Mientras un cristiano no queda paralizado de estupor, al reflexionar sobre las verdades de su fe, está lejos de comprender quién es Dios y quién es él, lo que su Creador le ha dado y le da cada día, la falsía de su correspondencia y la deuda inabarcable que tiene con su Dios y con su prójimo
Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene
y hemos creído en él (1Jn 14,16)
La Introducción que hace Benedicto XVI a su Encíclica Dios es Amor, resume de modo admirable lo mucho que puede decirse sobre el Amor de Dios. Apoyándose en la primera Epístola de San Juan, explica cuál es «el corazón de la fe cristiana», y cuál la «formulación sintética de la existencia cristiana»: «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él... Así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida: hemos creído en el amor de Dios».
Todo lector católico estará de acuerdo con lo que dice el Romano Pontífice, recogiendo la Tradición de la Iglesia. Como en tantas otras cuestiones de la fe, el problema no es saberlo, sino profundizar en ello lo suficiente. No totalmente, porque esto escapa quizá de las capacidades humanas; pero sí lo suficiente para que aquellas verdades iluminen inequívocamente el camino de la vida.
Esa profundización comienza por reconocer que «Dios nos ha amado primero» (1Jn 4,10). «Por eso —continúa el Papa— en mi primera Encíclica deseo hablar del amor, del cual Dios nos colma». Es el descubrimiento primordial del cristiano; base de todo otro adelanto en el camino de la santidad: somos objeto del amor de un Dios, omnipotente y perfecto en sí mismo, que no necesita de nada ni de nadie, pero que —paradójicamente— vuelca su amor sobre unas pobres criaturas, muy limitadas e imperfectas, esperando que éstas le correspondan, como si le fuera algo en ello.
Al encuentro del Amor
Muchos de los conversos recientes, que expresaron por escrito su conversión, coinciden en un argumento fundamental: la conmoción interior ante el encuentro —inesperado, por lo general— con el amor de Dios. No el “amor a Dios” (del hombre hacia Dios), sino cabalmente el amor de Dios hacia el hombre. Y, más que hacia el hombre en general, “hacia mí”; hacia quien, después de reconocer esa realidad, ve transformada su vida de modo radical[1].
Este amor, «el primero de los dones divinos»[2] en el orden del ser[3], también conviene que sea el primero en el orden del conocer. Tras él se desplegarán otras muchas intuiciones; ésta es como la fuente, de la que surgirán raudales que «saltan hasta la vida eterna» (Jn 4,14).
Estas breves páginas se centran precisamente en ese Amor recibido de Dios por los hombres. Pero no tanto en el Amor, cuanto en su grandeza infinita.
Esto último, en efecto, es lo más indispensable. Muchos cristianos no son conversos, en el sentido de haber llegado a la fe a una edad adulta, desde el ateísmo o la indiferencia, pero este es el mayor problema a que se enfrentan. Al crecer en un clima creyente, han ido incorporando a su vida las verdades y la práctica de la fe de un modo natural y progresivo. Les parecen “normales” las verdades que creen y la moral que practican.
Tan normales, que han perdido la capacidad de asombro que toda inteligencia humana tiene —debe tener— ante la Verdad.
¿Pero no hay, hoy en día, mucho agnosticismo y mucha increencia...? Ciertamente, y para esas personas hay libros abundantes, que dan razón de la fe que profesamos los creyentes. Pero no basta, son necesarios también libros para gente con años de vida cristiana, que está habituada a aquellas verdades, que las ha considerado con frecuencia, que practica su fe cotidianamente a través de los sacramentos y la oración.
En definitiva, fieles cristianos que siguen a Cristo; pero que tantas veces tienen el peligro de hacerlo por inercia o costumbre. Gente de la que sólo pueden decirse cosas buenas (dentro de las inevitables imperfecciones humanas), que viven la caridad y los mandamientos morales; pero que a la postre son incapaces de asombrarse, y menos aún de asustarse, ante la grandeza de lo que dicen creer.
Mientras un cristiano no queda paralizado de estupor, al reflexionar sobre las verdades de su fe, está lejos de comprender quién es Dios y quién es él, lo que su Creador le ha dado y le da cada día, la falsía de su correspondencia y la deuda inabarcable que tiene con su Dios y con su prójimo.
* * *
Aquellos fieles cristianos desenvuelven su vida espiritual —podría compararse— en un plano de dos dimensiones. Dan vueltas, año tras año, en torno a las mismas coordenadas de su vida: trabajo, descanso, familia, vida social, práctica religiosa... Algo progresan evidentemente; la gracia de Dios y su constancia personal dan frutos, en sí mismos y a su alrededor. Pero se elevan muy poco desde el plano original. Pasan los años y sus afanes, espirituales y apostólicos, siguen siendo apenas unos pequeños brotes en el árbol de su vida.
Y, sin embargo, están llamados a crecer, a volar desde aquel plano en que comenzaron; los brotes deben convertirse en árbol frondoso lleno de hojas y frutos. La parábola del grano de mostaza lo explica muy bien: en el interior de cada uno, la semilla de la oración «crece y se hace mayor... y echa ramas grandes, de manera que los pájaros del cielo puedan anidar bajo su sombra» (Mc 4,32).
¿Cómo alcanzar ese “despegue” espiritual? ¿por dónde comenzar? Hay dos capítulos insoslayables en los que no hay espacio para entrar ahora: la gracia de Dios, siempre indispensable, y la lucha contra los personales defectos, también necesaria. Sólo señalaremos que, especialmente la segunda parte, exige años de esfuerzo tenaz.
Para estar en condiciones de crecer en la vida del espíritu hay que conseguir erradicar los hábitos negativos y afianzar los positivos, al menos lo más sobresaliente de ellos; y esto supone tiempo. San Agustín tardó más de diez años en convertirse; Santa Teresa, veinte, hasta lo que ella misma considera como su auténtica conversión; el Cardenal Newman, casi treinta en decidirse. Naturalmente, la gracia de Dios siempre podrá hacer maravillas y acortar los plazos; en el caso de André Frossard fueron cinco minutos.
Un punto de inflexión
Puntualizado lo cual, puede señalarse que el punto de inflexión de la curva hacia la santidad viene marcado por el descubrimiento de aquel «Amor de Dios», a que hace referencia el Papa en los párrafos antes citados. Cuando un hombre intuye la inmensidad y la calidad con que «es amado por Dios», su vida de oración, su entrega alegre al deber y al sacrificio, su preocupación por los demás, sufre un aceleramiento que de ninguna manera podía sospechar antes.
Seguirá dando las mismas vueltas de siempre, y posiblemente a los mismos argumentos, pero ahora es diferente: en cada vuelta, crece un poco la fe, aumenta la esperanza, se intensifica el amor. «El amor crece al amar»[4]. El viejo círculo —continuando el símil— se convierte en una escalera de caracol, que asciende sobre todo en calidad. Materialmente no habrá quizá gran diferencia, pero cualitativamente no hay punto de comparación: el motor de todo es, cada vez más, el amor de Dios, que le lleva en volandas hacia una correspondencia generosa y activa. La lucha contra faltas e imperfecciones también continúa como antes, pero ahora hay un dolor más profundo por ellas y, con el dolor, el afán de desagraviar.
El neófito, el que se convierte desde la lejanía de Dios, vive su recién estrenada fe con la frescura de los inicios, con el júbilo del náufrago que se ve salvado en el último instante. Esta disposición es, precisamente, la que falta a veces en el creyente veterano. La revelación del Amor, en el caso de éste, puede muy bien compararse al descubrimiento de la fe en el ateo: una especie de “terremoto” interior, que renueva en su ser de cristiano la fragancia inicial: la lozanía y el perfume de la más reciente flor; una fiesta del espíritu que revive de día en día, siempre incrédulo ante las sucesivas revelaciones del Amor.
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La pregunta clave, de todas maneras, sigue en pié: ¿cómo se llega a ese íntimo, profundo y transformante hallazgo del amor que recibimos de Dios? No hay una respuesta. Está en manos de la Misericordia de Dios y de la acción del Espíritu Santo en el alma.
Provisionalmente podemos subrayar que, aunque no dependa del esfuerzo humano, Dios es Padre y no dejará de escuchar a un hijo suyo que le pida sinceramente la gracia de sentirse transformado por el amor. Más aún, puede asegurarse que Dios no deja de ofrecernos, todos los días, alguna pequeña oportunidad para descubrir lo mucho que nos ama. Serán quizá pequeñeces pero, quien sepa aprovechar las de hoy, estará en mejores condiciones para sacar partido a las de mañana.
De hecho, el obstáculo mayor a la santidad es uno mismo. No es por falta de gracia divina por lo que un alma adelanta poco; es porque ofrece resistencias a la acción de esa gracia. Las heridas del pecado en la inteligencia, la voluntad y las pasiones, hacen que desaprovechemos la gracia por ignorancia –más o menos culpable–, por debilidad o por concupiscencia.
No podemos descubrir el gran amor paternal de Dios, porque no queremos cortar con los amores menos rectos que nos atan a las criaturas. San Agustín lo explica magníficamente en su libro Las Confesiones[5].
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Nadie sabe cómo “entrar” en ese momento, delicado y maravilloso, del encuentro del alma con el Amor de Dios. Es obra del Espíritu Santo, y Él utiliza caminos imprevistos e inefables para llegarse a las almas. Hay que rogar[6] y hay que buscar: «me alzaré y rodearé la ciudad, por las calles y plazas buscaré al que amo...» (Ct 3,2). Hay que insistir y hay que responder con prontitud a los pequeños toques del amor; así se preparan los grandes. Amor con amor se paga.
¿Personalmente, qué hacer para facilitar esa irrupción del Espíritu Santo? Puestos a sugerir, acudimos a unas palabras de San Josemaría Escrivá, cuando decía: «que cada uno de nosotros medite en lo que Dios ha realizado por él, y en cómo ha correspondido»[7].
Es un buen resumen de cómo preparar ese instante que nos desborda: considerando las innumerables gracias recibidas de Dios a lo largo de la vida y el poco amor de nuestra respuesta. San Pablo llega a decir que «Dios nos envía su Espíritu Santo precisamente para que seamos capaces de apreciar los incontables dones recibidos de Dios» (1Co 2,12), de su Amor generoso. Se trata, pues, de un modo certero de encaminar la oración.
La revelación del Amor
En el momento del encuentro con el Amor de Dios, la vida entera aparece enmarcada en ese Amor. Todas las pinceladas y los contrastes de la existencia, blancos y negros, se ven —de un modo nuevo— en el interior de un cauce de Amor. El Amor de Dios hacia el hombre, hacia cada persona concreta, deja de ser un “concepto” para convertirse en una corriente impetuosa, que nos impulsa, nos arrastra y nos eleva hacia la fuente de todo Amor.
No hay argumentos o explicaciones; es, más bien, como una visión intuitiva e integral de la propia existencia. La historia y la creación enteras se perciben a modo de un caudaloso río de caridad divina, amplio, sereno y vigoroso, en cuyo seno el pequeño pecio de nuestra vida es llevado, con oscilaciones y tropiezos, hacia el océano final del Amor eterno. «Nada impulsa tanto a amar como saberse amados»[8].
«Dios... nos ha escogido desde toda la eternidad, antes de la creación del mundo» (cf. Ef 1,4). Así lo expresaron los profetas, siempre estupefactos por la elección divina. «Me fue dirigida la palabra de Yahweh en estos términos: antes de haberte formado en el seno materno, yo te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado: yo te constituí profeta de las naciones» (Jr 1,4-5); «...en la sombra de su mano me escondió; hízome como saeta aguda, en su carcaj me guardó» (Is 49,2) «...como flecha disparada al blanco... lo mismo nosotros: apenas nacidos» (Sb 5,12-14).
También así, en la vida del cristiano, desde su concepción hasta el presente, la mano divina aparece ahora con radiante claridad. Pero sobre todo aparece plena de benevolencia y de solicitud inconmensurable. Un cariño que hace palidecer al amor de la madre más buena y del padre más afectuoso. Una dilección “desde antes de nacer”; detalle reiterado por profetas y santos y, en sí mismo, profundamente significativo: «Dios, que me eligió desde el útero materno y me llamó por su gracia...» (Ga 1,15), dice San Pablo.
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Esa cuidadosa y singular predilección divina es vista, no sólo con claridad, sino con una evidencia tal que sobrecoge. No es captada como algo exterior, que se aprende; es “incrustada” hasta el fondo del alma como un estallido de luz. La primera reacción es de turbación, casi de susto. Luego queda el alma anonadada de Amor. Toma conciencia de ser amada de manera infinita, por Quien es la fuente de todo amor. Una manera que ni se merece, ni es capaz de valorar, ni puede corresponder por mucho que hiciera.
El Amor de Dios traspasa el corazón: «te he amado con amor eterno, por eso te he atraído hasta Mí con mi Misericordia» (Jr 31,3); ¡cómo no emocionarse al saberse amado con un amor que comienza antes de la creación del mundo!
El resultado es que la entera persona queda embelesada de amor. No tiene que hacer esfuerzo alguno, le es dado. La pugna fue anterior, acaso durante años. Ahora se pregunta, una y cien veces: ¿cómo es posible que Dios me ame tanto? No sabe responder, pero no duda ni un instante de ese Amor. Y también se pregunta algo que le desconcierta y le duele: ¿qué he hecho durante tantos años, sin percatarme de la magnitud del Amor del Señor; en qué estaba pensando?
Se clava, en la mente y en el corazón, como un dardo luminoso, «aquella divina advertencia, que llena el alma de inquietud y, al mismo tiempo, le trae sabores de panal y de miel: “redemi te, et vocavi te nomine tuo: meus es tu” (Is 43,1); te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡eres mío!»[9]. Con toda seguridad, ya habría leído esa frase o la habría oído en otras ocasiones. Hoy es diferente. Hoy no es una frase, es un requiebro divino. No se lee, no se oye, se advierte en el fondo del alma: “¡te quiero, eres mío! ¿comprendes ahora por qué he hecho todo lo que he hecho? lo he hecho por ti”. Y el alma queda, una y otra vez, anonadada de temor y de amor.
* * *
Más de una conversión a la fe ha quedado reflejada por escrito, en primera persona, con la espontaneidad, frescura y entusiasmo propias del converso, que narra a los demás la alegría de su descubrimiento: «un buen día caen las vendas que tapaban nuestros ojos y nuestra mirada topa, con estupor, con Aquel que llamaba desde siempre a la puerta de nuestro corazón. ...ese estupor inefable que nos sorprende cuando nos descubrimos queridos desde siempre y para siempre por una Persona que es Amor»[10].
En tu caso y en el mío, apreciado lector, puede no haber sido una conversión desde el alejamiento de la fe; pero el resultado es el mismo, como hemos dicho. Quizá ya hubo incluso, en nuestra vida, un encuentro con Dios que la marcó decisivamente; quizá sentimos —en algún momento— una llamada del Señor y nos pusimos en camino.
No importa, el júbilo del encuentro con el Amor la renueva por completo. Es un relámpago que permanece; fulgura en lo interior y, desde allí, irradia hacia fuera, nimbando de luz cuanto nos rodea. Es una singular experiencia espiritual, a partir de la cual cambian las perspectivas interiores. Nada volverá a ser igual, a partir de este momento. El camino que se abre por delante ha cobrado fulgores especiales.
Deslumbramiento
Esta percepción transformadora del Amor, no es quizá tan instantánea como ha podido quedar reflejado. Puede ser un proceso, pero más bien breve por lo general. Tampoco se trata de ningún acontecimiento extraordinario; «son fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir»[11].
Pero las cosas aparecen muy distintas a como se veían antes. Están rodeadas de luz. Un halo de claridad indeficiente envuelve cada detalle de la vida. Los ejercicios de piedad, las personas, los quehaceres de cada día... todo remite al Amor de Dios; todo brilla de una manera singular. Siendo lo mismo, es diferente; y la diferencia estriba en la percepción subjetiva de la realidad: la mirada traspasa las criaturas para posarse gozosamente en el Creador.
Podría decirse que, al mirar hacia adelante, el camino de la vida se extravía en un bosque de ascuas de luz, en el que no hay sombras ni penumbra[12]. El alma queda desorientada por el fulgor; los esquemas interiores seguidos hasta entonces restan inservibles. En Forja, el autor titula el primer capítulo «Deslumbramiento»; es un término muy ilustrativo, que remite indudablemente a esta fascinación de la recién revelada luz del Amor.
Un Amor que, a pesar de su brillo cegador, se presenta con una ternura exquisita. Realmente, es esta ternura lo que más conmueve y más anonada a quien la percibe. «Una dulzura muy diferente de la humana, una dulzura activa, trastornante, capaz de quebrar la piedra más dura y —más duro que la piedra— el corazón humano»[13]. Es imposible la infelicidad a quien se siente mirado y amado tan entrañablemente.
Entonces la fe se enciende. Se aprende, de un modo que jamás se olvida, que la auténtica vida de fe es también vida de Amor. Que la deseada contemplación de la verdad divina no es una realidad diferente de la fe ordinaria: es la misma fe, potenciada y enriquecida de manera inusitada por un Amor que la hace “nueva” a nuestros ojos.
* * *
Sed de Dios. Del amor brota, en el alma, una íntima sed de Dios; no «un tenue deseo»[14], una sed insaciable. Cuanto más se le da a beber, más sed tiene[15]. Pero por nada del mundo dejaría de beber ese «agua viva... que se convierte en fuente de vida eterna» (cf. Jn 4,10-14), que une su corazón —humano, terreno— al Corazón de Dios. Y así, «el alma avanza metida en Dios, endiosada»[16].
Tendrá todavía que superar luchas y obstáculos, También momentos de oscuridad o desaliento. Es lo de menos. Ninguna de esas circunstancias será igual que antes. Ha gustado el Amor de Dios; ahora «se siente y se sabe mirada amorosamente por Dios a todas horas»; «es muy distinto el sabor de las tristezas, de las penas, de las aflicciones»[17].
Finalmente, el afán apostólico cobra fuerzas insólitas: «no es posible que nuestra pobre naturaleza, tan cerca de Dios, no arda en hambres de sembrar en el mundo entero la alegría y la paz»[18]. «Me enamora la idea de que la vida es un consumirse, un arder en el servicio de Dios, Y así, gastándonos completamente por El, vendrá la liberación de la muerte, que nos conducirá a la vida»[19].
Los efectos del Amor
¿Cómo resumir las consecuencias de un encuentro así, en la vida espiritual de quien ha descubierto el don maravilloso del Amor de Dios? Son múltiples; señalaremos las primordiales.
Libertad de espíritu. Para comenzar se consigue una espléndida libertad de espíritu. Una libertad proporcionada al amor que une al alma con Dios. Todas las cosas que venía cumpliendo hasta el momento, dejan de ser obligaciones —en el sentido menos noble del término— para convertirse en encuentros de amor. Se cumplen porque uno quiere, es decir, porque ama.
Los motivos humanos para actuar, dejan paso a los sobrenaturales. La libertad de espíritu lleva a valorar las cosas según su importancia ante Dios. En su nombre se admitirá, cuando convenga, una excepción o se prescindirá de algún pormenor; pero esa misma libertad llevará a cuidar solícitamente los detalles por amor a Dios, que tanto nos da y tantos “detalles” tiene con sus criaturas.
Se abandona, así, el “cumplimiento” de los compromisos cristianos, que se transforma en un amoroso cuidado del deber de cada instante[20].
Ansia de ver a Dios. También crece la confianza en Dios, como puede verse al considerar la filiación divina en este contexto. Pero, de momento, la conclusión es la constancia y tenacidad en la lucha ascética. Precisamente porque ha descubierto el Amor de Dios, sabe también de su grandeza y del contraste con la poquedad humana. Es consciente de que hay mucho camino por delante para recorrer; que la vida es larga y Dios nos espera, ya sin velos, al final. Mientras tanto, hay que pulir el alma, purificarla de tantas apetencias desordenadas, liberarse de esclavitudes perecederas, facilitar el trabajo al Espíritu Santo, etc. Si no se hace todo ello en esta vida, deberá hacerse en el Purgatorio, y esto retrasará el ansiado encuentro con Dios.
Porque esta es una señal evidente del encuentro con el amor: el ansia de ver a Dios, de arrojarse en sus brazos, de no descansar hasta encontrarse con El... todo retraso de ese momento parece insoportable. Los místicos han explicado bien este vehemente deseo del hombre.
Lo que impide la deseada visión es la reata de pecados, defectos y negligencias, que encadenan el alma y que ahora se muestra con claridad trastornante. El cúmulo de malas acciones de la vida se percibe reforzado por el contraste con el Amor. A su vez, tal contraste exhibe el Amor a manera de una inacabable lluvia de Bondad, que empapa hasta las más hondas intimidades del propio ser, trayendo consigo un algo de la felicidad del cielo.
Por ambos extremos el alma quisiera morir[21]: de dolor y vergüenza por sus pecados, y con el fin de sumergirse para siempre en un Amor del que ya se siente prisionera.
«Dios mi prisionero». La clarividencia de su Amor lleva a contemplar a Dios como “prisionero” de la propia alma. El Amor se encierra entre rejas de luz, al modo como Cristo está cosido a la Cruz por el amor al hombre; desde allí clama por nuestra correspondencia. Y, cautivado, el cristiano siente también clavado en el corazón el dardo de su ingratitud hacia Aquel que le espera; y no ve otro modo de satisfacerle más que muriendo de Amor[22].
«Sapientia... dixit mihi... La Sabiduría me dijo: yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza; en mí está toda la gracia del camino y de la verdad, en mí toda la esperanza de vida y de virtud; venid a mí todos los que me deseáis y llenaos de mí; mi espíritu es más dulce que la miel, y mi herencia más que la miel y el panal» (Sir 24,24-28). Y es notable cómo traduce Grignion de Monfort el versículo 26: «Venid a mí todos los que os halláis presos de mi amor y saciaos de mis frutos»[23].
Vivir prisioneros del Amor de Dios, al igual que Él se hace prisionero del amor hacia el hombre: ésta acaba siendo la aspiración cristiana más honda y duradera de la vida. «Mi amado es para mí y yo soy para mi amado» (Ct 2,15).
Afán apostólico. Paradójicamente, como se ha señalado, el mismo amor lleva a desear trabajar mucho apostólicamente en la tierra, donde Dios y su bondad son tan desconocidos. Con el paso de los años, aquél ansia se encauza hacia este fin y se es feliz aquí, trabajando en ello, siempre que pueda percibirse a Dios en medio de los quehaceres cotidianos. La sola ansia de ver a Dios se convierte en consuelo y reconforto para la pugna diaria.
Se trabaja aquí, pero el alma no deja de mirar a su Dios. «Ansía escaparse... como el hierro atraído por el imán... vivimos entonces como cautivos, como prisioneros... en un cántico de amor, que empuja a no desear apartarse de Dios...»; es «un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso»[24]. Hay días en que el esfuerzo por mantener la presencia de Dios viene regalado; lo concede el Espíritu Santo. Pero esto, en general, dura poco. Pronto hay que volver a la contienda por cumplir bien todos los días cada cometido, añadiéndole una dosis de sacrificio que lo sazona con el amor.
No importa; quien ha gustado el amor de Dios sabe que Él está ahí, muy cerca; quizá no lo nota hoy, pero está; esto es suficiente para trabajar por amor.
El programa de la entera vida resta, en resumen, muy sencillo: servir al Amor, amar al Amor, dejarse llevar por el Amor. Esto vale más que todos los sacrificios que se presenten. ¡Qué esperanza, qué luz, qué contento empapan el alma, cuando se vive una vida de entrega, si ésta es por Amor e incondicionada!
Manuel Ordeig
Tomado del libro Despertar al asombro. De la oración a la contemplación, Edicep 2012
Notas
[1] Un converso francés, André Frossard, escribe: «Los santos saben, por la bondad de su corazón, lo que yo he aprendido sin esfuerzo, sin mérito [su conversión fue instantánea] y sin resultado: que, de todos los dones divinos, el primero y más sorprendente es su amor por nosotros» (¿Hay otro mundo?, p.59).
[2] Benedicto XVI, Enc. Dios es amor, n.1. Las citas anteriores pertenecen al mismo número
[3] cf. Sto. Tomás de Aquino, Suma teológica, I, q.14, especialmente a.9
[4] Benedicto XVI, Enc. Dios es amor, n.18
[5] «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no fuera por ti, no existirían» (Confesiones, libro 10, 37)
[6] «Amorem tuum ostende nobis, Domine» [Descúbrenos, Señor, tu amor] (Liturgia de las Horas, Preces 1ª Vísperas, domingo de la 2ª semana del salterio del tiempo ordinario)
[7] Amigos de Dios, Homilía Hacia la santidad, n.312
[8] San Agustín, De catequizandis rudibus, c.4.
[9] Amigos de Dios, 312
[10] A. Borghese, Sed de Dios, p.50
[11] Amigos de Dios, 307
[12] Recuerda —por contraste— aquellos versos con que Dante inicia su Divina comedia: «A la mitad del camino de nuestra vida / me encontré en una selva oscura / donde se extraviaba mi sendero recto». Aquí no se trata de un bosque oscuro sino luminoso; pero es tal la claridad y el fulgor en todas direcciones, que el alma queda como suspensa y desorientada. Su Padre Dios le ayuda entonces a seguir caminando confiadamente.
[13] A. Frossard, Dios existe, yo me lo encontré.
[14] San Jerónimo: «No es un tenue deseo el que tiene de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed» (Homilía sobre el Salmo 41)
[15] «Los que me comen tendrán aún hambre y los que me beben tendrán aún sed» (Sir 24,21).
[16] Amigos de Dios, 310
[17] Ibid. 307 y 311
[18] Ibid. 311
[19] San Josemaría; cit. por Mons. A. del Portillo, L’eredità di un fondatore, L’Osservatore Romano, 26-VI-1976, p.5
[20] cf. Mons. Álvaro del Portillo, Carta pastoral, Roma 8-IX-1988, n.31
[21] Morir de Amor; es una expresión clásica de la mística española y también de algunas poesías de amor humano. Es una figura poética para describir la fuerza del Amor; sabiendo que ser una figura poética no significa que sea falsa.
[22] «...Esta divina prisión,/ del amor con que yo vivo,/ ha hecho a Dios mi cautivo / y libre mi corazón;/ y causa en mí tal pasión / ver a Dios mi prisionero,/ que muero porque no muero...» (Santa Teresa de Jesús, Poesías).
[23] San Alfonso Mª. Grignion de Monfort, El amor de la Sabiduría eterna, n.27
[24] Amigos de Dios, 296 y 297
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