En el Cristo sufriente también aprende que la belleza de la verdad contiene la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que esto sólo puede ser encontrado cuando se acepta el sufrimiento, no cuando se le ignora
[Este es uno de los artículos contenidos en el libro "Caminos de Jesucristo", de Editorial Cristiandad, que recopila artículos del cardenal Joseph Ratzinger, de alta divulgación teológica, asequibles a un amplio espectro de lectores; abordan cuestiones teológicas que suscitan un especial interés en la actualidad y las desentraña con precisa agudeza y con claridad admirable. Hemos omitido las notas a pie de página].
Cada año me llama permanentemente la atención la paradoja que se encuentra en la Liturgia de las Horas para el tiempo de Cuaresma, en el Salterio de las Vísperas del lunes de la segunda semana. Nos encontramos ahí con dos antífonas, una para el tiempo de Cuaresma, otra para la Semana Santa, las que introducen el Salmo 44 [45], pero al cual le atribuyen una clave interpretativa totalmente contradictoria.
El salmo describe las bodas del Rey, su belleza, sus virtudes y su misión, y luego enaltece a la novia. En el tiempo de Cuaresma, el Salmo 44 está enmarcada por la misma antífona que se utiliza el resto del año. El tercer verso del salmo dice: «Eres el más bello de los hombres, de tus labios fluye la gracia». Es evidente que la Iglesia lee este salmo como una representación poética y profética de la relación esponsal de Cristo con su Iglesia. Ella reconoce a Cristo como el más bello de los hombres, la gracia que se derrama en sus labios señala la belleza interior de sus palabras y la grandeza de su testimonio. No se alaba simplemente la belleza externa de la manifestación del Redentor, más bien aparece en él la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo que nos arrebata, en cierto modo nos ocasiona una herida de amor, el santo Eros que nos permite salir con y en la Iglesia, su Esposa, hacia el Amor que nos llama. Sin embargo, el miércoles de Semana Santa, la Iglesia cambia la antífona y nos invita a interpretar el salmo a la luz de Is 53,2: «creció en su presencia como brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres». ¿Cómo podemos conciliar esto? «El más bello de los hombres» tiene tan mal aspecto que no, se lo quiere contemplar.
Pilatos lo presenta a la multitud diciendo: «¡Ecce homo!», para reclamar compasión por el quebrantado y torturado, en quien no ha quedado ninguna belleza exterior. Agustín, quien en su juventud había escrito un libro sobre la belleza y la armonía De Pulchro et apto y era un enamorado apasionado de la belleza en las palabras, en la música y en la pintura, ha experimentado muy enérgicamente esta paradoja y ha considerado que la gran filosofía griega de la belleza no era simplemente rechazada en este pasaje, sino dramáticamente cuestionada: lo que es bello, lo que significa la belleza tendría que ser debatido y experimentado nuevamente. Refiriéndose a la paradoja presente en estos textos, él hablaba de los sonidos contrastantes de «dos trompetas», producidos por el mismo resuello, es decir, por el mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es un contraste, no una contradicción. Ambas antífonas provienen del mismo Espíritu que inspira a toda la Escritura, pero que hace sonar notas diferentes en ella, de tal modo que nos sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma. Frente al texto de Isaías surge en primer lugar la pregunta que ha ocupado a los Padres de la Iglesia: si en ese momento Cristo era hermoso o no. Aquí está implícita la pregunta más radical: si la belleza es verdadera o si, por el contrario, es la fealdad la que nos conduce a la verdad propia de la realidad. Quien cree en Dios, en el Dios que se ha revelado precisamente en la apariencia desfigurada del Crucificado por amar «hasta el extremo» (Jn 13,1), sabe que la belleza es la verdad y que la verdad es la belleza, pero en el Cristo sufriente también aprende que la belleza de la verdad contiene la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que esto sólo puede ser encontrado cuando se acepta el sufrimiento, no cuando se le ignora.
Un primer conocimiento del hecho de que la belleza también tiene que ver con el dolor está absolutamente presente en el mundo griego -pensemos, por ejemplo, en el Fedro de Platón-. Platón contempla el encuentro con la belleza como esa saludable sacudida emocional que arranca de sí al hombre y lo «arrebata». El hombre, así dice Platón, ha perdido la perfección original que fue pensada para él, y ahora está permanentemente buscando la primitiva forma sanadora. La nostalgia y el deseo vehemente lo impulsan a perseverar en esta búsqueda, y la belleza lo arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana, puesto que le hace sufrir. En sentido platónico, podríamos decir que la flecha de la nostalgia atraviesa al hombre, lo hiere y de esta manera le da alas, lo exalta y eleva. En su discurso de El Banquete, Aristófanes dice que los amantes no saben lo que realmente quieren uno del otro, pero es obvio que las almas de ambos están sedientas más bien de algo que es diferente a placer amoroso. Pero el alma no puede expresar esta otra cosa, «solamente presiente lo que quiere realmente y habla de ello en forma enigmática». En el siglo XIV se vuelve a encontrar esta experiencia de Platón en el teólogo bizantino Nicolás Cabasilas −en su libro La vida en Cristo−, experiencia en la que el fin del deseo vehemente sigue siendo innombrable. Ahora este último está transformado en sentido cristiano, cuando Cabasilas dice: «los hombres que tienen en sí un anhelo tan impetuoso que sobrepasa su naturaleza, desean fervientemente y son capaces de llevar a cabo cosas que trascienden el pensamiento humano. Es el novio mismo quien ha herido a tales hombres, es él mismo quien ha enviado un rayo de su belleza a sus ojos. La grandeza de la herida muestra que la flecha ha dado en el blanco, y el anhelo les indica que la herida ha sido infligida».
La belleza lastima, pero así es exactamente como impulsa al hombre a su destino supremo. Lo que Platón dice, y más de 1500 años más tarde afirma Cabasilas, no tiene nada que ver con el esteticismo superficial ni con el irracionalismo, con el vuelo hacia la claridad y la importancia de la razón. Por cierto, la belleza es conocimiento, una forma superior de conocimiento, porque alcanza al hombre con toda la grandeza de la verdad. Aquí Cabasilas ha permanecido enteramente griego, dado que él pone el conocimiento al comienzo, cuando dice que «la causa originaria del amor es el conocer, el conocer hace nacer al amor». Prosigue diciendo que ocasionalmente podría el conocimiento ser tan fuerte que ejercería un efecto parecido a un filtro amatorio, pero él no se contenta con hacer esta afirmación en términos generales. Con su característico pensamiento riguroso distingue entre dos clases de conocimiento. El primero es el conocimiento a través de la instrucción, el cual permanece como conocimiento de segunda mano, ya que no proporciona un contacto directo con la realidad misma. El segundo es, en cambio, el conocimiento a través de la experiencia personal, a través de la relación directa con las cosas mismas. «En tanto que no hemos valorado un ser, tampoco amamos al objeto tal como tendría que ser amado». Ser alcanzado por un destello de la belleza que hiere al hombre es el auténtico conocimiento, es decir, éste se lleva a cabo cuando el hombre es afectado por la realidad misma, «por la presencia personal del mismo Cristo», tal como él dice. Ser subyugado por la belleza de Cristo es un conocimiento más real y más profundo que una mera deducción racional. No podemos desestimar la importancia de la reflexión teológica, del pensamiento teológico exacto y preciso, el cual sigue siendo absolutamente necesario. Pero nos empobrece, y devasta tanto a la fe como a la teología, si despreciamos o rechazamos como verdadera forma de conocimiento la conmoción producida por el encuentro del corazón con la belleza. Tenemos que redescubrir esta forma de conocimiento puesto que ello constituye una exigencia apremiante de esta hora.
A partir de esta idea, Hans Urs von Balthasar ha edificado su opus magnum de la Estética Teológica, a partir de la cual muchos de sus detalles han pasado a la labor teológica, mientras que su empeño fundamental, el que configura lo propiamente esencial del conjunto de su obra, apenas ha sido aceptado. Por supuesto, esto no es precisamente o principalmente un problema teológico sino también un problema de la pastoral, la cual tiene que proporcionar nuevamente al hombre el encuentro con la belleza de la fe. Con frecuencia, los argumentos caen en el vacío, porque en nuestro mundo demasiados argumentos compiten entre sí en forma contradictoria, de modo que se impone inmediatamente al hombre la idea que han concebido los teólogos medievales en la fórmula que dice que la razón tiene una nariz cubierta de cera, lo que significa que se la puede dirigir en cualquier dirección, sólo si se es lo suficientemente inteligente. Todo es tan razonable, tan evidente −¿en quién debemos confiar?− El encuentro con la belleza puede convertirse en el impacto de la flecha que hiere el alma y así ésta abre sus ojos, de tal modo que ahora -a causa de lo experimentado- posee un criterio y también entonces puede evaluar correctamente los argumentos. Para mí es inolvidable el concierto de Bach que Leonard Bernstein dirigió en Munich después de la súbita muerte de Karl Richter. Yo estaba sentado al lado del obispo luterano Hanselmann. Cuando la última nota de una de las grandes cantatas del gran cantor de la iglesia de santo Tomás en Leipzig se extinguió triunfalmente, nos miramos espontáneamente y nos dijimos sencillamente unos a otros: todo aquél que ha escuchado esto, sabe que la fe es verdad. En esta obra musical se percibió la fuerza inaudita de una realidad tan actual, que sabíamos ya no por deducción lógica sino por la emoción profunda que nos embargaba que ésta obra no había podido originarse de la nada, sino que sólo podía haber nacido gracias a la Verdad que se hace presente en la inspiración del compositor. ¿Y no sucede lo mismo, cuando dejamos que nos impacte el icono de la Trinidad de Rublëv? En el arte de los iconos, como en las grandes pinturas occidentales de los períodos románico y gótico, la experiencia descrita por Cabasilas se ha desplazado desde el interior hacia el exterior y así ha sido compartida. Pavel Evdokimov ha señalado con ahínco cuál es la senda interior que supone el icono. Éste no es justamente una reproducción sencilla de lo que es percibido por los sentidos, sino que supone −como él dice− «un ayuno de la vista». La percepción interior tiene que liberarse ella misma de la impresión meramente sensible y, en la oración y en el esfuerzo ascético, cultivar una nueva y más profunda visión, tiene que pasar de lo meramente externo a la profundidad de la realidad, de tal manera que el artista ve lo que los sentidos no ven y que sin embargo aparece en lo sensible como tal: el esplendor de la gloria de Dios, «la gloria de Dios brillando en la faz de Cristo» (2Cor 4,6). Admirar los iconos y las grandes obras maestras del arte cristiano en general nos conduce a un camino interior, a un camino de superación de nosotros mismos, y nos lleva entonces, en esta purificación de la visión que es una purificación del corazón, a la belleza del rostro o al menos a un destello de él, con lo cual nos pone en contacto con el poder de la verdad. Con frecuencia he afirmado mi convicción de que la verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que lo niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe se pueda extender, tenemos que conducirnos a nosotros mismos y guiar a las personas con las que nos encontramos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello.
Pero ahora tenemos que afrontar una objeción. Ya hemos rechazado la aseveración que afirma que esto sería un vuelo hacia lo irracional, un mero esteticismo, porque en realidad es verdad justamente lo contrario: es de esta manera como la razón se libera de su letargo y es capaz de actuar. Pero hay otra objeción que hoy tiene incluso más peso: el mensaje de la belleza está cuestionado en general, en virtud del poder de la mentira, de la seducción, de la violencia y del mal. ¿Puede ser verdad la belleza, o de últimas, es solamente una ilusión? ¿0 quizás la realidad es mala por principio? Ha acosado a los hombres de todas las épocas la angustia ante el temor de que al final de todo no es la flecha de la belleza la que nos lleva a la verdad, sino la mentira −que lo feo y lo vulgar serían la «verdad auténtica»−. Actualmente, esta mentira se expresa en la frase que dice que después de Auschwitz no es ya posible escribir poesía, ya no es posible hablar de un Dios que es bueno. La gente se pregunta: ¿dónde estaba Dios cuando las cámaras de gas estaban operando? Ésta objeción, que sonaba como algo suficientemente razonable también ya antes de Auschwitz, a causa de todas las atrocidades de la historia, muestra en todo caso que un concepto meramente armonioso de la belleza no es suficiente. Este concepto no afronta la seriedad de la pregunta respecto a Dios, la verdad y la belleza. Apolo −quien para el Sócrates de Platón era «el dios» y garantizaba la belleza serena como lo verdaderamente divino− no es suficiente. Por eso retornamos a las «dos trompetas» de la Biblia de las que habíamos partido, a la paradoja que tanto se puede decir de Cristo «tú eres el más bello de los hombres», como también «tan desfigurado tenía el aspecto que no parecía hombre, ni su apariencia era humana». En la Pasión de Cristo, la maravillosa estética griega con su contacto vislumbrante con lo divino (que sin embargo permanecía inexpresable) no está suprimida, pero ha sido superada. La experiencia de lo hermoso ha recibido una nueva profundidad y un nuevo realismo. Aquél que es la Belleza misma se dejó abofetear y escupir el rostro y coronar con espinas −el sudario de Turín nos puede ayudar a imaginar esto en una forma conmovedora−. Pero justamente en el rostro tan desfigurado se manifiesta la verdadera y definitiva belleza, la belleza del amor que avanza «hasta el fin» y que se muestra en esto más fuerte que la mentira y la violencia Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad, no la falsedad, es la última instancia del mundo. La mentira no es lo «verdadero», sino que lo verdadero es precisamente la Verdad. Es, por así decir, un nuevo ardid de la mentira que ella se presente a sí misma como tal y nos diga: más allá de mí no hay en definitiva nada, dejen de buscar la verdad o incluso de amarla, por cuanto ustedes están en el camino equivocado. El icono del Crucificado nos libera de esta réplica mentirosa, hoy por demás tan vehemente, por cuanto supone indudablemente que nos dejamos herir por él y que confiamos en el Amor que puede arriesgarse a despojarse de su belleza externa para proclamar, de esta manera, la verdad de la belleza.
Es cierto que la mentira conoce todavía otro ardid: la belleza engañosa y falsa, una belleza deslumbrante que no arranca de sí a los hombres al éxtasis del ascenso a las alturas, sino que los encierra totalmente en ellos mismos. Es la belleza que no despierta el anhelo por lo inefable, ni disposición para el sacrificio, ni el abandono de sí mismo, sino que excita la avidez, la voluntad de poder, de posesión y de placer. Es ese tipo de experiencia de la belleza de la que habla el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era «hermoso» para comer y «apetecible a la vista». La « belleza», tal como ella la experimenta, provoca en ella la mentira de la posesión, por así decir la repliega sobre ella misma. ¿Quién no reconocería, por ejemplo en la publicidad, las imágenes hechas en forma sumamente refinada, para seducir irresistiblemente a los hombres a posesionarse de todo, a buscar la satisfacción momentánea más que estar abiertos a los demás? Por eso hoy el arte cristiano está atrapado entre dos fuegos (como quizás lo ha estado siempre): tiene que oponerse al culto de lo feo, el cual nos dice que todo lo demás y toda belleza es un engaño, ya que sólo la exposición de lo que es atroz, indigno y vulgar sería la verdad y la verdadera explicación. En consecuencia, el arte cristiano tiene que oponerse a la belleza engañosa que disminuye a los hombres en lugar de engrandecerlos, razón por la cual es precisamente una mentira.
¿Hay alguien que no conozca la frase de Dostoievsky citada con frecuencia: «la belleza nos salvará»? Por lo general se olvida mencionar que con la belleza redentora Dostoievsky se está refiriendo a Cristo. Tenemos que aprender a verlo. Si lo conocemos no solamente a través de meras palabras, sino al ser heridos por la flecha de su belleza paradójica, entonces aprendemos a conocerlo realmente y a saber de él no sólo de segunda mano. De este modo hemos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad que redime. Nada puede llevarnos a estar en contacto con la belleza de Cristo mismo más que el mundo de lo bello creado por la fe y la luz que refulge del rostro de los santos, a través de la cual llega a ser visible su propia luz.