«Mi querido amigo, le envío un pequeño trabajo del que no se podría decir, sin ser injusto, que no tiene Ni pies Ni cabeza, ya que, por el contrario, todo en él hace las veces de pies y de cabeza, alternativa y recíprocamente. Tenga la bondad de considerar cuántas notables ventajas ello supone para todos, para usted, para mí y para el lector. Podemos cortar por donde queramos, yo mi soñar, usted el texto, el lector su lectura; en efecto, no someto la reticente voluntad de este al interminable hilo de una intriga superflua. Quite una vértebra y las dos partes de esta tortuosa fantasía se podrán juntar sin dificultad. Córtela en fragmentos diminutos y verá que cada uno puede tener existencia propia. Esperando que algunos de estos trozos tendrán la suficiente vida como para agradarle y divertirle, me atrevo a dedicarle la serpiente entera».*
* Cita tomada de Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa, Barcelona, Icaria, 1987, pág. 61. (N. del T.)
Así presentaba Charles Baudelaire a sus lectores Pequeños poemas en prosa (o El spleen de París). Qué lástima que lo hiciera. De no haberlo hecho, yo mismo habría deseado redactar el mismo preámbulo (o uno muy similar) a las páginas que aquí siguen. Pero ya lo hizo él, y yo no puedo limitarme más que a citarlo. Por supuesto, Walter Benjamin eliminaría el verbo «limitarme» de la frase anterior. Y hasta yo mismo lo suprimiría también, pensándolo mejor.
«Córtela en fragmentos diminutos y verá que cada uno puede tener existencia propia». Los fragmentos que fluyeron de la pluma de Baudelaire la tenían; que los dispersos retazos de pensamiento recogidos a continuación la tengan no es algo que me corresponda a mí determinar, sino al lector.
En la familia de los pensamientos, hay enanos en abundancia. Por eso se inventaron la lógica y el método y, una vez descubiertos, fueron aceptados por los agradecidos pensadores de ideas. Los enanos pueden ocultarse y, finalmente, olvidar su exigüidad entre el poderoso esplendor de las columnas en marcha y las formaciones de batalla. Una vez cerradas las filas, ¿quién notará lo diminutos que son los soldados? Alineando en orden de combate filas y más filas de pigmeos, se puede juntar un ejército de aspecto imponente.
Tal vez, aunque solo fuera para complacer a los adictos a la metodología, yo debería haber hecho lo mismo con estos fragmentos cortados. Pero como no me queda ya tiempo suficiente para completar semejante tarea, sería ingenuo que me pusiera a pensar en jerarquías de mando y dejar la llamada a filas para más tarde.
Pensándolo mejor, quizá el tiempo del que dispongo parece demasiado poco, no por lo avanzado de mi edad, sino porque, cuanto más viejo es uno, más sabe que, por grandes que los pensamientos puedan parecer, nunca lo serán lo suficiente como para abarcar —y menos aún para abrazar— la pródiga munificencia de la experiencia humana. Todo lo que sabemos, deseamos saber, nos esforzamos por saber o debemos tratar de saber sobre el amor y el rechazo, sobre estar solos o juntos, y sobre morir juntos o en solitario , ¿podríamos bosquejarlo, ordenarlo y hacer que cumpliera unos criterios mínimos de coherencia, cohesión y completitud establecidos para otros temas menores? Quizá podríamos . . . si tuviéramos tiempo infinito para hacerlo, claro está.
¿Acaso no es cierto que, cuando creemos que todo está dicho sobre las cuestiones más importantes para la vida humana, sucede que las cosas más importantes están aún por decir?
El amor y la muerte, los dos personajes principales de esta historia sin trama ni desenlace, pero que condensa la mayor parte del ruido y las nueces de la vida, admiten esta forma de reflexión/escritura/lectura más que ninguna otra. Ivan Klima ha escrito que pocas cosas se acercan tanto a la muerte como el amor colmado. Cada aparición de la una o del otro es una aparición puntual, pero también definitiva, pues no admite repetición, apelación ni aplazamiento. Tanto la una como el otro deben funcionar (y funcionan) «por sí mismos». Tanto la una como el otro nacen por vez primera, o vuelven a nacer, cuando hacen acto de aparición, siempre surgiendo de la nada, de las tinieblas del no-ser, sin pasado ni futuro. Tanto la una como la otra, cada vez, comienzan desde el principio y dejan al desnudo la superfluidad de las tramas pasadas y la vanidad de todos los argumentos futuros.
En el amor, como en la muerte, es imposible que podamos entrar dos veces, más imposible incluso que en aquel proverbial río de Heráclito. Son, en realidad, su propia cara y su propia cruz de la moneda, y desprecian e ignoran todas las demás.
Bronisław Malinowski solía burlarse de los difusionistas por interpretar erróneamente las colecciones de los museos confundiéndolas con genealogías: en las vitrinas, las herramientas de sílex se colocaban ordenadas de más rudimentarias a más perfeccionadas y, a partir de ahí, ellos hablaban de una «historia de las herramientas». Pero eso, comentaba Malinowski con desdén, era como si un hacha de piedra hubiera engendrado otra del mismo modo que un Hipparion, por poner un caso, había dado a luz en algún momento a lo largo de los milenios a un Equus caballus. Los orígenes de los caballos se remontan a otros caballos, pero las herramientas no son antepasados ni descendientes de otras herramientas. Las herramientas, a diferencia de los caballos, no tienen una historia propia. Se entremezclan, por decirlo así, con las biografías individuales y las historias colectivas de los seres humanos; son efusiones o sedimentos de tales biografías e historias.
Más o menos lo mismo puede decirse del amor y la muerte. El parentesco, la afinidad o los nexos causales son rasgos de la individualidad y/o la unión humanas. El amor y la muerte no tienen una historia propia. Son acontecimientos en el tiempo humano, acontecimientos aislados, en absoluto conectados (ni, menos aún, conectados causalmente) con otros acontecimientos «similares», salvo en aquellas composiciones humanas que se empeñan retrospectivamente en detectar —inventar— las conexiones y en comprender lo incomprensible.
Así que no es posible aprender a amar, como tampoco es posible aprender a morir. Y tampoco se puede aprender el esquivo —el inexistente, por mucho que deseemos poseerlo— arte de zafarnos de su presa y de mantenernos apartados de ellos. El amor y la muerte caerán sobre nosotros cuando llegue el momento; el problema es que no tenemos ni idea de cuándo será ese momento. Pero, cuando llegue, nos pillará desprevenidos. Entre nuestras preocupaciones cotidianas, el amor y la muerte surgirán ab nihilo, de la nada. Todos tenderemos, desde luego, a devanarnos los sesos en busca de explicaciones a posteriori; intentaremos seguir el rastro de los antecedentes, aplicaremos el infalible principio de que un post hoc tiene que ser el propter hoc, probaremos a dibujar una línea genealógica del acontecimiento que «le dé sentido», y lo más habitual será que tengamos éxito en el empeño. Necesitamos ese éxito por el consuelo espiritual que nos reporta: resucita —aunque sea por una vía indirecta— nuestra fe en la regularidad del mundo y en la previsibilidad de los hechos, que es condición indispensable de la cordura. También evoca la ilusión de una adquisición de sabiduría, de aprendizaje, pero, sobre todo, de sabiduría que se puede aprender como quien aprende a usar los cánones de inducción de J. S. Mill, o a conducir coches, o a comer con palillos en vez de con tenedor, o a causar una impresión favorable en los entrevistadores .
En el caso de la muerte, el aprendizaje está necesariamente limitado a la observación de la experiencia de otras personas y, por consiguiente, constituye una ilusión in extremis . Nadie puede aprender realmente en forma de experiencia propia la experiencia de otras personas; en el resultado final del aprendizaje del objeto, nunca se puede separar el Erlebnis original de la aportación creativa de las facultades imaginativas del sujeto. La experiencia de otros solo puede conocerse como una historia procesada, interpretada, de lo que esos otros han vivido. Quizá haya gatos que tengan, como el Tom de Tom y Jerry, siete vidas o más, y quizá algunos conversos lleguen a creer realmente que han renacido, pero lo cierto es que la muerte, como el nacimiento, solo ocurre una vez; no hay manera humana posible de que, de un hecho que no puede volver a experimentarse de nuevo, se pueda aprender algo sobre cómo «hacerlo bien la próxima vez».
De hecho, una persona puede enamorarse más de una vez y algunas hasta se vanaglorian (o se lamentan) de que ellas mismas (y otras que conocen a lo largo de ese proceso) se enamoran y se desenamoran con demasiada facilidad. Todo el mundo ha oído hablar de individuos así de «enamoradizos» o «vulnerables al enamoramiento».
Existen razones suficientemente sólidas para considerar el amor y, en particular, el estado del «enamoramiento» como una condición recurrente —casi por naturaleza—, susceptible de repetirse, cuando no proclive incluso a ser objeto de reiterados intentos. Si nos interrogaran sobre la cuestión, la mayoría reconoceríamos haber sentido unas cuantas veces que nos habíamos enamorado y que estábamos enamorados. Es de suponer (aunque no sería más que una hipótesis más o menos fundamentada) que, en nuestros días, las filas de quienes tienden a asociar la palabra «amor» a más de una de las experiencias que han vivido, o que no pondrían la mano en el fuego por que el amor que están sintiendo en estos momentos vaya a ser el último (y que incluso esperan que les queden más experiencias así por vivir), están aumentando con rapidez. Tampoco debería asombrarnos que tal suposición se demostrase correcta. A fin de cuentas, la definición romántica del amor como algo que dura «hasta que la muerte nos separe» está sin duda pasada de moda: ha superado su fecha límite de consumo preferente debido a la radical renovación que han experimentado las estructuras de parentesco a las que servía y de las que extraía su vigor y su importancia . Pero la desaparición de esa concepción significa inevitablemente la relajación de los criterios que una experiencia debe cumplir para que la categoricemos como «amor». No es que hoy haya más personas que asciendan hasta las elevadas cimas de exigencia del amor en más ocasiones, sino, más bien, que tales criterios de exigencia han sufrido una constricción; de resultas de ello, el conjunto de experiencias al que la palabra «amor» hace referencia se ha ampliado extraordinariamente. Al sexo ocasional de una noche se le llama ahora «hacer el amor».
Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de «experiencias amorosas» puede alimentar (y, de hecho, alimenta) la convicción de que el amor (el enamoramiento, el ofrecimiento o la solicitud de amor) es una habilidad que se aprende y que el dominio de tal habilidad se acrecienta con el número de experimentaciones y con la asiduidad de ese ejercicio . Podríamos llegar a creer (y lo cierto es que, demasiadas veces, así lo creemos) que las habilidades amatorias crecen inevitablemente a medida que acumulamos experiencias; que el próximo amor que venga será una experiencia más estimulante que la que ya hemos disfrutado, pero menos apasionante o excitante que la que la seguirá después.
Pero esto no es más que otra falsa ilusión. El conocimiento cuyo volumen aumenta a medida que se alarga la cadena de episodios amorosos es el del «amor» entendido como episodios bruscos, breves e impactantes, impregnados de la constancia previa que teníamos ya de su fragilidad y su brevedad . Las habilidades que se adquieren son las del «terminar rápido y comenzar desde el principio», que son justamente aquellas en las que, según Søren Kierkegaard, el don Giovanni de Mozart constituía el experto arquetípico. Pero llevado como estaba de la compulsión por intentarlo de nuevo y de la obsesión por impedir que ninguno de los intentos sucesivos en el presente obstaculizara futuros intentos; don Giovanni era también un arquetipo de «impotente amoroso». Si el amor fuera el fin verdadero de la búsqueda y la experimentación infatigables de don Giovanni, esa compulsión suya por experimentar lo desmentiría. Resulta tentador afirmar que el efecto de la aparente «adquisición de habilidades» no puede ser otro que el desaprendizaje del amor, como en el caso de don Giovanni: una «incapacidad aprendida» de amar.
Semejante resultado —esta especie de venganza que el amor se toma contra quienes osan cuestionar su naturaleza— era previsible. Uno puede aprender a realizar una actividad cuando esta implica un conjunto de reglas invariables que se corresponden con un contexto estable, repetitivo hasta la monotonía, que favorece el aprendizaje, la memorización y el subsiguiente desempeño automático de tal actividad . Pero, en un entorno inestable, la retentiva y la adquisición de hábitos —que son las características distintivas del aprendizaje efectivo— no solo son contraproducentes, sino que pueden comportar consecuencias desastrosas. Lo más letal para las ratas en las alcantarillas de las ciudades —esas inteligentísimas criaturas, capaces de separar los pedacitos de alimento de los cebos venenosos que se les colocan en las trampas— es el elemento de inestabilidad, de cuestionamiento de las reglas, que introduce en la red de fosas y conductos subterráneos la «alteridad» irregular, imposible de aprender, impredecible y realmente impenetrable de otras criaturas inteligentes (humanas, en este caso): unas criaturas famosas por su afición a romper con la rutina y a causar estragos en la distinción entre lo regular y lo contingente . Si esa distinción no se sostiene, el aprendizaje (en el sentido de adquirir unos hábitos útiles) resulta inviable. Quienes perseveran en vincular sus actos a unos precedentes asumen —como los generales que se empeñan en librar su guerra victoriosa definitiva una y otra vez— unos riesgos suicidas y se alejan de la posibilidad de poner verdaderamente fin a los problemas.
El amor, por su propia naturaleza y como bien apuntó Lucano dos milenios atrás y como ya repitió Francis Bacon muchos siglos después, inevitablemente nos hace rehenes del destino.
En El banquete de Platón, Diotima de Mantinea (nombre que, traducido, vendría a significar la profetisa «Temerosadediós de Villaprofetas») convenía con Sócrates en que el amor «no es amor de lo bello, como tú crees», sino «amor de la generación y la procreación en lo bello». Amar es el deseo de «engendrar y procrear»; de ahí que el amante «busque [ ] en su entorno la belleza en la que pueda engendrar»* Dicho de otro modo, no es en el anhelo de cosas ya elaboradas, completas y terminadas donde el amor halla su sentido, sino en el ansia por participar en el engendramiento de tales cosas El amor es análogo a la trascendencia; no es más que otro modo de llamar al impulso creador y, como tal, está preñado de riesgos, pues ninguna creación sabe con certeza en qué irá a dar.
* Trad . cast. tomada de Platón, Diálogos, III: Fedón, Banquete.
En todo amor hay al menos dos seres, cada uno de los cuales es la gran incógnita de las ecuaciones del otro Eso es lo que hace que sintamos que el amor es como un capricho del destino, un inquietante y misterioso futuro tan imposible de predecir, anticipar o prevenir como de acelerar o detener Amar significa abrirse a ese destino, a la más sublime de todas las situaciones humanas, una en la que el miedo se mezcla con la alegría formando una aleación que ya no permite que sus ingredientes se separen nunca más Abrirse a ese destino significa, en ultimo término, admitir la existencia de la libertad: esa libertad que está encarnada en el Otro, en el compañero en el amor Como escribió Erich Fromm, «la satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin humildad, coraje, fe y disciplina». Pero el propio Fromm añadía inmediatamente a continuación, no sin cierta tristeza, que en «una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar».
Y ciertamente lo es en una cultura de consumo como la nuestra, que da preferencia a los productos que están ya listos para ser usados al momento, pero también a las soluciones rápidas, a la satisfacción instantánea, a los resultados que no requieren de esfuerzos prolongados, a las recetas fáciles e infalibles, a los seguros a todo riesgo y a las garantías de devolución del importe de compra «si no queda usted satisfecho». La promesa de aprender el arte de amar viene a ser la promesa (falsa y engañosa, pero que no por ello deseamos menos que sea verdadera) de hacer de la «experiencia amorosa» un artículo de consumo a semejanza de otros artículos de consumo: atrae y seduce porque hace gala de todas esas mismas características, y promete un deseo sin esperas, un esfuerzo sin sudor y unos resultados sin esfuerzo .
Sin humildad y coraje, no hay amor Ambos son necesarios, en cantidades ingentes y constantemente repuestas, cuando alguien entra en un territorio inexplorado y no cartografiado; y el amor, cuando surge entre dos (o más) seres humanos, los introduce en un territorio así .
Eros es una «relación con la alteridad, con el misterio, es decir, con el porvenir, con aquello que, en un mundo en el que todo se da, no se da jamás» «Lo patético del amor consiste en la dualidad insuperable de los seres». Cuando se intenta vencer esa dualidad, domeñar lo caprichoso y domesticar lo revoltoso, hacer predecible lo incognoscible y encadenar lo que vaga libre se condena a muerte al amor. Eros no sobrevivirá a la dualidad. En lo que al amor respecta, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
Ahí radica la maravillosa fragilidad del amor, que se yuxtapone a esa maldita negativa suya a tomarse la vulnerabilidad a la ligera. Todo amor aspira a concretarse, pero en el momento de la victoria, halla su derrota final. Todo amor pugna por enterrar las fuentes de su precariedad y su suspense; pero, tan pronto como lo consigue, empieza a marchitarse y se desvanece. Eros está poseído por el fantasma de Tánatos, que ningún ensalmo mágico puede exorcizar. Y no es algo que tenga que ver con la precocidad de Eros: no hay educación ni recursos autodidácticos suficientes que puedan liberarlo de tan macabra (suicida) inclinación.
El reto, el atractivo, la seducción que ejerce o representa el Otro convierten toda distancia —por reducida y minúscula que sea— en inaguantablemente grande. El hueco así abierto parece un precipicio. La fusión o la subyugación parecen las únicas cu- ras para el tormento resultante. Y no existe más que una muy delgada frontera —demasiado fácil de ignorar— entre una caricia dulce y suave y un control férreo. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practicar la primera, pero no puede practicarla sin arriesgarse a lo segundo. Eros activa la mano que extendemos hacia el «otro», pero la misma mano que puede acariciar es capaz también de apretar y estrujar.
Mientras viva, el amor estará siempre rondando el filo de la derrota. Disuelve su pasado sobre la marcha; no deja trincheras fortificadas tras de sí a las que pueda replegarse en busca de refugio cuando lleguen los problemas. Y desconoce qué le queda por delante y qué futuro puede depararle. Jamás adquirirá una confianza lo suficientemente fuerte como para dispersar las nubes y sofocar la ansiedad. El amor es un préstamo hipotecario suscrito a cuenta de un futuro incierto e inescrutable.
El amor puede ser (y a menudo es) tan aterrador como la muerte; a diferencia de la muerte, eso sí, tapa esa verdad con un aluvión de deseo y entusiasmo. Tiene sentido que interpretemos la diferencia entre el amor y la muerte como si fuera la misma que existe entre la atracción y la repulsión. Pero, pensándolo mejor, no podemos estar tan seguros. Las promesas del amor son, por norma, menos ambiguas que sus dones efectivos. De ahí que la tentación de enamorarse sea tan grande como arrolla- dora, pero que también lo sea la atracción de la huida. Y nunca hay que desdeñar el atractivo de buscar una rosa sin espinas, un atractivo al que siempre es difícil resistirse.
El deseo es aquí el deseo de consumir. De imbuirse, devorar, ingerir y digerir: de aniquilar. El deseo no precisa de más inductor que la presencia de la alteridad. Esa presencia es siempre (y ya de por sí) una afrenta y una humillación. El deseo es el ansia de vengar tal afrenta y de evitar la humillación. Es una compulsión que induce a cerrar el hueco de separación con la alteridad que nos llama y nos repele, que seduce con la promesa de lo inexplorado e irrita con su terca y esquiva otredad. El deseo es un impulso dirigido a despojar a la alteridad de su otredad y, de paso, de su poder. De tanto ser probada, explorada, conocida hasta la familiaridad y domesticada, la alteridad sale con el aguijón de la tentación extirpado y roto si sobrevive al tratamiento, claro está. Pero lo más probable es que, en el proceso, sus restos no digeridos terminen cayendo del ámbito de los productos consumibles al de los desechos .
Los consumibles atraen; el desecho repele. Tras el deseo viene la eliminación de residuos son, al parecer, los actos de exprimir la extrañeza que hay en la alteridad y de tirar a la basura la cáscara estrujada que queda los que se condensan materializados en la alegría de la satisfacción, una satisfacción condenada a disolverse en el momento mismo en que la tarea se ha completado. En su esencia misma, el deseo es un ansia de destrucción: el deseo está contaminado, desde que nace, por la pulsión de muerte. Este es, sin embargo, su secreto celosamente guardado; principalmente, de sí mismo.
El amor, por su parte, es el anhelo de querer y de conservar el objeto de ese cariño. Es un impulso centrífugo, a diferencia del deseo centrípeto. Es un impulso de expansión, de ir más allá, de extenderse «hacia fuera». De ingerir, absorber y asimilar el sujeto en el objeto, y no al revés, como en el caso del deseo. El amor es añadir al mundo: cada adición es el rastro vivo del yo que ama; en el amor, el yo se trasplanta, pedazo a pedazo, al mundo. El yo que ama se expande dándose a sí mismo al objeto amado. El amor tiene que ver con la supervivencia-del-yo-a-través-de-la-alteridad-del-yo. De ahí que el amor implique un ansia de protección, de alimentar, de cobijar; también de acariciar, de mimar y halagar, o de guardar, cercar, encarcelar. El amor significa estar-de-servicio, estar-disponible, aguardar órdenes, pero también puede significar expropiación y confiscación de la responsabilidad. Dominio a través de la rendición; sacrificio que repercute en un agrandamiento. El amor es un hermano siamés de la codicia de poder: ninguno de los dos sobreviviría a una separación.
Si el deseo quiere consumir, el amor quiere poseer. Si la realización del deseo equivale a la aniquilación de su objeto, el amor crece con sus adquisiciones y se realiza mediante la durabilidad de estas. Si el deseo es autodestructivo, el amor se perpetúa a sí mismo.
Como el deseo, el amor es una amenaza para su objeto. El deseo destruye su objeto y se destruye a sí mismo en el proceso; la red protectora que el amor teje cariñosamente en torno a su objeto lo esclaviza. El amor hace prisioneros y los mantiene bajo custodia; practica una detención para proteger al detenido.
El deseo y el amor actúan en contraposición. El amor es una red que se arroja para pescar en la eternidad; el deseo es una estratagema para librarse de la labor de tejer esa red. Fiel a su naturaleza, el amor lucharía por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, rehuiría las cadenas del amor.
«Vuestras miradas se encuentran a través de una estancia llena de gente; surge la chispa de la atracción. Charláis, bailáis, reís, compartís una bebida o un chiste, y casi sin daros cuenta, uno de vosotros pregunta: “¿En tu casa o en la mía?”. Ninguno de los dos andáis buscando nada serio, pero, sin saber cómo, una noche puede convertirse en una semana, luego en un mes, un año o más», escribe Catherine Jarvie (en el suplemento Guardian Weekend).
Tan imprevisto resultado del fogonazo del deseo y del sexo ocasional de una noche con el que se pretende sofocarlo es, por emplear las palabras de Jarvie, una «morada emocional a medio camino entre la libertad de salir con quien se quiera y la seriedad de una relación importante» (aun cuando la «seriedad», como ella bien recuerda a sus lectores, no proteja a ninguna «relación importante» del peligro de terminar entre «dificultades y resen- timiento» cuando uno de los miembros de la pareja «sigue empeñado en continuar mientras el otro está ansioso por buscar nuevos pastos en los que pacer») . Las moradas a medio camino— como toda solución que admitimos que funciona únicamente «hasta nuevo aviso» en un entorno fluido en el que blindar el futuro resulta tan inútil como molesto— no son necesariamente algo malo (en opinión de Jarvie y de la doctora Valerie Larmont, psicóloga titulada cuyas valoraciones cita aquella); pero cuando «te comprometas, por moderado que sea el entusiasmo con el que lo hagas», «recuerda que es probable que te estés cerrando la puerta a otras posibilidades amorosas» (es decir, que estés renunciando al derecho a «buscar nuevos pastos en los que pacer», al menos, hasta que tu pareja se acoja a ese derecho antes que tú).
Aguda apreciación, sobria valoración: estás en una situación en la que ganas unas cosas y pierdes otras. El deseo y el amor son una disyuntiva.
Más apreciaciones agudas: vuestras miradas se encuentran entre tanta gente, y casi sin daros cuenta. El deseo de retozar juntos en una cama se presenta así, de improviso, y no necesita llamar con insistencia a la puerta para que lo dejen entrar. Quizá no sea muy típico de este mundo nuestro tan obsesionado con la seguridad que haya puertas como esas, con tan pocas cerraduras (o ninguna). Nada de circuitos cerrados de televisión con los que examinar detenidamente a los intrusos y separar a los merodeadores maliciosos de las visitas de verdad. Con consultar la compatibilidad de los respectivos signos del zodiaco (como hacen en los anuncios televisivos de una conocida marca de teléfonos móviles) basta.
Tal vez hablar de «deseo» sea una exageración. Es como lo que ocurre con las compras: los compradores de hoy en día no compran para satisfacer su deseo, sino que, como bien ha señalado Harvie Ferguson, compran por apetito. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo desde el punto de vista de una cultura que aborrece la procrastinación y fomenta la «satisfacción instantánea» en su lugar) sembrar, cultivar y abonar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. El «largo plazo» se hace cada vez más corto en nuestros días, pero la velocidad de la maduración del deseo se resiste tozuda a acelerarse; el tiempo requerido para cobrar los rendimientos de la inversión en el cultivo del deseo se nos hace cada vez más irritante y prohibitivamente largo .
Los gerentes de los centros comerciales saben que no pueden esperar de sus accionistas que les concedan todo ese tiempo, pero tampoco quieren dejar al azar el origen y la maduración de los motivos de las decisiones de compra: ni al azar ni a la inexperta y poco fiable autogestión de esos motivos que puedan hacer los esforzados compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben nacer in situ, mientras pasean por el centro comercial.
Es posible también que mueran igualmente in situ (por suicidio asistido, en la mayoría de los casos) en cuanto hayan cumplido su función. No hay necesidad de que su esperanza de vida se alargue más de lo que los compradores tarden en recorrer los pasillos del centro en cuestión desde que entran en él hasta que salen.
«Mi querido amigo, le envío un pequeño trabajo del que no se podría decir, sin ser injusto, que no tiene Ni pies Ni cabeza, ya que, por el contrario, todo en él hace las veces de pies y de cabeza, alternativa y recíprocamente. Tenga la bondad de considerar cuántas notables ventajas ello supone para todos, para usted, para mí y para el lector. Podemos cortar por donde queramos, yo mi soñar, usted el texto, el lector su lectura; en efecto, no someto la reticente voluntad de este al interminable hilo de una intriga superflua. Quite una vértebra y las dos partes de esta tortuosa fantasía se podrán juntar sin dificultad. Córtela en fragmentos diminutos y verá que cada uno puede tener existencia propia. Esperando que algunos de estos trozos tendrán la suficiente vida como para agradarle y divertirle, me atrevo a dedicarle la serpiente entera».*
* Cita tomada de Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa, Barcelona, Icaria, 1987, pág. 61. (N. del T.)
Así presentaba Charles Baudelaire a sus lectores Pequeños poemas en prosa (o El spleen de París). Qué lástima que lo hiciera. De no haberlo hecho, yo mismo habría deseado redactar el mismo preámbulo (o uno muy similar) a las páginas que aquí siguen. Pero ya lo hizo él, y yo no puedo limitarme más que a citarlo. Por supuesto, Walter Benjamin eliminaría el verbo «limitarme» de la frase anterior. Y hasta yo mismo lo suprimiría también, pensándolo mejor.
«Córtela en fragmentos diminutos y verá que cada uno puede tener existencia propia». Los fragmentos que fluyeron de la pluma de Baudelaire la tenían; que los dispersos retazos de pensamiento recogidos a continuación la tengan no es algo que me corresponda a mí determinar, sino al lector.
En la familia de los pensamientos, hay enanos en abundancia. Por eso se inventaron la lógica y el método y, una vez descubiertos, fueron aceptados por los agradecidos pensadores de ideas. Los enanos pueden ocultarse y, finalmente, olvidar su exigüidad entre el poderoso esplendor de las columnas en marcha y las formaciones de batalla. Una vez cerradas las filas, ¿quién notará lo diminutos que son los soldados? Alineando en orden de combate filas y más filas de pigmeos, se puede juntar un ejército de aspecto imponente.
Tal vez, aunque solo fuera para complacer a los adictos a la metodología, yo debería haber hecho lo mismo con estos fragmentos cortados. Pero como no me queda ya tiempo suficiente para completar semejante tarea, sería ingenuo que me pusiera a pensar en jerarquías de mando y dejar la llamada a filas para más tarde.
Pensándolo mejor, quizá el tiempo del que dispongo parece demasiado poco, no por lo avanzado de mi edad, sino porque, cuanto más viejo es uno, más sabe que, por grandes que los pensamientos puedan parecer, nunca lo serán lo suficiente como para abarcar —y menos aún para abrazar— la pródiga munificencia de la experiencia humana. Todo lo que sabemos, deseamos saber, nos esforzamos por saber o debemos tratar de saber sobre el amor y el rechazo, sobre estar solos o juntos, y sobre morir juntos o en solitario , ¿podríamos bosquejarlo, ordenarlo y hacer que cumpliera unos criterios mínimos de coherencia, cohesión y completitud establecidos para otros temas menores? Quizá podríamos . . . si tuviéramos tiempo infinito para hacerlo, claro está.
¿Acaso no es cierto que, cuando creemos que todo está dicho sobre las cuestiones más importantes para la vida humana, sucede que las cosas más importantes están aún por decir?
El amor y la muerte, los dos personajes principales de esta historia sin trama ni desenlace, pero que condensa la mayor parte del ruido y las nueces de la vida, admiten esta forma de reflexión/escritura/lectura más que ninguna otra. Ivan Klima ha escrito que pocas cosas se acercan tanto a la muerte como el amor colmado. Cada aparición de la una o del otro es una aparición puntual, pero también definitiva, pues no admite repetición, apelación ni aplazamiento. Tanto la una como el otro deben funcionar (y funcionan) «por sí mismos». Tanto la una como el otro nacen por vez primera, o vuelven a nacer, cuando hacen acto de aparición, siempre surgiendo de la nada, de las tinieblas del no-ser, sin pasado ni futuro. Tanto la una como la otra, cada vez, comienzan desde el principio y dejan al desnudo la superfluidad de las tramas pasadas y la vanidad de todos los argumentos futuros.
En el amor, como en la muerte, es imposible que podamos entrar dos veces, más imposible incluso que en aquel proverbial río de Heráclito. Son, en realidad, su propia cara y su propia cruz de la moneda, y desprecian e ignoran todas las demás.
Bronisław Malinowski solía burlarse de los difusionistas por interpretar erróneamente las colecciones de los museos confundiéndolas con genealogías: en las vitrinas, las herramientas de sílex se colocaban ordenadas de más rudimentarias a más perfeccionadas y, a partir de ahí, ellos hablaban de una «historia de las herramientas». Pero eso, comentaba Malinowski con desdén, era como si un hacha de piedra hubiera engendrado otra del mismo modo que un Hipparion, por poner un caso, había dado a luz en algún momento a lo largo de los milenios a un Equus caballus. Los orígenes de los caballos se remontan a otros caballos, pero las herramientas no son antepasados ni descendientes de otras herramientas. Las herramientas, a diferencia de los caballos, no tienen una historia propia. Se entremezclan, por decirlo así, con las biografías individuales y las historias colectivas de los seres humanos; son efusiones o sedimentos de tales biografías e historias.
Más o menos lo mismo puede decirse del amor y la muerte. El parentesco, la afinidad o los nexos causales son rasgos de la individualidad y/o la unión humanas. El amor y la muerte no tienen una historia propia. Son acontecimientos en el tiempo humano, acontecimientos aislados, en absoluto conectados (ni, menos aún, conectados causalmente) con otros acontecimientos «similares», salvo en aquellas composiciones humanas que se empeñan retrospectivamente en detectar —inventar— las conexiones y en comprender lo incomprensible.
Así que no es posible aprender a amar, como tampoco es posible aprender a morir. Y tampoco se puede aprender el esquivo —el inexistente, por mucho que deseemos poseerlo— arte de zafarnos de su presa y de mantenernos apartados de ellos. El amor y la muerte caerán sobre nosotros cuando llegue el momento; el problema es que no tenemos ni idea de cuándo será ese momento. Pero, cuando llegue, nos pillará desprevenidos. Entre nuestras preocupaciones cotidianas, el amor y la muerte surgirán ab nihilo, de la nada. Todos tenderemos, desde luego, a devanarnos los sesos en busca de explicaciones a posteriori; intentaremos seguir el rastro de los antecedentes, aplicaremos el infalible principio de que un post hoc tiene que ser el propter hoc, probaremos a dibujar una línea genealógica del acontecimiento que «le dé sentido», y lo más habitual será que tengamos éxito en el empeño. Necesitamos ese éxito por el consuelo espiritual que nos reporta: resucita —aunque sea por una vía indirecta— nuestra fe en la regularidad del mundo y en la previsibilidad de los hechos, que es condición indispensable de la cordura. También evoca la ilusión de una adquisición de sabiduría, de aprendizaje, pero, sobre todo, de sabiduría que se puede aprender como quien aprende a usar los cánones de inducción de J. S. Mill, o a conducir coches, o a comer con palillos en vez de con tenedor, o a causar una impresión favorable en los entrevistadores .
En el caso de la muerte, el aprendizaje está necesariamente limitado a la observación de la experiencia de otras personas y, por consiguiente, constituye una ilusión in extremis . Nadie puede aprender realmente en forma de experiencia propia la experiencia de otras personas; en el resultado final del aprendizaje del objeto, nunca se puede separar el Erlebnis original de la aportación creativa de las facultades imaginativas del sujeto. La experiencia de otros solo puede conocerse como una historia procesada, interpretada, de lo que esos otros han vivido. Quizá haya gatos que tengan, como el Tom de Tom y Jerry, siete vidas o más, y quizá algunos conversos lleguen a creer realmente que han renacido, pero lo cierto es que la muerte, como el nacimiento, solo ocurre una vez; no hay manera humana posible de que, de un hecho que no puede volver a experimentarse de nuevo, se pueda aprender algo sobre cómo «hacerlo bien la próxima vez».
El amor parece gozar de un estatus diferente del de los otros acontecimientos irrepetibles.
De hecho, una persona puede enamorarse más de una vez y algunas hasta se vanaglorian (o se lamentan) de que ellas mismas (y otras que conocen a lo largo de ese proceso) se enamoran y se desenamoran con demasiada facilidad. Todo el mundo ha oído hablar de individuos así de «enamoradizos» o «vulnerables al enamoramiento».
Existen razones suficientemente sólidas para considerar el amor y, en particular, el estado del «enamoramiento» como una condición recurrente —casi por naturaleza—, susceptible de repetirse, cuando no proclive incluso a ser objeto de reiterados intentos. Si nos interrogaran sobre la cuestión, la mayoría reconoceríamos haber sentido unas cuantas veces que nos habíamos enamorado y que estábamos enamorados. Es de suponer (aunque no sería más que una hipótesis más o menos fundamentada) que, en nuestros días, las filas de quienes tienden a asociar la palabra «amor» a más de una de las experiencias que han vivido, o que no pondrían la mano en el fuego por que el amor que están sintiendo en estos momentos vaya a ser el último (y que incluso esperan que les queden más experiencias así por vivir), están aumentando con rapidez. Tampoco debería asombrarnos que tal suposición se demostrase correcta. A fin de cuentas, la definición romántica del amor como algo que dura «hasta que la muerte nos separe» está sin duda pasada de moda: ha superado su fecha límite de consumo preferente debido a la radical renovación que han experimentado las estructuras de parentesco a las que servía y de las que extraía su vigor y su importancia . Pero la desaparición de esa concepción significa inevitablemente la relajación de los criterios que una experiencia debe cumplir para que la categoricemos como «amor». No es que hoy haya más personas que asciendan hasta las elevadas cimas de exigencia del amor en más ocasiones, sino, más bien, que tales criterios de exigencia han sufrido una constricción; de resultas de ello, el conjunto de experiencias al que la palabra «amor» hace referencia se ha ampliado extraordinariamente. Al sexo ocasional de una noche se le llama ahora «hacer el amor».
Esta súbita abundancia y aparente disponibilidad de «experiencias amorosas» puede alimentar (y, de hecho, alimenta) la convicción de que el amor (el enamoramiento, el ofrecimiento o la solicitud de amor) es una habilidad que se aprende y que el dominio de tal habilidad se acrecienta con el número de experimentaciones y con la asiduidad de ese ejercicio . Podríamos llegar a creer (y lo cierto es que, demasiadas veces, así lo creemos) que las habilidades amatorias crecen inevitablemente a medida que acumulamos experiencias; que el próximo amor que venga será una experiencia más estimulante que la que ya hemos disfrutado, pero menos apasionante o excitante que la que la seguirá después.
Pero esto no es más que otra falsa ilusión. El conocimiento cuyo volumen aumenta a medida que se alarga la cadena de episodios amorosos es el del «amor» entendido como episodios bruscos, breves e impactantes, impregnados de la constancia previa que teníamos ya de su fragilidad y su brevedad . Las habilidades que se adquieren son las del «terminar rápido y comenzar desde el principio», que son justamente aquellas en las que, según Søren Kierkegaard, el don Giovanni de Mozart constituía el experto arquetípico. Pero llevado como estaba de la compulsión por intentarlo de nuevo y de la obsesión por impedir que ninguno de los intentos sucesivos en el presente obstaculizara futuros intentos; don Giovanni era también un arquetipo de «impotente amoroso». Si el amor fuera el fin verdadero de la búsqueda y la experimentación infatigables de don Giovanni, esa compulsión suya por experimentar lo desmentiría. Resulta tentador afirmar que el efecto de la aparente «adquisición de habilidades» no puede ser otro que el desaprendizaje del amor, como en el caso de don Giovanni: una «incapacidad aprendida» de amar.
Semejante resultado —esta especie de venganza que el amor se toma contra quienes osan cuestionar su naturaleza— era previsible. Uno puede aprender a realizar una actividad cuando esta implica un conjunto de reglas invariables que se corresponden con un contexto estable, repetitivo hasta la monotonía, que favorece el aprendizaje, la memorización y el subsiguiente desempeño automático de tal actividad . Pero, en un entorno inestable, la retentiva y la adquisición de hábitos —que son las características distintivas del aprendizaje efectivo— no solo son contraproducentes, sino que pueden comportar consecuencias desastrosas. Lo más letal para las ratas en las alcantarillas de las ciudades —esas inteligentísimas criaturas, capaces de separar los pedacitos de alimento de los cebos venenosos que se les colocan en las trampas— es el elemento de inestabilidad, de cuestionamiento de las reglas, que introduce en la red de fosas y conductos subterráneos la «alteridad» irregular, imposible de aprender, impredecible y realmente impenetrable de otras criaturas inteligentes (humanas, en este caso): unas criaturas famosas por su afición a romper con la rutina y a causar estragos en la distinción entre lo regular y lo contingente . Si esa distinción no se sostiene, el aprendizaje (en el sentido de adquirir unos hábitos útiles) resulta inviable. Quienes perseveran en vincular sus actos a unos precedentes asumen —como los generales que se empeñan en librar su guerra victoriosa definitiva una y otra vez— unos riesgos suicidas y se alejan de la posibilidad de poner verdaderamente fin a los problemas.
El amor, por su propia naturaleza y como bien apuntó Lucano dos milenios atrás y como ya repitió Francis Bacon muchos siglos después, inevitablemente nos hace rehenes del destino.
En El banquete de Platón, Diotima de Mantinea (nombre que, traducido, vendría a significar la profetisa «Temerosadediós de Villaprofetas») convenía con Sócrates en que el amor «no es amor de lo bello, como tú crees», sino «amor de la generación y la procreación en lo bello». Amar es el deseo de «engendrar y procrear»; de ahí que el amante «busque [ ] en su entorno la belleza en la que pueda engendrar»* Dicho de otro modo, no es en el anhelo de cosas ya elaboradas, completas y terminadas donde el amor halla su sentido, sino en el ansia por participar en el engendramiento de tales cosas El amor es análogo a la trascendencia; no es más que otro modo de llamar al impulso creador y, como tal, está preñado de riesgos, pues ninguna creación sabe con certeza en qué irá a dar.
* Trad . cast. tomada de Platón, Diálogos, III: Fedón, Banquete.
En todo amor hay al menos dos seres, cada uno de los cuales es la gran incógnita de las ecuaciones del otro Eso es lo que hace que sintamos que el amor es como un capricho del destino, un inquietante y misterioso futuro tan imposible de predecir, anticipar o prevenir como de acelerar o detener Amar significa abrirse a ese destino, a la más sublime de todas las situaciones humanas, una en la que el miedo se mezcla con la alegría formando una aleación que ya no permite que sus ingredientes se separen nunca más Abrirse a ese destino significa, en ultimo término, admitir la existencia de la libertad: esa libertad que está encarnada en el Otro, en el compañero en el amor Como escribió Erich Fromm, «la satisfacción en el amor individual no puede lograrse sin humildad, coraje, fe y disciplina». Pero el propio Fromm añadía inmediatamente a continuación, no sin cierta tristeza, que en «una cultura en la cual esas cualidades son raras, también ha de ser rara la capacidad de amar».
Y ciertamente lo es en una cultura de consumo como la nuestra, que da preferencia a los productos que están ya listos para ser usados al momento, pero también a las soluciones rápidas, a la satisfacción instantánea, a los resultados que no requieren de esfuerzos prolongados, a las recetas fáciles e infalibles, a los seguros a todo riesgo y a las garantías de devolución del importe de compra «si no queda usted satisfecho». La promesa de aprender el arte de amar viene a ser la promesa (falsa y engañosa, pero que no por ello deseamos menos que sea verdadera) de hacer de la «experiencia amorosa» un artículo de consumo a semejanza de otros artículos de consumo: atrae y seduce porque hace gala de todas esas mismas características, y promete un deseo sin esperas, un esfuerzo sin sudor y unos resultados sin esfuerzo .
Sin humildad y coraje, no hay amor Ambos son necesarios, en cantidades ingentes y constantemente repuestas, cuando alguien entra en un territorio inexplorado y no cartografiado; y el amor, cuando surge entre dos (o más) seres humanos, los introduce en un territorio así .
Eros, como bien recalca Levinas, es diferente de la posesión y del poder; no es una batalla ni una fusión, y tampoco es conocimiento.
Eros es una «relación con la alteridad, con el misterio, es decir, con el porvenir, con aquello que, en un mundo en el que todo se da, no se da jamás» «Lo patético del amor consiste en la dualidad insuperable de los seres». Cuando se intenta vencer esa dualidad, domeñar lo caprichoso y domesticar lo revoltoso, hacer predecible lo incognoscible y encadenar lo que vaga libre se condena a muerte al amor. Eros no sobrevivirá a la dualidad. En lo que al amor respecta, la posesión, el poder, la fusión y el desencanto son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
Ahí radica la maravillosa fragilidad del amor, que se yuxtapone a esa maldita negativa suya a tomarse la vulnerabilidad a la ligera. Todo amor aspira a concretarse, pero en el momento de la victoria, halla su derrota final. Todo amor pugna por enterrar las fuentes de su precariedad y su suspense; pero, tan pronto como lo consigue, empieza a marchitarse y se desvanece. Eros está poseído por el fantasma de Tánatos, que ningún ensalmo mágico puede exorcizar. Y no es algo que tenga que ver con la precocidad de Eros: no hay educación ni recursos autodidácticos suficientes que puedan liberarlo de tan macabra (suicida) inclinación.
El reto, el atractivo, la seducción que ejerce o representa el Otro convierten toda distancia —por reducida y minúscula que sea— en inaguantablemente grande. El hueco así abierto parece un precipicio. La fusión o la subyugación parecen las únicas cu- ras para el tormento resultante. Y no existe más que una muy delgada frontera —demasiado fácil de ignorar— entre una caricia dulce y suave y un control férreo. Eros no puede ser fiel a sí mismo sin practicar la primera, pero no puede practicarla sin arriesgarse a lo segundo. Eros activa la mano que extendemos hacia el «otro», pero la misma mano que puede acariciar es capaz también de apretar y estrujar.
Por mucho que hayamos aprendido acerca del amor y de amar, esa es una sabiduría que, como el Mesías de Kafka, solo puede venir un día después de su llegada.
Mientras viva, el amor estará siempre rondando el filo de la derrota. Disuelve su pasado sobre la marcha; no deja trincheras fortificadas tras de sí a las que pueda replegarse en busca de refugio cuando lleguen los problemas. Y desconoce qué le queda por delante y qué futuro puede depararle. Jamás adquirirá una confianza lo suficientemente fuerte como para dispersar las nubes y sofocar la ansiedad. El amor es un préstamo hipotecario suscrito a cuenta de un futuro incierto e inescrutable.
El amor puede ser (y a menudo es) tan aterrador como la muerte; a diferencia de la muerte, eso sí, tapa esa verdad con un aluvión de deseo y entusiasmo. Tiene sentido que interpretemos la diferencia entre el amor y la muerte como si fuera la misma que existe entre la atracción y la repulsión. Pero, pensándolo mejor, no podemos estar tan seguros. Las promesas del amor son, por norma, menos ambiguas que sus dones efectivos. De ahí que la tentación de enamorarse sea tan grande como arrolla- dora, pero que también lo sea la atracción de la huida. Y nunca hay que desdeñar el atractivo de buscar una rosa sin espinas, un atractivo al que siempre es difícil resistirse.
Deseo y amor. Hermanos. A veces mellizos, pero nunca gemelos idénticos (univitelinos).
El deseo es aquí el deseo de consumir. De imbuirse, devorar, ingerir y digerir: de aniquilar. El deseo no precisa de más inductor que la presencia de la alteridad. Esa presencia es siempre (y ya de por sí) una afrenta y una humillación. El deseo es el ansia de vengar tal afrenta y de evitar la humillación. Es una compulsión que induce a cerrar el hueco de separación con la alteridad que nos llama y nos repele, que seduce con la promesa de lo inexplorado e irrita con su terca y esquiva otredad. El deseo es un impulso dirigido a despojar a la alteridad de su otredad y, de paso, de su poder. De tanto ser probada, explorada, conocida hasta la familiaridad y domesticada, la alteridad sale con el aguijón de la tentación extirpado y roto si sobrevive al tratamiento, claro está. Pero lo más probable es que, en el proceso, sus restos no digeridos terminen cayendo del ámbito de los productos consumibles al de los desechos .
Los consumibles atraen; el desecho repele. Tras el deseo viene la eliminación de residuos son, al parecer, los actos de exprimir la extrañeza que hay en la alteridad y de tirar a la basura la cáscara estrujada que queda los que se condensan materializados en la alegría de la satisfacción, una satisfacción condenada a disolverse en el momento mismo en que la tarea se ha completado. En su esencia misma, el deseo es un ansia de destrucción: el deseo está contaminado, desde que nace, por la pulsión de muerte. Este es, sin embargo, su secreto celosamente guardado; principalmente, de sí mismo.
El amor, por su parte, es el anhelo de querer y de conservar el objeto de ese cariño. Es un impulso centrífugo, a diferencia del deseo centrípeto. Es un impulso de expansión, de ir más allá, de extenderse «hacia fuera». De ingerir, absorber y asimilar el sujeto en el objeto, y no al revés, como en el caso del deseo. El amor es añadir al mundo: cada adición es el rastro vivo del yo que ama; en el amor, el yo se trasplanta, pedazo a pedazo, al mundo. El yo que ama se expande dándose a sí mismo al objeto amado. El amor tiene que ver con la supervivencia-del-yo-a-través-de-la-alteridad-del-yo. De ahí que el amor implique un ansia de protección, de alimentar, de cobijar; también de acariciar, de mimar y halagar, o de guardar, cercar, encarcelar. El amor significa estar-de-servicio, estar-disponible, aguardar órdenes, pero también puede significar expropiación y confiscación de la responsabilidad. Dominio a través de la rendición; sacrificio que repercute en un agrandamiento. El amor es un hermano siamés de la codicia de poder: ninguno de los dos sobreviviría a una separación.
Si el deseo quiere consumir, el amor quiere poseer. Si la realización del deseo equivale a la aniquilación de su objeto, el amor crece con sus adquisiciones y se realiza mediante la durabilidad de estas. Si el deseo es autodestructivo, el amor se perpetúa a sí mismo.
Como el deseo, el amor es una amenaza para su objeto. El deseo destruye su objeto y se destruye a sí mismo en el proceso; la red protectora que el amor teje cariñosamente en torno a su objeto lo esclaviza. El amor hace prisioneros y los mantiene bajo custodia; practica una detención para proteger al detenido.
El deseo y el amor actúan en contraposición. El amor es una red que se arroja para pescar en la eternidad; el deseo es una estratagema para librarse de la labor de tejer esa red. Fiel a su naturaleza, el amor lucharía por perpetuar el deseo. El deseo, por su parte, rehuiría las cadenas del amor.
«Vuestras miradas se encuentran a través de una estancia llena de gente; surge la chispa de la atracción. Charláis, bailáis, reís, compartís una bebida o un chiste, y casi sin daros cuenta, uno de vosotros pregunta: “¿En tu casa o en la mía?”. Ninguno de los dos andáis buscando nada serio, pero, sin saber cómo, una noche puede convertirse en una semana, luego en un mes, un año o más», escribe Catherine Jarvie (en el suplemento Guardian Weekend).
Tan imprevisto resultado del fogonazo del deseo y del sexo ocasional de una noche con el que se pretende sofocarlo es, por emplear las palabras de Jarvie, una «morada emocional a medio camino entre la libertad de salir con quien se quiera y la seriedad de una relación importante» (aun cuando la «seriedad», como ella bien recuerda a sus lectores, no proteja a ninguna «relación importante» del peligro de terminar entre «dificultades y resen- timiento» cuando uno de los miembros de la pareja «sigue empeñado en continuar mientras el otro está ansioso por buscar nuevos pastos en los que pacer») . Las moradas a medio camino— como toda solución que admitimos que funciona únicamente «hasta nuevo aviso» en un entorno fluido en el que blindar el futuro resulta tan inútil como molesto— no son necesariamente algo malo (en opinión de Jarvie y de la doctora Valerie Larmont, psicóloga titulada cuyas valoraciones cita aquella); pero cuando «te comprometas, por moderado que sea el entusiasmo con el que lo hagas», «recuerda que es probable que te estés cerrando la puerta a otras posibilidades amorosas» (es decir, que estés renunciando al derecho a «buscar nuevos pastos en los que pacer», al menos, hasta que tu pareja se acoja a ese derecho antes que tú).
Aguda apreciación, sobria valoración: estás en una situación en la que ganas unas cosas y pierdes otras. El deseo y el amor son una disyuntiva.
Más apreciaciones agudas: vuestras miradas se encuentran entre tanta gente, y casi sin daros cuenta. El deseo de retozar juntos en una cama se presenta así, de improviso, y no necesita llamar con insistencia a la puerta para que lo dejen entrar. Quizá no sea muy típico de este mundo nuestro tan obsesionado con la seguridad que haya puertas como esas, con tan pocas cerraduras (o ninguna). Nada de circuitos cerrados de televisión con los que examinar detenidamente a los intrusos y separar a los merodeadores maliciosos de las visitas de verdad. Con consultar la compatibilidad de los respectivos signos del zodiaco (como hacen en los anuncios televisivos de una conocida marca de teléfonos móviles) basta.
Tal vez hablar de «deseo» sea una exageración. Es como lo que ocurre con las compras: los compradores de hoy en día no compran para satisfacer su deseo, sino que, como bien ha señalado Harvie Ferguson, compran por apetito. Lleva tiempo (un tiempo insoportablemente largo desde el punto de vista de una cultura que aborrece la procrastinación y fomenta la «satisfacción instantánea» en su lugar) sembrar, cultivar y abonar el deseo. El deseo necesita tiempo para germinar, crecer y madurar. El «largo plazo» se hace cada vez más corto en nuestros días, pero la velocidad de la maduración del deseo se resiste tozuda a acelerarse; el tiempo requerido para cobrar los rendimientos de la inversión en el cultivo del deseo se nos hace cada vez más irritante y prohibitivamente largo .
Los gerentes de los centros comerciales saben que no pueden esperar de sus accionistas que les concedan todo ese tiempo, pero tampoco quieren dejar al azar el origen y la maduración de los motivos de las decisiones de compra: ni al azar ni a la inexperta y poco fiable autogestión de esos motivos que puedan hacer los esforzados compradores. Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben nacer in situ, mientras pasean por el centro comercial.
Es posible también que mueran igualmente in situ (por suicidio asistido, en la mayoría de los casos) en cuanto hayan cumplido su función. No hay necesidad de que su esperanza de vida se alargue más de lo que los compradores tarden en recorrer los pasillos del centro en cuestión desde que entran en él hasta que salen.
Zygmunt Bauman, en redalyc.org/
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