La Pascua es una invitación serena y honda a la alegría.
La Pascua es una invitación serena y honda a la alegría porque celebramos la victoria definitiva de Cristo sobre el pecado y la muerte. Es la celebración de la reconciliación del mundo con el Padre y la unidad del género humano. Con Cristo ha venido una nueva creación. Todo es nuevo, distinto. Los hombres deben tener una nueva forma de mirar, de oír, de gustar, de ser. Todo lo que existe es distinto.
La responsabilidad de la Pascua para todos nosotros está en que toda esta novedad la tenemos que hacer transparente y comunicativa. Es la novedad de haber hecho realidad en nuestra vida el contenido de aquellas palabras del Evangelio: “Hemos visto al Señor (Jn 20, 25)”. Haber visto al Señor supone una experiencia inigualable. Supone haber tenido lo que nunca jamás uno se hubiera imaginado.
Todos habremos experimentado algún momento en especial cercanía a Cristo y lo a gusto que nos hemos encontrado. Son estos momentos que nunca cambiaríamos por nada, ni por nadie. Son momentos en que decimos sin miedo a confundirnos, ni a quedar en ridículo, ni a importarnos el qué dirán: “Hemos visto al Señor” en la fe. La alegría que en esos instantes está en nuestra vida es indescriptible.
Pues bien, el signo de una existencia cristiana verdadera es la alegría. Y la alegría es el mejor testimonio de la autenticidad de una vida. En el cristianismo, no se trata de ser individualmente alegres. Se trata fundamentalmente de formar comunidades pascuales que irradien cotidianamente la alegría. Urge recuperar la alegría de la Pascua, que es distinta a otras alegrías superficiales y pasajeras. El signo de descomposición de una comunidad cristiana es la tristeza, la amargura, el pensar mal de los demás, los miedos diversos que podemos sentir y que parece que se instauran a perpetuidad en nuestra vida. Es necesario que escuchemos muchas veces aquellas palabras del Evangelio:
“Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: no os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 5-6).
La Pascua nos pone ante la inevitable y gozosa exigencia de lo nuevo en el mundo, en la historia y en nosotros mismos. En la Pascua celebramos la Vida. Esa Vida que no acaba, que alienta en el camino, que da seguridad absoluta en la inseguridad, que da valor en el miedo, que da fortaleza en la debilidad, que da alegría en la cruz y el sufrimiento.
Hoy nos es necesario recuperar esta Pascua. Es urgente que los hombres sintamos en nuestras vidas la presencia de la Pascua que es Cristo el Señor. Hace falta que recuperemos la alegría en el mundo y en la Iglesia o mejor recuperar la alegría en la Iglesia para el mundo. Solamente recuperando esa alegría en la Iglesia, recuperamos el sentido de la cruz. Porque no se trata de una alegría superficial y
pasajera, que a veces puede coincidir con un éxito inmediato, sino de una alegría honda y eterna que solamente nace de la cruz y que es fruto del amor de Dios que se derramó en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz (Ga 5, 22)”. Parecería que hablar de la alegría nos hiciese perder el sentido de la realidad, ya que en el mundo vemos dolor, enfermedad, enfrentamientos... Hablar de la alegría no es ignorar el dolor, el sufrimiento, la muerte. Todo lo contrario. Es descubrir el sentido de la cruz desde la fecundidad del misterio de la Pascua.
Cuando los discípulos iban con el Señor en la barca y se levantó la tempestad, tuvieron miedo y pensaban que todo se iba a acabar. Cuando descubrieron que Cristo podía incluso calmar la tempestad, porque era dueño de la vida, comenzaron a mirar las cosas de un modo diferente: “Pues, ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4, 41).”
Una mano amiga, grata, que ayude a realizarse a los demás, que no ponga dificultades, que no tape la boca de los otros. Entrar en la novedad de Cristo, en la vida de Cristo, incorporar la vida de Cristo o la Pascua en nuestra vida supone vivir esa alegría de curar tocando a los demás. Muchos son los hombres que se acercan a nosotros y nos dicen: si quieres puedes... Ante el leproso que dijo a Cristo: “Si
quieres puedes limpiarme” (Mc 1, 40), la actuación de Cristo fue inmediata: “Extendió la mano, le tocó y le dijo: quiero, queda limpio (Mc 1, 41)”. Urge que para vivir la alegría de Pascua nos dejemos situar en la novedad de tener las manos de Dios. Manos que curan, limpian, dan vida.
La alegría nace cuando sabemos oir las necesidades de los demás. Para ello hay que tener unos oídos limpios, capaces de estar atentos a los demás y de escuchar no sólo lo que nos conviene, sino también lo que nos complica, lo que nos deja sin tener tiempo para nosotros ya que tenemos que responder a lo que oímos. Cuando Jesucristo escucha, siempre se le complican las cosas. Pero ahí está la alegría de su vida y la alegría de los demás:
“Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y, al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva” (Mc 5, 23).
Y Cristo marchó con aquel padre sufriente, que había perdido la alegría. Era necesario devolvérsela, así podría él darla a los demás. Por eso cuando llegó a casa del jefe de la sinagoga dijo: “Muchacha, a ti te lo digo, levántate. La muchacha se levantó al instante y se puso a andar (Mc 5, 41-42).”
Lo cual supone dar la vida como Dios mismo la dio. No solamente dar cosas o dar sabores, sino dar la vida misma, la vida física. Y todo ello por amor y por fidelidad al Padre. Ahí se encuentra la verdadera alegría. En la hondura de la cruz está la hondura y la raíz de la misma alegría. Parece algo contradictorio y que solamente puede entender el que de verdad sabe amar o ha amado alguna vez de veras. Solamente desde ahí entendemos a Cristo en la cruz y a un Dios que teniendo poder sobre todo y sobre todos llega no sólo a hacerse hombre, sino a dar la vida existencialmente: “Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró (Mc 15, 37).”
Sin discriminar a nadie, siendo todo para todos, no esperando nada de nadie, sabiendo que lo que hacemos es lo que tenemos que hacer y que si hiciésemos otra cosa la tristeza llegaría a nuestra vida, ya que estaríamos viviendo en una infidelidad total. Nuestra tentación consiste en vivir en muchos momentos de nuestra vida sirviendo a los que son como nosotros, a los que piensan como nosotros, a los que viven como nosotros pensamos que hay que vivir. Esta fue la
tentación de los discípulos del Señor al principio y sigue siendo la nuestra. En la medida que entramos por este camino perdemos algo de la novedad de la Pascua. Urge que escuchemos a Cristo que nos sigue diciendo en esta Pascua: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a dar su vida como rescate de muchos (Mc 10, 45).”
Si no entendemos así la vida y no la vivimos con esta novedad, estamos perdiendo lo más nuestro como discípulos de Cristo. Entonces es cuando nos hacemos viejos porque no miramos el mundo con los ojos del siempre nuevo que es Dios mismo. Al hombre con novedad pascual no tiene que asustarle la muerte porque sabe que
tiene la vida y que para él la muerte es un paso a la vida. Al hombre pascual le tiene que asustar la vejez, es decir, no descubrir cada día rasgos nuevos de Cristo en todos y en todo.
Para descubrir esta alegría es necesario ser contemplativo. Es urgente descubrir en la historia y en nosotros mismos la presencia de un Dios que se hace hombre, que se encarna, que muere en la cruz, que resucita y da a todo una luz nueva.
A los cristianos se nos pide en primer lugar nuestro tiempo, que no nos angustiemos por lo que está pasando, ni soñemos superficialmente en una paz que no nazca de la cruz. Se nos pide que sepamos leernos con la novedad que trae Cristo y que sepamos leer nuestro mundo desde esa novedad.
La alegría de ser conscientes de que somos de Dios. Todo hombre debe de pasar la experiencia de ser de Dios. Muchasveces hemos escuchado esas palabras del libro del Génesis: “Y dijo Dios: Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Creó pues Dios, al ser humano a imagen suya (Gn 1, 26-27)”. Pero es muy probable que pocas veces las hayamos gustado experiencialmente en nuestra vida personal. Ser de Dios.
Haber sido construidos para Dios. Ser semejantes a El, ya que El así lo quiere. En lo más hondo de nuestro ser, nos sobrecogemos pensando esta realidad. Y lo hacemos porque no sabemos responder a ella. Tan grandes somos que Dios mismo al querer hacerse presente entre los hombres, escogió hacerse hombre: “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en soporte como hombre (Flp 2, 6-7).”
La novedad pascual es la verdadera alegría nacida de la Pascua y de esta realidad que nos ilumina Cristo: ser hombres de Dios hace que tengamos la urgencia de incorporar a nuestra vida los sentimiento de Cristo: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo (Flp 2, 5)”. Sentimientos nuevos de amor, servicio, perdón, darlo todo sin esperar nada. Los cristianos estamos seguros de que el mundo se arreglará en la medida en que haya hombres y mujeres con estos sentimientos. Esta seguridad nos la da el mismo Cristo. Cuando un hombre descubre y vive que es de Dios, no le queda más remedio que entregarse a él y hacer las cosas de Dios. No tiene otra razón para vivir más que la de hacer, sentir y ser como aprende de Dios mismo en Cristo. Por eso no extraña que en los primeros momentos del cristianismo, cuando los sentimientos de pertenencia a Dios eran tan vivos y tan experienciales, hubiera tantos hombres y mujeres que siguiesen radicalmente a Jesucristo. Hoy necesitamos ese mismo sentimiento. Es un mundo en el que los hombres muchas veces no parecen saber de quién son y a quién se deben; urgen más que nunca testigos fieles de esta novedad y pertenencia radical a Dios en Cristo Jesús.
La alegría en tierras de Dios “En el principio creó Dios los cielos y la tierra (Gn 1, 1)”, de tal modo que nada es nuestro; el lugar donde pisamos, la tierra en la que habitamos la hizo Dios para nosotros. ¡Que diferente sería si los hombres pensásemos en esta realidad! ¡Qué distinto seria pensar así para el que tiene mucho y cree que es dueño de ello y para el que se cree que está abandonado y no tiene nada! Uno y otro serían distintos, cambiarían sus sentimientos con respecto a los demás, serían capaces de ayudarse más, de sentir que los dos tienen un Padre común que les hace habitar en una tierra donde unos no tienen más derechos que otros, pues es de Dios. Los hombres tenemos sentimientos hondos de posesión, no sólo queremos poseer cosas, sino también queremos poseer a los demás. Esto nos destruye y hace que siempre estemos comprometidos en discusiones y divisiones. Sólo el hombre que se siente en tierras de otro, es capaz de estar mirando constantemente lo que quiere el dueño. Ese hombre se comporta tal y como quiere el dueño. Es capaz de plantar en esas tierras la semilla y las plantas que el dueño quiere. La novedad pascual nos urge también a nosotros a plantar las cosas que quiere Dios. En sus tierras no valen sentimientos de rivalidad, envidia, egoísmo.
“Os digo, pues, esto y os conjuro en el Señor, que no viváis ya como viven los gentiles, según la vaciedad de la mente, sumergiendo su pensamiento en las tinieblas y excluidos de la vida de Dios por la ignorancia que hay en ellos (Ef 4, 17-18)”. Para estar en las tierras de Dios es necesario estar en la vida de Dios mismo, tener la vida de Dios y entregarse a esa vida. El habitante de las tierras de Dios es el hombre que ha entendido que sus plantaciones solamente pueden ser aquellas que nacen de la vida que trae Cristo. Son unas plantaciones que traen la auténtica alegría:
“Por tanto, desechando la mentira, hablando con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os airáis, no pequéis; no se ponga el sol mientras estáis airados, ni deis ocasión al diablo. El que robaba que ya no robe, sino que trabaje con sus manos, haciendo algo útil para que pueda hacer participe al que se halle en necesidad. No salga de vuestra boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a los que os escuchen. No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Toda acritud, ira, cólera, gritos, maledicencia y cualquier clase de maldad desaparezca de entre vosotros. Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios en
Cristo. Sed pues imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y victima de suave aroma (Ef 4, 25-Ef 5, 2).”
Cuando vivimos en el mundo desde estas actitudes es cuando entendemos que la única razón para actuar está en tener estos sentimientos. No podemos tener otros porque el dueño del lugar que pisamos es Dios y tenemos derecho a portarnos de otra manera. Entonces tenemos la posibilidad de vivir la alegría de Cristo, la alegría
de la Pascua. Entonces descubrimos que la vida merece la pena vivirse en la medida en que la entendemos desde Dios y en la medida en que entendemos que es de Dios todo lo que existe y que nosotros tenemos que responder a los proyectos que Dios tiene sobre todo desde siempre. Desde esta hondura nace la necesidad y la urgencia de invitar a los hombres a vivir según Dios y a que se den cuenta de que el lugar que pisan, que la tierra que habitan, es de Él. ¿Acaso no vemos la urgencia de esta invitación? Hoy más que nunca los hombres tienen necesidad de saber dónde están pisando, de quién es el lugar. Cuando el hombre se considera dueño absoluto de todo, cae en la contradicción de creerse grande y al mismo tiempo de no sentirse a gusto consigo mismo. Es entonces cuando más necesidad tiene de saber que todo tiene su origen en Dios y que todo es de Dios. Estas urgencias le llevan a descubrir la urgencia del anuncio del Evangelio de Jesucristo, la urgencia del testimonio, de asumir la novedad radical de Jesucristo, Pascua eterna, novedad absoluta para el hombre. Estas urgencias nos llevan a sentir en nuestra propia carne la necesidad de hacer realidad aquellas palabras del Apóstol: “Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree (Rm 1,16).”
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