Dejar a un lado la queja constante, el resentimiento y la miseria moral
“Tengo un doctorado en Estudios Feministas, pero ya no soy progre”. Así comienza el duro testimonio de una profesora universitaria que firma bajo seudónimo (Samantha Jones) por miedo a las represalias. Y es que esta carta de presentación, que nos podría parecer inocente, empero, no le favorece.
A primera vista, no tendría por qué ser así; estas dos sencillas frases no deberían implicar importantes consecuencias. Por fortuna, vamos madurando y nuestras opiniones varían, enriqueciéndonos, y, salvo fidelidad a asuntos tan importantes como el equipo de fútbol y otros amores análogos, sigue viva la sana costumbre de ejercer el pensamiento, y, si uno se equivoca, rectificarlo sin darle demasiada importancia al asunto.
Pero nuestra amiga ha padecido en sus carnes los riesgos que entraña desarrollar un espíritu crítico, abandonando la ideología ‘woke’. Sabe que si sus colegas conocieran sus verdaderas opiniones, le sería imposible encontrar trabajo en la Academia. Algo que dejaría atónito a un San Alberto Magno o a cualquiera que ocupara una cátedra en las resplandecientes facultades medievales. “Pero si aquí nos pasamos el día discutiendo, sin que nadie ataque a nadie. Para eso está la Universidad. Si Sócrates levantara la cabeza…”, podrían pensar, perplejos, al escuchar este episodio. O, quizá, más lacónicos, musitarían: “para lo que hemos quedado…”.
Sin embargo, maestros, les diríamos, esta es una historia real. Créannos, ha ocurrido en algún lugar de los Estados Unidos, cuyo nombre no le apetece dar a su protagonista por las razones arriba expuestas. Allá por el 2000, ingresó en la Universidad. Era la mayor de seis hermanos y sus padres no tenían título académico alguno. Fascinada por la literatura y animada por sus profesores, que veían la Arcadia en un campus, a sus diecisiete años pensó que lo más conveniente era obtener el grado en Literatura inglesa, luego un trabajo de administrativo y escribir en su tiempo libre. Un plan no demasiado ambicioso, pero mucho mejor que seguir siendo camarera toda la vida. Se puso, pues, manos a la obra. Quién le diría que al cabo de sólo tres años se encontraría en medio de manifestaciones feministas, anti racistas y anti capitalistas gritando con todas sus fuerzas junto a radicales de izquierda. Habían pasado muchas cosas.
Algunos profesores, especialmente los más carismáticos, le habían abierto los ojos. Gracias a ellos, se había dado cuenta de cómo era el mundo. Durante sus estudios feministas, leyó a Simone de Beauvoir, Betty Friedan, Angela Davis, Gloria Jean Watkins (bell hooks) y Shulamith Firestone, y su vida cambió. Hasta entonces, no había descubierto, encerrada en su mundo estructurado y convencional, cuán oprimidas estaban las minorías en su país y cómo la injusticia campaba a sus anchas, dominando todo.
Cuenta a Centinela que cayó en la cuenta de que su madre, sus labores, era una mujer oprimida por un sistema machista, dedicada a amamantar y cuidar de seis niños, y se avergonzó de ella. Cual ateo al que de repente le llega la fe, despertó (to wake up, en inglés, de donde nace el término woke) y se abrazó a la doctrina de la Justicia Social Crítica, parida por los de la Escuela de Frankfurt, con su consecuente compromiso proselitista. Su misión, desde entonces, sería desenmascarar, mediante el análisis casi detectivesco y la lucha ideológica, los mecanismos de opresión de los poderosos sobre los débiles y librar al planeta de sus privilegios hasta en el más minúsculo ámbito de la vida. Corría el año 2003.
Pasó el tiempo, y, algunos cursos escolares después, hallamos a una todavía muy joven Samantha “exhausta”. ¿Exhausta como el soldado que, sudoroso, empuña el arma en medio del fragor de la batalla y observa la situación, algo desanimado y sin aliento, comprobando que su bandera va cediendo terreno, aun en buena lid? Más bien no.
A Jones la estaba consumiendo precisamente la ausencia de nobleza de esos combates que libraba. Estaba cansada de “estar siempre enfadada”. Todavía le faltaba un tiempo para despertar de ese supuesto sueño liberador ‘woke’, pero aquellos docentes que le habían inculcado la Justicia Social Crítica, que eran tan tiernos, tan empáticos, hasta el punto de que daban ganas de achucharles como a un peluche, habían conseguido adherirle a su causa siguiendo unos pasos muy concretos: apoyándose en la confianza ciega que transmitían a los alumnos (“en primero de carrera, yo asumía que los profesores universitarios son de las personas más inteligentes del país”), les habían desarraigado de cualquier fe o tradición que tuvieran y las habían sustituido por la Justicia Social Crítica. Funcionó con muchos, pero no con Jones: a ella se le acabó la gasolina posmarxista, llegó un momento en que no pudo más y decidió parar. No sólo eso, sino que cambió, y empezó a fijarse en las cosas buenas que había recibido, dejando a un lado la queja constante, el resentimiento y la miseria moral.
Se matriculó en un máster y comenzó a enseñar Escritura Creativa, lo que realmente le gustaba, y durante unos años, sólo leyó literatura. Para aumentar sus ingresos, en 2013 decidió iniciar el doctorado y fue entonces cuando se reencontró en las aulas con los pupilos de la Justicia Social Crítica, pero, de nuevo, habían cambiado muchas cosas.
Si sus antiguos colegas le parecían demasiado radicales, se quedó sin palabras para describir a los nuevos, mucho más jóvenes y, sí, más radicalizados, todos ellos ‘woke’: “parecían furiosos, autosuficientes y determinados, sin humildad intelectual” (aquí tendríamos de nuevo a los universitarios medievales dándose cabezazos contra la pared). Estaban obsesionados con la persecución a las minorías, “presas del pánico por el racismo en la Universidad”. De hecho, Jones, firme defensora de la meritocracia, fue atacada cuando, siendo miembro del jurado de un concurso de relatos, votó sin tener en cuenta la raza de los participantes, sino, oh, locura, la calidad de sus escritos.
La situación empeoró cuando Donald Trump, contra todo pronóstico, fue elegido presidente de Estados Unidos en 2016. Desde entonces, nuestra autora fue testigo de cómo sus colegas comenzaron, con redoblado coraje, a atacar a los votantes republicanos, a los blancos, a los conservadores, a los cristianos, tachándoles a todos de “opresores”. Convirtieron la Academia en “cámaras de eco”, en, como dice con acierto Mariona Gúmpert, “lugares donde crear espacios seguros para niñatos lloricas”. Cuando la propia Jones fue acusada de “estúpida, mala persona y de extrema derecha” por no ceder a los chantajes ‘woke’ y fue testigo de la justificación de la violencia que hacía un colega suyo como respuesta a las políticas “diabólicas” de Trump, se desilusionó todavía más con la ideología que había abrazado años atrás.
No le culpamos, a nosotros nos hubiera pasado algo parecido, seguramente. También hubiéramos hecho como ella, leer a los autores que seguían otros puntos de vista. Jones escogió a Hayek, Bork, Haidt, Sowell, Jordan Peterson, Nassim Taleb y otros liberales, conservadores y libertarios. Y llegó a la conclusión que todavía hoy sostiene: que la Justicia Crítica Social es más un problema que una anécdota; es más, que desde las aulas, sus seguidores están poniendo en peligro los pilares sobre los que se sustentan los Estados Unidos, esto es, la igualdad ante la ley, la libertad individual, la fidelidad a la Constitución y la libertades básicas (la religiosa, de expresión y de prensa). Si sigue dominando la Universidad, por ende, las instituciones clave del país, nuestra autora le augura a su patria un futuro más parecido a la China comunista que a otra cosa. Algo, cuanto menos, inquietante.
No obstante, Jones es optimista. Parte de la base de que los jóvenes ‘woke’, el grueso de las filas de la Justicia Social Crítica, encuentran en esta ideología el norte que antes les señalara la religión. Y que no es difícil hacerles ver qué es un sucedáneo del cristianismo, remitiéndose a las pruebas. En la propia España, al otro lado del charco, ya ocurre; basta asomarse un rato a Twitter para comprobarlo. A Jones le han escrito estudiantes venezolanos, ugandeses y africanos preocupados por la deriva que está tomando Estados Unidos y advirtiendo de las peligrosas consecuencias que el marxismo, aun descafeinado, tiene en los países que lo adoptan.
Con estos mimbres, escasos, quizá, pero prometedores, nuestra autora acaba su artículo, publicado el pasado 23 de diciembre en la revista digital New Discourses, con una guía para salir de esta asfixiante crisis que ya se está contagiando, cual pandemia letal, a las universidades europeas: en primer lugar, desarrollar un movimiento que abogue por el pluralismo intelectual en los campus y esté sostenido por estudiantes, antiguos alumnos, padres y ciudadanos comunes y corrientes, donde coexistan el conservadorismo, el liberalismo clásico y sus variantes ajenas al progresismo rampante. El objetivo principal de dicha corriente será ayudar a los estudiantes no ‘wokes’ con vocación docente a desarrollar su carrera.
En segundo lugar, resucitar los cursos y seminarios sobre la civilización occidental y los grandes libros (aquí hacemos un guiño especial a John Senior y su ejemplar programa, guía de las almas grandes que han fomentado sus inquietudes a través de su falsilla). Jones, por su parte, pone como ejemplo el James Madison, de la Universidad de Princeton. También, la autora propone fundar institutos y universidades que tengan especial debilidad por las Humanidades, las grandes olvidadas de las facultades, pese a ser las materias que en su día, paradojas del liberalismo, les dieron sentido. También aboga por proteger las escuelas privadas, en serio riesgo de ser intervenidas para, de facto, impartir obligatoriamente las materias impuestas a las públicas; u obligar a los estudiantes universitarios a pasar un semestre en los llamados países en vías de desarrollo, a ver si viviendo las consecuencias reales del socialismo, se plantean seriamente la conveniencia de imponerlo en Estados Unidos.
Por último, nuestra amiga nos anima a quienes estamos de acuerdo con ella a alimentar nuestro sentido del humor (aunque sólo sea por un motivo de salud mental), a ser valientes y a tratar a las personas como individuos; nunca, como miembros de un “colectivo”. Aunque, como mujer esperanzada que es, está convencida de que los valores que desde hace décadas sustentan los Estados Unidos prevalecerán (nosotros cruzamos los dedos y nos encomendamos a su patrona, la Inmaculada), no nos oculta que necesitan ser defendidos con vigor y coraje. “Nuestra civilización está en juego”, señala, y, parafraseando al cardenal Sarah, “se hace tarde”. Nosotros, como buenos centinelas, tomamos nota y avisamos intramuros. Aunque sea a base de gritos y sacudidas.
María Durio, en revistacentinela.es
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