Ser fuertes de ánimo ayuda a sobrellevar las dificultades y superar nuestros límites. Para los cristianos, Cristo es el ejemplo para vivir una virtud que abre la puerta a otras muchas.
1. “Per aspera ad astra!” “A través de las dificultades a las estrellas”.
Esta conocida frase de Séneca expresa de modo gráfico la experiencia humana de que, para conseguir lo mejor, hay que esforzarse, de que “lo que vale, cuesta”, de que es preciso luchar por vencer los obstáculos y asperezas que nunca dejan de presentarse a lo largo de la vida, para poder alcanzar los bienes más altos.
Muchas piezas literarias de diversas culturas ensalzan la figura del héroe, que encarna de algún modo aquellas palabras de la sabiduría latina, que cualquier persona desearía también para sí: nil difficile volenti, nada es difícil para el que quiere.
Así pues, a nivel humano, la fortaleza es valorada y admirada. Esta virtud, que va de la mano con la capacidad de sacrificarse, tenía ya entre los antiguos un perfil bien definido. El pensamiento griego consideraba la “andreia” como una de las virtudes cardinales[1], que modera los sentimientos de contienda propios del apetito irascible, y así da vigor al hombre para buscar el bien, aunque sea difícil y arduo, sin que el miedo le detenga.
2. “Quia tu es fortitudo mea” (Sal 31, 5)
Pertenece también a la experiencia humana la constatación de la debilidad de nuestra condición, que constituye, en cierto sentido, la otra cara de la moneda de la virtud de la fortaleza. Muchas veces hemos de reconocer que no hemos sido capaces de realizar tareas que teóricamente estaban a nuestro alcance.
Dentro de nosotros encontramos la tendencia a desmoronarnos, a ser blandos con nosotros mismos, a renunciar a lo laborioso por el esfuerzo que comporta. En otras palabras, la naturaleza humana, creada por Dios para lo más alto pero herida por el pecado, es capaz de grandes sacrificios a la vez que de grandes claudicaciones.
La Revelación cristiana ofrece una respuesta llena de sentido a esa condición paradójica en que versa nuestra existencia. Por una parte, en efecto, asume los valores propios de la virtud humana de la fortaleza, que es alabada en numerosas ocasiones en la Biblia. Ya la literatura sapiencial se hacía eco de ello, al dar a entender, bajo la forma de una pregunta retórica en el libro de Job, que la vida del hombre sobre la tierra es milicia[2].
Con frase en cierto sentido misteriosa, Jesús dice, hablando del Reino de Dios, que lo alcanzan los que se hacen violencia: violenti rapiunt[3]. Esta idea ha quedado reflejada en la iconografía medieval, como sucede por ejemplo en la capilla de todos los santos de Ratisbona, donde la imagen que representa a la fortaleza lucha contra un león.
A la vez, son numerosos los textos de la Escritura que subrayan cómo las diversas manifestaciones de un comportamiento fuerte (paciencia, perseverancia, magnanimidad, audacia, firmeza, franqueza, e incluso la disposición a dar la vida) provienen y sólo pueden ser mantenidas si están ancladas en Dios: quia tu es fortitudo mea, porque Tú eres mi fortaleza(Sal 31, 5)[4]. En otras palabras, la experiencia cristiana enseña que “toda nuestra fortaleza es prestada”[5].
San Pablo expresa de modo certero esta paradoja, en la que se entrelazan los aspectos humanos y sobrenaturales de la virtud: “cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte”, ya que, como le ha asegurado el Señor: “sufficit tibi gratia mea, nam virtus in infirmitate perficitur, te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza”[6].
3. “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)
El modelo y fuente de fortaleza para el cristiano es por tanto Cristo mismo, quien no sólo ofrece con sus acciones un ejemplo constante que llega al extremo de dar la propia vida por amor a los hombres[7], sino que además afirma: “sin mí no podéis hacer nada”[8].
Así, la fortaleza cristiana hace posible el seguimiento de Cristo, un día y otro, sin que el temor, la prolongación del esfuerzo, los sufrimientos físicos o morales, los peligros, oscurezcan en el cristiano la percepción de que la verdadera felicidad está en seguir la voluntad de Dios, o le alejen de ella. La advertencia de Jesucristo es clara: “Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios”[9].
4. “Beata quae sine morte meruit martyrii palmam”: el martirio de la vida cotidiana
Desde el comienzo los cristianos consideraron un honor sufrir martirio, pues reconocían que llevaba a una plena identificación con Cristo. La Iglesia ha mantenido a lo largo de la historia una tradición de particular veneración por los mártires, que por especial disposición de la Providencia han derramado su sangre para proclamar su adhesión a Jesús, ofreciendo así el máximo ejemplo no sólo de fortaleza, sino también de testimonio cristiano[10].
Aunque no han faltado en cada época histórica, incluida la nuestra, esos testigos del Evangelio, lo cierto es que, en la vida corriente en la que nos encontramos la mayor parte de los cristianos, difícilmente llegaremos a esas condiciones.
No obstante, como recordaba Benedicto XVI, hay también un “martirio de la vida cotidiana”, de cuyo testimonio el mundo de hoy está especialmente necesitado: “el testimonio silencioso y heroico de tantos cristianos que viven el Evangelio sin componendas, cumpliendo su deber y dedicándose generosamente al servicio de los pobres”[11].
En este sentido, la mirada se dirige a Santa María, pues Ella estuvo al pie de la Cruz de su Hijo, dando ejemplo de extraordinaria fortaleza sin padecer la muerte física, de modo que puede decirse que fue mártir sin morir, según el tenor de una antigua oración litúrgica[12]. “Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano —no hay dolor como su dolor—, llena de fortaleza. —Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz”[13].
5. “Omnia sustineo propter electos” (2Tm 2, 10)
La Virgen dolorosa es testigo fiel del amor de Dios, e ilustra muy bien el acto más propio de la virtud de la fortaleza, que consiste en resistir (sustinere)[14] lo adverso, lo desagradable, lo duro. Ciertamente, se trata de un resistir en el bien, porque sin el bien no hay felicidad. Para el cristiano la felicidad se identifica con la contemplación de la Trinidad en el cielo.
En Santa María se cumplen las palabras del Salmo: si consistant adversum me castra, non timebit cor meum... si levantan campamentos contra mí, mi corazón no temerá[15]. También San Pablo, antes de llegar al supremo testimonio de Cristo, se ejercitó durante su vida en este acto característico de la fortaleza, hasta poder afirmar: “todo lo soporto por los elegidos”[16].
Para expresar este aspecto de la virtud (resistencia), la Sagrada Escritura suele referirse a la imagen de la roca. Jesús en una de sus parábolas alude a la necesidad de construir sobre roca, es decir, no sólo escuchar su palabra, sino esforzarse en ponerla por obra[17]. Se entiende que, en última instancia, la roca es Dios, como no cesa de repetir el Antiguo Testamento[18]: “Mi roca, y mi baluarte, mi liberador, mi Dios, la peña en que me amparo, mi escudo y fuerza de mi salvación”[19]. No sorprende entonces que San Pablo llegue a afirmar que la roca es Cristo mismo[20], el cual es “fuerza de Dios”[21].
La fortaleza para resistir en las dificultades proviene, pues, de la unión con Cristo por la fe, como indica San Pedro: resistite fortes in fide!, resisitid fuertes en la fe[22]. De este modo, puede decirse que, en cierto sentido, el cristiano se convierte, como Pedro, en la roca en la que Cristo se apoya para construir y sostener su Iglesia[23].
6. “In patientia vestra possidebitis animas vestras” (Lc 21,19)
Parte de la fortaleza es la virtud de la paciencia, que Joseph Ratzinger ha descrito como “la forma cotidiana del amor”[24]. La razón por la que se ha dado tradicionalmente en el cristianismo a esta virtud una importancia notable puede deducirse de unas palabras de San Agustín en su tratado sobre la paciencia, que describe como “un don tan grande de Dios, que debe ser proclamada como una huella de Dios que reside en nosotros”[25].
La paciencia es, pues, una característica del Dios de la historia de la salvación[26], como enseñaba Benedicto XVI al inicio de su pontificado: “Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”[27].
Muchas consecuencias prácticas cabe deducir de esta consideración. La paciencia conduce a saber sufrir en silencio, a sobrellevar las contrariedades que se desprenden del cansancio, del carácter ajeno, de las injusticias, etc. La serenidad de ánimo hace asimismo posible que procuremos hacernos todo para todos[28], adaptarnos a los demás, llevando con nosotros nuestro propio ambiente, el ambiente de Cristo. Por eso mismo el cristiano procura no poner en peligro su fe y su vocación por una equivocada concepción de la caridad, sabiendo que –por utilizar una expresión coloquial– puede llegar hasta las puertas del infierno, pero no más allá, porque allí no se puede amar a Dios. De este modo, se cumplen en él las palabras de Jesús: “con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas”[29].
7. “Quien persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt 10, 22)
La paciencia está en estrecha correspondencia con la perseverancia. Ésta suele ser definida como la persistencia en el ejercicio de obras virtuosas a pesar de la dificultad y del cansancio derivado de su prolongación en el tiempo. Más precisamente, se suele hablar de constancia cuando se trata de vencer la tentación de abandonar el esfuerzo ante la aparición de un obstáculo concreto; mientras que se habla de perseverancia cuando el obstáculo es simplemente la prolongación en el tiempo de dicho esfuerzo[30].
No se trata solamente de una cualidad humana, necesaria para el logro de objetivos más o menos ambiciosos. La perseverancia, a imitación de Cristo, que fue obediente al designio del Padre hasta el final[31], es necesaria para la salvación, según las palabras evangélicas: “quien persevere hasta el fin, ése se salvará”[32]. Se entiende entonces la verdad de la aseveración de San Josemaría: “Comenzar es de todos; perseverar, de santos”[33]. De ahí el amor de este santo sacerdote por el trabajo bien acabado, que describía como un saber poner las “últimas piedras” en cada labor realizada[34].
“Toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la duración [...]. Es fácil ser coherente por un día, o por algunos días [...]. Sólo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dura a lo largo de toda la vida”[35]. Estas palabras del Siervo de Dios Juan Pablo II ayudan a comprender la perseverancia bajo una luz más profunda, no como un mero persistir, sino ante todo como auténtica coherencia de vida; una fidelidad que acaba por merecer la alabanza del señor de la parábola de los talentos, y que cabe considerar como una fórmula evangélica de canonización: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor”[36].
8. “Magnus in prosperis, in adversis maior”
“Grande en la prosperidad, mayor en la adversidad”. Estas palabras del epitafio del rey inglés Jacobo II, en la iglesia de Saint Germain en Layes, cerca de París, expresan la armonía entre las distintas partes de la virtud de la fortaleza: por un lado, la paciencia y la perseverancia, que se relacionan con el acto de resistir en el bien, y que ya hemos considerado; por otro, la magnificencia y la magnanimidad, que hacen referencia directa al acto de atacar, de acometer grandes hazañas, también en las pequeñas empresas de la vida corriente. En efecto, según la teología moral, “la fortaleza, como virtud del apetito irascible, no sólo domina nuestros miedos (cohibitiva timorum), sino que además modera las acciones atrevidas y audaces (moderativa audaciarum). Así la fortaleza se ocupa del miedo y de la audacia, impidiendo el primero e imponiendo un equilibrio a la segunda”[37].
La magnanimidad o grandeza de ánimo es la prontitud para tomar la decisión de emprender obras virtuosas excelentes y difíciles, dignas de gran honor. Por su parte, la magnificencia se refiere a la efectiva realización de obras grandes, y en particular a la búsqueda y empleo de los recursos económicos y materiales adecuados para el cumplimiento de empresas grandes al servicio de Dios y del bien común[38].
San Josemaría describía la persona magnánima con estos términos: “ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios”[39].
Se requiere magnanimidad para emprender cada jornada la empresa de la propia santificación y del apostolado en medio del mundo, de las dificultades que siempre habrá, con la convicción de que todo es posible para el que cree[40]. En este sentido, el cristiano magnánimo no teme proclamar y defender con firmeza, en los ambientes en los que se mueve, las enseñanzas de la Iglesia, también en momentos en los que esto pueda suponer un ir a contracorriente[41], aspecto que tiene una profunda raíz evangélica. Así, el cristiano se conducirá con comprensión hacia las personas a la vez que con una santa intransigencia en la doctrina[42], fiel al lema paulino veritatem facientes in caritate, viviendo la verdad con caridad[43], que conlleva defender la totalidad de la fe sin violencia. Esto implica asimismo que la obediencia y docilidad al Magisterio de la Iglesia no se contraponen al respeto de la libertad de opinión; al contrario, ayuda a distinguir bien la verdad de la fe de lo que son simples opiniones humanas.
Al comienzo se ha hecho referencia a la paciente resistencia de María al pie de la Cruz. La ejemplar fortaleza de Nuestra Señora incluye también la grandeza de alma que le llevó a exclamar ante su prima Isabel: Magnificat anima mea Dominum ... quia fecit mihi magna qui potens est, mi alma glorifica al Señor... porque ha hecho en mí cosas grandes[44]. La exultación de María contiene una importante lección para nosotros, como recuerda Benedicto XVI: “El hombre es grande, sólo si Dios es grande. Con María debemos comenzar a comprender que es así. No debemos alejarnos de Dios, sino hacer que Dios esté presente, hacer que Dios sea grande en nuestra vida; así también nosotros seremos divinos: tendremos todo el esplendor de la dignidad divina”[45].
Redacción en https://opusdei.org/es
Notas:
[1] Cfr. Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale speciale, EDUSC, Roma 2008, pp. 284 y 289.
[2] Cfr. Jb 7, 1.
[3] Mt 11, 12.
[4] Cfr. Ex 15, 2, Esd 8, 10; Is 25, 1; Sal 31, 4; Sal 46, 2; 71,3; Sal 91, 2; 1Tm 1, 12; 2Tm 1, 7; Col 1, 11; Flp 4, 1; Rm 5, 3-5.
[5] San Josemaría, Camino, n. 728.
[6] 2Co 12, 9-10.
[7] Cfr. Jn 13, 15 y Jn 15, 13.
[8] Jn 15, 5.
[9] Jn 16, 2.
[10] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2473. Como se sabe, la palabra latina martyr deriva del griego mártys, que significa testigo.
[11] Benedicto XVI, Angelus, 28 de octubre de 2007. San Josemaría describía este martirio incruento en Camino, n. 848.
[12] “Bienaventurada la Virgen María, que mereció sin morir la palma del martirio al pie de la Cruz del Señor”. Se trata de la Communio de la fiesta de la Virgen Dolorosa en el antiguo Misal de San Pío V, que, con un ligero retoque, ha pasado a ser, en la Forma ordinaria del rito latino, la antífona del aleluya de la lección evangélica nº 11 del Común de la Santísima Virgen: “Beata est Maria Virgo, quae sine morte meruit martyrii palmam sub cruce Domini” (cfr. Pedro Rodríguez, n. 622 de Camino, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid 2004).
[13] San Josemaría, Camino, n. 508.
[14] Cfr. Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale speciale, EDUSC, Roma 2008, p. 291.
[15] Sal 27, 3.
[16] 2Tm 2, 10.
[17] Cfr. Lc 6, 47-49.
[18] Cfr. 1S 2, 2; 2S 22, 47; Dt 32, 4; Ha 1, 12; Is 26, 4; Sal 19, 15; Sal 28, 1; Sal 31, 3-4; Sal 62, 3.7-8; Sal 89, 2; Sal 94, 22; Sal 144, 1; etc.
[19] 2S 22, 2-3; cfr. Sal 18, 3.
[20] 1Co 10, 4.
[21] 1Co 1, 24.
[22] 1P 5, 9.
[23] Cfr. Mt 16, 18.
[24] Citado por G. Valente, Ratzinger Professore. Gli anni dello studio e dell'insegnamento nel ricordo dei colleghi e degli allievi (1946-1977), San Paolo, Cinisello Balsamo (Milano) 2008, p. 11.
[25] San Agustín, De patientia, 1 (PL 40,611). La paciencia es uno de los frutos del Espíritu Santo enumerados por San Pablo en Ga 5,22. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 736 y 1832.
[26] Algunos textos neotestamentarios aluden a la paciencia de Dios: cfr. 1P 3, 20; 2P 3, 9. 15; Rm 2, 4; Rm 3, 26; Rm 9, 22; Rm 15, 5; 1Tm 1, 16.
[27] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del ministerio petrino, Roma, 24 de abril de 2005.
[28] Cfr. 1Co 9, 22.
[29] Lc 21, 19.
[30] Cfr. Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale speciale, EDUSC, Roma 2008, p. 298.
[31] Cfr. Flp 2, 8.
[32] Mt 10, 22.
[33] San Josemaría, Camino, n. 983.
[34] “Me gustan las últimas [piedras], que suponen la terminación de un largo y paciente esfuerzo” (San Josemaría, Entrevista para "El Cruzado Aragonés", 3 de mayo de 1969, n. 16).
[35] Juan Pablo II, Homilía en la Catedral Metropolitana, México, 26 de enero 1979.
[36] Mt 25, 23.
[37] R. Cessario, Las virtudes, Edicep, Valencia 1998, p. 206.
[38] Cfr. Ángel Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. III. Morale speciale, EDUSC, Roma 2008, pp. 294 y 296. La magnanimidad o longanimidad es asimismo considerada tradicionalmente como uno de los frutos del Espíritu Santo: cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1832.
[39] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 80. El Fundador del Opus Dei consideraba como manifestación de magnanimidad el cuidado de lo pequeño: “las almas grandes tienen muy en cuenta las cosas pequeñas” (San Josemaría, Camino, n. 818).
[40] Cfr. Mc 9, 23.
[41] Cfr. San Josemaría, Vía Crucis, XIII estación, punto 3.
[42] Cfr. San Josemaría, Camino, nn. 393-398.
[43] Ef 4, 15.
[44] Lc 1, 46-49.
[45] Benedicto XVI, Homilía en la Solemnidad de la Asunción, Castelgandolfo, 15 de agosto de 2005.
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