Cada generación necesita pensar de nuevo la libertad. Hoy, esa capacidad que permite a cada uno dirigir su vida produce también una cierta sensación de malestar. No es fácil orientarse entre tantas opciones y, sobre todo, nos cuesta sentirnos libres al adquirir compromisos como la amistad, la familia o el servicio a los demás
La solución pasa por descubrir que la libertad no se reduce a la autonomía. Ese es solo el primer paso de un itinerario que termina en el amor. Necesitamos aprender a caminar por la vida como peregrinos que tienen un hogar y saben a dónde se dirigen, en vez de como errantes que se creen libres por carecer de ataduras.
«Morir es como ir a casa». Esto es lo que el pastor John Ames respondía a sus feligreses cuando le preguntaban por el final de la vida. Lo cuenta Marilynne Robinson en su novela Gilead, ganadora del Pulitzer en 2005. El narrador es el propio John, que escribe una larga carta a su joven hijo. Al pastor le sorprende descubrir que, en el ocaso de su existencia, se siente como en casa en este mundo. Con esta paradoja arranca la bella historia del libro.
He elegido esta imagen no porque vaya a hablar de la muerte, sino porque me propongo argumentar que, en su significado más genuino, ser libre es «sentirse en casa» en el mundo, en las circunstancias de la propia vida.
El sentido común nos dice que somos libres porque, aunque estemos condicionados por la cultura o la educación, podemos considerarnos autores de nuestras acciones. Actualmente, la libertad se concibe como un fin en sí misma, hasta el punto de que puede parecer que somos libres para ser libres. Es cierto que libertad significa −en primer lugar− capacidad de autodeterminarse; sin embargo, más allá de poder elegir, lo decisivo es para qué tenemos libertad. Por eso, al pensar en ella, siempre surge la pregunta «¿Hacia dónde me dirijo en la vida?». El mismo sentido común enseña que a nadie le gusta equivocarse, y nos recuerda que no son igualmente buenos todos los itinerarios vitales que podemos recorrer.
El desconcierto que provoca la posibilidad de errar no debería llevarnos a desconfiar de la libertad. En los últimos años han surgido formas de pensamiento en las que −como reacción a la cultura contemporánea− ser libre se considera ante todo un problema, porque dificultaría acertar con el bien. No les faltan motivos a quienes así piensan. Por ejemplo, es frecuente asociar el relativismo dominante con la libertad, hasta el punto de que esta se identificaría con poder elegir lo que se desee, de modo arbitrario.
Sin embargo, instalarse en la desconfianza supone olvidar que la libertad es limitada e imperfecta, precisamente porque se trata de una cualidad de seres humanos. Ciertamente, nos hace capaces de lo más bajo, pero también −y sobre todo− de lo más alto y noble. Sin libertad no habría amor. En su dimensión más profunda amar consiste en entregar y compartir la vida con otra persona. El amor es lo más valioso que tenemos y constituye la respuesta definitiva al para qué de la libertad: somos libres para poder amar. Una vida sin libertad sería la de un esclavo, en sentido jurídico, psicológico o cultural. Por todo ello, hoy más que nunca es necesario reivindicar la libertad tanto ante quienes desconfían de ella como ante quienes la reducen a mera elección arbitraria.
En la actualidad, la libertad se entiende principalmente como autodeterminación o autonomía, cuyo único límite sería la libertad de los otros. A la vez, si preguntamos a alguien qué hay de valioso en su vida, seguramente mencionará compromisos con otras personas: relaciones de amistad y de amor, vínculos familiares, proyectos profesionales, causas sociales o pertenencia a una comunidad religiosa.
Autonomía y compromiso no se contradicen, pero a veces resulta difícil hacerlos compatibles: sin libertad no habría compromisos, pues se convertirían en meras costumbres sociales; sin compromisos, la vida perdería lo que tiene de valioso. En realidad, son dos caras de una misma moneda: tenemos libertad para comprometernos. Sin embargo, en ocasiones los compromisos acaban experimentándose como ataduras que ahogan y se toma la decisión de deshacerse de ellos, incluso pagando el alto precio del dolor de la ruptura de una amistad o de una crisis familiar. ¿Acaso la libertad es más una carga que un don? La respuesta depende de si hay algún modo mejor de entenderla que únicamente como autonomía.
La vida de cada persona es un camino que se recorre empleando la libertad. Puede decirse −con una imagen del papa Francisco− que hay dos maneras de hacerlo: como peregrinos o como errantes. El peregrino ha partido de su hogar, tiene un destino y cuenta con vínculos personales en los que apoyarse. En cambio, el errante sigue itinerarios marcados por las necesidades inmediatas, está desvinculado de los demás y en ningún lugar se siente en casa.
La tensión entre autonomía y compromiso es una de las principales causas de malestar en la sociedad. Se trata del mismo fenómeno que describió Charles Taylor en La ética de autenticidad hace ya casi treinta años. Nuestra época es la del «malestar de la modernidad», porque los grandes logros sociales −como los derechos individuales o el principio de eficiencia que lleva al progreso económico− son, a la vez, causas de desasosiego en la vida de las personas −como el individualismo o la mentalidad utilitarista−. Esa libertad que acertadamente defendemos produce también sinsabores. La paradoja es que en este mundo tan libre resulta difícil acertar con el modo de emplearla. El problema está en buscar soluciones externas −en la organización social, económica o política− para algo que solo puede resolverse en nuestro interior. Lo que necesitamos es responder a la pregunta «¿Para qué tenemos libertad?».
La libertad tiene diversos sentidos o dimensiones. En la época de la Revolución Francesa, Benjamin Constant distinguió entre la libertad de los antiguos −característica de la polis griega− y la de los modernos −que explica el contrato social−. Alejandro Llano recoge esta distinción en Humanismo cívico con la terminología de libertad-para y libertad-de. En el primer caso se subraya la visión clásica: el ser humano es social por naturaleza, necesita de los demás para alcanzar la felicidad, y se fomenta la participación social. En el segundo, la libertad se entiende en su sentido moderno: derechos del individuo ante los demás y el Estado, separación entre esfera pública y privada, y el interés propio como motor de la interacción social.
Si se trasladan esas categorías del pensamiento político al ámbito individual, se comprueba que no se trata de dos sentidos contrapuestos o excluyentes, sino complementarios. Son como dos escalones, donde la libertad-de es la base sobre la que se asienta la libertad-para. La libertad-de consiste fundamentalmente en la capacidad de elegir. La experiencia principal es que el futuro no está escrito. Sin esto, desaparecería el concepto de responsabilidad y nos encontraríamos en un mundo sin promesas ni contratos, sin alabanzas ni reproches. Sería como lo que imagina Aldous Huxley en Un mundo feliz: niños programados desde la cuna, pastillas que resuelven los problemas personales, y exilio para quienes se preguntan por el bien y el mal.
Desde la perspectiva de la libertad-de, la persona es más libre cuantas más opciones tiene para elegir y, en cambio, lo es menos cuando se compromete. Por su parte, la libertad-para es precisamente la capacidad de asumir compromisos, entendidos en el significado coloquial de la expresión. Cuando decimos «Esta persona está muy comprometida» nos referimos a alguien que se toma en serio lo que hace, que sabemos que estará ahí cuando la necesitemos e incluso, si es necesario, antepondrá el bien del otro al suyo.
La libertad-para presupone la libertad-de, porque la adquisición de compromisos auténticos requiere que no haya coacción. A la vez, se trata de un ámbito más completo. Decisiones sobre con quién compartir la propia intimidad o en qué trabajo dará uno lo mejor de sí se toman porque ofrecen respuestas a la pregunta «¿Hacia dónde dirijo mi vida?». El amor, la familia, el servicio a la sociedad o la religión dan acceso a maneras de vivir donde se hacen realidad bienes que −si alguien nos preguntara− incluiríamos en nuestra lista de lo valioso. Lo bueno no es una idea abstracta, sino que tiene nombre de persona: un amigo, un hijo, un cónyuge, Dios. El bien está, de modo paradigmático, en las acciones que realizamos para esas personas o junto con ellas.
No hay un punto cero en la existencia de una persona. Al ponernos a pensar a dónde dirigirnos, ya estamos inmersos en un conjunto de relaciones familiares, sociales y profesionales. Si todo se redujera a libertad-de, estos compromisos serían un lastre para la autonomía. En cambio, desde la libertad-para se reconoce que ese es el punto de partida. No se trata solo de algo inevitable, sino también positivo. El peregrino parte de un hogar, en el que encuentra lo necesario para vivir. Su primera tarea consiste en reconocer los bienes que gratuitamente ha recibido −el cariño, el cuidado o la educación− y en asumir los compromisos ya presentes en su vida. Si encuentra aspectos deficientes, los corregirá o los abandonará.
Conviene evitar la confusión tan frecuente de pensar que el compromiso es libre exclusivamente porque nadie nos ha forzado y porque podemos deshacerlo. Eso sería simplemente libertad-de, pero no todavía libertad-para. Desde luego, la experiencia demuestra que nadie está condenado a mantener una amistad, ni a seguir involucrado en su profesión, ni tan siquiera a continuar con un matrimonio. Pero lo consideramos como algo negativo, como una pérdida, precisamente porque lo que buscábamos era tener un amigo, ser un profesional dedicado o estar casado.
Desde la libertad-para, es más libre quien se ha comprometido, porque ejerce de modo pleno su libertad. La disminución de opciones no aparece como una pérdida, pues se valoran más los bienes que se alcanzan con los compromisos. Es la libertad del peregrino, que con cada paso va alcanzando su fin. Ulises, protagonista de la Odisea, rechaza todas las ventajas que la ninfa Calipso le ofrece, incluida la inmortalidad, por una clara razón: «Quiero y deseo todos los días marcharme a mi casa».
En cambio, la libertad del errante es, en su versión extrema, la de quien no toma decisiones importantes ni establece vínculos profundos. Desde la libertad-para es una persona menos libre, pues no sabe hacia dónde vale la pena dirigirse. Puede ser un «errante superficial», que no tiene respuestas porque no las ha buscado, o un «errante trágico», que piensa que la vida carece de sentido. Un ejemplo de lo primero sería el «hombre-masa» de Ortega y Gasset. Alguien «cuya vida carece de proyecto y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes». De lo segundo, un caso sería Meursault, el protagonista de El extranjero de Albert Camus. Para él, «la vida no vale la pena de ser vivida» y le da igual morir hoy que mañana. En ambas situaciones, se es incapaz de descubrir lo que hace valiosa la existencia. El errante y el peregrino miran el mundo con ojos distintos.
Hay formas patológicas de compromiso. Por ejemplo, cuando los cónyuges se ven como extraños y las obligaciones mutuas se convierten en algo externo, según lo refleja Alessandro D’Alatri en la película Casomai (Comprométete). O lo que sucede en la parábola del hijo pródigo, donde el hermano mayor vivía con su familia y cumplía sus deberes pero no podía decir que esa fuera su casa. Si no se pone solución, el corazón acaba endureciéndose y la persona se marchita.
También hay compromisos que conducen a lo que hoy se llama relaciones tóxicas. En ellas se aniquila la libertad-de, que siempre debe estar presente. El dominio psicológico y físico o la dependencia emocional tiene que llevar a replantearse el rumbo elegido o, si no hubiera otra solución, a rectificarlo. En La piedad peligrosa de Stefan Zweig se comprueba que el «sí» que se dice a alguien ha de ser maduro, so pena de quedar atrapado en una mentira.
Ante estos problemas, actualmente se opta, con frecuencia, por la solución en apariencia más fácil: cambiar de vida. Hemos olvidado que el peregrino, por sentirse en casa, es capaz de encajar en su proyecto vital las imperfecciones de los demás, los problemas sobrevenidos e, incluso, algunas situaciones objetivamente defectuosas. Es consciente de que no vivimos en un mundo idílico, sino dañado por el mal y habitado por seres limitados. Sabe que ningún proyecto vital se puede realizar sin los demás. Tiene experiencia de que lo bueno exige esfuerzo para alcanzarlo y cuidado para mantenerlo.
Precisamente porque la libertad es apertura incierta al futuro requiere una mirada capaz de encontrar sentido a las situaciones en las que la vida nos coloca. Quien ama sufre. Al llegar a Ítaca, el porquero Eumeo le dice a Ulises: «Nosotros gocemos con nuestras tristes penas, recordándolas mientras bebemos y comemos en mi cabaña, que también un hombre goza con sus penas cuando ya tiene mucho sufrido y mucho trajinado». Echar la vista atrás y, en compañía de un amigo, poder decir «Ha valido la pena» es un logro modesto, pero quizá el mayor al que podemos aspirar los humanos.
Las distinciones introducidas son relevantes porque la cultura actual se basa en el concepto moderno de libertad. Por eso, resulta difícil entender que esta capacidad no es solo autonomía −libertad-de−, sino que posee otra dimensión −libertad-para− cuya realización más completa es el compromiso. La solución no pasa por volver a un mundo premoderno. Al contrario, lo que se necesita es mostrar la complementariedad entre ambos sentidos.
Es en el paso de la adolescencia a la vida adulta cuando se abre la dimensión de la libertad-para. Resulta significativo lo que cuenta sobre las nuevas generaciones Jean M. Twenge en su libro iGen. Ha empezado a usarse en las redes sociales el neologismo adulting −con connotaciones negativas− para referirse al deseo de evitar los compromisos. De todos modos, es animante comprobar que, al explicar todo esto a estudiantes universitarios, se produce el fenómeno —tan propio de la educación— del despertar. En el ámbito anglosajón los llaman aha moments, porque la persona expresa, con palabras o gestos, el ¡ajá! característico de la iluminación intelectual. Tienen la sensación de haber encontrado, por fin, la pieza que faltaba en el puzle de la libertad.
Mientras que el errante se siente extraño con su propia vida, el peregrino puede decir: «Este es mi mundo». La razón es que, en su caminar por la vida, las exigencias y consecuencias de sus compromisos −incluso cuando resultan costosas o desagradables− no las ve como algo externo que se le impone o limita, sino más bien como una expresión de aquello que él desea ser. Experimenta que ejerce su libertad del modo más profundo. Por ejemplo, es capaz de decir: «Estas deudas, madrugones y éxitos soy yo, porque esas son las costuras que tejen mi vida». Para los humanos, vivir no consiste en desarrollarse biológicamente, sino biográficamente. Desde una perspectiva existencial, somos la historia que escribimos.
Por el carácter temporal de la vida humana, la situación habitual será la de cierta tensión entre lo que somos y lo que nos gustaría ser. Madurar entraña, en buena medida, ir cerrando ese hiato y ajustar nuestros ideales a lo que de modo realista podemos lograr. En no pocas ocasiones, la libertad consiste más en aceptar que en hacer. Pero no se trata de una aceptación derrotista, sino basada en la capacidad de encontrar sentido. El sentido nos permite integrar en la propia vida lo sobrevenido y adaptarnos a las circunstancias que no podemos cambiar. También eso soy yo.
El errante nunca se acaba de sentir en casa en ningún lugar; va de un lado a otro en busca de un para qué, pero siempre queda insatisfecho. No tiene un hogar, ni dentro ni fuera de sí mismo, porque no consigue encontrar sentido. Es importante subrayar que la libertad consiste en sentirse y no solo en saberse en casa. En cuestiones existenciales, no basta con saber teóricamente que un itinerario de vida es valioso; es necesario sentirlo. No se trata de un sentimiento superficial, sino de la experiencia de que uno encaja en su situación vital. Un claro signo es la conversación: estamos en casa cuando somos capaces de pasar horas, o días, hablando con los demás. El tema nunca se acaba, porque no es otro que la propia vida. Así les ocurre a los personajes de Retorno a Brideshead, la novela de Evelyn Waugh que ayuda a entender esa experiencia de «encajar»; o a los protagonistas del cine de Terrence Malick, según ha mostrado Pablo Alzola en su libro La esperanza de llegar a casa.
El amor es lo que puede dar sentido a lo que nos sucede. Hegel, crítico con el concepto de autonomía, menciona la amistad y el amor como lugares existenciales donde la persona es plenamente libre. En ellos el ser humano «se limita gustoso en relación con otro», pues sabe que esa limitación no es alienante. Está consigo en el otro, porque el amigo o el amado son parte de la propia vida.
Todo lo realmente valioso en la vida y, por tanto, el contenido de la libertad-para es más un don que se recibe que algo que se elige o produce. Cuando la amistad, el amor o el trabajo −en cuanto servicio a los demás− se consideran como relaciones de intercambio, queda fuera lo más importante. La radical gratuidad del don nos sitúa en el ámbito propio de la persona, según explicó el profesor Ángel Luis González en Persona, libertad y don, siguiendo el debate entre Marion y Derrida.
Según se ha ido argumentando, la libertad encuentra su sentido al responder la pregunta «¿Hacia dónde me dirijo?». Este tipo de cuestiones requieren capacidad de asombro. En Llamados al amor, Carl A. Anderson y José Granados explican que el asombro se distingue de la mera interrogación en que no busca respuestas mediante el esfuerzo, sino que las realidades que descubre le son gratuitamente desveladas. El asombro originario −del que habla Juan Pablo II− consiste en advertir que la propia existencia y la de los demás son un don, un regalo. Es lo que expresa con fuerza el apóstol Juan en sus cartas: «Amamos porque Él nos amó primero». Nos encontramos en el mundo siendo libres y, a la vez, sabiéndonos amados por Dios. Tenemos una llamada, un para qué: corresponder a ese amor, y una capacidad para hacerlo: la libertad. Desde esta perspectiva, se advierte que no es la libertad la que crea o define el bien, ya que lo primero fue el amor y no la libertad.
Como ha recordado Lucas Buch en Nuevos mediterráneos, saberse amado es el fundamento de toda esperanza. Es lo que da fuerza al peregrino para no desfallecer, porque conoce −como Ulises− que al final del camino le espera el amor que precede a su viaje. La esperanza es la virtud del peregrino y la más necesaria para la libertad. Se entiende bien en las Confesiones de san Agustín. Él fue literalmente un peregrino del amor. La insatisfacción que experimentaba le empujó a buscar hasta que finalmente encontró su lugar en el mundo, junto a alguien de quien podía decir: «Tú eres la vida de mi vida».
Dios es la fuente última de toda esperanza. Desde un punto de vista religioso, nuestro lugar en el mundo lo descubrimos al sabernos hijos de Dios. Entonces podemos decir, en sentido estricto, que el mundo es nuestra casa. Pero este planteamiento también es válido para el no creyente. La idea −racionalmente justificable− de que el mundo tiene un sentido y de que hay Alguien a quien le importamos cumple una función equivalente. Incluso bastaría con la experiencia de saberse amado en la propia familia como hijo o, luego, por otras personas. En cualquier caso, amamos porque hemos sido amados primero. Y, cabría añadir, somos libres porque hemos sido amados primero. El amor es la fuente y el destino de la libertad humana.
José María Torralba, profesor titular de Filosofía y director del Instituto Core Curriculum, Universidad de Navarra
Fuente: Nuestro Tiempo
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