III. La doctrina
Las actuaciones del TC referidas al proceso independentista catalán y mencionadas en el apartado anterior de este trabajo, centran su doctrina jurisprudencial sustantivamente sobre cinco cuestiones: a) la soberanía de la nación española; b) la primacía de la Constitución Española de 1978; c) las formas de participación ciudadana y las competencias estatal y autonómica a este respecto; d) la competencia autonómica, en términos generales; y e) cuestiones de tipo adjetivo, sobre la admisibilidad y sustanciación de los recursos presentados.
De estas cinco cuestiones, tres son verdaderamente las que constituyen el punto central del conflicto y, por lo tanto, los temas sobre los que el TC ha centrado su reflexión y las decisiones finales adoptadas. Es verdad que a lo largo de este proceso político independentista, son muchas las decisiones jurisdiccionales adoptadas por el TC al respecto (23 en total, como se ha visto en el apartado segundo de este trabajo) y, desde luego, muchas más también las cuestiones sobre las que el TC ha formulado su doctrina. Sin embargo, no sólo es demasiado estrecho el marco de este trabajo como para poder ocuparnos con extensión de todas esas cuestiones, sino que el contenido material de las mismas no tiene siempre la misma relevancia, y muchas de ellas se refieren a temas de índole meramente adjetivo o procesal. Nos limitamos, pues, a reseñar aquí sólo la doctrina del TC sobre las tres cuestiones cardinales de todo este proceso: la afirmación de la soberanía indivisible de la nación española; la primacía de la Constitución; y las formas de participación ciudadana y las competencias estatal y autonómica a este respecto.
1. La soberanía de la nación española
La cuestión que se plantea aquí es verdaderamente el punto central del conflicto. No se trata sólo de decidir sobre si el pueblo catalán es o no una nación —aspecto adjetivo, más propio de la Historia o de la Ciencia Política, que del Derecho— sino de establecer si ese pueblo goza de la condición de soberano en términos jurídicos y, por ello, si puede ejercer la autodeterminación para decidir su futuro político, en el marco de la Constitución y del ordenamiento jurídico que esta preside, y que esta decisión sea organizada y guiada por las instituciones de gobierno que se derivan precisamente de la Constitución y de su Estatuto de Autonomía, aprobado este último de acuerdo con las previsiones de la primera.
El TC es muy claro y contundente al afirmar que, de acuerdo con lo establecido en el artículo 1.2 CE, la «soberanía nacional» reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Este precepto, que es considerado la «base de todo nuestro ordenamiento jurídico» (STC 6/1981, FJ 3), atribuye, por tanto, con carácter exclusivo, la titularidad de la soberanía nacional al pueblo español, al que se conceptúa como la «unidad ideal de imputación del poder constituyente» y, como tal, «fundamento de la Constitución y del Ordenamiento jurídico y origen de cualquier poder político». (STC 42/2014, FJ 3; que cita, además, las SSTC 6/1981, FJ 3; 12/2008, FJ 4; 13/2009, FJ 16; y 31/2010, FJ 12).
Esto viene a significar que, «si en el actual ordenamiento constitucional solo el pueblo español es soberano, y lo es de manera exclusiva e indivisible, a ningún otro sujeto u órgano del Estado o a ninguna fracción de ese pueblo puede un poder público atribuirle la cualidad de soberano». En este sentido, todo acto que afirme la condición de sujeto soberano como atributo del pueblo de una Comunidad Autónoma no puede dejar de suponer la «simultánea negación de la soberanía nacional que, conforme a la Constitución, reside únicamente en el conjunto del pueblo español» (STC 42/2014, FJ 3).
De acuerdo con esta visión, sostiene el TC que la unidad del sujeto soberano es el fundamento sobre el que se establece la Constitución, «mediante la que la nación misma se constituye, al propio tiempo, en Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE y, entre otras, STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 3)». Se trata de un Estado también «único o común para todos y en todo el territorio», lo que no excluye su articulación compuesta, o compleja, por obra del reconocimiento constitucional de autonomía a las distintas nacionalidades y regiones que, constituidas en Comunidades Autónomas en virtud de sus respectivos Estatutos, integran España (principio de unidad del Estado, deducible también del artículo 2 CE). (STC 259/2015, FJ 4, que cita SSTC 29/1986, FJ 4; 177/1990, FJ 3; 259/2015, FJ 4 y STC 247/2007, FJ 4.a).
En este sentido, es claro que la atribución de la soberanía nacional al pueblo español, en virtud del artículo 1.2 CE, y la unidad de la Nación española como fundamento de la Constitución, en virtud del artículo 2 CE, no son incompatibles con el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, sino que se encuentra integradas constitucionalmente como parte de un mismo precepto: el artículo 2 CE. Ahora bien, la autonomía «no es el resultado de un pacto entre instancias territoriales históricas que conserven unos derechos anteriores a la Constitución y superiores a ella, sino una norma del poder constituyente que se impone con fuerza vinculante general en su ámbito, sin que queden fuera de ella situaciones históricas anteriores.» (STC 259/2015, FJ 4, que cita SSTC 76/1988, FJ 3; y 247/2007, FJ 4.a).
También en este mismo sentido, el TC entiende que «autonomía no es soberanía» (STC 247/2007, FJ 4.a) y que, por tanto, la soberanía es única, no fraccionable. De ello infiere el TC que «en el marco de la Constitución, una Comunidad Autónoma no puede unilateralmente convocar un referéndum de autodeterminación para decidir sobre su integración en España [o separación de ella]». (STC 259/2015, FJ 4).
Como dice el TC, es obvio que «en tanto que realidad socio-histórica, Cataluña (y España toda) es anterior a la Constitución de 1978», sin embargo, desde el punto de vista jurídico-constitucional, el «pueblo de Cataluña» que se menciona en las resoluciones del Parlamento catalán impugnadas, es «un sujeto que se constituye en el mundo jurídico en virtud del reconocimiento constitucional (al igual que sucede con el conjunto del ‘‘pueblo español’’ del que, conforme al artículo 1.2 CE, ‘‘emanan todos los poderes del Estado’’).» (STC 259/2015, FJ 4). La cualidad de soberano del pueblo de Cataluña, pues, es inaceptable por cuanto se predica de un sujeto «creado en el marco de la Constitución, por poderes constituidos en virtud del ejercicio del derecho a la autonomía reconocido por la Norma fundamental» (STC 259/2015, FJ 4, que cita STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 4).
2. La primacía de la Constitución
Es ésta una cuestión sobre la que el TC se extiende en las decisiones aquí analizadas y que le resulta especialmente querida, en términos generales, como se deriva también de las múltiples sentencias en las que esta cuestión es directa o indirectamente abordada. La Constitución Española no contiene un precepto específico en el que la norma fundamental se autoproclame suprema con respecto al resto del ordenamiento jurídico, en términos literales; sí, en cambio, establece el principio general de sujeción «a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» de los ciudadanos y de los poderes públicos, en su artículo 9.1, al mismo tiempo que establece que la Constitución garantiza el principio de legalidad y la jerarquía normativa en el artículo 9.3. En términos generales, pues, la primacía de la Constitución es un principio que se deriva inmediatamente del sistema de normas constitucionalmente establecido y, desde luego, del papel que la propia Constitución atribuye al TC para que la proteja de cualquier infracción de sus previsiones en el artículo 161. Es en este contexto precisamente en el que se mueve el TC cuando afirma, con todo detalle y extensión, la primacía de la norma fundamental.
De acuerdo con el TC, el «imperio de la Constitución como norma suprema» (STC 54/1983, de 21 de junio, FJ 2, y, antes aún, STC 16/1982, de 28 de abril, FJ 1), trae causa de que «la Constitución misma es fruto de la determinación de la nación soberana por medio de un sujeto unitario, el pueblo español, en el que reside aquella soberanía y del que emanan, por ello, los poderes de un Estado» (art. 1.2 CE). (STC 259/2015, FJ 4).
De la primacía constitucional, el TC deriva inmediatamente el deber de acatamiento de la norma fundamental. En este sentido, dice el TC que «recae sobre los titulares de cargos públicos un cualificado deber de acatamiento a dicha norma fundamental, que no se cifra en una necesaria adhesión ideológica a su total contenido, pero sí en el compromiso de realizar sus funciones de acuerdo con ella y en el respeto al resto del ordenamiento jurídico (en tal sentido, entre otras, SSTC 101/1983, de 18 de noviembre, FJ 3, y 122/1983, de 16 de diciembre, FJ 5).» (STC 259/2015, FJ 4). Pero no sólo eso, sino que el deber de acatamiento implica igualmente no intentar transformar las reglas de juego político y el orden jurídico existente y por medios ilegales. (SSTC 42/2014, FJ 4; 259/2015, FJ 3).
En este sentido, pues, «el planteamiento de concepciones que pretendan modificar el fundamento mismo del orden constitucional tiene cabida en nuestro ordenamiento, siempre que no se prepare o defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de los mandatos constitucionales, y el intento de su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución, pues el respeto a esos procedimientos es, siempre y en todo caso, inexcusable» (SSTC 103/2008, FJ 4; 42/2014, FJ 4).
A mayor abundamiento, sostiene el Tribunal, «[l]a apertura de un proceso de tales características no está predeterminada en cuanto al resultado. Ahora bien, el deber de lealtad constitucional, que como este Tribunal ha señalado se traduce en un ‘‘deber de auxilio recíproco’’, de ‘‘recíproco apoyo y mutua lealtad’’, ‘‘concreción, a su vez el más amplio deber de fidelidad a la Constitución’’ (STC 247/2007, de 12 diciembre, FJ 4) por parte de los poderes públicos, requiere que si la Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, que tiene reconocida por la Constitución iniciativa de reforma constitucional (arts. 87.2 y 166 CE), formulase una propuesta en tal sentido, el Parlamento español deberá entrar a considerarla» (STC 42/2014, FJ 4).
En definitiva, pues, «la primacía de la Constitución no debe confundirse con una exigencia de adhesión positiva a la norma fundamental, porque en nuestro ordenamiento constitucional no tiene cabida un modelo de ‘‘democracia militante’’, esto es, ‘‘un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución’’ (STC 48/2003, FJ 7; doctrina reiterada, entre otras, en las SSTC 5/2004, de 16 de enero, FJ 17; 235/2007, FJ 4; 12/2008, FJ 6, y 31/2009, de 29 de enero, FJ 13). Este Tribunal ha reconocido que tienen cabida en nuestro ordenamiento constitucional cuantas ideas quieran defenderse y que ‘‘no existe un núcleo normativo inaccesible a los procedimientos de reforma constitucional’’» (STC 42/2014, FJ 4, que cita STC 31/2009, FJ 13).
Desde otro punto de vista, la primacía de la Constitución, va inseparablemente unida al principio democrático. Como sostiene el Tribunal, «[e]l sometimiento de todos a la Constitución es ‘‘otra forma de sumisión a la voluntad popular, expresada esta vez como poder constituyente’’ [SSTC 108/1986, de 29 de julio, FJ 18, y 238/2012, de 13 de diciembre, FJ 6 b)]. En el Estado constitucional, el principio democrático no puede desvincularse de la primacía incondicional de la Constitución, que, como afirmó este Tribunal en la STC 42/2014, FJ 4 c), ‘‘requiere que toda decisión del poder quede, sin excepción, sujeta a la Constitución, sin que existan, para el poder público, espacios libres de la Constitución o ámbitos de inmunidad frente a ella’’.» (STC 259/2015, FJ 4)
En este sentido, entiende el TC que legitimidad democrática y legalidad constitucional van inseparablemente unidas, y que la única legitimidad democrática es la que se deriva de la Constitución (STC 259/2015, FJ 5). Así, el TC no puede menos que rechazar tajantemente la contraposición que la mencionada Resolución 1/XI del Parlamento de Cataluña establece entre el «mandato democrático» que éste ha recibido en las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015, y, por tanto, su carácter «legítimo y democrático», con la legalidad y la legitimidad de las instituciones del Estado, en particular la del propio Tribunal Constitucional, al que se considera directamente «carente de legitimidad y competencia». Así, dice el TC «[l]a resolución 1/XI pretende, en suma, fundamentarse en un principio de legitimidad democrática del Parlamento de Cataluña, cuya formulación y consecuencias están en absoluta contradicción con la Constitución de 1978 y con el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Ello trastoca no solo los postulados del Estado de Derecho, basado en el pleno sometimiento a la Ley y al Derecho, sino la propia legitimidad democrática del Parlamento de Cataluña, que la Constitución reconoce y ampara». Y añade, «[e]n el Estado social y democrático de Derecho configurado por la Constitución de 1978 no cabe contraponer legitimidad democrática y legalidad constitucional en detrimento de la segunda: la legitimidad de una actuación o política del poder público consiste básicamente en su conformidad a la Constitución y al ordenamiento jurídico. Sin conformidad con la Constitución no puede predicarse legitimidad alguna. En una concepción democrática del poder no hay más legitimidad que la fundada en la Constitución» (STC 259/2015, FJ 5).
Por lo demás, la fuente de legitimación de la Constitución se encuentra en el carácter democrático del poder constituyente. «El pueblo soberano, concebido como la unidad ideal de imputación del poder constituyente, ratificó en referéndum el texto acordado previamente por sus representantes políticos». La primacía incondicional de la Constitución, además, también protege el principio democrático, «pues la garantía de la integridad de la Constitución ha de ser vista, a su vez, como preservación del respeto debido a la voluntad popular, en su veste de poder constituyente, fuente de toda legitimidad jurídico-política» [STC 42/2014, FJ 4 c)]. Por ello, es misión de este Tribunal velar por que se mantenga la primacía incondicional de la Constitución, que no es más que otra forma de sumisión a la voluntad popular, expresada esta vez como poder constituyente» (STC 259/2015, FJ 5, que cita STC 108/1986, FJ 18).
Pero también, la fuente de legitimación de la Constitución se encuentra en su propio contenido. Así, «la Constitución se fundamenta en el respeto de los valores de la dignidad humana, la libertad, la igualdad, la justicia, el pluralismo político, la democracia, el Estado de Derecho y los derechos fundamentales» (STC 259/2015, FJ 5).
Entre los valores superiores que la Constitución de 1978 propugna, destaca el TC el del pluralismo político, «pieza cardinal de nuestro orden de convivencia». El pluralismo político «constituye un valor positivado. Se nutre de —y consiste en— contenidos y procedimientos irrenunciables que son a su vez condiciones y requisitos previamente consensuados. La Constitución proclama un mínimo de contenidos y establece unas reglas de juego insoslayables para los ciudadanos y los poderes públicos. […] Ese marco constitucional mínimo de referencia mantiene unida a la comunidad política dentro de los parámetros del pluralismo político» (STC 259/2015, FJ 5).
Y al pluralismo político se une, como contenido sustancial legitimador de la Constitución, el «pluralismo territorial», en los términos del Tribunal. «La indisoluble unidad de la Nación española que afirma el artículo 2 CE se combina con el reconocimiento del derecho de las nacionalidades y regiones a la autonomía. El derecho a la autonomía se encuentra así proclamado en el núcleo mismo de la Constitución junto al principio de unidad. Mediante el ejercicio de aquel derecho, la Constitución garantiza la capacidad de las Comunidades Autónomas de adoptar sus propias políticas en el marco constitucional y estatutario. Es la propia norma fundamental la que obliga a conciliar los principios de unidad y de autonomía de las nacionalidades y regiones» (STC 259/2015, FJ 5).
Finalmente, el TC ve también una fuente de legitimación en la previsión misma que la Constitución hace de un procedimiento para su reforma. Así, dice el Tribunal, «la Constitución no constituye un texto jurídico intangible e inmutable. La previsión de la reforma constitucional […] reconoce y encauza la aspiración, plenamente legítima en el marco constitucional, dirigida a conseguir que el poder constituyente constitucionalizado en los arts. 167 y 168 CE revise y modifique la norma fundamental. (STC 259/2015, FJ 5). En este sentido, «[l]a Constitución como ley superior no pretende para sí la condición de lex perpetua. La nuestra admite y regula, en efecto, su ‘‘revisión total’’ (art. 168 CE y STC 48/2003, de 12 de marzo, FJ 7). Asegura así que ‘‘sólo los ciudadanos, actuando necesariamente al final del proceso de reforma, puedan disponer del poder supremo, esto es, del poder de modificar sin límites la propia Constitución’’ (STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 2). Todas y cada una de las determinaciones constitucionales son susceptibles de modificación, pero ‘‘siempre y cuando ello no se prepare o defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de los mandatos constitucionales’’, pero para ello es preciso que ‘‘el intento de su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución, pues el respeto a estos procedimientos es, siempre y en todo caso, inexcusable’’» (STC 259/2015, FJ 7, que cita STC 138/2015, FJ 4).
En este sentido, «[e]s plena la apertura de la norma fundamental para su revisión formal, que pueden solicitar o proponer, entre otros órganos del Estado, las asambleas de las Comunidades Autónomas (arts. 87.2 y 166 CE)». «Ello depara la más amplia libertad para la exposición y defensa públicas de cualesquiera concepciones ideológicas, incluyendo las que ‘‘pretendan para una determinada colectividad la condición de comunidad nacional, incluso como principio desde el que procurar la conformación de una voluntad constitucionalmente legitimada para, mediante la oportuna e inexcusable reforma de la Constitución, traducir ese entendimiento en una realidad jurídica’’ (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 12). El debate público, dentro o fuera de las instituciones, sobre tales proyectos políticos o sobre cualesquiera otros que propugnaran la reforma constitucional goza, precisamente al amparo de la misma Constitución, de una irrestricta libertad. Por el contrario, la conversión de esos proyectos en normas o en otras determinaciones del poder público no es posible sino mediante el procedimiento de reforma constitucional. Otra cosa supondría liberar al poder público de toda sujeción a Derecho, con daño irreparable para la libertad de los ciudadanos» (STC 259/2015, FJ 7).
Y concluye el Tribunal, «[una] Cámara autonómica no puede erigirse en fuente de legitimidad jurídica y política, hasta arrogarse la potestad de vulnerar el orden constitucional que sustenta su propia autoridad. […] el respeto a los procedimientos de reforma constitucional es inexcusable, de modo que ‘‘tratar de sortear, eludir o simplemente prescindir de esos procedimientos sería intentar una inaceptable vía de hecho (incompatible con el Estado social y democrático de Derecho que se proclama en el art. 1.1 CE) para reformar la Constitución al margen de ella o conseguir su ineficacia práctica’’» (STC 259/2015, FJ 7, que cita STC 103/2008, FJ 4).
Es evidente, pues, que no hay una legitimidad democrática —ni tampoco una legalidad democrática— al margen de la prevista en la Constitución y en el ordenamiento jurídico de ella directa y coherentemente derivado, ni, desde luego, cabe su afirmación de manera contraria a los principios y preceptos constitucionales.
3. Consultas populares y referéndum
Siendo el objetivo de las instituciones de gobierno catalanas la convocatoria de un referéndum de autodeterminación para conseguir la independencia de Cataluña [16], la cuestión que se plantea aquí es, no tanto el objetivo último que se busca —que es de carácter puramente político— sino el tipo de instrumento referendario que se pretenda emplear y su carácter jurídico; en otras palabras, si ese instrumento tiene cabida en la Constitución y, desde luego, en el Estatuto de Autonomía. Aquí, la fuente primordial, y casi exclusiva, de la doctrina constitucional son la STC 31/2015, de 25 de febrero, sobre la Ley de Cataluña 10/2014, de 26 de septiembre, de consultas populares no referendarias y otras formas de participación ciudadana, y la STC 32/2015, de 25 de febrero, sobre el Decreto 129/2014, de 27 de septiembre, del Presidente de la Generalitat de convocatoria de una consulta popular no referendaria; si bien el TC acude igualmente con frecuencia a los argumentos ya utilizados en la STC 103/2008, de 11 de septiembre, sobre la Ley del Parlamento Vasco de 27.6.2008, de convocatoria y regulación de una consulta popular al objeto de recabar la opinión ciudadana en la Comunidad Autónoma del País Vasco sobre la apertura de un proceso de negociación para alcanzar la paz y la normalización política.
La reflexión del TC parte de la constatación de que la Constitución «admite también, como cauce de conformación y expresión de la voluntad general, la participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos, en ‘‘aquellos supuestos en los que la toma de decisiones políticas se realiza mediante un llamamiento directo al titular de la soberanía’’ (STC 119/1995, de 17 de julio, FJ 3)», si bien reafirma «el carácter extraordinario de esta forma de participación ciudadana en nuestro ordenamiento jurídico, pues ‘‘aun si se admitiera que la Ley puede ampliar los casos de participación directa, los supuestos habrían de ser, en todo caso, excepcionales en un régimen de Democracia representativa como el instaurado por nuestra Constitución, en el que priman los mecanismos de Democracia representativa sobre los de participación directa’’ (STC 31/2015, FFJJ 3 y 4, que cita las SSTC 119/1995, FJ 3; 76/1994, FJ 3).
Y, tras hacer un recorrido por las formas de participación directa recogidas en la Constitución, el TC afirma que «a estas previsiones del constituyente se suman todas aquellas fórmulas de participación ciudadana que instituya el legislador ordinario —estatal o autonómico— en el marco de sus competencias (así, cuando el artículo 29.6 EAC dispone que «los ciudadanos de Cataluña tienen derecho a promover la convocatoria de consultas populares por parte de la Generalitat y los Ayuntamientos, en materia de las competencias respectivas, en la forma y las condiciones que las leyes establecen»). Pero siempre, en el bien entendido de que no son expresiones del derecho de participación que garantiza el artículo 23.1 CE, sino que obedecen a una ratio bien distinta. Se trata de manifestaciones que no son propiamente encuadrables ni en las formas de democracia representativa ni en la democracia directa, incardinándose más bien en un tertium genus que se ha denominado democracia participativa» (STC 31/2015, FJ 4, que cita STC 119/1995, FJ 6).
Por otra parte, entiende el TC que «[l]a Constitución, al referirse en el artículo 149.1.32.ª a las ‘‘consultas populares por vía de referéndum’’ ha consentido la existencia de otras consultas populares que no fueran las referendarias, habiendo sido el legislador orgánico y estatutario el que las ha introducido en el bloque de constitucionalidad […]. Por tanto, bajo aquella denominación genérica debe comprenderse la existencia de dos instituciones de raíz diferente: el referéndum y las consultas no referendarias» (STC 31/2015, FJ 5). «La primera es manifestación del derecho de participación política directa en los asuntos públicos (art. 23.1 CE), mientras que las segundas, en cambio, lo son del mandato dirigido a los poderes públicos de facilitar la participación de los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (art. 9.2 CE y concordantes).» (STC 31/2015, FJ 5).
En lo que se refiere específicamente al referéndum, sigue diciendo el Tribunal: «el texto constitucional contempla diversos supuestos de referéndum como fórmula de participación directa de los ciudadanos en los asuntos públicos: el referéndum consultivo sobre decisiones políticas de especial trascendencia (art. 92.1), el referéndum para la ratificación de la iniciativa en el proceso autonómico (art. 151.1 CE), el referéndum de aprobación de los Estatutos de Autonomía tramitados por la vía del artículo 151 CE (art. 151.2 CE), el referéndum para su reforma (art. 152.2 CE), el referéndum de reforma constitucional (arts. 167.3 y 168.3 CE), o la ratificación de la iniciativa para una eventual incorporación de Navarra al régimen autonómico vasco (disposición transitoria cuarta CE).» (STC 31/2015, FJ 5).
¿Cuáles son, pues, las características que distinguen al referéndum de otro tipo de consultas populares? El TC recuerda aquí especialmente la doctrina establecida en la mencionada sentencia 103/2008, de 11 de septiembre, sobre la Ley Vasca de consulta popular, de 27 de junio de 2008, y en la sentencia 31/2010, de 28 de junio, FJ 69, sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, y afirma: «El referéndum es, por tanto, una especie del género ‘‘consulta popular’’ con la que no se recaba la opinión de cualquier colectivo sobre cualesquiera asuntos de interés público, a través de cualesquiera procedimientos, sino aquella consulta cuyo objeto se refiere estrictamente al parecer del cuerpo electoral (expresivo de la voluntad del pueblo: STC 12/2008, de 29 de enero, FJ 10), conformado y exteriorizado a través de un procedimiento electoral, esto es, basado en el censo, gestionado por la Administración electoral y asegurado con garantías jurisdiccionales específicas, siempre en relación con asuntos públicos cuya gestión, directa o indirecta, mediante el ejercicio del poder político por parte de los ciudadanos, constituye el objeto del derecho fundamental recogido por la Constitución en el artículo 23.1 (así, STC 119/1995, de 17 de julio)». (STC 31/2015, FJ 3).
Así, «[p]ara calificar una consulta como referéndum o, más precisamente, para determinar si una consulta popular se verifica ‘‘por vía de referéndum’’ (art. 149.1.32.ª CE) y su convocatoria requiere entonces de una autorización reservada al Estado, ha de atenderse a la identidad del sujeto consultado, de manera que siempre que éste sea el cuerpo electoral, cuya vía de manifestación propia es la de los distintos procedimientos electorales, con sus correspondientes garantías, estaremos ante una consulta referendaria.» (STC 31/2015, FJ 2). Y añade el Tribunal: «[l]a circunstancia de que no sea jurídicamente vinculante resulta de todo punto irrelevante, pues es obvio que el referéndum no se define frente a otras consultas populares por el carácter vinculante de su resultado.» (STC 31/2015, FJ 3).
Los rasgos definidores del referéndum son, pues, en primer lugar, «un llamamiento del poder público a la ciudadanía para ejercer el derecho fundamental de participación en los asuntos públicos reconocido en el artículo 23.1 CE. El destinatario de la consulta es el conjunto de ciudadanos que tienen reconocido el derecho de sufragio activo en un determinado ámbito territorial o, lo que es lo mismo, el cuerpo electoral» (STC 31/2015, FJ 5). El «cuerpo electoral» es, pues, el sujeto que expresa la voluntad del pueblo, dice el Tribunal, si bien «el cuerpo electoral no se confunde con el titular de la soberanía, esto es, con el pueblo español (art. 1.2 CE). Este cuerpo electoral está sometido a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico (art. 9.1 CE), en tanto que el pueblo soberano es la unidad ideal de imputación del poder constituyente y como tal fundamento de la Constitución y del Ordenamiento» (STC 31/2015, FJ 5, que cita SSTC 12/2008, FJ 10; y 31/2010, FJ 6).» (STC 31/2015, FJ 5). En definitiva, dice el TC, «por cuerpo electoral debe entenderse el órgano formado por el conjunto de personas a las que se les reconoce derecho de sufragio, no en atención a sus particulares intereses, sectoriales o de grupo, sino para manifestar la voluntad general» (STC 31/2015, FJ 8).
En este sentido, pues, el referéndum es siempre una consulta general, en la medida en que se refiere —conovoca— al conjunto del electorado, bien sea el electorado del conjunto del Estado o, en su caso, el electorado de una Comunidad Autónoma. Por el contrario, las consultas sectoriales serían aquellas en las que «se recaba la opinión de cualquier colectivo sobre cualesquiera asuntos de interés público a través de cualesquiera procedimientos distintos de los que cualifican una consulta como referéndum» (SSTC 31/2010; 31/2015, FJ 6). En la misma línea, añade el Tribunal, «las consultas no referendarias recaban, en cambio, la opinión de cualquier colectivo (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 69), por lo que articulan ‘‘voluntades particulares o colectivas, pero no generales, esto es, no imputables al cuerpo electoral’’ (STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 2). Frente a las formas de participación política, en las que se interviene en cuanto ciudadano (uti cives), en las consultas populares no referendarias se participa a título individual (uti singulus) o como miembro de un colectivo, sea social, económico, cultural o de otra índole (uti socius)» (STC 31/2015, FJ 5). En este sentido, pues, concluye el Tribunal, las consultas sectoriales «presuponen el llamamiento a un sujeto jurídico más restringido que el cuerpo electoral, en cuanto articulan voluntades particulares o colectivas, pero no generales, esto es, no imputables al cuerpo electoral, por lo que son cauces de participación cuya regulación por el legislador autonómico […] resulta posible» (STC 31/2015, FJ 8).
En segundo lugar, en el referéndum, «la opinión del cuerpo electoral se expresa por medio del sufragio emitido en el curso de un proceso electoral, a fin de que el resultado de la consulta pueda jurídicamente imputarse a la voluntad general de la correspondiente comunidad política y, de este modo, considerarse una genuina manifestación del derecho fundamental de participación política reconocido en el artículo 23.1 CE». «Por esta razón —sigue diciendo el TC—, el referéndum ha de realizarse de acuerdo con los procedimientos y con las garantías que permitan a los consultados expresar su opinión mediante votación, pues sólo mediante el voto puede formarse la voluntad del cuerpo electoral (SSTC 12/2008, de 29 de enero, FJ 10; y 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 2). Solo a través del sufragio (y no por medio de otras fórmulas de exteriorización de la opinión, como el ejercicio del derecho de manifestación, la aportación de firmas, sondeos de opinión o encuestas, etc.) puede quedar acreditado que el resultado de la consulta sea la fidedigna expresión de la voluntad del cuerpo electoral, de modo que las exigencias del procedimiento de celebración de referéndum deben ser entendidas como medios orientados a un fin: garantizar la realidad y veracidad del juicio emitido por el cuerpo electoral» (STC 31/2015, FJ 5).
En tercer lugar, «el régimen jurídico del referéndum está sujeto a una reserva de ley orgánica, al disponer el artículo 92.3 CE que ‘‘una ley orgánica regulará las condiciones y el procedimiento de las distintas modalidades de referéndum previstas en la Constitución’’. Además, el referéndum, en cuanto implica el ejercicio del derecho fundamental reconocido por el artículo 23.1 CE, está sujeto en su desarrollo a la reserva de ley orgánica prevista en el artículo 81.1 del propio texto constitucional. Concurren, por tanto, dos exigencias constitucionales de reserva de ley orgánica: una, genérica, vinculada al desarrollo de los derechos fundamentales; y, otra, específica, asociada a la institución del referéndum». Por otra parte, sigue diciendo el Tribunal, «la Constitución atribuye al Estado, como competencia exclusiva, la «autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum» (art. 149.1.32 CE), competencia que, de conformidad con la jurisprudencia, «no puede limitarse a la autorización estatal para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum, sino que ha de extenderse a la entera disciplina de esa institución, esto es, a su establecimiento y regulación» (STC 31/2015, FJ 5). Esta competencia estatal ha sido desarrollada por la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, reguladora de las distintas modalidades de referéndum, la cual, según el TC, «es la llamada por el artículo 92.3 CE para regular las condiciones y el procedimiento de las distintas modalidades de referéndum previstas en la Constitución, siendo además la única Ley constitucionalmente adecuada para el cumplimiento de otra reserva, añadida a la competencial del artículo 149.1.32.ª CE: la genérica del artículo 81 CE para el desarrollo de los derechos fundamentales, en este caso el derecho de participación política reconocido en el artículo 23 CE» (STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 3). Esta Ley, además, no regula otros supuestos de referéndum distintos de los contemplados en el texto constitucional. Como observa el TC, «en particular, no se mencionan otras consultas de ámbito autonómico que las previstas en los arts. 151 y 152 CE, mientras que su disposición adicional excluye del ámbito de aplicación de la Ley a las consultas municipales, remitiendo su disciplina a la legislación básica de régimen local (art. 71 LBRL), ámbito sobre el que también se proyecta el artículo 149.1.18.ª CE, que atribuye al Estado la competencia exclusiva en relación con ‘‘las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas’’.» (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 6).
Si la competencia referendaria, así definida, es sólo una competencia del Estado, ¿cuál es la competencia de las Comunidades Autónomas en este terreno? Las Comunidades Autónomas, como está previsto en su propios Estatutos de Autonomía, pueden convocar consultas populares sobre motivos diversos, pero estas consultas, precisamente porque no pueden entrar en el terreno del referéndum, están sometidas a limitaciones.
Así, como establece el TC, en primer lugar, «queda fuera de la competencia autonómica formular consultas, aun no referendarias, que incidan sobre ‘‘sobre cuestiones fundamentales resueltas con el proceso constituyente y que resultan sustraídas a la decisión de los poderes constituidos. El respeto a la Constitución impone que los proyectos de revisión del orden constituido, y especialmente de aquéllos que afectan al fundamento de la identidad del titular único de la soberanía, se sustancien abierta y directamente por la vía que la Constitución ha previsto para esos fines. No caben actuaciones por otros cauces ni de las Comunidades Autónomas ni de cualquier órgano del Estado, porque sobre todos está siempre, expresada en la decisión constituyente, la voluntad del pueblo español, titular exclusivo de la soberanía nacional, fundamento de la Constitución y origen de cualquier poder político’’ (STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ 4), y niega, por tanto, la soberanía nacional de todo el pueblo español, de la que trae causa su autonomía. Es patente, pues, que el parecer de la ciudadanía sobre tales cuestiones ha de encauzarse a través de los procedimientos constitucionales de reforma» (STC 138/2015, FJ 3). «En suma —concluye el Tribunal—, una Comunidad Autónoma no puede convocar, ni realizar actuaciones formalizadas o no jurídicamente que auspicien la convocatoria de una consulta popular, aun no referendaria, que desborde el ámbito de las competencias propias, o que incida sobre «cuestiones fundamentales resueltas con el proceso constituyente y que resultan sustraídas a la decisión de los poderes constituidos» (STC 138/2015, FJ 3).
Es claro, pues, que cuando se trata de una consulta que incide sobre cuestiones fundamentales de esa trascendencia, «[e]l respeto a la Constitución impone que los proyectos de revisión del orden constituido, y especialmente de aquéllos que afectan al fundamento de la identidad del titular único de la soberanía, se sustancien abierta y directamente por la vía que la Constitución ha previsto para esos fines. No caben actuaciones por otros cauces ni de las Comunidades Autónomas ni de cualquier órgano del Estado, porque sobre todos está siempre, expresada en la decisión constituyente, la voluntad del pueblo español, titular exclusivo de la soberanía nacional, fundamento de la Constitución y origen de cualquier poder político» (STC 138/2015, FJ 4).
En segundo lugar, «el objeto de las consultas populares tampoco puede desbordar ‘‘el ámbito de las competencias autonómicas y locales, por lo que es evidente que no puede haber afectación alguna del ámbito competencial privativo del Estado’’ (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 69), tal y como contempla el propio artículo 122 EAC.» (STC 138/2015, FJ 3).
Y, en tercer lugar, en el ámbito de las consultas locales, concurre además un límite adicional: la competencia estatal relativa a las bases del régimen jurídico de las Administraciones públicas (STC 31/2015, FJ 6).
En definitiva, el referéndum, es «una especie del género ‘‘consulta popular’’ con la que no se recaba la opinión de cualquier colectivo sobre cualesquiera asuntos de interés público a través de cualesquiera procedimientos, sino aquella consulta cuyo objeto se refiere estrictamente al parecer del cuerpo electoral». En contraposición al referéndum, las consultas no referendarias recaban la opinión de cualquier colectivo (STC 31/2010, de 28 de junio, FJ 69), por lo que articulan «voluntades particulares o colectivas, pero no generales, esto es, no imputables al cuerpo electoral» (SSTC 103/2008; 31/2015, FJ 2).
Así, en el caso del referéndum sobre la autodeterminación de Cataluña que la Ley catalana 10/2014, de 26 de septiembre, de consultas populares no referendarias y otras formas de participación ciudadana, y el Decreto 129/2014 de 27 de septiembre, de convocatoria de una consulta popular no referendaria, pretendieron convocar, así como en el caso de la consulta popular del 9 noviembre de 2014 —«proceso de participación ciudadana»— finalmente convocada en su sustitución, se incumplieron flagrantemente las previsiones constitucionales, tanto en lo que se refiere a la materia objeto de la consulta, como en lo que se refiere a la forma o procedimiento para llevarla a cabo.
IV. Conclusiones
En definitiva, pues, de acuerdo con la doctrina jurisprudencial del TC, el conjunto de las actuaciones de la Generalitat de Cataluña conducentes a la consecución de la independencia de esta Comunidad Autónoma, así como los instrumentos utilizados hasta el presente con ese fin, no tienen cabida ni en la Constitución Española de 1978 ni en el vigente Estatuto de Autonomía que de aquélla se deriva y, en consecuencia, como ha resuelto el Tribunal, son inconstitucionales y nulos.
1. El problema político
Dada la posición resuelta de las instituciones catalanas, que declaran abierta y explícitamente su intención de no supeditarse «a les decisions de les institucions de l’Estat espanyol, en particular del Tribunal Constitucional» [17], a las que consideran carentes de legitimidad y de competencia, no puede menos que concluirse que el Estado español se encuentra aquí con un problema de inusitada relevancia, tanto de tipo histórico, como político y jurídico, de muy difícil solución, dada, además, la implicación existente de otras circunstancias de tipo sociológico y económico.
Si bien la perspectiva política transciende un poco del marco analítico en el que se incluye este trabajo, que es sustantivamente jurídico —constitucional—, no puede negarse que este problema es verdaderamente político y que, por tanto, es éste el terreno en el que va a encontrar —si cabe— su mejor solución. En este sentido, el problema se plantea porque un sector de la clase política catalana, que representa a un determinado sector de la sociedad de Cataluña, ha optado por la vía de la independencia, de la separación política de España, para la resolución de sus problemas económicos —predominantemente—, políticos y sociales, incluyendo en esto último cuestiones de tipo identitario, principalmente idiomáticas. Sin duda alguna, la solución más pertinente en este terreno es la negociación política entre las instituciones catalanas y las instituciones del Estado español. Es la primera y más obvia de las soluciones; es casi un lugar común el decirlo. Sin embargo, es evidente que, hasta el presente, la vía de la negociación viene dificultada porque una de las partes —las instituciones catalanas— insiste en la utilización de instrumentos jurídicos no previstos constitucionalmente, o la vía de hecho, mientras que la otra parte —el Gobierno del Estado— insiste en el mantenimiento incólume del ordenamiento jurídico-constitucional.
Sin embargo, tampoco puede ignorarse que quienes este problema plantean al Estado, por muy amplia que sea hoy su representación política en las instituciones catalanas, ésta apenas alcanza la mayoría absoluta en el Parlamento (53,3% de los escaños), y no alcanza a reunir ni siquiera la mitad del voto expresado. De hecho, en las últimas tres convocatorias electorales habidas en Cataluña, coincidiendo precisamente con el momento de mayor efervescencia y radicalización del movimiento soberanista, el voto conseguido por las fuerzas separatistas que consiguieron representación parlamentaria alcanzó sólo el 45,5% de los votos expresados en las elecciones al Parlamento Europeo del 25 de mayo de 2014; el 47,8% en las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de 2015; y sólo el 31,1% en las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015. Y si de referéndums se trata, no puede dejar de ser resaltado aquí que el referéndum sobre el Estatuto de Autonomía de 2006, cuya impugnación por diputados del PP y su posterior anulación parcial por el TC ha servido como la gran excusa, como la justificación y detonante del inicio del proceso separatista, registró una participación de sólo el 49,41% de los censados y, si bien el «sí» al Estatuto logro reunir al 73,24% de los votantes, la baja participación lograda hace que, en realidad, el conjunto de los votos afirmativos represente sólo el 36,17% del censo electoral. Y, en lo que se refiere a la consulta —«proceso de participación ciudadana»— del 9 de noviembre de 2015, hecha con carencia total de las garantías mínimas exigibles —como se deduce de la jurisprudencia constitucional analizada—, pero tras un enorme esfuerzo de movilización por parte de la Generalitat catalana, la participación fue sólo del 36,59% del censo elaborado al efecto, de acuerdo con los datos de la propia Generalitat, si bien el 80,7% de los votantes contestó «sí» a las dos preguntas que se preguntaron; es decir, «sí» a que Cataluña se convierta en Estado, y «sí» a que este Estado sea independiente.
Lo que estos datos revelan es que la «cuestión catalana» está políticamente sobredimensionada y que el peso real, social e institucional, de las fuerzas separatistas —tanto en las instituciones catalanas como, desde luego, en las instituciones del Estado— es mucho menor de lo que su incidencia política parece demostrar. Y ello es así, en muy buena medida, porque los partidos de ámbito nacional, fundamentalmente el PSOE y el PP, se han apoyado con frecuencia en esos partidos separatistas para gobernar, bien a través de acuerdos concretos o eventuales, bien a través de acuerdos de legislatura. Apoyo que se ha pagado en gran parte de los casos con el consentimiento, cuando no el favorecimiento o la promoción, de la actuación de estos partidos principalmente en el gobierno de Cataluña, pero también en el gobierno del País Vasco.
En definitiva, la actuación política en este terreno, si bien requiere de la negociación y del esfuerzo de entendimiento, requiere igualmente de un esfuerzo de realismo, de poner las cosas en su justo sitio y, sobre todo, de actuar sobre ese amplísimo sector de la sociedad catalana que se opone a la independencia y que supera con mucho la mitad de los ciudadanos, favoreciendo y promocionando su articulación política —hoy muy débil—, para que el diálogo y la negociación sobre el conflicto les represente también a ellos, y no sólo a la minoría separatista.
2. ¿La solución jurídica?
Pero, al lado del problema político está la posible solución jurídica. La verdad es que las posibilidades de solución del problema en este terreno son prácticamente nulas, dado que el marco constitucional —como ha demostrado la jurisprudencia constitucional aquí reseñada— es muy claro y, al mismo tiempo, estrecho, en este terreno. Todo cambio en el estatuto jurídico-político de Cataluña en el marco del sistema constitucional actual requiere un cambio —una reforma— en la misma Constitución, y ello no se puede conseguir sino con un acto de voluntad del poder constituyente; es decir, con una decisión del verdadero soberano, que, de acuerdo con el artículo 1.2 de la Constitución, es el conjunto del pueblo español, «del que emanan los poderes del Estado», como reza el mencionado precepto. Incluso en el caso de que el Estado, en el ejercicio de su competencia constitucional (art. 92 CE), convocase un referéndum consultivo sobre la autodeterminación de Cataluña, en última instancia, si Cataluña optase por la separación, la sustanciación de la misma requeriría una reforma total de la Constitución, de acuerdo con las previsiones del artículo 168 CE, y, por lo tanto, un pronunciamiento final del poder constituyente, del conjunto del pueblo español. Por otra parte, tanto si esta consulta se hiciese sólo en el ámbito de Cataluña, como si se hiciese en el ámbito de todo el Estado español, la consulta sería inconstitucional en razón de la materia, dado que estaría sometiendo a referéndum una materia indisponible para los poderes ordinarios del Estado, que corresponde sólo al poder constituyente, y el poder constituyente se expresa sólo a través de los procedimientos previstos de reforma constitucional.
Ésta sería la que cabría denominar como la dimensión «positiva» de la posible solución jurídica del problema. Pero, a su lado se encuentra la dimensión «negativa» de la solución jurídica del problema; es decir, la acción coercitiva, o represiva, del Estado, tanto de carácter constitucional como de carácter penal. Dejando a un lado esta última vía, que se escapa del marco de la especialización jurídica de esta revista, es la vía constitucional la única que aquí nos interesa. En este sentido, el único cauce de este carácter que permite la Constitución es el artículo 155, que autoriza al Gobierno a adoptar «las medidas que sean necesarias», para obligar a una Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, en caso de que esa Comunidad las incumpliese o actuase de forma que atentase gravemente al interés general de España.
La regulación del artículo 155 CE ha dado lugar a un debate en la doctrina científica sobre la naturaleza jurídica de esta previsión, en el sentido de determinar si ésta permite solamente lo que el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn —que inspira la regulación española— denomina ‘‘coerción federal’’, o si, yendo más allá, permitiría también la disolución de la Generalitat o de su Parlamento, siguiendo el modelo de los sistemas que permiten la ‘‘intervención” de las entidades regionales por parte del Gobierno federal, como ocurre, por ejemplo, en los casos de la Constitución italiana (art. 126), o de la Constitución austríaca (art. 100). La verdad es que esta discusión es un poco nominalista, dado que, si bien es cierto que el artículo 155.1 habla sólo de «adoptar las medidas necesarias» para obligar a una Comunidad Autónoma al cumplimiento forzoso de sus obligaciones, o para proteger el interés general, también lo es que el concepto «medidas necesarias» es indeterminado y permite un abanico muy amplio de posibilidades de actuación por parte del Gobierno del Estado. En este sentido, nada se opondría, por ejemplo, a que el Gobierno, llegado el caso, disolviese un Parlamento autonómico y convocase nuevas elecciones, sustituyendo en esta iniciativa al propio Presidente de la Comunidad Autónoma.
En fin, la suspensión de las instituciones autónomas regionales, o la disolución de una Asamblea y la convocatoria posterior de elecciones en un territorio autónomo por parte del Gobierno central, no es algo novedoso en el Derecho comparado. Es, de hecho, la actuación que se ha seguido en Irlanda del Norte en más de una ocasión, tras la «devolución de poderes» (Northern Ireland Act 1998), cuando las dificultades del proceso de paz seguido en aquella atormentada parte del mundo impidieron formar un Gobierno estable en el terrirorio, u ocasionaron la dimisión del Gobierno en ejercicio [18].
3. Ambivalencia de la pretensión
Por otra parte, lo que sorprende en este proceso es la ambivalencia de la actuación de la Generalitat catalana, cuyos planteamientos han sido —son— muy radicales en sus formulaciones políticas e, incluso, osados en la utilización de los recursos procesales, pero han sido, en cambio, muy endebles en la argumentación, a veces forzados y a veces engañosos. La necesidad de utilizar un marco jurídico que es absolutamente contrario a la legalidad —constitucionalidad— de la pretensión les ha forzado, sin duda alguna, a actuar así. Pero, lo que es verdaderamente llamativo es que esta argumentación les ha haya llevado al extremo de desdecir en sus alegaciones en el procedimiento judicial lo que, en realidad, se está pretendiendo en el terreno político. Ello se manifiesta de manera paradigmática en el procedimiento ante el TC con motivo de la impugnación por el Gobierno del Estado de la mencionada Resolución del Parlamento de Cataluña 1/XI, de 9 de noviembre de 2015, sobre el inicio del proceso político en Cataluña como consecuencia de los resultados electorales del 27 de septiembre de 2015. Así, en sus alegaciones frente a la impugnación gubernamental, la Generalitat acude a la protección del TC; Tribunal al que en la misma Resolución 1/XI, considera «mancat de legitimitat i de competencia», y del que, además, se pide una resolución conforme a sus intereses, cuando la Resolución 1/XI establece que «no se supeditaran a les decisions de les institucions de l’Estat espanyol, en particular del Tribunal Constitucional», al que no se perdona «la sentència de juny del 2010 sobre l’Estatut d’autonomia de Catalunya, votat prèviament pel poble en referèndum, entre altres sentències».
Y, por otra parte, la Generalitat alega ante el TC que «la resolución 1/XI, de 9 de noviembre, solo es, y no es nada más que una declaración de voluntad y de intenciones», cuando, en realidad, en la misma se afirma, de manera contundente, que «El Parlament de Catalunya declara solemnement l’inici del procés de creació d’un estat català independent en forma de república». Actuación que el Parlamento catalán realiza, en sus propios términos, «com a dipositari de la sobirania i com a expressió del poder constituent» de Cataluña. Esta resolución, pues, no es una mera declaración de intenciones; es —como entiende el TC— un verdadero acto de decisión, un hecho consumado.
4. La doctrina jurisprudencial
En fin, la doctrina del TC en este terreno es muy clara y contundente. Quizá la gran crítica que se le pueda hacer —en lo que se refiere a las resoluciones aquí analizadas— es que sea excesivamente reiterativa y, a veces, alambicada, precisamente en su esfuerzo por conseguir el mayor detalle y la mayor claridad interpretativa posible. Así, los argumentos se reproducen una y otra vez en los varios fundamentos jurídicos de una misma sentencia, diciendo la misma cosa varias veces, pero de manera diferente, o poniendo en relación diferentes preceptos o perspectivas jurídicas. Este uso exhaustivo de la argumentación, paradójicamente, complica de manera innecesaria la interpretación, al hacerla tan larga y reiterativa, dando con ello la sensación de que se dicen cosas diferentes, cuando en realidad se está diciendo lo mismo.
Por otra parte, el TC ha sido mucho más agil y decidido en esta etapa del proceso independentista que lo que lo fue en el momento de analizar el Estatuto de Autonomía catalán de 2006. En este sentido, el TC ha sido mucho más rápido en la adopción de sus decisiones, las ha adoptado todas por unanimidad y, además, sólo ha aplicado la técnica de la «interpretación conforme» en una sola ocasión. Así, no sólo todas las decisiones han sido adoptas dentro del plazo aproximado de un año, sino que en un caso —en la impugnación de la resolución del Parlamento de Cataluña 1/XI, de 9 de noviembre de 2015, sobre el inicio del proceso político en Cataluña— el TC tardó menos de un mes en decidir [19], lo cual es verdaderamente una manifestación muy loable, pero insólita, de diligencia jurisdiccional.
En lo que hace referencia a la utilización del instrumento de la «interpretación conforme», el TC lo ha utilizado en la primera resolución relevante que va a adoptar en esta fase del proceso independentista. Así, la STC 42/2014, de 25 de marzo, recaída en la impugnación por el Gobierno de la Resolución del Parlamento de Cataluña 5/X, de 23 de enero de 2013, por la que se aprueba la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña, el Tribunal se va a pronunciar sobre una de las cuestiones centrales de la reivindicación independentista: el denominado «derecho a decidir». En esta sentencia, el TC sostiene que el «derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña» tiene encaje en el marco de las previsiones constitucionales si se interpreta en el sentido que se expone en los fundamentos jurídicos 3 y 4 de esa sentencia. Es decir, de acuerdo con la visión del Tribunal, «el ‘‘derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña’’ no aparece proclamado como una manifestación de un derecho a la autodeterminación no reconocido en la Constitución, o como una atribución de soberanía no reconocida en ella, sino como una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional con respeto a los principios de ‘‘legitimidad democrática’’, ‘‘pluralismo’’, y ‘‘legalidad’’, expresamente proclamados en la Declaración en estrecha relación con el ‘‘derecho a decidir’’.» (STC 42/2014, FJ 3.b).
El TC, sin embargo, se va a volver a pronunciar sobre esta cuestión en la mencionada sentencia 259/2015, de 2 de diciembre, sobre la resolución del Parlamento de Cataluña 1/XI, de 9 de noviembre de 2015, sobre el inicio del proceso político en Cataluña. En esta oportunidad, el TC entiende que la resolución impugnada —a diferencia de lo que ocurría con la Resolución del Parlamento de Cataluña 5/X, de 23 de enero de 2013— «permite entender que el Parlamento de Cataluña, al adoptarla, está excluyendo la utilización de los cauces constitucionales (art. 168 CE) para la conversión en un ‘‘estado independiente’’ […] de lo que hoy es la Comunidad Autónoma de Cataluña. El Parlamento, en efecto, ‘‘proclama la apertura de un proceso constituyente … para preparar las bases de la futura constitución catalana’’ […]; se compromete a tramitar en determinado plazo una ley, junto a otras, de ‘‘proceso constituyente’’ […]; afirma, en tanto que ‘‘depositario de la soberanía’’ y ‘‘expresión del poder constituyente’’, que en el proceso que emprende no se supeditará a las decisiones de las instituciones del Estado español y, en particular, a las de este Tribunal Constitucional […]; por último insta al ‘‘futuro gobierno’’ de la Comunidad Autónoma ‘‘a cumplir exclusivamente las normas o los mandatos emanados de esta cámara’’ […]» (STC 259/2015, FJ 3). Todo ello, en fin, le lleva a concluir que, en este caso, tal y como lo define la Resolción, el «derecho a decidir» supone una ruptura expresa con la legalidad constitucional del Estado y, por lo tanto no es admisible, no cabe su interpretación de manera conforme con la Constitución.
5. La opción última
En definitiva, pues, el proceso independentista catalán que —a efectos de este trabajo— se inicia con la Resolució 5/X del Parlament de Catalunya, per la qual s’aprova la Declaració de sobirania i del dret a decidir del poble de Catalunya, y se culmina —hasta el momento de concluir estas líneas— con la Resolució 1/XI del Parlament de Catalunya, sobre l’inici del procés polític a Catalunya com a conseqüència dels resultats electorals del 27 de setembre de 2015, supone el mayor desafío político que haya recibido España desde el inicio del actual régimen democrático presidido por la Constitución Española de 1978. La reivindicación independentista —como ha explicado con detalle la jurisprudencia del TC— no tiene encaje ni solución alguna en el marco de las actuales previsiones de la Constitución. Quizá, si la exigencia de los grupos soberanistas no fuese sólo y simplemente la independencia de Cataluña, pudiera caber la negociación política y la solución jurídica, entendiendo por tal, por ejemplo, la reforma de la Constitución.
Pero, evidentemente, si el problema se sigue planteando y no se haya la solución al mismo en términos de negociación política y de solución jurídica, sólo cabe una opción: o bien se admite, sin más, la independencia de Cataluña, tal y como desean los grupos independentistas que hoy gobiernan la Generalitat catalana, y en los términos y con el programa que diseñan las resoluciones del Parlamento catalán aquí mencionadas —y anuladas por el TC—; o bien el Gobierno del Estado se opone a ello y mantiene la unidad de la nación y del Estado españoles —como le obliga el artículo 97 CE—, utilizando para ello, sin recelo alguno, todos los instrumentos que el ordenamiento jurídico y la Constitución ponen en sus manos.
Antonio Bar Cendón, en revistas.uned.es/
Notas:
16 «Referéndum» y «autodeterminación» son los términos que se emplearon inicialmente de manera explícita (i.e. Resolució 742/IX del Parlament de Catalunya, sobre l’orientació política general del Govern, 2.10.2012); luego se pasó a utilizar con mayor frecuencia la expresión «derecho a decidir» (i.e. Resolució 323/X del Parlament de Catalunya, sobre l’orientació política general del Govern, 2.10.2013), para hablar finalmente de «proceso de participación ciudadana», o de «consulta». En última instancia, el Parlamento de Cataluña ha optado por ir directamente ya, sin consulta previa alguna, a un «procés constituent ciutadà, participatiu, obert, integrador», para establecer un Estado catalán independiente en forma de república y elaborar su Constitución (Resolució 1/XI del Parlament de Catalunya, sobre l’inici del procés polític a Catalunya, 9.11.2015).
17 Resolució 1/XI del Parlament de Catalunya, sobre l’inici del procés polític a Catalunya (Butlletí Oficial del Parlament de Catalunya, XI legislatura, n.º 7, 9.11.20157, p. 3).
18 Si bien la suspensión más larga del gobierno autónomo de Irlanda del Norte tuvo lugar entre el 14 de octubre de 2002 y el 7 de mayo de 2007, éste fue también suspendido por el Gobierno del Londres en anteriores ocasiones: del 11 de febrero de 2000 al 30 de mayo de 2000; el 10 de agosto y el 22 de septiembre de 2001, en suspensión de sólo 24 horas. (Northern Ireland Assembly, «History of the Assembly», en: http:// www.niassembly.gov.uk/about-the-assembly/general-information/history-of-the-assembly).
19 La impugnación del Gobierno tuvo entrada en el registro del Tribunal el día 11 de noviembre de 2015, y la sentencia 259/2015, recayó el día 2 de diciembre de 2015.
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