Para poder amar es necesario desarrollar una intimidad propia, única, no duplicable
Ayer tuve la ocasión de compartir un buen rato con un nutrido grupo de universitarias en el Colegio Mayor Bonaigua, gracias a los buenos oficios de Almu Martínez y Júlia Boher. Hablamos de la intimidad, el amor, los sentimientos y muchas otras cosas. No podía decir muchas tonterías porque mi sobrina Elena, una universitaria con ambición de saber y de formarse, estaba ahí para controlar qué decía su tío.
Uno de los temas que salió fue el del título de este post, tomado de un libro homónimo de Juan Cruz Cruz y una de las más bellas definiciones del amor que he leído. Sí, el amor es el éxtasis de la intimidad. Cuando nuestra intimidad personal, aquello que somos en lo más profundo, sale de sí (en esto consiste el éxtasis) y se centra en el amado, cristaliza el amor, que es siempre una persistencia afectiva en el ser amado, una vivencia alterocéntrica, fuera de sí.
Estuvimos de acuerdo en que para poder amar es necesario desarrollar una intimidad propia, única, no duplicable. Y dimos con la gran paradoja: el desarrollo de esa intimidad depende, a su vez, del mismo amor. Es como una pescadilla que se muerde la cola. Cuanta más intimidad tengo más puedo amar y ser amado; cuanto más amo y soy amado, más agrando mi intimidad.
El compromiso del amor solo se puede entregar a una intimidad única (como, en realidad, lo son todas), porque lo que es estandarizable, medible, cuantificable es, por naturaleza, sustituible. En cambio, la intimidad, lo que yo soy, nadie más puede dártelo, afirma el verdadero amante.
Por eso es siempre una traición a la intimidad aislar un hábito o un defecto de la persona e identificarlo con su personalidad. Los rasgos personales (alto, inteligente, enérgico) no son la persona y, como se pueden medir, siempre podremos encontrar a alguien que los tenga en mayor grado. Por este camino, acabaremos transformando al amado en un objeto, un dato estadístico que admite comparación.
En cambio, cuando descubrimos quién es y accedemos al núcleo de su personalidad, no al hábito, sino a la unidad vivida de todos sus hábitos personales, al centro de operaciones, a su intimidad, no hay posible comparación porque no hay otro como él, como ella.
La paradoja a que antes aludía es que el crecimiento de la intimidad que será objeto de nuestro amor se logra a través del mismo amor. Primero, del amor de nuestros padres, que lograron con su mirada amorosa despertar en nosotros la convicción de que nuestra valía radica en el hecho de existir, de ser y no en el de tener; la certeza de recibir un amor incondicionado, que no depende de los talentos o de los bienes que poseamos, sino del mero hecho de ser hijos suyos.
Y, después, del amor de todos cuantos nos han visto como personas y no como medios o instrumentos para sus propios fines. Como el autor citado exclama: ¡Cuántas posibilidades de amor y ternura íntimos quedarían en nosotros inéditas si no viniera el otro a despertarlas! Cuando alguien nos ama como personas, activa lo mejor de nosotros, lo que nos hace únicos e insustituibles, dignos de ser amados, activa la capacidad de amar.
Y esta fue una de las conclusiones: la intimidad que necesitamos para amar se alimenta del amor, que la hace crecer hasta que siente la necesidad de salir de sí, de extasiarse, y hacerse amor, entrega, compromiso con otra intimidad que será ya para siempre el lugar en el que habite, la fuerza que le impulse y el camino que le guíe.
El amor es, en verdad, ¡el éxtasis de la intimidad!