Los “finalistas” plantean la afirmación de una providencia divina que gobierna el curso de los fenómenos naturales
El trabajo precisa el significado de la finalidad en el mundo natural, mostrando su relevancia en la tarea de alcanzar intelectualmente a Dios. La propuesta se articula sobre las nociones de direccionalidad, cooperatividad y funcionalidad. A continuación se contrastan las nociones anteriores y la de finalidad con la cosmovisión que se deriva de nuestro conocimiento científico actual. Finalmente se muestra la continuidad de su propuesta con la tradición filosófica realista y la vigencia del argumento teleológico de Tomás de Aquino.
Desde la antigüedad hasta nuestros días, se ha discutido si existe un sentido en el universo. Los “finalistas” afirman que en la naturaleza existe una direccionalidad que se debe interpretar como finalidad; esta posición corresponde a la actitud natural del hombre ante la naturaleza, y empalma fácilmente con la afirmación de una providencia divina que gobierna el curso de los fenómenos naturales. En cambio, los “antifinalistas” niegan que exista finalidad en la naturaleza o, al menos, que podamos conocerla, y suelen rechazar la existencia de la providencia divina; sus argumentos pretenden apoyarse, con frecuencia, en el progreso de las ciencias.
Delimitaré, en primer lugar, el concepto de “finalidad natural”. Después analizaré las dimensiones finalistas que existen en la naturaleza. A continuación intentaré mostrar que existe finalidad en la naturaleza, determinando su alcance, y examinaré las implicaciones de la cosmovisión actual con respecto al problema de la finalidad natural. Estas consideraciones proporcionarán la base para examinar si la finalidad natural remite a un plan divino que la hace posible.
La noción de fin tiene tres sentidos principales: término de un proceso, meta de una tendencia, y objetivo de un plan.
En primer lugar, el fin designa el término de algo. Si se trata de entidades, el fin se refiere a sus límites (el final de un libro o de un camino, por ejemplo). Si se trata de procesos que se desarrollan en el tiempo, el fin designa la última fase con la cual terminan o finalizan (el final de la lectura de un libro o del recorrido de un camino, por ejemplo). Estos dos fines son aspectos de una misma realidad, considerada en su aspecto estático o dinámico: el final de un proceso es una entidad o, en general, un estado de cosas al que se llega a través del proceso. Si centramos la atención en el dinamismo y la actividad, fin significa “término de un proceso”.
En segundo lugar, el fin es la meta hacia la cual tiende una acción o un proceso. Este sentido se añade al primero: no todo término es una meta, pero toda meta es el término de una tendencia. El concepto de finalidad se encuentra estrechamente relacionado con el de tendencia, que sirve como criterio para reconocer la existencia de la finalidad. En este sentido, fin significa “meta de una tendencia”.
En tercer lugar, cuando el término se alcanza mediante una acción voluntaria, el fin es la meta de un proyecto deliberado, el “objetivo” que se busca mediante la acción. Este tercer sentido supone los dos primeros, y les añade la intención del sujeto. Los vivientes irracionales son capaces de buscar objetivos de acuerdo con sus posibilidades de conocimiento, siguiendo sus inclinaciones naturales. En el caso de los sujetos inteligentes y libres, capaces de proponerse objetivos, este sentido de la finalidad se identifica con el “objetivo de un plan”.
Por otra parte, se puede distinguir una finalidad “subjetiva”, que se da en los agentes que actúan con conocimiento del fin de sus acciones, y una finalidad “objetiva”, que no depende del conocimiento. Mi reflexión se centra en la finalidad del segundo tipo, tal como existe en la actividad de los seres naturales que no está provocada por el conocimiento, bien sea porque se trate de seres que no poseen ningún tipo de conocimiento, o porque se trate de procesos que, si bien existen en seres capaces de conocer, se realizan de modo automático sin que intervenga el conocimiento. Me referiré, por tanto, a la finalidad objetiva de tipo tendencial, que es el tipo de finalidad más directamente relacionado con las ciencias.
La finalidad se opone al azar. Decimos que algo sucede por azar cuando es el resultado de coincidencias accidentales, no previstas, que no responden a una causa determinada. En cambio, la finalidad implica que existen tendencias que explican los efectos; el efecto se debe directamente a causas propias, no a la coincidencia accidental de esas causas.
Existen tres dimensiones que resumen las principales manifestaciones de la finalidad natural: la direccionalidad, la cooperatividad y la funcionalidad. La direccionalidad se refiere a la existencia de tendencias en los procesos naturales. La cooperatividad se refiere a la capacidad que poseen las entidades y los procesos naturales para integrarse en resultados unitarios. Y la funcionalidad expresa que muchas partes de la naturaleza hacen posible, con su actividad, la existencia y la actividad de los sistemas de que forman parte.
Consideremos, en primer lugar, la direccionalidad. Los procesos naturales no se desarrollan de modo arbitrario. Por el contrario, proceden de entidades específicas y se despliegan de acuerdo con pautas dinámicas. El dinamismo natural se despliega siguiendo cauces privilegiados. Desde luego, existe una gran variedad de posibles procesos en función de la concurrencia de los diferentes dinamismos, pero los procesos giran en torno a pautas específicas: en la naturaleza, si bien no todo son pautas, todo se articula en torno a pautas.
Esto sucede desde los niveles ínfimos de organización hasta los más complejos. En el nivel fundamental, las cuatro interacciones básicas poseen una intensidad y unos efectos bien definidos, y condicionan el desarrollo de todos los procesos naturales. Algo semejante ocurre con la actividad de los átomos y de las moléculas, y con la actividad bioquímica en los procesos de la vida. Cuando nos adentramos en los organismos vivos, la direccionalidad alcanza su cima, y es realmente asombrosa: el despliegue de la información genética, las actividades intracelulares, la comunicación entre células, las funciones vitales, son manifestaciones de una direccionalidad clara y específica. En la Tierra y en las estrellas se despliegan también dinamismos específicos y direccionales. La existencia de pautas dinámicas, incluso en procesos que suelen calificarse como caóticos, es cada vez más evidente.
La ciencia supone que existe direccionalidad en la naturaleza y busca, precisamente, determinar sus modalidades. Su éxito implica un conocimiento cada vez más concreto de la direccionalidad de los procesos naturales.
Podemos afirmar, por tanto, que el dinamismo natural se despliega de modo direccional. Esto basta para afirmar que existe en la naturaleza una direccionalidad “débil” que, aun siendo auténtica, no garantiza que se alcancen unas metas determinadas. ¿Podemos dar un paso más, y afirmar la existencia de una direccionalidad “fuerte”, o sea, que existen tendencias hacia metas concretas?
Encontramos aquí una dificultad notable, porque los despliegues concretos del dinamismo natural dependen de circunstancias muy variadas que, en gran parte, responden a coincidencias accidentales. Aunque el dinamismo natural gira en torno a pautas, los resultados de su despliegue no están determinados, porque en los procesos concurren diferentes dinamismos y nada garantiza que se llegue a unos resultados concretos. Esto equivale a reconocer que los resultados no son necesarios, sino contingentes. En estas condiciones, ¿cómo puede afirmarse que existen tendencias hacia metas determinadas?
Esta dificultad es insuperable si pensamos en unas metas que se alcanzan de modo absolutamente necesario. Si la direccionalidad se identifica con la existencia de unas tendencias que necesariamente conducen hacia metas concretas, deberá concluirse que esa direccionalidad no existe en la naturaleza.
A primera vista, esta conclusión parece destruir la esperanza de encontrar un fundamento para la finalidad natural. Sin embargo, no es así. Simplemente, nos vemos obligados a introducir una matización acerca de la existencia y alcance de la finalidad natural. Esta matización se refiere a las condiciones que garantizan las metas de la direccionalidad. Existen metas determinadas en la medida en que intervienen factores que, por así decirlo, imponen su ley. En muchos casos, existe una organización o intervienen factores que, dentro de un amplio margen de circunstancias, garantizan que se alcancen metas determinadas. Existen muchas situaciones en las que existe una organización estable y, por tanto, tendencias hacia metas determinadas. Esta afirmación no prejuzga el problema del indeterminismo, que es compatible con la existencia de direccionalidad y de tendencias.
Podemos hablar de grados de direccionalidad. Se tratará, por ejemplo, de simples potencialidades, o de capacidades más próximas a su actualización, o de auténticas tendencias que conducirán a resultados concretos. En último término, siempre se trata de potencialidades cuya actualización es sólo posible, o probable, o segura.
La cooperatividad es un tipo particular de direccionalidad. Concretamente, es una potencialidad que se refiere a la integración de diferentes factores en un resultado unitario: se producen sistemas holísticos, propiedades emergentes, nuevos tipos de dinamismo, o sea, nuevos tipos de estructuración y dinamismo que no se reducen a la simple yuxtaposición de los factores iniciales.
El conocimiento de muchas modalidades de cooperatividad en la naturaleza es uno de los principales resultados del progreso científico reciente, en el que ocupa un lugar destacado la sinergia o acción cooperativa. La cooperatividad hace posible la morfogénesis o producción de pautas holísticas específicas, y se encuentra en la base de la especificidad de la naturaleza.
Si se considera la cooperatividad desde la perspectiva diacrónica de las teorías evolucionistas, es fácil advertir que las sucesivas integraciones conducen a nuevos tipos de organización que, a su vez, abren nuevas posibilidades y cierran otras. Cuanto más se avanza en la organización, se abren nuevas rutas que antes no existían. En este sentido puede subrayarse la inconsistencia de algunas críticas que se oponen a la evolución argumentando que es sumamente improbable que coincidan por azar todos los componentes de un nuevo organismo, o todas las variaciones que hacen falta para que surja un nuevo órgano. Efectivamente, la improbabilidad es enorme si se piensa en una mezcla al azar de factores completamente independientes, como sucedería si se mezclasen al azar las letras o las palabras que componen una obra literaria; en cambio, la probabilidad aumenta de modo notable cuando se advierte que los componentes no son independientes, que existen tendencias cooperativas, y que cada logro abre nuevas potencialidades cooperativas que anteriormente no existían y que son cada vez más específicas. Las probabilidades son todavía mayores si se tiene en cuenta que, además de la simple cooperatividad, existe un grado mayor de direccionalidad, en el cual pueden existir factores reguladores cuyas variaciones permiten quizás explicar la producción simultánea de todo un conjunto de cambios coordinados. Ese nuevo grado es la funcionalidad.
Suele hablarse de funcionalidad para expresar que una parte desempeña un cierto papel dentro de un todo mayor. La naturaleza se encuentra organizada de tal manera que existen sistemas que poseen una notable funcionalidad. Y puede hablarse también de la funcionalidad de la naturaleza en su conjunto, en cuanto proporciona las condiciones que hacen posible la vida humana.
La existencia de funcionalidad resulta patente en los vivientes. Cualquier tratado de biología puede ser considerado como una exposición sistemática de la funcionalidad en los vivientes.
¿Puede hablarse de funcionalidad en el nivel físico-químico? Evidentemente, los sistemas de ese nivel no poseen las características típicas de los vivientes, y no parece lógico atribuirles el mismo tipo de funcionalidad; por ejemplo, tiene sentido hablar de las funciones que desempeñan los hematíes, el hígado o el sistema nervioso, pero resultaría paradójico hablar de las funciones que desempeña un electrón en el átomo o un átomo en la molécula. Los motivos de esta diferencia son patentes: un ser vivo posee unas tendencias típicas cuya realización se logra gracias a las funciones que desempeñan sus componentes; en cambio, no parece posible atribuir unas tendencias semejantes a las entidades físico-químicas.
Sin embargo, puede hablarse también de funcionalidad en el nivel físico-químico si se tiene en cuenta su doble integración con el nivel biológico: como componente y como medio ambiente. La funcionalidad de los vivientes depende de sus componentes físico-químicos, y esa funcionalidad sólo es posible cuando existe un medio ambiente que proporciona las condiciones adecuadas. En el primer caso (componentes) puede hablarse de una funcionalidad interna, y en el segundo (medio ambiente) de una funcionalidad externa.
Podemos llevar nuestras consideraciones más lejos, si consideramos que diferentes sistemas naturales se integran en sistemas mayores. En la medida en que todo un conjunto de entidades naturales pueda ser considerada como un auténtico sistema, puede atribuirse a sus componentes una funcionalidad interna. Es el caso, por ejemplo, de los ecosistemas, en los que existen componentes vivientes (las especies que lo habitan) y no vivientes (los factores ambientales); de la biosfera, cuyos componentes se extienden a la litosfera, la atmósfera y los océanos, además de los vivientes; e incluso puede hablarse del sistema total de la naturaleza, puesto que existen estrechas relaciones de dependencia entre muchas de sus partes.
Suele decirse que muchos casos de aparente finalidad no son, en realidad, más que ejemplos de una utilidad externa, y no pueden utilizarse para argumentar en favor de la finalidad. Esta objeción tiene una parte de razón; no sería correcto, por ejemplo, hablar de finalidad natural a propósito de un clima o una vegetación favorable para ciertas especies. Sin embargo, muchos casos de utilidad externa se convierten en casos de funcionalidad interna si se trata de condiciones que se engloban, como componentes, en sistemas mayores. Continuando con el ejemplo anterior, determinadas condiciones climáticas y la existencia de las plantas son condiciones imprescindibles para la existencia humana; por tanto, si se consideran sistemas que incluyen la vida humana, se puede afirmar que esos componentes desempeñan una auténtica funcionalidad interna.
La funcionalidad es el aspecto dinámico de la estructuración. La estructuración de los organismos y de sus partes es la base que hace posible la funcionalidad; y esto es una manifestación del entrelazamiento del dinamismo y la estructuración. Esto es patente en los vivientes. Pero también se puede hablar de la funcionalidad de los diferentes niveles naturales en cuanto unos son condición de posibilidad de los otros.
En efecto, la continuidad de los diferentes niveles significa que unos son condición de posibilidad de otros (no en todos sus aspectos, pero sí en algunos de ellos o en su conjunto). El nivel físico-químico proporciona los constituyentes de todos los demás; el astrofísico proporciona los constituyentes del geológico, el cual realiza, en parte, una función semejante con respecto al biológico; los niveles astrofísico y geológico proporcionan el medio ambiente necesario para la existencia del biológico; y, en el nivel biológico, unos organismos son condición de posibilidad de otros: por ejemplo, las plantas son indispensables para la existencia de los vivientes heterótrofos.
Si ahora contemplamos las condiciones de posibilidad de la vida humana, advertimos fácilmente que la organización de los niveles naturales adquiere un sentido obvio. No sería correcto afirmar que la existencia de cada componente de la naturaleza deba explicarse en función de conveniencias humanas particulares; se trataría de un antropocentrismo ingenuo e insostenible. Pero existe un antropocentrismo legítimo, que considera a la persona humana como la cima de la naturaleza, y reconoce que la existencia del hombre sólo es posible porque existe una gran funcionalidad en la que se encuentran involucrados todos los demás niveles de la naturaleza. Por tanto, si se reconoce que la vida humana tiene un valor, es posible atribuir un significado a la organización de la naturaleza en función de la vida humana.
En la naturaleza no sólo existe funcionalidad, sino una notable funcionalidad. No es preciso aquí analizar ejemplos particulares, que son, por lo demás, muy abundantes; los progresos de la biología molecular bastan para advertir el enorme grado de sofisticación de las estructuras biológicas y de la correspondiente funcionalidad. Se trata de coordinaciones que implican series enteras de procesos, y que se realizan con una precisión admirable. Puede afirmarse que, en muchos aspectos, la organización funcional de la naturaleza supera ampliamente las realizaciones humanas: en variedad, riqueza, armonía, eficiencia, simplicidad, belleza y fantasía.
¿Podemos afirmar que existe finalidad en la naturaleza? Y, en caso afirmativo, ¿en qué consiste, y cuál es su alcance?
Si tenemos presentes las consideraciones anteriores, no es difícil responder a estos interrogantes. En efecto, hemos analizado la direccionalidad, la cooperatividad y la funcionalidad que existen en la naturaleza, y ahora sólo nos queda sintetizar los resultados de ese análisis y examinar sus implicaciones.
En la naturaleza existe direccionalidad, tanto en sentido débil como fuerte. La existencia de una direccionalidad débil significa que los procesos naturales se articulan en torno a pautas dinámicas y que existen, por tanto, tendencias generales cuya actualización depende de los factores que intervienen en cada caso. Cuando los procesos se desarrollan en sistemas organizados que poseen suficiente estabilidad, existe además una direccionalidad fuerte, o sea, tendencias hacia metas particulares bien definidas.
También existe un tipo especial de direccionalidad que es la cooperatividad. Tanto las entidades como los procesos naturales manifiestan una cooperatividad que permite su integración en nuevos resultados unitarios, y esa cooperatividad se extiende a todos los niveles de la organización natural.
Por fin, en los sistemas y procesos unitarios existe funcionalidad: los componentes cooperan mutuamente haciendo posible la actividad de cada uno de ellos y la del conjunto. Esa funcionalidad resulta patente en el caso de los organismos individuales; pero también se extiende a sistemas más amplios e incluso al sistema total de la naturaleza, debido a la continuidad y mutua dependencia que existe entre los niveles naturales. Cuando se considera la naturaleza como condición de posibilidad de la vida humana, puede afirmarse la funcionalidad del resto de la naturaleza con respecto al hombre.
Podría objetarse que la finalidad natural, tal como la he caracterizado, se limita a recoger características de la naturaleza cuya existencia es patente. Así es, en efecto. Existe, sin duda, otro problema relacionado con la finalidad natural: el de su explicación última. Ese problema exige ulteriores consideraciones, que se extienden hasta la metafísica y la teología natural. Por el momento, me he limitado a examinar de modo objetivo las dimensiones finalistas de la naturaleza, para sentar las bases sobre las cuales pueda plantearse la reflexión ulterior. Por tanto, si mi conclusión sólo incluye aspectos en los que todos deben coincidir, será una señal de que he conseguido mi objetivo.
La direccionalidad, la cooperatividad y la funcionalidad son dimensiones que se refieren al modo de ser de las entidades y procesos naturales; responden a su dinamismo y estructuración, no son algo sobreañadido ni tampoco son resultados accidentales: son dimensiones constitutivas de lo natural. Propiamente son modos de obrar, que manifiestan modos de ser. La direccionalidad y la cooperatividad equivalen a la existencia de potencialidades específicas de tipo tendencial, cuya actualización no se produce de modo necesario, sino en función de las circunstancias; la funcionalidad corresponde al despliegue de esas tendencias cuando se dan las circunstancias que permiten la existencia de organizaciones estables.
El concepto de finalidad natural, tal como lo he delimitado, representa dimensiones reales de la naturaleza; y esas dimensiones se refieren al modo de obrar de lo natural y, por tanto, a su modo de ser. Esas dimensiones deben tenerse en cuenta cuando se pretende conseguir una representación fidedigna de la naturaleza, ya que expresan importantes características de lo natural: si se prescinde de ellas, será imposible reflejar adecuadamente el carácter dinámico y tendencial de la naturaleza, que conduce a sistemas cuya organización posee un alto grado de funcionalidad.
Son tres los ámbitos principales en los que la finalidad natural encuentra desafíos y confirmaciones en la cosmovisión actual: la cosmología, la evolución, y la auto-organización.
En primer lugar, en el ámbito de la cosmología, el modelo de la gran explosión y la física actual ponen de manifiesto que nuestro mundo depende de toda una serie de coincidencias y equilibrios: si la proporción de materia sobre anti-materia en el inicio del universo hubiese sido ligeramente diferente, o si la masa del neutrón no fuese ligeramente superior a la del protón, o si no existieran un conjunto de propiedades físico-químicas muy específicas tanto en el presente como en el pasado, la vida en la Tierra y nuestra propia existencia no se habrían producido.
Sobre esa base, se ha propuesto lo que se ha denominado “principio antrópico”. En 1955, G. J. Whitrow subrayó que no son admisibles las explicaciones científicas que sean incompatibles con los resultados que de hecho se han dado en nuestro mundo. Robert
Suele distinguirse una formulación débil del principio antrópico y una formulación fuerte. En su versión débil o moderada, el principio afirma que tanto las condiciones iniciales del universo como sus leyes tienen que ser compatibles con la existencia de la naturaleza que observamos, incluyéndonos a nosotros mismos. Las condiciones necesarias para la existencia de la vida humana abarcan un amplio conjunto de factores físicos, químicos, geológicos, astronómicos y biológicos, que son muy específicos. Esta versión moderada se limita a afirmar que deben haberse dado y seguirse dando las condiciones necesarias para nuestra existencia, lo cual es cierto. Esta formulación del principio antrópico puede servir como guía heurística, para excluir, en el estudio científico, lo que sea incompatible con las características que, de hecho, posee la naturaleza.
En su versión fuerte, el principio antrópico postula, de algún modo, la existencia de una finalidad que abarca todo el proceso de la formación de la naturaleza. Nada hay que objetar a esta afirmación si se formula como una reflexión filosófica basada en los datos que proporcionan las ciencias. Pero, en ocasiones, quienes defienden alguna de las versiones fuertes del principio antrópico parecen intentar presentarlo como si fuese una parte de la ciencia misma, ante lo cual protestan, con razón, no pocos científicos. En algunas ocasiones se defiende una versión fuerte del principio antrópico sin admitir, en cambio, la existencia de un Dios personal; de ahí resultan posiciones un tanto confusas, de tipo más o menos panteísta. En cualquier caso, el eco que ha encontrado el principio antrópico en el ámbito de la cosmología pone de manifiesto que es muy difícil dejar de lado las dimensiones finalistas de la naturaleza.
En segundo lugar, aunque el progreso de la biología nos lleva a conocer cada vez mejor las dimensiones finalistas de la naturaleza, una de las objeciones principales que se plantean contra la finalidad natural es la que proviene, en el ámbito de la biología, de la teoría de la evolución.
El problema planteado por el evolucionismo consiste en que los organismos vivientes podrían explicarse a partir de su origen, por evolución desde formas menos organizadas, mediante causas eficientes naturales: en concreto, según la síntesis neodarwinista, como el resultado de la combinación de variaciones aleatorias y selección natural. Las novedades se producirían por azar, y la competencia adaptativa motivaría que sólo sobrevivieran los organismos más adaptados, dando la impresión de un progreso programado.
Según una interpretación ampliamente difundida, el evolucionismo desalojaría a la finalidad del mundo biológico; haría inútil cualquier explicación finalista, porque la aparente finalidad de los vivientes vendría explicada mediante su origen evolutivo. Además, no podría afirmarse que el hombre sea el fin de la evolución, ya que ésta depende de factores aleatorios e imprevisibles. Por fin, la evolución también invalidaría el argumento teleológico (plan divino), que vendría sustituido por las explicaciones naturalistas (la combinación del azar y la necesidad). Voy a examinar estas tres objeciones, con objeto de mostrar que la evolución no elimina la finalidad.
La evolución no proporciona una explicación completa de la finalidad natural. En efecto, no explica que existan en la naturaleza unas virtualidades muy específicas, cuya actualización conduce a nuevas virtualidades que son también muy específicas, y así sucesivamente. La evolución resulta ininteligible si no se admite la existencia de tendencias y cooperatividad. La evolución no explica en qué consiste y de dónde proviene el dinamismo natural, enormemente específico, que le sirve de base. La explicación de los orígenes es sólo una parte de la explicación de la finalidad. Por otra parte, sea cual sea su origen, en los organismos existe un alto grado de finalidad, y el recurso al binomio azar-selección no basta para explicar completamente la producción de una organización tan sofisticada, coordinada y funcional.
La evolución no es incompatible con el lugar central que el hombre ocupa en la naturaleza. Sin duda, el hombre como meta de la evolución es un resultado contingente: si consideramos las condiciones naturales que hacen posible la existencia humana en la Tierra, hubo un tiempo en que no existieron, habrá un tiempo en que no existirán, y podían no haberse dado nunca. Pero el hombre está en la cumbre del proceso evolutivo: no bajo cualquier aspecto, pero sí en cuanto a la sutileza de la organización material y, sin duda, en cuanto a las dimensiones espirituales que trascienden el ámbito de lo natural.Y nada impide que el hombre sea el fin previsto por un plan superior que, si bien actúa utilizando las posibilidades naturales, está por encima de ellas.
La evolución es compatible con la existencia de un Dios creador y con el consiguiente plan divino acerca de la creación, porque el evolucionismo se sitúa en otro nivel. Así lo reconocen casi todos los evolucionistas, también quienes son agnósticos. La evolución sólo sería incompatible con una creación estática (según la cual la naturaleza habría sido creada en su estado actual) o con un plan lineal (la evolución sería siempre lineal, progresiva y perfecta bajo cualquier aspecto). Se comprende que sólo nieguen la compatibilidad entre la evolución y el plan divino algunos fundamentalistas que sostienen una interpretación demasiado literal del relato bíblico, y algunos científicos y filósofos que sostienen posiciones cientificistas. Puede decirse, incluso, que el proceso evolutivo resulta difícilmente comprensible si no existe algún tipo de dirección o plan: ese proceso supone la existencia de unas potencialidades iniciales muy específicas, cuyas sucesivas actualizaciones a lo largo de un período enorme de tiempo conducen a nuevas potencialidades que de nuevo son muy específicas, y esto sucede muchas veces; además, ha sido necesaria la coincidencia de muchos factores que han hecho posible esa enorme cadena de actualización de potencialidades.
Por fin, el nuevo paradigma de la auto-organización, que se ha difundido ampliamente en la actualidad, abarca un conjunto de teorías relativas a los diferentes niveles de la naturaleza. La idea básica es la formación espontánea del orden a partir de estados de menor orden, de donde se toma el nombre de auto-organización. Ese paradigma puede sintetizarse en pocas palabras del modo siguiente: la materia posee un dinamismo propio que, en las condiciones adecuadas, da lugar a fenómenos sinergéticos o cooperativos, mediante los cuales se forma espontáneamente un orden de tipo superior (más complejo o más organizado). Así se habría formado el universo con todas sus partes.
Se subraya, por tanto, que en la naturaleza existe un dinamismo propio que se despliega de modo direccional. En efecto, la autoorganización se basa en la existencia de tendencias y de cooperatividad. Pero también se subraya la contingencia. La actualización de las tendencias depende de circunstancias aleatorias. Los resultados no son necesarios, podrían darse otros diferentes si las circunstancias fuesen otras. La complejidad de los procesos reales pone de manifiesto la contingencia de las sucesivas etapas del proceso evolutivo.
Un elemento clave en el nuevo paradigma es la función central que desempeña la información: el dinamismo natural se despliega estructuralmente de acuerdo con pautas; ese despliegue produce nuevas estructuras especiales que, a su vez, son fuente de nuevos dinamismos; y todo ello funciona mediante una información que es almacenada estructuralmente y se despliega mediante procesos en los que la información se codifica y descodifica, se transcribe, se traduce y se integra. La información viene a ser racionalidad materializada, porque contiene y transmite instrucciones, dirige y controla, y todo ello a través de estructuras espacio-temporales.
De este modo, se abren nuevas perspectivas a la filosofía de la naturaleza: no sólo es posible conservar los principales problemas y resultados antiguos, sino también reformularlos y ampliarlos en un nuevo contexto mucho más rico. En esta perspectiva ocupa un lugar central la finalidad. En efecto, se subraya la importancia de los factores dinámicos, holísticos y direccionales, así como el papel que desempeña la información.
La auto-organización es entendida a veces como un pan-darwinismo naturalista que eliminaría definitivamente el problema del fundamento radical de la naturaleza: la naturaleza sería autosuficiente. Sin embargo, la reflexión rigurosa sobre la cosmovisión actual nada tiene que ver con ese naturalismo. La ciencia experimental debe su gran progreso a la adopción de un método que, a la vez, tiene unos límites precisos: no estudia temáticamente las dimensiones filosóficas de la naturaleza, pero las supone y proporciona elementos para profundizar en ellas. Y la explicación de las dimensiones filosóficas remite a los interrogantes acerca del fundamento radical de la naturaleza.
Mariano Artigas, en dialnet.unirioja.es/
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