A la vuelta de cuatro años en campos de prisioneros de guerra (1940-1945), Yves Congar va a desarrollar su teología sobre el ecumenismo y la Iglesia, que ya había trazado, y contribuir notablemente al Concilio Vaticano II
“En los años 46 al 47, nos fue dado vivir momentos bastante excepcionales en un clima eclesial de libertad reencontrada”, recuerda Congar en su larga entrevista con Jean Puyo (Le Centurion, Paris 1975, capítulo 4). Se mezclaba la alegría de la victoria y la paz en Francia, con las ganas de hacer un mundo nuevo y una Iglesia renovada y en misión.
Él ya estaba muy involucrado en el movimiento ecuménico. Entre 1932 y 1965, todos los años, incluso alguno de los de cautividad, predicó, donde le llamaron, el Octavario de la Unidad de los Cristianos, que había dado lugar a su libro pionero Cristianos desunidos (1937).
El libro había suscitado algunas reticencias, ahora renovadas ante la segunda edición.
“A finales del verano de 1947, se pueden situar las primeras manifestaciones de inquietud de Roma. Comenzamos a recibir una serie de advertencias, después de amenazas en relación a los sacerdotes-obreros. No se me concedieron los permisos que pedía (nunca dejé de solicitar los permisos de mis superiores cuando era necesario)”. No pudo acudir a las reuniones ecuménicas preparatorias para la creación del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra (1948).
Era entonces nuncio en Francia Roncalli, después Juan XXIII (1944-1953). Y se presentaban dificultades de distinta naturaleza e importancia. De algunas ya hablamos. Por un lado, estaba la susceptibilidad de un sector católico tradicional bastante herido y la incomodidad e incomprensión de la teología que llamamos manualística ante las nuevas corrientes teológicas. Ambas promovían sospechas y denuncias en Roma. Por otro, la Santa Sede veía nacer el movimiento ecuménico y quería que no se le fuera de las manos. Y, sobre todo, estaba conmovida y alertada por los acontecimientos históricos.
Se ha dicho que Pío XII vivía obsesionado por el comunismo. Es desconocer mucho la historia. Entre 1945 y 1948, con una colección de violencias y pucherazos electorales, la URSS impuso regímenes comunistas en todos los territorios ocupados: Alemania oriental, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria, además de incorporarse directamente Estonia, Letonia y Lituania y una parte de Polonia. Los comunistas locales tomaron Yugoslavia y Albania. En 1949, Mao se hizo con China. En 1954, los comunistas se quedaron con la mitad norte de Vietnam e iniciaron la invasión del sur, hasta tomar Saigón en 1975.
En esos años, millones de católicos y cientos de diócesis quedaron sometidos a las represiones y trapacerías comunistas. Todos los días llegaban a Roma noticias tristes, algunas tremendas. Se había creado un Iglesia martirial, una “Iglesia del silencio”. Tanto silencio que muchos no lo recuerdan cuando describen ingenuamente esta época.
Y en Francia, Italia y Austria existía una tremenda presión comunista política, propagandística y cultural, que afectaba a todo, y a la Iglesia también. Y que tapaba lo que pasaba al otro lado. Vale la pena leer a Stephen Koch, El fin de la inocencia. ¿Cómo podía Pío XII, en los años cincuenta, no estar muy preocupado por el comunismo? Solo cuando aquellos regímenes estaban sólidamente establecidos, Pablo VI pudo intentar un diálogo de buena voluntad que no encontró buena voluntad. Y hoy se sigue intentando con China, Vietnam… Cuba… Venezuela.
Frente esto, a Pío XII no podían parecerle muy graves otras cuestiones. Presionado por las quejas y denuncias ante la “nouvelle Théologie”, compuso la encíclica Humani generis (1950), describiendo genéricamente algunas posibles desviaciones, pero no quiso nombrar ni condenar a nadie. Contenía una línea desaconsejando el falso irenismo. Se tomaron algunas medidas disciplinares, se puso algún libro en el índice (Chenu) y, sobre todo, se suspendió el experimento de los curas obreros (1953), que con aquella presión y manipulación comunista no podía salir bien, por más que realmente tuviera una inspiración evangélica.
En 1954, la Santa Sede hizo cambiar a los tres provinciales dominicos de Francia y exigió que se alejara de sus lugares y de la docencia a cuatro profesores, entre los cuales Chenu y Congar. En realidad, Congar apenas había tenido relación con el movimiento, salvo algún escrito ocasional. Y, quizá por eso, no estaba claro qué se le podía objetar.
A finales de 1954 fue llamado urgentemente a Roma para entrevistarse con el Santo Oficio. Pero pasaron seis meses sin entrevista. De distintos lados le aconsejaron corregir Cristianos desunidos, pero nunca supo qué debía corregir. “Cambie algo”, le sugirió, en algún momento, el general de los dominicos. Y lo mismo sucedió con Verdadera y falsa reforma en la Iglesia, que había publicado en 1950. También, ya por ósmosis, encontró reticencias otro ensayo pionero suyo: Jalones para una teología del laicado (1953), que ha sido muy importante en la historia del tema.
Tras volver de Roma en 1954, se le envió unos meses a Jerusalén y después a Cambridge, donde se sentía muy aislado. En 1956, le acogió el obispo de Estrasburgo, que lo conocía bien. Allí desempeñó una labor pastoral normal, con limitaciones de docencia y censura de publicación. Para él fueron diez años (1946-1956) muy malos, por esa sensación de rechazo sin información, como se ve en su Diario de un teólogo, escrito en vivo. Los recuerda con más distancia y mesura en su diálogo con Puyo. Pero también escribió mucho: en 1960, apareció un poderoso ensayo en dos volúmenes, sobre La Tradición y las tradiciones, en su aspecto teológico e histórico. La Tradición, en realidad, no es otra cosa que la misma vida de la Iglesia en la historia, animada por el Espíritu Santo.
A la muerte de Pío XII (1958), el antiguo nuncio Roncalli es elegido Papa y convoca el Concilio. En 1961 nombra a Congar consultor de la Comisión preparatoria. Era una rehabilitación. Al principio, se trataba de asistir a sesiones con otros muchos. Pero, desde marzo de 1963, incorporado a la Comisión Central, jugó un papel muy activo, en la inspiración, redacción y corrección de muchos textos.
En su presentación de conjunto A la escucha del cardenal Congar (Edibesa, Madrid 1994), el teólogo dominico Juan Bosch recoge puntos redactados directamente por Congar, como los números 9, 13, 16 y 17 del capítulo II de Lumen Gentium, y parte del cap. 1 de Presbyterorum ordinis o el capítulo primero del Decreto Ad Gentes, sobre la evangelización. También trabajó mucho en Gaudium et spes, en Unitatis redintegratio (sobre el ecumenismo) y Dignitatis humanae (sobre la libertad religiosa).
Los grandes temas del Concilio eran sus temas. Se movió para impulsarlos: describir la Iglesia como Misterio y como Pueblo de Dios; entender mejor su comunión, reflejo de la comunión de Personas de la Trinidad, base de la comunión del Colegio episcopal y de las Iglesias particulares y horizonte del ecumenismo; profundizar en la misión “sacerdotal” de los laicos en el mundo, elevando a Dios las tareas temporales. Además, el empeño ecuménico, en cuanto se presentó a los Padres, ganó su corazón y cambió la actitud de la Iglesia católica para afrontar las divisiones históricas. Fue una gran alegría.
En esos años, escribió regularmente crónicas del Concilio para revistas, que después recogió en libros anuales (El Concilio, día tras día): y llevó también un diario personal detallado, que es una fuente de primer orden para la historia del Concilio (Mon journal du Concile, 2 volúmenes). Y tuvo mucho trato con los jesuitas franceses De Lubac y Daniélou, y los teólogos de Lovaina, Philips, Thils y Moeller. También conoció al obispo Wojtyla. Recuerda que, cuando hablaba, durante los trabajos de la redacción de Gaudiun et spes, impresionaba por su aplomo y convicción.
El Concilio resultó un trabajo agotador, ya que las comisiones trabajaban muchas veces de noche para poder presentar los textos corregidos al día siguiente. Pero él era un gran trabajador. Habitualmente dedicaba 10 horas a escribir, durante muchos años. Así se explica la extensión de su producción.
En 1964, reúne algunos artículos sobre el ecumenismo en Cristianos en diálogo, y le antepone unas memorias muy interesantes y bastante largas sobre sus trabajos y vocación ecuménica.
Compone para el curso teológico Mysterium salutis (1969), un escrito muy extenso sobre las cuatro notas de la Iglesia, con su fundamento histórico: una, santa católica y apostólica. Y prepara dos extensos tomos sobre la Iglesia para la historia de los dogmas de Schmaus. Es una obra mayor y también pionera, aunque no haya podido recogerlo y sintetizarlo todo.
Desde el final del Concilio, era invitado por todas partes para dar conferencias y cursos. Y lo siente como un deber. Si se puede transmitir, hay que transmitir. Era su servicio a la Iglesia. Pero se le empieza a desplegar una esclerosis que ya se había manifestado un poco en su juventud.
En 1967, en un viaje intensísimo por varios países americanos, donde a veces tiene que usar un carrito, sufre un colapso en Chile. Y necesita meses de recuperación. En adelante, las limitaciones crecerán y la movilidad se complica, pero no para de trabajar y viaja lo que puede. Como necesita más atención física, en 1968 se traslada de Estrasburgo a Le Saulchoir, cerca de París.
Desde 1969 hasta 1986, es miembro de la Comisión Teológica Internacional y participa en los trabajos. Forma parte de la redacción de la revista Communio, en la que permanecerá a pesar de los problemas que percibe (considera a Küng un buen teólogo, más bien protestante). Pronto nota, como otros teólogos responsables y amigos, lo que no va bien en el posconcilio. Y hace unas llamadas a la responsabilidad, tanto en la teología: Situación y tareas de la teología hoy (1967), como sobre la vida de la Iglesia: Entre borrascas. La Iglesia de hoy afronta su futuro (1969). Analiza también el cisma de Mons. Léfebvre: La crise dans l’Église et Mgr Léfebvre.
Le preocupa la mala interpretación del Concilio, las derivas teológicas y la banalización de la Liturgia. Aunque mantiene un tono confiado en los frutos del Concilio. Él se sitúa en la tradición: “No me gusta mucho el título de conservador, pero yo espero ser un hombre de la tradición”. En esa tradición viva a la que ha dedicado tanta atención.
Con una limitación creciente, que llega a paralizarle los dedos, sigue trabajando. Es bonito que, en el ocaso de su vida, todo su trabajo sobre la Iglesia le conduce a escribir sobre el Espíritu Santo. Con todos los grandes temas esbozados, compone tres volúmenes (1979-1980) que luego se reunirán en uno solo, El Espíritu Santo. Sin ser un tratado sistemático completo, es una amplia panorámica de los puntos principales: su papel en la Trinidad, en la Iglesia y en el interior de cada creyente. Con ese estilo característico suyo, muy suelto, que combina luces temáticas con desarrollos históricos.
La enfermedad avanza. Unos años antes había conseguido una pensión de invalidez argumentando que la enfermedad se debía a las penurias de su larga prisión durante la guerra. Se la conceden. Con ese mismo título, en 1985, cuando necesita atención especializada, ingresa en el gran hospital que fundó Napoleón para los heridos de guerra: Los Inválidos, de París. Allí pasará sus últimos años, dictando porque ya no puede escribir, respondiendo al correo, recibiendo visitas.
En 1987 concede otra larga entrevista autobiográfica, muy interesante, aunque más breve que la de Puyo, a Bernard Lauret, con el título Entretiens d’automne (Conversaciones de Otoño). Ese mismo año escribe una introducción a la Encíclica Redemptoris Mater, de Juan Pablo II. Y, como si fuera un símbolo de su vida, su último artículo de revista, sobre Romanidad y catolicidad. Historia de la conjunción cambiante de dos dimensiones de la Iglesia.
En 1994, Juan Pablo II lo nombra cardenal; muere al año siguiente, 1995.
La obra de Congar es tan extensa que no es posible ni siquiera recoger los títulos significativos. Se han señalado algunos más principales. La nota bibliográfica que aporta Juan Bosch en su panorámica recoge 1.706 trabajos. Entre los cuales está, por ejemplo, su participación en el gran diccionario Catholicisme, al que contribuyó con cientos de voces. Y una curiosa colaboración con la revista española Tribuna médica (1969-1975).
Las entrevistas con Puyo y Lauret son interesantísimas al verle razonar en vivo. Sus tres diarios sobre la primera guerra (1914-1918), sus tiempos duros (Diario de un teólogo) y su participación en el Concilio también lo son. Y está bien construida la biografía de Fouilloux. Además, hay que contar ya con un gran número de tesis y ensayos sobre su obra. No cabe duda de que ha dejado un patrimonio teológico muy importante.
Juan Luis Lorda
Fuente: omnesmag.com
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