Uno de los objetivos a que debe tender indispensablemente todo proyecto de formación de los futuros sacerdotes ha de ser éste: que asuman con madura libertad el compromiso del celibato comprendiendo su valor positivo -«respuesta de amor al Amor» [1]-. Ese objetivo determinaba ya las «Orientaciones» que fueron emanadas por la Congregación para la Educación Católica en 1974 para aplicar a la formación seminarística la doctrina de la Encíclica Sacerdotalis coelibatus. Y a ese objetivo se encaminan también las consideraciones del presente trabajo: la formación para el celibato sacerdotal ha de orientarse positivamente como propedéutica e iniciación a un compromiso personal, capaz de plenificar la existencia de quien está llamado a ser un «hombre de Dios» [2].
1. El celibato, decisión insuplantable del sujeto que lo asume
Hablar del celibato sacerdotal entraña la alusión a dos elementos imprescindibles para comprender su verdadera esencia. La sexualidad, por un lado; y, por otro, la libre decisión humana que asume la realidad sexual para sublimarla injertándola -mediante inevitables renuncias y mediante la experiencia de la contemplación y del servicio apostólico- en el tallo vivo de la «caridad pastoral».
Con el término «sexualidad» suele designarse toda una esfera vital organizada en torno al eje de la personalidad de cada ser humano; esfera, que tiene su núcleo más denso y significativo en el instinto generador para la propagación de la especie; y que, su vez, es centro de gravedad de un amplísimo espacio, con tendencia a integrar toda la multiplicidad de energías -biológicas, espirituales, psicológicas, culturales o sociales- propias de cada hombre. En definitiva, «la sexualidad es tan amplia como el propio ser hu mano porque no tenemos sexo sino que lo somos. Es la causa de la genitalidad y de los perfiles psicológicos y racionales del 'ser hombre' y del 'ser-mujer'. La sexualidad humana puede decirse que es la forma de ser, hacer y estar en el mundo el hombre y la mujer de manera distinta y complementaria» [3].
Ya se entiende, pues, que el concepto de «sexualidad» no puede ser definido como una simple equivalencia de la «condición sexuada» de cada persona. Es bastante más que eso. La «sexualidad» es inseparable de una referencia a la «fuente de la vida»; y, mediante esa referencia, es también inseparable de una llamada a la perpetuación biológica -y también, en cierto modo, a la perpetuación psicológica y espiritual-. La «sexualidad» hace también referencia a una amplia y peculiar experiencia del placer y del dolor [4]. La sexualidad se refiere, sobre todo, al amor; afecta esencialmente al amor [5]. Y es aquí donde la «sexualidad» aparece dotada de una inmarcesibilidad misteriosa, que se manifiesta como una opulencia embriagadora, o, tal vez, como una tiranía que desconoce todo consejo de la razón.
Para el hombre -al menos, para muchos hombres- de nuestro mundo contemporáneo, la sexualidad constituye seguramente un dédalo sin solución. Al socaire de la acumulación de los descubrimientos científicos y de la nueva sensibilidad «postmoderna», se ha venido a recalar en una trivialización del significado de la «sexualidad», que «ha venido a quedar como dividida en dos aspectos prácticos: por una parte la capacidad para engendrar, y por otra, completamente separada, la capacidad para gozar placeres específicos, desligados de cualquier otra significación humana. La intensidad y atractivo de esos placeres pueden utilizarse a voluntad como un elemento más, de los más poderosos, que determinan las conductas de los hombres» [6].
El epicentro de esta fuerte conmoción que afecta a la clave interpretativa de los valores contenidos en la sexualidad no se encuentra como tal en la crisis eclesiástica típica de los últimos decenios. Es de origen netamente extraeclesiástico y de índole cultural. Pero toda crisis cultural -desde luego, si tiene proporciones generales- afecta a la vida de la Iglesia. En consecuencia no puede extrañar que los valores en crisis resulten cuestionados también en el seno de las comunidades cristianas y que -como por Ósmosis la confusión predominante se insinúe en determinadas concepciones teológicas y pastorales [7].
Si bien es cierto que tales dificultades -contempladas en perspectiva histórica- no pasan de ser un nuevo avatar de la vieja concupiscencia presente en todas las épocas, no por eso resulta desdeñable la singular adversidad de todo un clima científico, cul tural y sociológico: adversidad que, si tal vez no está llamada a acentuarse, al menos, dista mucho por sus características de ser una tempestad efímera. Así, pues, la pedagogía que prepara al celibato ha de valorar, desde el mismo punto de partida, la indiscutible eficacia de este ambiente real en que se va a desarrollar la existencia de los futuros sacerdotes.
Pero además, el celibato, en su núcleo más sustantivo, es una opción profunda hecha por una personalidad madura. En este sentido la responsabilidad de los formadores es secundaria con respecto a la responsabilidad primordial e insuplantable de cada sujeto. Un celibato «impuesto» no sería verdadero celibato. Los jóvenes de la hora presente lo advierten con peculiar lucidez: «El mismo seminarista manifiesta una nueva sensibilidad psíquica: tiende cada día más a rechazar los vínculos convencionales para insertarse en lo humano como los demás, reivindicando al máximo su derecho a la elección y al compromiso libre, en la apertura interior a los ideales evangélicos» [8].
Esa «sensibilidad psíquica» que cunde entre los futuros sacerdotes es «nueva», en cuanto profesada como vibración característica de los hijos de esta época. Pero -por lo que se refiere al celibato- esa sensibilidad responde a un estímulo que, como tal, no constituye novedad alguna. A este respecto los autores han debatido sobre dos cuestiones típicas: a) si el celibato exigido para las sagradas órdenes tiene carácter de ley o tiene carácter de voto [9]; b) si la institución del celibato sacerdotal en el rito latino equivale, o no, a imponer un estatuto de excepción al derecho natural de contraer matrimonio.
Sobre la primera cuestión trataremos luego; respecto de la segunda digamos que, sobre todo, toca la red neurálgica de la psicología humana y ha generado debates nunca serenados definitivamente. Este hecho, sin embargo, no debe provocar escándalo. Hay que advertir que la cuestión surge no sólo con entera naturalidad, sino también «en virtud de» la naturalidad. Por eso, de un modo o de otro, se replantea como objeción en épocas de «rinascita», de humanismo, de admiración hacia los valores antropológicos. Y entonces, puesto que la objeción es tan genuinamente humana, se yergue en legÍtima espera de una respuesta lógica que ilumine el verdadero sentido de la llamada «ley del celibato».
Habida cuenta de que el celibato es «un don gratuitamente dado y libremente recibido y ejercido, que pertenece al patrimonio del Pueblo de Dios y no admite en su recepción y en su ejercicio violencias humanas de ningún tipo» [10], debe reconocerse que no existe en la tierra autoridad alguna capaz de exigirlo por ley. Ahora bien, la Jerarquía -a la que compete custodiar y administrar el tesoro de los sacramentos de Cristo- tiene derecho indiscutible a establecer, procurando el bien común del Pueblo de Dios, los criterios de idoneidad para el ejercicio del sagrado ministerio y a elegir los candidatos que recibirán la imposición de las manos entre aquellos que se señalan por determinadas cualidades y carismas. Tal es el sentido de la ley del celibato: depurar la selección de los candidatos a las sagradas órdenes de modo que puedan ser elegidos tan sólo aquellos miembros de la comunidad eclesial de los que conste con certeza moral que han recibido el carisma de la perfecta continencia y que en uso de su libertad plenamente responsable se comprometan a guardar fidelidad al don recibido. «Al obrar así, la Iglesia no atenta contra la dignidad de la persona humana, impidiendo el ejercicio de un derecho natural -el ius connubii- que es parte integrante de esa dignidad. En efecto la renuncia a ese derecho la hace libremente quien recibió el don divino de la perfecta continencia. La Jerarquía es la primera interesada, por respeto a la dignidad humana y cristiana de los fieles y por el mismo bien pastoral del Pueblo de Dios, de que la asunción por el futuro sacerdote de esa responsabilidad sea verdaderamente consciente y se haga con la libertad de los hijos de Dios» [11].
2. Objetivos de la formación para el celibato sacerdotal
A los responsables del acompañamiento de los futuros sacerdotes les corresponde por eso una misión delicada. Por supuesto, su tarea no se limita a la mera observación para realizar con tino el discernimiento vocacional. Esta labor es importante, y de su recto desempeño se derivarán beneficios para la comunidad cristia na. Pero esa labor es puramente condicional: no puede sobrevalorarse como si fuese el objetivo primario de la tarea formativa. Por el contrario, la responsabilidad más seria de los formadores estriba en asegurar, a nivel institucional, un clima profundamente humano y cristiano, generoso, positivo y alegre. A nivel de formación personalizada, se trata siempre de garantizar un acompañamiento lleno de delicadeza y de respeto que sirva de ayuda a la opción que el candidato -él insustituiblemente- ha de realizar con madurez.
Para ello los formadores y la institución misma del Seminario han de ofrecer la doctrina que haga posible la inteligencia recta de la naturaleza teológica del celibato sacerdotal. Han de estimular delicadamente el proceso interior valorando las motivaciones profundas -diferentes en cada persona- que determinan la opción celibataria. Razones y motivaciones que han de ser sólidas y auténticas a riesgo cierto, si no, de un futuro fracaso público o encubierto.
2.1. Significado teológico del celibato sacerdotal
La opción celibataria no debe ser fruto de la sola admiración por los valores espirituales muy superiores a los negocios de la carne. «El matrimonio -escribía el Cardenal Wojtyla- no es de ningún modo un 'asunto del cuerpo' tan sólo. Si ha de alcanzar su pleno valor, es necesario que se base, como la virginidad o celi bato, en una movilización eficaz de las energías espirituales del hombre» [12]. La Exhortación Apostólica Familiaris consortio es explícita a este respecto: «Conoce la revelación cristiana dos modos enteramente adecuados de cumplir esta vocación de la persona hu mana al amor: el matrimonio y la virginidad. Ambos, según su forma propia, son una declaración sólida de la altísima verdad sobre el hombre, es decir, de la que afirma que él es imagen de Dios. (...) La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no se oponen a la dignidad del matrimonio, sino que la suponen y confirman. Matrimonio y virginidad son dos formas de expresar y vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su Pueblo. Cuando se desconoce la gran dignidad del matrimonio, la virginidad consagrada a Dios se hace imposible; cuando no se considera la sexualidad humana como un gran bien concedido por el Creador, su renuncia por el Reino de los Cielos pierde toda su fuerza» [13].
Por otro lado para desarrollar el auténtico significado del celibato sacerdotal resultan insuficientes las meras consideraciones extraídas de una teología de la perfección [14]. El Decreto Presbyterorum ordinis se inspiraba en un talante nuevo al valorar la espiritualidad sacerdotal en sí misma y no como una adaptación de las espiritualidades monásticas o religiosas. Los rasgos genuinos de la espiritualidad sacerdotal no se tipifican ya en el marco de los tres consejos evangélicos tradicionales, sino en el horizonte de la perfecta «caritas pastoralis» a la que todo sacerdote ha de tender me diante el ejercicio del ministerio [15]. Diríase que tras el Vaticano II, el «celibato sacerdotal» necesita profundizar su significado hundiendo sus raíces en las venas fecundas que parten de la misma teología del sacerdocio [16]. «La Esposa de Cristo -afirma A. del Portillo comentando esta importante cuestión implícita en el Decreto- vislumbra que unas tensiones muy Íntimas unen entre sí el misterio del amor indiviso y el misterio del sacerdocio de la Nueva Alianza; y enseña por tanto que esas razones -no de necesidad absoluta, pero sí de suma conveniencia- se integran dentro de una espiritualidad netamente sacerdotal, que tiende a la Íntima configuración moral, a la transformación mística del ministro de Cristo en el mismo Sumo Sacerdote, a quien representa por el carácter recibido en el Sacramento del Orden» [17].
Una reducida interpretación del «servicio pastoral» como razón del celibato de los sacerdotes ha debido de influir en una inteligencia del celibato mismo como mera «condición de vida». En tal caso las exigencias que se derivan de esa «condición» son sentidas como un peso difícil de llevar o se banalizan haciéndolas compatibles con compensaciones de diverso género [18]. Tal vez esa reducida interpretación ha podido influir en la misma formación seminarística: «Yo no sé -ha escrito Mons. Gaidon, actual obispo de Cahors- qué otra motivación se puede dar al celibato si no es una de tipo místico. Es ésta la motivación que yo siempre he propuesto a los seminaristas como expresión del pensamiento de la Iglesia» [19].
Pero el «servicio pastoral» es efectivamente una razón mística. Es el servicio del Buen Pastor, la «diaconía» del ministerio de Cristo que «no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en redención por todos» (Mt 20, 28). Se trata, por tanto, de un servicio sacerdotal que encuentra su «actuación» culminante en el Sacrificio Redentor. Ahora bien ese Sacrificio tiene valor esponsal: son las Bodas Virginales de Cristo con la Iglesia. La Capitalidad de Cristo aparece en su Sacrificio como «pleroma» [20] de Amor: «nadie tiene amor más grande que Aquel que da su vida por los amigos» (Qo 15, 13). Con razón se ha podido poner de relieve que la Capitalidad de Cristo es una Capitalidad «sacerdotal-virginal-esponsal». Tal es el sentido de la «eunuchía» de Cristo, la cual es en sí misma un paradigma primordial de entrega completa al servicio redentor. A esa luz debe interpretarse -sobre todo cuando se habla del celibato sacerdotal- la «eunuchía» «propter Regnum Caelorum» [21]. En este marco se comprenden las palabras
de la Coelibatus sacerdotalis: «El motivo verdadero y profundo del sagrado celibato es, como ya hemos dicho, la elección de una rela ción personal más Íntima y completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, a beneficio de toda la humanidad...(...) Es cierto: por su celibato, el sacerdote es un hombre solo; pero su soledad no es el vacío, porque está llena de Dios y de la exuberante riqueza de su Reino. (...) Segregado del mundo, el sacerdote no está separado del Pueblo de Dios, porque ha sido constituido para provecho de los hombres (Hb 5, 1), consagrado enteramente a la caridad (cfr. 1Co 14, 4 ss) y al trabajo para el cual le ha asumido el Señor» [22].
En este mismo sentido la teología paulina acerca de Cristo Cabeza y «Pleroma» de la Iglesia entraña connotaciones profundamente significativas de carácter esponsalicio: «Aquella entrega de sí mismo al Padre -explica Juan Pablo II- mediante la obediencia hasta la muert es a la vez, según la Carta a los Efesios, 'un darse a sí mismo por la Iglesia'. Yo diría que en esta expresión, el amor redentor se transforma en amor esponsal: Cristo, dándose a sí mismo por la Iglesia, con el mismo acto redentor se ha unido de una vez para siempre con ella, como el esposo con la esposa, como el marido con la mujer... De este modo el misterio de la redención del cuerpo entraña en sí, de algún modo, el misterio «de las bodas del Cordero» (Ap 19, 7). Puesto que Cristo es cabeza del cuerpo, el entero don salvífico de la redención penetra la Iglesia como a cuerpo de aquella cabeza, y forma continuamente la más profunda y esencial sustancia de su vida. Es la forma al modo esponsal, dado que en el texto citado la analogía 'cuerpo-cabeza' se traduce en la analogía del 'esposo-esposa', o más 'bien en la del 'marido mujer'» [23].
La meditación y estudio de esta dimensión de la Capitalidad de Cristo arrojará sin duda una luz poderosa para valorar desde las páginas paulinas el específico significado del celibato que se pide a los sagrados ministros que mediante la imposición de las manos han quedado configurados con Cristo-Cabeza.
2.2. La formación de la afectividad
La formación, no obstante, no puede limitarse a la mera fundamentación teológica que facilita la comprensión intelectual del celibato de los sagrados ministros. Ha de cultivar también las motivaciones que favorecen y perfeccionan la opción fundamental con una fuerza incomparablemente mayor que las mismas razones especulativas. Es aquí donde la tarea educadora exige a los formadores y a la misma institución seminarística una atención exquisita. Todos los consejos apuntan hacia la necesidad perentoria, de una personalización de la tarea educativa, en un clima comunitario de familia y de franca amistad, de libertad auténtica y de respeto, donde no caben las comparaciones siempre odiosas ni la necia emulación. A los formadores, ya se ha dicho, corresponde garantizar este clima: «Téngase en cuenta la pluralidad de disposiciones en las que los seminaristas pueden hallarse en relación con la vocación, y también de lo mudable de las actitudes juveniles. Respeten los directores a todos y a cada uno de sus alumnos; no establezcan escalas de mérito; no insinúen la idea de que el que cambia de rumbo es un traidor... Recuérdese que la confianza no se logra con autoridad, sino que se provoca y obtiene mereciéndola...» [24].
Las motivaciones configuran el nivel de asimilación existencial del valor del celibato. Se trata de una verdadera iniciación al amor. Pero eso no se hace sólo con razones, ni con el voluntarismo de quien decide fundamentar un proyecto de existencia con un acto puramente elícito y desencarnado. Al contrario, debe considerarse mucho la importancia de la «hora psicológica», es decir, de la madurez vital, de la hondura consciente de quien realiza la opción celibataria: «La persuasión -como dice Cruchon- de que la hora psicológica de la elección de vida no se debe solamente a una opción del espíritu y de la voluntad, sino a cambios biológicos y a determinantes sociológicos y culturales, no es, en definitiva, sino una visión menos idealista o fenomenológica, pero más 'antropológica' del hombre. El hombre no puede prescindir de su cuerpo y de su medio ambiente; no puede actuar por decreto sin tener en cuenta su pasado y su naturaleza; no puede pretender seguir únicamente su ideal, o, dicho de una manera más prosaica, 'su idea'. Esto sería tanto más peligroso cuanto que existe un idealismo juvenil por el que algunos adolescentes se creen dispensados de tener en cuenta sus verdaderas posibilidades y sentarse, como dice el Evangelio, a calcular si son capaces de construir la torre que proyectan» [25].
Pocas cosas exigen en el formador tan maduro equilibrio como la tarea de imciar a los futuros sacerdotes en la aventura transfigurante de toda la afectividad, que es el celibato vivido auténticamente. Será preciso no sofocar, sino sublimar el romanticismo juvenil; no reprimir, sino dilatar el Ímpetu de la afectividad; no ocultar, sino revelar horizontes con sus valores incomparables y con sus exigencias de renuncia. Enseñar a «tener corazón» superando el egoísmo. El formador ha de estar por encima de todo escándalo. Se precisa un gran sentido común para corregir las desviaciones naturales -inseparables de todo proceso normal [26]-, para valorar las experiencias del pasado a la luz de la normativa de la Iglesia, del buen criterio de otros formadores y del párroco; a la luz también de los antecedentes familiares. No puede omitirse aquí una referencia a la atención que debe prestarse al indispensable equilibrio psicológico de los candidatos al sacerdocio. En este punto, la bondadosidad de los encargados de discernir la idoneidad de los candidatos a Ordenes -la cual ha de demostrarse con argumentos positivos- resulta siempre perniciosa [27]. «Los errores de discernimiento de las vocaciones no son raros, y demasiadas ineptitudes psíquicas, más o menos patológicas, resultan patentes solamente después de la ordenación sacerdotal. Discernirlas a tiempo permitirá evitar muchos dramas» [28].
La sublimación auténtica de toda la esfera sexual es efecto de la Gracia de Dios en primer lugar; pero requiere también una educación psicológica en la cual la colaboración del sujeto es enteramente insustituible. Importa mucho una orientación positiva [29], una instrucción sexual hecha de afirmaciones alegres y generosas, la cual -como dice la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis- «consiste más en la formación de un amor casto a los demás que en la preocupación, a veces muy penosa, por evitar los pecados; debe formarlos para las futuras relaciones de su ministerio. Por eso, poco a poco, y con un sano discernimiento espiri tual, se les debe invitar e inducir a experimentar y a manifestar, en los grupos y en las diversas funciones d apostolado y de cooperación social, un amor sincero, humano, fraternal, personal y sacrificado según el modelo de Cristo, hacia todos y cada uno, pero especialmente hacia los pobres, los .. afligidos, los compañeros de su edad; así podrán evitar la soledad de corazón» [30].
No es posible en el corto espacio de estas páginas entrar a un análisis extenso de la pedagogía que debe adoptarse a fin de favorecer el clima óptimo para una opción tan delicada, en la que el formador nunca debe sustituir lo más mínimo la iniciativa del candidato. Baste decir que, habida cuenta de la personalísima psi cología de cada uno de ellos, la educación y el cultivo de esas motivaciones sólo puede hacerse en un clima de franca amistad entre el formador y el seminarista y que limitarse a los solos medios de formación colectiva o comunitaria puede resultar sencillamente inservible. «Los jóvenes sienten la necesidad de un amigo en el que puedan confiar y a quien puedan creer. Sin la ayuda de un director amigo y prudente, se multiplicarán y complicarán los estados de angustia, de desaliento y las caídas. A su vez, el educador-amigo no podrá hacer de guía si no conoce Íntimamente al educando; esto comporta que el educando se confíe sinceramente. Pero esta recíproca relación sólo es posible si el educador es capaz de poner toda su persona a la escucha, esperando confiadamente la hora de la buena voluntad y de la gracia» [31].
Habría aquí que hacer hincapié en el influjo ejercido por el modelo de vida que se presenta a los seminaristas. Las «Orientaciones» de la Congregación para la Educación Católica -y ya antes lo había hecho el Concilio- señalan la importancia del testimonio de vida que se debe exigir a los formadores: testimonio no sólo de conducta intachable y honesta, sino sobre todo de madurez, de alegría, de atractiva humanidad, característica inconfundible de una personalidad integrada, cálida y rica de experiencia.
A nivel ascético hay que valorar la importancia de los medios. La virtud debe ser aprendida. Debe por tanto ser enseñada. A lo largo de los siglos lós hombres de Dios han practicado el camino de la prudencia, que, en el caso concreto del celibato, se ha plasmado en normas y comportamientos superadores de una falsa ingenuidad. Virtudes como el pudor, la sobriedad en el comer y en el beber, la modestia en el hablar y en el vestir, el orden en la propia vivienda, el cuidado de la ejemplaridad en el comportamiento, la gravedad sacerdotal no pueden ser echadas al olvido. Puede decirse que estas virtudes son hermanas pequeñas de la castidad y su descuido contribuye a reducir a simple condición de soltería aquello que se había proyectado como aventura de Amor. Por eso, no sólo en el Seminario sino también en los primeros años de vida pastoral, los jóvenes sacerdotes -por no decir todos los sacerdotes durante toda la vida- tienen derecho al beneficio de la corrección fraterna que resulta siempre una ayuda incomparable para la perseverancia.
2.3 Iniciación en la característica relacionalidad ministerial
Por último, una formación completa debería favorecer la inserción gradual del candidato al sacerdocio en la vida real que va a ser el contexto de su existencia. El celibato sacerdotal por sí mismo no es un «estado de perfección» [32]. Baste pensar que el futuro sacerdote disfruta de ese carisma antes de su ordenación y que podría renunciar a la recepción del sacerdocio sin renunciar por ello a seguir siendo fiel al carisma del celibato. Por otro lado también es cierto que la opción celibataria no exige en concreto un género de vida preciso (de hecho esa opción puede llevarse a cabo por muchos caminos e, incluso, permanecer siempre en el ámbito de las decisiones privadas), aunque como es lógico exige algunas renuncias visibles -renuncias análogas o equivalentes a las que puede exigir cualquier otra opción profunda de rango existencial-. Eso sí: el sacerdote vivirá en medio del mundo sin ser del mundo. Tendrá que defenderse a sí mismo; tener pleno control de su propia nave. Y esto debe ser tenido en cuenta en cualquier proyecto de formación que pretenda ser coherente.
No se trata de ningún modo -ya se comprende- de establecer probaturas exponiendo a una cruda intemperie a los futuros sacerdotes. Pero igualmente constituiría una seria imprudencia concebir los años de formación para el ministerio como un período de separación superprotegida, en que de hecho se practicase la «fuga saeculi» [33]. La colaboración en la vida pastoral de la diócesis, el contacto con las catequesis, movimientos, y otras actividades parroquiales son, también a este respecto, una experiencia insustituible. «Las vacaciones son también una buena coyuntura para que, tanto el se minarista como sus formadores, comprueben la solidez de sus criterios, la progresiva maduración afectiva, el enraizamiento en los valores y en los hábitos cristianos, y la firmeza de sus convicciones e inclinaciones vocacionales en medio de un mundo que frecuentemente no valora y a veces hasta desprecia el seguimiento peculiar de Cristo que es propio del sacerdocio ministerial» [34].
El celibato -ya se ha repetido anteriormente- se asume mediante una opción que exige la reestructuración de toda la vida afectiva. Y, siendo ello así, se comprende que la opción celibataria exige la remodelación de una de las dimensiones esenciales de la existencia: la dimensión social, que se realiza en toda vida humana mediante la compleja red de relaciones con el «Otro» y con los otros. La esfera de lo relacional cobra por tanto una importancia suma dentro del proyecto educativo de los candidatos al sacerdocio.
En primer lugar la relación con el «Otro», es decir, con Dios. No hace falta insistir en el significado sobrenatural del celibato «propter Regnum Caelorum». Precisamente por eso se exige el despliegue de la capacidad contemplativa para que pueda lograrse una sublimación auténtica de la afectividad. Aquí ya no se trata de mantenerse en el terreno de las solas motivaciones. Se trata sobre todo de una experiencia interior rica y satisfactoria, no meramente especulativa sino sembrada de afectos, que se cultivan y fortalecen mediante el ejercicio contemplativo. Ninguna realidad puede ser definida por pura exclusión de las notas y propiedades que no le convienen. El celibato no puede ser entendido en su pu ra exigencia de renuncia. El celibato es sobre todo una sublimación, fruto de la gracia correspondida, de la cual se debe tener ver dadera experiencia humana.
El formador ha de estar aquí especialmente. atento. La sublimación inauténtica es más frecuente de lo que pudiera pensarse. Ciertas «actitudes modélicas» con ribetes de celo amargo, ciertas inflexibilidades o tendencias rigoristas, ciertos apegos a devociones sensibles o admiraciones desmedidas al director espiritual, al formador o al confesor revelan con frecuencia una sublimación inauténtica de la afectividad. La misericordia, la amistad natural y humilde, el espíritu sencillo de oración y de piedad unido a la práctica del sacrificio sin espectáculo, suelen ser un sello inconfundible de la sublimación afectiva bien enfocada [35].
Pero la relacionalidad exige una inserción auténticamente hu mana en la red vital de las existencias que se entrecruzan. Y aquí surge la necesidad de una educación para el amor. La amistad -y no me refiero aquí a sucedáneos inadmisibles [36]- es un valor «quasi supremo». Supremo -sin más distingos- cuando se trata de la amistad con Cristo. Supremo «secundum quid» cuando se trata de la amistad con los otros, eb. cuanto que la amistad es seguramente la expresión más natural y perfecta de la «caritas pastoralis».
Pero la vida del Seminario por sí sola -con ser importante no puede considerarse suficiente. Hay que facilitar la inserción progresiva del futuro sacerdote en la realidad rica y plural del presbiterio diocesano. La «ratio studiorum» de la Conferencia Episcopal Española establece sabiamente a este respecto una graduación progresiva de las responsabilidades que se confían a los futuros sacerdotes: esta gradual responsabilidad les permite administrar su propia libertad e irse preparando «para incorporarse un día por la fraternidad sacramental, a la comunidad más amplia del presbiterio diocesano y para ser ellos mismos constructores de comunidad» [37]. No se puede olvidar el papel importantÍsimo que a este respecto corresponderá siempre al obispo diocesano como ministro y servidor de la comunión eclesial afectiva y efectiva. Comunión con la Iglesia universal; comunión también en la intimidad de un presbiterio, multiforme en sus varios carismas, pero fraterno y acogedor. Desde ahí es fácil la amistad sacerdotal franca y profunda y la solicitud generosa y alegre que se traduce en un servicio perseverante al Pueblo de Dios y a cada uno de sus miembros.
Como ha escrito Thibon, «depende de nosotros el que encontremos el espíritu en la carne y la eternidad en el tiempo. A alguien que se lamentaba de estar obsesionado por las cosas temporales, Santa Catalina de Siena le respondía: 'Nosotros somos quienes las hacemos temporales, ya que todo procede de la bondad divina'. Cuando Dante pide a Beatriz que lo guíe por el cielo: 'Enséñame cómo se eterniza al hombre', plantea el problema de la sublimación en su forma más absoluta. La solución está en el misterio de la Encarnación» [38].
Enrique de la Lama, en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El celibato, va lor positivo del amor, Roma, Jueves Santo, 11 de abril de 1974, n. 81. Se toma la traducción de «Ecclesia» n. 1733. Hay que rec9nocer como uno de los frutos del Vaticano II la normativa sapientísima emanada de la Santa Sede con respecto al celibato sacerdotal. Nótese a este propósito lo que, en su excelente estudio, asegura A. Boschi acerca de la normativa oficial anterior al último Concilio: «A parte infatti qualche tentativo di un esame veramente completo e profondo, abbiamo in genere soltanto trattazioni piuttosto fram mentarie e, spesso, abbastanza sommarie e piu o meno affrettate e superficiali, disseminate, per di piu, in riviste o libri che non tutti possono facilmente consultare; mancano poi, d'altra parte, come vedremo, direttive ufficiali, chiare e precise, dell'Autorita Ecclesiastica sufficienti a dare, in tutti i casi, quell'uniformita di criterio che sarebbe tanto desiderabile in materia che interessa cosi da vicino il bene supremo della Chiesa e delle anime. Questo giudizio, che potra forse sembrare a qualcuno un po' severo, ci e stato espresso piu volte anche da persone altamente autorevoli, e furono proprio esse a deciderci a scrivere...» A. BOSCHI, Castita nei candidati al Sacerdozio, 11 edizione riveduta e aumentata, Torino 1957, pp. 9-10.
2. Tal vez, como un devengo de determinadas concepciones históricas, la palabra «celibato» podría evocar en primera instancia un mensaje o -si se prefiere- un paradigma testimonial de renuncia evangélica. Acaso se preste a ello la misma etimología del término. Cfr. L. GUTIÉRREZ MARTÍN, La dispensa de la ley del celibato eclesiástico, Roma 1966, pp. 9-13. De hecho el contenido exacto de la palabra «celibato» se reduce a sus rasgos de negación a la experiencia matrimonial, y su sentido depende de las nobles causas humanas -sociales, políticas, científicas, por ejemplo- hacia las que se orienta la opción del sujeto que lo asume. Cfr. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, 12ª ed. castellana, Madrid 1978, 287. Se habla también de diversos celibatos por razones religiosas. Cfr. J. FOLLIET, Socio-psicología del celibato re(igioso, en J. COPPENS, Sacerdocio y celibato, traducción de M. Simón bajo la revisión teológica de J.A. DE ALDAMA Y C. Pozo, Madrid 1971, pp. 519 ss. Incluso no han faltado interpretaciones recientes que aventuran la posibilidad de un celibato secularizado al servicio de militancias ideológicas o de otras finalidades pragmáticas. J. Equiza y G. Puhl dan del celibato la siguiente definición genérica: «es una posibilidad humana de vivir la condición sexual como soltero o soltera en el marco de un proyecto global de vida» ID., El ministerio, Estella 1988, p. 107.
3. R. SANCHO, Preparación para el amor, Pamplona 1980, p. 38. A este propósito es muy relevante la tradicional sentencia, que asegura el carácter sexuado del cuerpo glorioso -como un corolario del dogma de la resurrección de la carne, con los mismos cuerpos que constituyen nuestro ser en esta vida-. Sobre este aspecto, cfr. JUAN PABLO 11, Audiencias generales del 10-III-1982 y del 24-III-1982, en lnsegnamenti di Giovanni Paolo JI, V, 1, 1982, pp. 789 SS, 978 SS. Cfr.
4. K. WOJTYLA, o.e., pp. 13-41,
5. Ibídem, 77 ss.
6. A. RUIZ RETEGUI, La sexualidad humana, en VV. AA., Deontología Médica, Pamplona 1987, p. 269. Desde el punto de vista científico, la «sexua lidad» se contempla reducida a «un conjunto de fenómenos biológicos con unas operaciones operativas particulares y que ofrecen a las posibilidades científicas y técnicas perspectivas muy variadas, es decir, se ponen en manos de los científicos y técnicos capacidades de manipulación y utilización del material humano en su sexualidad para que realice con ellas lo que desee. Estas posibilidades, que hasta hace poco eran relativamente reducidas, se presentan ahora de una amplitud inquietante: de las manipulaciones genéticas hasta la más diversa fragmentación de los procesos naturales de generación humana y la utilización de las sustancias humanas correspondientes para finalidades comerciales variadas». Ibidem, p. 268.
7. A este respecto, las «Orientaciones» sobre El celibato, valor positivo del amor, emanadas por la Congregación para la Educación Católica en 1974, recogían algunos trazos característicos de la repercusión de la crisis de la sexualidad sobre la sensibilidad pastoral: «Según algunos, el celibato parece que obstaculiza parcialmente la misión sacerdotal en el ponerse al servicio de los humildes y de los pobres. El sacerdote desea insertarse en la vida humana, sin privilegios, exenciones, o limitaciones; quisiera participar en las fundamentales experiencias del hombre...; sobre todo, siente la fuerte llamada del amor humano». En muchos ambientes se percibe con gran vigor la objeción contra el celibato entendido como injusto quebranto de una aspiración natural. Las mismas «Orientaciones» lo señalan significativamente: «El celibato sacerdotal, además de no ser hoy fácilmente comprensible para muchos, resulta singularmente difícil cuando lo vive una persona que se cree ofendida en su autonomía o poco atendida en sus reivindicaciones. En semejante situación, la persona tiende instintivamente, por la ley de la compensación, a desquitarse reclamando un suplemento de afecto, aunque sea prohibido» n. 15. Nótese bien que en los párrafos recién citados del Documento de la Sagrada Congregación no se descubre un ápice de celo amargo: contienen eso sí trazos indis pensables para presentar el boceto de un horizonte del que es imposible evadirse sin incurrir en una pedagogía inauténtica. Por lo demás el Documento dista mucho de ofrecer un diagnóstico hasta ese momento ignorado. Tres años antes, el III Sínodo de los Obispos -por quedarnos en los aledaños temporales de las citadas «Orientaciones», --sin remontarnos pasando por la Sacerdotalis coelibatus o por el Decreto Optatam totius al magisterio pontificio preconciliar- había reconocido serenamente que «en el mundo de hoy el celibato está amenazado por dificultades especiales». Documento Sinodal De sacerdotio ministeriali, 30 de noviembre de 1971, Pars altera, n. 4 d, en AAS 63 {1971) p. 917.
8. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El celibato, valor positivo del amor, cit., n. 3.
9. La primera cuestión equivale a preguntar por la posibilidad misma de una ley que sólo puede ser obedecida en virtud de una opción profunda, esencialmente libre, realizada en el secreto de los corazones. Que la opción celibataria ha de ser enteramente libre es cosa clara, ya que de lo contrario perdería su esencia para convertirse -en el mejor de los casos- en la mera aceptación de un estatuto social de temperancia, si es que no degenera en un formalismo acomodaticio o no da lugar tal vez a una psicología de represión. La opción celibataria ha de ser libre en sentido fuerte: tan sincera y radical que -como fruto de una valoración de la existencia entera a la luz de la novedad evangélica- traerá consigo una reorganización de la afectividad a partir de sus motivaciones más íntimas y secretas. Cfr. sobre esta cuestión, N. JUBANY ARNAU, El voto de castidad en la ordenación sagrada, Barcelona 1952; D. G. ÜESTERLE, Annotatio alla risposta della Pontificia Commissione per l'interpretazione autentica dei canoni, 26.Ll949, a due dubbi su! amone 81, en «11 Diritto Ecclesiastico» LX, 1949, pp. 198-207; G. BERTRANS, De fonte obligationis coelibatus clericorum in sacris, en «Periodica de re morali, canonica et liturgica» XLI, 1952, pp. 107-109; G. FERRANTE, Qua/che rilievo e qua/che proposta, en «Seminarium» 1953, pp. 26-28.
10. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, Madrid 1970. p. 98.
11. A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, cit., p. 99. «Por otra parte no se puede olvidar que la función vertebrante de la sociedad eclesial que corresponde al sacerdocio ministerial impide terminantemente qu éste pueda ser considerado o apetecido como si se tratara de un bien personal. Por el contrario está tan esencialmente orientado al servicio de la sociedad eclesial, tan directamente conectado con la salud del Pueblo de Dios, que bien se comprende la solicitud irrenunciable que compete en este punto a los sagrados Pastores. No se puede olvidar «que en la Iglesia primitiva se consideraba po co admisible que un fiel se ofreciese a ser sacerdote: era la comunidad eclesial con el obispo quien lo designaba». Ibidem, p. 99, nota 46.
12. K. WOJTYLA, o.e., 290.
13. JUAN PABLO 11, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, nn. 11 y 16, en A.A.S., LXXIV, 1982, pp. 92 y 98.
14. Cfr. A. DEL PORTILLO, o.e., pp. 92-94.
15. Cfr. A. DEL PORTILLO, ibídem, p. 93, n. 37.
16. Cfr. a este respecto el excelente estudio de C. COCHINI, Origines apostoliques du célibat sacerdotal, Paris-Namur 1981.
17. A. DEL PORTILLO, ibídem, pp. 92-93. Y añade más adelante: «Pensamos que la fidelidad a esta doctrina es importante también para una recta dirección espiritual de los sacerdotes seculares y para la misma formación de los alumnos en los seminarios. Porque es necesario que unos y otros comprendan y estimen siempre el celibato no como un elemento extrínseco e inútil -una superestructura- sobreañadido a su sacerdocio por influencia de una ascética monacal o religiosa, sino como una conveniencia íntima de la participación del sacerdocio en la capitalidad de Cristo y en el servicio de la nue va humanidad que en El y por El engendra y conduce a la plenitud». Ibídem, p. 95
18. La estricta necesidad de vocación sobrenatural para vivir el celibato y la virginidad es una afirmación constante en la tradición ascética y teológica.
19. Y continúa: «Pero ¿cómo mantener un celibato de dimensión mística para un sacerdocio que no mantenga esa dimensión como primordial? Es imposible. Es deber nuestro restablecer la coherencia al mantener el valor del celibato: sólo se puede hablar un lenguaje de contenido místico cuando hay coherencia entre este lenguaje y aquello que define la misión evangélica, cuando hay coherencia entre el celibato como valor evangélico y la formación dada en el seminario y la forma de vivir del sacerdote (...) Es preciso aclararse: si no, nuestros silencios, nuestras matizaciones, jamás serán suficientes para atajar la crisis de un clero a caballo entre un celibato de tipo reli gioso y una misión pastoral que, a los ojos de algunos, no comporta tal significación». M. GAIDON, Prétre selon le Coeur de Dieu, Paris-Montreal 1986, pp. 76 y 78.
20. «Nous avons la l'epanouissement supr&me d'une pensée essentielle de Paul et des expressions qu'il a mises a son service. Union sacramentelle des corps des chrétiens au corps ressuscité du Christ; constitution par la d'un Corps du Christ, qui est l'Église et se construit sans cesse; gouvernement et vivification de ce Corps par le Christ con u comme sa T&te, d'abord comme chef qui commande, mais aussi comme principe qui nourrit; extension de cette influence du Christ a tout l'univers qu'il porte en lui avec la divinité en un Plérome ou tout se réconcilie dans l'unité; enfin Plénitude de Dieu lui-m&me qui, par le Christ, est a la source et au terme de toute cette oeuvre de recréation...». P. BENOIT, Corps, Téte et Pléróme dans les építres de la captivité, en «Revue Biblique», LXV, 1956, pp. 43-44. Sabido es que la formulación «Cristo cabeza de la Iglesia» no aparece hasta las epístolas de la cautividad , -más en concreto, hasta Colosenses y Efesios- y constituye un precioso complemento de la concepción de la Iglesia como «Cuerpo de Cristo» que ya habíamos encontrado en las epístolas a los Corintios.
21. Cfr. G. ÜGGIONI, Il celibato sacerdotale: aspetti escatologici, en «Seminarium» XIX, 1967, pp. 807 SS. «Cio significa che solo la dove c'e sacerdozio cristiano e possibile una vocazione alla verginita, perche senza tale sacerdozio l'eunuchía, anche per motivo religioso, non sarebbe un vero servizio alla salvezza ed al Regno, e quindi non sarebbe verginita vera: infatti e il sacerdozio cristiano, inteso nel senso piú vasto, che abilita un individuo al servizio del Regno -come fu per Gesú Cristo-, e senza servizio del Regno anche l'eunuchía piú generosa non e verginita». Ibidem, p. 820.
22. PABLO VI, Encíclica Sacerdotalis coelibatus, nn. 54 y 58.
23. GIOVANNI PAOLO 11, Udienza genera/e, mercoled1 18 agosto, n. 6, en Insegnamenti ... Libreria Editrice Vaticana 1982, p. 248. Cfr. et. sobre el mismo tema, Udienza genarale, mercoled1 25 agosto, Ibidem, pp. 284ss.
24. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, El celibato como valor positivo del amor, cit., n. 71. Y continúa: «El seminario debe ser una escuela de amistad; debe fomentar la fraternidad a nivel incluso humano; de be tener confianza en ella y no perturbarla con insinuaciones injustas o de mal gusto. Una verdadera educación para el celibato debe estar enraizada profundamente en la fraternidad. Una vida de comunidad fraternal, armónica, laboriosa, llena de calor humano y sobrenatural, difunde entre sus miembros un sentido de distensión, de equilibrio y de satisfacción, que sirven co mo de vacuna contra el intento de buscar compensaciones afectivas fuera de ella y hacen más difícil lamentar la renuncia hecha con la elección del celibato» Ibidem.
25. G. CRUCHON, Celibato y madurez. La hora de la elección, en J. COPPENS, o.e., p. 481
26. «La crisis afectiva va a desarrollarse con el narcisismo, que se presenta primero con un carácter más sensual y solitario y se transforma después, o se completa, en amistades de tipo homoerótico, en las que se hace una trasfe rencia de la imagen ideal de sí mismo a compañeros mayores o más jóvenes, según que las frustraciones o afectos de la infancia hayan hecho desear un tipo de ternura más masculina o más femenina. A veces falta tiempo para salir de esta languidez, sobre todo si el individuo vive en un ambiente cerrado, sin ocasión de. frecuentar la compañía de jóvenes de otro sexo en la fa milia o en el colegio. (...) La vida en un ambiente cerrado a esta edad, plantea problemas de fijaciones autoeróticas u homoeróticas, que, por varios motivos, son más anormales». G. CRUCHON, ibídem, pp. 491-492. Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, o.e., nn. 61 y 63. En cuanto a la formación del carácter dice sabiamente Mons. A. del Portillo: «…cuando se habla de virtudes humanas como parte de la formación sacerdotal, se requiere recordar que el sacerdote, por ser hombre, debe ser varón y varonil en su carácter, en sus reacciones y en su conducta: en su vida entera». A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el Sacerdocio, p. 25.
27. Cfr. a este propósito el estudio ya clásico de Dom Matthaeus QUATEMBER, De vocatione sacerdotali animadversiones, Torino 1950.
28. Jbidem, n. 38. Y añade poco después refiriéndose a casos singulares: «...será oportuno, e incluso a veces necesario, recurrir a remedios específicos: el examen psicológico del aspirante antes de entrar en el curso teológico; el consejo del especialista, incluso de carácter psicoterapéutico y la interrupción de los estudios eclesiásticos para adquirir la experiencia de un trabajo profesional». También había advertido sobre esto mismo, en un artículo publicado en 1955, Mons. Alvaro del Portillo: «Por eso -decía- es de recomendar, al servicio de una imprescindible selección previa, la consideración de la biotipología de los candidatos, dando la importancia que merece al estudio de los antecedentes familiares o personales que, de una forma u otra, sean indicadores de psicosis o sencillamente de personalidades psicopáticas, que, aunque a veces no aparezcan a simple vista, más tarde podrían salir de su latencia para exteriorizarse con rebeldía irreductible a toda formación que no fuese la sencillamente psiquiátrica, lo que lógicamente está al margen de la misión del seminario». A. DEL PORTILLO, Escritos sobre el sacerdocio, cit. p. 36.
29. A. Boschi -citando a D. TOMMASSINI, Itinerario al sacerdozio, Milano 1950, pp. 264-265- hace notar el peligro de que «fissando eccessivamente l'attenzione dei giovani sulla castita, si deformi la loro coscienza delicata col renderla ipersensibilie, piena di paure e di ansie, invece di formarla a un dominio sereno di se e del senso. Vorremmo dire a questo riguardo, che la battaglia della castita deve essere combattuta dai giovani spensieratamente e disinvoltamente, senza affanni ed eccessive preocupazioni che dicono, piu o meno, mancanza di equilibrio e di normalita». Cfr. A. BOSCHI, o.e., p. 8.
30. Ratio fundamenta/is Institutionis sacerdotalis, Roma 1970, n. 48.
31. Ibídem, n. 43. Y continúa: «Respetando la libertad que se debe dejar en el campo de la dirección espiritual, el educador deberá convencer y exhortar a los jóvenes a tener un director espiritual al cual se confíen con toda sinceridad y confianza, pero, sobre todo, deberá procuraf perfeccionarse a sí mismo de modo que merezca y conquiste su estimación y confianza. Cuando el educador haya creado una atmósfera de recíproca confianza, podrá desarrollar una obra de iluminación personal discreta y progresiva, la cual es también una parte importante para la educación de la castidad...». Ibídem.
32. Como ejemplo de la opinión contraria vid. J. GALOT, Prétre au nom du Christ, Chambray 1985.
33. « ...las justas y sanas relaciones con la mujer no se improvisan, sino que se entablan a través de una larga y delicada educación. Así pues, es tarea de los seminarios preparar a los alumnos para los contactos personales con la mujer, es decir, ayudarlos no sólo a adquirir el autodominio sobre las pro pias relaciones afectivas en presencia de la mujer, sino también a hacerlos coa nocer lo que ella representa en el orden del espíritu. Esta preparación es necesaria al seminarista incluso para ahondar en su sentido humano y en el tacto delicado que debe distinguir toda relación pastoral». CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, o.e., n. 60, ad finem.
34. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La formación para el ministerio presbiteral. Plan de formación sacerdotal para los Seminarios Mayores, n. 216. Cfr. et., sobre la insoslayable función de los medios de comunicación, Ibídem, n. 89.
35. «Hay -y aquí el freudismo recobra sus derechos- bastantes estados llamados 'espirituales' que apenas son otra cosa que trasposiciones sexuales. Son más frecuentes las falsas sublimaciones que las verdaderas. Aquí los im pulsos cambian de color y etiqueta, pero no de naturaleza y de nivel, y lo que se llama ideal no es más que la coartada y el disfraz de un instinto que, a pesar de ser rechazado y desviado, conserva todas sus exigencias y busca, por otros caminos, una satisfacción disimulada y bastarda. (...) El santo no busca ninguna compensación imaginaria a la extinción de sus apetitos naturales: en el silencio y la oscuridad de la fe espera la compensación sobrenatural. (...) El santo, puesto que está perfectamente libre de la carne y del pecado, se inclina con más compasión que nadie sobre esta carne y este pecado, rotas las cadenas que a ellos le ataban». G. THIBON, La crisis moderna del amor, Barcelona 1976, pp. 84, 88-89, 91. Cfr. et. K.WOJTYLA, o.e., p. 157 ss.
36. Cfr. J. MARTÍN ABAD, Celibato consagrado, en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Espiritualidad sacerdotal. Congres;;, Madrid 1989, pp. 392-397.
37. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Plan de formación sacerdotal para los Seminarios Mayores, cit., 153.
38. G. THIBON, o.e., p. 98.
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