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Una llamada a los padres: manifestad con vuestras vidas la belleza de vuestro amor fundamentado en Cristo y seréis capaces de mostrar a vuestros hijos que este amor, el único digno de suscitar la fe, es la opción más atractiva aquí en la tierra
«Id, pues, a todos los pueblos y haced discípulos míos...» (Mt 28, 19-20). El mandato de Cristo de llevar el mensaje de la Buena Nueva obliga a todos los cristianos. Sin embargo, la familia tiene un papel capital. El anuncio de la fe se convierte en vocación y misión para las familias. Es precisa, sin embargo, viendo la situación actual, una nueva evangelización, «nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión»[1].
Las estadísticas en nuestro país sobre la eficacia en la transmisión de la fe son decepcionantes. Mons. Fernando Sebastián ofrecía un resumen el año 2005[2]: casi el 80% de los niños son bautizados, pero sólo un 70% reciben la primera comunión y no más del 40% son confirmados. Además, sólo un 4% de los jóvenes entre 15 y 30 años participan asiduamente en la misa dominical. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no lo conseguimos?
Transmitir la fe tiene unas características propias. La fe no se transmite como se hace con una enfermedad infecciosa o hereditaria, ni se identifica con la transmisión de conocimientos académicos ni de capacidades. ¿Qué hay que hacer para que la transmisión de la fe sea eficaz y llegue a arraigar en el corazón de las nuevas generaciones? En este artículo intentaré enmarcar algunos elementos sin los cuales la transmisión de la fe no es posible.
La familia evangeliza con una modalidad que le es propia y original: «generando lo humano mediante lo humano»[3], y lo lleva a cabo dando el mapa de viaje vital al niño, y educando y conviviendo. La originalidad de la familia en cuanto a la tarea educativa se fundamenta, pues, en el hecho de generar la persona humana en Cristo mediante el vivir cotidiano, convirtiéndose, en palabras de Tomás de Aquino, un “uterus spiritualis”[4]. Custodiando, revelando y comunicando el amor[5], la familia realiza su misión evangelizadora.
Para arraigar la fe en los demás, es preciso, en primer lugar, entender bien qué es la fe. Partiremos de la definición del Concilio Vaticano I como guía para nuestra reflexión: la fe es una «virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos»[6].
La fe como virtud
Hablar de la fe en su dimensión de virtud nos lleva a reflexionar sobre la transmisión de las virtudes en la educación humana[7]. El virtuoso es aquel que desea lo que es según la recta razón y así lo hace. Para serlo, es necesario el conocimiento del bien y tener suficiente dominio de la voluntad para llevarlo a cabo, a la vez hay que tener educados los gustos, las pasiones, para que busquen lo que es verdaderamente bueno. Dar criterio, disciplinar la voluntad de los niños y hacer atractivo el bien son claves necesarias para transmitir las virtudes, y la fe es una. En efecto, la virtud se transmite principalmente por ósmosis y, si no hacemos atractiva la virtud, no lo conseguiremos. Es necesario pues, el ejemplo. «El hombre contemporáneo, dijo Pablo VI, escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque dan testimonio»[8]. Es necesario que los niños sepan descubrir la belleza del bien que conlleva la virtud, para que no se dejen arrastrar por otras alternativas.
La Fe como don de Dios, virtud sobrenatural
La fe es también y sobre todo una gracia, un don de Dios, algo que sobrepasa al hombre de sus fuerzas propias. «Para dar esta respuesta de la fe —leemos en la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II— es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto por aceptar y creer la verdad[9].
El hecho de que la fe sea una gracia tiene muchas consecuencias a la hora de hacerla llegar a los demás. No son nuestras palabras lo que hará que las personas se conviertan y se adhieran a Cristo, sino el don mismo de Dios. Lo que significa que, si queremos transmitir la fe, es preciso que oremos por aquellos que queremos acercar a Dios. Hay que rezar, y mucho, por los hijos, los amigos, por la conversión del mundo. iEs tarea de Dios! Nosotros sólo le ayudamos. A menudo nos olvidamos, y pienso que rezamos muy poco, y pedimos poco, para que la fe se extienda por todas partes. Recordemos las palabras de San Josemaría: «Primero, oración; después, expiación, en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción»[10].
También sabemos, por la fe, que toda nuestra vida y actuación repercute, por la comunión de los santos, en toda la Iglesia y en toda la humanidad. Con palabras, otra vez, de San Josemaría Escrivá, podemos afirmar que del hecho «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes»[11]. Concluyendo con palabras del Catecismo, «el menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos»[12]. En efecto, si queremos llevar la fe y la vida en Cristo a los demás, un camino obligado es la lucha por la santidad. La falta de santidad hace ineficaz la transmisión de la fe.
La fe como respuesta
La fe es también adhesión a la invitación que Dios nos hace de entrar en comunión con Él. La fe, pues, abarca el conocimiento y la voluntad. Y, para acceder a la inteligencia de las verdades divinas, es preciso un acto de confianza en Dios, fiarse de Él.
Ahora bien, como decía von Balthasar, «sólo el Amor es digno de fe»[13]. Nadie nunca se fiaría de quien no se siente amado. Si queremos hacer llegar la fe, es necesario que vean que vivimos de fe, y eso queda patente cuando ven que nos fiamos siempre de Dios, de su omnipotencia, de su misericordia y de su providencia. Admitir la duda es adentrarse por caminos de desconfianza. Si queremos, pues, darles motivos para creer, uno de los más luminosos es el abandono de los adultos en la voluntad amorosa de Dios, que lleva a una confianza plena. Si los hijos ven que ante las dificultades nos inquietamos, perdemos la paz o la paciencia, o nos cuesta aceptar las contradicciones, entonces, con los hechos, estamos manifestando que no aceptamos como algo positivo la voluntad de Dios, o que nos pide cosas que no nos convienen, significaría que no acabamos de creer que Dios quiere lo mejor para nosotros, es decir, que no nos ama lo suficiente. Y ante quien no nos ama lo suficiente nadie depositará su confianza. Es necesaria, pues, una confianza amorosa a prueba de dificultades, que nos capacita para afrontar cualquier situación con la certeza de que Dios no nos ha abandonado, que sigue amándonos y que de todo obtendrá un bien para nosotros.
Esta confianza se sustenta en tres actitudes o virtudes que la acompañan. La primera es la humildad. Humildad de escuchar agradecidamente la voz de Dios con la conciencia de que lo que pueda pedirnos es lo mejor para nosotros. Humildad de dejarse enseñar. Humildad de no dar lecciones a Dios de cómo tiene que comportarse con nosotros, como hacen aquellos que hacen la religión a su medida, lo que conlleva consiguientemente a la falta de confianza en Dios. Quien ponga objeciones a la fe o a la moral que profesa la Iglesia, quien no tiene un deseo sincero de formarse y de acercarse más a Dios, es incapaz de transmitir esa confianza en aquel que es el Amor. Reitero, sólo el Amor es digno de fe.
Es necesaria, además, para garantizar la confianza, la virtud de la obediencia. Quien al conocer la voluntad divina no está dispuesto a ponerla en práctica y a seguirla fielmente da a entender que no cree suficiente que aquello es un bien para él, y entonces está mostrando, con los hechos, que desconfía de aquello que Dios nos propone y manda. La determinación firme para secundar los planes divinos, para obedecer siempre a la voluntad divina, es condición para que la confianza en Dios sea sincera y plena.
Hay un tercer elemento que manifiesta vitalmente esa confianza en Dios: la alegría. La falta de alegría expresa siempre, excepto que se trate de enfermedad, el rechazo de una situación que no es de nuestro agrado y, por tanto, una desconfianza en Dios, como consecuencia de que se piensa que Dios no me está cuidando suficiente, o no busca mi bien. Quien es consciente de que Dios lo dispone todo para el bien de sus elegidos, entonces no puede más que estar siempre contento, al pensar que quien todo lo puede y quién más nos ama no hace otra cosa que procurar aquello que es un bien para nosotros. iSiempre alegres! No dudéis nunca ni de la omnipotencia ni de la misericordia del buen Dios. La falta de alegría oscurece la transmisión de la fe.
Con la confianza, la humildad, la obediencia y la alegría hacemos visible una fe que se ha convertido en vida y que afecta a todas las dimensiones, que es performativa[14], capaz de ser luz para que los hijos se den cuenta que vale la pena fiarse.
El sacramento primordial
Se habla, de «sacramento primordial», en la reflexión sobre la teología del cuerpo, al mostrar la sexualidad como camino para descubrir y hacer presente la alianza con Dios propio del amor esponsal[15]. Acogiendo la verdad del amor humano, el hombre entra en una singular alianza con Dios[16].
Con palabras más sencillas, recordando el significado de sacramento como signo sensible y eficaz de la gracia, podemos decir que el mismo hecho de amar, de darse, viviendo en Cristo, es fuente de gracia también para el otro a quien amamos. Al darnos, habita la Trinidad en nuestras vidas, damos todo lo que somos, nosotros mismos con Dios, y así Dios mismo es ofrecido como don al otro. ¿Queréis que Dios llegue al corazón de los demás? iViviendo en Dios, estimáis de verdad a los demás! En la medida en que queramos y más íntimamente estemos unidos a Dios, facilitaremos que el don de la fe arraigue en la vida de quienes nos rodean.
La fe es eclesial
La fe es un acto personal. Sin embargo, no es un acto aislado: nadie puede creer él solo, como nadie puede vivir él solo. No se puede creer sin ser llevado por la fe de los demás y contribuir al mismo tiempo a llevar la fe de los demás. En efecto, confesamos la fe de la Iglesia. Decir «yo creo» supone también afirmar «nosotros creemos»[17]. Al considerar la dimensión eclesial de la fe, queremos poner de relieve la necesidad de las estructuras comunitarias de la fe como camino para transmitirla y fortalecerla. De ahí la necesidad de fomentar los grupos de familias cristianas, la vida parroquial y el papel de la escuela como dinamizadores de la fe.
Clausura
Reitero, para acabar, una llamada a los padres: manifestad con vuestras vidas la belleza de vuestro amor fundamentado en Cristo y seréis capaces de mostrar a vuestros hijos que este amor, el único digno de suscitar la fe, es la opción más atractiva aquí en la tierra. Este es el gran reto que tenéis en las manos, en parte herencia de lo que aprendimos de nuestros padres, pero que requiere nuevos modelos, nuevas maneras de hacer, y esta es la antorcha que tenéis que pasar a los que vienen detrás nuestro. iNos jugamos mucho![18].
Dr. Joan Costa
Doctor en Teología
Rector de la parroquia de la Mare de Déu del Roser
Arzobispado de Barcelona
Notas
[1] JUAN PABLO II, Discurso al CELAM, Port-au-Prince, 9 de marzo de 1983, 3.
[2] SEBASTIÁN, FERNANDO. La familia y la transmisión de la fe: «e-aquinas» 3 (2005) 11, pág. 2-23.
[3] CAFFARRA, CARLO. Comunicar la fe en la familia: «e-aquinas» 3 (2005) 11, p. 28.
[4] STO. TOMÁS, III, q. 68, a. 10
[5] Cf. JUAN PABLO II, Enc. Familiaris consortio, 22 de noviembre de1981, 17.
[6] Concilio Vaticano I, Const. Dog. Dei Filius, cap. 3. de fide catholica, 24 de abril de 1870.
[7] Hablé en un artículo publicado en esta misma revista, con el título "El camino de la felicidad», cf. JOAN COSTA, El camino de la felicidad: Temes d´Avui 26 (octubre-diciembre de 2007), pág. 39-58.
[8] PABLO VI, Ex. Ap. Evangelii Nuntiandi, 8 de diciembre de 1975, núm 41.
[9] Concilio Vaticano II, Const. Dog. Dei Verbum, 18 de noviembre de1965, n º 5.
[10] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 82.
[11] Ibid., n. 755.
[12] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 953.
[13] VON BALTHASAR, HANS URS. Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 2004.
[14] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, 30 de noviembre de 2007, n º 10.
[15] Cf. SCOLA, A., El misterio nupcial, Encuentro, 2001, pág. 126-129.
[16] «La alianza humana, aquel acto de mutua donación esponsalicia, será la mediación por la cual el hombre puede entrar en alianza con Dios, acogiendo su amor y participando de él. Es en este sentido en el que se dice que el cuerpo humano, con el dinamismo esponsalicio que implica, se convierte en el sacramento primordial, porque transparenta eficazmente el misterio invisible del designio divino, convirtiéndose en verdadero lugar del encuentro entre Dios y el hombre» (J. NORIEGA, El destino del Eros, Palabra, 2005, pág. 72-73).
[17] CEC 166-167.
[18] COSTA, JOAN. El camino de la felicidad, cit., p. 58.
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