Obligar a personas singulares a seguir una conducta contraria a su conciencia
La proliferación de conflictos entre conciencia y ley es cada vez más acentuada en el panorama jurídico. Lo que descubre una interesante vertiente ideológica -con fases dolorosas- por las que suele transitar la elaboración de un derecho humano. Pasó con las libertades de expresión y religiosa, con el derecho de no discriminación por cuestiones raciales y ahora está ocurriendo con el de objeción de conciencia. Frente a él caben dos posiciones: entenderlo como una especie de delirio religioso, una recusable excepción a la norma legal, que conviene restringir o, al contrario, entenderlo como una derivación del derecho fundamental de libertad de conciencia, un verdadero derecho humano.
Ésta segunda, me parece, es la solución correcta. De ahí que algunas cláusulas de conciencia establecidas en determinadas leyes traigan su origen en lo que podríamos denominar la mala conciencia del poder, es decir, fruto de un saludable remordimiento legal por obligar a personas singulares a seguir una conducta contraria a su conciencia. Esto ocurre, especialmente, en las leyes que inciden sobre el derecho a la vida (aborto, eutanasia, pena de muerte, etc.). Por algo son denominadas la “encrucijada sangrienta del derecho”, en la que los protagonistas de las mismas se encuentran sometidos a una fuerte presión jurídica.
La ley que aprueba la eutanasia fue sancionada el pasado jueves por el Congreso. La objeción de conciencia está regulada en un largo artículo (el 16), de cuyo texto hago gracia al lector, centrándome en las cuestiones más debatidas que contiene. La primera es si el radio de acción de la objeción de conciencia abarca solamente a los médicos o también al personal paramédico que interviene. El texto de la ley es claro, por un lado; y confuso, por otro. Es claro, ya que la expresión “personal sanitario” se refiere tanto a médicos como personal paramédico. No es clara, ya que hace notar “que intervenga directamente”.
Eso parece dejar fuera lo que viene llamándose “objeción de conciencia indirecta”. Es decir, supuestos de personas implicadas indirectamente en la eutanasia: personal de recepción, médicos consultados, etc. Esto no me parece razonable. En Estados Unidos la jurisprudencia lo admite. Por ejemplo, en el caso Tramm (1989) una corte de distrito entendió contrario a derecho el despido de una enfermera que se negó a la preparación de instrumental para realizar abortos y manejar contenedores con restos fetales tras la realización de prácticas abortivas, aunque ella no interviniera directamente.
La segunda cuestión es la necesidad de registro para los médicos objetores. Inicialmente me pareció una iniciativa razonable. Pero acabo de leer un comunicado emitido por la Sociedad Española del Dolor (SED), que me ha hecho cambiar de opinión. Según la SED, la ley de eutanasia trasciende a la lex artis o buena práctica clínica, establecida por la ciencia y recogida en los códigos deontológicos de las profesiones sanitarias. Es decir, no es un acto médico. Por eso, no sería correcto obligar a inscribirse en un registro de objetores como contempla la ley aprobada, lo cual tendría otro inconveniente: en sistemas de vinculación laboral no estables, muy frecuentes en España, podría perjudicar las oportunidades laborales del objetor para acceder a un puesto de trabajo. De ahí que se postule que el registro-si se mantiene, más bien debería incorporar los nombres de los médicos dispuestos a realizar la eutanasia, que no a los reticentes.
La tercera cuestión es la llamada “objeción institucional”. Acabo de leer una noticia (Revista Tempi, 13 enero 2021, Leone Grotti) que me permito sintetizar y que pone sobre el tapete el tema aludido. El 25 de febrero de este año, tras once de servicio, el centro médico Irene Thomas, que proporciona cuidados paliativos a los enfermos de mayor gravedad en Canadá, se ha visto obligado a cerrar y a despedir a todos sus empleados porque se resiste a eliminar a sus pacientes con la eutanasia. Es la conclusión de una larga batalla legal que llevará a la Fraser Health Authority (Fha), uno de los cinco entes que gestiona la sanidad pública en la provincia de British Columbia, a cerrar el centro de la Delta Hospice Society (Dhs), y a expropiar el edificio.
Precisamente, estos días, la directora del centro ha tenido que enviar una carta de despido a sus empleados en vista del cierre, ejecutado el 25 de febrero. “Hoy en día, en Canadá, la eutanasia se puede obtener en todas partes”, explicaba a Tempi. “Se puede morir en los parques, en las montañas, en casa, en el hospital. Nosotros no ofrecemos la eutanasia porque es incompatible por definición con los cuidados paliativos, que nosotros ofrecemos a la comunidad. Pero la buena muerte es ya una ideología. ¿Dónde está la famosa libertad de decisión?”.
Esta imposibilidad de que una entidad privada con convenio con la sanidad pública pueda plantear una objeción de conciencia institucional en materia de eutanasia, indirectamente, sería posible en aquellos ordenamientos que la admiten en materia de aborto. Un ejemplo es Chile. El 18 de enero de 2021, una sentencia del Tribunal Constitucional chileno (con referencia otra sentencia anterior), en relación con las instituciones privadas de salud que hubieran suscrito con el Ministerio de Salud convenios que contemplen prestaciones de obstetricia y ginecología que por su naturaleza comprendan atenciones a la práctica del aborto en sus instalaciones, concluyó que “la objeción de conciencia institucional no puede ser objeto de condiciones o requisitos legales que impidan su libre ejercicio”. “La firma de un convenio de salud solo implica una transferencia respecto a un determinado quehacer y no a un cierto modo de ser, en que se comunique a los privados la imposibilidad que pesa sobre el Estado de aducir una eximente”. Este razonamiento es trasladable a España.
Para concluir, una referencia a la llamada “objeción de conciencia política”, ejercida por el Rey Balduino y Lech Walesa en materia de aborto, pero también en Luxemburgo en relación a la ley de eutanasia, que entró en vigor el 17 de marzo de 2009. El 2 de diciembre de 2008, el Gran Duque manifestó que, si la ley llegaba a aprobarse, él se encontraba “por razones de conciencia”, dadas sus convicciones católicas, en la imposibilidad de sancionarla. Para resolver el conflicto constitucional se acudió a la reforma del art.34 de la Constitución, limitando las prerrogativas del soberano: ahora el Gran Duque, en vez de “sancionar y promulgar las leyes”, simplemente las promulga.
Permítaseme hacer alguna observación. Conviene partir del dato experimental de que en política y en la vida abundan las voluntades débiles que no encuentran la energía necesaria para ponerse de parte de su conciencia. Al igual que Hamlet, no son capaces de soportar el peso de sus convicciones. Existen otras, sin embargo, en las que “la conciencia común de la sociedad” (la ley) golpea su conciencia individual, obligándole a decir: “No puedo hacerlo contra mi conciencia”. Es la confirmación de que la historia “se escribe no sólo con los acontecimientos que suceden desde fuera, sino que está escrita también desde dentro, es la historia de la conciencia humana y de las victorias o derrotas morales” ( Juan Pablo II, 1985).
Desde otro punto de vista, también las grandes religiones son reticentes con la eutanasia. Baste este ejemplo. El 28 de octubre de 2019, en la sede de las Academias Pontificias de las Ciencias y de Ciencias Sociales, representantes de las religiones monoteístas abrahámicas (cristianos, judíos e islámicos), firmaron una declaración conjunta sobre los problemas del fin de la vida, que rechaza la eutanasia y el suicidio asistido, y alienta los cuidados paliativos en todas partes y para todos. En el mismo sentido, acaba de publicarse el 22 de septiembre de 2020 la Carta Samaritanus bonus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida. Sobre la objeción de conciencia, establece en su número nueve: “Es necesario que los Estados reconozcan la objeción de conciencia en ámbito médico y sanitario, en el respeto a los principios de la ley moral natural, y especialmente donde el servicio a la vida interpela cotidianamente la conciencia humana”.
No es extraño que el escéptico presidente Obama -hace poco me refería a ello- observe: “Los radicales se equivocan cuando piden a los creyentes que dejen su religión en la puerta antes de entrar en el foro público. De hecho, la mayoría de los grandes reformadores de la historia estadounidense no solo estaban motivados por la fe, sino que utilizaron repetidamente el lenguaje religioso para argumentar en favor de su causa. Así que decir que los hombres y las mujeres no deberían inyectar su moralidad personal en los debates de política pública es un absurdo en la práctica. Nuestra ley es, por definición, una codificación de la moral, de base judeocristiana”.