Dado el interés de este artículo y su longitud, hemos decidido publicarlos en tres partes, en días consecutivos. Esta es la tercera y última entrega
CONCLUSIÓN
Las consideraciones precedentes nos permiten acometer, ahora al final, la tarea de ofrecer una visión de conjunto acerca de los problemas del método en la KrV.
Empezaré por recordar las decisivas indicaciones del primer Kant crítico acerca del método: “en la metafísica el método antecede a toda ciencia”. Por ciencia hemos de entender aquí un conocimiento objetivo-sensible cierto (ciencias empíricas). Si el método de la metafísica se anticipa al conocimiento objetivo, será porque él es enteramente subjetivo; pero también, si se anticipa, quedará no sólo distinguido, sino separado del saber sensible objetivamente cierto. Será, sin duda, a priori, pues por eso puede adelantarse, pero no será conocimiento (objetivo-sensible). En cambio, en las ciencias “el uso da el método”. El uso está intrínsecamente vinculado con el interés o la utilidad, que son subjetivos. Pero ¿qué es lo que se usa? Se usan los conceptos, bien sabido que usarlos significa que se los aplica; y se los puede aplicar, porque encuentran correspondencia por el lado de la intuición sensible. La propia aplicación de los conceptos constituye, entonces, el método, el cual discurre sin tropiezos en la medida en que los conceptos generales van quedando determinados por los datos particulares suministrados por la sensibilidad. El verbo de que se sirve Kant para indicar el proceder del método en el conocimiento científico, es el verbo «dar», que indica cierta gratuidad o congruencia: la diversidad procedente desde fuera se deja unificar por los conceptos generales, por la intermediación de la imaginación productiva. No es, pues, el método el que determina el conocimiento, sino sólo el que lo unifica, pues su determinación concreta es recibida pasivamente por la sensibilidad. Por tanto, no es el cognoscente el que pone la determinación cognoscitiva: el cognoscente pone el método, que juega de modo enteramente a priori y puramente formal. De este modo, quedan separados el conocer y el pensar, el contenido y la forma, el tema y el método, la sensibilidad y la inteligencia; en suma: quedan separados el objeto sensible y el sujeto pensante.
A pesar de que pudiera parecer que las ciencias salen mejor paradas en ese planteamiento, por cuanto que ofrecen el modelo de conocimiento intuitivo a seguir, acontece –no obstante– lo contrario, pues la metafísica, que pone de relieve que incluso en el saber científico el método ha de ser a priori, es la que alcanza la independencia de todas las demás. Y esto es así porque el método de la metafísica, aunque no puede alcanzar un uso para sus tendencias espontáneas
hacia la unidad total en su tema propio –el conocimiento del mundo(106)–, lo consigue encontrar en el uso práctico-moral, fuera de su tema, sí, pero plenamente cumplido: la metafísica moral es, según Kant, el único saber humano capaz de conocer práctica, no teóricamente, una cosa en sí, a saber, la razón noúmenon. A esta razón, que es de índole volitivo-moral, se han de referir como a su principio todos los intereses, el interés por la ciencia empírica, por la sensibilidad (agrado, disgusto) y por la dignidad (moral) de la persona.
Pero, según lo anterior, la separación entre objeto sensible y sujeto está guiada por el interés práctico moral (107). Por lo que hemos de entender que en el carácter modélico de la ciencia empírica (mecanismo) y en el interés práctico-moral (libertad) se hallan las razones que justifican los peculiares planteamientos de la teoría del conocimiento kantiana, y que he descrito sumariamente como la separación entre objeto sensible y sujeto, es decir, la escisión de la conciencia objetiva.
Aunque hasta ahora, de acuerdo con el título y el propósito de esta investigación, he ido destacando sólo los problemas e incongruencias del planteamiento crítico kantiano –secuelas del enredo de la conciencia objetiva y su escisión–, no todo resulta erróneo en él. Es llegado el momento de señalar algunos de sus méritos, aunque sin dejar de matizarlos debidamente.
La aportación más inmediata de Kant a los planteamientos filosóficos ha sido su problematización del método de la metafísica. No es que el método no hubiera sido considerado antes –que lo había sido ya desde los griegos–, sino que no se había destacado su peculiar problematicidad para la metafísica. Kant llama la atención sobre nuestro modo de conocer más que sobre lo conocido, y a esa ocupación la considera trascendental (108). No cabe duda de que así se debilita el prejuicio común por el que se supone que lo real extramental es conocido de una única manera, la que todos tenemos de hacerlo, a saber, la objetivante. Kant separa objeto y cosa en sí, reconociendo en aquél sólo una dimensión para mí, y atribuyendo la racionalidad del conocimiento objetivo al cognoscente. Repito: así se debilita, sin duda, el prejuicio objetivista, según el cual el objeto causa directamente su conocimiento. Hasta aquí el mérito de Kant. Pero nótese que digo sólo que se debilita aquel prejuicio, puesto que Kant no llega a rechazar la equivalencia entre objeto y facticidad, en la medida en que sigue aferrado al componente deslumbrante del experimento científico (intuitividad), el cual –aunque no a la cosa en sí– corresponde, según él, a la formalidad sensible (espacio, tiempo) y, en cuanto que tal, extramental. La ruptura crítica kantiana no llega, por tanto, a separar la objetividad respecto de la facticidad de lo intuitivo sensible, al admitir en el conocimiento objetivo un elemento irracional y particularizante que otorga (pretendidamente) extramentalidad al objeto. Separar al objeto de la actividad cognoscitiva intelectual, aunque sea parcialmente, es una claudicación empirista. Pero esta extraña mezcla de irracionalidad y racionalidad en el conocimiento hubo de ser compensada por Kant, a cuyo planteamiento sólo le cupo recurrir a otro factum más intenso, el de la libertad moral (109). De este modo, la inicial debilitación del conocimiento objetivo –que, en vez de dar lugar al desarrollo de otros modos de intelección metafísica no objetivantes, reduce la metafísica a una mera ordenación formal de conocimientos objetivos– quedaría (pretendidamente) compensada por la razón práctica, la cual sí sería capaz de un conocimiento objetivo plenamente racional, es decir, de fundar una metafísica que produjera objetos de hecho sin concurso extramental, pero sólo práctico-morales.
Ahora bien, valorar un conocimiento por su productividad (necesariamente práctica) es no darse cuenta de que producir requiere siempre de un saber teórico previo. O dicho de otra manera, sostener que el sentido y el valor de la teoría es sólo práctico (interés) equivale a eliminar el alcance real propio del conocimiento teórico. Sólo que entonces se cae en el sinsentido de afirmar teóricamente que la teoría no vale como conocimiento de la realidad en sí, mientras que, en cambio, la práctica sí, de modo que la teoría especulativa sólo alcanzaría su ansiada verdad en la práctica. Pero la tesis de que el conocimiento práctico alcanza la verdad es una afirmación teórica, y si la teoría no vale, entonces tampoco el conocimiento práctico afirmado por ella.
Aunque se hace mal y se queda corta, con todo, se ha de reconocer que la crítica kantiana amplía un orden de consideraciones de gran importancia, el de los modos o métodos de conocer, resaltando que los modos de conocer forman parte del conocimiento y conforman lo conocido.
Hegel supo darse cuenta de la importancia que tenía la problematización del método por Kant, y así en la parte final de La Ciencia de la lógica califica de «mérito infinito» de la filosofía kantiana el haber llamado la atención sobre lo acrítico del método dogmático y el haber puesto de relieve que del método dependen las determinaciones del pensamiento en sí y por sí (110). Sin embargo, Hegel no podía estar de acuerdo en que el método antecediera al conocimiento, es decir, en el carácter previo de la crítica kantiana. Ya en la Introducción a La Fenomenología del Espíritu señala que ese modo de concebir el método es un contrasentido, pues reduce el conocimiento a la condición de un medio, para lo cual ha de suponer que existe una separación entre el conocimiento y la verdad, de modo que se trataría de un medio que produciría inmediatamente lo contrario de lo que dice buscar, pues no nos daría a conocer la verdad como es, sino modificada o vista a través del medio (111). Para Hegel el método no puede ser anterior al saber, sino que forma parte del saber, concretamente se introduce en el segundo momento (la negación), tras el comienzo (objetividad indeterminada), y lo lleva a término en la negación de la negación (síntesis concreta y verdadera). Como es bien sabido, el método hegeliano es la actividad del concepto, el poder del negativo como capacidad para convertir la contradicción en afirmación absoluta. Por todo eso, dice de la filosofía de Kant: “La idea [de que el pensamiento es en sí concreto] contenida en ella es una gran idea, pero su desarrollo permanece dentro de enfoques enteramente comunes, toscos y empíricos, y nada puede reclamar para sí menos que la cientificidad” (112). Y, así, aunque discrepaba en los modos (método), Hegel potenció cuanto pudo la consideración de lo pensado (concepto) como pensante, concordando con Kant en la objetivación del cognoscente.
Por su parte, Heidegger, en su disputa con Hegel, parece volver al planteamiento kantiano, en cuanto que pretende alcanzar el fundamento mediante una pregunta previa, la pregunta fundamental por el sentido del ser. Sin embargo, Heidegger no supone, como Kant, que pueda existir un saber metódico anterior al saber temático y que decida sobre la capacidad de éste, sino sólo que la pregunta, como método, llevada hasta el final se puede convertir en saber acerca del fundamento del pensar. Corrigiendo a Kant, pero en su línea, el primer Heidegger entiende el problema de la metafísica, en vez de como una incapacidad nativa de nuestro entendimiento para intuir, como un olvido histórico, subsanable, respecto del ser como fundamento. Eso no obstante, conseguir captar el sentido del ser le resultó difícil. Heidegger piensa con Kant y Hegel que el método es el cognoscente o preguntador. Pero el método hegeliano (la negación) llega tarde para captar el sentido del ser, puesto que empieza en el segundo momento metódico, mientras que el ser, lo primero, queda supuesto como indeterminación general, es decir, es ignorado en su valor positivo de fundamento. Para llegar al fundamento, es preciso hacerlo, según Heidegger, desde el propio cognoscente humano que se cuestiona por él, pero no desde su conciencia objetiva, sino desde la imaginación productiva kantiana (113), que sirve de enlace entre el fenómeno sensible y el objeto intelectual, y que articula la facticidad humana. La esencia del hombre radica en el tiempo, entendido como tiempo entero, o sintetizado imaginativamente, en el que los tres momentos (pasado, presente, futuro) están igualados en importancia, y por lo mismo forman un conjunto carente de sentido que se vehicula intelectualmente como necesidad de preguntar. Heidegger esperaba encontrar en esa estructura temporal del hombre algún indicio positivo de su estar fundado por el ser, y, a su través, el sentido del ser como fundamento del pensar. Sin embargo, al no encontrar respuesta a su pregunta fundamental, hubo de reconocer que su primera filosofía no había conseguido sobrepasar el voluntarismo moderno (y kantiano), de manera que el sentido del ser resulta ignoto para la investigación: le pertenece al ser de tal manera que ninguna situación humana puede descifrarlo, sólo los que saben aguardar sus callados mensajes (poetas y artistas) pueden entender y decir (guardando) el sentido concreto que en cada momento histórico (arbitrariamente) él va dictando.
Otro acierto (parcial) de Kant fue el negar que el objeto incluya entre sus notas la realidad extramental, o sea, el negar la existencia de hechos objetivos en sí, así como el negar la existencia de un autoconocimiento objetivo real, o sea, el negar que el yo pensante sea intuido de hecho (114). Es rotundamente verdad que la metafísica no trata de meros objetos ni tampoco de hechos. Pero, como dije más arriba, Kant necesitó introducir un factum definitivo, la libertad moral, para no dejar vacía la tendencia natural de la razón hacia la obtención de conocimientos objetivos situados fuera de los límites de la experiencia (115). Así también Heidegger, aun cuando busca siempre un fundamento ontológico a los fenómenos, introduce la facticidad en el punto de partida de su análisis existencial, como la forma o modo de ser que toma cada vez un existente humano, y que consiste en «que es y tiene que ser» en el mundo –o sea, en la condición de arrojado en el mundo a sí mismo–, y en que le concierne lo que le ocurre en el mundo (116). La facticidad le incumbe esencialmente al ente hombre, que –en consonancia con ella– no se puede comprender a sí mismo (117), sino que tiene que buscar su sentido en el sentido del ser. Se trata, pues, en ambos casos, de la atribución de una carencia de luz (irracionalidad) en la misma entraña del hombre, que se ha de reparar acudiendo o bien a un imperativo moral (Kant), o bien al sentido del ser (Heidegger), entendidos uno y otro como fundamentos equívocos del entendimiento.
Kant ha convertido, según todo lo precedente, el problema del método metafísico en el problema del conocimiento humano, pero al convertirse éste en problema, ha sido el hombre el que ha entrado en crisis, por lo que desde él la filosofía se ido reduciendo poco a poco a antropología, pero entendida como ciencia que se ha de ocupar, entonces, de un ser enfermizo y desorientado, al que procura someter a tratamiento de curación: una tarea sin sentido, si la pretendidamente enferma es la propia inteligencia o la razón.
Históricamente, ha habido que esperar a la filosofía de L. Polo para deshacer todo este embrollo. L. Polo está de acuerdo en que existe un problema de método en la metafísica, pero niega que sea un problema del entendimiento ni del conocimiento humanon (118). Ciertamente, no sólo ha de ser tomado en consideración lo conocido, sino también el modo de conocerlo, como Kant sostenía. Tan es así que, en cierto sentido, Kant es poco crítico, si es que entendemos la crítica como examen atento, no como descalificación, es decir, prescindiendo de su significado negativo. Kant detectó el límite mental, pero no en condiciones de abandonarlo, pues no se dio cuenta de que el límite es el objeto, y por eso lo atribuye al sujeto. Al identificar la conciencia (objetiva) con el cognoscente le atribuye a ella una actividad metódica precedente; pero como esa actividad habría de ser intrínsecamente relativa al objeto, al que presupone como distinto y necesario, resulta insuficiente por sí misma para rematar la objetivación, por lo que tiene que ser interpretada como una mera tendencia (desiderativa) de las formas conceptuales vacías. El objeto, por su parte, es interpretado como la facticidad que hace viable a la forma pensada el terminar en conocimiento, de modo que su pasividad resulta determinadora de la forma, pero a cambio ha de perder toda racionalidad, que queda del lado de la conciencia. En consecuencia, no es la actividad del cognoscente –entendida como volitiva– la que conoce por su propio acto, sino por síntesis con la sensibilidad, que carece por completo de racionalidad, dando lugar a un conocimiento que resulta una imposible, por absurda, mezcla de racionalidad e irracionalidad.
Se trata del enredo de la conciencia objetiva. Si Kant hubiera abandonado el límite mental, habría descubierto que la conciencia objetiva es el propio objeto y nada más, puesto que ella es la presencia (del objeto), y el objeto es lo presente, pero no hay presencia sin objeto ni objeto sin presencia, ni tampoco más presencia que objeto o más objeto que presencia. Atribuir a la conciencia objetiva un ser propio (sujeto) o al objeto alguna realidad extramental (irracional) es separar lo inseparable, enredando así tanto al cognoscente como a lo conocido: el cognoscente viene a ser reducido a la conciencia y lo conocido es rebajado a la condición de un objeto sensible separado de la racionalidad cognoscente, cuando en verdad la conciencia objetiva es una operatio mentis inseparable de su operatum, los cuales, por tanto, no son, respectivamente, ni el cognoscente –sino del cognoscente–, ni extramental –sino el término interno de la operación abstractiva–. El límite mental es una operación que se conmensura con su término tan estrechamente que el término oculta tanto a dicha operación, cuanto al núcleo del saber, así como también a lo tematizado (lo realmente conocible) y al fundamento. El problema del método es este límite mental: el ocultamiento que se oculta (119). No se trata, pues, de un problema del conocimiento, pues si puedo darme cuenta del límite, es porque lo conozco y, entonces, también puedo abandonarlo, es decir, tomarlo como punto de referencia para seguir sabiendo. Si lo abandono, puedo entender más acá y más allá del límite. El entendimiento humano no está limitado, puede iluminar más acá y más allá del objeto, e incluso el contenido de lo que está en el objeto, el cual no existe como tal objeto más que para la operación mental articuladora del tiempo o abstractiva. La articulación del tiempo no puede ser hecha ni por una forma a priori (Kant) ni por la negación (Hegel) ni por la imaginación productiva (Heidegger), pues introduce un «ahora» (la presencia mental) que no existe en el tiempo extramental ni, por consiguiente, en los sentidos. La presencia (del objeto) es el límite mental. El límite es lo operado por la operación articulante, de tal modo que –repito– no cabe operación sin operatum (lo presente) ni operatum sin operación (la presencia). Siendo así, la conciencia objetiva puede pasar de significar un problema a convertirse en un método o camino múltiple, el de las detecciones y abandonos de la objetivación, pues existe un amplio abanico de modos de conocimiento no objetivantes.
El pensamiento objetivo es sólo un modo o método de conocer, limitado ciertamente, pero abandonable, en el sentido de poder ser tomado como punto de partida, no de llegada, del conocimiento. Por tanto no es «el» método del conocimiento, sino un modo de conocer limitado, que una vez detectado puede servir de hilo conductor para ampliar nuestro saber. Desde luego, ni él ni su abandono son métodos anteriores al saber, puesto que él mismo es un modo de saber, y su abandono no es preceptivo para conocer, sólo es preceptivo para conocer más allá y más acá del objeto (límite mental), e incluso para conocerlo directamente como tal límite. Obviamente, si el método es la actividad del acto que entiende, no podrá ni adelantarse ni posponerse a lo entendido. La anterioridad de que goza, para los humanos, la objetivación es fruto de su seductora facilidad operativa y de nuestra carencia inicial de hábitos para entender la causalidad y el ser del mundo físico. Tal anterioridad no se debe, pues, a que el objeto tenga índole física ni a que la objetivación goce de la mayor altura cognoscitiva, sino a nuestra condición histórica, por razón de la cual todos empezamos a conocer objetivando. Y, aunque siempre podamos seguir objetivando en la práctica, es sumamente conveniente que crezcamos en nuevos modos de saber teórico, so pena de enmarañarnos, tal como he señalado, en la conciencia objetiva.
Los múltiples engaños contenidos en las interpretaciones de la conciencia objetiva, tan comunes en los saberes humanos, terminan por afectar también a la metafísica y a la antropología filosófica: se piensa o bien que el objeto real funda al cognoscente (Espinosa y Leibniz), o bien que el cognoscente funda al objeto real (idealistas), o bien que ambos se fundan de modos distintos, uno a priori y otro a posteriori (Kant). En cambio, si se detecta y abandona el límite mental, los métodos de la metafísica y de la antropología pueden ser reconocidos en su propiedad y distinción, de acuerdo con los temas respectivos. Fundar no es lo propio del cognoscente ni del objeto. Igualmente entender no es lo propio del objeto ni tampoco del mundo físico. Además, el método no puede ir ni antes ni después que sus temas –en la metafísica (el ser y la causalidad)–, sino que ha de ir a la par, ha de captarlos en su principialidad o no los captará nunca. A su vez, el método no puede identificarse con el núcleo (personal) del cognoscente –en cuyo caso, ni éste sería tal cognoscente, ni aquél le conduciría a más conocer, pues se trataría de una autoconstrucción (120)–, sino que ha de ser un acto o un hábito donales del cognoscente. La donalidad activa, ignorada o marginada por los filósofos modernos, implica en el cognoscente gratuidad (gozo en el saber), respeto (por lo conocido) y aceptación (de su función meramente manifestativa), que son las condiciones para entender la realidad, incluso la realidad (personal) del propio entender.
Ignacio Falgueras Salinas en Studia Poliana revistas.unav.edu
(106) Aunque Kant habla del hombre como cosmotheoros (cfr. Opus postumum, I. Convolut, AK XXI, 31 y 43), en realidad lo que observa el hombre son sólo fenómenos, o sea, un universo no real, sino subjetivo.
(107) “…und so alle praktische Erweiterung der reinen Vernunft für unmöglich erklären. Ich musste also das
Wissen aufheben um zum Glauben Platz zu bekommen” (B XXX).
(108)A 11, B 25.
(109) “Si se rechaza la mutua extrañeza de objeto y hecho, resulta que el objeto no lo es si no integra un elemento fáctico: es el caso de Kant. Como dicho elemento no es racional, Kant desbarata la lógica modal de Leibniz (no sólo el dogmatismo de Espinosa). Los objetos no son la situación mental pensada de la cosa en sí, pero, en cambio, son constitutivamente relativos a la experiencia. Toda la cuestión del pensar objetivo se reduce entonces a su espontánea dirección o conexión respecto de la sensibilidad. Kant reserva a la sensibilidad un valor formal receptor de afecciones. De esta manera, el objeto de experiencia viene a ser un mixto de elementos formales espontáneos y de elementos fácticos formalizados sin significación propia. La existencia no es un predicado real. La distinción entre la razón pura y la razón práctica es solidaria de esta interpretación de la objetividad. El factum moral kantiano es, en rigor, la solitaria firmeza de la espontaneidad separada de la conmixtión empírica. Kant contempla el conocimiento, desde el punto de vista de su carencia de productividad real, como espontaneidad cuya asociación al hecho constituye la posibilidad del objeto de experiencia, o como subjetividad asegurada en la experiencia moral. Kant no acepta el sum cartesiano por entenderlo integrado tan sólo por la experiencia empírica” (Curso de teoría, III, 386).
(110) G.W.F. HEGEL, Werke in zwanzig Bänden (HW), Frankfurt a.M.: Suhrkamp Verlag, 1969, 6. Band, 559-560.
(111) HW, 3, 68 ss.
(112) HEGEL, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, HW, 20, 337.
(113) M. HEIDEGGER, KPM, §14, 57-61.
(114) Digo «parcial», porque aunque niega, primero, que la existencia sea un atributo real de los objetos en sí, da entrada, después, a una consideración de la objetividad como realidad, poniendo como condición para que algo sea conocido como real el ser objeto de experiencia o intuición sensible, lo que equivale a ser un hecho.
(115) A 795-796, B 823-824.
(116) M. HEIDEGGER, Sein und Zeit (ST), §12, Tübingen: Niemeyer Verlag, 182001 , p. 56; § 29, pp. 134-135 ss.
(117) El «es» de ese «que es» no puede ser intuido, dice M. HEIDEGGER (ST, §29, 135).
(118) La razón última de la limitación radica en que el mundo no es persona, y el hombre no puede encontrar en él la réplica que busca (cfr. Curso de teoría, III, 388: “El sentido del hecho como improsecución se puede entender en función de la proposición: lo pensado no piensa. El hecho como correlato real del objeto se debe al límite mental como no aparición de carácter de pensante en lo pensado. La incomparecencia de su carácter pensante para un pensante es la ausencia de réplica”). Pero esa ausencia de personalidad en el mundo no justifica la objetivación, que es un abandono de la prosecución del saber por parte del hombre, y que en cuanto que tal es, a su vez, abandonable.
(119) “El límite mental es simple ocultamiento; en el objeto lo que se oculta es la operación misma. Esta observación debe resultar obvia para quien dirija detenidamente su atención al pensamiento humano sin suponer (como hace Kant) la objetividad al margen del acto de pensar. La conculcación del axioma del acto da lugar a un problema desplazado. La discrepancia con las filosofías objetivistas estriba en entender posible el desocultamiento del límite. Tal desocultar trasciende el objeto. Paralelamente, la presencia mental no es un elemento constituyente del objeto que se descubra mediante una analítica del mismo” (Curso de teoría, III, 384).
(120) El entendimiento posee de entrada el fin, de modo que no tiene que construirse, sólo tiene que ser seguido por una libre destinación. “Pertenece a la índole misma del conocimiento (en tanto que operación) ser acto posesivo de fin. Todo lo que existe existe para el conocimiento, en el cual se condensa el carácter de fin. En el hombre esta fórmula se equilibra. El fin no solamente es perfecto, sino que perfecciona y está exigiendo la estricta posesión que a la inmanencia corresponde. Por eso, si el hombre no alcanza su fin traiciona, es incoherente con su conocer” (Curso de teoría, I, 64-65).
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