como en Cesarea de Filipo, el Señor dirige a cada uno de nosotros sus discípulos: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Ángelus
Queridos hermanos y hermanas: Eucaristía significa “acción de gracias” y al finalizar esta Celebración, que cierra el Congreso Eucarístico y mi visita a Budapest, quisiera dar gracias de todo corazón. Gracias a la gran familia cristiana húngara, que deseo abrazar en sus ritos, en su historia, en las hermanas y hermanos católicos y de otras confesiones, todos en camino hacia la unidad plena. A este respecto, saludo de corazón al Patriarca Bartolomé, Hermano que nos honra con su presencia. Gracias, en particular, a mis amados hermanos obispos, a los sacerdotes, a los consagrados y consagradas, y a todos vosotros, queridos fieles. Un agradecimiento grande a quienes se han esforzado tanto por la realización del Congreso Eucarístico y de esta jornada.
Al renovar la gratitud a las autoridades civiles y religiosas que me han acogido quisiera decir köszönöm [gracias] a ti, pueblo de Hungría. El himno que ha acompañado el Congreso se dirige a ti de esta manera: «Durante mil años la cruz fue columna de tu salvación, que también ahora la señal de Cristo sea para ti la promesa de un futuro mejor». Esto es lo que os deseo, que la cruz sea vuestro puente entre el pasado y el futuro. El sentimiento religioso es la savia de esta nación, tan unida a sus raíces. Pero la cruz, plantada en la tierra, además de invitarnos a enraizarnos bien, eleva y extiende sus brazos hacia todos; alienta a mantener firmes las raíces, pero sin encerrarse; a acudir a las fuentes, abriéndose a los sedientos de nuestro tiempo. Mi deseo es que seáis así: fundamentados y abiertos, arraigados y respetuosos. Isten éltessen! [¡Felicidades!] La “Cruz de la misión” es el símbolo de este Congreso. Que os lleve a anunciar con la vida el Evangelio liberador de la ternura sin límites que Dios tiene por cada uno. En la carestía de amor de hoy, es el alimento que el hombre espera.
Hoy, no muy lejos de aquí, en Varsovia, dos testigos del Evangelio son proclamados beatos: el Cardenal Esteban Wyszyński e Isabel Czacka, fundadora de las Hermanas Franciscanas Siervas de la Cruz. Dos figuras que conocieron de cerca la cruz: el Primado de Polonia, arrestado y segregado, fue siempre un pastor valiente según el corazón de Cristo, heraldo de la libertad y de la dignidad del hombre; sor Isabel, que perdió la vista muy joven, dedicó toda su vida a ayudar a los ciegos. Que el ejemplo de los nuevos beatos nos estimule a transformar las tinieblas en luz con la fuerza del amor.
Para finalizar rezamos el Ángelus, en este día en que veneramos el santísimo Nombre de María. Antiguamente, por respeto, los húngaros no pronunciaban el nombre de María, pero la llamaban con el mismo título honorífico utilizado para la reina. Que la “Beata Reina, vuestra antigua patrona” os acompañe y os bendiga. Mi bendición, desde esta gran ciudad, quiere llegar a todos, en particular a los niños y a los jóvenes, a los ancianos y a los enfermos, a los pobres y a los excluidos. Con vosotros y para vosotros digo: Isten, áldd meg a magyart! [¡Que Dios bendiga a los húngaros!]
Discurso en el Encuentro Ecuménico (Bratislava)
Queridos Miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias en la República Eslovaca, os saludo cordialmente y os agradezco por haber aceptado la invitación de venir a encontrarme: ¡yo peregrino en Eslovaquia, vosotros huéspedes en la Nunciatura! Me alegra que el primer encuentro sea con vosotros: es un signo de que la fe cristiana es —y quiere ser— en este país germen de unidad y fermento de fraternidad. Gracias Beatitud, Hermano Rastislav, por su presencia; gracias, querido Obispo Iván, Presidente del Consejo Ecuménico, por las palabras que me ha dirigido y que manifiestan el compromiso de seguir caminando juntos para pasar del conflicto a la comunión.
El camino de vuestras comunidades se reanudó tras los años de persecución atea, cuando la libertad religiosa estaba prohibida o puesta a dura prueba. Luego, finalmente, llegó. Y ahora tenéis en común un tramo del camino en el que experimentáis lo bonito que es, y a la vez difícil, vivir la fe libremente. Porque existe la tentación de volver a ser esclavos, no ya de un régimen, sino a una esclavitud aún peor, la interior.
De eso nos ponía en guardia Dostoievski en un célebre relato, la Leyenda del Gran Inquisidor. Jesús vuelve a la Tierra y es apresado. El inquisidor le dirige palabras hirientes: la acusación que le mueve es precisamente la de haber dado demasiada importancia a la libertad de los hombres. Le dice: «Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!» (Los Hermanos Karamazov). Y añade a la dosis, agregando que los hombres están dispuestos a cambiar voluntariamente su libertad por una esclavitud más cómoda, la de someterse a quien decida por ellos, con tal de tener pan y seguridad. Y así llega a reprochar a Jesús que no haya querido convertirse en César para doblegar la conciencia de los hombres y establecer la paz por la fuerza. En cambio, siguió prefiriendo la libertad del hombre, mientras que la humanidad reclama “pan y poco más”.
Queridos Hermanos, que no nos pase esto; ayudémonos a no caer en la trampa de contentarnos con pan y poco más. Porque ese riesgo llega cuando la situación se normaliza, cuando nos hemos estabilizado y nos apañamos con el objetivo de mantener una vida tranquila. Entonces, a lo que se mira ya no es «la libertad que tenemos en Cristo Jesús» (Gal 2,4), su verdad que nos hace libres (cfr. Jn 8,32), sino a obtener espacios y privilegios. Que, según el Evangelio, es “pan y poco más”. Aquí, desde el corazón de Europa, hay que preguntarse: ¿los cristianos hemos perdido un poco el ardor del anuncio y la profecía del testimonio? ¿Es la verdad del Evangelio la que nos hace libres, o bien nos sentimos libres cuando tenemos zonas de confort que nos permiten gestionarnos y seguir adelante tranquilos sin particulares contratiempos? Y también, contentándonos con pan y seguridades, ¿quizá hemos perdido el empuje en la búsqueda de la unidad implorada por Jesús, unidad que ciertamente requiere la libertad madura de decisiones fuertes, renuncias y sacrificios, pero es la premisa para que el mundo crea (cfr. Jn 17,21)? No nos interesemos solo por cuanto pueda aprovechar a nuestras comunidades particulares. La libertad del hermano y de la hermana es también nuestra libertad, porque nuestra libertad no es plena sin él o ella.
Aquí la evangelización surgió de modo fraterno, llevando impreso el sello de los santos hermanos de Tesalónica Cirilo y Metodio. Que ellos, testigos de una cristiandad aún unida y encendida en el ardor del anuncio, nos ayuden a proseguir en el camino cultivando la comunión fraterna entre nosotros en el nombre de Jesús. Además, ¿cómo podemos desear una Europa que recupere sus raíces cristianas si somos nosotros los primeros desarraigados de la plena comunión? ¿Cómo podemos soñar una Europa libre de ideologías, si no tenemos el valor de anteponer la libertad de Jesús a las necesidades de los grupos particulares de creyentes? Es difícil exigir una Europa más fecundada por el Evangelio sin preocuparse de que aún no estamos plenamente unidos entre nosotros en el continente y sin cuidar los unos de los otros. Cálculos de conveniencia, razones históricas y lazos políticos no pueden ser obstáculos inamovibles en nuestro camino. Que nos ayuden los Santos Cirilo y Metodio, «precursores del ecumenismo» (S. Juan Pablo II, Slavorum Apostoli, 14), a prodigarnos por una reconciliación de las diversidades en el Espíritu Santo; por una unidad que, sin ser uniformidad, sea signo y testimonio de la libertad de Cristo, el Señor que desata los nudos del pasado y nos cura de miedos y timideces.
En su tiempo, Cirilo y Metodio permitieron que la Palabra divina se encarnase en estas tierras (cfr. Jn 1,14). Querría compartir con vosotros dos sugerencias en esta perspectiva, consejos fraternos para difundir el Evangelio de la libertad y de la unidad hoy. El primer consejo, la primera sugerencia se refiere a la contemplación. Un carácter distintivo de los pueblos eslavos, que os corresponde proteger juntos, es el trato contemplativo, que va más allá de las conceptualizaciones filosóficas e incluso teológicas, a partir de una fe experiencial, que sabe acoger el misterio. Ayudaos a cultivar esa tradición espiritual, de la que Europa tiene tanta necesidad: en particular tiene sed el Occidente eclesial, para recuperar la belleza de la adoración de Dios y la importancia de no concebir la comunidad de fe basada en una eficiencia programática y funcional.
El segundo consejo se refiere en cambio a la acción. La unidad no se obtiene tanto con buenos propósitos y con la adhesión a algún valor común, sino haciendo algo juntos por cuantos más nos acercan al Señor. ¿Quiénes son? Son los pobres, porque en ellos Jesús está presente (cfr. Mt 25,40). Compartir la caridad abre horizontes más amplios y ayuda a caminar más expeditos, superando prejuicios y malentendidos. Y eso también es un rasgo que tiene genuina acogida en este País, donde en la escuela se aprende de memoria una poesía que contiene, entre otros, un pasaje muy bonito: «Cuando a nuestra puerta llama la mano extranjera con sincera confianza, quienquiera que sea, venga de cerca o de lejos, de día o de noche, en nuestra mesa lo espera el don de Dios» (Samo Chalupka, Mor ho!, 1864). Que el don de Dios esté presente en la mesas de cada uno porque, aunque aún no podemos compartir la misma mesa eucarística, podemos acoger juntos a Jesús sirviéndolo en los pobres. Será un signo más evocativo que muchas palabras, que ayudará a la sociedad civil a comprender, especialmente en este periodo de sufrimiento, que solo estando de la parte de los más débiles saldremos de verdad todos juntos de la pandemia.
Queridos hermanos, os agradezco vuestra presencia y vuestro camino: el carácter mando y acogedor, típico del pueblo eslovaco, la tradicional convivencia pacífica entre vosotros y vuestra colaboración por el bien del País son preciosos para el fermento del Evangelio. Os animo a seguir adelante en el camino ecuménico, tesoro precioso e irrenunciable. Os aseguro mi recuerdo en la oración y os pido, por favor, que recéis por mí. Gracias.
Lunes, 13 de septiembre de 2021 (Bratislava)
Discurso a las Autoridades
Señora Presidenta, miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático, distinguidas Autoridades civiles y religiosas, señoras y señores:
Expreso mi gratitud a la Presidenta Zuzana Čaputová por las palabras de bienvenida que me ha dirigido, también en nombre vuestro y de la población. Saludo a todos, manifestándoos mi alegría de estar en Eslovaquia. Vengo como peregrino a un país joven pero de historia antigua, a una tierra de raíces profundas situada en el corazón de Europa. Verdaderamente me encuentro en una “tierra media”, que ha visto muchas transiciones. Estos territorios han sido frontera del Imperio romano y lugar de interacción entre el cristianismo occidental y oriental. De la gran Moravia al Reino húngaro, de la República checoslovaca a hoy, han sabido, en medio de no pocas pruebas, integrarse y distinguirse de modo esencialmente pacífico. Veintiocho años atrás el mundo admiró el nacimiento sin conflictos de dos países independientes.
Esta historia llama a Eslovaquia a ser un mensaje de paz en el corazón de Europa. Es lo que sugiere la gran franja azul de su bandera, que simboliza la fraternidad con los pueblos eslavos. Fraternidad es lo que necesitamos para promover una integración cada vez más necesaria. Urge ahora, en un momento en el que, después de durísimos meses de pandemia, se plantea, junto a muchas dificultades, una anhelada reactivación económica, favorecida por los planes de recuperación de la Unión Europea. Todavía se puede correr el riesgo de dejarse arrastrar por la prisa y la seducción de las ganancias, generando una euforia pasajera que, más que unir, divide. Además, la sola recuperación económica no es suficiente en un mundo donde todos estamos conectados, donde todos habitamos una tierra media. Que este país, mientras en varios frentes siguen luchas por la supremacía, reafirme su mensaje de integración y de paz, y Europa se distinga por una solidaridad que, atravesando las fronteras, pueda volver a llevarla al centro de la historia.
La historia eslovaca está marcada de manera indeleble por la fe. Deseo que ésta ayude a alimentar de modo connatural propósitos y sentimientos de fraternidad. Pueden inspirarse en las grandiosas vidas de los santos hermanos Cirilo y Metodio. Ellos difundieron el Evangelio cuando los cristianos del continente estaban unidos; y todavía hoy unen las confesiones de esta tierra. Eran reconocidos por todos y buscaban la comunión con todos: eslavos, griegos y latinos. La solidez de su fe se traducía así en una apertura espontánea. Es un legado que estáis llamados a recoger en este momento, para ser también en este tiempo un signo de unidad.
Queridos amigos, que esta vocación a la fraternidad no desaparezca nunca de vuestros corazones, sino que acompañe siempre la simpática autenticidad que os caracteriza. Sabéis dar gran atención a la hospitalidad. Me sorprenden las expresiones típicas de la acogida eslava, que ofrece a los visitantes el pan y la sal. Y quisiera ahora inspirarme en esos dones sencillos y preciosos, impregnados de Evangelio.
El pan, elegido por Dios para hacerse presente entre nosotros, es esencial. La Escritura invita a no acumularlo, sino a compartirlo. El pan del que habla el Evangelio siempre se parte. Es un fuerte mensaje para nuestra vida diaria; nos dice que la riqueza verdadera no consiste tanto en multiplicar o que se tiene, sino en compartirlo equitativamente con quien tenemos a nuestro alrededor. El pan, que partiéndose evoca la fragilidad, invita en particular a hacerse cargo de los más débiles. Que nadie sea estigmatizado o discriminado. La mirada cristiana no ve en los más frágiles una carga o un problema, sino hermanos y hermanas a quienes acompañar y cuidar.
El pan partido y compartido equitativamente recuerda la importancia de la justicia, de dar a cada uno la oportunidad de realizarse. Es necesario esforzarse para construir un futuro en el que las leyes se apliquen a todos por igual, sobre la base de una justicia que no esté nunca en venta. Y para que la justicia no se quede en una idea abstracta, sino concreta como el pan, es necesario emprender una seria lucha contra la corrupción y que ante todo se fomente e imponga la legalidad.
Además, el pan se une inseparablemente a un adjetivo: diario (cfr. Mt 6,11), pan de cada día. El pan de cada día es el trabajo, que ocupa gran parte de él. Del mismo modo que sin pan no hay nutrición, sin trabajo no hay dignidad. En la base de una sociedad justa y fraterna rige el derecho de que a cada uno se le conceda el pan del trabajo, para que nadie se sienta marginado ni se vea obligado a dejar la familia y la tierra de origen en busca de mejores oportunidades.
«Vosotros sois la sal de la tierra» (Mt 5,13). La sal es el primer símbolo que Jesús emplea enseñando a sus discípulos. Esta, en primer lugar, da gusto a los alimentos, y lleva a pensar en ese sabor sin el cual la vida se vuelve insípida. No bastan ciertamente estructuras organizadas y eficientes para hacer buena la convivencia humana, se necesita sabor, se precisa el sabor de la solidaridad. Y como la sal sólo da sabor disolviéndose, así la sociedad encuentra gusto a través de la generosidad gratuita de quien se entrega por los demás. Es hermoso que a los jóvenes, en particular, se los motive en este sentido, para que se sientan protagonistas del futuro del país y lo tomen en serio, enriqueciendo con sus sueños y su creatividad la historia que los ha precedido. No hay renovación sin los jóvenes, que a menudo son engañados por un espíritu consumista que marchita la existencia. Muchos, demasiados en Europa se arrastran entre cansancio y frustración, estresados por ritmos de vida frenéticos y sin saber cómo encontrar motivaciones y esperanza. El ingrediente que falta es el cuidado por los demás. Sentirse responsables de alguien da gusto a la vida y permite descubrir que lo que damos es en realidad un don que nos hacemos a nosotros mismos.
La sal, en los tiempos de Cristo, además de dar sabor, servía para conservar los alimentos, preservándolos del deterioro. Me gustaría que nunca dejéis que los olorosos sabores de vuestras mejores tradiciones se estropeen por la superficialidad del consumo y las ganancias materiales. Y mucho menos de los colonialismos ideológicos. En esta tierra, hasta hace algunos decenios, un pensamiento único coartaba la libertad; hoy otro pensamiento único la vacía de sentido, reconduciendo el progreso al beneficio y los derechos sólo a las necesidades individualistas. Hoy, como entonces, la sal de la fe no es una respuesta según el mundo, no está en el ardor de llevar a cabo guerras culturales, sino en la siembra humilde y paciente del Reino de Dios, principalmente con el ejemplo de la caridad, del amor. Vuestra Constitución menciona el deseo de edificar el país sobre la herencia de los santos Cirilo y Metodio, patronos de Europa. Ellos, sin imposiciones ni coacciones, fecundaron la cultura con el Evangelio, generando procesos beneficiosos. Es esa la senda, no la lucha por la conquista de espacios y relevancia, sino el camino que indican los santos, el camino de las Bienaventuranzas. De allí, de las Bienaventuranzas, surge la visión cristiana de la sociedad.
Los santos Cirilo y Metodio también han mostrado que custodiar el bien no significa repetir el pasado, sino abrirse a la novedad sin desarraigarse. Vuestra historia cuenta con muchos escritores, poetas y hombres de cultura que han sido la sal del país. Y como la sal quema sobre las heridas, así sus vidas han pasado con frecuencia a través del crisol del sufrimiento. Cuántas personas ilustres fueron encerradas en la cárcel, permaneciendo libres interiormente y ofreciendo luminosos ejemplos de valentía, coherencia y resistencia a la injusticia. Y sobre todo de perdón. Esa es la sal de vuestra tierra.
La pandemia, en cambio, es el crisol de nuestro tiempo. Esta nos ha mostrado que es muy fácil, a pesar de estar todos en la misma situación, disgregarse y pensar solamente en uno mismo. Volvamos a comenzar reconociendo que todos somos frágiles y necesitados de los demás. Ninguno puede aislarse, ya sea como individuo o como nación. Acojamos esta crisis como una «llamada a repensar nuestros estilos de vida» (Fratelli tutti, 33). No sirve recriminar el pasado, es necesario ponerse manos a la obra para construir juntos el futuro. Me gustaría que lo hicieseis con la mirada dirigida a lo alto, como cuando miráis vuestros espléndidos montes Tatras. Allí, entre los bosques y las cumbres que señalan el cielo, Dios parece más cercano y la creación se revela como la casa intacta que durante siglos ha acogido tantas generaciones. Sus montes conectan cimas y paisajes variados en una cadena única, y trascienden los límites del país para unir en la belleza pueblos diversos. Cultivad esa belleza, la belleza del conjunto. Esto requiere paciencia, requiere esfuerzo, requiere valentía e intercambio, requiere entusiasmo y creatividad. Pero es la obra humana que el cielo bendice. Que Dios os bendiga, que bendiga esta tierra. Nech Boh Zehná Slovensko! [¡Que Dios bendiga a Eslovaquia!] Gracias.
Discurso al clero
Queridos hermanos Obispos, queridos sacerdotes, religiosos, religiosos y seminaristas, queridos catequistas, hermanas y hermanos. ¡Buenos días!
Os saludo con alegría y agradezco a Mons. Stanislav Zvolenský las palabras que me ha dirigido. Gracias por la invitación a sentirme en casa: vengo como vuestro hermano y por eso me siento uno de vosotros. Estoy aquí para compartir vuestro camino —eso es lo que debe hacer el obispo, el Papa—, vuestras preguntas, las expectativas y esperanzas de esta Iglesia y de este País. Y hablando del País, ¡le acabo de decir a la señora Presidenta que Eslovaquia es una poesía! Compartir fue el estilo de la primera Comunidad cristiana: eran asiduos y unidos, caminaban juntos (cfr. Hch 1,12-14). También se peleaban, pero caminaban juntos.
Es lo primero que necesitamos: una Iglesia que camine unida, que recorra los caminos de la vida con la antorcha del Evangelio encendida. La Iglesia no es una fortaleza, no es un potentado, un castillo en lo alto que mira al mundo con distancia y suficiencia. ¡Aquí en Bratislava el castillo ya existe y es muy bonito! Pero la Iglesia es la comunidad que desea atraer a Cristo con la alegría del Evangelio, ¡no del castillo!, es la levadura que fermenta el Reino del amor y la paz dentro de la masa del mundo. ¡Por favor, no cedamos a la tentación de la magnificencia, de la grandeza mundana! La Iglesia debe ser humilde como lo fue Jesús, que se despojó de todo, que se hizo pobre para enriquecernos (cfr. 2Co 8,9): así vino a habitar entre nosotros y a curar nuestra humanidad herida.
Así, es bonita una Iglesia humilde que no se separa del mundo y no mira la vida con desapego, sino que vive en ella. Vivir dentro, no olvidemos: compartir, caminar juntos, acoger las demandas y expectativas de las personas. Esto nos ayuda a salir de la autoreferencialidad: el centro de la Iglesia... ¿Quién es el centro de la Iglesia? ¡No es la Iglesia! Y cuando la Iglesia se mira a sí misma, acaba siendo como la mujer del Evangelio: inclinada sobre sí misma, mirando el ombligo (cfr. Lc 13,10-13). El centro de la Iglesia no es ella misma. Salgamos de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por nuestras estructuras, por cómo nos mira la sociedad. Porque, al final, eso nos llevaría a la “teología del maquillaje”. ¿Cómo maquillarnos mejor? Al revés, sumerjámonos en la vida real, la vida real de la gente y preguntémonos: ¿cuáles son las necesidades y expectativas espirituales de nuestro pueblo? ¿Qué espera de la Iglesia? Me parece importante intentar responder a estas preguntas y me vienen a la mente tres palabras.
La primera es libertad. Sin libertad no hay verdadera humanidad, porque el ser humano ha sido creado libre y para ser libre. Los periodos dramáticos de la historia de vuestro País son una gran enseñanza: cuando la libertad ha sido herida, violada y asesinada, la humanidad fue degradada y cayeron las tempestades de la violencia, de la coacción y de la privación de los derechos.
Sin embargo, a la vez, la libertad no es una conquista automática, de una vez por todas. ¡No! La libertad es siempre un viaje, a veces agotador, para renovarse continuamente, para luchar por ella todos los días. No basta con ser libre en el exterior o en las estructuras de la sociedad para ser realmente libre. La libertad llama en primera persona a ser responsable de las propias decisiones, a discernir, a llevar a cabo los procesos de la vida. Y eso es agotador, nos asusta. A veces es más cómodo no dejarse provocar por situaciones concretas y seguir repitiendo el pasado, sin poner el corazón en él, sin el riesgo de la elección: es mejor seguir la vida haciendo lo que otros, —tal vez la masa o la opinión pública o las cosas que nos venden los medios—, deciden por nosotros. Eso no está bien. Y hoy muchas veces hacemos las cosas que los medios deciden por nosotros. Y se pierde la libertad. Recordemos la historia del pueblo de Israel: sufrió bajo la tiranía del faraón, fue esclavo; luego es liberado por el Señor, pero para llegar a ser verdaderamente libre, no solo libre de enemigos, debe cruzar el desierto, un viaje agotador. Y pensaban: “Casi era mejor antes, al menos teníamos cebollas que comer...”. Una gran tentación: mejor unas cebollas que el cansancio y el riesgo de la libertad. Esa es una de las tentaciones. Ayer, hablando al grupo ecuménico, recordé a Dostoievski con “El gran inquisidor”. Cristo regresa a escondidas a la tierra y el inquisidor le reprocha haber dado libertad a los hombres. Un poco de pan y poco más es suficiente; un poco de pan y poco más basta. Siempre esa tentación, la tentación de las cebollas. Mejor un poco de cebollas y pan que el cansancio y el riesgo de la libertad. Dejo que penséis en estas cosas.
A veces incluso en la Iglesia esa idea nos puede insidiar: es mejor tenerlo todo definido, las leyes que cumplir, seguridad y uniformidad, que ser cristianos y adultos responsables, que piensan, cuestionan su conciencia, se dejan ser cuestionados. Es el comienzo de la casuística, todo regulado... En la vida espiritual y eclesial existe la tentación de buscar una falsa paz que nos deje tranquilos, en lugar del fuego del Evangelio que nos inquieta, que nos transforma. Las seguras cebollas de Egipto son más cómodas que las incógnitas del desierto. Pero una Iglesia que no deja lugar a la aventura de la libertad, ni siquiera en la vida espiritual, corre el riesgo de convetirse en un lugar rígido y cerrado. Quizás algunos estén acostumbrados a esto; pero a muchos otros —sobre todo a las nuevas generaciones— no les a propuesta de fe que no les deje libertad interior, no les atrae una Iglesia en la que todos debemos pensar de la misma manera y obedecer ciegamente.
Queridísimos, no temáis formar personas en una relación madura y libre con Dios. Esa relación es importante. Quizás nos dé la impresión de no poder controlarlo todo, de perder fuerza y autoridad; pero la Iglesia de Cristo no quiere dominar las conciencias y ocupar espacios, quiere ser “fuente” de esperanza en la vida de las personas. Es un riesgo. Es un reto. Esto lo digo sobre todo a los pastores: ejercéis el ministerio en un País donde muchas cosas han cambiado rápidamente y se han iniciado muchos procesos democráticos, pero la libertad aún es frágil. Lo es especialmente en el corazón y en la mente de las personas. Por eso os animo a hacerles crecer libres de una rígida religiosidad. ¡Salid de eso y que crezcan libres! Que nadie se siente aplastado. Que todos puedan descubrir la libertad del Evangelio, entrando paulatinamente en el trato con Dios, con la confianza de quien sabe que, ante Él, puede llevar su propia historia y sus propias heridas sin miedo, sin pretensiones, sin preocuparse por defender su propia imagen. Poder decir: “Soy pecador”, pero decirlo con sinceridad, no golpearnos el pecho y luego seguir creyendo que somos justos. Libertad. Que el anuncio del Evangelio sea liberador, nunca opresor. ¡Y que la Iglesia sea signo de libertad y de acogida!
Estoy seguro de que nunca se sabrá de dónde viene esto. Os cuento algo que pasó hace tiempo. La carta de un Obispo, hablando de un Nuncio. Decía: “Bueno, estuvimos 400 años bajo los turcos y sufrimos. Luego 50 bajo el comunismo y sufrimos. ¡Pero los siete años con este Nuncio fueron peores que las otras dos cosas!”. A veces me pregunto: ¿cuántas personas pueden decir lo mismo del obispo que tiene o del párroco? ¿Cuanta gente? No, sin libertad, sin paternidad las cosas no van.
Segunda palabra —la prima era libertad—: creatividad. Sois hijos de una gran tradición. Vuestra experiencia religiosa encuentra su lugar inicial en la predicación y el ministerio de las luminosas figuras de los Santos Cirilo y Metodio. Ellos nos enseñan que la evangelización nunca es una simple repetición del pasado. La alegría del Evangelio es siempre Cristo, pero las vías para que esa buena noticia pueda abrirse camino en el tiempo y en la historia son variadas. Las vías son todas diversas. Cirilo y Metodio recorrieron juntos esta parte del continente europeo y, ardientes de pasión por el anuncio del Evangelio, llegaron a inventare un nuevo alfabeto para la traducción de la Biblia, de los textos litúrgicos y la doctrina cristiana. Fue así como se convirtieron en apóstoles de la inculturación de la fe para vosotros. Fueron inventores de nuevos lenguajes para trasmitir el Evangelio, fueron creativos al traducir el mensaje cristiano, fueron tan cercanos a la historia de los pueblos que encontraban que hablaron su lengua y asimilaron su cultura. ¿No necesita esto también hoy Eslovaquia? Me pregunto. ¿No es quizá esa la tarea más urgente de la Iglesia en los pueblos de Europa: hallar nuevos “alfabetos” para anunciar la fe? Tenemos de fondo una rica tradición cristiana, pero para la vida de muchas personas, hoy, se queda en el recuerdo de un pasado que ya no habla y que ya no orienta las decisiones de la existencia. Ante la pérdida del sentido de Dios y de la alegría de la fe no sirve de nada lamentarse, atrincherarse en un catolicismo defensivo, juzgar y acusar al mundo malo, no, hace falta la creatividad del Evangelio. ¡Estemos atentos! ¡Todavía el Evangelio no se ha cerrado, está abierto! Está vigente, está vigente, sigue adelante. Recordemos qué hicieron aquellos hombres que querían llevar a un paralítico ante Jesús y no lograban pasar por la puerta de entrada. Abrieron un boquete en el techo y lo bajaron desde arriba (cfr. Mc 2,1-5). ¡Fueron creativos! Ante la dificultad —“¿Y cómo hacemos?... Ah, hagamos esto”—, ante, quizá, una generación que no nos cree, que ha perdido el sentido de la fe, o que ha reducido la fe a una costumbre o a una cultura más o menos aceptable, intentemos abrir un hueco y seamos creativos. Libertad, creatividad… ¡Qué bonito cuando sabemos encontrar vías, modos y lenguajes nuevos para anunciar el Evangelio! Y podemos ayudar con la creatividad humana, también cada uno tiene esa posibilidad, pero ¡el gran creativo es el Espíritu Santo! ¡Es Él quien nos empuja a ser creativos! Si con nuestra predicación y con nuestra pastoral ya no logramos entrar por la vía ordinaria, busquemos abrir espacios diversos, experimentemos otras sendas.
Y aquí hago un paréntesis. La predicación. Alguien me dijo que en Evangelii Gaudium me detuve demasiado en la homilía, porque es uno de los problemas de esta época. Sí, la homilía no es un sacramento, como pretendían algunos protestantes, ¡pero es un sacramental! No es un sermón de Cuaresma, no, es otra cosa. Está en el corazón de la Eucaristía. Y pensemos en los fieles, que deben escuchar homilías de 40 minutos, 50 minutos, sobre temas que no comprenden, que no les afectan... Por favor, sacerdotes y obispos, pensad bien cómo preparar la homilía, cómo hacerla, para que haya un contacto con la gente y se inspiren en el texto bíblico. Una homilía, por lo general, no debe exceder los diez minutos, porque después de ocho minutos la gente pierde la atención, salvo que sea muy interesante. Pero el tiempo debería ser de 10 a 15 minutos, no más. Un profesor que tuve de homilética decía que una homilía debe tener coherencia interna: una idea, una imagen y un afecto; que la gente se va con una idea, una imagen y algo que se haya movido en su corazón. Así, sencilla, es la proclamación del Evangelio. Y así predicaba Jesús hablando de los pájaros, de los campos, de esto y aquello… de cosas concretas, para que la gente entendiera. Disculpad si vuelvo a esto, pero me preocupa... [aplausos] Me permito una maldad: ¡el aplauso fue iniciado por las monjas, que son víctimas de nuestras homilías!
Cirilo y Metodio abrieron esa nueva creatividad, lo hicieron y nos dicen esto: el Evangelio no puede crecer si no está enraizado en la cultura de un pueblo, es decir, en sus símbolos, en sus preguntas, en sus palabras, en su forma de ser. Los dos hermanos fueron obstaculizados y perseguidos mucho, lo sabéis. Fueron acusados de herejía porque se atrevieron a traducir el lenguaje de la fe. Ahí está la ideología que surge de la tentación de uniformar. Tras el deseo de uniformar hay una ideología. Pero la evangelización es un proceso de inculturación: es una semilla fecunda de novedad, es la novedad del Espíritu que lo renueva todo. El agricultor siembra —dice Jesús—, luego se va a casa y duerme. No se levanta para ver si crece, si brota… Es Dios quien da el crecimiento. No controléis demasiado la vida en este sentido: dejad que la vida crezca, como hicieron Cirilo y Metodio. De nosotros depende sembrar bien y cuidar como padres, eso sí. El granjero guarda, pero no va todos los días para ver cómo crece. Si hace eso, mata la planta.
Libertad, creatividad y finalmente diálogo. Una Iglesia que forma en la libertad interior y responsable, que sabe ser creativa sumergiéndose en la historia y la cultura, es también una Iglesia que sabe dialogar con el mundo, con los que confiesan a Cristo sin ser “uno de nosotros”, con los que viven el cansancio de una búsqueda religiosa, incluso con los que no creen. No es selectiva de un grupito, no, dialoga con todos: con los creyentes, con los que llevan adelante la santidad, con los tibios y con los no creyentes. Habla con todos. Es una Iglesia que, siguiendo el ejemplo de Cirilo y Metodio, une y mantiene unidos Oriente y Occidente, diferentes tradiciones y sensibilidades. Una Comunidad que, anunciando el Evangelio del amor, hace brotar la comunión, la amistad y el diálogo entre los creyentes, entre las diferentes confesiones cristianas y entre los pueblos.
La unidad, la comunión y el diálogo son siempre frágiles, sobre todo cuando detrás de nosotros hay una historia de dolor que ha dejado cicatrices. El recuerdo de las heridas puede llevarnos al resentimiento, la desconfianza, incluso al desprecio, animándonos a levantar vallas frente a quienes son diferentes a nosotros. Las llagas, sin embargo, pueden ser pasajes, aberturas que, imitando las llagas del Señor, dejan pasar la misericordia de Dios, su gracia que cambia la vida y nos transforma en agentes de paz y reconciliación. Sé que tenéis un refrán: “Al que te tire una piedra, dale pan”. Esto nos inspira. ¡Es muy evangélico! Es la invitación de Jesús a romper el círculo vicioso y destructivo de la violencia, poniendo la otra mejilla a los que nos golpean, para vencer el mal con el bien (cfr. Rm 12, 21). Me llama la atención un detalle de la historia del Cardenal Korec. Fue un Cardenal jesuita, perseguido por el régimen, encarcelado, obligado a trabajar duramente hasta que enfermó. Cuando vino a Roma para el Jubileo del 2000, fue a las catacumbas y encendió una vela por sus perseguidores, invocando misericordia. ¡Ese es el Evangelio! Crece en la vida y en la historia por el amor humilde, por el amor paciente.
Queridísimas y queridísimos, doy gracias a Dios por estar entre vosotros y de corazón os agradezco lo que hacéis y lo que sois y lo que haréis, inspirándoos en esta homilía, que también es una semilla que estoy sembrando… ¡Veamos si crecen las plantas! Deseo que sigáis vuestro camino en la libertad del Evangelio, en la creatividad de la fe y en el diálogo que brota de la misericordia de Dios, que nos ha hecho hermanos y hermanas, y nos llama a ser artesanos de paz y de concordia. Os bendigo de corazón. Y por favor rezad por mí. ¡Gracias!
Saludo en el Centro Belén (monjas de la Madre Teresa de Calcuta)
Buenas tardes a todos. Estoy contento de visitaros, de estar con vosotros, estoy muy contento. Gracias por recibirme. Agradezco mucho a las monjas la labor que hacen, labor de acogida, de ayuda, de acompañamiento. Muchas gracias. Agradezco a las madres y padres que están aquí con sus hijos; agradezco a todos los chicos que están aquí en este momento. También el Señor está con nosotros: cuando estamos juntos, tan felices, el Señor está con nosotros. Está con nosotros incluso cuando tenemos momentos de prueba: jamás nos abandona, el Señor siempre está cerca de nosotros. Podemos verlo o podemos no verlo, pero siempre nos acompaña en el camino de la vida: no olvidéis esto, sobre todo en los momentos malos. ¡Gracias, muchas gracias!
Discurso a la Comunidad judía
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Os agradezco las palabras de bienvenida y los testimonios que habéis dado. Estoy aquí como peregrino para tocar este lugar y ser tocado por él. La plaza donde nos encontramos es muy significativa para vuestra comunidad. Mantiene vivo el recuerdo de un rico pasado: fue durante siglos parte del barrio judío; aquí trabajó el célebre rabino Chatam Sofer. Aquí había una sinagoga, justo al lado de la Catedral de la Coronación. La arquitectura, como se ha dicho, expresaba la convivencia pacífica de las dos comunidades, símbolo inusual y de gran alcance evocativo, admirable signo de unidad en el nombre del Dios de nuestros padres. Aquí yo también siento la necesidad, como muchos de vosotros, de “quitarme las sandalias”, porque me encuentro en un lugar bendecido por la fraternidad de los hombres en el nombre del Altísimo.
Pero, posteriormente, el nombre de Dios fue deshonrado. En la locura del odio, durante la segunda guerra mundial, más de cien mil judíos eslovacos fueron asesinados. Y después, cuando se quisieron borrar las huellas de la comunidad, aquí la sinagoga fue demolida. Está escrito: «No invocarás en vano el nombre del Señor» (Ex 20,7). El nombre divino, es decir, su misma realidad personal, se nombra en vano cuando se viola la dignidad única e irrepetible del hombre, creado a su imagen. Aquí el nombre de Dios fue deshonrado, porque la peor blasfemia que se le puede causar es la de usarlo para los propios fines, más que para respetar y amar a los demás. Aquí, ante la historia del pueblo judío, marcada por este agravio trágico e indescriptible, nos avergonzamos de admitirlo: ¡cuántas veces el nombre inefable del Altísimo ha sido usado para realizar acciones que por su falta de humanidad resultan inenarrables! Cuántos opresores han declarado: “Dios está con nosotros”, pero eran ellos los que no estaban con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, vuestra historia es nuestra historia, vuestros dolores son nuestros dolores. Para algunos de vosotros, este Memorial de la Soah es el único lugar donde pueden honrar la memoria de sus seres queridos. También yo me uno a vosotros. Sobre el Memorial está escrito en hebreo “Zachor”: “Recuerda”. La memoria no puede y no debe dejar lugar al olvido, porque no habrá un amanecer en que perdure la fraternidad si antes no se han compartido y disipado las oscuridades de la noche. La pregunta del profeta resuena también para nosotros: «Centinela, ¿cuánto queda de la noche?» (Is 21,11). Esto significa que no es tiempo de seguir opacando la imagen de Dios que brilla en el hombre. Ayudémonos en esto. Porque tampoco hoy faltan ídolos vanos y falsos que deshonran el nombre del Altísimo. Son los ídolos del poder y del dinero que se imponen sobre la dignidad del hombre, de la indiferencia que vuelve la mirada a otra parte, de las manipulaciones que instrumentalizan la religión, haciendo de ella una cuestión de supremacía o reduciéndola a la irrelevancia. Y también lo es el olvido del pasado, la ignorancia que justifica todo, la rabia y el odio. Estamos unidos —lo repito— en la condena de toda violencia, de toda forma de antisemitismo, y en el esfuerzo para que la imagen de Dios en la persona humana no sea profanada.
Pero esta plaza, queridos hermanos y hermanas, es también un lugar donde brilla la luz de la esperanza. Venís aquí cada año a encender la primera luz en el candelabro de la Chanukiah. Así, en la oscuridad, surge el mensaje de que la destrucción y la muerte no son las que tienen la última palabra, sino la renovación y la vida. Y si la sinagoga fue demolida en este sitio, la comunidad todavía está presente. Está viva y abierta al diálogo. Aquí nuestras historias se encuentran de nuevo. Aquí juntos afirmamos ante Dios la voluntad de seguir en un camino de acercamiento y amistad.
A este respecto, conservo vivo en mí el recuerdo del encuentro en Roma en el año 2017 con los Representantes de vuestras comunidades judías y cristianas. Estoy contento de que posteriormente se haya instituido una Comisión para el diálogo con la Iglesia católica y que juntos hayan publicado importantes documentos. Es bueno compartir y comunicar lo que nos une. Y es bueno seguir, con verdad y sinceridad, en el camino fraterno de purificación de la memoria para sanar las heridas pasadas, así como en el recuerdo del bien recibido y ofrecido. Según el Talmud, el que destruye un solo hombre destruye al mundo entero, y el que salva un solo hombre salva al mundo entero. Cada uno vale, y vale mucho lo que hacéis por medio de vuestro precioso compartir. Os agradezco las puertas que habéis abierto de ambas partes.
El mundo necesita puertas abiertas. Son signos de bendición para la humanidad. Al padre Abrahán Dios le dijo: «En ti se bendecirán todas las familias de la tierra» (Gn 12,3). Es un estribillo que resuena en la vida de los padres (cfr. Gn 18,18; 22,18; 26,4). A Jacob, o sea Israel, Dios le dijo: «Ellos serán numerosos como el polvo de la tierra, y se extenderán al oeste y al este, al norte y al sur. En ti y en tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra» (Gn 28,14). Que aquí, en esta tierra eslovaca, tierra de encuentro entre este y oeste, norte y sur, la familia de los hijos de Israel siga cultivando esta vocación, la llamada a ser signo de bendición para todas las familias de la tierra. La bendición del Altísimo se derrama sobre nosotros cuando ve una familia de hermanos que se respetan, se aman y colaboran. Que el Omnipotente os bendiga para que, en medio de tanta discordia que contamina nuestro mundo, podáis ser siempre, juntos, testigos de paz. Shalom!
Martes, 14 de septiembre de 2021
Homilía en la divina liturgia bizantina de san Juan Crisóstomo
«Nosotros —declara san Pablo— proclamamos a un Mesías crucificado […], fuerza y sabiduría de Dios». Por otra parte, el Apóstol no esconde que la cruz, a los ojos de la sabiduría humana, representa todo lo contrario: es «escándalo», «locura» (1Co 1,23-24). La cruz era instrumento de muerte, y sin embargo de allí vino la vida. Era lo que nadie quería mirar, y aun así nos reveló la belleza del amor de Dios. Por eso el santo Pueblo de Dios la venera y la liturgia la celebra en la fiesta de hoy. El Evangelio de san Juan nos toma de la mano y nos ayuda a entrar en este misterio. El evangelista, de hecho, estaba justo allí, al pie de la cruz. Contempla a Jesús, ya muerto, colgado del madero, y escribe: «El que lo vio da testimonio» (Jn 19,35). San Juan ve y da testimonio.
Ante todo está el ver. Pero, ¿qué vio Juan al pie de la cruz? Ciertamente lo que vieron los demás: Jesús, inocente y bueno, muere brutalmente entre dos malhechores. Una de las muchas injusticias, uno de los tantos sacrificios cruentos que no cambian la historia, la enésima demostración de que el curso de los acontecimientos en el mundo no se modifica: a los buenos se les quita del medio y los malos vencen y prosperan. A los ojos del mundo la cruz es un fracaso. Y también nosotros corremos el riesgo de quedarnos en esa primera mirada, superficial, de no aceptar la lógica de la cruz; no aceptar que Dios nos salve dejando que se desate sobre sí el mal del mundo. No aceptar, sino sólo con palabras, al Dios débil y crucificado, es soñar con un Dios fuerte y triunfante. Es una gran tentación. Cuántas veces aspiramos a un cristianismo de vencedores, a un cristianismo triunfador que tenga relevancia e importancia, que reciba honor y gloria. Pero un cristianismo sin cruz es mundano y se vuelve estéril.
San Juan, en cambio, vio en la cruz la obra de Dios. Reconoció en Cristo crucificado la gloria de Dios. Vio que Él, a pesar de las apariencias, no era un fracasado, sino Dios que voluntariamente se ofrecía por todos los hombres. ¿Por qué lo hizo? Hubiera podido conservar la vida, hubiera podido mantenerse a distancia de nuestra historia más miserable y cruda. En cambio, quiso entrar dentro, ahondar en ella. Por eso eligió el camino más difícil: la cruz. Porque no debe haber en la tierra ninguna persona tan desesperada que no lo pueda encontrar, aun allí, en la angustia, en la oscuridad, en el abandono, en el escándalo de la propia miseria y de los propios errores. Precisamente allí, donde se piensa que Dios no pueda estar, Dios ha llegado. Para salvar a cualquier persona que esté desesperada quiso rozar la desesperación, para hacer suyo nuestro más amargo desaliento gritó en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Sal 22,1). Un grito que salva. Salva porque Dios hizo suyo incluso nuestro abandono. Y nosotros, ahora, con Él, ya no estamos solos, nunca.
¿Cómo podemos aprender a ver la gloria en la cruz? Algunos santos han enseñado que la cruz es como un libro que, para conocerlo, es necesario abrir y leer. No basta adquirir un libro, darle un vistazo y colocarlo en un lugar visible de la casa. Lo mismo vale para la cruz: está pintada o esculpida en cada rincón de nuestras iglesias. Son incontables los crucifijos: en el cuello, en casa, en el auto, en el bolsillo. Pero no sirve de nada si no nos detenemos a mirar al Crucificado y no le abrimos el corazón, si no nos dejamos sorprender por sus llagas abiertas por nosotros, si el corazón no se llena de emoción y no lloramos ante Dios herido de amor por nosotros. Si no hacemos eso, la cruz se queda como un libro sin leer, del que se conoce bien el título y el autor, pero no repercute en la vida. No reduzcamos la cruz a un objeto de devoción, mucho menos a un símbolo político, a un signo de importancia religiosa y social.
De la contemplación del Crucificado brota el segundo paso: dar testimonio. Si se ahonda la mirada en Jesús, su rostro comienza a reflejarse en el nuestro, sus rasgos se vuelven los nuestros, el amor de Cristo nos conquista y nos transforma. Pienso en los mártires, que dieron testimonio del amor de Cristo en tiempos muy difíciles de esta nación, cuando todo aconsejaba callar, protegerse, no profesar la fe. Pero no podían dejar de dar testimonio. ¡Cuántas personas generosas aquí en Eslovaquia sufrieron y murieron a causa del nombre de Jesús! Un testimonio realizado por amor a Aquel que habían contemplado ampliamente. Tanto, hasta el punto de asemejarse a Él, incluso en la muerte.
Pero pienso también en nuestro tiempo, en el que no faltan ocasiones de dar testimonio. Aquí, gracias a Dios, no hay quien persiga a los cristianos como en tantas otras partes del mundo. Pero el testimonio puede ser socavado por la mundanidad o la mediocridad. La cruz, en cambio, exige un testimonio límpido. Porque la cruz no quiere ser una bandera para enarbolar, sino la fuente pura de un nuevo modo de vivir. ¿Cuál? El del Evangelio, el de las Bienaventuranzas. El testigo que tiene la cruz en el corazón y no solo en el cuello no ve a nadie como enemigo, sino que ve a todos como hermanos y hermanas por los que Jesús dio la vida. El testigo de la cruz no recuerda los agravios del pasado ni se lamenta del presente. El testigo de la cruz no usa los caminos del engaño y del poder mundano, no quiere imponerse a sí mismo y a los suyos, sino dar su vida por los demás. No busca sus beneficios para después mostrarse devoto, eso sería una religión de la doblez, no el testimonio del Dios crucificado. El testigo de la cruz persigue una sola estrategia, la del Maestro, que es el amor humilde. No espera triunfos aquí abajo, porque sabe que el amor de Cristo es fecundo en lo ordinario y hace nuevas todas las cosas desde dentro, como semilla caída en tierra, que muere y da fruto.
Queridos hermanos y hermanas, vosotros habéis visto testigos. Conservad el amado recuerdo de las personas que os han amamantado y criado en la fe. Personas humildes y sencillas, que dieron su vida amando hasta el extremo. Ellos son nuestros héroes, los héroes de lo ordinario, y sus vidas son las que cambian la historia. Los testigos engendran otros testigos, porque son dadores de vida. Y así se difunde la fe. No con el poder del mundo, sino con la sabiduría de la cruz; no con las estructuras, sino con el testimonio. Y hoy el Señor, desde el silencio vibrante de la cruz, nos dice a todos, te dice también a ti, a ti, a ti, a mí: “¿Quieres ser mi testigo?”.
Con Juan en el Calvario estaba la Santa Madre de Dios. Nadie como Ella vio abierto el libro de la cruz y lo manifestó por medio del amor humilde. Por su intercesión, pidamos la gracia de convertir la mirada del corazón al Crucificado. Entonces nuestra fe podrá florecer en plenitud y los frutos de nuestro testimonio madurarán.
Saludo a la comunidad gitana
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Os agradezco la acogida y las cariñosas palabras. Ján ha recordado lo que os dijo san Pablo VI: «Vosotros en la Iglesia no estáis al margen… Estáis en el corazón de la Iglesia» (Homilía, 26-IX-1965). Nadie en la Iglesia debe sentirse fuera de lugar o dejado de lado. No es sólo un modo de decir, es el modo de ser de la Iglesia. Porque ser Iglesia es vivir como convocados por Dios, es sentirse titulares en la vida, formar parte del mismo equipo. Sí, porque Dios nos desea así, cada uno diferente pero todos reunidos en torno a Él. El Señor nos ve juntos. A todos.
Y nos ve hijos. Tiene mirada de Padre, mirada de predilección por cada hijo. Si yo acojo esa mirada sobre mí, aprendo a ver bien a los demás, descubro que tengo a mi lado otros hijos de Dios y los reconozco como hermanos. Esa es la Iglesia, una familia de hermanos y hermanas con el mismo Padre, que nos ha dado a Jesús como hermano, para que comprendamos cuánto ama la fraternidad. Y anhela que toda la humanidad llegue a ser una familia universal. Vosotros albergáis un gran amor por la familia, y miráis a la Iglesia a partir de esa experiencia. Sí, la Iglesia es casa, es vuestra casa. Por eso —quisiera deciros con el corazón— sois bienvenidos, sentíos siempre en casa en la Iglesia y nunca tengáis miedo de estar aquí. ¡Que ninguno os deje, a vosotros o a cualquier otra persona, fuera de la Iglesia!
Ján, me has saludado con tu esposa Beáta. Juntos habéis antepuesto vuestro sueño de familia a vuestras grandes diferencias de proveniencia, usos y costumbres. Vuestro matrimonio es el que manifiesta, más que muchas palabras, cómo lo concreto de la vida juntos puede derribar numerosos estereotipos, que de lo contrario parecerían insuperables. No es fácil ir más allá de los prejuicios, incluso entre los cristianos. No es sencillo valorar a los otros, a menudo se os ve como obstáculos o adversarios y se expresan juicios sin conocer vuestros rostros e historias.
Pero escuchemos lo que dice Jesús en el Evangelio: «No juzguéis» (Mt 7,1). El Evangelio no debe ser endulzado, no debe ser diluido. No juzguéis, nos dice Cristo. Cuántas veces, en cambio, no sólo hablamos sin tener elementos o de oídas, sino que nos consideramos en lo correcto cuando somos jueces implacables de los demás. Indulgentes con nosotros mismos, inflexibles con los otros. ¡Cuántas veces los juicios son en realidad prejuicios, cuántas veces adjetivamos! La belleza de los hijos de Dios, que son nuestros hermanos, se desfigura con palabras. No se puede reducir la realidad del otro a nuestros modelos prefabricados, no se puede encasillar a las personas. Ante todo, para conocerlas de verdad es necesario reconocerlas. Reconocer que cada uno lleva en sí la belleza imborrable de hijo de Dios, en la que se refleja el Creador.
Queridos hermanos y hermanas, demasiadas veces habéis sido objeto de prejuicios despiadados, de estereotipos discriminatorios, de palabras y gestos difamatorios. De esa manera todos nos hemos vuelto más pobres, pobres en humanidad. Lo que necesitamos es recuperar dignidad y pasar de los prejuicios al diálogo, de las cerrazones a la integración. Pero, ¿cómo hacerlo? Nikola y René nos han ayudado. Su historia de amor nació aquí y maduró gracias a la cercanía y al aliento que recibieron. Se sintieron responsables y aspiraron a un trabajo, se sintieron amados y crecieron con el deseo de dar algo más a sus hijos.
Así nos dieron un hermoso mensaje: donde se cuida a la persona, donde hay trabajo pastoral, donde hay paciencia y concreción llegan los frutos. No llegan inmediatamente, sino con el tiempo, pero llegan. Juicios y prejuicios sólo aumentan las distancias. Conflictos y palabras fuertes no ayudan. Marginar a las personas no resuelve nada. Cuando se alimenta la cerrazón, antes o después estalla la rabia. El camino para una convivencia pacífica es la integración. Es un proceso orgánico, un proceso lento y vital que se inicia con un conocimiento recíproco, va adelante con paciencia y mira al futuro. ¿Y a quién le pertenece el futuro? Podemos preguntarnos: ¿a quién pertenece el futuro? A los niños. Ellos son los que nos orientan. Sus grandes sueños no pueden hacerse añicos contra nuestras barreras. Ellos quieren crecer junto a los demás, sin obstáculos, sin exclusiones. Merecen una vida integrada, una vida libre. Ellos son los que motivan decisiones con amplitud de miras que no buscan el consenso inmediato, sino que velan por el porvenir de todos. Por los hijos deben tomarse decisiones valientes; por su dignidad, por su educación, para que crezcan bien arraigados en sus orígenes y, al mismo tiempo, para que no vean coartada cualquier otra posibilidad.
Agradezco a quienes llevan adelante este trabajo de integración que, además de que comporta no poco esfuerzo, a veces recibe incomprensión e ingratitud, incluso dentro de la Iglesia. Queridos sacerdotes, religiosos y laicos, queridos amigos que dedicáis vuestro tiempo a ofrecer un desarrollo integral a vuestros hermanos y hermanas, ¡gracias! Gracias por todo el trabajo con quienes están marginados. Pienso también en los refugiados y en los detenidos. A ellos, en particular, y a todo el mundo penitenciario expreso mi cercanía. Gracias, don Peter, por habernos hablado de los centros pastorales, donde no hacen asistencialismo social, sino acompañamiento personal. Gracias a los Salesianos. Seguid adelante en ese camino, que no engaña con poder dar todo y rápidamente, sino que es profético, porque incluye a los últimos, construye fraternidad, siembra la paz. No tengáis miedo de salir al encuentro de quien está marginado. Os daréis cuenta de que salís al encuentro de Jesús. Él os espera allí donde hay fragilidad, no comodidad; donde hay servicio, no poder; donde es posible encarnarse, no buscar sentirse satisfechos. Allí está Él.
Y os invito a todos a ir más allá de los miedos, más allá de las heridas del pasado, con confianza, un paso tras otro: en el trabajo honesto, en la dignidad de ganarse el pan de cada día, alimentando la confianza mutua. Y en la oración los unos por los otros, porque eso es lo que nos orienta y nos da fuerza. Os animo, os bendigo y os traigo el abrazo de toda la Iglesia. Gracias. Palikerav.
Discurso a los jóvenes
Queridos jóvenes, queridos hermanos y hermanas, dobrý večer! [¡buenas tardes!]. Me ha dado alegría escuchar las palabras de Mons. Bernard, y vuestros testimonios y preguntas. Me habéis hecho tres y quisiera intentar buscar respuestas con vosotros.
Comienzo por Peter y Zuzka, por su pregunta acerca del amor en la pareja. El amor es el sueño más grande de la vida, pero no es un sueño barato. Es hermoso, pero no es fácil, como todas las cosas grandes de la vida. Es el sueño, pero no es un sueño fácil de interpretar. Os robo una frase: «Hemos comenzado a percibir este don con ojos totalmente nuevos». En verdad, como habéis dicho, se necesitan ojos nuevos, ojos que no se dejan engañar por las apariencias. Amigos, no banalicemos el amor, porque el amor no es sólo emoción y sentimiento, eso en todo caso es al inicio. El amor no es tenerlo todo y rápido, no responde a la lógica del usar y tirar. El amor es fidelidad, don, responsabilidad.
La verdadera originalidad hoy, la verdadera revolución es rebelarse contra la cultura de lo provisional, es ir más allá del instinto, del instante, es amar para toda la vida y con todo nuestro ser. No estamos aquí para ir tirando, sino para hacer de la vida una acción heroica. Todos tendréis en mente grandes historias, que leísteis en novelas, en alguna película inolvidable, en relatos emocionantes. Si lo pensáis, en las grandes historias siempre hay dos ingredientes: uno es el amor, el otro es la aventura, el heroísmo. Siempre van juntos. Para hacer grande la vida se necesitan ambos: amor y heroísmo. Miremos a Jesús, miremos al Crucificado, están los dos: un amor sin límites y la valentía de dar la vida hasta el extremo, sin medias tintas. Aquí delante de nosotros está la beata Ana, una heroína del amor. Nos dice que apuntemos a metas altas. Por favor, no dejemos pasar los días de la vida como los capítulos de una telenovela.
Por eso, cuando soñéis con el amor, no creáis en los efectos especiales, sino en que cada uno es especial, cada uno de vosotros. Cada uno es un don y puede hacer de su vida un don. Los demás, la sociedad, los pobres os esperan. Soñad con una belleza que vaya más allá de la apariencia, más allá del maquillaje, más allá de las tendencias de moda. Soñad sin miedo de formar una familia, de procrear y educar unos hijos, de pasar una vida compartiendo todo con otra persona, sin avergonzarse de las propias fragilidades, porque está él, o ella, que los acoge y los ama, que te ama así como eres. Eso es el amor, amar al otro como es, y eso es hermoso. Los sueños que tenemos nos hablan de la vida que anhelamos. Los grandes sueños no son el mejor coche, la ropa de moda o el viaje transgresor. No escuchéis a quien os habla de sueños y en cambio os vende ilusiones. Una cosa es el sueño, soñar, y otra tener ilusión. Los que venden ilusiones hablando de sueños son manipuladores de la felicidad. Hemos sido creados para una alegría más grande, cada uno es único y está en el mundo para sentirse amado en su singularidad y para amar a los demás como ninguna otra persona podría hacerlo en su lugar. No se trata de vivir sentados en el banquillo para sustituir a otro. No, cada uno es único a los ojos de Dios. No os dejéis “homologar”; no fuimos hechos en serie, somos únicos, somos libres, y estamos en el mundo para vivir una historia de amor, de amor con Dios, para abrazar la audacia de decisiones fuertes, para aventurarnos en el maravilloso riesgo de amar. Os pregunto, ¿creéis en esto? Os pregunto, ¿es vuestro sueño? [responden: “¡Sí!”]. ¿Seguro? [“¡Sí!”]. ¡Muy bien!
Quisiera daros otro consejo. Para que el amor dé frutos, no se olviden las raíces. ¿Y cuáles son sus raíces? Los padres y sobre todo los abuelos. Prestad atención: ¡los abuelos! Ellos os han preparado el terreno. Regad las raíces, id a ver a los abuelos, les hará bien; hacedles preguntas, dedicad tiempo a escuchar sus historias. Hoy se corre el peligro de crecer desarraigados, porque tendemos a correr, a hacerlo todo de prisa. Lo que vemos en internet nos puede llegar rápidamente a casa, basta un clic y personas y cosas aparecen en la pantalla. Y luego resulta que se vuelven más familiares que los rostros de quienes nos han engendrado. Llenos de mensajes virtuales, corremos el riesgo de perder las raíces reales. Desconectarnos de la vida, fantasear en el vacío no hace bien, es una tentación del maligno. Dios nos quiere bien plantados en la tierra, conectados a la vida, nunca cerrados sino siempre abiertos a todos. Enraizados y abiertos. ¿Habéis entendido? Enraizados y abiertos.
Sí, es verdad —me diréis—, pero el mundo piensa de otro modo. Se habla mucho de amor, pero en realidad rige otro principio: que cada uno se ocupe de lo suyo. Queridos jóvenes, no os dejéis condicionar por eso, por lo que no funciona, por el mal que hace estragos. No os dejéis aprisionar por la tristeza, por el desánimo resignado de quien dice que nunca cambiará nada. Si se cree en eso uno enferma de pesimismo. ¿Y habéis visto la cara de un joven pesimista? ¿Habéis visto qué cara tiene? Una cara amargada, una cara de amargura. El pesimismo nos enferma de amargura. Se envejece por dentro. Y se envejece siendo jóvenes. Hoy existen muchas fuerzas disgregadoras, muchos que culpan a todos y todo, amplificadores de negatividad, profesionales de las quejas. No los escuchéis, no, porque la queja y el pesimismo no son cristianos, el Señor detesta la tristeza y el victimismo. No estamos hechos para ir mirando el suelo, sino para elevar los ojos y mirar al cielo, a los otros y a la sociedad.
Y cuando estamos decaídos —porque todos en la vida estamos decaídos en algún momento, todos hemos tenido esa experiencia—, ¿qué podemos hacer? Hay un remedio infalible para volver a levantarse. Es lo que has dicho tú, Petra: la confesión. ¿Habéis escuchado a Petra? [“¡Sí!”]. El remedio de la confesión. Me preguntaste: «¿Cómo puede un joven superar los obstáculos del camino hacia la misericordia de Dios?». También aquí es una cuestión de mirada, de mirar lo que importa. Si yo os pregunto: “¿En qué pensáis cuando vais a confesaros?” —no lo digáis en voz alta—, estoy casi seguro de la respuesta: “En los pecados”. Pero —les pregunto, responded—, ¿los pecados son verdaderamente el centro de la confesión? [“¡No!”] No os oigo… [“¡No!”] Muy bien. ¿Dios quiere que te acerques a Él pensando en ti, en tus pecados, o pensando en Él? ¿Qué desea Dios, que te acerques a Él o a tus pecados? ¿Qué desea? Responded [“¡A Él”]. Más fuerte, que soy sordo [“¡A Él!”]. ¿Cuál es el centro, los pecados o el Padre que perdona todo? El Padre. No vamos a confesarnos como unos castigados que deben humillarse, sino como hijos que corren a recibir el abrazo del Padre. Y el Padre nos levanta en cada situación, nos perdona cada pecado. Escuchad bien esto: ¡Dios perdona siempre! ¿Lo habéis entendido? ¡Dios perdona siempre!
Os doy un pequeño consejo: después de cada confesión, quedaos un momento recordando el perdón que habéis recibido. Atesorad esa paz en el corazón, esa libertad que sentís dentro. No los pecados, que ya no están, sino el perdón que Dios te ha regalado, la caricia de Dios Padre. Eso atesoradlo, no dejéis que os lo roben. Y cuando volváis a confesaros, recordad: voy a recibir una vez más ese abrazo que me hizo tanto bien. No voy a un juez a ajustar cuentas, voy a encontrarme con Jesús que me ama y me cura. En este momento quisiera dar un consejo a los sacerdotes: yo les diría a los sacerdotes que se sientan en el lugar de Dios Padre que siempre perdona, abraza y acoge. Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Dios, si Él es el protagonista, todo se vuelve hermoso y la confesión se convierte en el sacramento de la alegría. Sí, de la alegría, no del miedo o del juicio, sino de la alegría. Y es importante que los sacerdotes sean misericordiosos. Nunca curiosos, nunca inquisidores, por favor, sino hermanos que dan el perdón del Padre, que sean hermanos que acompañan en ese abrazo del Padre.
Pero alguno podría decir: “Yo igualmente me avergüenzo, no logro superar la vergüenza de ir a confesarme”. No es un problema, es algo bueno. Avergonzarse en la vida en ocasiones hace bien. Si te avergüenzas, quiere decir que no aceptas lo que has hecho. La vergüenza es buena señal, pero como toda señal pide que ir más allá. No permanecer prisionero de la vergüenza, porque Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama precisamente allí donde tú te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre. Os cuento algo que no está en la gran pantalla. En mi tierra, a esos descarados que hacen todo mal, los llamamos “sin-vergüenzas”.
Y una última duda: “Padre, yo no consigo perdonarme, por tanto, ni siquiera Dios podrá perdonarme, porque caigo siempre en los mismos pecados”. Pero —escucha—, ¿cuándo se ofende Dios, cuando vas a pedirle perdón? No, nunca. Dios sufre cuando nosotros pensamos que no puede perdonarnos, porque es como decirle: “¡Eres débil en el amor!”. Decirle eso a Dios es tremendo, decirle “eres débil en el amor”. En cambio, Dios siempre se alegra de perdonarnos. Cuando vuelve a levantarnos cree en nosotros como la primera vez, no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, Él no. No ve unos pecadores a quienes etiquetar, sino unos hijos a quienes amar. No ve personas fracasadas, sino hijos amados; quizá heridos, y entonces tiene aún más compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos —no lo olvidéis nunca— en el cielo se hace una fiesta. ¡Que sea así también en la tierra!
Y finalmente, Peter y Lenka, en la vida habéis experimentado la cruz. Gracias por vuestro testimonio. Habéis preguntado cómo «animar a los jóvenes para que no tengan miedo de abrazar la cruz». Abrazar: es un hermoso verbo. Abrazar ayuda a vencer el miedo. Cuando somos abrazados recuperamos la confianza en nosotros mismos y también en la vida. Entonces dejémonos abrazar por Jesús. Porque cuando abrazamos a Jesús volvemos a abrazar la esperanza. La cruz no se puede abrazar sola, el dolor no salva a nadie. Es el amor el que transforma el dolor. Por eso, la cruz se abraza con Jesús, ¡nunca solos! Si se abraza a Jesús renace la alegría, renace la alegría. Y la alegría de Jesús, en el dolor, se transforma en paz. Queridos jóvenes, os deseo esa alegría, más fuerte que cualquier otra cosa. Quisiera que la llevéis a vuestros amigos. No sermones, sino alegría. ¡Llevad alegría! No palabras, sino sonrisas, cercanía fraterna. Os agradezco que me hayáis escuchado y os pido una última cosa: no os olvidéis de rezar por mí. Ďakujem! [¡Gracias!]
Nos ponemos todos de pie y oremos a Dios que nos ama, recemos el Padre Nuestro: “Padre nuestro...” [en eslovaco].
Miércoles, 15 de septiembre de 2021
Oración con los obispos en el Santuario de Šaštín
En el nombre de Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
El Santo Padre y los obispos rezan juntos la oración de consagración:
Nuestra Señora de los siete dolores, nos hemos reunido aquí ante ti como hermanos, dando gracias al Señor por su amor misericordioso. Y tú estás aquí con nosotros, como estuviste con los Apóstoles en el Cenáculo. Madre de la Iglesia y Consuelo de los afligidos, nos dirigimos a ti con confianza, en las alegrías y en las fatigas de nuestro ministerio. Míranos con ternura y acógenos entre tus brazos. Reina de los Apóstoles y Refugio de los pecadores, que conoces nuestros límites humanos, las faltas espirituales, el dolor por la soledad y el abandono, sana nuestras heridas con tu dulzura. Madre de Dios y Madre nuestra, te confiamos nuestra vida y nuestra patria, te confiamos nuestra misma comunión episcopal. Obtennos la gracia de vivir con fidelidad cotidiana las palabras que tu Hijo nos ha enseñado y que ahora, en él y con él, dirigimos a Dios nuestro Padre.
Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal.
Oremos. Oh Dios, que concedes a tu Iglesia imitar a la bienaventurada Virgen María en la contemplación de la pasión de Cristo, otórganos, por su intercesión, que nos configuremos cada vez más con tu Hijo unigénito y alcancemos la plenitud de su gracia. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
Bendigamos al Señor.
R/. Demos gracias a Dios.
Homilía en el Santuario Nacional de Šaštin
En el templo de Jerusalén, los brazos de María se extienden hacia los del anciano Simeón, que puede acoger a Jesús y reconocerlo como el Mesías enviado para la salvación de Israel. En esta escena contemplamos quién es María: es la Madre que nos da al Hijo Jesús. Por eso la amamos y la veneramos. Y el pueblo eslovaco acude con fe y devoción a este Santuario Nacional de Šaštín, porque sabe que es Ella la que nos da a Jesús. En el logo de este Viaje apostólico hay un camino dibujado dentro de un corazón que está coronado por la cruz: María es el camino que nos introduce en el Corazón de Cristo, que dio la vida por amor a nosotros. A la luz del Evangelio que hemos escuchado, podemos mirar a María como modelo de fe. Y reconocemos tres características de la fe: el camino, la profecía y la compasión.
En primer lugar, la fe de María es una fe que se pone en camino. La joven de Nazaret, apenas recibido el anuncio del Ángel, «se fue rápidamente a la región montañosa» (Lc 1,39) para ir a visitar y ayudar a Isabel, su prima. No consideró un privilegio el haber sido llamada a convertirse en Madre del Salvador, no perdió la alegría sencilla de su humildad por haber recibido la visita del Ángel, no se quedó quieta contemplándose a sí misma entre las cuatro paredes de su casa. Al contrario, vivió el don recibido como una misión que cumplir, sintió la exigencia de abrir la puerta y salir de su casa, dio vida y cuerpo a la impaciencia con la que Dios quiere alcanzar a todos los hombres para salvarlos con su amor. Por eso María se puso en camino. A la comodidad de la rutina prefirió las incertidumbres del viaje; a la estabilidad de la casa, el cansancio del camino; a la seguridad de una religiosidad tranquila, el riesgo de una fe que se pone en juego, haciéndose don de amor para el otro. También el Evangelio de hoy nos hace ver a María en camino, hacia Jerusalén, donde junto con José su esposo presenta a Jesús en el templo. Y toda su vida será un camino detrás de su Hijo, como primera discípula, hasta el Calvario, a los pies de la cruz. María camina siempre.
Así, la Virgen es modelo de la fe de este pueblo eslovaco, una fe que se pone en camino, animada siempre por una devoción sencilla y sincera, peregrinando siempre en busca del Señor. Y, caminando, vencéis la tentación de una fe estática, que se contenta con cualquier rito o tradición antigua, y en cambio salís de vosotros mismos, lleváis en la mochila las alegrías y los dolores, y hacéis de la vida una peregrinación de amor a Dios y los hermanos. ¡Gracias por ese testimonio! Y, por favor, seguid en camino, siempre. ¡No os detengáis! Y quisiera agregar algo más. He dicho: “no os detengáis”, porque cuando la Iglesia se para, enferma; cuando los obispos se detienen, enferman a la Iglesia; cuando los sacerdotes se paran, enferman al pueblo de Dios.
La fe de María también es una fe profética. Con su misma vida, la joven de Nazaret es profecía de la obra de Dios en la historia, de su obrar misericordioso que invierte la lógica del mundo, elevando a los humildes y dispersando a los soberbios (cfr. Lc 1,52). Ella, representante de todos los “pobres de Yahvé”, que gritan a Dios y esperan la venida del Mesías, María es la Hija de Sion anunciada por los profetas de Israel (cfr. So 3,14-18), la Virgen que concebirá al Dios con nosotros, el Emmanuel (cfr. Is 7,14). Como Virgen Inmaculada, María es imagen de nuestra vocación. Como Ella, estamos llamados a ser santos e irreprochables en el amor (cfr. Ef 1,4), siendo imagen de Cristo. La profecía de Israel culmina en María, porque Ella lleva en el seno a Jesús, la Palabra de Dios hecha carne. Él realiza plena y definitivamente el designio de Dios. De Él, Simeón dijo a la Madre: «Este niño está puesto para que muchos caigan y se levanten en Israel, y como un signo de contradicción» (Lc 2,34).
No olvidemos esto: no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida. No se puede. Jesús es signo de contradicción. Ha venido para llevar luz donde hay tinieblas, haciéndolas salir al descubierto y obligándolas a rendirse. Por eso las tinieblas luchan siempre contra Él. Quien acoge a Cristo y se abre a Él resurge, quien lo rechaza se cierra en la oscuridad y se arruina a sí mismo. Jesús dijo a sus discípulos que no había venido a traer paz sino la espada (cfr. Mt 10,34). En efecto, su Palabra, como espada de doble filo, entra en nuestra vida y separa la luz de las tinieblas, pidiéndonos que decidamos nos dice “elige”. Ante Jesús no se puede permanecer tibio, con “el pie en dos zapatos”. No, no se puede. Acogerlo significa aceptar que Él desvele mis contradicciones, mis ídolos, las insinuaciones del mal; y que sea para mí resurrección, Aquel que siempre me levanta, que me toma de la mano y me hace volver a empezar. Siempre me levanta.
Y justamente esos profetas son los que hoy también necesita Eslovaquia. Vosotros, obispos, profetas que seguís ese camino. No se trata de ser hostiles al mundo, sino “signos de contradicción” en el mundo. Cristianos que saben mostrar con su vida la belleza del Evangelio, que son tejedores de diálogo donde las posiciones se endurecen, que hacen brillar la vida fraterna donde a menudo en la sociedad hay división y hostilidad, que difunden el buen perfume de la acogida y de la solidaridad donde los egoísmos personales, los egoísmos colectivos predominan con frecuencia, que protegen y cuidan la vida donde reinan lógicas de muerte.
María, Madre del camino, se pone en camino; María, Madre de la profecía; por último, María es la Madre de la compasión. Su fe es compasiva. Aquella que se definió “la esclava del Señor” (cfr. Lc 1,38) y que, con maternal solicitud, se preocupó de que no faltara el vino en las bodas de Caná (cfr. Jn 2,1-12), compartió con el Hijo la misión de la salvación, hasta el pie de la cruz. En ese momento, en el angustioso dolor vivido en el Calvario, Ella comprendió la profecía de Simeón: «Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35). El sufrimiento del Hijo agonizante, que cargaba sobre sí los pecados y padecimientos de la humanidad, la atravesó también a Ella. Jesús desgarrado en la carne, hombre de dolores desfigurado por el mal (cfr. Is 53,3); María desgarrada en el alma, Madre compasiva que recoge nuestras lágrimas y al mismo tiempo nos consuela, señalándonos la victoria definitiva en Cristo.
Y María Dolorosa al pie de la cruz simplemente permanece. Está al pie de la cruz. No escapa, no intenta salvarse a sí misma, no usa artificios humanos ni anestésicos espirituales para huir del dolor. Esa es la prueba de la compasión: permanecer al pie de la cruz. Permanecer con el rostro surcado por las lágrimas, pero con la fe de quien sabe que en su Hijo Dios transforma el dolor y vence la muerte.
También nosotros, mirando a la Virgen Madre Dolorosa, nos abrimos a una fe que se hace compasión de vida con el que está herido, el que sufre y el que está obligado a cargar cruces pesadas sobre sus hombros. Una fe que no se queda en lo abstracto, sino que penetra en la carne y nos hace solidarios con quien pasa necesidad. Esa fe, con el estilo de Dios, humildemente y sin ruido, alivia el dolor del mundo y riega los surcos de la historia con la salvación.
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor siempre os conserve el asombro, os conserve la gratitud por el don de la fe. Y que María Santísima os obtenga la gracia de que vuestra fe siempre siga en camino, tenga el respiro de la profecía y sea una fe llena de compasión.
Despedida del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas: ha llegado el momento de despedirme de vuestro país. En esta Eucaristía he dado gracias a Dios, que me ha permitido estar entre vosotros y concluir mi peregrinación en el abrazo devoto de vuestro pueblo, celebrando juntos la gran fiesta religiosa y nacional de la Patrona, la Virgen Dolorosa. Queridos hermanos obispos, os agradezco de corazón la preparación y la acogida. Renuevo mi gratitud a la señora Presidenta de la República y a las autoridades civiles. Y agradezco a todos los que han colaborado de diversas maneras, sobre todo con la oración. Os llevo en el corazón. Ďakujem všetkým! [¡Gracias a todos!]
Rueda de prensa del Papa en el vuelo de vuelta
Istávan Károly Kuzmányi (Magiar Kurir): Santo Padre le agradecemos su visita a Budapest, donde citó al Cardenal Mindszenty, que dijo: “Si hay un millón de húngaros que rezan, no tengo miedo al futuro”. ¿Por qué ha decidido participar después de 21 años en el Congreso Eucarístico de Budapest y cómo ve el cristianismo en Europa?
Al principio decían: “no visita a los húngaros”, y algunos pensaban mal de la visita a Budapest. Pero ya estaba planificada, y la tenía en mente, y le prometí a vuestro Presidente —es la tercera vez que nos vemos— que el año que viene o el siguiente podré venir. Son muchos los valores de los húngaros. Me llamó la atención el sentido del ecumenismo con una gran profundidad. En general, Europa —siempre lo digo— debe retomar los sueños de sus padres fundadores. La Unión Europea no es una reunión para hacer cosas, hay un espíritu detrás de la UE que soñaron Schumann, Adenauer, De Gasperi. Existe el peligro de que sea sólo una oficina de gestión, y eso no es bueno, tiene que ir directamente a la mística, buscar las raíces de Europa y llevarlas adelante. Todos los países deben ir adelante. Es cierto que algunos intereses, quizá no europeos, intentan utilizar la Unión Europea para la colonización ideológica, y eso no es bueno. La UE debe ser independiente y todos los países al mismo nivel, inspirados en el sueño de los grandes fundadores. Esa es mi idea. Estuve con vosotros el año pasado en Transilvania: esa Misa fue hermosa.
Bohumil Petrik (Dennik Standard): La vacuna ha dividido a los cristianos en Eslovaquia. Usted dice que es un acto de amor vacunarse, pero ha habido diferentes enfoques en las diócesis. ¿Cómo podemos reconciliarnos sobre este tema?
Es un poco extraño porque la humanidad tiene una historia de amistad con las vacunas: de pequeños nos vacunaban del sarampión, poliomielitis... Quizás esta virulencia se deba a la incertidumbre, no sólo de la pandemia, sino de la diversidad de las vacunas y también la fama de algunas vacunas que son un poco más que agua destilada, esto ha creado un temor. Hay otros que dicen que es un peligro porque dicen que con la vacuna se te mete el virus dentro, y eso ha creado algunas divisiones. Incluso en el Colegio de Cardenales hay algunos negacionistas y uno de ellos, pobrecito, está hospitalizado con el virus. ¡Ironías de la vida! No sé explicarlo bien, algunos dicen que porque las vacunas no están suficientemente probadas. Hay que dejarlo claro con serenidad: en el Vaticano todos están vacunados, excepto un pequeño grupo que se está estudiando como ayudarlos.
Daniel Verdú Palai (El País): El domingo por la mañana se reunió con Orban y se puede entender algunas de las divergencias. Queríamos preguntarle cómo fue la reunión, si tocaron los temas de los migrantes y qué opina de las leyes sobre los homosexuales que ha promulgado.
Yo recibí la visita, el Presidente vino a verme, tuvo esta cortesía, es la tercera vez que me encuentro con él, y vino con el Primer Ministro y el Viceministro. El que habló fue el Presidente. El primer tema fue la ecología, de verdad chapeau a ustedes húngaros, la conciencia ecológica que tenéis, ¡impresionante! Me explicó cómo purifican los ríos, cosas que yo no sabía. Ese fue el tema principal. Luego pregunté por la edad promedio, porque me preocupa el invierno demográfico, en Italia la edad promedio es de 47 años, España creo que es aún peor, muchos pueblos están vacíos o con mucha gente mayor. Es una seria preocupación. ¿Cómo se puede resolver esto? El Presidente me explicó la ley que tienen para ayudar a las parejas jóvenes a casarse y tener hijos. Interesante, es una ley bastante parecida a la francesa, pero más desarrollada. Me la explicaron, allí añadieron algo técnico, el Primer Ministro y el Viceministro sobre cómo era esta ley. Sobre la inmigración nada. Luego volvimos a la ecología. La familia, en el sentido de la demografía: se ve que hay muchos jóvenes, muchos niños. También en Eslovaquia hay muchas parejas jóvenes. Ahora el reto es crear puestos de trabajo, para que no salgan a buscarlo afuera. Pero estas han sido las cosas... Ha hablado siempre el Presidente, ambos Ministros añadieron algunos datos. Hubo un buen clima, y duró bastante, unos 35 o 40 minutos.
Gerard O'Connell (América): En primer lugar, quería decirle que estamos todos contentos con la operación, que ha dado un resultado espléndido. ¡Usted ha rejuvenecido! En otro ámbito, Usted ha dicho a menudo que todos somos pecadores, y que la Eucaristía no es un premio para los virtuosos, sino una medicina y un alimento para los débiles. Como Usted sabe, en los Estados Unidos, tras las últimas elecciones, hubo una discusión entre los Obispos sobre dar la comunión a los políticos que apoyaban las leyes del aborto, y hay Obispos que quieren negar la comunión al Presidente y a otros funcionarios. Otros Obispos están a favor, otros dicen que no hay que usar la Eucaristía como arma. ¿Qué opina y qué aconseja a los Obispos? ¿Y usted, como Obispo, en todos estos años ha negado públicamente la Eucaristía a alguien?
Nunca he negado la Eucaristía a nadie, ¡no sé si alguien ha venido en esas condiciones! Esto ya desde sacerdote. Nunca he sido consciente de tener delante a una persona como la que describes, eso es cierto. La única vez que me ha pasado algo simpático fue cuando fui a celebrar la Misa en una residencia de ancianos, estaba en la salita y dije: el que quiera comulgar que levante la mano. Y todos los ancianos levantaron la mano. Una ancianita levantó la mano y tomó la comunión y dijo: “Gracias, padre, gracias, soy judía”. Y le dije: “¡Lo que te he dado también es judío!”. Es lo único raro que me ha pasado. La comunión no es un premio para los perfectos — pensemos en Port Royal, el problema del jansenismo: solo los “perfectos” pueden comulgar—, la comunión es un don, un regalo, es la presencia de Jesús en la Iglesia y en la comunidad: eso es lo que dice la teología. Entonces, los que no están en la comunidad no pueden comulgar, como esta señora judía, pero el Señor quiso premiarla sin que yo lo supiera. Fuera de la comunidad —excomulgados, es un término duro, pero es así— porque no están bautizados o se han alejado. El segundo problema, el del aborto: es más que un problema, es un homicidio: el que aborta mata, sin medias palabras. Tomad cualquier libro de embriología para estudiantes de medicina. La tercera semana después de la concepción, muchas veces antes de que la madre sepa que está embarazado, todos los órganos ya están ahí, incluso el ADN... es una vida humana, esa vida humana debe ser respetada. ¡Este principio es tan claro! A los que no pueden entenderlo, les haría dos preguntas: ¿es correcto matar una vida humana para resolver un problema? Científicamente es una vida humana. ¿Es correcto contratar a un sicario para matar una vida humana? Esto lo he dicho varias veces, el otro día a la Cope… ¡Y punto! No ir con cuestiones raras. Científicamente es una vida humana: lo enseñan los libros. ¿Es justo quitarlo de en medio para resolver un problema? Por eso la Iglesia es tan dura en este tema porque si acepta eso es como si aceptara el homicidio diario. Un Jefe de Estado me decía que el declive demográfico comenzó porque en aquellos años había una ley tan fuerte sobre el aborto que se realizaron seis millones de abortos y esto dejó una caída de los nacimientos en la sociedad de ese país. Ahora vamos a esa persona que no está en la comunidad, no puede comulgar. Y esto no es un castigo, está fuera: la comunión une a la comunidad. Pero el problema no es teológico —eso es sencillo—, el problema es pastoral, cómo gestionamos los Obispos este principio pastoralmente, y si miramos la historia de la Iglesia veremos que cada vez que los Obispos no han gestionado un problema como pastores han tomado partido por el lado político. Pensemos en la noche de San Bartolomé, herejes, sí, degollémoslos a todos.... Pensemos en la cacería de brujas.... en Campo di Fiori, Savonarola. Cuando la Iglesia para defender un principio, lo hace de forma no pastoral, toma partido en el plano político, y siempre ha sido así, basta con mirar la historia. ¿Qué debe hacer el pastor? Ser pastor, no condenar. Sé un pastor, porque es un pastor también para los excomulgados. Pastores con el estilo de Dios, que es cercanía, compasión y ternura. Toda la Biblia lo dice. Un pastor que no sabe ser pastor, resbala y se mete en tantas cosas que no son de pastor. No conozco los detalles de los Estados Unidos. ¿Pero si eres cercano, tierno y das la comunión? —es una hipótesis—: el pastor sabe qué hacer en todo momento. Pero si te sales de la pastoral de la Iglesia te conviertes inmediatamente en un político, y eso se ve en todas las condenas no pastorales de la Iglesia. Con este principio creo que un pastor puede manejarse bien. Los principios son de la teología. La pastoral es la teología y el Espíritu Santo que te va conduciendo con el estilo de Dios. Hasta aquí me atrevo a decir. Si dices que puedes dar o no dar, esto es casuística... ¿Recuerdas la tormenta que se armó con Amoris laetitia? Cuando salió aquel capítulo del acompañamiento a los esposos separados, divorciados… ¡Herejía, herejía! Afortunadamente estaba el Cardenal Schoenborn, un gran teólogo, que aclaró las cosas... Siempre esa condena, condena… Ya basta con la excomunión, por favor, no pongamos más excomuniones. Pobre gente, son hijos de Dios, están fuera temporalmente, y necesitan nuestra cercanía pastoral, luego el pastor resuelve las cosas como el Espíritu le indica...
Stefano Maria Paci (Sky Tg 24): Creo que este mensaje que le estoy por anunciar lo considerará como un regalo, me lo pidió de entregárselo Edith Bruck, la escritora judía que visitó en su casa, un largo mensaje firmado “su hermana Edith”, en el que le agradece sus gestos y llamamientos contra el antisemitismo durante este viaje. Comienza: “Amado Papa Francisco, sus palabras sobre el antisemitismo nunca desarraigado hoy son más actuales que nunca, no solo es los países que está visitando, sino en toda Europa”.
Es verdad, el antisemitismo está resurgiendo, está de moda, es algo muy, muy feo....
La pregunta es sobre la familia. Usted ha hablado de ello con las autoridades húngaras y llegó una resolución de Estrasburgo que invita a reconocer los matrimonios homosexuales. ¿Qué opina sobre esto?
He hablado claro sobre esto. El matrimonio es un sacramento, la Iglesia no tiene poder para cambiar los sacramentos tal y como el Señor los ha instituido. Esas son leyes que intentan ayudar a las situaciones de muchas personas que tienen una orientación sexual diferente. Es importante que se ayude a esa gente, pero sin imponer cosas que, por su naturaleza, en la Iglesia no van. Si ellos quieren llevar una vida juntos, una pareja homosexual, los Estados tienen la posibilidad de apoyarlos civilmente, darles seguridad de herencia, salud, etc… Los franceses tienen una ley sobre esto, no solo para los homosexuales, sino para todas las personas que quieran asociarse. Pero el matrimonio es el matrimonio. Esto no significa condenarlos, por favor, son nuestros hermanos y hermanas, debemos acompañarlos. Pero el matrimonio como sacramento está claro. Que haya leyes civiles, para las viudas, por ejemplo, que quieren asociarse con una ley para tener servicios de salud... es el PACS francés, pero nada que ver con el matrimonio como sacramento, que es entre un hombre y una mujer. A veces crean confusión con lo que yo digo. Todos son iguales hermanos y hermanas, el Señor es bueno, quiere la salvación de todos —esto no lo digáis en voz alta—, pero por favor no haced que la Iglesia niegue su verdad. Muchas personas con orientación homosexual se acercan al sacramento de la penitencia, piden consejo al sacerdote, la Iglesia les ayuda en su vida, pero el sacramento del matrimonio es otra cosa. Gracias.
He leído una cosa muy bonita sobre uno de vosotros. Lo digo como un piropo antes de irme. Decía que esta periodista está disponible las 24 horas del día para trabajar y que siempre deja que los demás pasen primero y ella detrás, que siempre da la palabra a los demás y ella se calla. Es bonito que digan eso de una periodista. Eso lo dice Manuel Beltrán, sobre nuestra Eva Fernández (Cope), ¡gracias!
Redacción de vatican.va/
Traducción Luis Francisco Montoya
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