Queremos examinar el papel de la mujer en el Nuevo Testamento, a fin de arrojar luz sobre su significativa participación en los orígenes del cristianismo y su importante papel en la Iglesia naciente. En el Israel de los tiempos bíblicos, los papeles del hombre y de la mujer estaban claramente definidos. La esfera femenina comprendía tradicionalmente el hogar y todo lo relacionado con él, incluida la crianza de los niños, la supervisión de los criados y en muchos casos la economía doméstica. Pero en la Biblia Dios no hizo distinción de sexo al elegir personas para cumplir su voluntad, comunicar sus palabras o conducir a su pueblo. Las tareas que encomendó a ciertas mujeres habrían intimidado a más de un hombre; sin embargo, ello no impidió que aquellas mujeres valerosas y llenas de fe respondieran a la llamada de Dios. Así lo hemos visto ya con las mujeres del Antiguo Testamento; ahora continuamos con las del Nuevo, y tenemos que empezar citando a María, la madre de Jesús, de la que ya estamos convencidos de su papel tan importante en el proyecto de Dios.
De la infancia de Jesús destaca la figura de la madre del Bautista, Isabel, que significa Dios salva, que sabe reconocer la acción de Dios en su propio embarazo y en el de su pariente María, a la que bendice y alaba por su fidelidad al proyecto de Dios; y la figura de la profetisa Ana, que significa “agraciada o favorecida”. Lucas, en su Evangelio, cita y recoge el testimonio de los pocos testigos que consiguieron ver al Mesías en el niño recién nacido: sus padres, María y José, los ángeles, los pastores, los magos, Simeón y Ana, de la que dice: “Estaba también, Ana, profetisa… y no se apartaba del Templo, sirviendo al Señor de noche y de día con ayunos y oraciones. Ésta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 36-38). Ana no sólo reconoció a Cristo, sino que comenzó también a expresar su reconocimiento a Dios y a hablar de él a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén.
Con su modo de relacionarse con las mujeres durante su vida pública, Jesús rompió el molde judío tradicional que había para ellas en el siglo I. Los evangelios nos dejan sus encuentros, entre otros, con María Magdalena, la mujer samaritana del pozo de Sicar y las hermanas Marta y María.
La valentía de María Magdalena para superar el pasado. Lucas dice que era una endemoniada de la que Jesús expulsó siete demonios (Lc 8, 2). No tenemos muchos detalles del pasado de esa mujer, sin embargo, ciertamente no fue un pasado del que estar satisfecho. Ella, no obstante, tuvo el valor de superar su pasado negro, ser una gran seguidora del Señor Jesús, es mencionada siempre en compañía de los discípulos, y formando parte de su círculo más íntimo. Estuvo cerca de él durante la crucifixión para brindarle consuelo y fue la primera en saber y creer en la resurrección de Jesucristo (Mt 28, 9-10, Mc 16, 9-11; Jn 20, 17-18). Fue una mujer valiente y de corazón, que supo hacer una conversión radical de su vida, un verdadero retrato de la transformación que Dios opera en la vida de las personas.
Es difícil sobreestimar la importancia del hecho de que la primera persona que vio a Jesús vivo después de su crucifixión fuese una mujer. ¿Fue acaso que María simplemente estaba en el lugar adecuado en el momento adecuado para este encuentro tan trascendental con el recién resucitado Jesús? ¿O fue un encuentro por voluntad divina? No es casual que la primera persona que vio a Jesús después de su resurrección, en el amanecer de la Nueva Alianza, fuese una mujer. La vida nueva de Jesús y la entrada de la Nueva Alianza trajo la igualdad para todas las personas independientemente de su sexo, y con la igualdad aparece la posibilidad real de afinidad y armonía entre los sexos, a modo de inversión de la división a causa del pecado.
En este encuentro, Jesús autoriza y le encomienda a María ciertos mensajes para sus discípulos, que todavía seguían creyendo que su Señor y amigo, junto con sus esperanzas, estaba muerto. María Magdalena fue a los discípulos con la noticia: “¡He visto al Señor!” Y les dijo lo que él le había dicho (Jn 20, 18). Jesús no tuvo ningún problema en autorizar y encomendar su mensaje maravilloso, de que estaba vivo, a una mujer. Esta comisión extraordinaria ha llevado a la Iglesia Ortodoxa Oriental en llamar a María Magdalena “la apóstol de los apóstoles”.
El fervor misionero de la mujer samaritana, cuyo nombre no conocemos aunque era muy conocida en su ciudad y que después de su mala vida pasada, se convirtió en evangelizadora al conocer algo muy poderoso que impactó su corazón: ¨las fuentes de agua viva¨ que Cristo le descubre cuando la encontró junto al pozo de Jacob. Además de pertenecer a un pueblo despreciado por los judíos, gozaba de mala fama aun entre los suyos. No obstante, después que Jesús se le manifestó y le habló de los errores que ella había cometido en el pasado y el presente, lo dio a conocer a mucha de la gente de su ciudad (Jn 4, 3–30). El fervor misionero se apoderó del corazón de esa mujer, que llevó las palabras de Jesús a su pueblo, que no lo conocía: “La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: «Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?» Salieron de la ciudad e iban donde él.”
Marta y María, las hermanas de Lázaro de Betania, donde Cristo encontraba un hogar de amigos en los que podía confiar y un lugar donde encontrar reposo; en muchas ocasiones él y sus discípulos se alojaron en casa de ellas. Tenían una estrecha amistad con Jesús, y fueron discípulas dedicadas y entregadas a él, lo que le permitió a María para ungirlo y prepararlo para el entierro (Jn 11, 2). No hemos oído nada acerca de la fe de su hermano Lázaro en las Escrituras aun cuando, en Jn 11, 5 se dice, Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Aquí aparece el nombre Marta significativamente en primer lugar. Marta era una mujer de gran fe y agudeza espiritual. Cristo las puso de modelo de cómo se hace compatible el trabajo y la oración. Jesús elogió a María por escuchar atentamente sus enseñanzas (Lc 10, 38–42); Marta, por su parte, fue la primera en reconocer que Jesús era el Mesías y el Hijo de Dios (Jn 11, 20–27).
Marta ha sido injustamente criticada y juzgada por algunos debido a un incidente (Lc 10, 38-42), pero Marta hizo algunas declaraciones muy profundas de fe sobre Jesús y la vida eterna registrada en Juan capítulo 11. Marta respondió: “Yo sé que él, su difunto hermano Lázaro, resucitará en la resurrección en el último día.” (Jn 11, 24) “Sí, Señor, le dijo, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que había de venir al mundo.” (Juan 11,27) Esta segunda afirmación es muy similar a la de Pedro en Mt 16, 15-17: “Pero, ¿y vosotros?, Jesús le preguntó. “¿Quién decís que soy yo? Simón Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Jesús le respondió: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos.” Jesús afirma que Pedro no podía saber que él era el Cristo, el Hijo de Dios, a menos que Dios el Padre se lo hubiese revelado a él. Del mismo modo, a las declaraciones de Marta sólo se podía haber llegado por inspiración divina.
También resulta interesante recordar a Claudia Prócula, esposa de Poncio Pilato, una mujer que reconoce la inocencia de Jesús y tuvo el coraje de abogar por él: “Y estando Pilato sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él. (Mateo 27,19).
Después de su resurrección, sus primeros seguidores continuaron aplicando el principio de que los hombres y las mujeres son igualmente capaces de ser discípulos y de participar en la difusión del Evangelio. Esa igualdad se confirmó el día de Pentecostés. Justo antes de su ascensión, Jesús mandó a los discípulos que se quedaran en Jerusalén y explicó: «Esperad la promesa del Padre, que oísteis de Mí, porque Juan ciertamente bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». «Recibiréis fuerza cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 4-5.8)
Desde el día de Pentecostés, Dios se ha comunicado personalmente con su gente con gran libertad a través del Espíritu Santo. Dice Lucas que mientras esperaban en Jerusalén, los creyentes, tanto hombres como mujeres incluida María, la madre de Jesús, y sus hermanos, estaban continuamente reuniéndose y consagrándose a la oración. Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban también todos juntos: “De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablaran” (Hch 2, 2-4)
48Cuando el apóstol Pedro (Hch 2, 17-18) se puso a predicar en el día de Pentecostés a la muchedumbre que se había congregado, explicó lo sucedido citando un pasaje del libro de Joel (Jl 3, 1-5), y dejó claro que las capacidades espirituales, y la profecía en particular, estaban disponibles gratuitamente para los hombres y las mujeres, a los jóvenes y a los ancianos; recalcó que ellas, estando también presentes, habían recibido, al igual que los hombres, el Espíritu Santo derramado y el poder para anunciar el evangelio. : «En aquelllos días —dice Dios—, derramaré de Mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños; y de cierto sobre Mis siervos y sobre Mis siervas, en aquellos días derramaré de Mi Espíritu, y profetizarán».
El Espíritu Santo nos da sus dones y habilidades sin aparente consideración de género (1Co 12, 4-11), incluyendo los dones de liderazgo y enseñanza (Romanos Rm 12, 6-8). No hay ninguna evidencia en la Biblia que los dones del Espíritu sean asignados por género, y si bien es cierto que los varones pueden poseer los dones de la enseñanza, la administración y de pastor, no es menos cierto que las mujeres poseen estos dones idénticos. De hecho, varias mujeres son mencionados por su nombre en el Nuevo Testamento funcionando como líderes y ministros de la Iglesia: Priscila o Prisca y Chloe de Corinto, Ninfas de Laodicea, Febe de Cencreas, Junia o Junias, Evodia y Síntique, etc.
El libro de los Hechos narra que, cuando se desató la persecución, Saulo (que más adelante se convirtió en el apóstol Pablo) perseguía tanto a hombres como a mujeres. Esto debía implicar que las mujeres eran tan numerosas o importantes para la causa del Camino, que Saulo no creía que podía detener el movimiento sin llevarse presas a las mujeres, no solo a los hombres: “Entretanto Saulo asolaba la iglesia; entrando casa por casa, arrastraba a hombres y mujeres y los enviaba a la cárcel” (Hch 8, 3). “Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al Sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallaba algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajera presos a Jerusalén.” (Hch 9, 1-2)
Una mujer importante para la expansión del Evangelio es Lidia, vendedora de púrpura y de telas en el puerto griego de Filipos; fue, que se sepa, la primera persona de Europa continental en abrazar la fe cristiana. En Hch 16, 13 se narra su conversión. Lidia con un corazón hospitalario (Hch 16, 14-15) facilitó la entrada del cristianismo en la Europa de entonces, al acoger y proteger en su hogar a los discípulos que necesitaban donde refugiarse. Se convirtió y albergó a Pablo en su hogar en ese día y posteriormente cuando Pablo salió de la cárcel. (Hch 16, 40)
En Hechos se habla de profetisas, y por ejemplo, las hijas de Felipe profetizaban (Hch 21, 9), y Pablo se refirió a las mujeres de un modo que sugiere que era bastante normal que una mujer profetizara en público: “Todo varón que ora o profetiza con la cabeza cubierta, deshonra su cabeza. Pero toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza” (1Co 11, 5). En la sociedad de la antigua Grecia era costumbre que los hombres mantuvieran sus cabezas descubiertas durante la adoración, mientras que la costumbre de las mujeres era mantener sus cabezas cubiertas para mostrar reverencia a Dios.
Pablo también escribió acerca de los profetas de una manera que da a entender que estos, al igual que los que desempeñaban otras funciones, tenían un cargo oficial: “A unos puso Dios en la Iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas, lo tercero maestros, luego los que hacen milagros, después los que sanan, los que ayudan, los que administran, los que tienen don de lenguas” (1Co 12, 28). “El que descendió es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef 4, 10–12). Eso indica hasta cierto punto que las mujeres tenían puestos directivos en la Iglesia primitiva.
También consta que eran maestras en la Iglesia. En Hechos 18, 24-26 se habla de un judío llamado Apolos, elocuente orador que conocía bien las escrituras judías. Había sido instruido en el camino del Señor. Sin embargo, no sabía todo lo que había que saber. Cuando Priscila (también conocida como Prisca) y Aquila lo oyeron predicar valientemente en la sinagoga, lo llamaron aparte y le expusieron con aún mayor exactitud el camino de Dios. Este es un caso en el que Priscila participó en el proceso de instruir a un hombre en la fe. En esta ocasión, así como en otros pasajes del Nuevo Testamento, el nombre de Priscila aparece delante del de su esposo, Aquila. En aquel tiempo era bastante infrecuente que se nombrara a la esposa antes que al marido. El hecho de que diga «Priscila y Aquila» da a entender que ella era probablemente la principal instructora. Tampoco se debe minimizar la profundidad de lo que enseñaban, pues teniendo en cuenta que Apolos era «gran conocedor de las Escrituras», las explicaciones de Priscila y Aquila cuando le expusieron «con más exactitud el camino de Dios» debieron de ser bastante competentes para que él las aceptara.
En el capítulo 16 de la carta a los Romanos, Pablo saluda a veintisiete personas y menciona detalles específicos de unas cuantas, incluidas seis mujeres. A Priscila la llama colaboradora junto a su esposo Aquila, “que expusieron su vida por mí, a los cuales no solo yo doy las gracias, sino también todas las iglesias de los gentiles. Saludad también a la iglesia que se reúne en su casa». (Rm 16, 3) De María y de Pérsida dice que han «trabajado mucho», y de Trifena y Trifosa que «trabajan arduamente en el Señor». (Más abajo hablaremos de Febe y de Junia, las otras dos que aparecen en la lista.) En este capítulo se observa que Pablo elogia a estas mujeres que participaban en el ministerio con las mismas palabras con que elogia a los hombres, lo cual muestra que consideraba a éstos y a aquéllas como iguales en la obra de Dios.
Pablo se refirió a Priscila (Prisca) y Aquila como «mis colaboradores en Cristo Jesús». Aquí Pablo llama a una mujer colaboradora, su expresión favorita para referirse a los que lo ayudaban en su ministerio. También llamó colaboradores a Timoteo y a Tito, que claramente participaron en la dirección de la iglesia. Otras mujeres a las que Pablo llama colaboradoras son Evodia y Síntique de Filipos, de las que dice que «han luchado a mi lado en la obra del evangelio, junto con Clemente y los demás colaboradores míos, cuyos nombres están en el libro de la vida», pero aunque estuvieran trabajando en la obra de Dios, no concordaban en algunos puntos y deben haber causado muchos problemas, y Pablo hace una breve amonestación: “Ruego a Evodia y a Síntique que sean de un mismo sentir en el Señor.” (Fp 4, 2-3).
Ellas eran importantes en la Iglesia, y la contienda que había entre ellas podía echar todo a perder. La solución encontrada por Pablo fue llamar la atención a las dos y pedir también a otras personas que las auxiliasen en esa tarea por la paz, pues allí, en la Iglesia de Filipos, no había lugar para disputas y chismes. El apóstol Pablo no menciona el motivo de la discordia, pero es lo que menos importa cuando tenemos delante de nosotros un objetivo mayor, que es servir a Dios. No se comenta lo que sucedió después con esas dos mujeres, probablemente deben haber dejado las desavenencias de lado y se unieron para cortar la raíz de las discordias y las habladurías.
Hay otras indicaciones de que en la Iglesia primitiva las mujeres ejercían funciones directivas. Algunas eran benefactoras y ofrecían su casa como lugar de culto. Eso es algo que hicieron María, la madre de Juan Marcos, Lidia y Priscila (juntamente con Aquila). A Febe, Pablo (Rm 16, 1) la llama diakonos, que en griego significa diaconisa, y algunos estudiosos consideran que eso significa que ostentaba un título oficial en la Iglesia de Cencrea y que participaba en el servicio de la misma. Otros lo interpretan en el sentido de que era una benefactora de la iglesia. Sea como sea, Pablo claramente la honró y la consideró suficientemente importante como para decir a los creyentes de Roma: «Recibidla en el Señor, como es digno de los santos, y ayudadla en cualquier cosa en que necesite de vosotros, porque ella ha ayudado a muchos y a mí mismo» (Rm 16, 2).
En Rm 16, 7 Pablo escribe: “Saludad a Andrónico y Junia, mis hermanos y compañeros de prisión, ilustres entre los apóstoles, que llegaron a Cristo antes que yo”. Entre los eruditos ha habido disparidad de opiniones con relación a este versículo y su significado. Junia fue considerado nombre de mujer hasta el siglo XIII, cuando en algunos manuscritos se cambió por Junias, que indicaría que se trataba de alguien de sexo masculino. La expresión «ilustres entre los apóstoles» puede traducirse de dos maneras: «bien conocidos entre los apóstoles» o «destacados como apóstoles». Hoy en día la mayoría de los estudiosos considera que Junia fue una mujer, y que la mejor traducción sería «destacados como apóstoles», lo cual significaría que Junia era llamada apóstol, y conocida como tal. No es que fuera una de los doce apóstoles, pero como Andrónico y Junia se volvieron creyentes antes que Pablo, es posible que estuvieran entre los quinientos hermanos a los que Jesús se apareció antes de su ascensión: “Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún y otros ya han muerto” (1Co 15, 6). Por el uso que hace Pablo de la palabra “apóstol” se puede entender que tenían un título oficial, algo así como Bernabé, que fue llamado apóstol porque se le había encargado que actuara en representación de la Iglesia local y había sido confirmado por el Espíritu Santo (Hch 13, 2; Hch 14, 14.)
Otras mujeres claves en esos momentos son Loida y Eunice, que fueron, respectivamente, la abuela y la madre de Timoteo, a quien instruyeron desde pequeño en el conocimiento de las Escrituras y que a la postre llegó a ser uno de los dirigentes de la incipiente iglesia cristiana. Ambas fueron reconocidas por su fe (2Tm 1, 5).
Un pasaje clave en los escritos de Pablo que muestra la igualdad de la mujer y el hombre es Ga 3, 26–29: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, pues todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendientes sois de Abraham, y herederos según la promesa”. Pablo deja bien claro que las distinciones entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, han quedado eliminadas entre los creyentes. Todo el que se ha revestido o cubierto de Cristo es considerado igual.
El ropaje que todos los creyentes tienen en común les confiere una uniformidad que es mayor que cualquier distinción humana. Esa uniformidad se reconoce en la distribución de los dones del Espíritu: ”Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de actividades, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para el bien de todos. […] Todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como Él quiere” (1Co 12, 4–7.11). Puesto que todos los creyentes, ya sean judíos o gentiles, esclavos o libres, hombres o mujeres, reciben los dones del Espíritu, todos están en la misma categoría espiritual.
Pablo argumenta que, a consecuencia de la reconciliación con Dios por medio de Cristo, la antigua manera de relacionarse como judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, ha quedado superada. Esa nueva perspectiva conduce a la unidad de todos los creyentes. Según Pablo, entonces, toda persona debe glorificar a Dios en el contexto, y a través de su realidad personal, de su ascendencia étnica, su condición social y su sexo. Esas distinciones humanas no solo quedan anuladas en Cristo, sino que, como carecen de importancia en lo referente a la posición de una persona ante Dios, dejan de constituir la base de las diferencias funcionales dentro de la comunidad de Cristo. Más brevemente: ”Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 28.)
En resumen, el modo en que Jesús se relacionó con las mujeres y el hecho de que las aceptara como discípulas y las presentara en sus enseñanzas como buenos ejemplos y fieles testigos preparó el terreno para que ellas participaran en pie de igualdad con los hombres en el ministerio de la Iglesia primitiva. Luego en el libro de los Hechos consta que las mujeres recibieron el Espíritu Santo tanto como los hombres y que fueron profetisas y maestras. Eso representó un cambio radical en el siglo I, y la primitiva Iglesia claramente reconoció y apoyó el ministerio de las mujeres como líderes cristianas, como colaboradoras, diaconisas, y apóstoles.
Y a modo de conclusión: Tradicionalmente se ha dicho que las mujeres tienden a escuchar a Dios más que los hombres, y sin embargo, se ha sostenido que son los hombres los que tienen la autoridad espiritual en la Iglesia y la sociedad, con argumentos que dan la sensación de que se no tiene confianza en las capacidades de las mujeres. Parece existir la preocupación de que la sociedad o la Iglesia se derrumbarán si las mujeres toman más la iniciativa o si están fuera de ciertos roles que erróneamente afirman haber sido instituidos por Dios. Parece que se han pasado por alto los ejemplos bíblicos en donde Dios bendijo y se valió de mujeres valientes para sus propósitos, a menudo en situaciones de vital importancia y con grandes dificultades.
A partir de las Escrituras, podemos ver claramente que Dios no habla solamente a los hombres y maridos, incluso en asuntos que afectan directamente a ellos y a sus familias. Dios puede y quiere confiar su palabra, con la autoridad que conlleva, directamente a las mujeres y esposas. Dios puede y quiere hablar con las mujeres sin usar mediadores masculinos. Todos los creyentes tienen acceso directo a Dios por medio de Jesús y de su Espíritu Santo, y viceversa: ″Porque no hay más que un Dios, y un solo hombre que sea el mediador entre Dios y la humanidad: Cristo Jesús” (1Tm 2, 5). De la misma manera que la Palabra de Dios enaltece y exalta a las mujeres, hoy nos unimos en aplauso de admiración hacia todas ellas. Por eso, donde quiera que se difunda el Evangelio, la consideración legal, social y espiritual de la mujer se eleva. En una cultura machista en donde existen la discriminación por causa de sexo y la violencia de género, resaltar el valor y la importancia de la mujer en la sociedad y en la Iglesia es una tarea eclesial aún por terminar.
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