Pudor, vergüenza… Sentimientos que en lo posible intentamos alejar de nosotros. De los cuales nos repele incluso el recuerdo de aquellos momentos en que nos asaltaron. Y si huimos de la vergüenza, el pudor llegamos a incluso negarlo, hasta el punto de no querer reconocer que en algún momento podamos haberlo sentido. Intentamos neutralizarlos y usamos todos los medios para asegurarnos de que, bajo ningún concepto, se vuelvan a reproducir. Pero sabemos que en el momento menos esperado, en el menos conveniente, el pudor marcará nuestro rostro sin que lo podamos evitar y la vergüenza, como un demonio implacable, se apoderará de nosotros.
Tanto uno como otro sentimiento se asocian a una respuesta personal, somática y en cierto modo involuntaria -hasta llegar al malestar físico, a la nausea- que sin embargo se regiría de acuerdo tanto con el sistema de valores morales y culturales comunes al grupo social del individuo como por la apreciación que la persona ha tenido de estos a través de su educación. Pero hoy en día, en que esos valores están en crisis, los sentimientos de pudor y vergüenza no parecen tener cabida ni en nuestros hábitos sociales ni en nuestras vidas. En otro tiempo, “morir por vergüenza”, por ejemplo, se llegaba a estimar como algo “honroso” e incluso “heroico”, cuando hoy sólo es concebible como patológico o algo ridículo. El siglo XX, empeñado en desvelar cualquier secreto, en alejar más y más lejos el horizonte de la Ley para ampliar la extensión de lo permitido, se empeñó también en intentar atenuar el malestar que nos produce la vergüenza y en desterrar para siempre el imposible sentimiento de pudor.
Sin embargo la vergüenza pervivió e incluso mantuvo aún cierto carácter heroico -así ocurre, por ejemplo, en los personajes de Beckett-. Heroico en cuanto a gesto ridículo, al que sin embargo se aferra el personaje pese a todo, demostrando así lo absurdo no sólo de nuestro sistema de valores sino también de nuestra existencia.
No tuvo tanta suerte el pudor, que o se desestimó como algo cursi o se repudió como algo pernicioso, ya que lo único que hacía era señalar algo que debió estar ahí, en un antes indefinido -olvidado-; en un antes que ahora sabemos que nunca llegó a darse. Al no existir ya ninguna intimidad no hay nada que soporte el sentimiento del pudor, ya que todo a lo que se le asocia -el honor, la castidad, la inefable virtud, lo sagrado- o bien son conceptos que están en crisis o (que) bien incluso se han desvanecido en la nada.
Una vez desvinculado de ese espacio sagrado de lo íntimo y del secreto -espacio que ha sido negado y revelado como falso-, rechazado el valor de la virtud, el pudor molesta, y al igual que ésta última, debe ser desechado, porque “impide” llegar a la verdad. Una verdad última que así mismo se muestra como un engaño.
“…con el tiempo, hemos adquirido un pudor que nos impide llegar lejos en las cosas.” (LACAN, Jacques: Seminario 2 / El Yo en la teoría de Freud)
“Detrás de ese velo hay algo que no hay que mostrar y es en lo que el demonio (…) del develamiento del falo en el misterio antiguo se presenta y se articula y se denomina como el demonio del pudor, y el pudor tiene sentidos y alcances diferentes en el hombre y en la mujer. (…) Hace alusión al velo que recubre el falo del hombre. Es exactamente lo mismo que recubre la totalidad del ser de la mujer, en tanto que de lo que se trata justamente es de lo que está detrás; lo que está velado es el significante del falo. Y el develamiento de algo que no mostrará nada más que nada, es decir la ausencia de lo que es develado, es muy precisamente a lo que se refiere Freud a propósito del sexo femenino, a propósito de la cabeza de Medusa, o el horror que representa a la ausencia revelada como tal.” (LACAN, Jacques: Seminario 5 / Las formaciones del Inconsciente).
Tal es la naturaleza del pudor, y por eso, con meticulosidad científica y una enorme desconfianza, a lo largo del ya pasado siglo XX se rechazó y persiguió, ya que era un obstáculo para llegar al fondo de la verdad, para finalmente impedir desvelar que el último secreto sólo lo ocupa la nada.
En el sistema psíquico establecido por Freud, el instinto encuentra una serie de barreras para su libre manifestación, y una de estas resistencias es precisamente la del pudor, que se constituye en una “fuerza represora”, junto con la “moral” y la “repugnancia”. En el desarrollo del individuo Freud sitúa la aparición del pudor (concepto que él encuentra muy unido al de vergüenza) en una instancia posterior a aquella en la que se generan el asco o la repugnancia (que no dejan de ser reacciones somáticas e involuntarias) y previa a aquella otra en que se fragua en el individuo una moralidad que justifique en el individuo cada uno de sus actos de forma responsable y más consciente.
En su teoría evolucionista de la moral para Freud al darse el bipedismo los genitales comienzan a estar expuestos a la mirada. Una primera reacción frente a esa frontalidad de lo genital es la de la repugnancia, ligada a la represión contra el mal olor que se asocia a los excrementos. La vergüenza aparece después, ligada a la exposición a la mirada del otro de la desnudez propia, es decir, de la genitalidad. Y eso nos recuerda cierto pasaje fundamental de la cultura judaica y cristiana, en el que se establece, por primera vez, no el acto de ver (ya establecido de forma contumaz como hecho valorativo – “vio Dios que era bueno”) sino el hecho de ser mirado, de ser objeto de la mirada de otro (en este caso, del Otro).
“Yahveh Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?». Este contestó: «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo; por eso me escondí.” (Gn 1, 9-10)
Scheler, en Sobre el Pudor y el Sentimiento de la Vergüenza, define la vergüenza como algo propio de lo humano porque responde a la doble naturaleza del hombre, entre lo animal y lo espiritual. Como cuerpo, el hombre tiene de qué avergonzarse. Como espíritu, el hombre puede avergonzarse.
Pudor y vergüenza se relacionan, e incluso parece que muchos pensadores, y entre ellos los mismos Freud y Scheler, usan uno y otro término de forma indiscriminada. Importa sin embargo distinguir un sentimiento de otro. Scheler ya señala la posibilidad de que se dé cierta clase de vergüenza sin pudor. Y ésta nacería de la consideración de una vergüenza “objetivizada”, una vergüenza sometida a una norma social, externa, impuesta y, finalmente, arbitraria y contingente con el lugar, con la época. Una vergüenza que acaba siendo falsa, impostada, y cuya expresión final es la “mojigatería”. Y eso ya nada tiene que ver con el pudor, con el auténtico pudor, que aparte de la variedad que pueda presentar en sus diferentes manifestaciones, atendiendo a la diversificación cultural, deberá ser siempre entendido como un sentimiento personal y subjetivo.
¿Está la aparición de la vergüenza más del lado del otro que la provoca con su presencia -con su mirada- mientras que el pudor surge como algo más asociado al individuo mismo que la siente?
La vergüenza aparece en el momento es que nos sentimos mirados, en que nos convertimos en objeto de la mirada de un otro. Fue en un principio vergüenza de ser mirado desnudo. Nace de la posibilidad de mostrarse, lo cual supone, dada la reciprocidad del gesto exhibicionista, la posibilidad de mirar. Si hay un límite entre el yo y el otro, la vergüenza constata que ese límite ha sido traspasado.
Para Jean Paul Sartre mi mirada sobre el otro transforma al otro en objeto; pero a su vez ese otro me mira y me constituye a mí mismo como objeto. Pero un objeto en el que se determina un “derramarse interno del universo”, una hemorragia interna del sentido, ya que lo que el yo no puede percibir -esto es, reconocerse a sí mismo como objeto- acaba forzando al sujeto a reconocerse como objeto en el otro, que a su vez está siendo mirado y por lo tanto siendo objeto -siendo sin embargo ese otro el que me mira y que me convierte en objeto de su mirada-
Es pues la mirada del otro una mirada capaz de juzgar, y eso provoca o causa la aparición de la vergüenza, en cuanto a que alguien me mira y yo al ser mirado me siento en falta. El sujeto admite su caída, su objetualización, en cuanto que hay otro que le mira, que le capta como objeto, y en tanto a eso hay alguien que puede juzgarle.
La vergüenza es sentimiento de caída original, no del hecho de que haya cometido tal o cuál falta, sino simplemente del hecho de que estoy caído en el mundo, en medio de las cosas, y de que necesito la mediación ajena para ser lo que soy. (SARTRE, Jean Paul: El Ser y la Nada).
Pero, finalmente, esa mirada, en la que no es posible ninguna mediación (ya que se declara que Dios no tiene lugar aquí), acabará por destruir sus dos polos, ese yo enfrentado a otro con el que no es posible crear ninguna distancia.
El pudor no sólo es un sentimiento, sino que tiene una expresión fisiológica en el rubor. Si el instinto se manifiesta fisiológicamente en la excitación, en la acumulación de sangre en los capilares de los genitales, en el pudor la sangre se agolpa en el rostro. Y además, en una zona concreta del rostro, en las mejillas, bajo los ojos. El rubor marca algo del signo de la excitación (pero fuera del intercambio sexual), habla de un momento en que hubo goce, que el goce estuvo pero que ya no está, y que sin embargo marcó al individuo. Y lo marca al sacar a la luz el pudor lo más personal del que lo sufre: el pudor le da un rostro o más bien revela lo que hay bajo el rostro. El rubor es una evidencia fisiológica (pero una evidencia formada no en el instinto sino en el poso de la educación, de la cultura como pacto moral de un grupo social), una evidencia con la que el cuerpo habla, y por eso, quizá, es tan difícil de dominar a través de la voluntad. Es allí donde el sujeto no puede mentir: marca cuál es su personalidad última al marcar su deficiencia más sentida.
Lacan califica en Kant con Sade (Escritos, 2) al pudor como “amboceptivo de las coyunturas del ser”. Con ello marca que el pudor está ligado y toma aspectos tanto del lado del sujeto como del lado del Otro. De forma negativa, “el impudor de uno constituye la violación del pudor en el otro”.
El pudor es una dimensión en la que el sujeto no se constituye, pero sí se muestra, y en el pudor el sujeto es reconocido y admitido por el otro. Como en la vergüenza, el pudor aparece cuando hay otro, y precisamente el pudor ocupa el lugar donde puede que se diera la vergüenza. Si en la vergüenza el sujeto se da cuenta de que hay una mirada por la que puede ser juzgado, en el pudor el sujeto reconoce su falta y al apuntar con su mirada fuera de ese lugar en el que se inscribe su caída logra apartar la mirada del que le mira.
El pudor supone un entendimiento mutuo entre el que mira y el que se siente mirado, una alianza y un pacto de silencio. No se niega la mirada, sino que se la reconduce hacia un lugar diferente a eso, sabiendo que eso está ahí. Y que eso no debe ser hablado precisamente para que eso exista.
Esa desviación de la mirada sólo se puede dar si el otro reconoce otra dimensión para el que se convierte en centro de su mirada que la de ser un simple objeto; si se da el acatamiento de un Otro que dará sentido a ese respeto que implica el pudor. En caso de que no sea así, el sujeto queda expuesto a la mirada del otro como una agresión última que acabará desgarrándolo, ya que lo negará como tal sujeto, lo reclamará como un objeto sin mayor independencia de la voluntad del que mira.
“Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo.“ (Lc 1, 26-29)
Si la mirada del otro implica cercanía y simultaneidad, el pudor crea una distancia insalvable, y marca un tiempo que se reclama como diferente. Marca de alguna manera un espacio velado y un tiempo velado: el del mito.
Freud también define el pudor como una resistencia a entrar en un juego exhibicionista / vouyerista: la resistencia a mostrarse desnudo, la resistencia a mostrarse, más en general. Un problema está en definir si el pudor es un sentimiento femenino o masculino. Freud lo asocia como un sentimiento esencialmente femenino e incluso lo sitúa en cierta fase de la mujer, previa a la fase vaginal, en la que domina el que para Freud es la parte masculina en el sexo de la mujer, el clítoris.
Nietzsche distingue un pudor masculino de uno femenino, y marca una preferencia del primero con respecto al segundo, ya que el pudor en el “hombre se vuelve hacia lo anímico”, mientras “el de la mujer apunta hacia el cuerpo”.
Derrida, citando a Nietzsche, denuncia el pudor femenino, y afirma la imposibilidad de acceder a ese pudor supuestamente verdadero, que se encuentra siempre condicionado por el quizá. Un pudor que relaciona con el velo en la mujer, siendo, según Derrida, este velo utilizado por la mujer simplemente como un engaño, como una artimaña de seducción.
Pues si la mujer es verdad, ella sabe que no hay verdad, que la verdad no tiene lugar y que no estamos en posesión de la verdad. Es mujer en tanto que no cree, ella, en la verdad, y por tanto en lo que ella es, en lo que se cree que es, que sin embargo no es. (DERRIDA, Jacques: Espolones, los estilos de Nietzsche.)
Scheler afirma que en la mujer y en el hombre existen ambos sentimientos de pudor, el anímico y el corporal, aunque reclama una forma diferente de sentirlos, ya que la mujer, según Scheler, tiene una concepción más cercana por sus vivencias de lo corporal.
¿Existen dos pudores, o ambos son expresión de un mismo sentimiento? ¿Y de qué orden es ese sentimiento? ¿Como pudor volcado hacia la conciencia de dignidad se expresa y asimila en términos del “velo que debe recubrir el sexo de la mujer”, o como la conciencia de que si el sexo femenino debe ser velado de la visión del otro no es sino porque es la expresión corporal del orgullo del sujeto? Quizá en el eje de uno y otro extremo esté realmente la clave para entender el pudor.
En el pudor se expresa el cuerpo de la mujer como un lugar en el que se da la caída, en el que la crudeza de lo real se manifiesta. Y el pudor hace referencia al velamiento de ese lugar íntimo en que el sujeto se constituye, un lugar íntimo en el que se vive esa conciencia de la falta y sobre la cual (sobre su velo) el sujeto defiende su orgullo. Y en cuanto eso, en cuanto orgullo de la falta, orgullo de la individuación, el pudor se puede extender más allá de esta primera apreciación, ligada al cuerpo, y asociada con la castración. Se puede extender como cuidado máximo, como prevención, como un respeto que asegura que no se va a ir más allá de cierto punto en el que empezaremos a sentir el vacío de la nada destruyendo todo valor, toda posibilidad de sentido.
Difícil tarea la de reinsertar el sentimiento del pudor, precisamente por esa levedad que lo caracteriza: si se habla, si se explicita, el pudor se desvanece.
Difícil tarea porque se atenta contra el pudor allá donde el bien social se expresa. El pudor está lejos de lo que se considera hoy como valor socialmente positivo. Los dominios de la satisfacción de cualquier deseo, de un placer ilimitado, parecen estar reñidos con el pudor.
Tampoco los integrismos, que desde su defensa de una moralidad estricta se supone que estarían más indicados para permitir ese retorno al pudor, parecen tener la mejor solución para reintroducir este sentimiento. Juan Pablo II en su Teología del cuerpo defiende que sólo a través de la castidad se podría superar el pudor y librarnos de la vergüenza, alcanzando un estado previo al de la “caída”.
La ‘desnudez’ significa el bien originario de la visión divina. Significa toda la sencillez y plenitud de la visión a través de la cual se manifiesta el valor ‘puro’ del cuerpo y del sexo. La situación que se indica de manera tan concisa y a la vez sugestiva de la revelación originaria del cuerpo, como resulta especialmente del Gn 2, 25 (‘Y estaban desnudos, el hombre y la mujer, pero no sentían vergüenza’) no conoce la ruptura interior y contraposición entre lo que es espiritual y lo que es sensible, así como no conoce ruptura y contraposición entre lo que humanamente constituye la persona y lo que en el hombre determina el sexo: lo que es masculino y femenino. (JUAN PABLO II: Génesis: La experiencia originaria del cuerpo).
Esto es válido para los que quieren alcanzar un estado de bienaventuranza, un estado que logre trascender el hecho de la diferencia y la agitación y desasosiego que ésta produce, y lleguen a una extraña fusión mística para la que no todos pueden estar preparados. ¿Qué pasa entonces con aquellos incapaces para acceder a este nivel beatífico? El pudor, ¿sigue siendo algo ajeno, lejano, inservible al fin y al cabo, incluso desde este marco que asegura un sistema de valores, en el que lo virtuoso, lo sagrado tienen tanta importancia?
¿Reivindicar entonces el pudor, para qué? Difícilmente se puede incluso defender la entidad del pudor, su posible validez, cuando el que debería ser uno de sus máximos valedores habla de su superación. Y sin importar que, según la religión católica, cuando la Bienaventuranza se instaló en la Tierra fue anunciada precisamente con el pudor de María, como se lee en el Evangelio según Lucas, arriba citado.
¿Reinsertar el pudor? Nada, a no ser la represión más tremenda, podría reintroducir el pudor de forma extendida y general. Y eso para lo único que serviría sería para imponer la mojigatería y la hipocresía. Reintroducir el pudor se constituye en una labor personal e íntima, basada en el respeto hacia el otro, en un reconocimiento a su singularidad y a su silencio. En una cruzada por la que cada uno de nosotros, de forma secreta y callada, deberíamos empeñarnos. Pero, ¿eso es posible? Y en caso de serlo, ¿es necesario? Esto es una cuestión que remite a otra: ¿el orgullo de ser humano es algo necesario? ¿Debemos seguir basando nuestro sistema de valores, y de definición personal, en la escala que da el respeto por el otro, en vez de considerar al otro como un objeto, y como tal, sometido a las leyes de economía que se dan en las transacciones entre objetos?
Por último, citar brevemente otra forma de expresión del pudor, la del pudor en el texto. Cierto pudor que atraviesa el texto y que afecta tanto al autor como al lector. Por parte del lector, ese pudor señala la posibilidad de leer el texto, de asumir en el texto una capacidad de traer una palabra, y de atender a ello sin eclipsarlo, sin desmontarlo. En leer con cierta inocencia, en asumir que un texto nos puede sorprender y darle la posibilidad de ser escuchado.
Por parte del autor, el respeto hacia el mismo texto, hacia el lector, y que requiere cierta humildad del artista con respecto a sus capacidades de creación. Imponiendo así ciertos límites, quizá como los del rabino de Praga con su Golem, sobre cuya frente escribió la palabra EMET, “verdad” para animarlo, bastando borrar la primera letra, E, para que ahora con la palabra MET inscrita el Golem se derrumbara reducido a cenizas. No es la magia del cabalista la que creó al Golem, sino la palabra, y esa misma palabra, o el reverso de la palabra, independiente al fin y al cabo de la voluntad del creador, muestra que esa apariencia no es sino simple ceniza, porque el Único al que Le está reservado crear vida es Dios.
Un pudor que otorga a lo creado cierta autonomía con respecto a la voluntad del artista, que así se manifiesta como no omnipotente porque el acto creador no es sino delegación de otra voluntad, a la que el artista se somete en la misma medida que se someten los objetos creados por el artista.
¿Textos que puedan volver a sostener el pudor? Textos que fueran capaces de ser creídos por nosotros, textos que reconstruirían un sistema de valores que volvieran a tener sentido. Textos con el sabor de la inocencia, pero con el poso del conocimiento. Textos de nuevo míticos.
Raúl Hernández Garrido, en dialnet.unirioja.es/
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